Discursos 1979 233
233 Que os acompañen en este camino la amadísima Madre de la Iglesia y los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, cuya solemnidad celebramos ayer. Sea siempre glorificado Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Deseo renovaros públicamente, venerados y queridos hermanos en el Episcopado elevados a la dignidad cardenalicia, mi estima afectuosa y mi sincero aprecio por el testimonio que habéis dado a la Iglesia y al mundo con vuestra vida sacerdotal y episcopal, entregada completamente a Dios y gastada por las almas en los diversos ministerios que os han sido encomendados por la divina Providencia a lo largo de vuestra vida.
Vaya asimismo mi cordial y deferente saludo a las Delegaciones de los diversos países, a las representaciones de las numerosas diócesis, a la Delegación enviada a Roma por el querido hermano, el Patriarca Dimitrios I, y a todos aquellos que han venido para acompañar gozosamente a los nuevos miembros del Sacro Colegio.
Junto a mis hermanos en el Episcopado que pasan a ser hoy miembros del Sacro Colegio y a los que acabo de reiterar mi estima, afecto y confianza, exhortándoles a ser valientes, fuertes, humildes y magnánimos a un tiempo, saludo cordialmente a las delegaciones de sus países y diócesis, y os saludo a todos, queridos hermanos y hermanas. que os sentís felices al rodear con vuestra simpatía y oración a los nuevos cardenales de la Santa Iglesia Romana. Sirva de estímulo para todos este acontecimiento.
Con gran amor en Nuestro Señor Jesucristo dedico una palabra de bienvenida a las personas y delegaciones de habla inglesa que han venido a Roma para este Consistorio. Estamos experimentando todos juntos hoy la fuerza y el gozo de encontrarnos unidos en Cristo y en su Iglesia una, santa, católica y apostólica.
Llegue mi saludo cordial y afectuoso a los obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles de lengua española que han querido venir a Roma para acompañar a los nuevos cardenales en estas ceremonias y asociarse así al gozo de tecla la Iglesia. A todos mis mejores deseos de paz y prosperidad y mi bendición.
Un saludo semejante envío a mis compatriotas que han venido a tomar parte en la elevación al honor cardenalicio del arzobispo metropolitano de Cracovia y del Secretario del Sínodo de los Obispos. El gozo de este día se une al amor a la Iglesia. Madre nuestra,
Julio de 1979
A nuestro venerable hermano Agostino Casaroli,
cardenal de la Santa Iglesia Romana.
Venerable hermano nuestro:
234 La estima de tu singular personalidad que, desde hace ya muchos años conocíamos por tus cualidades sacerdotales y apostólico celo, así como por tu vida y competencia; junto con el recuerdo de los elogios que te has granjeado por el esmero con que, durante más de cuarenta años, has servido diligente y acertadamente a la Sede Apostólica en diversas tareas relacionadas con los Asuntos Públicos de la Iglesia y también ante Responsables de Estados y Organismos internacionales, hicieron que, espontáneamente no sólo pensáramos en ti como colaborador para el futuro, sino que deseáramos tenerte de hecho a nuestro lado, desde que, a principios del pasado mes de marzo, de este año, falleció el cardenal Jean Villot, a quien tuvimos como fiel y experto colaborador en el cargo de Secretario de Estado.
De ahí que, movido principalmente por esas justísimas razones y por otras, te expresamos en el mes de abril nuestra confianza pidiéndote que te ocuparas de las cuestiones pertinentes a la Secretaría de Estado y al Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia. Pero para lograr la total y oportuna armonía de tales deseos y planes te faltaba algo que fuese como la culminación y que por fin se ha añadido felizmente estos días al serte conferida la dignidad de cardenal.
Teniendo presente todo esto, te dirigimos esta Carta mediante la cual, ejerciendo noblemente el legítimo derecho y nuestra apostólica potestad, te constituimos Secretario de Estado y al mismo tiempo te nombramos Prefecto del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, así como Presidente de la Pontificia Comisión para el Estado de la Ciudad del Vaticano.
