Discursos 1981 7

7 Por otra parte, este encuentro asume todavía mayor significado por el hecho de que tiene lugar en el 30 aniversario de fundación de la Federación mundial de Sordos y de la institución de la comisión para la ayuda espiritual de los mismos, la cual desarrolla también una importante obra de colaboración. Pues bien, me complazco en formular el augurio de que vuestra institución no sólo llegue a conmemorar muchos otros aniversarios, sino que crezca y se desarrolle cada vez más, manteniendo intacta su noble aspiración de promover integralmente al hombre, derribando las barreras que se oponen a la comunicación verbal, símbolo de tantas otras barreras no menos degradantes.

En este sentido contáis no sólo con mi comprensión, sino con toda mi estima y firme solidaridad. Sea el Señor quien fecunde con su gracia vuestros dignísimos esfuerzos y les haga dar frutos de resultados provechosos de auténtica promoción humana.

Con estos deseos bendigo de corazón a todos vosotros, a vuestros seres queridos y colaboradores, y a cuantos os prestan su generosa ayuda.








AL SR. DON GONÇALO CALDEIRA COELHO


NUEVO EMBAJADOR DE PORTUGAL ANTE LA SANTA SEDE POR


Jueves 29 de enero de 1981



Señor Embajador:

Vuestra Excelencia acaba de expresar los elevados sentimientos que le invaden el alma al dar comienzo a su misión de Representante de Portugal en calidad de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario ante la Santa Sede. Le estoy muy agradecido por los deferentes votos que ha querido formular en relación con mi persona; y le deseo, a mi vez, que su alta misión tenga éxito feliz a fin de que se refuercen las buenas y cordiales relaciones y los lazos de amistad de la Sede Apostólica con su querido país; y para que la permanencia de Vuestra Excelencia aquí donde late el corazón de la Iglesia, le sea grata y provechosa.

Vuestra Excelencia ha expuesto los principios en que quiere fundar su misión a la luz de la historia de un pueblo que se honra de larga y noble fidelidad a los ideales cristianos y a la Iglesia católica; ésta considera, hoy como en el pasado, a vuestro pueblo con respeto, estima y gratitud por lo mucho que ha hecho en favor de la cristiandad como precursor que ha sido muchas veces en todos los cuadrantes de la tierra.

Efectivamente, echando una mirada al mapa del globo es fácil darse cuenta de la extensión geográfica de una presencia de Portugal que en cierto modo perdura hoy todavía. Muchos son en realidad los hijos e hijas de la Iglesia en el mundo entero, desde América –el inmenso Brasil que tuve la alegría de visitar recientemente–, hasta el Extremo Oriente, que dan culto e invocan a Dios en lengua portuguesa, gracias al esfuerzo evangelizador del pasado, continuado en el presente por valientes misioneros que siguen las huellas de un Beato José de Anchieta o de un San Juan Brito.

Tal esfuerzo de irradiación del Evangelio de Cristo se basa ciertamente en algo que integra la existencia histórica de Portugal: la vitalidad religiosa documentada en su literatura, arte y liturgia, y unida feliz y constantemente a un modo peculiar de ser y de estar en el mundo con un tipo de humanismo que se refleja de algún modo en la mezcla e inculturación con pueblos bien diferentes.

Mi reciente aprendizaje de la lengua portuguesa y el contacto indirecto con la historia de Portugal a través de Brasil, me han dado la oportunidad de conocer y admirar más a fondo el rico patrimonio espiritual de una nación a la que va en este momento mi homenaje. Y más que expresar un deseo, manifiesto la esperanza segura de que tal patrimonio no quedará en mera herencia del pasado, sino que continuará siendo hoy el alma de Portugal.

Los nuevos y conocidos condicionamientos no han de impedir, claro está, que su país prosiga el rumbo histórico de sus mejores días en el nuevo contexto de un camino de sano pluralismo en la estructuración de la propia sociedad, para proporcionar a todos y a cada uno de los portugueses progreso cívico y económico cada vez mayor y más seguro dentro de la justicia, el amor y la fraternidad; tampoco ha de impedir de ningún modo que los mismos ideales sigan iluminando el deseo de Portugal de servir a la causa de la convivencia y cooperación pacíficas y armónicas entre los pueblos, que deben hermanarse en interés del bien común de toda la familia humana.

