
Discursos 1980 641
Estimados Premios Nóbel:
1. Me siento sinceramente feliz y honrado de poder saludar en ustedes a un número de ilustres personalidades de la ciencia que, aunque pertenecientes a distintos países, se hallan fraternalmente vinculados por el ideal que comparten: el ideal de la búsqueda desinteresada de la verdad en los distintos campos de la experiencia humana. La alta distinción que se os ha concedido como premio a vuestros prolongados trabajos constituye un significativo reconocimiento de vuestra contribución al avance de la autocomprensión del hombre y del conocimiento del mundo que le rodea.
Al veros a vosotros, mis pensamientos se dirigen a todos los que han recibido el mismo galardón y a cuantos, con menos suerte pero con no menor generosidad, han dedicado y dedican todavía sus vidas a la paciente investigación de los complejos aspectos de la realidad con la esperanza de descubrir algún nuevo secreto que haya permanecido escondido en alguna página del maravilloso libro de la naturaleza.
Al saludaros, señores, deseo honrar este vasto mundo de científicos y expresar mi profunda estima y gratitud por su trabajo. Aunque sus esfuerzos no siempre sean coronados por el éxito, su apasionada dedicación a la verdad enriquece la herencia espiritual de la humanidad.
2. Durante el coloquio organizado por la Asociación "Nova Spes", habéis reflexionado sobre un tema altamente relevante para el tiempo presente: el hombre entre esperanzas y amenazas. Estoy ansioso por oír de vosotros las conclusiones a las que habéis llegado sobre un tema que día a día resulta de mayor interés en orden al desarrollo de la investigación científica.
642 En numerosas ocasiones me he sentido en la obligación de exhortar a la gente a tomar posiciones de responsabilidad de cara a los peligros que pueden derivarse, para la humanidad, de un distorsionado uso de los descubrimientos científicos. El futuro del mundo se ve amenazado en sus raíces por los adelantos mismos que llevan la más clara impronta del genio humano. Este es el resultado que deriva de la utilización del progreso científico para fines que no tienen nada que ver con la ciencia. La ciencia es para la verdad y la verdad para el hombre, y el hombre refleja, como una imagen (cf. Gén Gn 1,27), la eterna y trascendente Verdad que es Dios. Sin embargo, la experiencia de la historia, en particular la historia reciente, testifica que algunos adelantos científicos se usan frecuentemente contra el hombre, a veces en forma terrorífica. Durante el viaje que pronto haré al Lejano Oriente, quiero ir a Hiroshima con el deseo de orar en ese lugar que fue el primero en conocer el terrible poder destructivo de la energía atómica.
Todos vosotros podríais hablar ampliamente de las perspectivas del desarrollo de la investigación en vuestro propio campo. También podríais hablar de los peligros de las distorsionadas aplicaciones, de esos esperados adelantos. Hoy existen enormes posibilidades de manipular al hombre. Mañana esas posibilidades serán aún más amplias. ¿Tengo todavía necesidad de subrayar el peligro de radical deshumanización que está corriendo el hombre si sigue avanzando locamente por ese camino?
3. La cuestión que hoy en día se está haciendo dramáticamente urgente es ésta: ¿Qué criterio hay que seguir para no padecer tan desastrosas consecuencias? Al dirigirme a científicos y estudiantes en la catedral de Colonia el 15 de noviembre último, les decía: "La ciencia técnica, dirigida a transformar el mundo, se justifica sobre la base del servicio que aporta al hombre y a la humanidad". Caballeros, éste es el criterio decisivo: el criterio de servir al hombre, al hombre entero, en la totalidad de su subjetividad espiritual y corporal.
Nuestra cultura está empapada, en todos los ámbitos, por una amplia noción funcional de la ciencia, es decir, se considera decisivo sólo el éxito técnico. Muchos creen que el hecho de ser técnicamente capaces de producir determinados resultados es motivo suficiente para no tener que seguir preguntando por la legitimidad del proceso que conduce a esos resultados, o incluso por la legitimidad del resultado en sí mismo. Está claro que tal modo de pensar no deja espacio alguno a un supremo valor ético o incluso a la misma noción de verdad.
Las consecuencias de esa raquítica visión de la ciencia aparecen claramente: el progreso científico no siempre ha ido acompañado de una análoga mejora de las condiciones de vida del hombre. Se han producido efectos imprevistos y no deseados, causando preocupación en sectores cada vez más amplios de la población. Basta con pensar en el problema del medio ambiente como resultado del progreso de la industrialización. Por eso han surgido serias dudas sobre la capacidad del progreso, como totalidad, para servir al hombre.
