Audiencias 1981




1

Enero de 1981

Miércoles 7 de enero de 1981

La pureza de corazón

Queridísimos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
hermanos y hermanas de vida religiosa,
y todos, queridísimos hermanos y hermanas:

Después de la pausa debida a las recientes fiestas, reanudamos hoy nuestros encuentros del miércoles teniendo todavía en el corazón la serena alegría del misterio del nacimiento de Cristo, que la liturgia de la Iglesia durante este tiempo nos ha hecho celebrar y actualizar en nuestra vida. Jesús de Nazaret, el Niño que lanza vagidos en el pesebre de Belén, es el Verbo eterno de Dios que se ha encarnado por amor al hombre (cf. Jn 1,14). Esta es la gran verdad a la que se adhiere el cristiano con fe profunda. Con la fe de María Santísima, que en la gloria de su virginidad intacta concibió y engendró al Hijo de Dios hecho hombre. Con la fe de San José, que lo custodió y protegió con inmensa entrega amorosa. Con la fe de los pastores, que acudieron corriendo a la gruta de la Natividad. Con la fe de los Magos, que lo vislumbraron en la señal de la estrella y, después de larga búsqueda, llegaron a contemplarlo y adorarlo en los brazos de la Virgen Madre.

Que el año nuevo sea vivido por todos bajo el signo de esta gran alegría interior, fruto de la certeza de que Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en El no muera, sino que posea la vida eterna.

Es éste el deseo que expreso a cuantos estáis presentes en esta primera audiencia general de 1981, y a todos vuestros seres queridos.
* * *


1.¿Qué significa la afirmación: “La carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne”? (Ga 5,17). Esta pregunta parece importante, más aún, fundamental en el contexto de nuestras reflexiones sobre la pureza de corazón, de la que habla el Evangelio. Sin embargo, el autor de la Carta a los Gálatas abre ante nosotros, a este respecto, horizontes todavía más amplios. En esta contraposición de la “carne” al Espíritu (Espíritu de Dios), y de la vida “según la carne” a la vida “según el Espíritu”, está contenida la teología paulina acerca de la justificación, esto es, la expresión de la fe en el realismo antropológico y ético de la redención realizada por Cristo, a la que Pablo, en el contexto que ya conocemos, llama también “redención del cuerpo”. Según la Carta a los Romanos 8, 23, la “redención del cuerpo” tiene también una dimensión “cósmica” (que se refiere a toda la creación), pero en el centro de ella está el hombre: el hombre constituido en la unidad personal del espíritu y del cuerpo. Y precisamente en este hombre, en su “corazón”, y consiguientemente en todo su comportamiento, fructifica la redención de Cristo, gracias a esas fuerzas del Espíritu que realizan la “justificación”, esto es, hacen realmente que la justicia “ abunde “ en el hombre, como se inculca en el sermón de la montaña: Mt 5, 20, es decir, que abunde en la medida que Dios mismo ha querido y que Él espera.

2 2. Resulta significativo que Pablo, al hablar de las “obras de la carne” (cf. Gál Ga 5,11-21), menciona no sólo “fornicación, impureza, lascivia..., embriagueces, orgías” —por lo tanto, todo lo que, según un modo objetivo de entender, reviste el carácter de los “pecados carnales” y del placer sexual ligado con la carne—, sino que nombra también otros pecados, a los que no estaríamos inclinados a atribuir un carácter también “carnal” y “sensual”: “idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias...” (Ga 5,20-21). De acuerdo con nuestras categorías antropológicas (y éticas) nos sentiríamos propensos, más bien, a llamar a todas las obras enunciadas aquí “pecados del espíritu” humano, antes que pecados de la “carne”. No sin motivo habremos podido entrever en ellas más bien los efectos de la “concupiscencia de los ojos” o de la “soberbia de la vida”, que no los efectos de la “concupiscencia de la carne”. Sin embargo, Pablo las califica como “obras de la carne”. Esto se entiende exclusivamente sobre el fondo de ese significado más amplio (en cierto sentido metonímico), que en las Cartas paulinas asume el término “carne”, contrapuesto no sólo y no tanto al “espíritu” humano, cuanto al Espíritu Santo que actúa en el alma (en el espíritu) del hombre.