Confiamos firmemente en que tú, por las excelentes dotes que posees y que más arriba hemos mencionado, prestarás, a Nos y a esta Sede Apostólica, tu aportación egregia, asidua y eficaz para resolver los asuntos que muchas veces tienen alcance universal. Porque ciertamente eso suele suceder en estos tiempos en los que la Iglesia y el mundo tienen que enfrentarse con problemas y dificultades urgentes, en los que a la vez no faltan motivos que inspiran confianza y alimentan la esperanza.
Y para que no te falte en el momento oportuno la ayuda humana —al llevar diariamente tan pesada carga y cumpliendo tan importantes tareas—, te prometemos de corazón toda nuestra benevolencia, venerable hermano nuestro. Finalmente, pedimos con insistencia para ti al Dios providente, luz del cielo y éxito continuo y eficaz en tus trabajos y también entusiasmo y satisfacción.
Vaticano, 1 de julio de 1979, I año de nuestro pontificado.
Amados hermanos en el Episcopado:
Con profundo gozo os recibo hoy, Pastores de las cuatro provincias eclesiásticas de Nueva Pamplona, Barranquilla, Cartagena y Bucaramanga, venidos a Roma para vuestra visita ad limina Apostolorum. Bienvenidos, en el nombre de Cristo.
Formáis el primer grupo de Obispos de Colombia, que este año vendrán a la Ciudad Eterna para encontrar a Pedro y hacerle partícipe de las realizaciones, esperanzas y dificultades de cada una de sus respectivas Iglesias particulares.
Permitidme que en lugar exprese mi sincero aprecio y gratitud por las elocuentes palabras pronunciadas, en nombre de todos vosotros, por el señor arzobispo de Nueva Pamplona, mons. Mario Revollo, Presidente de la Conferencia Episcopal Colombiana. Ellas ponen de manifiesto de modo inequívoco, la finalidad central de la visita ad limina: testimoniar y consolidar esa estrecha unión de sentimientos y propósitos de los Obispos con el Sucesor de Pedro y Pastor de toda la Iglesia, garantía de la necesaria unión eclesial.
235 Pero en esta corriente de fe y amor eclesiales, no estamos solos nosotros, los aquí reunidos. A través de esa admirable y misteriosa vinculación en el Cuerpo místico de Cristo, sentimos la presencia de vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles. Ellos son el objetivo de nuestros comunes desvelos y así se ha manifestado, tanto en los coloquios individuales con cada uno de vosotros, como en este encuentro colectivo.
Llevad a cada uno de los miembros de vuestra grey mi saludo más cordial en el amor de Cristo, mi aliento a perseverar en la firmeza de la fe, mi exhortación a no desfallecer en la esperanza, mi ruego de consolidarse en el vínculo de la caridad fraterna. Les anime en sus trabajos y en su peregrinar cotidiano la gracia del Espíritu y la oración constante del Papa, para que sean testigos vivos de la resurrección de Cristo y generosos artífices del Reino de Dios en sus respectivos campos de actividad.
De entre las múltiples preocupaciones que ocupan vuestro ánimo de Pastores, sé que hay una que tiene lugar preeminente: el problema de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Se trata, en efecto, de un tema importantísimo para toda la Iglesia, para Colombia y en particular para vuestras cuatro Provincias Eclesiásticas. Quiero confiaros que es éste uno de los puntos al que el Papa presta especial atención, dada la repercusión enorme que tiene en la marcha general de la Iglesia, para el presente y para el futuro.
Convencido de ello, quiero daros como encargo personal lo que indiqué en mi discurso de apertura de los trabajos de la Conferencia de Puebla: que pongáis entre vuestras tareas pastorales prioritarias el cuidado de las vocaciones. Es algo vital, imprescindible, porque mal podría ser eficazmente evangelizadora una Iglesia a la que faltaran los agentes calificados, estables y totalmente dedicados a ese ministerio.