8 Como es sabido, este bien común sólo es tal cuando la meta es la promoción a la vocación integral de cada hombre; y es también conocido lo mucho que cuentan en este punto el respeto, la veneración y el empeño por incrementar los auténticos valores espirituales y morales en que se apoya la dignidad de la persona humana y la validez de las instituciones destinadas a salvaguardarla y servirla. Por ello, es bien notoria la importancia que revisten, para alcanzar tal objetivo y garantizar una sociedad sana, la solidez, la cohesión y la estabilidad de la familia; igualmente es bien conocido el alcance de la estructuración, el clima y los procesos verdaderamente respetuosos y educativos de la vocación integral del hombre, así como de los centros de enseñanza, en los que las generaciones que van llegando a la vida puedan plasmar correctamente su personalidad, para ser buenos ciudadanos y hombres abiertos y solidarios con los destinos de toda la humanidad, que Dios quiso que formase una sola familia, en la que todos se trataran con amor fraterno.

El verdadero progreso y la felicidad de los pueblos dependen sin duda alguna de la presencia y de la fuerza de los valores espirituales y morales en sus opciones al vivir la vida, valores que son patrimonio universal y corresponden a la intangible dimensión espiritual de cada hombre y a la realidad de su relación con Dios. Estoy seguro de que Portugal, fiel a su conciencia histórica de noble tradición humana y cristiana, seguirá continuar manteniendo y salvaguardando tales valores; y ello en la propia patria y –en la medida en que esté a su alcance– en Europa, a la que se vuelve decididamente el nuevo mundo necesitado, a pesar de todo, de que se reconozcan efectivamente y se respeten los derechos fundamentales de la persona humana y de su libertad para buscar, aceptar y vivir la verdad, fundamento de la paz.

Señor Embajador: A la voluntad de Portugal de seguir aceptando e impulsando la colaboración que es propia de la Iglesia en el desempeño de su misión específica, para que se establezcan las mejores condiciones de respeto y afirmación de la dignidad de cada persona humana, responde también la Iglesia fiel a sí misma, al hombre y a su Señor Jesucristo, con toda buena voluntad para servir a la gran causa del hombre.

Con mis sinceros deseos de bien y prosperidad, imploro para su noble nación y para todos los portugueses, dondequiera que se hallen, al mismo tiempo que para Vuestra Excelencia, abundantes bendiciones de Dios.









ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


AL COMITÉ NACIONAL ITALIANO PARA LAS CELEBRACIONES


DEL XV CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SAN BENITO


Lunes 26 de enero de 1981



¡Venerados hermanos e ilustres señores!

Es para mí motivo de gran alegría acogeros hoy en audiencia a vosotros, representantes del Comité nacional para las celebraciones del XV centenario del nacimiento de San Benito Abad y de su hermana Santa Escolástica, al finalizar el año jubilar que os ha visto empeñados en la noble tarea de cuidar la digna celebración del significativo acontecimiento.

Os agradezco sinceramente esta visita; de manera particular expreso mi viva gratitud al señor Rolando Picchioni, presidente del comité, quien, interpretando también vuestros sentimientos, me ha dirigido tan amables palabras.

1. Vuestra presencia reaviva en mi mente y en mi corazón las recogidas asambleas de fe y de oración, y los encuentros con todos esos fieles, sobre todo con los jóvenes, que he podido ver durante mis peregrinaciones a los lugares consagrados por la presencia y por el paso del gran Patriarca de Occidente: en Nursia, su ciudad natal; en Montecassino, casa madre del monaquisino benedictino; en Subiaco, donde el Santo transcurrió la mayor parte de su vida eremítica y cenobial.

En gran parte, el mérito del éxito de estas manifestaciones hay que atribuirlo también a la obra diligente de este comité, que, coordinando las actividades de los varios dicasterios del Gobierno, de las academias nacionales y de cualificados centros culturales, interesados por distintos motivos en el acontecimiento, ha dado una contribución notable para un mejor conocimiento del mensaje espiritual y social dejado en consigna por el Santo. En este cuadro entra la promoción de oportunas y loables iniciativas, como la restauración de monumentos benedictinos en Subiaco y Montecassino; la transmisión, por parte de la radio y la televisión italiana, de programas apropiados; la organización de asambleas, conferencias, debates y mesas redondas a nivel tanto científico como divulgativo; una apreciable emisión filatélica, que honra las tradiciones artísticas y religiosas italianas. Y todo esto, gracias también a la buena mediación de los medios de comunicación social que ha realizado el Ministerio de Turismo y del Espectáculo, aquí dignamente representado.