Así, pues, ¿cómo va a sorprender que la gente esté empezando a hablar de una crisis de la legitimación de la ciencia, e incluso de una crisis concerniente al rumbo que hay que establecer a la totalidad de nuestra cultura científica? La ciencia, por sí sola, es incapaz de dar una respuesta completa al problema del significado básico de la vida, y la actividad humanas. Su significado se revela cuando la razón, yendo más allá del dato físico, utiliza los métodos metafísicos para llegar a la contemplación de las "causas últimas" y descubrir en ellas la explicación suprema que puede iluminar los acontecimientos humanos y conferirles significación.
La búsqueda del sentido último es compleja por naturaleza y se halla expuesta al peligro del error, y el hombre quedaría a menudo inmerso en la oscuridad si no fuera ayudado por la luz de la fe. La revelación cristiana ha contribuido de modo inestimable a la toma de conciencia del hombre moderno de su dignidad y de sus derechos. No dudo en repetir aquí lo que ya dije a los miembros de la UNESCO: "El conjunto de las afirmaciones que se refieren al hombre pertenece a la sustancia misma del mensaje de Cristo y de la misión de la Iglesia, a pesar de todo lo que los espíritus críticos hayan podido declarar sobre este punto" (Nb 10).
4. No voy a ignorar o subestimar las tensiones que han existido, a lo largo de la historia, entre la Iglesia y las modernas ciencias naturales. El recuerdo de esos conflictos no puede por menos que afligir al creyente de hoy día, que es más consciente de las erróneas apreciaciones y de los defectuosos métodos que dieron lugar a tal oposición. La fe y la ciencia forman parte de dos diferentes órdenes del conocimiento que no pueden imponerse el uno al otro.
Si la distinción entre los órdenes del conocimiento es respetada y tanto la ciencia como la teología siguen su camino y sus propias investigaciones sin perder de vista sus propios principios metodológicos, entonces no hay miedo de que se llegue a resultados contradictorios. Podemos confiar en que, en tales circunstancias, los dos órdenes de conocimiento establecerán un beneficioso diálogo, a través del cual el hombre podrá investigar, cada vez con mayor penetración, la verdad en todas sus facetas. De hecho, tanto la razón como la fe derivan de la misma divina fuente de toda verdad.
El creyente sabe que todo lo que existe procede de una palabra pronunciada por el Creador, de un fiat inicial que ya contenía en sí todas las cosas y su orden universal. En consecuencia, el creyente mantiene que el mundo tiene una explicación y que la ciencia, avanzando ardua y penosamente (y aunque a veces dude o pierda la dirección), debe llegar a la comprensión de que el universo constituye (como lo indica la etimología misma de la palabra "universo") un complejo orden en el que los distintos elementos se relacionan en una mutua armonía.
En la misma dirección, los grandes científicos están convencidos de que la meta última de las ciencias naturales consiste en el descubrimiento de una ley fundamental (la más simple posible, pero, por su misma simplicidad, la más difícil de captar) que explique la constitución del universo. El científico piensa que hay un solo principio que gobierna todas las cosas y sus básicas interacciones (cf. Victor Weisskopf, The significance of Einstein's thought, Pontificia Academia Scientiarum, Librería Editrice Vaticana, 1980, pág. 31).
643 De este modo, el problema ya no lo constituye la oposición entre ciencia y fe. Ha comenzado un nuevo período: los esfuerzos de científicos y teólogos deben ahora ir dirigidos a desarrollar un diálogo constructivo, que haga posible examinar, cada vez con más profundidad, el fascinante misterio del hombre y contribuya así a evitar las amenazas que acechan al hombre y que cada día van siendo más graves.
5. Señores, el papel que podéis desempeñar a este respecto es de extraordinaria importancia. El alto galardón que habéis recibido, en reconocimiento no sólo de los resultados de vuestros estudios, sino también de la generosa dedicación de tantos años a la noble tarea de la investigación científica, os confiere una competencia especial en este diálogo con los representantes del pensamiento teológico.
Los esfuerzos que dediquéis a este diálogo interdisciplinar, junto con los correspondientes esfuerzos de los expertos en "la ciencia de Dios" contribuirán a un significativo progreso en la comprensión de la verdad, compleja unidad que sólo puede ser captada si se aborda desde diversos ángulos, sólo si se convierte en el punto de encuentro de diferentes formas de conocimiento complementario y no delimitado de antemano. En particular, contribuirá a un más completo conocimiento del hombre, de los componentes de su ser, y de la dimensión histórica, y sin embargo trascendente, de su existencia.