Es cierto que todos los miembros de la comunidad eclesial, incluidos los seglares –cuya ayuda hay que apreciar y potenciar en todo lo posible– deben participar, en virtud de su propia vocación cristiana, en la tarea evangelizadora de la Iglesia. Pero ellos no pueden suplir la presencia insustituible del ministro consagrado o del alma llamada a una específica entrega eclesial. Más aún: la verdadera madurez del laicado católico no podrá menos de reflejarse también en una apertura práctica a la vida consagrada en plenitud.
En vuestra solicitud por las vocaciones es necesario que atendáis a una triple vertiente: la Búsqueda diligente de esas vocaciones, la adecuada preparación de las mismas y el cuidado de su perseverancia. Será para ello oportuno implantar una pastoral vocacional bien estudiada, que preste esmerada atención a las familias, a la escuela, a la juventud, a los movimientos de apostolado, centros vitales en los que, si están saturados de fe y buenas costumbres, germinan tantas decisiones de entrega al servicio de Dios y del prójimo.
No consideréis, por ello, superfluo o apostólicamente menos rentable dedicar a esa labor sacerdotes bien preparados y de gran espíritu, que atiendan preferentemente a ese sector, dentro de unos buenos planes vocacionales diocesanos y aun nacional a los que se prestáis esmerada atención. E interesad en ello a todos los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos.
No menor cuidado deberán mereceros los seminarios y casas de formación religiosa que –como indicado en diversas ocasiones, también recientes, por la Santa Sede– deberán ser siempre centro de preparación de equilibradas personalidades humanas, con toda la sana apertura que requiere el momento actual, con una sólida base espiritual, moral e intelectual, con capacidad de vida disciplinada y espíritu de sacrificio. Sin ello no puede construirse la estructura interior de una vocación para la Iglesia y el mundo de hoy. Sin olvidar nunca un presupuesto básico: si presentamos ideales desvalorizados, son los propios jóvenes los primeros en rechazarlos, por no descubrir en ellos un marco en el que volcar toda su generosidad y ansia de entrega.
No dejéis tampoco sin el debido cuidado la pastoral de las vocaciones adultas, que en ciertos ambientes y también en Colombia son un fenómeno cada vez más frecuente y prometedor.
Finalmente, atended con gran diligencia a la perseverancia de quienes viven ya su consagración total. No temáis en consumir en ello vuestro tiempo y energías mejores. En la línea indicada en mi reciente Carta a los Obispos, con ocasión del Jueves Santo, sed ante todo los verdaderos amigos y sostenedores, con vuestra palabra y con vuestro luminoso ejemplo, de los sacerdotes y almas consagradas. Sea vuestra vida y esfuerzo una preciosa ayuda, en espíritu de fraterno servicio, para mantener en ellos la conciencia clara de su propia identidad de elegidos.
Amados hermanos: He aquí algunas líneas maestras, a completar con vuestro celo y creatividad de Pastores.
236 Sea mi última palabra un fraterno llamado a la esperanza y a la oración al Dueño de la mies, que no nos abandona. Que El haga fructificar vuestros esfuerzos. María, Madre nuestra, os acompañe siempre. Como os acompaña mi plegaria por vosotros y cada miembro de vuestras comunidades eclesiales, mientras a todos bendigo con especial afecto.
Señor Embajador:
En este acto de presentación de sus Cartas Credenciales como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario del Perú ante la Santa Sede, sean mis primeras palabras de saludo y bienvenida para Vuestra Excelencia.
Con ánimo complacido he escuchado sus nobles expresiones, que reflejan profundos sentimientos de admiración y de gratitud por la labor evangelizadora de la Iglesia en Perú. En efecto, a lo largo de vuestra historia patria se han ido delineando los elementos constitutivos de vuestro propio ser: el sentido religioso de la vida, la estima por los valores fundamentales de la familia, la orientación por un preciso código de conducta moral, la solidaridad que tiene sus raíces más vitales en la paternidad universal de Dios. Todo ello ha dejado huellas imborrables en la realidad concreta del pueblo peruano. Es una herencia que hay que salvaguardar y potenciar.