2. Pero ahora que el año benedictino ha terminado, os expreso el deseo de que todos estos esfuerzos, destinados esencialmente a la necesaria animación cristiana de la sociedad —cosa que formó el acicate de San Benito— no terminen aquí, sino que todo lo que habéis hecho os sirva de estímulo para iniciativas siempre nuevas, dirigidas a ilustrar la civilización cristiana. Es verdad que se concluye una solemnidad peculiar, pero los ideales que ella ha recordado y proclamado deben permanecer, deben ser profundizados en todos sus aspectos, sobre todo porque vivimos en un momento histórico en que se siente más urgente que nunca la necesidad de un regreso a los valores insustituibles de la espiritualidad, de la unidad y de la paz: y éstos son ideales sobre los que se centra todo el admirable tejido de ese áureo librillo que es la regla de San Benito. Por eso él tiene mucho que decir y que dar a los hombres de hoy. De manera particular, el futuro de Europa dependerá de cómo sepa seguir asimilando e interiorizando el espíritu benedictino, que un tiempo supo forjarla y unirla con la cruz y con el arado, y con el relativo lema emblemático: "Ora et labora". Todo esto sigue siendo fundamental para la construcción de la sociedad. Y es fermento animador también y sobre todo en el actual esfuerzo para la unificación, hoy tan suspirada, de Europa.

9 3. Todos vosotros sabéis con cuánta satisfacción ha sido recibido el ingreso de Grecia en el Mercado Común Europeo: es un hecho importante no sólo por sus aspectos económicos y sociales, sino también por los religiosos y culturales, porque la cultura griega, junto con la romana, forma el otro pilar del alma europea. Con respecto a esto, al terminar el año de San Benito, que veneramos como Patrono de Europa, he querido poner a su lado, como Copatronos de este antiguo continente, a los Santos Cirilo y Metodio que, nacidos en Salónica, "ponen de relieve no sólo la aportación de la antigua cultura griega, sino la irradiación de la Iglesia de Constantinopla y de la tradición oriental, tan profundamente enraizada en la espiritualidad y en la cultura de tantos pueblos y naciones de la parte oriental del continente europeo" (Carta Apostólica Egregiae virtutis, 5; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 11 de enero de 1981, pág. 2). Que los dos hermanos, apóstoles de los pueblos eslavos, nos ayuden a entender las exigencias de las naciones eslavas, que constituyen gran parte de Europa y que aspiran también ellas a entrar plenamente a formar parte del concierto de las familias europeas.

4. En cuanto a vosotros, carísimos hermanos, ruego al Señor para que permanezcan en vuestros corazones la satisfacción por el trabajo cumplido y el conocimiento de los frutos que de él han derivado a lo largo de este año. Que tales beneficios puedan multiplicarse y crecer florecientes, en esta nuestra querida Europa cristiana.

Es éste el augurio que con gran afecto dirijo a cada uno de vosotros y de vuestras personas queridas y que, en prenda de las mayores recompensas celestiales. confirmo de buen grado con mi bendición apostólica.










A LOS PRELADOS Y MIEMBROS


DEL TRIBUNAL DE LA SACRA ROTA ROMANA


Sábado 24 de enero de 1981



Señor Decano,
queridos prelados y oficiales de la Sacra Rota Romana:

1. Me siento feliz de reunirme hoy con vosotros con ocasión de la inauguración del nuevo año judicial de este Tribunal. Doy sinceramente las gracias al Decano por las nobles palabras que me ha dirigido y por los sabios propósitos metodológicos formulados. Os saludo a todos con afecto paterno, a la vez que os expreso mi hondo aprecio de vuestra labor tan delicada y necesaria, que es parte integrante y cualificada de la función pastoral de la Iglesia.

La competencia específica de la Sacra Rota Romana en las causas matrimoniales, toca muy de cerca el tema tan actual de la familia, que ha sido objeto de estudio de parte del reciente Sínodo de los Obispos. Pues bien, sobre la tutela jurídica de la familia en la acción judicial de los tribunales eclesiásticos me propongo detenerme ahora.

2. Con profundo espíritu evangélico nos ha acostumbrado el Concilio Ecuménico Vaticano II a dirigir la mirada al hombre para conocer todos sus problemas y ayudarle a resolver sus problemas existenciales a la luz de la verdad revelada por Cristo y con la gracia que nos ofrecen los misterios divinos de salvación.

Entre los que atormentan más el corazón del hombre y, consiguientemente, el ambiente humano tanto familiar como social en el que vive y actúa, se incluye con prioridad y urgencia el del amor conyugal, que une a dos seres humanos de distinto sexo haciendo de ellos una comunidad de vida y amor, o sea, uniéndolos en matrimonio.

En el matrimonio tiene su origen la familia "en la que —pone de relieve el Vaticano II— distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social"; y de este modo la familia "es de verdad el fundamento de la sociedad". Verdaderamente —añade el Concilio— "el bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar". Pero debemos reconocer con el mismo Concilio que "la dignidad de esta institución no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia. la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones. Es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y las prácticas ilícitas contra la generación" (Gaudium et spes GS 47).