En estas condiciones, el hombre será más claramente percibido como lo que es: un fin, nunca un medio; un sujeto, nunca un objeto; una meta, nunca una mera etapa en el camino hacia esa meta. En una palabra, el hombre será percibido como persona, hacia la cual la única actitud legítima es la del respeto sin condiciones. Por consiguiente, el respeto al hombre tiene que convertirse en la piedra de toque suprema para juzgar cualquier empleo de la ciencia y cualquier planificación de nuevos experimentos posibles a partir de la tecnología.
El futuro de la humanidad depende de estos valores éticos de base. Ignorarlos significaría hacerse responsables ante la posteridad (si es que la hay) de la extremadamente seria acusación de "ofensa contra la humanidad". Vosotros sois los adelantados de la ciencia y debéis actuar como atentos centinelas en el camino del progreso, denunciando cualquier forma de manipulación del hombre o de su medio ambiente vital que pudiese ser considerada como un ataque a su dignidad o a sus derechos inalienables. Esta responsabilidad recae sobre vosotros. Que ésta sea también la razón por la que el día de mañana seáis dignos de la admiración y la gratitud de quienes se sientan salvados por haber sido capaces de prever los riesgos de temibles catástrofes.
Nos estamos acercando al día en que la Iglesia rememora con alegría y emoción el nacimiento en Belén de un Hombre que, a la vez, era también Dios. Querría manifestar mi deseo de que la celebración de esta Navidad renueve en todos los creyentes el deseo de dedicar todas sus energías a defender la única e irrepetible dignidad de cada ser humano. Este deseo es al mismo tiempo una plegaria de mi corazón dirigida a la Palabra de Dios que se hizo hombre por amor al hombre.
: ¡Alabado sea Jesucristo!
Con todos parto el "oplatek" (el pan de Navidad) en la mesa de la, cena de la vigilia. He escrito estas palabras en la carta a los compatriotas, dirigida al Primado y a todos mis hermanos en el Episcopado de la tierra polaca. Hoy me es permitido completar estas palabras. Deseo tomar en las manos este "oplatek" de Polonia, que me ha enviado el Primado, y con este "oplatek" en la mano, estando ante vosotros, quiero acercarme, encontrarme, y partirlo con cada uno de vosotros, con todos, sin excepción. Deseo que mi palabra de la vigilia de Navidad llegue a todos. Quiero, sobre todo, que llegue a las familias, a los padres y a los niños, a las generaciones de los adultos y de los jóvenes, y que sea una palabra de amor, de paz, de reconciliación, una palabra de corazón. Deseo que estas felicitaciones de la vigilia de Navidad lleguen de modo particular a mis hermanos y hermanas que padecen por cualquier motivo que sea, a todos los que sufren, a todos los que se sienten solos. En esta Noche Santa quiero proclamaros la Buena Nueva. Vosotros mismos la proclamaréis cuando os reunáis en la Misa de media noche. Cuando los sacerdotes, en sus parroquias, en sus iglesias, comiencen la Santa Misa, esta Buena Nueva de Belén se difundirá ampliamente con las palabras del canto navideño: "En el silencio de la noche se difunde la voz, levantaos, pastores...".
Estas palabras fueron dirigidas una vez a los pastores de Belén. Hoy se dirigen a todos nosotros: a cada uno, a los obreros y a los intelectuales, a los hombres de ciencia, a los jóvenes que estudian o trabajan, a los ancianos, a la generación más anciana y a los niños, a la generación más joven y a los recién nacidos.
Precisamente estos más pequeños tienen un derecho especial a esta fiesta de hoy. La noche de la vigilia de Navidad siempre es para nosotros, polacos, un momento de particular comunión. No sólo en cada familia, sino también en esta gran familia que constituimos todos, en esta familia que es nuestra patria, nuestra nación. Quiero recordar a esta gran familia las palabras que escribió el poeta Stanislaw Wyspianski, precisamente para la vigilia de Navidad: "Danos un sentido de fuerza y danos la Polonia viva"; son las palabras de oración de Konrad, pero ¿no podemos ponerlas en la boca de cada uno de nosotros, ya se trate del más sencillo, ya del más culto, ya del que da las órdenes, o del que ostenta el poder? Permitidme, pues, que ponga estas palabras en vuestros labios, queridos hermanos y hermanas, y como Konrad de Wyspianski ruego juntamente con vosotros —esta noche— por la patria común. Al rezar, encomiendo a Cristo, a su Madre, todo lo que ha sucedido y sucede en Polonia durante los últimos meses, sobre todo esta obra de unidad, de paz, de respeto recíproco y comprensión, la obra que no se dirige contra ninguno, no "contra", sino "para", para la reconstrucción, para la renovación, a fin de que todos puedan participar en Polonia, de modo más pleno, para que todos puedan sentirse en ella un sujeto de creatividad, de trabajo, de deber, pero también de la alegría de construir un bien común. Pensando esto, parto este "oplatek" (pan de la vigilia de Navidad) con toda la gran comunidad de la patria, y deseo que estas iniciativas vayan acompañadas, también en el futuro, del orden, del respeto recíproco, de la gracia, de la paz interna y externa, y así se pueda terminar la obra comenzada.