3. Existe, pues, una significativa analogía entre lo que Pablo define como “obras de la carne” y las palabras con las que Cristo explica a sus discípulos lo que antes había dicho a los fariseos acerca de la “pureza” y la “impureza” ritual (cf. Mt 15,2-20). Según las palabras de Cristo, la verdadera “pureza” (como también la “impureza”) en sentido moral está en el “corazón” y proviene “del corazón” humano. Se definen como “obras impuras” en el mismo sentido no sólo los “adulterios” y las “fornicaciones”, por lo tanto, los “pecados de la carne” en sentido estricto, sino también los “malos deseos..., los robos, los falsos testimonios, las blasfemias”. Cristo, como ya hemos podido comprobar, se sirve del significado, tanto general como específico de la “impureza”, (y, por lo tanto, indirectamente también de la “pureza”). San Pablo se expresa de manera análoga: las obras “de la carne” en el texto paulino se entienden tanto en el sentido general como en el específico. Todos los pecados son expresión de la “vida según la carne”, que se contrapone a la “vida según el Espíritu”. Lo que, conforme a nuestro convencionalismo lingüístico (por lo demás, parcialmente justificado), se considera como “pecado de la carne”, en el elenco paulino es una de las muchas manifestaciones (o especie) de lo que él denomina “obras de la carne”, y, en este sentido, uno de los síntomas, es decir, de las obras de la vida “según la carne” y no “según el Espíritu”.

4. Las palabras de Pablo a los Romanos: “Así, pues, hermanos, no somos deudores a la carne para vivir según la carne, que si vivís según la carne, moriréis; mas si con el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis” (Rm 8,12-13), nos introducen de nuevo en la rica y diferenciada esfera de los significados, que los términos “ cuerpo” y “espíritu” tienen para él. Sin embargo, el significado definitivo de ese enunciado es parenético, exhortativo, por lo tanto, válido para el ethos evangélico. Pablo, cuando habla de la necesidad de hacer morir a las obras del cuerpo con la ayuda del Espíritu, expresa precisamente aquello de lo que Cristo habló en el sermón de la montaña, haciendo una llamada al corazón humano y exhortándolo al dominio de los deseos, también de los que se expresan con la “mirada” del hombre dirigida hacia la mujer, a fin de satisfacer la concupiscencia de la carne. Esta superación, o sea, como escribe Pablo, el “hacer morir las obras del cuerpo con la ayuda del Espíritu”, es condición indispensable de la “vida según el Espíritu”, esto es, de la “vida” que es antítesis de la “muerte”, de las que se habla en el mismo contexto. La vida 'según la carne”, en efecto, tiene como fruto la “muerte”, es decir, lleva consigo como efecto la “muerte” del Espíritu.

Por lo tanto, el término “muerte” no significa sólo muerte corporal, sino también el pecado, al que la teología moral llamará mortal. En las Cartas a los Romanos y a los Gálatas el Apóstol amplía continuamente el horizonte del “pecado-muerte”, tanto hacia el “principio” de la historia del hombre, como hacia el final. Y por esto, después de haber enumerado las multiformes “obras de la carne», afirma que “quienes las hacen no heredarán el reino de Dios” (Ga 5,21). En otro lugar escribirá con idéntica firmeza: “Habéis de saber que ningún fornicarlo o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios” (Ep 5,5). También en este caso, las obras que impiden tener “parte en el reino de Cristo y de Dios”, esto es, las “obras de la carne”, se enumeran como ejemplo y con valor general, aunque aquí ocupen el primer lugar los pecados contra la “pureza” en el sentido específico (cf. Ep 5,3-7).

5. Para completar el cuadro de la contraposición entre el “cuerpo” y el “fruto del Espíritu”, es necesario observar que en todo lo que es manifestación de la vida y del comportamiento según el Espíritu, Pablo ve al mismo tiempo la manifestación de esa libertad, con la que Cristo “nos ha liberado” (Ga 5,1). Escribe precisamente así: “Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad. Porque toda la ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Ga 5,13-14). Como ya hemos puesto de relieve anteriormente, la contraposición “cuerpo-Espíritu”, vida “según la carne”, vida “según el Espíritu”, penetra profundamente toda la doctrina paulina sobre la justificación. El Apóstol de las gentes proclama, con excepcional fuerza de convicción, que la justificación del hombre se realiza en Cristo y por Cristo. El hombre consigue la justificación en la “fe actuada por la caridad” (Ga 5,6), y no sólo mediante la observancia de cada una de las prescripciones de la ley veterotestamentaria (en particular de la circuncisión). La justificación, pues, viene “del Espíritu” (de Dios) y no “de la carne”. Por esto, exhorta a los destinatarios de su Carta a liberarse de la errónea concepción “carnal” de la justificación, para seguir la verdadera, esto es, la “espiritual”. En este sentido los exhorta a considerarse libres de la ley, y aún más, a ser libres con la libertad, por la cual Cristo “nos ha hecho libres”.

