Discursos 1980 269

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LAS ABADESAS BENEDICTINAS DE ITALIA


Jueves 22 de mayo de 1980



Queridas abadesas benedictinas de Italia:

1. Al finalizar vuestras reuniones de estudio sobre la "oración monástica considerada en su desarrollo desde los orígenes hasta el Concilio Vaticano II", habéis deseado encontraros con el Papa para manifestarle vuestra fe y vuestra filial devoción, y para escuchar una palabra de aliento y consuelo. Os doy gracias por ello de corazón y, al dirigiros mi saludo especialmente afectuoso, expreso a vosotras y a todas vuestras hermanas mi más vivo aprecio por vuestra consagración religiosa y por vuestro constante interés en poneros al día y ahondar en los aspectos cultural y formativo.

También a vosotras quiero repetir lo que dije a las monjas del Carmelo de Nairobi: "La Iglesia está firmemente convencida, y lo proclama con fuerza y sin vacilar, de que hay una relación íntima entre oración y difusión del Reino de Dios, entre oración y conversión de los corazones, entre oración y aceptación fructuosa del mensaje salvador y sublime del Evangelio" (7 de mayo: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 18 de mayo de 1980, pág. 10).

270 Por eso, la alegría espiritual que experimentáis por estar totalmente consagradas a Jesucristo y a la Iglesia, es también mi gozo y mi profunda consolación. Hay además otro motivo especial, que hace aumentar mi afecto hacia vosotras: sois las hijas de San Benito y os dedicáis a perpetuar su glorioso y universal mensaje de formación cristiana y religiosa, mensaje austero y, sin embargo suave, que desde hace ya quince siglos esparce su perfume y su energía por el mundo entero. Debéis sentiros muy contentas, en este año conmemorativo de su nacimiento, por todas las iniciativas que se están desarrollando para recordar dignamente a vuestro santo fundador y para valorar cada vez mejor la maravillosa riqueza espiritual de su regla.

Puedo imaginar cuántas sabias y útiles reflexiones habéis hecho en estos días de estudio sobre el tema tan interesante de la oración monástica. Y, como conclusión, quiero brindaros una breve exhortación que pueda valer para vosotras y para cuantos se sientan llamados a la vida monástica, en esta época tan singular en el desarrollo de la historia.

2. ¿Cuál es el valor de la oración monástica en nuestro tiempo? Realmente tiene muchos valores, y vosotras los conocéis. Algunos de ellos son eminentemente actuales y característicos.

La oración monástica tiene hoy, en primer lugar, un "valor apologético" o, como suele decirse, "profético". Hoy lo que causa más impresión en el mundo moderno es la crisis de la fe. Pues bien, la oración monástica, como la quiso San Benito y como desde entonces ha venido practicándose en las diversas escuelas de la espiritualidad, es como una señal luminosa en la noche, un oasis en el desierto de las desilusiones e insatisfacciones, un navío firme y seguro entre las olas tempestuosas de los sentimientos y de las pasiones. Con su oración, que mana de una fe largamente madurada y profundamente vivida, el monje, la religiosa de vida contemplativa, en el aura serena de la "lectio" y de la "meditatio" de la Sagrada Escritura, parecen decir al mundo entero, con modestia pero con firmeza: "Yo sé que Dios existe y es Padre omnipotente y providente, lo creo firmemente. Yo sé que Dios se ha manifestado en Cristo, el Verbo Encarnado, y lo amo tiernamente. Yo sé que Cristo está presente en su Iglesia y la sigo fielmente".

A este propósito, quiero recordar unos párrafos del mensaje de los obispos italianos con motivo del XV centenario del nacimiento de San Benito: "Nuestro tiempo necesita descubrir de nuevo la fuerza de Dios que habla, arrolla, provoca, se revela, se comunica, llama y atrae a la comunión con El. Ayer todo parecía llevarnos a Dios; hoy parece que nada y nadie nos ayuda a pensar en El. En torno a Dios hay como una tácita conjura del silencio. Pero no es así: diariamente, cada uno de nosotros, y todos juntos, podemos volver a descubrir la fascinación de su presencia y la necesidad que tenemos de El para respirar, para vivir. Quizás hoy no bastan ya las "teologías", los "discursos sobre Dios", por muy importantes que sean. Se necesitan existencias que griten silenciosamente la primacía de Dios. Se necesitan hombres que traten al Señor como Señor, que se dediquen a adorarle, que ahonden en su misterio, bajo el signo de la gratuidad y sin compensación humana, para testimoniar que El es el Absoluto" (L'Osservatore Romano, 18 de marzo 1980).