10 Por el mismo hecho de las serias dificultades que nacen a veces incluso con violencia, de las profundas transformaciones de la sociedad de hoy, se hace aún más patente el valor insustituible de la institución matrimonial, y la familia sigue siendo "escuela del más rico humanismo" (ib., 52).

Ante los graves males que atormentan en casi todos los sitios a este gran bien que es la familia, se ha lanzado la idea de elaborar una Carta de los derechos de la familia que se respete universalmente, a fin de garantizar a esta institución la tutela debida para bien asimismo de toda la sociedad.

3. Por su parte, y dentro del campo de sus competencias, la Iglesia siempre ha procurado tutelar a la familia, incluso con una legislación apropiada, además de favorecerla y ayudarla con distintas iniciativas pastorales. He citado ya el reciente Sínodo de los Obispos. Pero es bien sabido que confortada por la palabra del Evangelio, ya desde los comienzos de su Magisterio, la Iglesia ha enseñado y reiterado explícitamente el precepto de Jesús sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, sin el que ninguna familia puede ser segura, sana y auténtica célula viva de la sociedad. Contra la praxis greco-romana que daba bastantes facilidades al divorcio, el Apóstol Pablo declaraba ya entonces: "Cuanto a los casados, precepto es no mío, sino del Señor, que la mujer no se separe del marido (...) y que el marido no repudie a su mujer" (
1Co 7,10-11). Siguió luego la predicación de los Padres que afirmaban insistentemente ante la difusión del divorcio, que el matrimonio es indisoluble por voluntad divina.

Así, pues, el respeto de las leyes queridas por Dios para el encuentro entre el hombre y la mujer y para que su unión perdure, fue el elemento nuevo que introdujo el cristianismo en la institución matrimonial. El matrimonio —dirá después el Vaticano II— en cuanto "íntima comunidad conyugal de vida y de amor, fundada por el Creador y estructurada según leyes propias, se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución (el matrimonio) confirmada por la ley divina" (Gaudium et spes GS 48).

Esta doctrina fue enseguida guía de la pastoral, de la conducta de los cónyuges cristianos, de la ética matrimonial y de la disciplina jurídica. Y la labor catequético-pastoral de la Iglesia, mantenida y valorizada por el testimonio de las familias cristianas, introdujo modificaciones, incluso en la legislación romana que ya en tiempos de Justiniano no admitía el divorcio sine causa e iba asumiendo gradualmente la institución matrimonial cristiana. Fue una gran conquista para la sociedad, pues la Iglesia, que había devuelto su dignidad a la mujer y al matrimonio a través de la familia, contribuyó a salvaguardar lo mejor de la cultura greco-romana.

4. En el contexto social de hoy la Iglesia se propone repetir el mismo esfuerzo primitivo doctrinal y pastoral, de conducta y praxis, y también el legislativo y judicial.

El bien de la persona humana y de la familia en la que el individuo hace realidad gran parte de su dignidad, y también el bien de la misma sociedad, exigen que la Iglesia rodee de tutela particular la institución matrimonial y familiar, hoy más aún que en el pasado.

Podría resultar casi inútil el esfuerzo pastoral tan deseado también por el último Sínodo de los Obispos, si no le acompañara una acción legislativa y judicial apropiada. Para satisfacción de todos los Pastores podemos decir que la nueva codificación canónica se está ocupando de traducir en sabias normas jurídicas cuanto surgió en el último Concilio Ecuménico en favor del matrimonio y la familia. Las voces que se oyeron en el último Sínodo de los Obispos sobre el alarmante aumento de causas matrimoniales en los tribunales eclesiásticos serán tenidas en cuenta, claro está, en la revisión del código de derecho canónico. Es seguro también que en respuesta asimismo a las demandas del citado Sínodo, los Pastores sabrán intensificar con creciente empeño pastoral la preparación debida de los novios a la celebración del matrimonio. Ya que la estabilidad del vínculo conyugal y el mantenimiento feliz de la comunidad familiar dependen no poco de la preparación de los novios, anterior a la boda. Pero es igualmente verdad que en la misma preparación al matrimonio podrían repercutir negativamente los dictámenes o sentencias de nulidad de matrimonio si éstas se consiguen con demasiada facilidad. Si entre los males del divorcio figura también el de hacer menos seria y comprometida la celebración del matrimonio, hasta el punto de que ésta ha perdido hoy la consideración debida entre algunos jóvenes, es de temer que encaminarían a la misma perspectiva existencial y sicológica las sentencias de declaración de nulidad matrimonial si se comprobara que se multiplican como dictámenes fáciles y apresurados. "De donde resulta que el juez eclesiástico —recordaba ya mi venerado predecesor Pío XII— no debe mostrarse fácil a la declaración de la nulidad del matrimonio, sino que sobre todo debe esforzarse porque se convalide lo que se ha contraído inválidamente, más aún cuando lo aconsejan las circunstancias del caso particular". Para explicar este consejo había dicho antes: "En cuanto a las declaraciones de nulidad de los matrimonios, nadie ignora que la Iglesia es cauta y poco inclinada a ello. Pues si la tranquilidad, estabilidad y seguridad de las relaciones humanas en general exigen que no se declaren a la ligera inválidos los contratos, ello vale todavía más para un contrato de tanta trascendencia como es el matrimonio, cuya firmeza y estabilidad son exigencia del bien común de la sociedad humana y del bien privado de los cónyuges y la prole, y cuya dignidad de sacramento prohíbe que cuanto es sagrado y sacramental se vea fácilmente expuesto al peligro de la profanación" (Discurso a la Sacra Rota Romana, 3 octubre de 1941: AAS 33, 1941, págs. 423-424). A alejar este peligro está contribuyendo laudablemente el Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica con su labor sabia y prudente de vigilancia. Igualmente valiosa me resulta la labor judicial del Tribunal de la Sacra Rota Romana. A la vigilancia del primero y a la sana jurisprudencia del segundo debe corresponder la actuación igualmente sabia y responsable de los tribunales inferiores.

