Discursos 2001 90

90 Esta reunión, signo de la intensa y profunda comunión que os une al Sucesor de Pedro, me permite conocer más de cerca los proyectos y las perspectivas del trabajo de colaboración de las comunidades eclesiales europeas. Vuestra Comisión se propone afrontar desde el punto de vista pastoral las temáticas de creciente relieve relativas a las competencias y a la actividad de la Unión europea y favorecer la cooperación entre los Episcopados en lo que concierne a las cuestiones de interés común.

2. El proceso de integración europea, a pesar de algunas dificultades, prosigue su camino, y otros Estados piden asociarse a la Unión de los Quince. Pero la Unión que se está consolidando no debe ser solamente una realidad geográfica y económica continental; debe buscar, ante todo, un entendimiento cultural y espiritual, forjado mediante un fecundo entramado de múltiples y significativos valores y tradiciones. La Iglesia, con espíritu de participación, sigue dando su contribución específica a este importante proceso de integración. Mis venerados predecesores reconocieron este camino como un itinerario seguro hacia la paz y la concordia entre los pueblos, viendo en él una vía más ágil para alcanzar el "bien común europeo".

Yo mismo he evocado muchas veces la imagen de una Europa que respira con dos pulmones, no sólo desde el punto de vista religioso, sino también cultural y político. Desde el comienzo de mi ministerio petrino he subrayado con frecuencia que la construcción de la civilización europea debe fundarse en el reconocimiento de la "dignidad de la persona humana y sus inalienables derechos fundamentales, la inviolabilidad de la vida, la libertad y la justicia, la fraternidad y la solidaridad" (Discurso a los participantes en el 76° encuentro de Bergedorf sobre el tema "La división de Europa y la posibilidad de superar esa situación", 17 de diciembre de 1984, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de marzo de 1985, p. 8).

3. He querido, además, que a la misión de la Iglesia en Europa se dedicaran dos Asambleas especiales del Sínodo de los obispos: las de 1991 y 1999. Sobre todo esta última, que tenía como tema "Jesucristo, vivo en su Iglesia, fuente de esperanza para Europa", reafirmó con vigor que el cristianismo puede dar al continente europeo una aportación decisiva y fundamental de renovación y esperanza, proponiendo con nuevo impulso el anuncio siempre actual de Cristo, único Redentor del hombre.

La Iglesia se siente "fortalecida con la virtud del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto internos como externos, y revelar en el mundo el misterio de Cristo con fidelidad" (Lumen gentium
LG 8). Con esta certeza también vosotros, queridos hermanos y hermanas, estáis llamados a cumplir la tarea de suscitar y cultivar en los cristianos europeos el compromiso de testimoniar la esperanza evangélica. Para este fin, es necesaria una nueva época misionera, que implique a todos los componentes del pueblo cristiano.
Vuestra Comisión y los Episcopados del continente se están dedicando oportunamente a la formación religiosa y cultural de los fieles y al acompañamiento permanente de las personas que, en todos los niveles, son responsables de la unificación europea. En efecto, la construcción de una nueva Europa requiere hombres y mujeres dotados de sabiduría humana y de un profundo sentido del discernimiento, arraigado en una sólida antropología unida a la experiencia personal de la trascendencia divina.

4. A veces en el mundo contemporáneo se manifiesta la convicción de que el hombre puede establecer por sí mismo los valores que necesita. La sociedad quisiera a menudo delegar la determinación de sus metas al cálculo racional, a la tecnología o al interés de una mayoría. Es preciso reafirmar con firmeza que la dignidad de la persona humana se funda en el designio del Creador, de modo que los derechos que nacen de ella no están sujetos a intervenciones arbitrarias de las mayorías, sino que todos deben reconocerlos y mantenerlos en el centro de cualquier designio social y de cualquier decisión política. Sólo una visión integral de la realidad, inspirada en los valores humanos perennes, puede favorecer la consolidación de una comunidad libre y solidaria.