3. La oración monástica tiene también un valor grandemente propiciatorio e impetratorio.

San Benito, meditando asiduamente la Sagrada Escritura, sabía bien que Dios es infinitamente bueno y misericordioso, pero que es también infinitamente justo y, conociendo la situación de desorden moral de su tiempo, quiso abrir precisamente su monasterio con el principal objetivo de la salvación eterna de muchas personas.

Lo que asustaba al Santo en aquella época grosera y violenta, debe asustarnos mucho más todavía, desgraciadamente, en esta época nuestra, orgullosa y refinada. ¡Hoy muchos arriesgan terriblemente su eternidad! Sabemos, en efecto, como dice el autor de la Carta a los Hebreos, que "a los hombres les está establecido morir una vez, y después de esto el juicio" (
He 9,27). Pero el amor de Dios es inmenso, y la oración monástica puede salvar muchas almas por la potencia de la "gracia". "Parce, Domine, parce populo tuo".

En la inminencia de mi peregrinación al santuario de Lisieux, recuerdo lo que escribía Santa Teresa del Niño Jesús, todavía hoy maestra sabia y amiga intrépida en el camino de nuestra vida: "Un domingo, mirando una imagen de Nuestro Señor en la cruz, quedé impresionada por la sangre que fluía de una de sus divinas manos; sentí una gran pena al pensar que aquella sangre llegase hasta el suelo sin que nadie se preocupara de recogerla, y resolví permanecer en "espíritu a los pies de la cruz para recibir la divina rociada que baja de ella y que —así lo comprendía yo— habría debido después esparcirla sobre las almas..." (Historia de un alma, Man. A., cap. V). La oración monástica debe ser eso: una oración a los pies de la cruz por la salvación del mundo.

Carísimas religiosas: Al volver ahora a vuestros conventos llevad a vuestras hermanas mi saludo y mis deseos de paz y alegría, en unión con María Santísima, que vivió su vida en continua oración junto a su Divino Hijo Jesús, y a la que en estos días recordamos orando en el Cenáculo con los Apóstoles, en espera del Espíritu Santo. Que Ella os guíe en las ascensiones de vuestra vida consagrada a Cristo y a la Iglesia.

Que mi bendición os acompañe.










AL SEÑOR MARK EVELYN HEATH,


NUEVO MINISTRO PLENIPOTENCIARIO


DE GRAN BRETAÑA ANTE LA SANTA SEDE


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Jueves 22 de mayo de 1980



Señor Ministro:

Con sumo agrado recibo a Vuestra Excelencia como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de Su Majestad Británica, la Reina Isabel. Le agradezco el saludo amable de que es portador en nombre de Su Majestad, y ruego a usted le transmita mi testimonio renovado de gran respeto y buenos deseos cordiales.

Los contactos permanentes mantenidos a través de canales tales como la misión diplomática de que usted es ahora Jefe, reforzarán todavía más, sin duda alguna, la comprensión y amistad entre la Santa Sede y el Reino Unido, y estimularán la colaboración estrecha y efectiva para el bien.

En la vida internacional el Reino Unido tiene una parte importante que desempeñar dentro de sí misma y como miembro de la Comunidad Europea y de la Commonwealth mundial, en favor de la libertad, la paz y la colaboración entre los pueblos, y en apoyo de las Organizaciones Internacionales. El papel que está llamado a desempeñar es acorde con los valores de la democracia y el respeto de la dignidad humana, que son parte de la magnífica tradición histórica y cultural de vuestro pueblo. Los buenos auspicios con que Zimbabwe se ha sumado a las naciones independientes del mundo, pueden atribuirse a la iniciativa del Gobierno británico que ha combinado felizmente el valor y la paciencia. Ruego a Dios nos conceda que otros resultados positivos como éste sigan surgiendo de la misma fuente.

Oro también para que las dificultades que afectan al revuelto sector del Norte de Irlanda se remedien con medios políticos pacíficos y resulte patente así que la paz alcanza resultados de justicia, mientras la violencia no los consigue, y de este modo también salgan victoriosos la reconciliación y el amor sobre el odio y las disensiones.

