Discursos 1979 271
Me alegra mucho recibir hoy a los organizadores, relatores y participantes en el Congreso Internacional sobre el Problema del Cosmos. La autoridad del instituto que lo ha organizado, la competencia de los ilustres relatores y el interés del tema de los trabajos, han atraído lógicamente la atención de un amplio público, y también la mía, sobre esta importante iniciativa científica.
El Instituto de la Enciclopedia Italiana se ha granjeado, efectivamente, una gran estima entre los hombres de cultura de todo el mundo por su ya más que cincuentenaria tradición investigadora en los más diversos campos de la cultura. Es una investigación sólida y seria, que busca la verdad, animada por el ansia moral de una objetividad que no se deje desviar por modas pasajeras o por intereses particulares, sin dejar de ser también una investigación consciente del continuo progreso de los conocimientos científicos, presente siempre en las fronteras de la fascinadora aventura del hombre del siglo XX, que está a punto de asomarse a los umbrales de un nuevo milenio.
Y ahora, este nuevo fruto del trabajo del instituto, la Enciclopedia del Novecientos, ya en su mismo título expresa un programa. En estas dos palabras están realmente indicadas, a la vez, la voluntad de forjar y expresar una cultura presente en nuestro tiempo y la tensión interior hacia la unidad de esta cultura. Y porque en una obra de tan amplio horizonte, atenta a todas las vías por las que el hombre busca sinceramente la verdad, no pueden faltar un espacio y un acento adecuados para la temática religiosa, me alegro especialmente de la importancia que a tal temática se le ha atribuido, señal elocuente de la profundidad y seriedad de sus planteamientos.
Precisamente por el amplio programa de investigación que confluye en esta enciclopedia para luego tomar en ella nuevas direcciones, se celebra, en el año centenario del nacimiento de Albert Einstein, vuestro congreso sobre el Problema del Cosmos. Tema lleno de una inmensa fascinación para el hombre de hoy, como para el de ayer; para el hombre de siempre.
Es la vuestra una estupenda ciencia que, en el campo de la investigación sobre la naturaleza, se coloca de algún modo en el vértice de todas las demás, en cuanto que tal investigación no se refiere a un aspecto particular de la naturaleza misma y de sus fenómenos, sino que, con ímpetu magnífico que exalta y ennoblece la mente del hombre, trata incluso de abarcar la inmensidad del universo, de penetrar en su estructura, de recorrer su evolución. La cosmología, una ciencia de la totalidad de cuanto existe como ser experimentalmente observable, está dotada, por tanto, de un estatuto epistemológico especial que la coloca, quizá más que a ninguna otra, en los confines de la filosofía y de la religión, porque la ciencia de la totalidad conduce espontáneamente a la pregunta sobre la totalidad misma, pregunta que no encuentra sus respuestas dentro de dicha totalidad.
272 Con profunda emoción hablo hoy yo con vosotros, cultivadores de una ciencia tan amplia, que despliega ante vosotros toda la creación. Vuestra ciencia es para el hombre un camino maestro hacia la maravilla. La contemplación del firmamento ha sido siempre para el hombre fuente de absoluto estupor, desde los más antiguos tiempos; pero vosotros, hoy, nos conducís a los hombres del siglo XX sobre las sendas de una maravilla nueva. Son sendas que pasan a través del fatigoso y paciente camino de la razón, que ha interrogado a la naturaleza con sagacidad y constancia, con una austera disciplina que, en cierto modo, ha dejado a un lado la complacencia en la contemplación de la belleza del cielo, para sondear cada vez más profunda y sistemáticamente los abismos. Instrumentos cada vez más potentes e ingeniosos —telescopios, radiotelescopios, sondas espaciales— han permitido desvelar, a nuestras mentes y a nuestros ojos atónitos, objetos y fenómenos que nuestra fantasía no hubiera jamás osado imaginar —masas estelares, galaxias y grupos de galaxias, quasars y pulsars...—; han ensancharlo los confines de nuestros conocimientos a distancias de miles de millones ele años luz; nos han permitido remontar el tiempo hasta el más remoto pasado, casi a los orígenes de ese proceso de expansión del universo que constituye uno de los descubrimientos más extraordinarios e inesperados de nuestro tiempo. La razón científica, tras un largo camino, nos hace, por tanto, descubrir nuevamente las cosas con maravillas nuevas; nos induce a reproponer con renovada intensidad alguna de las grandes preguntas del hombre de siempre —¿de dónde venimos, adónde vamos?—; nos lleva a considerarnos una vez más en las fronteras del misterio, ese misterio que Einstein definió como "el sentimiento fundamental que está a la raíz del verdadero arte y de la verdadera ciencia"; y —añadimos nosotros— de la verdadera metafísica y de la verdadera religión.