Queridos hermanos y hermanas, amadísimos compatriotas, parto con vosotros este "oplatek" y formulo estas felicitaciones desde aquí, desde mi capilla en el Vaticano. Las formulo tal como están escritas en mi corazón; si bien hay que decir que están escritas en el corazón de cada uno de vosotros, en el corazón de nuestra amada Patria.
644 Deseo terminar este excepcional encuentro con vosotros, amados connacionales, añadiendo mi saludo para todos sin excepción. He tratado de recordaros a todos aunque no haya podido nombraros a todos a causa del limitado tiempo de que dispongo. Recibid ahora la bendición en nombre de la Santísima Trinidad.
¡Queridos dirigentes del "Círculo Son Pedro"!
1. Con verdadera alegría y con profunda satisfacción os acojo hoy, en la proximidad de las fiestas de Navidad, y dirijo mi más cordial saludo a todos vosotros, y de manera particular al consiliario, mons. Ettore Cunial, y al presidente, marqués Giulio Sacchetti. Habéis tenido la amable idea de venir a expresar al Vicario de Cristo vuestras felicitaciones y las de todos los pertenecientes a vuestra antigua y benemérita Asociación y a traer el óbolo de San Pedro, recogido por vosotros en la diócesis de Roma para las necesidades de la Santa Sede. Aceptad, por tanto, también los sentimientos de mi más vivo reconocimiento, junto con la complacencia y el aprecio por vuestra obra y por vuestro empeño. En el tejido de las diversas actividades formativas y caritativas de Roma, también está vuestra Asociación, sensible a las muchas necesidades y dinámica de muchas maneras, en la que intentáis vivir concretamente y testimoniar loablemente vuestra fe cristiana. Demos gracias al Señor por vuestra buena voluntad, y que la gracia del Altísimo continúe dándoos la luz y la fuerza necesarias para cumplir bien vuestra misión en esta nuestra sociedad moderna, tan necesitada de ideas justas y de amor fraterno.
2. La ya cercana solemnidad de la Navidad, en que conmemoramos el nacimiento del Divino Redentor Jesús en Belén, me induce a detenerme algunos instantes con vosotros para meditar este histórico y determinante acontecimiento y para sugeriros algunas directrices prácticas.
La fe, basada en la narración evangélica, nos dice que Dios se ha hecho hombre, y por tanto se ha introducido en la historia humana, no tanto para juzgarla, cuanto para iluminarla, para orientarla, para salvarla, redimiendo cada alma. Este es el sentido de la Encarnación del Verbo, éste es el sentido auténtico de la Navidad, la fiesta de la verdadera alegría y de la verdadera esperanza.
Comprender y aceptar el mensaje de la Navidad significa vivir la perenne contemporaneidad de Cristo. En nuestra historia de hombres inteligentes y libres, Jesús sigue siendo siempre y para todos "la salvación", es decir, la respuesta a los interrogantes supremos que atormentan al hombre, y la gracia para elevarse del mal y vivir en la perspectiva de la eternidad. ¡Llevad este sentido de la Navidad en vuestros ánimos, en vuestra vida, en vuestros ideales humanos y cristianos! El hombre de hoy, confundido por tantas ideologías contrastantes y atacado por tantos fenómenos dramáticos y dolorosos, necesita saber con seguridad que, a pesar de todo, hay esperanza y alegría, porque Dios se ha hecho hombre, Cristo se ha encarnado verdaderamente por nosotros, el Salvador anunciado por los Profetas ha venido y ha permanecido con nosotros.
¡Debemos creer en la Navidad, con fuerza y profundamente!
3. Deseo concluir citándoos un pensamiento de una mujer fuerte y sabia, Edith Stein, que después de convertirse del judaísmo se hizo carmelita, e inmoló su vida en Auschwitz como hija de la misma estirpe del Redentor Jesús. Cuando más encarnizada estaba la segunda guerra mundial y todo parecía derrumbarse en el odio y en la crueldad, ella escribía: "Las almas están custodiadas celosamente en el corazón de Dios... Esta fe en la historia secreta de las almas debe fortalecernos cuando aquello que vemos exteriormente, en nosotros y en los demás, nos quitaría el valor..." (Carta del 16 de mayo de 1941).