Estoy informado del entendimiento creciente entre la Iglesia católica y la Iglesia de Inglaterra y otras comunidades cristianas de vuestro país. Lejos de oponerse a la fidelidad a la verdad, tal entendimiento y respeto son consecuencia de la misma fidelidad. Me complace saber que existen estos progresos y espero que continuarán sin tregua.

Con sumo placer pienso en la visita que Su Majestad se propone hacerme en el Vaticano en octubre. Mientras tanto invoco sobre ella y todos sus súbditos las bendiciones de Dios Todopoderoso. Oro asimismo por el feliz éxito de vuestro misión.








A LOS ALUMNOS DEL COLEGIO EPISCOPAL DE SAN ALEJANDRO


Viernes 23 de mato de 1980



Queridos jóvenes del colegio episcopal San Alejandro:

Os agradezco sinceramente esta visita, que me ofrece la ocasión de veros aquí todos juntos y dirigiros unas palabras de afecto y aliento. Agradezco, en particular, a vuestro celoso obispo, mons. Giulio Oggíoni, las hermosas y significativas palabras que, interpretando también vuestros sentimientos, ha querido dirigirme. Mi cordial saludo se extiende a vuestros progenitores, a todo el claustro docente y, sobre todo, a vuestro rector, don Achille Sana, por la iniciativa de esta peregrinación romana a la tumba de San Pedro y a la morada de su Sucesor en la Cátedra de Roma.

272 Vuestra presencia despierta en mi ánimo la estima que siento por Bérgamo, la bella ciudad lombarda de donde venís; me recuerda su historia antigua y reciente, sus arraigadas tradiciones cristianas, sus instituciones culturales —entre las que figura vuestro colegio, con más de un siglo de vida y actividades—, su pueblo fuerte, laborioso y generoso. Pero sobre todo, hace volver a mi mente y a mi corazón la querida y paternal figura de vuestro más grande coterráneo y venerado predecesor mío, el Papa Juan XXIII, el cual, marcando un surco profundo en la vida de la Iglesia de nuestro siglo, ha llenado el mundo entero de su recuerdo, honrando y engrandeciendo así la tierra natal y el genio de su pueblo, además del pontificado romano.

Queridos jóvenes: Como herederos directos de una tradición religiosa tan rica, sed conscientes y merecedores de pertenecer al colegio episcopal San Alejandro, del que han salido hombres ilustres, que han caracterizado tanta parte de vuestra cultura. Sabed apreciar la fortuna que supone el pertenecer a él y considerad la gran ocasión que os ofrece para prepararos a las altas y auténticas experiencias de la vida intelectual y moral. Tened vuestros ojos abiertos y vuestros corazones dispuestos para corresponder a las solicitudes y esperanzas de vuestros superiores, de vuestras familias y de la moderna sociedad, con un empeño escolar y disciplinar serio, sereno y constructivo.

Me gustaría mucho conocer a cada uno de vosotros, saber cuáles son vuestros estudios, cuál es el clima cultural de vuestra escuela y cuál la atmósfera espiritual de vuestra comunidad colegial. Me imagino que será —y así lo deseo— una reciproca comprensión de ánimo, hecha fecunda colaboración entre superiores y alumnos, entre profesores y discípulos; en buena forma, por la intensidad de estudios y de propósitos, por la conciencia de lo que sois y de lo que queréis ser.

Pero sobre todo, os digo: sed jóvenes que saben buscar a Cristo, conocerlo y amarlo. Tened fe en El; sed "fortes in fide", como exhortaba el Apóstol Pedro en su primera Carta (5, 9). La Iglesia quiere de vosotros una fe fuerte, y así la exige el compromiso de vuestra voluntad. Tened el valor de ejercitarla, respirarla y profesarla, no sólo interiormente para experimentar su luz y su dulzura, sino también externamente para expresarla con la palabra, con el cántico, con la conducta cotidiana.

San Pedro, desde su cercano sepulcro os recomienda y os repite hoy, aquí en Roma, en el centro de la cristiandad, la sublime y saludable lección de cómo creer, de cómo superar debilidades y obstáculos y de cómo ser verdaderamente cristianos.