5. A la tutela debida a la familia contribuyen en medida no pequeña la atención y pronta disponibilidad de los tribunales diocesanos y regionales a seguir las directrices de la Santa Sede, la jurisprudencia rotal continua y la aplicación fiel de las normas sustanciales y procesales ya codificadas, sin recurrir a presuntas o probables innovaciones o a interpretaciones que no responden objetivamente a la norma canónica o no las sostiene ninguna jurisprudencia cualificada. En efecto, es temeraria toda innovación en el derecho sustantivo o procesal que no responda a la jurisprudencia o a la praxis de los tribunales y dicasterios de la Santa Sede. Debemos convencernos de que un examen sereno, atento, meditado, completo y exhaustivo de las causas matrimoniales exige la plena conformidad con la recta doctrina de la Iglesia, el derecho canónico y la sana jurisprudencia canónica tal y como ha ido madurando sobre todo con la aportación de la Sacra Rota Romana; ello es considerado como os dijo ya Pablo VI de venerada memoria, "medio sapiente" y, "cauce de deslizamiento, cuyo eje está precisamente en la búsqueda de la verdad objetiva y cuyo final es la recta administración de la justicia" (Pablo VI 28 de enero de 1978: AAS 70, 1978 Pág. 182).

En esta búsqueda todos los ministros del tribunal eclesiástico —cada uno con el debido respeto a su tarea y a la de los demás— deben poner cuidado particular constante y concienzudo de que se forme el consenso matrimonial libre y válido, añadiendo siempre a este cuidado la solicitud igualmente constante y concienzuda por la tutela del sacramento del matrimonio. A llegar al conocimiento de la verdad objetiva, o sea, la existencia del vínculo matrimonial contraído válidamente o su inexistencia, contribuyen la atención a los problemas de la persona e igualmente la atención a las leyes que subyacen por derecho natural divino o positivo de la Iglesia en la celebración válida del matrimonio y en la perduración del matrimonio. La justicia canónica que según la hermosa expresión de San Gregorio Magno, llamamos más significativamente sacerdotal, emerge del conjunto de todas las pruebas procesales sopesadas concienzudamente a la luz de la doctrina y del derecho de la Iglesia, y con la ayuda de la jurisprudencia más cualificada. Lo exige el bien de la familia, teniendo presente que todo lo que sea tutelar a la familia legítima, va siempre en favor de la persona; mientras que la preocupación unilateral en favor del individuo puede resultar en perjuicio de la misma persona humana, además de dañar el matrimonio y la familia, que son bienes de la persona y de la sociedad. Con esta perspectiva se han de contemplar las disposiciones del código vigente sobre el matrimonio.

6. En el mensaje del Sínodo a las familias cristianas, se hace hincapié en el gran bien que la familia, sobre todo la familia cristiana, es y realiza para la persona humana. La familia "ayuda a sus miembros a ser agentes de la historia de la salvación y signos vivos del plan amoroso de Dios sobre el mundo" (Nb 8). Por ser actividad de la Iglesia, la actividad judicial debe tener presente esta realidad —que no es sólo natural sino también sobrenatural— del matrimonio y de la familia, la cual tiene su origen en el matrimonio. La naturaleza y la gracia nos revelan, si bien con modos y medidas diferentes, un proyecto divino sobre el matrimonio y la familia, proyecto que contempla, tutela y favorece la Iglesia según las competencias propias de cada una de sus actividades, con el fin de que sea aceptado por la sociedad humana lo más ampliamente posible.