¡Que la festividad de la Navidad os dé valor y confianza siempre! Este es el augurio que os dejo a vosotros, a todos los socios del Círculo San Pedro y a vuestras familias, mientras de corazón os imparto la propiciadora bendición apostólica, prenda de numerosas gracias divinas.
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Queridos jóvenes:
1. La visión que he recibido de vuestra impresionante asamblea, en este lugar histórico y único en el mundo —y pensando en el particularísimo servicio eclesial que misteriosamente me ha solicitado el Señor a través de la voz del Colegio Cardenalicio hace más de dos años—, me invita a hacer mías las palabras del Profeta Isaías para conducir a todo el Pueblo de Dios —a la nueva Jerusalén—, a la admiración, a la alegría: "Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz, y la gloria de Yavé alborea sobre ti... Las gentes andarán en tu luz... Alza en torno tus ojos y mira. Todos se reúnen y vienen a ti, llegan de lejos tus hijos... Entonces mirarás y resplandecerás, palpitará y se ensanchará tu corazón" (Is 60,1-5).
¿Historia antigua? No. ¡Historia siempre actual! Gracias a vosotros y gracias a tantos y tantos peregrinos que toman el camino de Roma para venerar las tumbas de los Apóstoles y visitar al Sucesor de Pedro. Dada la imposibilidad de entrar en contacto con cada uno de vosotros —¿no sois 25.000?—, os expreso a todos mis calurosas felicitaciones. Sé que venís de lejos, incluso de muy lejos, sobre todo de Europa, pero también de Asia y de Australia, de África y de las dos Américas. Habéis realizado auténticas proezas de organización, de transporte, de presupuesto, de diversas ayudas y de preparación espiritual. Y aceptáis pasar vuestra estancia romana en condiciones de gran sencillez y de fatigas causadas por vuestros numerosos desplazamientos. Sois verdaderos peregrinos. Al repasar el programa de vuestras jornadas, me he dado cuenta enseguida que habéis venido, sobre todo, para hacer una experiencia de fraternidad y de oración en esta diócesis de Roma, que fue la sede de Pedro y sigue siendo la de todos sus Sucesores. Querría ahora meditar con vosotros y reafirmaros en vuestra fe en la Iglesia, en vuestros vínculos con la Iglesia de Roma y su Obispo, en vuestros proyectos de participación en la construcción del mundo, en los lugares donde vivís y según los criterios del Evangelio.
2. Así, habéis compartido, en la oración y los intercambios, una idéntica aspiración a la reconciliación, a la paz, yo incluso diría vuestra impaciencia por la unidad. Y de hecho, es un modo de preparar, a nivel vuestro, los caminos de la unidad, de vivir un poco su misterio.
Pues la unidad eclesial, queridos amigos, es un misterio profundo, que trasciende nuestras concepciones, nuestros esfuerzos, nuestros deseos. Los padres del Concilio Vaticano II meditaron largamente en este misterio de la Iglesia, del Pueblo de Dios, como lo atestiguan la Constitución Lumen gentium y otros textos. "Cristo ha pedido esta unidad a su Iglesia desde el principio" (Unitatis redintegratio, núm. 4, pár. 5). Y, al mismo tiempo, ella trata de buscar y de reconstruir, de cara al conjunto de los cristianos.
En un cierto sentido, los cristianos no preexisten a la Iglesia, y no subsisten como tales independientemente de la Iglesia. Digamos más bien: los hombres se agregan a ella para convertirse en cristianos, a ella que ha nacido como un pueblo único del designio de Dios Padre, del sacrificio de Cristo, del don del Espíritu Santo. "Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús el autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera" (Lumen gentium LG 9). La unidad no llega solamente de la escucha del mensaje evangélico mismo, que por otra parte nos es transmitido por la Iglesia; la unidad reviste una hondura mística: hemos sido agregados al mismo Cuerpo de Cristo, mediante la fe y el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es el mismo Espíritu el que nos justifica y el que anima nuestra vida cristiana: "Sólo hay un cuerpo y un Espíritu, como también habéis sido llamados con una misma esperanza, la de vuestra vocación. Sólo un Señor, una fe, un bautismo" (Ep 4,4-5). Esta es la única fuente que conduce y requiere, tanto hoy como en el alba de la Iglesia, "la unidad en la doctrina de los apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones" (Lumen gentium LG 13). La estructura misma de la Iglesia, con su jerarquía y sus sacramentos, no hace más que traducir y realizar esta unidad esencial recibida de Cristo-Cabeza. Finalmente esta unidad, interior en la Iglesia de Cristo, constituye "para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación" (Lumen gentium LG 9). Tal es la gracia concedida desde el principio a la Iglesia, tal es su vocación.