De este modo, vosotros, jóvenes, sabréis santificar también vuestro estudio y hacer de él vuestra pasión; encontraréis la fuerza para superar perezas e hipocresías convencionales, tendréis la capacidad y el gusto de elevaros a la comprensión de los demás y a los problemas de nuestro tiempo, en una actitud de amistad, de laboriosidad y de servicio. Sabréis vivir en vuestro colegio con el espíritu lleno de alegría pura y buena y podréis así hacer mucho bien a la juventud que os rodea. Espero que podáis de ese modo proporcionar a vuestro instituto nuevos méritos, ofrecer a la sociedad una valiosa contribución de salud moral, además de cultural, así como dar' de Cristo un testimonio de incomparable valor, mereciendo ser llamados y ser realmente verdaderos hijos de la Iglesia, fuertes, fíeles y generosos.

Con estos pensamientos y estos votos, invoco sobre cada uno de vosotros la protección de la Virgen Santísima, Sede de la Sabiduría, y de San Alejandro, vuestro celestial patrono, mientras de corazón os imparto la propiciadora bendición apostólica.










A LA ORDEN DE LA BIENAVENTURADA


VIRGEN MARÍA DE LA MERCED


Viernes 23 de mayo de 1980



Queridos hermanos de la Orden de la Bienaventurada Virgen María de la Merced:

Con profunda alegría comparto con vosotros estos momentos de intimidad, en un encuentro familiar que confío sirva para estrechar aún más los lazos de comunión afectuosa entre vuestro instituto y el Papa.

Sé que estáis reunidos en Roma con motivo del Capítulo general, al que miran con tanta esperanza todos los religiosos de la Orden, comprometidos apostólicamente en 19 países de diversos continentes.

273 Os agradezco vuestra visita, con la que deseáis manifestarme vuestros sentimientos de fiel adhesión al Magisterio de la Iglesia. En esta oportunidad quiero confirmar la honda estima que nutro hacia vuestra antigua y benemérita Orden, que desde hace más de siete siglos y medio ha ido prodigándose en favor de los miembros más afligidos y oprimidos del Cuerpo místico de Cristo.

La misión que vuestro fundador, San Pedro Nolasco, os confió, en la obra directa de redención y ayuda a los cautivos, y que impregnó toda su actuación apostólica en parroquias, hospitales para pobres, enseñanza y misiones, se halla hoy prolongada en un carisma de servicio a la fe, para proyectar un rayo de esperanza y ofrecer la asistencia de la caridad de Cristo a cuantos se encuentran sometidos a nuevas formas de cautiverio en nuestra sociedad: en centros penitenciarios, en suburbios de pobreza y hambre, en ambientes de droga, en zonas de materialismo en las que se persigue a la Iglesia o se la reduce al silencio, etc.

Se trata de un vasto campo en el que ha de volcarse sin reserva vuestro espíritu religioso y la disponibilidad total a la que os abre la vivencia generosa de los consejos evangélicos y la profesión de vuestro cuarto voto. Esa será la manera de ser fieles hoy a vuestro carisma, en la línea trazada por San Pedro Nolasco y recogida ya en las primitivas constituciones de 1272.

No cabe duda de que se un exigente compromiso eclesial al que os invita vuestra vocación. Para mantener viva esa entrega, es necesario que seáis almas de profunda vida interior y que renovéis vuestras fuerzas en el contacto con el Modelo de toda perfección: Cristo Jesús, Buen Pastor y Salvador. Por ello os repito a vosotros: “Vuestras casas deben ser sobre todo centros de oración, de recogimiento, de diálogo —personal y comunitario— con Aquel que es y debe ser el primero y principal interlocutor en la sucesión laboriosa de las horas de cada jornada vuestra” (Discurso a los superiores generales religiosos, 24 de noviembre de 1978). En esa escuela sublime el religioso apagará la sed de Dios que debe ser una característica en su vida (cf. Sal
Ps 63,1-2) y se llenará de ese amor grande que da sentido nuevo a la propia existencia (cf. Redemptor hominis RH 10).

Hablando a religiosos cuyo fundador puso tanto empeño en la devoción a la Madre de Dios y nuestra, no puedo menos de exhortaros a mantener y profundizar ese gran amor mariano que es una nota peculiar de vuestra Orden. Tomad de la “Madre de la Misericordia” y “Consuelo de los afligidos” el ejemplo e inspiración en cada instante. Ella os guiará a su Hijo y os enseñará el valor de cada alma, a la que prodigar celosamente el cuidado de vuestro ministerio.