Los gobernantes y los responsables de la formulación de las leyes y de la administración pública deben tener constantemente presente al ser humano y sus exigencias fundamentales. En este campo la Iglesia no dejará de prestar su contribución específica. Al ser experta en humanidad, sabe que la primera tarea de toda sociedad consiste en tutelar la auténtica dignidad humana y el bien común que, como afirma el concilio Vaticano II, "abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia" (Gaudium et spes GS 74).

5. Amadísimos hermanos y hermanas, para que este esfuerzo sea eficaz, tiene que ir constantemente precedido y acompañado por la oración. Recurriendo con humildad y confianza a Dios podemos obtener la luz y la valentía indispensables para comunicar a nuestros hermanos el evangelio de la esperanza y de la paz. Sólo a partir de Cristo y de su mensaje de salvación es posible construir la civilización del amor. La Virgen María, venerada en tantos santuarios esparcidos por el continente europeo, os sostenga en vuestra acción apostólica y misionera.

Con estos deseos, a la vez que os animo a proseguir vuestro meritorio servicio a la causa europea, os bendigo a todos de corazón.










A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL


DE JAPÓN EN VISITA "AD LIMINA"


Sábado 31 de marzo de 2001



91 Queridos hermanos en el episcopado:

1. Alegrándome por la "inescrutable riqueza de Cristo" (
Ep 3,8), os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Japón, con ocasión de vuestra vista ad limina Apostolorum, una verdadera peregrinación en espíritu de comunión con la Iglesia universal y con el Sucesor de Pedro. Por medio de vosotros, saludo a toda la familia de Dios que habita en vuestro país, "dando gracias cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio" (Ph 1,3-5).

En el año del gran jubileo, toda la Iglesia agradeció a Dios las infinitas gracias derramadas en los dos mil años desde el nacimiento del Salvador; y al saludaros a vosotros, no puedo por menos de alabar al Señor por la herencia de fe cristiana que ha florecido en Japón desde el día en que san Francisco Javier desembarcó por primera vez en vuestras costas. Los primeros misioneros enseñaron a los cristianos de Japón una profunda reverencia a la majestad de Dios, una gran estima por la Redención, un ferviente amor al Salvador crucificado y un decidido rechazo del pecado. Recurrieron al sentido innato de vuestro pueblo acerca de la caducidad de las cosas terrenas y a su falta de miedo ante la muerte, despertando en él un amor por las cosas del cielo y por la eternidad que en él se encuentra. Por consiguiente, los primeros siglos del cristianismo en Japón quedaron indeleblemente marcados por la valentía y la constancia de vuestros mártires. Su testimonio heroico no sólo adorna vuestro pasado con el esplendor del Señor crucificado, sino que también indica el camino de la vocación y del compromiso presente y futuro de los cristianos japoneses.

2. En la carta apostólica Novo millennio ineunte reflexioné sobre la historia de la pesca milagrosa que encontramos en el evangelio según san Lucas (cf. Lc Lc 5,1-11). Duc in altum! Estas palabras han resonado en mi mente al recordar la gracia del gran jubileo y al pensar en el futuro, del que el jubileo fue una excelente preparación. No sólo en Japón, sino también en otras muchas partes del mundo, los pastores pueden sentirse como Pedro cuando Jesús le ordenó que echara sus redes al mar para pescar. Ponemos todo nuestro empeño en pescar; pero a veces comprobamos que hemos pescado poco o nada y que, al menos por ahora, no hay nada que pescar. Pero Jesús dice: Echad vuestras redes. La fe nos asegura que el Señor conoce nuestro mundo mejor que nosotros, que ve en las aguas profundas del alma y de la cultura de los hombres que estáis llamados a evangelizar.