Cuando se camina hacia finales de este siglo XX, el hombre es cada vez más consciente de la necesidad de vivir, también comunitariamente, ciertos valores éticos que son la base de la convivencia humana y del crecimiento moral y espiritual de la sociedad. Me refiero más concretamente a los valores de la paz y de la justicia. Porque es imperioso y urgente seguir el verdadero camino de la paz; y para ello hay que saber discernir el rostro de la justicia, la cual lleva al auténtico desarrollo, que es el verdadero nombre de la paz, como acertadamente afirmó mi Predecesor Pablo VI (cf. Popolorum progressio, 76).
La Iglesia, fiel a la misión de llevar a los hombres la Salvación integral, seguirá a su lado iluminándolos, alentándolos y trabajando por la defensa de sus derechos. Es un servicio que la Iglesia quiere continuar prestando a la sociedad y al hombre de nuestro tiempo.
Excelencia: Permítame expresar un férvido deseo: que sus conciudadanos no olviden el patrimonio humano, religioso y cultural recibido de sus antepasados; que lo transmitan a las generaciones futuras enriquecido aún más; que se esfuercen por plasmar estos ideales en la vida diaria; que trabajen por consolidar los valores permanentes de la justicia y de la paz; que tiendan la mano a los grupos humanos olvidados y marginados y a los otros pueblos necesitados.
Señor Embajador: No quiero concluir mis palabras sin rogarle que tenga la bondad de transmitir mi saludo deferente y agradecido al Señor Presidente, a las Autoridades y a los amadísimos hijos peruanos. A todos encomiendo al Señor en mis plegarias. Lo haré en particular por Vuestra Excelencia, para que cumpla felizmente y con acierto la Misión que hoy comienza ante la Sede Apostólica.
Ilustrísimos señores:
237 He escuchado con vivo placer las nobles palabras pronunciadas, en nombre de todos vosotros, por el Gran Maestre de la Orden, al que quiero dar las gracias, mientras le saludo con viva cordialidad igual que a todos vosotros y a cuantos aquí dignamente representáis.
Con este encuentro de hoy, tomo contacto por primera vez, desde que fui elegido para la Cátedra de Pedro, con los responsables miembros de una antigua e ilustre institución cristiana y católica como es la Soberana Orden Militar de Malta, puesta bajo la especial protección de San Juan Bautista.
Quiero manifestaros, por tanto, mi sincera alegría al acogeros en esta casa del Pastor común de la Iglesia universal, en la que os distinguís no sólo por la historia prestigiosa de la Orden, sino también por el testimonio concreto de vuestro peculiar compromiso cristiano. En vuestra presencia de hoy, efectivamente, me complace ver un acto filial de devoto homenaje y firme fidelidad a la Sede Apostólica, pero también, y más todavía, una clara señal de renovada ansia por un cada vez más profundo empeño en una vida evangélicamente dedicada al mayor bien de la Iglesia de todos los hermanos.
Conozco la difusión en el mundo la eficaz labor realizada por la Orden de Malta durante los últimos tiempos en el campo de diversas iniciativas asistenciales y especialmente en el importante sector del servicio hospitalario. Por todo lo que hacéis en este ámbito de actividades os doy las gracias de todo corazón. Creo que todos vuestros esfuerzos se colocan en la línea de realización de lo que he escrito en mi Carta Encíclica Redemptor hominis, cuando decía que "el hombre, en la plena verdad de su existencia... es el primer y funda mental camino de la Iglesia, camino trazado por el mismo Cristo, camino que inmutablemente pasa a través del misterio de la Encarnación y de la Redención" (Nb 14). Por tanto, todo cuanto vuestra familia haga para servir y promover ulteriormente al hombre en nombre de Cristo, será ciertamente bendecido por el Señor, de acuerdo con esta palabras suyas: "Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a Mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Y en esto precisamente consiste el más hermoso título de gloria de la Orden de Malta, que se añade a los ya conseguidos en siglos pasados e incluso los supera con la fuerza luminosa del máximo mandamiento evangélico.