11 Por tanto, la Iglesia puede y debe salvaguardar los valores del matrimonio y la familia también con su derecho y con el' ejercicio de la potestas iudicialis, para hacer progresar al hombre y valorizar su dignidad.

La actividad judicial de los tribunales eclesiásticos matrimoniales, al igual que la actividad legislativa, deberá ayudar a la persona humana en la búsqueda de la verdad objetiva y, consiguientemente, también en la afirmación de esta verdad, a fin de que la misma persona esté en grado de conocer, vivir y realizar el proyecto de amor que Dios le ha asignado.

La invitación que dirigió el Vaticano II a todos y en especial a los que "tienen influencia en la sociedad y en sus diversos grupos", incluye también y responsabiliza, por tanto, a los ministros de los tribunales eclesiásticos de causas matrimoniales para que ellos colaboren también "en el bien del matrimonio y la familia" (Gaudium et spes
GS 52), sirviendo bien a la verdad y administrando bien la justicia.

7. Por ello presento a usted, señor Decano, a los prelados auditores y a los oficiales de la Sacra Rota Romana, mis deseos cordiales de trabajo sereno y provechoso, desarrollado a la luz de estas consideraciones de hoy.

Y al mismo tiempo que me complazco en reiterarle mi aprecio de la actividad valiosa e incansable de este Tribunal, imparto de corazón a todos vosotros una bendición apostólica particular, propiciadora de la ayuda divina en vuestra delicada función y signo de mi afecto constante.










DURANTE LA HORA SANTA DE ORACIÓN


DE LA CURIA ROMANA POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS


Capilla Sixtina

Viernes 23 de enero de 1981



1. Ut omnes unum sint.

La unidad, nota esplendorosa de la verdadera Iglesia, es la cumbre de la oración sacerdotal de Cristo en la última Cena, es su último testamento de amor, la consigna que nos ha dejado, antes de su pasión: antequam pateretur. Es una nota distintiva de la Iglesia, que Jesús se disponía a fundar y a redimir, instituyendo la Eucaristía, derramando sangre y agua de su Corazón sobre la cruz (cf. Jn Jn 19,34). Y hemos sentido que repercutía en nosotros, en la comunión de afecto y de oración de esta hora particular, la aspiración suprema del Salvador: Ut omnes unum sint.

No podemos sustraernos al examen de conciencia a que nos somete esta palabra. Es la piedra de toque para la credibilidad del discipulado de Cristo en el mundo: ut credat mundus quia tu me missisti (Jn 17,21).Si no somos uno, como el Padre es uno en Cristo, y Cristo es uno en el Padre, el mundo no creerá: se le escapa la prueba concreta del misterio de la redención, mediante la cual, el Señor ha hecho de la humanidad dispersa una sola familia, un solo organismo, un solo cuerpo, un solo corazón. La Koinonía, de la que nos hablan con tanta elocuencia los Hechos, es signo visible de esa unidad profunda, arraigada en la unidad de la vida Trinitaria, que estrecha en un único vínculo compacto a la Iglesia católica, fundada por Jesús. La división cuestiona todo esto: como ha dicho el Vaticano II, al comienzo del gran decreto sobre el Ecumenismo, "una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor; muchas son, sin embargo, las Comuniones cristianas que se presentan a sí mismas ante los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo; todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y siguen caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido. Esta división contradice abiertamente a la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a toda criatura" (Unitatis redintegratio UR 1).

Por esto estamos aquí hoy para orar todos los de la Curia Romana, para escuchar de nuevo en nuestro interior toda la fuerza de impetración y de súplica al Padre contenidas en aquellas palabras, que Jesús hizo subir de los labios y del corazón, la noche de la Eucaristía y de la agonía. La noche del Jueves Santo. La noche de la traición, del escándalo, de la división: et dispergentur oves gregis (Mt 26,31). Pero es más alta la voz de Cristo: Ut omnes unum sint.

12 2. Repetimos aquí estas palabras con particular fervor. Os he llamado esta mañana, venerados cardenales, queridísimos hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio, y valiosos miembros del laicado, que me prestáis vuestra preciosa colaboración, a todos los niveles, hasta el más humilde, en los varios dicasterios, tribunales y organismos de la Curia Romana. ¡Sois los colaboradores del Papa! Esta conciencia resulta mucho más significativa en esta capilla, donde tantos predecesores míos, incluso el que os habla, han sido misteriosamente elegidos por el Espíritu Santo para guiar a la Iglesia de Roma y a toda la Iglesia. Vosotros servís en mí a aquel mismo Pedro, a quien el Señor confió las llaves del Reino de los cielos (cf. Mt Mt 16,19), como le habéis servido en mis inmediatos predecesores.