Pero también por otro motivo aprecio yo de manera especial vuestra ciencia. A diferencia de tantas otras ciencias de la naturaleza, que se cultivan y desarrollan con particular solicitud porque colocan en las manos del hombre el poder para transformar el mundo en que vive, vuestra ciencia es, en cierto sentido, una ciencia "gratuita". No da poder al hombre para construir ni para destruir, sino que secunda su puro deseo, su profundo ideal de conocer. Y esto, en un mundo fuertemente tentado de utilitarismo y de sed de dominio, es un valor que hay que testimoniar y custodiar. Yo me doy, buena cuenta de ello.
Pero en realidad conocer el mundo no es cosa gratuita ni inútil; más aún, es algo absolutamente necesario para conocer quién es el hombre. No en balde la visión del cosmos en las diversas épocas y en las diversas culturas ha estado siempre estrechamente ligada y ha influido fuertemente sobre la visión que esas culturas han tenido del hombre. Ahora bien, si el conocimiento de las dimensiones desmesuradas del cosmos, ha borrado la ilusión de que nuestro planeta o nuestro sistema solar sean el centro físico del universo, no por ello el hombre se ha visto disminuido en su dignidad. Al contrario; la aventura de la ciencia nos ha hecho descubrir y experimentar con vivacidad nueva la inmensidad y la trascendencia del espíritu humano, capaz de penetrar en los abismos del universo, de escrutar sus leyes, de trazar su historia, elevándose a un nivel incomparablemente más alto que el de las otras criaturas que le rodean.
Por eso, vienen espontáneamente a los labios del creyente del siglo XX las palabras del antiguo salmista: "Oh, Señor nuestro... Cuando contemplo tu cielo, obra de tus manos; la luna y las estrellas que tú has establecido... ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes y el hijo del hombre para que de él te cuides? Y lo has hecho poco menor que los ángeles..." (Ps 8,2 Ps 8,4-5). Como ya frente a la sublimidad de lo creado, también frente al hombre, investigador del universo y de sus leyes, nuestro ánimo se llena de estupor y maravilla, porque también aquí se percibe el misterio.
Y en el fondo, ¿no se trata acaso del único y gran misterio, que es el que está en la raíz de todas las cosas. del cosmos y de su origen, así como también de quien es capaz de investigar y comprender ese misterio? Si el universo es como una palabra inmensa que, aunque fatigosa y lentamente, puede en fin de cuentas ser descifrada y entendida, ¿quién es el que le dice al hombre esa palabra? La voz y el pensamiento del creyente se sienten estremecer después que vosotros lo habéis conducido sobre los caminos y por las profundidades de la inmensidad; y sin embargo yo, testigo de la fe en los umbrales del tercer milenio, pronuncio una vez más, con temor y con gozo, el nombre bendito: Dios, Creador del cielo y de la tierra, cuyo amor nos fue revelado en Cristo nuestro Señor.
Con estos sentimientos, os animo a todos a proseguir vuestros severos estudios, mientras sobre vosotros, sobre vuestras tareas científicas y sobre vuestros seres queridos invoco la riqueza de los dones del Pantocrátor, del Señor del cielo y de la tierra.