Mi palabra, al llegar aquí, no puede hacer otra cosa que animaros insistentemente a que prosigáis en ese camino maestro de la Iglesia, que es el mismo camino recorrido por Cristo, el cual se ofreció a Sí mismo por la salvación de todos los hombres. "Y —como nos asegura San Pablo— poderoso es Dios para acrecentar en vosotros todo género de gracias, para que, teniendo siempre y en todo lo bastante, abundéis en toda buena obra, según que escrito: 'Con largueza repartió, dio a los pobres; su justicia permanecerá para siempre' "(2Co 9,8-9).
En prenda de estos votos, me complazco en conceder una especial bendición apostólica al Gran Maestre, a los dirigentes y a todos los miembros de la Soberana Orden de Malta, extendiéndola también a todos sus seres queridos.
Sr. Embajador:
Os doy mi cordial bienvenida en esta ocasión en que presentáis las Cartas Credenciales de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Popular de Bangladesh ante la Santa Sede.
Os agradezco el saludo que me traéis del Presidente y del pueblo de vuestro país. Y a mi vez, correspondo a este gesto atento por medio de usted, en espera de poder saludar personalmente a vuestro Presidente.
Os doy las gracias también por las palabras amables que habéis pronunciado sobre el interés de la Santa Sede por la paz del mundo. Este tema se vincula íntimamente, claro está, con otros que usted ha mencionado: pobreza, justicia social y valores espirituales. En todos estos campos y en otros, la Iglesia católica ha prestado su aportación. En la prosecución de su misión espiritual tiene muy en cuenta la naturaleza del hombre en la plenitud de su condición humana y de sus múltiples necesidades. Hablando en mi Carta Encíclica de la solicitud de la Iglesia, afirmé: "El objeto de esta premura es el hombre en su única e irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza de Dios mismo" (Redemptor hominis RH 13).
238 El esfuerzo por el mejoramiento humano de acuerdo con la dignidad del hombre, resulta largo y difícil. Pero la Iglesia está resuelta a continuar su camino bajo el signo de la esperanza. Su acción se despliega tanto a nivel local como internacional.
En el mismo Bangladesh la Iglesia católica se ocupa de varias empresas de servicio en beneficio del pueblo. Sus obras caritativas y educacionales están en consonancia con su empeño por prestar servicio altruista y generoso. A la vez, este objetivo es reflejo de la constitución misma de la Iglesia.
Y desde aquí, desde este centro de actividad internacional, la Iglesia se esfuerza por poner todas sus energías al servicio de la humanidad. Cuanto hace en el campo de la justicia social, el desarrollo y la paz del mundo, está orientado al bien concreto de cada pueblo y de todos los pueblos de la tierra. Por los medios que le son propios se esfuerza en alentar y sostener los intentos que se hacen en todo el mundo por conseguir la participación de base de cada individuo en la causa del progreso humano. Este aliento, estímulo y servicio encuentran expresión concreta también en favor de Bangladesh y de todos sus ciudadanos.
Por tanto, al comenzar su nueva misión diplomática tenga seguridad, Sr. Embajador, de la comprensión y cooperación de la Santa Sede. Esté seguro de mis buenos deseos personales. Cuente con iris oraciones.
Señor Embajador:
Deseo dirigiros ante todo unas palabras de gratitud porque habéis querido inaugurar vuestra misión refiriéndoos a temas que la Iglesia católica y el Papa concretamente consideran muy importantes. Y lo habéis hecho en términos muy elevados y nobles. Yo quisiera que vuestra representación ante la Santa Sede, comenzada bajo tan felices auspicios, resulte muy fructuosa.