Alentándoos en vuestros propósitos, os reitero mi confianza, pido por vosotros e imparto a cada uno de los miembros de vuestra Orden mi especial bendición.







DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


A LOS OBISPOS DE MALASIA-SINGAPUR-BRUNEI


EN VISITA AD LIMINA


Viernes 23 de mayo de 1980



Mis queridos obispos:

1. Con profundo afecto fraterno en Cristo Jesús os doy hoy la bienvenida al Vaticano. Vuestra presencia aquí en calidad de Pastores de la Iglesia esparcida por Malasia, Singapur y Brunei, nos ofrece la oportunidad de expresar nuestra unión en Cristo y en la jerarquía de su Iglesia. Es ésta asimismo una ocasión gozosa para reflexionar brevemente sobre el misterio de la Iglesia tal y como se vive en vuestra tierra y entre vuestro pueblo.

En esta reflexión que hacemos por gracia del Espíritu Santo, encontramos estímulo para nuestro ministerio pastoral y fuerza para nuestra vida. Nuestra misión apostólica de evangelización está vinculada a problemas complicados concernientes a la vida diaria de nuestro pueblo, su dignidad humana y su salvación eterna. Si bien no existen soluciones fáciles para los problemas que se nos presentan, la meditación del misterio de la Iglesia aligera nuestras cargas y nos da más alto sentido de nuestra misión eclesial. Y en consecuencia, nos encontramos con mayor capacidad de sostener eficazmente a nuestros hermanos en su vocación cristiana, con lo que cumplimos nuestro mandato pastoral: Pascite qui est in vobis gregem Dei (1P 5,2).

2. De suprema importancia en el misterio de la Iglesia es el hecho de que Cristo está vivo en su pueblo. Su vida continúa en las comunidades de fieles de todo el mundo, en todos los que por la fe y el bautismo han sido justificados en su nombre. La vida de Cristo continúa en la Iglesia de hoy, en todos los hermanos y hermanas del Señor a cuyo servicio habéis sido enviados. Incluso algo que es muy fundamental en la persona de Cristo, su filiación divina, se vive en la Iglesia por la gracia de la adopción divina (cf. Gál Ga 4,5 Ef Ep 1 Ef Ep 5).

274 Y por estar los fieles configurados con Cristo, Hijo de Dios, tienen capacidad de expresar los sentimientos de Cristo al Padre a través del Espíritu Santo. De aquí que la plegaria de Cristo se perpetúe en cada generación; su alabanza continua al Padre es una realidad en su Iglesia.

Sí, Cristo vive en sus miembros y, por tanto, quiere sufrir en ellos concediéndoles completar lo que falta a sus sufrimientos por el bien de su Cuerpo, la Iglesia (cf. Col
Col 1,24). Este misterio ha entrado en la conciencia de los cristianos al comprender que debieran alegran se de participar de los sufrimientos de Cristo (cf. 1P 4,13), y que cuando son probados por causa de El, es mejor sufrir haciendo el bien en vez de hacer el mal (cf. 1P 3,17).

Y en su Iglesia —de acuerdo también con el plan del Padre— Cristo crece en sabiduría, edad y gracia (cf. Lc Lc 2,52) en sus miembros a medida que éstos crecen hasta plena madurez en El a través de su palabra y la acción de sus sacramentos (cf. Ef Ep 4,13).

En el Cuerpo de Cristo se perpetúa su celo; y su Iglesia se enardece con el mismo deseo de su corazón: "Es preciso que anuncie el Reino de Dios" (Lc 4,43). Se visita a los enfermos, los afligidos son consolados, y se predica el Evangelio a los pobres. La catequesis del Reino prosigue en los jóvenes y en los adultos.

Y porque Cristo está vivo, sobre todo su amor se mantiene vivo en la Iglesia. Jesús sigue amando a su Padre y el Padre sigue amando a su Hijo en todos aquellos que el Hijo se ha elegido para hermanos y hermanas suyos. Y el misterio de un amor recibido del Padre y devuelto al Padre es herencia de todos los discípulos de Cristo: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos si tenéis caridad unos para con otros" (Jn 13,35).