La historia demuestra que tiempos que parecen particularmente difíciles para el anuncio de Jesucristo y hostiles a su Evangelio pueden ser incluso los más fecundos. De hecho, hay muchos signos de una generalizada exigencia de espiritualidad (cf. Novo millennio ineunte ).
Cristo nos llama a "una apasionante tarea de renovación pastoral" (ib., 29). Con creatividad y audacia debemos tratar de proponer al mundo actual el programa del Evangelio, que vale para toda época, y a todos los que nos escuchen hemos de presentarles la figura infinitamente atractiva del Señor Jesús y la verdad de su Evangelio, "fuerza de Dios para la salvación" (Rm 1,16).
Una forma fundamental de solidaridad cristiana
3. La inculturación necesaria de la fe en el marco de la sociedad japonesa no puede ser el resultado de un plan o de una teoría preconcebidos, sino que debe nacer de la experiencia vivida de todo el pueblo de Dios mediante un diálogo continuo de salvación con la sociedad en la que vive. Al dirigir este diálogo, los pastores de la Iglesia en Asia tienen que cumplir un deber muy delicado e importante, que la Asamblea especial para Asia del Sínodo de los obispos afrontó ampliamente, ofreciendo orientaciones que recogí en la exhortación apostólica Ecclesia in Asia.
Los estrechos vínculos existentes entre religión, cultura y sociedad hacen particularmente difícil para los seguidores de las grandes religiones de Asia estar abiertos al misterio de la Encarnación y concebir a Jesús como el único Salvador.

Por eso, el anuncio de Cristo requiere un esfuerzo esmerado y prolongado para traducir exactamente las verdades de fe en categorías más fácilmente accesibles a la sensibilidad asiática y a la mentalidad de vuestro pueblo. El desafío consiste en presentar el "rostro asiático de Jesús" en perfecta armonía con toda la tradición mística, filosófica y teológica de la Iglesia.

La buena nueva del amor de Dios manifestado en Jesucristo es una buena nueva para todos, porque atañe al significado de nuestra existencia humana y de nuestro destino. Como afirma un conocido texto del concilio Vaticano II: "Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (Gaudium et spes GS 22). En un tiempo en el que reina gran confusión acerca del significado de la vida y muchos buscan una luz que ilumine las numerosas cuestiones existenciales y morales que los turban, la verdad sobre nuestra condición humana es la base esencial para construir una cultura y una sociedad dignas de la imagen de Dios inherente a cada hombre y a cada mujer.

92 Cuando se realiza un esfuerzo para fomentar el progreso y la prosperidad sin hacer referencia a Dios, causando daños incalculables a la dignidad de la persona humana, la Iglesia tiene el deber de recordar a los hombres lo que es esencial: la verdad, la bondad, la justicia y el respeto a todos. Presentar esta realidad es una forma fundamental de solidaridad con nuestros hermanos los hombres. Proclamarla a la sociedad es una forma excelente de caridad pastoral.

4. Para responder a la aspiración del espíritu humano, confiamos plenamente en la gracia de Dios, pero reconocemos también la necesidad de un programa pastoral esmerado y confiado (cf. Novo millennio ineunte
NM 29). Los desafíos que debe afrontar vuestro ministerio pastoral son numerosos y complejos. Ahora, gracias a Dios, se reconoce plenamente en vuestro país el derecho a la libertad religiosa y el tiempo de la persecución ha pasado. Pero han aparecido otras formas de presión que dificultan la fe y comprometen vuestro ministerio. Algunos de estos desafíos los afronta la Iglesia en todos los países desarrollados, y otros son específicos de vuestro país.

Como sucede a menudo, la riqueza conlleva una serie de problemas, cuya raíz se encuentra en el corazón humano. Mientras algunos disfrutan de los beneficios del progreso material, otros quedan excluidos y son condenados a nuevas formas de pobreza, a veces particularmente degradantes. Cuando reina una mentalidad consumista, la gente vive con la preocupación de "tener", en perjuicio del "ser". La armonía del espíritu se rompe, y el resultado es la insatisfacción y la incapacidad de entablar relaciones interpersonales y asumir un compromiso generoso de amor y de servicio a los demás.

¡Cuántas personas, incluso entre los ricos, sienten la tentación de la desesperación por la falta de sentido en su vida, por el miedo al abandono en la ancianidad o a la enfermedad, por la marginación o por la discriminación social! Algunos de los modos como la gente busca consuelo son sumamente contraproducentes y destructivos para las personas y para la sociedad: pensamos en primer lugar en la violencia, las drogas y el suicidio.