Y ¿cómo podría ser de otro modo? ¿No se esfuerza vuestro país por llegar a ser —dentro de un continente africano sometido todavía a fuertes tensiones en ciertas zonas—, un lugar de comprensión entre las diversas comunidades que en él viven; un lugar donde, de cara a los inevitables problemas planteados, se buscan soluciones que tengan en cuenta, lo más posible, los derechos y las creencias de cada uno? Con ello se da prueba de moderación y tolerancia.
S. E. el General Gaafar Mohammed Nimeiri, que participó, con otras personalidades africanas, en una entrevista muy significativa con el Papa Pablo VI el 22 de diciembre de 1973, os envía ahora como representante ante el nuevo Papa. Os ruego que le deis las gracias y le presentéis mis saludos y mejores deseos para sus funciones de Jefe de Estado, que además ostenta actualmente la Presidencia de la Organización de la Unión Africana. Decidle que yo miro hacia el Sudán con esperanza y confianza.
Personalmente, Señor Embajador, descubriréis cada vez más, en el desarrollo de vuestra misión, el carácter absolutamente específico de la Santa Sede y de su papel en el concierto de las naciones. Vuestros contactos en el Vaticano, el análisis de los documentos publicados, el interés con que seguiréis la vida de la Iglesia, todo ello os permitirá contribuir a que vuestro Gobierno comprenda mejor esta realidad. Consiguientemente, le expondréis el contenido y alcance de nuestras intervenciones a nivel internacional. Por otra parte, aunque en el Sudán hay un gran número de musulmanes, también muchos de vuestros compatriotas son cristianos. Hay, por tanto, si se trata de conocer más profundamente el mundo católico, una base para una colaboración aún más eficiente en orden a la promoción de los valores espirituales. Por mi parte, me siento feliz por el testimonio que dan en el Sudán los fieles de la Iglesia bajo el impulso de los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, tanto autóctonos como misioneros, cuyo objetivo no es otro que el de servir la población.
Mis más fervientes deseos acompañen a V. E. en el comienzo de su misión. Ruego a Dios Todopoderoso que tos tenga en cuenta, a fin de que los años futuros traigan nuevos progresos en la comprensión mutua y la promoción común de ideales superiores, para el mayor bien de la humanidad.
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Señor Presidente e ilustres señores:
Vuestra Conferencia se ocupa en Roma de un tema de extrema importancia para el destino de la familia humana y de vivo interés para la Iglesia que en virtud de su misma misión se siente empeñada en ofrecer una cooperación desinteresada, según su naturaleza, a la elevación humana de las poblaciones agrícolas y rurales.
No hay duda que la reforma agraria y el desarrollo rural, que estáis examinando, señalará un ulterior paso en el camino que las Organizaciones internacionales especializadas en este campo, entre ellas la F.A.O., han recorrido desde su constitución.
Aprovecho con agrado esta singular ocasión para reafirmar, en continuidad con mis predecesores, la profunda estima de la Sede Apostólica por la incisiva y eficiente acción que las Organizaciones de la familia de las Naciones Unidas desarrollan en el sector de la alimentación, de la agricultura y del desarrollo rural (cf. Juan XXIII, Mater et Magistra , AAS 53, 1961, pág. 439).
Vuestro encuentro os ofrece posibilidades de mutua información sobre una extensa gama de experiencias, en la que probablemente surgirán convergencias que sirven de invitación y estímulo para fecundas colaboraciones en los campos que son objeto de vuestro estudio. Expreso el deseo de que tales convergencias os permitan delinear soluciones concretamente posibles, que las políticas internas puedan adoptar; y que sean capaces de lograr una mejor armonización en el plano internacional, considerando la originalidad cultural, los intereses legítimos y la autonomía de cada pueblo, y en correspondencia con el derecho al crecimiento en la vida individual y colectiva de las poblaciones rurales.