Doy gracias de todo corazón a quienes están aquí presentes, en particular a los señores cardenales, a los miembros del Cuerpo Diplomático, a los representantes del Gobierno italiano. Mi pensamiento agradecido se dirige también a todos los que, en este momento, me acompañan con su afecto y su esperanza.
Dejo Roma y el territorio de la querida Italia para realizar un largo viaje de carácter eminentemente pastoral, en sintonía coherente con mi supremo servicio respecto a la Iglesia.
Me traslado, primeramente, a Irlanda, la "Isla de los Santos", con ocasión del centenario del santuario de la Virgen de Knock, como consecuencia de la invitación que me ha dirigido el Episcopado de esa nación. Deseo expresar a los irlandeses el debido aprecio por la fidelidad diamantina que han manifestado a Cristo, a la Iglesia y a la Sede Apostólica durante siglos; y además, el vivo agradecimiento por el dinámico ardor misionero que los ha animado siempre para difundir en todo el mundo el mensaje del Evangelio. Deseo de corazón que esta visita mía contribuya a cambiar esa atmósfera de tensión que, especialmente en estos últimos tiempos, ha provocado desgarramientos e incluso —por desgracia— ruina y muerte.
Aceptando la invitación del Secretario General de las Naciones Unidas, Dr. Kurt Waldheim, me traslado después a la ONU. Sigo, en esto, las huellas de mi predecesor Pablo VI, de venerada memoria, el cual hace ahora 14 años, el 4 de octubre de 1965, pronunció en aquella prestigiosa sede un discurso que tuvo amplio eco en la opinión pública internacional. Las palabras que yo pronunciaré en esa asamblea serán una continuación ideal de aquella llamada profética del gran Papa en favor de la paz y de la concordia entre los pueblos.
273 Finalmente, por invitación de la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos de América, y también del Presidente Carter, haré una visita a algunas ciudades de esa gran nación.
Me encontraré especialmente con los hijos de la Iglesia católica, para confirmarlos y confortarlos en la fe, y también con los otros hermanos cristianos, como con los miembros de otras comunidades no cristianas, para intensificar los esfuerzos comunes hacia esa unidad perfecta, querida por Cristo.
Quiera el Señor guiar mis pasos en estos días y asistirme con su gracia, para que se alcancen las finalidades espirituales que constituyen la base de este mi nuevo viaje. Con este fin pido a todos, especialmente a los enfermos y a los niños, un recuerdo en la oración.
Con mi bendición apostólica.
¡Alabado sea Jesucristo!
Con inmenso gozo y profunda gratitud a la Santísima Trinidad piso hoy el suelo irlandés.
Vengo a vosotros como siervo de Jesucristo, heraldo de su Evangelio de justicia y amor. Obispo de Roma, Sucesor del Apóstol Pedro. Y con las palabras de Pedro os presento el saludo de mi corazón: "La paz a todos vosotros los que estáis en Cristo" (1P 5,14).
Agradezco sinceramente la bienvenida de Su Excelencia el Presidente de Irlanda que como representante de todos los ciudadanos de bien me ofrece cordial hospitalidad en esta tierra.
Estoy agradecido sobre todo a mis hermanos en el Episcopado que se hallan aquí para recibirme en nombre de toda la Iglesia que está en Irlanda, a la que mucho amo. Me siento feliz al caminar con vosotros sobre las huellas de San Patricio y por el camino del Evangelio que él os dejó cual herencia sublime, convencido de que Cristo está aquí: "Cristo delante de mí, Cristo detrás de mí... Cristo en el corazón de cada hombre que piensa en mí, Cristo en la boca de cada hombre que habla de mí".
En este momento de mi llegada, siento necesidad de manifestar mi estima por las tradiciones cristianas de esta tierra, y la gratitud de la Iglesia católica por la gloriosa aportación de Irlanda a la difusión de la fe a lo largo de siglos. Desde esta ciudad capital envío un saludo a todos los irlandeses esparcidos por el mundo.