3. Este misterio de Cristo viviente en su Iglesia se actúa en cada comunidad. Es un misterio que se prolonga de generación en generación y llega a formar parte de la vida de vuestro pueblo a través de la acción misionera que la gracia de Dios hace fructificar. Este designio universal de Cristo actuado en todas las comunidades del mundo, crea un vinculo de unión entre estas comunidades y les da unidad esencial, la unidad de los que viven la vida de Cristo. Siempre que permanezca anclada en esta unión, cada Iglesia individual tiene capacidad de impregnar, del tesoro de la fe, la vida concreta de cada día en la que tiene sus aspiraciones propias, sus riquezas y limitaciones y sus modos de orar, amar y ver la vida y el mundo (cf. Evangelii nuntiandi EN 63).

Mientras la Iglesia local trata de asimilar la verdad de modo creciente, se la interpela a la vez para que custodie incólume el contenido de la fe apostólica que el Señor confió a los Apóstoles. Esta es principalmente la tarea de los obispos, y la han de ejercer en unión con el Sucesor de Pedro y con todos los obispos de la Iglesia católica.

4. En cada coyuntura de la vida de la Iglesia está presente el Espíritu Santo, pues ha sido enviado por Cristo para morar en la Iglesia y mantenerla viva. En una palabra, el Espíritu Santo perpetúa la vida de Cristo en la Iglesia. La dignidad de la vida cristiana y el valor de la conducta cristiana están ligados a la realidad de que Cristo vive para siempre en su Iglesia. Y precisamente en el contexto de esta realidad somos enviados como obispos.

Los medios a nuestra disposición —los únicos medios que podrían en cierto modo ser proporcionados a las metas sobrenaturales que constituyen el objeto de las actividades de la Iglesia— son los instrumentos de la fe. Según las palabras de San Pablo, son la "armadura de Dios" y la "espada del Espíritu Santo que es la Palabra de Dios" (Ep 6,13 y 17). En cuanto obispos estamos llamados a dar a nuestro pueblo la Palabra de Dios, a exponerle todo el misterio de Cristo (cf. Christus Dominus CD 12), siguiendo el ejemplo del Apóstol que no vaciló en anunciar "el designio de Dios en su totalidad" (Ac 20,27).

5. Queridos hermanos: La conciencia de que nuestro ministerio está totalmente encaminado a la vida de Cristo en sus miembros —que se perpetúa por la proclamación de la Palabra, especialmente en la renovación sacramental de la muerte de Cristo— nos proporciona profundo gozo y confianza. Cristo está con nosotros hoy y siempre y nos dice a nosotros y a nuestro pueblo: "No temas, yo soy el primero y el último, el viviente, que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos" (Ap 1,18).

6. Sí, queridos hermanos. Cristo está vivo en Malasia, Singapur y Brunei, en toda Asia. Vive para siempre en vuestras parroquias, en todas vuestras comunidades, en vuestras diócesis. Que saquéis fuerza y esperanza de la convicción de que cuanto hacéis como obispos, está enderezado a perpetuar la vida de Jesucristo en su Iglesia.

275 7. Y ahora yo os pediría que transmitáis mi saludo especial a vuestros sacerdotes y religiosos, y que habléis con ellos de la importancia de su papel en el Cuerpo vivo de Cristo. Deseo pediros que alentéis a los seminaristas en su vocación y hagáis todo lo posible por fomentar vocaciones al sacerdocio. Decid por favor a los catequistas que la Iglesia espera mucho de su colaboración generosa y de la santidad de su vida. Y recuérdese repetidamente a las familias cristianas los estrechos vínculos que las unen al misterio de Cristo en la vida de la Iglesia.

Y que la Madre de Cristo vivo, Estrella de evangelización, esté siempre junto a vosotros para iluminaros el camino y llevar a todo vuestro pueblo a la plenitud de vida en Jesucristo Nuestro Salvador.









ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


DURANTE SU VISITA AL SEMINARIO MENOR DE ROMA


Sábado 24 de mayo de 1980



Hermanos c hijos carísimos:

¿Cómo os expresaría el gran gozo que siento al encontrarme hoy entre vosotros? Era ésta una visita que os debía desde hace tiempo. Ciertamente, de todas las realizadas a diversos puntos de la diócesis de Roma, ésta es una de las más deseadas y significativas. En efecto, me ofrece la posibilidad de encontrarme personalmente con los componentes y los responsables de la comunidad, en la que se cultivan, como en un vivero, las vocaciones de los niños destinados a ser los ministros indispensables para la vida cristiana de esta Iglesia local, que es la diócesis del Papa. Por eso, os saludo con especial calor a todos vosotros, seminaristas internos y externos, y educadores del seminario menor romano, a quienes reservo mi afecto paternal más genuino.