Ciertamente el mandamiento divino de dominar la naturaleza, para ponerla al servicio de la vida, comporta que la valoración racional y la utilización de los recursos de la naturaleza se orienten a la consecución de las fundamentales finalidades humanas (cf. Redemptor hominis RH 15, pár. 3). Esto en conformidad también con el principio basilar del destino de los bienes de la tierra para beneficio de todos los miembros de la familia humana. Indudablemente se deben "exigir transformaciones audaces, profundamente innovadoras" (Pablo VI, Populorum progressio, 32).
En el estado actual de las cosas, dentro de cada país tiene que preverse una reforma agraria que implique una reorganización de la propiedad de las tierras y la asignación de suelo productivo a los labradores de forma estable y con disfrute directo, con la eliminación de esas formas y estructuras improductivas que dañan a la colectividad.
La Constitución Pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II ha puesto bien en claro tales exigencias (Nb 71, pár. 6), insertando la legítima búsqueda de un uso productivo más eficaz de la tierra en una preocupación más fundamental, a saber, que el trabajo de los labradores se desarrolle en condiciones, modos y en función de aquellos objetivos que están en armonía con su dignidad de personas. Se pueden aplicar aquí las palabras que dirigí en México a los indios de Cuilapán: "El mundo deprimido del campo, el trabajador que con su sudor riega también su desconsuelo, no puede esperar más a que se reconozca plena y eficazmente su dignidad, no inferior a la de cualquier otro sector social. Tiene. derecho a que se le respete, a que no se le prive —con maniobras que a veces equivalen a verdaderos despojos— de lo poco que tiene: a que no se impida su aspiración a ser parte de su propia elevación. Tiene derecho a que se le quiten las barreras de explotación. hechas frecuentemente de egoísmos intolerables y contra los que se estrellan sus mejores esfuerzos de promoción. Tiene derecho a la ayuda eficaz —que no es limosna ni migajas de justicia— para que tenga acceso al desarrollo que su dignidad de hombre y de hijo de Dios merece" (AAS 71, 1979, pág. 209).
Al derecho de propiedad sobre la tierra va unida, como he dicho en otra ocasión, una hipoteca social (Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano , III, III 4,0, Puebla, 28 de enero de 1979). Por esto, en la reforma de las estructuras, me permito invitaros a tomar en la más alta consideración todas aquellas formas de contratos agrarios que permiten un uso eficiente de la tierra mediante el trabajo, y que garantizan los derechos primarios de los trabajadores (cf. Juan XXIII, Mater et Magistra , AAS 53, 1961. pág. 430).
Me refiero no sólo a la posibilidad de trabajar eficientemente la tierra, sino también a la garantía de un adecuado rédito del trabajo agrícola.
240 Es urgente realizar el objetivo del derecho al trabajo, con todos los presupuestos requeridos para ampliar las posibilidades de absorción de las muchedumbres disponibles de mano de obra agrícola y reducir la desocupación. Al mismo tiempo, es necesario promover la inserción de los trabajadores en actitud de responsabilidad en el funcionamiento de las haciendas agrícolas, a fin de crear también, dentro de lo posible, una relación particular entre el trabajador de la tierra y la tierra que él trabaja.
Además, debe ser garantizado ese derecho al trabajo de la tierra, junto con unas mejores y más amplias condiciones de vida humana y civil en el ambiente rural. Sólo así se puede favorecer la presencia activa, sobre todo de las jóvenes generaciones, en una economía del desarrollo agrícola, y evitar un excesivo éxodo de los campos.
La reforma agraria y el desarrollo rural exigen también que se prevean reformas para reducir distancias entre la prosperidad de los ricos y la preocupante indigencia de los pobres.
Hay que tener presente, sin embargo, que la superación de los desequilibrios y de las estridentes desigualdades en las condiciones de vida entre el sector agrícola y los demás sectores de la economía o entre los grupos sociales al interior de un país, exige una precavida política por parte de los poderes públicos: una política comprometida en una nueva distribución de los réditos en favor de los más necesitados.