274 Y al mismo tiempo que pido bendiciones de Dios para Irlanda, encomiendo todo su pueblo a las oraciones de Nuestra Señora, a la intercesión de María, Madre de Jesús y Reina de la paz, bajo cuyo patrocinio coloco mi visita pastoral.
¡Alabado sea Jesucristo!
Señor Presidente:
Deseo expresar mi gratitud por la calurosa acogida con que me han recibido, al llegar a Irlanda, tanto el pueblo Irlandés, como sus ilustres representantes.
Expreso a usted, Señor Presidente, mi agradecimiento sincero por las corteses palabras que me ha dirigido; con ellas ha querido honrar no sólo a mi persona, sino a la Cabeza de la Iglesia católica romana.
Era oportuno, después de mi visita a América Latina y a mi amada tierra, que aceptase la invitación del Episcopado irlandés para venir a vuestra Isla de Esmeralda y encontrarme con su pueblo. Verdaderamente son muchos los vínculos que unen a su país con la Sede de Pedro en Roma. Desde los remotos orígenes del cristianismo en esta tierra, a través de los siglos y hasta nuestros días, el amor de los irlandeses por el Vicario de Cristo nunca se ha debilitado, sino más bien ha florecido con un testimonio ejemplar para todos. Al recibir la fe de San Patricio, el pueblo católico irlandés ha aceptado también que la Iglesia de Cristo está edificada sobre la roca que se llama Pedro, y ha establecido esa relación de amor con el Sucesor de Pedro, que ha sido siempre garantía para la defensa de su fe. Me complazco en declarar que esta fidelidad indefectible sólo ha sido igualada por su profunda devoción a la Virgen y por su firme adhesión a los deberes de la religión.
Ciertamente, la historia de Irlanda no se ha visto privada del sufrimiento y del dolor. Las condiciones económicas y sociales han inducido a muchos de sus hijos e hijas, en el pasado, a dejar la casa y la familia para ir a otros lugares en busca de la oportunidad de vivir dignamente que no habían encontrado aquí. La pérdida de estas personas para Irlanda ha sido, en cambio, ganancia para los países donde se han establecido. Quienes quedaron, nunca han conocido un progreso sin dificultades. Pero, a través de todas las pruebas, los irlandeses han demostrado una valentía y una perseverancia no comunes inspiradas en su fe. Séame permitido, Señor Presidente, citar aquí el pasaje de su último mensaje para la fiesta de San Patricio, en el que usted ha atribuido al Santo Patrono de Irlanda "el vigor moral y la fuerza espiritual que sostuvieron a la nación en los tiempos de prueba".
Deseo fervientemente, para usted y para sus compatriotas irlandeses, que estas mismas cualidades —herencia de una fe viva custodiada y profundizada durante siglos— puedan poner a este país en condiciones de prepararse para el tercer milenio y de conseguir un bienestar que constituya una auténtica promoción humana para todo su pueblo, un bienestar que haga honor al nombre y a la historia de Irlanda. La vitalidad que saca su fuerza de más de 15 siglos de ininterrumpida tradición cristiana, os dará la posibilidad de afrontar los muchos problemas de una República moderna y todavía joven.
La eliminación de la pobreza, la ayuda a los marginados, la perspectiva de la ocupación plena para todos, y especialmente para el enorme número de jóvenes espléndidos con que Dios ha bendecido su tierra en este momento, la creación de un bienestar social y económico para todas las clases sociales continúan siendo desafíos reales. Perseguir las metas de la justicia en los campos económico y social, requerirá que las convicciones religiosas y el fervor no estén separados de una conciencia moral y social, especialmente en quienes planifican y controlan el proceso económico, ya sean legisladores, gobernantes, industriales, sindicalistas, empresarios u obreros.
El papel que vuestra nación ha desarrollado de modo eminente dentro de la historia de Europa, en el campo espiritual y cultural, os darán inspiración también en el futuro, para que podáis dar vuestra aportación específica y calificada a la unidad progresiva del continente europeo, conservando al mismo tiempo los valores que caracterizan a 'vuestra comunidad y dando testimonio de ellos en las corrientes políticas, económicas, sociales y culturales que circulan a través de Europa en estos días.