Sin embargo, como pastores de almas, sois plenamente conscientes de la verdad que san Pablo recordó a los Romanos: "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5,20). Vuestra confianza en la gracia de Dios os da la esperanza y la fuerza para afrontar los desafíos que tenéis ante vosotros, y la verdadera caridad pastoral os impulsa a concentrar todas las energías de las comunidades confiadas a vuestro cuidado pastoral en un grande y generoso esfuerzo por hacer que el Evangelio influya de modo más visible y más eficaz en la situación en que vivís.

5. En el clima de oración que reina en vuestra visita a las tumbas de los Apóstoles quizá será más fácil reafirmar que el objetivo de toda programación y actividad pastoral es la santidad, según el modelo de las bienaventuranzas (cf. Novo millennio ineunte NM 31). Como subraya el capítulo quinto de la Lumen gentium, la llamada a la santidad, aunque se dirige de modo específico a los obispos, a los sacerdotes y a los religiosos y religiosas, es una llamada universal.
Hay diferentes ministerios y diversas funciones en la Iglesia, pero esto no significa que algunos estén llamados a la santidad y otros no. Todo el que ha sido bautizado ha sido injertado en la santidad de Dios y, por tanto, "sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial" (Novo millennio ineunte NM 31).

En cierto sentido, la santidad del clero y de los religiosos se entiende como un servicio a los laicos, permitiéndoles avanzar cada vez más por el camino de la santidad, para que realicen su vocación bautismal. Un laicado animado por las virtudes cristianas en grado heroico no es una novedad en la historia de la Iglesia en Japón. En la lista de vuestros mártires figuran numerosos nombres de laicos y, cuando durante largos períodos persistían las dificultades, fueron los laicos quienes transmitieron una fe ardiente a las generaciones sucesivas. La verdad es que pastores santos suscitarán laicos santos, y de entre estos últimos surgirán las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa que la Iglesia necesita en todo tiempo y lugar. Debemos recordar este concepto de complementariedad y colaboración, para que la relación entre el clero y el laicado refleje cada vez más la comunión (koinonía), que es la auténtica naturaleza de la Iglesia.

6. Uno de los principales objetivos de vuestra programación pastoral, en unión con vuestros colaboradores, ha de consistir en ayudar a las comunidades cristianas de Japón a convertirse cada vez más en "auténticas escuelas de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha e intensidad de afecto, hasta el "arrebato" del corazón" (ib., 33). Esta oración es algo más que consuelo y fuerza en la vida del discípulo: es también la fuente de la evangelización. De una oración y contemplación más profundas brotará la "nueva evangelización".

Se requiere una renovación específica de la actividad y de la metodología pastorales en las parroquias y en las comunidades que se están transformando debido a la influencia de los inmigrantes, muchos de los cuales son católicos. En la mayoría de los casos, esos hermanos y hermanas en la fe afrontan con muy pocos recursos la dificultad de adaptarse a una situación nueva. A menudo no cuentan con amigos, tienen la desventaja de la lengua y se ven marginados culturalmente, con consecuencias negativas para las oportunidades de trabajo, la educación de sus hijos e incluso los servicios necesarios, como la sanidad y la protección legal. Muchos no están bien instruidos en la fe, y tienen gran necesidad de apoyo, tanto espiritual como material. Hay que hacer todo lo posible para satisfacer sus legítimas necesidades y lograr que se sientan acogidos en la comunidad católica. La Iglesia no puede por menos de oponerse a todas las formas de discriminación y de injusticia, trabajando con determinación en favor de quienes son explotados o no pueden hacer oír su voz.

Una "nueva evangelización" en Japón significará también una apertura ponderada pero generosa a las comunidades y a los movimientos que el Espíritu Santo está suscitando en la Iglesia como fruto especial del concilio Vaticano II. A menudo en esos grupos las personas, especialmente los jóvenes, hallan el fervor espiritual y la experiencia de la comunidad que los lleva al encuentro personal con Cristo y los convierte, a su vez, en misioneros del nuevo milenio. Es evidente que esas comunidades y esos movimientos deben trabajar en unión con los obispos y los sacerdotes, y en plena armonía con la vida pastoral de las Iglesias locales. La tarea del obispo consiste en "examinarlo todo y quedarse con lo bueno" (cf. 1Th 5,21).