Así, pues, siguiendo el pensamiento del Apóstol, nos conviene considerar y, sobre todo, realizar la pureza evangélica, es decir, la pureza de corazón, según la medida de esa libertad con la que Cristo “nos ha hecho libres”.

Saludos

Un saludo particular para los sacerdotes Legionarios de Cristo recién ordenados, aquí presentes con sus familiares, amigos, bienhechores y compañeros del Colegio de Roma.

A vosotros os deseo, con palabras del apóstol Pablo, que so dediquéis con todo entusiasmo y generosidad al ministerio «de anunciar el evangelio de la gracia de Dios» (Ac 20,24). Estad seguros de que el papa os acompaña con su afecto, del que es prueba la cordial bendición que os imparto.





Miércoles 14 de enero de 1981

La pureza de corazón evangélica y cristiana

3 1. San Pablo escribe en la Carta a los Gálatas: "Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad. Porque toda la ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Ga 5,13-14). La semana pasada nos hemos detenido ya a reflexionar sobre estas palabras; sin embargo, nos volvemos a ocupar de ellas hoy, en relación al tema principal de nuestras reflexiones.

Aunque el pasaje citado se refiera ante todo al tema de la justificación, sin embargo, el Apóstol tiende aquí explícitamente a hacer comprender la dimensión ética de la contraposición "cuerpo- espíritu" esto es, entre la vida según la carne y la vida según el Espíritu. Más aún, precisamente aquí toca el punto esencial, descubriendo casi las mismas raíces antropológicas del ethos evangélico. Efectivamente, si "toda la ley" (ley moral del Antiguo Testamento) "halla su plenitud" en el mandamiento de la caridad, la dimensión del nuevo ethos evangélico no es más que una llamada dirigida a la libertad humana, una llamada a su realización plena y, en cierto sentido, a la más plena "utilización" de la potencialidad del espíritu humano.

2. Podría parecer que Pablo contraponga solamente la libertad a la ley y la ley a la libertad. Sin embargo, un análisis profundo del texto demuestra que San Pablo, en la Carta a los Gálatas, subraya ante todo la subordinación ética de la libertad a ese elemento en el que se cumple toda la ley, o sea, al amor, que es el contenido del mandamiento más grande del Evangelio. "Cristo nos ha liberado para que seamos libres", precisamente en el sentido en que El nos ha manifestado la subordinación ética (y teológica) de la libertad a la caridad y que ha unido la libertad con el mandamiento del amor. Entender así la vocación a la libertad ("Vosotros..., hermanos, habéis sido llamados a la libertad": Ga 5,13) significa configurar el ethos, en el que se realiza la vida "según el Espíritu". Efectivamente, hay también el peligro de entender la libertad de modo erróneo, y Pablo lo señala con claridad, al escribir en el mismo contexto: "Pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad" (ib.).

3. En otras palabras: Pablo nos pone en guardia contra la posibilidad de hacer mal uso de la libertad, un uso que contraste con la liberación del espíritu humano realizada por Cristo y que contradiga a esa libertad con la que "Cristo nos ha liberado". En efecto, Cristo ha realizado y manifestado la libertad que encuentra la plenitud en la caridad, la libertad, gracias a la cual estamos "los unos al servicio de los otros"; en otras palabras: la libertad que se convierte en fuente de "obras" nuevas y de "vida" según el Espíritu. La antítesis y, de algún modo, la negación de este uso de la libertad tiene lugar cuando se convierte para el hombre en "un pretexto para vivir según la carne". La libertad viene a ser entonces una fuente de "obras" y de "vida" según la carne. Deja de ser la libertad auténtica, para la cual "Cristo nos ha liberado", y se convierte en "un pretexto para vivir según la carne", fuente (o bien instrumento) de un "yugo" específico por parte de la soberbia de la vida, de la concupiscencia de los ojos y de la concupiscencia de la carne. Quien de este modo vive "según la carne", esto es, se sujeta -aunque de modo no del todo consciente, mas, sin embargo, efectivo- a la triple concupiscencia, y en particular a la concupiscencia de la carne, deja de ser capaz de esa libertad para la que "Cristo nos ha liberado"; deja también de ser idóneo para el verdadero don de sí, que es fruto y expresión de esta libertad. Además, deja de ser capaz de ese don que está orgánicamente ligado con el significado esponsalicio del cuerpo humano, del que hemos tratado en los precedentes análisis del libro del Génesis (cf. Gn 2,23-25).