Como miembros de la Curia, que está al servicio directo del Papa, y que quiere hacer propias sus mismas aspiraciones, vosotros estáis, por título muy particular, al servicio de la unidad. Tenéis el privilegio de vivir en la "Iglesia más importante y conocida de todos, fundada y constituida por los gloriosísimos Apóstoles Pedro y Pablo" (Adv. Haer. III 3,3 SC 211, ed. A. Rousseau y L. Dutreleau, tomo II, París, 1974, pág. 32), como la define San Ireneo. Vosotros compartís y sostenéis y prolongáis el trabajo del Obispo de Roma, Vicario de Cristo, Sucesor de Pedro, vosotros sois sus primeros copartícipes; por esto, repitiendo cuanto os dije en el encuentro del pasado junio: "Debemos sentirnos todos juntos parte viva de esta Santa Iglesia de Dios que está en Roma, y experimentar el noble orgullo de formar parte de ella, por nuestra función" (28 de junio de 1980; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 6 de julio de 1980, pág. 10).

Por esto, la Semana de Oraciones por la Unidad de los Cristianos, que se ha convertido en costumbre viva de toda la Iglesia, debe vernos, diría, los primeros en la oración que todos los fieles del mundo, todas las diócesis, todas las parroquias, todos los conventos y monasterios, todas las comunidades eclesiales, incluso los puestos de misión más aislados. están elevando durante estos días al Señor para que se restaure la koinonía de todos los creyentes en Cristo. Nosotros con ellos, con toda la Iglesia; y todos ellos con nosotros. Ut omnes unum sint.

3. El tema de esta Semana de Oración por la Unidad dice: "Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu... Un solo cuerpo". Hemos escuchado sus enunciados en la lectura de la primera Carta de San Pablo a los Corintios (1Co 12,3-13). Y nos hemos reconocido en esta descripción. Sí, queridos hermanos y hermanas: Nuestro organismo refleja, aun dentro de su pequeña proporción numérica, lo que se realiza en toda la Iglesia: "Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos. Y a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (ib., 4-7).

La belleza de la Iglesia está en la unidad, aun dentro de la diversidad de los ministerios y de las operaciones: "ubi divisio, foeditas est, non pulchritudo: donde hay división, hay deformidad, no hay belleza", dice San Agustín (Serm. 46, 37; CCL 41, ed. C. Lambot, Turnhout, 1961, pág. 564). Y esta belleza es don del Espíritu Santo, como dice también el gran obispo de Hipona: "Spiritu enim Sancto ad unitatem colligimur, non ab unitate dispergimur: Somos reunidos en la unidad por el Espíritu Santo, y no separados de ella" (Serm. 8, 17; op. cit., pág. 96).

Mientras oramos por la unidad, a fin de que el Espíritu Santo, que mueve todo lo que vive en la Iglesia, la conserve y la restaure donde se haya roto, debemos sentirnos siempre en estrecha dependencia del mismo Espíritu: también nosotros formamos, en El, un solo cuerpo; y, en el ejercicio de los diversos ministerios que nos han sido confiados, todos nosotros, desde el primero hasta el último, tenemos conciencia de ser parte integrante de un gran designio de unidad: debemos gastarnos, en el silencio, en la obediencia, en el sacrificio, incluso en las tareas más humildes, porque estamos ciertos de que nuestro trabajo, como una semilla depositada en terreno fértil, dará el fruto en el tiempo oportuno.

También nuestro trabajo, por su parte, edifica a la Iglesia, a la Jerusalén terrena por la cual hemos rezado en el Salmo responsorial, para que sea, cada vez más, imagen de la Jerusalén celestial, que vive en la paz de Dios, Unidad y Trinidad: "Desead la paz a Jerusalén, vivan seguros los que te aman, haya paz dentro de tus muros, seguridad en tus palacios. Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: La paz contigo. Por la casa del Señor nuestro Dios, te deseo todo bien" (Ps 121,6-9).

El conjunto ordenado de toda la Curia Romana coopera, debe cooperar a la realización de esta visión de paz. Es un servicio a la unidad total de todos los creyentes en Cristo; una diaconía para la koinonía. El anhelo de Jesús en la última Cena debe hacer que nos sintamos cada vez más responsables de esta gran realidad, para responder a ella con todas las fuerzas: cada uno en su puesto, cada uno con el máximo compromiso, sin diferencia alguna, porque es un servicio que pide el amor.