93 7. Queridos hermanos en el episcopado, la buena semilla ya ha sido plantada en la fértil tierra de Japón (cf. Lc Lc 8,15). La obra de san Francisco Javier y de los primeros misioneros, que ha producido tanto fruto en el pasado, seguirá dando abundantes frutos mientras se conserve y venere su memoria. El testimonio de los mártires japoneses no dejará de manifestar "la gloria de Dios que está en la faz de Cristo" (2Co 4,6). La fidelidad heroica de esos cristianos japoneses, que en secreto han conservado su fe a lo largo de los siglos a pesar de las persecuciones y de la escasez de sacerdotes, es seguramente una garantía de que el encuentro fructífero entre la fe y la cultura japonesa puede realizarse en lo más profundo de la mente y del corazón.

Encomendándoos a vosotros, y a los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos de Japón, a María, "Madre de la nueva creación y Madre de Asia" (Ecclesia in Asia ), os imparto de buen grado mi bendición apostólica como prenda de gracia y paz en su Hijo divino.












A LOS MIEMBROS DEL INSTITUTO


DE LA ENCICLOPEDIA ITALIANA


CON MOTIVO DE LA ENTREGA


DE LA "ENCICLOPEDIA DE LOS PAPAS"


Sábado 31 de marzo de 2001



Señor cardenal;
señor presidente;
ilustres estudiosos:

1. De buen grado recibo hoy de la Dirección de la prestigiosa Enciclopedia italiana esta gran obra, con una magnífica presentación tipográfica, realizada con ocasión del gran jubileo del año 2000. Los tres volúmenes de la Enciclopedia de los Papas constituyen uno de los frutos culturales más significativos del Año jubilar. Gracias, de corazón, por este don realmente valioso.

Se trata de una obra excepcional, realizada por 137 colaboradores de cerca de doce países diversos, bajo la dirección de eminentes maestros. Con esmerado rigor científico y rica iconografía original, la Enciclopedia atestigua la sorprendente continuidad del Papado a través de las vicisitudes de la historia. Al mismo tiempo, ofrece una amplia visión de los dos milenios de cristianismo que acaban de concluir. Lo destaca en su docto prólogo el cardenal Paul Poupard, presidente del Consejo pontificio para la cultura. A él dirijo mi cordial saludo. Saludo asimismo al presidente de la editora Treccani, agradeciéndole las amables palabras que me ha dirigido, y a todos los presentes, que han colaborado de diversas maneras en la obra.

Esta monumental obra, que los estudiosos ya consideran una referencia obligada, está destinada a dar una contribución sustancial no sólo a la historia de la Iglesia, sino también a la cultura misma, en el alba del tercer milenio.

2. El Papado ha marcado la historia de la humanidad, a partir de la historia de un desconocido pescador de Galilea, Simón, hijo de Juan, a quien Cristo dio el nombre de Pedro. Yo soy su humilde Sucesor, en una continuidad bimilenaria, que no ha estado exenta de pruebas durísimas, incluido el martirio. Mártir fue ante todo san Pedro, el cual, al derramar su sangre en la capital del imperio, hizo de Roma el centro de la cristiandad. Esta Enciclopedia de los Papas introduce al lector en un mundo que, de acuerdo con la voluntad del Señor, tiene en los Sucesores del Apóstol su punto de referencia constante, en condiciones históricas diferentes y a veces dramáticas. A través de la sucesión de tantos Pontífices diversos por proveniencia, cultura y estilo de vida, el Papado, aun renovándose continuamente, ha mantenido su identidad esencial en el desarrollo histórico de su función.

La Enciclopedia de los Papas también pone de relieve la relación histórica vital que vincula el Papado de modo especial a Italia, desempeñando un ministerio realmente universal como es el católico. Ese vínculo está bien atestiguado por el riquísimo patrimonio artístico y cultural que Roma e Italia conservan, como testimonio elocuente de la inculturación del Evangelio.