4. De este modo, la doctrina paulina acerca de la pureza, doctrina en la que encontramos el eco fiel y auténtico del sermón de la montaña, nos permite ver la "pureza de corazón" evangélica y cristiana en una perspectiva más amplia, y sobre todo nos permite unirla con la caridad en la que toda "la ley encuentra su plenitud". Pablo, de modo análogo a Cristo, conoce un doble significado de la "pureza" (y de la "impureza"): un sentido genérico y otro específico. En el primer caso, es "puro" todo lo que es moralmente bueno; en cambio, es "impuro" lo que es moralmente malo. Lo afirman con claridad las palabras de Cristo, según Mateo 15, 18-20, citadas anteriormente. En los enunciados de Pablo acerca de las "obras de la carne", que contrapone al "fruto del Espíritu", encontramos la base para un modo análogo de entender este problema. Entre las "obras de la carne", Pablo coloca lo que es moralmente malo, mientras que todo bien moral está unido con la vida "según el Espíritu". Así, una de las manifestaciones de la vida "según el Espíritu" es el comportamiento conforme a esa virtud, a la que Pablo, en la Carta a los Gálatas, parece definir más bien indirectamente, pero de la que habla de modo directo en la primera Carta a los Tesalonicenses.

5. En los pasajes de la Carta a los Gálatas, que ya hemos sometido anteriormente a análisis detallado, el Apóstol enumera en el primer lugar entre las "obras de la carne": "fornicación, impureza, libertinaje"; sin embargo, a continuación, cuando contrapone a estas obras el "fruto del Espíritu", no habla directamente de la "pureza", sino que solamente nombra el "dominio de sí", la enkráteia. Este "dominio" se puede reconocer como virtud que se refiere a la continencia en el ámbito de todos los deseos de los sentidos, sobre todo en la esfera sexual; por lo tanto, está en contraposición con la "fornicación, con la impureza, con el libertinaje", y también con la "embriaguez", con las "orgías". Se podría admitir, pues, que el paulino "dominio de sí" contiene lo que se expresa con el término "continencia" o "templanza", que corresponde al término latino temperantia. En este caso, nos hallaremos frente al conocido sistema de las virtudes, que la teología posterior, especialmente la escolástica, tomará prestado, en cierto sentido, de la ética de Aristóteles. Sin embargo, Pablo, ciertamente, no se sirve, en su texto, de este sistema. Dado que por "pureza" se debe entender el justo modo de tratar la esfera sexual, según el estado personal (y no necesariamente una abstención absoluta de la vida sexual), entonces indudablemente esta "pureza" está comprendida en el concepto paulino de "dominio" o enkráteia. Por eso en el ámbito del texto paulino encontramos sólo una mención genérica e indirecta de la pureza, en tanto en cuanto el autor contrapone a estas "obras de la carne", como "fornicación, impureza, libertinaje", el "fruto del Espíritu", es decir, obras nuevas, en las que se manifiesta "la vida según el Espíritu". Se puede deducir que una de estas obras nuevas es precisamente la "pureza"; es decir, la que se contrapone a la "impureza" y también a la "fornicación" y al "libertinaje".

6. Pero ya en la primera Carta a los Tesalonicenses, Pablo escribe sobre este tema de modo explícito e inequívoco. Allí leemos: "La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa mantener el propio cuerpo [1] 1 en santidad y honor, no como objeto de pasión libidinosa, como los gentiles, que no conocen a Dios" (1Th 4,3-5). Y luego: "Que no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos preceptos desprecia, no desprecia al hombre, sino a Dios, que os dio su Espíritu Santo" (1Th 4,7-8). Aunque también en este texto nos dé que hacer el significado genérico de la "pureza", identificada en este caso con la "santificación" (en cuanto que se nombra a la "impureza" como antítesis de la "santificación"), sin embargo, todo el contexto indica claramente de qué "pureza" o de qué "impureza" se trata, esto es, en que consiste lo que Pablo llama aquí "impureza", y de qué modo la " pureza" contribuye a la "santificación" del hombre.