El encuentro de hoy me da ocasión para dirigir, ante todo, especiales palabras de aliento a los adolescentes de la comunidad interna del seminario. Y les animo a que caminen siempre solícitos y alegres hacia la meta del presbiterado. Allí hay alguien que os espera ya con ansia: allí está el Señor, al que os asemejáis de modo singularísimo; allí está el obispo, cuyas responsabilidades pastorales estáis llamados a compartir; está la entera comunidad cristiana en favor de la cual empleáis vuestra vida para ayudarle a caminar en el crecimiento de la fe y del testimonio ante el mundo.

Quiero, además, dedicar un especial recuerdo a los numerosos muchachos y adolescentes de la comunidad vocacional diocesana, que constituye algo así como la "reserva" del "equipo" más directamente comprometido en la consagración a Cristo y a la Iglesia. A ellos les exhorto a que se mantengan siempre generosamente disponibles para asumir su papel en el campo, preparados para poner sus propias energías y entusiasmo al servicio del Señor y del Pueblo de Dios, acogiendo dócilmente su invitación, cuando os diga claramente: "Sígueme". Sabed, de todas formas, que el Papa espera también mucho de vosotros.

No puedo tampoco dejar de referirme al problema real de las vocaciones, cuyos términos y cuya urgencia todos conocéis. El cuidado amoroso e inteligente de las vocaciones es una de las primeras necesidades de toda la Iglesia y debe interesar hondamente a los miembros más activos de la comunidad diocesana. Quiero, por tanto, estimular y alentar a los sacerdotes y las religiosas, que ya se dedican a este difícil y hermoso apostolado en las parroquias y en las escuelas católicas, para que intensifiquen sus esfuerzos por una eficaz catequesis vocacional. Una especial e importante función en la pastoral de las vocaciones corresponde también a los padres y a las familias, que son muchas veces el punto de partida y constituyen el ambiente favorable de madurez para una total consagración al sacerdocio ministerial.

A todas estas categorías de personas aseguro mi estima cordial y mi agradecimiento más sincero. Su cotidiana actividad, junto con la necesaria gracia de Dios, es la señal más concreta y el fundamento más seguro de la esperanza y de la confianza que jamás nos abandona: la de ver que el Señor no permite que falten "operarios para su mies" (Mt 9,38).

Mi deseo más espontáneo es, por tanto, que todos juntos prosigamos con gozo y con abnegación el camino emprendido, con la convicción de que la puesta en juego merece todo esfuerzo. Y que el Señor, a quien debemos elevar constantes oraciones, fecunde ampliamente nuestros afanes, que están totalmente orientados a su mayor gloria y al bien de su santa Iglesia.

De estos deseos —que confío a la maternal intercesión de María Santísima— es prenda la bendición apostólica que de corazón imparto a todos vosotros aquí presentes, y que extiendo a vuestros amigos y colaboradores como signo de mi benevolencia y también de mi serena confianza.










AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS DE INDONESIA


EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


276

Lunes 26 de mayo de 1980



Venerables y queridos hermanos en el Episcopado:

1. En nombre de Jesucristo Buen Pastor vosotros y yo compartimos, aunque de modo diferente, una misma responsabilidad pastoral respecto del Pueblo de Dios de Indonesia. Esta responsabilidad pastoral conjunta es voluntad de Cristo y recae sobre nosotros desde el momento en que somos obispos de la Iglesia católica, sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio Episcopal.

Es precisamente esta responsabilidad pastoral conjunta la que nos reúne hoy en el servicio de la Iglesia, pues estamos ansiosos de ver brillar la luz de Cristo en el rostro de la Iglesia. Estamos ansiosos de ver que la Iglesia sacramento de salvación penetra cada vez más hondamente en la urdimbre de la sociedad de Indonesia, y toma parte en los diferentes sectores de la vida de vuestro pueblo. Estoy enterado del laudable patriotismo con que habéis defendido los Pancasila o cinco principios básicos de la filosofía del Estado de Indonesia, y cómo os habéis esforzado por mostrar el amor de Cristo a todos vuestros hermanos sin distinción ninguna. Como mi predecesor Pablo VI que fue personalmente a Indonesia a confirmar la fe de los Pastores y del pueblo, y estimularos a todos a la esperanza y perseverancia, yo también declaro mi solidaridad eclesial con vosotros en vuestro ministerio cuando construís la comunidad de fe y fortalecéis a vuestro pueblo en su vocación cristiana.