3. Pero esto no significa que todos los hijos de la Iglesia vivan según esta gracia y vocación. Cristo, que ha ganado con su cruz este pueblo unificado y que ha marcado las condiciones y los caminos de su unidad, ha evocado los peligros de división entre quienes habrían de creer en El. Por ello ha orado con tanta insistencia para que estas amenazas sean superadas: "Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo en ti, para que... el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). La unidad aparece, pues, como una característica fundamental de la Iglesia, pero cuya realización es difícil, está sembrada de escollos, al menos si buscamos la unidad profunda que Cristo quiere.
Es un hecho que en esta sola y única Iglesia de Dios aparecieron desde el principio ciertas escisiones (cf. Unitatis redintegratio UR 3). Después la Iglesia ha experimentado disensiones más graves, que nuestra generación ha heredado y por las que sufre, aunque ella misma provoque a veces otras nuevas. Vosotros sois particularmente sensibles a este sufrimiento, a esta anomalía. Es una buena señal. La fidelidad a Cristo nos impone el grave deber de reconstruir la unidad plena.
Es verdad que compartimos en muchos puntos un patrimonio común. Hay progresos notables en la comprensión, en la caridad, en la oración en común, aunque por honestidad y por lealtad hacia nosotros mismos y hacia nuestros hermanos no podamos celebrar juntos la Eucaristía del Señor, ya que ésta es el sacramento de la unidad. No se puede separar, en efecto, comunión eucarística y comunión eclesial en la misma y única fe. Con fervor y humildad, cada uno debe aportar su propia colaboración a esta obra de reconstrucción de la unidad, según sus responsabilidades dentro de la Iglesia. Bien a nivel de investigación teológica, que es necesaria (un campo en el que, como es sabido, se despliegan esfuerzos leales y pacientes), bien mediante la oración y la caridad en las que vosotros estáis comprometidos. Pero los cristianos deben buscar "la purificación y renovación, a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia" (Lumen gentium LG 15). La conversión del corazón y la santidad de vida son, junto con la oración, el alma de todo ecumenismo (cf. Unitatis redintegratio UR 8). No se trata de una unidad cualquiera, sino de aquella que corresponde a los caminos trazados por el Señor al fundar su Iglesia y seguidos por la más pura tradición de la Iglesia. A este propósito, la experiencia que vosotros estáis viviendo en Roma puede ayudaros a una mejor comprensión.
4. Y en primer lugar, esta unidad de la Iglesia concedida por Cristo, deteriorada por los cristianos y con necesidad, por tanto, de ser constantemente reconstruida, fue especialmente confiada al Apóstol Pedro, que vino desde las orillas del lago de Tiberiades a las riberas del Tíber, y que padeció el martirio en este mismo lugar durante el reinado de Nerón. No fue a Juan, el gran contemplativo, ni a Pablo, el incomparable teólogo y predicador, a quien Cristo dio la tarea de fortalecer a los otros Apóstoles, sus hermanos (cf. Lc Lc 22,31-32), de apacentar a los corderos y a las ovejas (cf. Jn Jn 21,15-17), sino sólo a Pedro. Es siempre esclarecedor y conmovedor meditar en los textos evangélicos que expresan el único e irreductible papel de Pedro en el Colegio de los Apóstoles y en la Iglesia de los primeros tiempos. Es incluso sorprendente, para cada uno de nosotros; ver cómo Cristo continuó poniendo su confianza en Pedro, a pesar de su momentánea debilidad. Y Pedro tomó en serio su papel, hasta el punto de derramar su sangre como supremo testimonio. Ciertamente, su primera Carta parece evidenciar que él meditó profundamente en las sorprendentes palabras que Jesús le había dicho. Revela la espiritualidad personal de quien había recibido el encargo de reunir el rebaño del único Pastor: "Apacentad el rebaño de Dios que os ha sido confiado... no por sórdido lucro, sino con prontitud de ánimo. Así, al aparecer el Pastor Soberano, recibiréis la corona inmarcesible de la gloria" (1P 5,2-4 cf. ib. 1P 2,25). Pedro recuerda que él es la roca, pero también el Pastor. Y, cuando exhorta a los Ancianos a desempeñar con entusiasmo su encomienda pastoral, lo hace porque recuerda haber recibido su propia misión pastoral como respuesta a la triple confesión de amor.