94 3. El Señor os recompense por haber querido ofrecer a los lectores atentos el fruto de un valioso trabajo de investigación histórica con rigor metodológico, serio análisis científico y esmerado aparato bibliográfico.

Me alegra profundamente el largo y diligente trabajo de la Redacción, realizado sobre la base segura del conocimiento histórico y sin ninguna finalidad apologética.

Doy vivamente las gracias a los organismos del Instituto de la Enciclopedia italiana por esta iniciativa editorial y de gran valor cultural, que les honra, y, a la vez que les aseguro mi recuerdo en la oración, imparto a todos mi afectuosa bendición.










A LOS PARTICIPANTES EN UN CURSO


SOBRE EL FUERO INTERNO


ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA


Sábado 31 de marzo de 2001



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos seminaristas:

1. Este encuentro anual ya tradicional es siempre para mí motivo de particular alegría. En efecto, la audiencia concedida a la Penitenciaría apostólica, a los padres penitenciarios de las basílicas patriarcales de Roma y a los jóvenes sacerdotes y candidatos al sacerdocio que participan en el curso sobre el fuero interno organizado por la Penitenciaría, me brinda la ocasión de reflexionar con vosotros sobre algunos aspectos del sacramento de la reconciliación, tan importante para la vida de la Iglesia.

Saludo ante todo al cardenal penitenciario y le agradezco las amables palabras que, en nombre de todos, me acaba de dirigir. Saludo asimismo a los miembros de la Penitenciaría, órgano de la Sede apostólica que tiene la misión de ofrecer los medios de la reconciliación en los casos más graves y dramáticos del pecado, juntamente con el consejo autorizado para los problemas de conciencia, y la indulgencia, coronamiento de la gracia conservada y recuperada por misericordia del Señor.

Saludo también a los padres penitenciarios, que viven su sacerdocio con entrega generosa al ministerio de la reconciliación sacramental, y a los jóvenes presentes que, comprendiendo muy bien la excelencia y la indispensabilidad de este ministerio, han querido profundizar su preparación mediante la participación en el curso que ya se acerca a su conclusión.

Por último, saludo y expreso mi aprecio y gratitud a todos los sacerdotes del mundo que, especialmente en el reciente jubileo, se han dedicado con gran paciencia y empeño al valioso servicio del confesionario.

95 2. Mediante el bautismo, el ser humano es incorporado a Cristo con una configuración ontológica imborrable. Sin embargo, su voluntad queda expuesta a la seducción del pecado, que es rebelión a la voluntad santísima de Dios. Eso tiene como consecuencia la pérdida de la vida divina de la gracia y, en los casos límite, también la ruptura del vínculo jurídico y visible con la Iglesia: esta es la trágica causalidad del pecado.

Pero Dios, "rico en misericordia" (
Ep 2,4), no abandona al pecador a su destino. Mediante la potestad concedida a los Apóstoles y a sus sucesores, hace operante en él, si está arrepentido, la redención adquirida por Cristo en el misterio pascual. Esta es la admirable eficacia del sacramento de la reconciliación, que sana la contradicción producida por el pecado y restablece la verdad del cristiano como miembro vivo de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. De esta forma, el sacramento aparece orgánicamente vinculado a la Eucaristía, que, al ser memorial del sacrificio del Calvario, es fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, una y santa.

Jesús es mediador único y necesario de la salvación eterna. A este propósito, san Pablo es explícito: "hay un solo Dios y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos" (1Tm 2,5-6). De aquí deriva la necesidad, con vistas a la salvación eterna, de aquellos medios de gracia, instituidos por Jesús, que son los sacramentos. Por tanto, es ilusoria y nefasta la pretensión de arreglar las propias cuentas con Dios prescindiendo de la Iglesia y de la economía sacramental. Es significativo que el Resucitado, la tarde de Pascua, en un mismo contexto, haya conferido a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados y haya declarado su necesidad (cf. Jn Jn 20,23). En el concilio de Trento la Iglesia afirmó solemnemente esta necesidad con respecto a los pecados mortales (cf. sesión XIV, cap. 5 y can. 6: DS 1679,170).