4. Por todos estos motivos, sentimos que se dirigen particularmente a nosotros hoy las ardientes palabras de Cristo en el Evangelio de Juan: "He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran y tú me los diste, y han guardado tu palabra. Ahora saben que todo cuanto me diste viene de ti; porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste... Santifícalos en la verdad... Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí, y éstos conocieron que tú me has enviado, y yo les di a conocer tu nombre, y se lo haré conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,6 ss.; 17. 25 s.).

Muy poco podremos hacer en el trabajo por toda la Iglesia, que es mi preocupación cotidiana y la vuestra, si no hemos logrado esta intimidad estrecha con el Señor Jesús: si realmente no estamos con El y como El santificados en la verdad; si no guardamos su palabra en nosotros, tratando de descubrir cada día su riqueza escondida; si el amor mismo de Dios por su Cristo no está profundamente arraigado en nosotros.

La unidad exterior, por la que oramos, será la germinación y el florecimiento de esta íntima unión con Cristo que deben tener indistintamente todos los fieles —obispos, sacerdotes, almas consagradas, laicado— con la única diferencia del mayor o menor compromiso que pueden poner para realizarla. No se puede tener la unidad entre los hermanos, si no se da la unión profunda —de vida, de pensamiento, de alma, de propósitos, de imitación— con Cristo Jesús; más aún, si no existe una búsqueda íntima de vida interior en la unión con la misma Trinidad, como ha subrayado bien el Vaticano II: los fieles "cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, más íntimamente y más fácilmente podrán aumentar la mutua hermandad" (Unitatis redintegratio UR 7).

13 Si nos falta la genuina unión con Dios en Cristo, en la vida de gracia, nuestro ecumenismo se reduce a un mero flatus vocis. "Pues aunque la Iglesia católica —ha dicho también el Concilio— se halle enriquecida con toda la verdad revelada por Dios y todos los medios de la gracia, sin embargo, sus miembros no viven con todo el fervor debido, por lo que el rostro de la Iglesia resplandece menos ante nuestros hermanos separados y el universo mundo, y se retrasa el crecimiento del Reino de Dios. Por esto, todos los católicos deben tender a la perfección cristiana" (ib., 4).

De aquí nace el deber de la renovación continua, de la conversión del corazón, de la oración, sobre lo que ha insistido tanto el Concilio: debe existir una búsqueda constante, por parte de todos, de los medios sobrenaturales, los únicos que pueden hacer caer barreras ya seculares entre los hermanos de diversa denominación cristiana, pero, no obstante, sellados por el mismo bautismo y que viven de la fe en Cristo.

5. Queridísimos hermanos y hermanas: Mucho nos exige esta hora de gracia. Debemos adquirir cada vez mayor conciencia de que, en la Iglesia de Dios, tenemos un puesto de particular responsabilidad. Como miembros y colaboradores de la Santa Sede, debemos escuchar, como particularmente dirigidas a nosotros, las palabras que hemos oído: "Tuyos eran, y tú me los diste, y han guardado tu palabra... Saben que todo cuanto me diste viene de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste" (
Jn 17,6 ss.). Nuestro trabajo en la Iglesia, con sus varias facetas, comporta este gran deber, este gran privilegio: guardar la Palabra de Dios, vivir para ella, darla a conocer y difundirla en el mundo. ¡Tenemos una gran responsabilidad! No nos echemos atrás. Trabajemos. Fatiguémonos por la Iglesia. Una vez más nos exhorta San Agustín: "Modo laboremus in Ecclesia, postea hereditabimus Ecclesiam: Trabajemos ahora en la Iglesia, en espera de heredar un día la Iglesia" (Serm. 45, 5; CCL 41, pág. 521).

Sí, hermanos y hermanas queridísimos, no nos cansemos de echar la semilla de nuestro trabajo, por humilde que sea, mirando a lo alto hacia el cielo, que aun cuando esté cubierto de nubes, encierra en sí al sol que saldrá de nuevo, también después de las borrascas. La Iglesia nos mira. Cristo nos mira y espera de nosotros el esfuerzo cotidiano. Y ruega por nosotros al Padre: Ut unum sint. "Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como me amaste a mí" (Jn 17,22 s.).

Permanezcamos en este amor. Vivamos en este amor. Trabajemos con este amor.

En el amor del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. El nos dé cada día el sentido de la dimensión universal de nuestro servicio.

Para toda la Iglesia.

Para todos los hermanos, con los cuales no Somos aún una sola cosa.

Para todo el mundo.

Ut unum sint... ut credat mundus.








Discursos 1981 7