646 El carisma de San Pedro pasó a sus Sucesores. Esta es la razón por la que, ya en los primeros tiempos, la Iglesia de Roma jugó un papel de guía. Estoy seguro de que estáis familiarizados con algunos de los típicos ejemplos relacionados con esto. Al final del siglo primero, el Obispo de Roma, San Clemente, interviene con autoridad en la Iglesia de Corinto, precisamente en orden a establecer su unidad interna. Hacia el año 110, San Ignacio de Antioquía, escribiendo a la Iglesia de Roma, le dirige un saludo como a quien preside la universal asamblea de la caridad. El famoso epitafio de Abercio, que puede verse en el Museo Vaticano, da testimonio de la influencia de la Iglesia Romana por los años 180. San Ireneo, obispo de Lión, al final del siglo segundo, proclama que toda Iglesia que desee conservar la tradición apostólica debe, a este fin, asegurarse de que está en comunión con Roma.
5. Otra de las características de esta comunidad es la conmemoración y el culto de sus mártires, empezando por San Pedro y San Pablo y siguiendo con muchos otros. Es difícil elaborar estadísticas con rigor. Pero las catacumbas, que en un primer momento eran cementerios donde los cristianos sepultaban a sus muertos, dejando de ése modo expresada su esperanza mediante inscripciones y pinturas, se convirtieron después en lugares de un culto fervoroso a los mártires.
Es verdad que las catacumbas estuvieron abandonadas durante mucho tiempo; pero hay que alegrarse al ver que los estudios modernos y la piedad ilustrada conjugan sus respectivos esfuerzos por despertar en los peregrinos el gusto por las fuentes cristianas y por recordarles que la Iglesia de Cristo, desde sus comienzos hasta nuestros días, en las naciones privadas de libertad religiosa, ha tenido siempre sus mártires. La visita a las catacumbas debería inducir a los cristianos a profesar su fe con más valentía.
Esta visión de la Iglesia de Roma me lleva a desearos que crezca en vosotros, cada vez con más fuerza, el gusto por la historia. El conocimiento de dos mil años de cristianismo puede inculcar en los cristianos dos posturas importantes: el sentido de la continuidad y el sentido de lo relativo. La primera puede librarnos de la ingenua y presuntuosa ilusión de pensar que la generación de la que formamos parte ha sido la primera en descubrir ciertas verdades y en vivir determinadas experiencia. El sentido de lo relativo, que no tiene nada que ver con el escepticismo, nos enseña a discernir lo esencial. La razón de un cierto número de dificultades para creer y de crisis religiosas individuales o colectivas, está en que se relativiza lo absoluto y se absolutiza lo relativo. Por ser tan importante este discernimiento, podemos preguntarnos si es posible hoy en día, en un mundo culto como el nuestro, ser plenamente cristiano ignorando todo, o casi todo, del pasado de la Iglesia.
6. Vuestra experiencia romana de fraternidad y de oración ha discurrido en una u otra de las trescientas parroquias de esta diócesis. Os agradezco el testimonio cristiano que habéis aportado con sencillez y verdad. Mi agradecimiento va asimismo dirigido a todos los romanos que os han abierto sus iglesias y sus casas.
La comunión en la Iglesia presenta necesariamente una faceta visible, un aspecto institucional, gracias en particular al servicio de la unidad que es el ministerio papal, episcopal y presbiteral. Este ministerio, del que habéis sido testigos directos durante estos días, realiza, en el pleno sentido del término, la comunión entre los cristianos, porque es ante todo un ministerio apostólico, vínculo auténtico con los orígenes, con quien ha fundado la Iglesia: obispos y sacerdotes presiden, en efecto, los sacramentos y el anuncio de la Palabra, que hacen del Señor Jesús nuestro contemporáneo... Por otra parte, vosotros captáis mejor quizás todavía, a través de vuestra pasajera inserción en las parroquias de Roma, la importancia de los lugares de comunión. Aunque sean diversos, la parroquia conserva un lugar preponderante, con la ventaja de ser un espacio geográfico y estar así abierta a todos los medios. Esta posibilidad material, visible, institucional, parece necesaria para encarnar la idea esencial de comunión en la Iglesia: Dios nos acepta tal como somos, sin discriminación. Es su amor gratuito el que nos congrega más allá de nuestros particularismos, de nuestros méritos o de nuestros pecados. Sé, queridos jóvenes, que muchos de vosotros, después de algún tiempo, habéis hecho esfuerzos notorios por acercaros concretamente a vuestras parroquias, que tendíais a marginar por diferentes razones. Continuad en esta línea. Ciertamente encontraréis en ellas, más allá de posibles decepciones, las raíces de vuestra identidad cristiana; en ellas escucharéis las llamadas de la Iglesia a la evangelización, y así aportaréis a estas comunidades ese aire evangélico que tienen derecho a esperar de vosotros.