Y, por esto, en las reflexiones sucesivas, convendrá volver de nuevo sobre el texto de la primera Carta a los Tesalonicenses, que acabamos de citar.

Notas

[1] Sin entrar en las discusiones detalladas de los exégetas, sin embargo, es necesario señalar que la expresión griega tó heautôu skeûos puede referirse también a la mujer (cf. 1P 3,7).





Miércoles 21 de enero de 1981



4 La Semana de Oraciones por la Unidad de los Cristianos (18-25 de enero), que está en pleno desarrollo, invita a todos los bautizados a una reflexión común y a una oración intensa. Por esto deseo, como cada año, dedicar las reflexiones del encuentro de hoy a este tema, al que atribuyo una importancia grandísima.

1. Esta semana de oraciones vuelve puntualmente a estimular la conciencia de los cristianos para un examen ante Dios, sobre el tema de la restauración de la plena unidad. Vuelve también a recordar que la unidad es un don de Dios y que, por esto, es necesario pedirla intensamente al Señor. Además, el hecho de que los cristianos de las diversas confesiones se unan en oración común —particularmente en este tiempo, o en la semana de Pentecostés, pero espero que esto suceda cada vez más frecuentemente también en otras circunstancias— reviste un significado totalmente especial. Los cristianos vuelven a descubrir con lucidez creciente la parcial, pero verdadera comunión existente, y se encaminan juntos, ante Dios y con su ayuda, hacia la plena unidad.

Se encaminan hacia esta meta, comenzando precisamente por la oración al Señor, a Aquel que purifica y libera, que redime y une.

La oración por la unidad se extiende cada vez más en el mundo, tanto entre los católicos, como entre los otros cristianos. Está perdiendo el carácter de acontecimiento extraordinario y entra en la vida normal de las Iglesias. La semana de oraciones se recuerda ya en los calendarios y en las guías litúrgico-pastorales. En este período, incluso las parroquias más pequeñas están invitadas a esa oración en la que debe empeñarse toda la comunidad cristiana. Este es un signo positivo. Pero es preciso estar muy atentos para evitar que la oración pierda esa carga fuerte que debe inquietar la conciencia de todos ante la división de los cristianos, "que no sólo contradice abiertamente a la voluntad de Cristo, sino que también es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a toda criatura" (cf. Unitatis redintegratio
UR 1)

La colaboración establecida con el Consejo Ecuménico de las Iglesias en el campo de la oración se ha mostrado fecunda. La elaboración de textos apropiados sobre un tema convenido y su difusión hecha conjuntamente, además de facilitar una divulgación de la oración en zonas y ambientes a los que no se podría llegar de otra manera, ofrece un testimonio de intención y de acción común de los cristianos por la unidad. Expresa la voluntad común de estar en atenta escucha de la Palabra de Dios para hacer su voluntad.

2. Esta semana de oraciones produce anualmente también una cierta inquietud. Efectivamente, nos hace constatar que, si todavía debemos pedir la unidad, si debemos buscarla, es porque la plena unidad de todos los cristianos no se ha alcanzado aún y nos encontramos en falta delante del Señor. También esta inquietud que, a veces, se empaña de amargura, me parece un signo positivo. Ella debe impulsarnos a un compromiso mayor de fe y de amor, y a la búsqueda de la plena unidad. El Concilio Vaticano II ha recordado que la preocupación por la restauración de la unidad debe afectar a todos, pastores y fieles, a cada uno según el propio papel y la propia capacidad, incluso en la vida diaria (cf. Unitatis redintegratio UR 5).