Aquí se funda el deber de los sacerdotes con respecto a los fieles, y el derecho de estos con respecto a los sacerdotes, a la correcta administración del sacramento de la penitencia. Sobre este tema, en sus diversos aspectos, versan los doce mensajes que he dirigido a la Penitenciaría apostólica en el arco de tiempo que va desde 1981 hasta el año pasado.

3. La gran participación de los fieles en la confesión sacramental durante el Año jubilar ha mostrado que este tema -y con él el de las indulgencias, que han sido y son feliz estímulo para la reconciliación sacramental- es siempre actual: los cristianos sienten esta necesidad interior y muestran su gratitud cuando, con la debida disponibilidad, los sacerdotes los acogen en el confesionario. Por eso, en la carta apostólica Novo millennio ineunte escribí: "El Año jubilar, que se ha caracterizado particularmente por el recurso a la penitencia sacramental, nos ha ofrecido un mensaje alentador, que no se ha de desaprovechar: si muchos, entre ellos tantos jóvenes, se han acercado con fruto a este sacramento (...) es necesario (...) presentarlo y valorizarlo" (n. 37).

Confortado por esa experiencia, que es promesa para el futuro, en este mensaje deseo recordar algunos aspectos de especial importancia tanto en el plano de los principios como en el de la orientación pastoral. La Iglesia es, en sus ministros ordenados, sujeto activo de la obra de reconciliación. San Mateo registra las palabras de Jesús a sus discípulos: "Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo" (Mt 18,18). Paralelamente, Santiago, hablando de la unción de los enfermos, también sacramento de reconciliación, exhorta: "¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor" (Jc 5,14).

La celebración del sacramento de la penitencia siempre es acto de la Iglesia, que en él proclama su fe y da gracias a Dios, que en Jesucristo nos ha liberado del pecado. De ahí se sigue que, tanto para la validez como para la licitud del sacramento mismo, el sacerdote y el penitente deben atenerse fielmente a lo que la Iglesias enseña y prescribe. Para la absolución sacramental, en particular, las fórmulas que se han de usar son las que prescriben el Ordo penitentiae y los textos rituales análogos vigentes para las Iglesias orientales. Se ha de excluir absolutamente el uso de fórmulas diversas.

También es necesario tener presente lo que se prescribe en el canon 720 del Código de cánones de las Iglesias orientales y en el canon 960 del Código de derecho canónico, a tenor de los cuales la confesión individual e íntegra y la absolución son el único modo ordinario para que el fiel consciente de pecado grave pueda reconciliarse con Dios y con la Iglesia. Por eso, la absolución colectiva, sin la previa acusación individual de los pecados, debe mantenerse rigurosamente dentro de las taxativas normas canónicas (cf. Código de cánones de las Iglesias orientales, cc. 720-721; Código de derecho canónico, cc. 961, 962 y 963).

4. El sacerdote, como ministro del sacramento, actúa in persona Christi, en el vértice de la economía sobrenatural. El penitente en la confesión sacramental realiza un acto "teologal", es decir, dictado por la fe, con un dolor derivado de motivos sobrenaturales de temor de Dios y caridad, con vistas a la recuperación de la amistad con él y, por consiguiente, con vistas a la salvación eterna.

Al mismo tiempo, como lo sugiere la fórmula de la absolución sacramental, con las palabras "Dios (...) te conceda el perdón y la paz", el penitente aspira a la paz interior, y legítimamente desea también la psicológica. Con todo, no hay que confundir el sacramento de la reconciliación con una técnica psicoterapéutica. Las prácticas psicológicas no pueden ser sucedáneos del sacramento de la penitencia, ni mucho menos imponerse en su lugar.