275 Es mi deseo ferviente que esta misma Irlanda continúe siendo, como en el pasado, una fuerza para la comprensión, la hermandad, para la colaboración entre todas las naciones del mundo. Muchos de vuestros compatriotas trabajan ya en todas las partes del mundo —y aquí recuerdo con gratitud especial a tantos misioneros vuestros— llevando, con sus fatigas y su compromiso, con su entrega desinteresada y generosa, la asistencia de que tienen necesidad tantos hermanos y hermanas nuestros en otras partes del mundo, para progresar en su desarrollo y para poder satisfacer sus necesidades fundamentales.
Los emigrantes y los misioneros irlandeses han ido por todas las partes del mundo y, dondequiera han ido, han hecho, sí, que el nombre de Irlanda fuese amado y honrado. La historia de Irlanda ha sido y es una fuente de inspiración humana y espiritual para los pueblos de todos los continentes. Irlanda ha heredado una noble misión cristiana y humana, y su aportación para el bienestar del mundo y para el nacimiento de una nueva Europa puede ser hoy tan grande como lo ha sido en los días más luminosos de la historia de Irlanda. Esta es la misión y el desafío lanzado a Irlanda en esta generación.
Finalmente, Señor Presidente, quiero hacer una llamada para la paz yla armonía a todos los pueblos de esta isla. Su tristeza por la agitación continua, la injusticia, la violencia en Irlanda del Norte es también mi tristeza personal y mi dolor. Con ocasión de la fiesta de San Patricio en 1972, mi amado y venerado predecesor, el Papa Pablo VI, cuyo amor por Irlanda siempre será recordado con gratitud, escribió al cardenal Primado de entonces, arzobispo William Conway: "La fe cristiana debe convencer a todos los interesados que la violencia no es una solución aceptable para los problemas de Irlanda. Pero, al mismo tiempo, el sentido cristiano de los valores convence a los hombres de que la paz definitiva sólo puede construirse sobre los sólidos fundamentos de la justicia". Estas palabras conservan hoy todo su significado.
Le agradezco una vez más su acogida cortés y calurosa. Bendigo de corazón a usted, a su tierra y a su pueblo.
Dia agus Muire libh
Beanncht Dé is Muire libh.
El Señor y María estén contigo.
Que la bendición del Señor y de María estén contigo y con el pueblo de Irlanda, siempre.
Señor Taoiseach:
276 Me complace poder encontrarme aquí con los miembros del Gobierno irlandés. Ustedes representan las aspiraciones, las necesidades y el futuro del pueblo irlandés, pero también sus posibilidades y las promesas de futuro que encierra la historia pasada de su país. El pueblo irlandés ha tenido una larga historia de sufrimiento y lucha para lograr su propia cohesión como Estado moderno y para conseguir el nivel de bienestar que merece toda nación.
El privilegio de ustedes es servir al pueblo, en su nombre y para su progreso, a través del mandato que el pueblo les ha confiado. Pero existen también principios e imperativos que son de un orden superior y sin los cuales ninguna sociedad podrá nunca esperar fomentar el verdadero bien común. No necesito enumerar delante de ustedes las demandas de justicia, de vida pacífica en sociedad, de respeto y protección a la dignidad que proviene de la verdadera naturaleza y destino de todo ser humano como creatura del amor de Dios. Su misión consiste en encarnar en medidas concretas y prácticas la colaboración de todos los ciudadanos para estos elevados fines.
Una Irlanda próspera, en paz y empeñada en el ideal de las relaciones fraternas entre sus gentes, es también un factor que contribuirá al futuro justo y en paz de Europa y de toda la familia de las naciones. Hoy en Drogheda, he hecho una defensa solemne y apasionada en favor de la justicia, la paz y la reconciliación, particularmente en vistas a la situación de Irlanda del Norte, que no puede dejar indiferente a ningún irlandés, a ningún cristiano y, ciertamente, tampoco al Papa. Mi plegaria ferviente es que todos los hombres de esta isla desplieguen su valor y encuentren vías de solución para este problema, que no es de naturaleza religiosa, sino que tiene su origen en un conjunto de motivos históricos, sociales, económicos y políticos.