Considero oportuno ratificar lo que dije en otra ocasión, es decir, que una reforma más amplia y una distribución más justa y equitativa de los bienes debe preverse "también en el mundo internacional en general, evitando que los países más fuertes usen su poder en detrimento de los más débiles" (Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano , III, III 4,0, Puebla, 28 de enero de 1979).
La reforma se amplía, por esto, necesariamente a la de una nueva reglamentación de las relaciones entre los países.
Pero para alcanzar este objetivo "hay que apelar también en la vida internacional a los principios de la ética, a las exigencias de la justicia... hay que dar la primacía a lo moral... a lo que nace de la verdad plena sobre el hombre" (ib.).
Se trata, en definitiva, de devolver a la agricultura el puesto que le corresponde en el ámbito del desarrollo interno e internacional, modificando la tendencia que, en el proceso de industrialización, ha lleva- do, incluso recientemente, a privilegiar los sectores secundario y terciario.
Es grato constatar que, en base a la experiencia, aparece hoy evidente la necesidad de corregir la industrialización unilateral de un país y de abandonar la esperanza utópica de sacar de ella efectos seguros y directos de desarrollo económico y de progreso civil para todos.
La gran importancia de la agricultura y del mundo rural se advierte ya por la aportación decisiva que ella ofrece a la sociedad con la disponibilidad de los productos más necesarios para la alimentación.
Pero hoy se percibe también, y cada vez más, la importante función de la agricultura tanto en la conservación del ambiente natural como en cuanto preciosa fuente de energía.
241 El amor por la tierra y el trabajo de los campos es una invitación no a una vuelta nostálgica al pasado, sino a una afirmación de la agricultura como base de una sana economía en el conjunto del desarrollo y del progreso civil de un país y del mundo.
Asume creciente relieve la colaboración activa de las clases rurales en todo el proceso de crecimiento de la colectividad.
Obviamente resulta siempre preferible y deseable que la cooperación en las opciones económicas, sindicales y políticas se realice de manera personal y responsable. Esto constituye ciertamente, en los diversos sistemas económicos y políticos, la maduración gradual de una auténtica expresión de aquella libertad que es elemento indispensable de verdadero progreso.
Hay que constatar también la importancia cada vez más evidente de varias formas de asociación que pueden llevar a nuevas expresiones de solidaridad entre los trabajadores de la tierra y favorecer la inserción calificada de los jóvenes y de la mujer en la empresa agrícola y en la comunidad civil.
Naturalmente, hay que tener siempre presente que toda propuesta toda actuación de reformas reales y eficientes presupone un cambio fundamental en la actitud mental y en la buena voluntad por parte de todos: "Todos nosotros somos solidariamente responsables de las poblaciones subalimentadas" —reconocía ya Juan XXIII, hablando a los dirigentes y funcionarios de la FAO, el 4 de mayo de 1960—, "es menester educar la conciencia en el sentido de la responsabilidad que pesa sobre todos y cada uno, particularmente sobre los más favorecidos" (cf. Mater et Magistra , AAS 53, 1961, pág. 440).
Hago una llamada a vosotros, responsables de las opciones y de las orientaciones en la política interna e internacional.
Hago una llamada a todos los que tengan la posibilidad de desplegar su actividad, como expertos y funcionarios y como promotores de iniciativas para la asistencia al desarrollo.
Hago una llamada sobre todo a cualquiera que tenga la posibilidad de contribuir a la educación y formación, especialmente de los más jóvenes.
Permítanme expresar mi profunda confianza de que todos se sientan cada vez más comprometidos en este llamamiento a la generosa cooperación universal.
Finalmente, pido a Dios que os asista a todos vosotros, miembros de esta Conferencia mundial, reunida en nombre de la solidaridad humana y de la solicitud fraterna. Ruego para que los esfuerzos que vosotros estáis haciendo —esfuerzos de los que la historia será testigo—, frente a los urgentes desafíos de la actual generación, den fruto abundante para el progreso de la humanidad. frutos que sean duraderos.
Discursos 1979 233