El confesor, ministro de la misericordia de Dios, se sentirá comprometido a ofrecer a los fieles, con plena disponibilidad, su tiempo y su paciencia comprensiva. Al respecto, el canon 980 del Código de derecho canónico establece que "no debe negarse ni retrasarse la absolución si el confesor no duda de la buena disposición del penitente y este pide ser absuelto"; por su parte, el canon 986 (cf. también el canon 735, 1, del Código de cánones de las Iglesias orientales ) expresa de forma precisa la obligación de los sacerdotes que tienen encomendada la cura de almas de escuchar las confesiones de sus fieles "que lo pidan razonablemente" ("qui rationabiliter audiri petant"). Esa obligación es una aplicación de un principio general, tanto de orden jurídico como de orden pastoral, según el cual "los ministros sagrados no pueden negar los sacramentos a quienes los pidan de modo oportuno, estén bien dispuestos y no les sea prohibido por el derecho recibirlos" (Código de derecho canónico, c. 843, 1). Y dado que "la caridad de Cristo nos apremia", también el sacerdote que no tiene encomendada la cura de almas ha de mostrarse al respecto generoso y disponible. En cualquier caso, se deben respetar las normas canónicas sobre la sede necesaria y oportuna para oír las confesiones sacramentales (cf. Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 736; Código de derecho canónico, c. 964).

96 Además de ser acto de la fe de la Iglesia, el sacramento es acto personal de fe, de esperanza y, al menos en una fase inicial, de caridad del penitente. Por consiguiente, el sacerdote deberá ayudarle a hacer la confesión de los pecados no como simple revisión del pasado, sino como acto de religiosa humildad y de confianza en la misericordia de Dios.

5. La trascendente dignidad, que hace posible al sacerdote actuar in persona Christi en la administración de los sacramentos, crea en él -quedando siempre a salvo para el penitente la eficacia del sacramento aunque el ministro no fuera digno- el deber de asemejarse a Cristo hasta el punto de que el fiel lo pueda ver como imagen viva de él: para lograrlo es necesario que el sacerdote a su vez se acerque fielmente y con frecuencia, como penitente, al sacramento de la reconciliación.

La misma condición de ministro in persona Christi funda en el sacerdote la obligación absoluta del sigilo sacramental sobre los contenidos confesados en el sacramento, incluso a costa de la vida, si fuera necesario. En efecto, los fieles confían el misterioso mundo de su conciencia al sacerdote no en cuanto persona privada, sino en cuanto instrumento, por mandato de la Iglesia, de un poder y de una misericordia que son sólo de Dios.

El confesor es juez, médico y maestro en nombre de la Iglesia. Como tal, no puede proponer "su" moral o ascética personal, es decir, sus opiniones u opciones privadas, sino que debe expresar la verdad de la que es depositaria y garante la Iglesia en el Magisterio auténtico (cf. Código de derecho canónico, c. 978).

En el jubileo, de cuyos frutos espirituales damos gracias a Dios, la Iglesia conmemoró el bimilenario del nacimiento entre los hombres del Hijo de Dios, que se hizo hombre en el seno de María y participó en todo, salvo en el pecado, de la condición humana. Esa celebración ha reavivado en la conciencia de los cristianos la convicción de la presencia viva y operante de Cristo en la Iglesia: "Cristo ayer, hoy y siempre". La economía sacramental está precisamente al servicio de ese dinamismo de la gracia de Cristo. En ella la penitencia, íntimamente unida al bautismo y a la Eucaristía, actúa para que Cristo renazca y permanezca místicamente en los creyentes.

De aquí brota la importancia de este sacramento, que Cristo quiso donar a su Iglesia en el mismo día de su resurrección (cf. Jn
Jn 20,19-23). Exhorto a los sacerdotes de todas las partes del mundo a ser ministros generosos de este sacramento, para que la abundancia de la misericordia divina pueda llegar a toda alma necesitada de purificación y consuelo. María santísima, que en Belén dio físicamente a luz a Jesús, obtenga a cada sacerdote la gracia de engendrar a Cristo en las almas, haciéndose instrumento de un jubileo sin ocaso.

Sobre estas aspiraciones descienda la bendición del Señor, que con vosotros y para vosotros invoco en humilde oración. Que sea prenda de ella la bendición apostólica, que de buen grado os imparto a todos.











                                                                                    Abril de 2001

                                   


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