Deseo renovar una vez más mi cordial agradecimiento a usted por su amable bienvenida y por todo lo que las autoridades públicas han hecho para facilitar mi visita pastoral a su país. Pongo de manifiesto mi reconocimiento hacia usted y hacia sus colegas en el Gobierno. Quiera cada uno, de acuerdo con la dignidad que posee, llevar a cabo sus obligaciones inspirado por un verdadero deseo de construir la paz, la justicia y el respeto a la persona humana.
Excelencias, señoras, señores:
Es para mí un gran placer encontrarme con vosotros en este primer día de mi presencia en Irlanda. Me emociona vuestra calurosa acogida.
Concedo una gran importancia al viaje pastoral que he emprendido hoy, por diversas razones que quiero evocar con vosotros. Como Sucesor de Pedro en la Sede de Roma, tengo a mi cargo, de modo muy particular, toda la Iglesia universal y todos sus miembros. Después de haber ido a México con motivo de la III Asamblea General del Episcopado Latinoamericano y después de haber participado en Polonia en las ceremonias conmemorativas de San Estanislao, era normal que yo viniera a esta isla donde, desde los primeros tiempos de su evangelización hasta nuestros días, la fe cristiana y el lazo de unidad con la Sede de Pedro han permanecido firmes.
San Patricio fue el primer Primado de Irlanda. Pero fue, sobre todo, quien supo infundir al alma irlandesa una tradición religiosa tan profunda que cada cristiano en Irlanda puede considerarse, con justo motivo, heredero de San Patricio. Era un irlandés auténtico, era un cristiano auténtico: el pueblo irlandés ha sabido guardar intacta esta herencia a través de siglos de luchas, de sufrimientos y de grandes cambios sociales y políticos, resultando así un ejemplo para todos cuantos creen que el mensaje de Cristo desarrolla y refuerza las aspiraciones más profundas de los pueblos a la dignidad, a la unión fraterna y a la verdad. Yo he venido aquí para animar al pueblo irlandés en su adhesión al mensaje de Cristo.
Quiero también rendir homenaje, mediante esta visita, a la parte que la Iglesia irlandesa ha tenido en la evangelización del continente europeo e incluso de otros continentes. No se puede hablar del cristianismo en Europa sin referirse al trabajo maravilloso realizado por los misioneros y monjes irlandeses. En ese trabajo tuvieron su origen muchas comunidades cristianas florecientes en Europa. Y yo estoy persuadido de que los valores que tan profundamente están enraizados en la historia y en la cultura de este pueblo constituyen una fuerza permanente para construir esta Europa, donde la dimensión espiritual del hombre y de la sociedad sigue siendo la única garantía de unidad y de progreso.
277 Como Cabeza visible de la Iglesia y servidor de la humanidad, vengo a esta isla afectada por los graves problemas referentes a la situación en Irlanda del Norte. Como acabo de decir en Drogheda, yo tenía un gran deseo de ir a dirigir personalmente al pueblo de Irlanda del Norte un mensaje de paz y de reconciliación; pero las circunstancias no me lo han permitido. Así, pues, desde Drogheda le he hablado, afirmando una vez más que el sentido cristiano de los valores debe convencer, a quienes están metidos en el engranaje de la violencia, de que ésta no podrá ser jamás una solución para los problemas humanos y que la paz verdadera debe estar fundada sobre la justicia. En nombre de Cristo, he lanzado un llamamiento a la reconciliación.