La Iglesia que está en Roma trata de progresar ella misma en la comunión, tanto en el interior de sus propias estructuras, como en sus relaciones con las otras Iglesias. He podido constatarlo casi cada domingo, con ocasión de mis visitas pastorales a las parroquias de mi diócesis. Vuestro paso favorecerá todavía más el desarrollo de este espíritu de comunión, tan importante para la vitalidad y la unidad de la Iglesia. La historia lo confirma: cuando han cesado en la Iglesia los encuentros y los intercambios o han sido obstaculizados por los poderes políticos u otras instancias, se ha instalado en ella un cierto letargo, o bien los particularismos han amenazado la unidad. Esto puede aplicarse a las comunidades parroquiales, a las Iglesias locales, a las Conferencias Episcopales, e incluso se podría decir a las congregaciones religiosas. El conocimiento de los primeros siglos cristianos —vuelvo a los beneficios que nos aporta el conocimiento de la historia— nos permite constatar cómo el sentido eclesial de entonces ha suscitado la comunicación, la confrontación, la solidaridad, el dinamismo y la alegría evangélica. Hay que alegrarse al ver actualmente desarrollarse este espíritu universal o católico, y trabajar para reafirmarlo, cada uno en su lugar.
7. Finalmente, se trata de un testimonio complementario que emana de la historia de la Iglesia que tiene su sede en Roma: su compromiso misionero. Muy pronto, las comunidades fundadas por los Apóstoles, la de Oriente —cuya herencia ha recogido Constantinopla— y la de Roma para Occidente, se han convertido en centros apostólicos de irradiación, formando la única Iglesia de Jesucristo. Roma, por su parte, se mostró deseosa de promover y de armonizar la evangelización de las nuevas naciones del continente europeo. Se tejieron entonces unos vínculos particulares entre estas nuevas Iglesias locales y aquellas que habían contribuido a su fundación; una cultura espiritual común, un alma común se había instaurado en toda esta Europa, en vuestros países; ella se ha conservado a pesar de numerosas vicisitudes y puede contribuir enormemente a inspirar y a nutrir la unidad que actualmente busca este continente. Puedo dar testimonio, por ejemplo, que el cristianismo de mi patria se ha ido expandiendo unido estrechamente con la Iglesia de Roma.
Entre los grupos que están presentes aquí esta tarde, saludo cordialmente a la numerosa juventud eslovena. Le deseo abundantes gracias para su actividad espiritual y le bendigo de todo corazón.
Saludo al grupo de Croacia y deseo que el Señor les dé en el año nuevo abundantes bendiciones, para que sigan siendo siempre fieles a la Santa Iglesia.
8. De este modo, el Evangelio, la historia de la Iglesia y la experiencia que adquirís en Roma os permiten aproximaros mejor al misterio de la Iglesia, captar las exigencias y los caminos de la plena unidad en la Iglesia, situaros mejor en la línea de los auténticos discípulos de Cristo, en la búsqueda de la plena reconciliación. Así os situáis en el verdadero clima de la fe, de la esperanza y de la caridad. Seguros de esta identidad cristiana, es necesario que oréis —y os felicito por dar tanta importancia a la oración—, y es necesario que actuéis. Actuar como habéis rezado, al mismo tiempo que rezáis, según los sentimientos cristianos que han germinado o que se han vuelto a reavivar en vuestros corazones durante esta gran asamblea. "No todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre", decía Jesús al final del sermón de la montaña (Mt 7,21). Es necesario encarnar el mensaje cristiano de las bienaventuranzas en vuestras actitudes concretas, cotidianas, en el corazón mismo del mundo, en todos los lugares en que el Señor os ha concedido vivir. Dichosos los que tienen un alma de pobre. Dichosos los mansos —y, en este tiempo de violencia, la mansedumbre supone una gran fuerza de ánimo para luchar sin odio y sin violencia por la justicia—. Dichosos precisamente los que tienen hambre y sed de justicia. Dichosos los misericordiosos. Dichosos los limpios de corazón. Dichosos los que hacen reinar la paz, la paz profetizada por Isaías, y que Jesús trajo, como nos han recordado las lecturas de esta vigilia. Dichosos los que son perseguidos a causa de la justicia, a causa de su fidelidad a Cristo (cf. Mt Mt 5,2-12). Es lo que podíamos llamar necesidad de respetar los derechos y la libertad de los hombres, reconciliarse, perdonar, compartir y, sobre todo, considerar al otro como un hermano, como el hermano de Cristo. Así es la sal, así es la levadura, así es la luz, así es el testimonio personal y comunitario del que el mundo tiene necesidad para que progresivamente se instaure la civilización del amor. Esto supone una renuncia a sí mismos, un compromiso y una perseverancia que no es posible proyectar y vivir más que en una fe total en Cristo, en un espíritu de infancia.
Discursos 1980 641