2. Al reunimos aquí hoy recibimos fuerzas de nuestra unidad católica, de la que nuestra tarea pastoral es un aspecto dentro del misterio de la Iglesia de Cristo. Precisamente esta unidad católica da luz a nuestra tarea pastoral en sus dimensiones varias; nos hace tener una visión más honda de las verdades más profundas de nuestra acción apostólica.

Vuestras Iglesias locales son expresiones individuales del Pueblo de Dios uno y redimido, liberado del dominio de la oscuridad y trasladado al Reino de su querido Hijo, en quien tenemos redención, perdón de los pecados (cf. Col Col 1,13-14). El pueblo del que sois Pastores está llamado a vivir la vida nueva de Cristo y a expresarla en sus costumbres y cultura, manifestando fielmente al mismo tiempo su carácter peculiar en la existencia diaria. De este modo llegan a enriquecer a todo el Cuerpo de Cristo con su aportación que es única.

En efecto, es la Iglesia una, santa, católica y apostólica, la que vive en vuestras Iglesias locales. Es esta fe una, santa, católica y apostólica la gran herencia de vuestro pueblo, y es ésta la que todos nosotros en cuanto obispos estamos encargados de proclamar "a tiempo y a destiempo" (2Tm 4,2). En cuanto Sucesor de Pedro seré llamado a dar cuenta especial "delante de Dios y de Cristo Jesús que ha de juzgar a vivos y muertos" (2Tm 4,1) del modo en que respondo al mandato a mí encomendado por Cristo, de ser garante de la pureza de la fe de toda la Iglesia y de desempeñar dignamente la función de Romano Pontífice, "principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los obispos como de la multitud de los fieles" (Lumen gentium LG 23).

3. La comunión eclesial que compartimos y mantenemos nos proporciona consuelo y gozo inmenso en nuestro ministerio de obispos de la Iglesia católica. Tenemos conciencia de ser todos nosotros junto con nuestros fieles, la Iglesia una de Jesucristo unidos en El y viviendo por su Espíritu Santo.

Nuestra comunión es ante todo comunión de fe. Nos une la fe apostólica. Nos une la fe apostólica de que el Espíritu de verdad asiste al Magisterio al transmitirla intacta y pura de una generación a otra. A este respecto, en cuanto obispos debemos comprometernos a renovar constantemente la profesión plena de la fe católica, que trasciende en mucho la visual de nuestra sabiduría humana y de nuestro razonamiento teológico. Sólo el Espíritu de verdad, el Espíritu de Jesús, puede garantizar suficientemente nuestra fe, y lo hace a través del Magisterio que estamos llamados a aceptar y también a proclamar a los demás.

La nuestra es asimismo comunión de amor, un amor que tiene su origen y modelo en la Santísima Trinidad. Hemos sido objeto del amor de Dios y este amor nos reúne a todos en la comunidad de la Iglesia. Entre los deberes del obispo, ¡qué importante es para él reflexionar a nivel personal sobre el amor de Jesús Buen Pastor! Pero en cada uno de los momentos de nuestra vida de Pastores, hay alguien que necesita nuestro amor, alguien que merece nuestro amor. Nuestros sacerdotes, en particular, tienen título especial para este amor. Son nuestros amigos, hermanos e hijos en Jesucristo. Para toda la grey, nuestro amor se manifestará en la comprensión y el servicio generoso y perseverante en sus necesidades, especialmente en su necesidad de la Palabra de Dios con toda su pureza y poder.

La nuestra es comunión de oración en la que todos alcanzamos fuerzas por la oración de todo el Cuerpo de Cristo. La actividad de la oración es parte muy importante de la vida de la Iglesia, pues nos une a los vivos y a los muertos en la Comunión de los Santos. Los Santos de Dios son nuestros intercesores. En particular la Madre de Jesús, que es Madre de todo el Cuerpo, intercede por cuantos han recibido vida de su Hijo. Legiones de fieles cristianos cumplen una tarea de valor inestimable orando por la Iglesia y su misión. Confiamos en estas oraciones y las agradecemos especialmente por la ayuda a los enfermos y los que sufren.


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