Estoy también en camino hacia las Naciones Unidas, donde he sido invitado a dirigir la palabra a la Asamblea General. Mis predecesores en la Sede de Pedro han estimulado siempre y mostrado su estima a esta Organización, porque se trata del foro donde todas las naciones pueden encontrarse y buscar conjuntamente soluciones a los numerosos problemas del mundo actual. Voy, pues, a las Naciones Unidas como un mensajero de paz, de justicia y de verdad; y deseo expresar mi gratitud a todos los que se dedican a la colaboración internacional, para poder ofrecer un porvenir seguro y pacífico a la humanidad.
Deseo, en fin. que las oraciones de todos los creyentes y el apoyo de todos los hombres y de todas las mujeres de buena voluntad me acompañen durante este periplo internacional que comienzo hoy en Irlanda y que concluirá el 7 de octubre en la capital de los Estados Unidos de América.
Expreso una vez más mi reconocimiento por vuestra presencia aquí y ruego a Dios Todopoderoso que os bendiga, a vosotros y a vuestras familias, y os ayude en vuestra importante tarea al servicio de la humanidad.
*L' Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.40 p.9.
Mis queridos hermanos en Cristo:
Permitidme que os salude en el amor de nuestro mismo Señor y Salvador, y con las palabras de su siervo el apóstol Pablo: "Sean con vosotros la gracia y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (Ep 1,2).
Me siento feliz ante esta oportunidad de encontrarme junto con vosotros en el Santo Nombre de Jesús, y orar con vosotros. Para cuantos estamos hoy aquí, la gran promesa contenida en el Evangelio es de verdad alentadora y estimulante: "Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). Y por tanto, nos regocijamos en extremo:.: al saber que Jesucristo está con nosotros.
Sabemos que está cerca de nosotros con el poder de su misterio pascual y que de su misterio pascual sacamos luz y fuerza para caminar en lo que San Pablo llama "una vida nueva" (Rm 6,4).
278 Qué gracia es para toda la Iglesia del mundo entero el que el Espíritu Santo haya suscitado fuertemente en nuestros días en el corazón humano el deseo real de esta "vida nueva". Y qué gran don de Dios es el hecho de que "exista hoy entre los cristianos una mayor conciencia de la necesidad de estar perfectamente unidos en Cristo y en su Iglesia: ser uno de acuerdo con la oración del mismo Cristo, como él y su Padre son uno (cf. Jn Jn 17,11).
Nuestro deseo de unidad cristiana brota de la necesidad de ser fieles a la voluntad de Dios como se reveló en Cristo. Porque además resulta que nuestra unidad en Cristo condiciona la eficacia de la evangelización, y es determinante para la credibilidad de nuestro testimonio ante el mundo. Cristo oró por la unidad de sus discípulos precisamente "para que el mundo crea..." (Jn 17,21).
Hoy ha sido sin duda alguna un día memorable en mi vida por haber podido abrazar en el amor de Cristo a mis hermanos cristianos separados y confesar con ellos que "Jesús es el Hijo de Dios vivo"(1Jn 4,15); que es "el Salvador de todos los hombres" (1Tm 4,10); porque "uno es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús" (1Tm 2,5). Desde Drogheda esta tarde he hecho un llamamiento a la paz y la reconciliación de acuerdo con el supremo querer de Cristo, el único que puede unir los corazones de los hombres en hermandad y testimonio conjunto.
Que nadie dude del empeño de la Iglesia católica y de la Sede Apostólica de Roma por alcanzar la unidad de los cristianos. Cuando en noviembre pasado me encontré con los miembros del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, les hablé del "escándalo intolerables de la separación de los cristianos". Dije: que la marcha hacia la unidad no puede pararse hasta haber alcanzado la meta; pedí que se comprometieran obispos, sacerdotes y pueblo a trabajar con energía en favor de esta meta. Añadí en tal ocasión: "La Iglesia católica, fiel a la orientación recibida del Concilio, no sólo quiere continuar avanzando por el camino que lleva a la restauración de la unidad, sino que desea intensificar a todos los niveles, en la medida de sus medios y con plena docilidad a las sugerencias del Espíritu... su cooperación en este gran movimiento de todos los cristianos" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua española, 3 de diciembre de 1978. pág. 8). Renuevo este compromiso y este propósito hoy aquí, en Irlanda, donde la reconciliación entre cristianos reviste urgencia especial y donde, al mismo tiempo, cuenta con recursos especiales en la tradición de fe cristiana y fidelidad a la religión que caracterizan tanto a la comunidad católica como a la protestante.
La obra de reconciliación, el camino hacia la unidad, puede ser largo y difícil. Pero como en el camino de Emaús, el mismo Señor está con nosotros en el camino "fingiendo seguir adelante" (Lc 24,28). Estará con nosotros hasta que llegue el momento tan ansiado de poder reunirnos reconociéndole en la Sagrada Escritura y "en el partir del pan" (Lc 24,35).
Mientras tanto, la renovación interna de la Iglesia católica en fidelidad total al Concilio Vaticano II, a la que prometí al comienzo de mi ministerio papal dedicar todas mis energías, debe continuar con vigor indeficiente. Esta renovación es ya en sí misma aportación indispensable a la tarea de la unión de los cristianos. Al crecer cada uno en nuestras Iglesias respectivas en la investigación sobre la Sagrada Escritura, en la fidelidad y continuidad de las antiguas tradiciones de la Iglesia cristiana, y con voluntad de santidad y autenticidad de vida cristiana, nos iremos acercando más a Cristo y, en consecuencia, también unos a otros en Cristo.
Sólo El es quien puede, a través de la acción del Espíritu Santo, llevar a cumplimiento nuestra esperanza. En El ponemos toda la esperanza, en "Jesucristo, esperanza nuestra" (1Tm 1,1). A pesar de nuestra debilidad humana y nuestros pecados, a pesar de todos los obstáculos, aceptamos con humildad y fe el gran principio enunciado por nuestro Salvador: "Lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios" (Lc 18,27).
Que este día señale para todos nosotros y para aquellos a quienes servimos en Cristo, la ocasión de crecer siempre en fidelidad, oración y penitencia por la causa de Cristo y su mensaje de verdad y amor, justicia y paz. Que la estima y amor que vosotros y nosotros tenemos a la palabra de Dios santa e inspirada nos una cada vez más, mientras continuamos estudiando y examinando juntos los temas importantes concernientes a la unidad eclesial en todos sus aspectos, y a la urgencia de servir unidos a un mundo tan necesitado.
Irlanda, queridos hermanos en Cristo, tiene necesidad especial y urgente del servicio común de los cristianos. Todos los cristianos irlandeses deben unirse para defender los valores espirituales y morales contra la irrupción del materialismo y permisivismo moral. Los cristianos deben unirse para promover la justicia y defender los derechos y dignidad de todas las personas humanas. Los cristianos todos de Irlanda deben oponerse juntos a la violencia y a toda clase de ataques contra la persona humana —venga de la parte que viniere— y para encontrar respuesta cristiana a los graves problemas de Irlanda del Norte. Todos debemos ser ministros de reconciliación. Con el ejemplo y la palabra debemos tratar de mover a los ciudadanos, comunidades y hombres políticos hacia métodos de tolerancia, cooperación y amor. Ni el miedo a la crítica, ni el riesgo de resentimientos pueden hacernos abdicar de esta tarea. La caridad de Cristo nos urge. Precisamente porque tenemos un mismo Señor, Jesucristo, hemos de abrazar juntos la responsabilidad de una vocación que de El hemos recibido.
Queridos hermanos: Con convicción que viene de la fe estamos percatados de que el destino del hombre está en juego porque hay desafío a la credibilidad del Evangelio. Los cristianos sólo en unión perfecta pueden dar testimonio adecuado de la verdad. Por tanto, la fidelidad a Jesucristo nos urge a hacer más, orar más y amar más.
Que Cristo, Buen Pastor, nos enseñe a guiar nuestro rebaño por el camino del amor hasta la mata de la unidad perfecta. Para honra y gloria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
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