3. Pero tenemos también motivos fundamentales para dar gracias al Señor. Mirando sólo a este último año, se pueden poner de relieve acontecimientos y elementos extremadamente positivos, densos de perspectivas y de esperanzas. Tanto en las relaciones con las Iglesias de Oriente, como con las Iglesias y comunidades eclesiales de Occidente, también a mi personalmente me ha permitido el Señor encontrarme, en Roma o durante mis viajes, con muchos hermanos que desempeñan funciones importantes en las propias Iglesias. Hemos hablado juntos sobre la búsqueda de la unidad y constatado las dificultades que aún existen, pero hemos percibido también la voluntad común de proseguir todo esfuerzo para este fin. El Señor, que colma las lagunas humanas, hará lo demás. El encuentro fraterno y leal, dentro del respeto recíproco, es esencial para el conocimiento mutuo y para concertar juntos el resto del camino que se ha de recorrer. Hemos tenido encuentros fecundos. Por ello damos gracias al Señor.

Las relaciones con las Iglesias ortodoxas han registrado, además, este año, un acontecimiento particularmente importante: el comienzo oficial del diálogo teológico a través de una amplia y calificada comisión mixta. En ella están representadas todas las Iglesias ortodoxas. El diálogo teológico se desarrollará así con la Iglesia ortodoxa en su conjunto. Las subcomisiones de estudio han programado ya y han comenzado con solicitud el propio trabajo.

La orientación es positiva y constructiva. Pero esto no preserva automáticamente al diálogo de momentos de posibles dificultades. Si desde hace casi un milenio, las Iglesias de Oriente y de Occidente no celebran juntas la Eucaristía, esto quiere decir que han juzgado graves los problemas controvertidos. No se puede reducir todo a factores históricos y culturales, aún cuando éstos han tenido un influjo fuerte y deletéreo en el progresivo alejamiento entre Oriente y Occidente. Por tanto, es necesario que el diálogo esté sostenido por la ferviente oración de todos. El diálogo, de por sí, está llamado a resolver todos los grandes problemas abiertos que tengan una relación con la fe; por otra parte, constituye también un instrumento preciso para aclarar malos entendidos y prejuicios recíprocos y también para concertar las legítimas variedades y diversidades compatibles con la unidad de la fe. En esta perspectiva de diálogo, y en el contexto de relaciones fraternas con las Iglesias de Oriente, he querido declarar a los Santos orientales Cirilo y Metodio Copatronos de Europa, juntamente con San Benito. Para la plena unidad debemos habituarnos todos a tener una mentalidad recíprocamente abierta, tanto hacia la tradición oriental, como hacia la occidental.

El año pasado se han continuado las relaciones con las Iglesias precalcedonenses, y también he podido encontrarme personalmente con sus dignos representantes. Del mismo modo, sigue su curso el diálogo con las Iglesias y comunidades eclesiales de Occidente. Sobre temas esenciales para la vida de la Iglesia, como el Bautismo, la Eucaristía, el ministerio, se está profundizando una positiva confrontación, tanto en diálogo multilateral, como en conversaciones teológicas bilaterales, la cual hace esperar una superación de las graves controversias del pasado.

Sin duda, debemos estar seguros de que lo que sostiene estos pasos delicados y este lento pero auténtico progreso es también y sobre todo la oración por la unidad, que los cristianos hacen en todas las partes del mundo.

5 Por esto os invito a incluir en vuestra oración, incluso diaria, la intención de la unidad.

4. Este año se propone un tema rico en perspectivas espirituales y en implicaciones eclesiales: "Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu... un solo cuerpo" (cf.
1Co 12,3-13). San Pablo, al escribir a los cristianos de Corinto, que se hallaban exuberantes de vitalidad con expresiones semejantes a los fenómenos extáticos de las asambleas religiosas paganas, explica cómo se deben discernir los verdaderos de los falsos carismas. La fe recta, la adhesión a Jesucristo, es la norma primera de su autenticidad. Afirma que entre los creyentes se puede manifestar una gran variedad de dones, de ministerios, de actividades. A uno se le da la palabra de sabiduría, a otro palabras de ciencia, a otro el don de profecía, a otros el poder de prodigios y curaciones, a otros también la variedad de lenguas o la interpretación de las lenguas (cf. 1Co 12,8-10). Pero todas estas cosas -asegura él- "las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere" (ib., v. 11). Los carismas auténticos provienen de una única fuente. Para su discernimiento, San Pablo indica otro criterio, el de la unidad. Esta variedad de carismas no debe engendrar la anarquía, como si se tratase de expresiones orgullosas del instinto humano, al contrario, los carismas auténticos se orientan a cimentar y a fecundar la unidad. "A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para utilidad común" (ib., v. 7). Para hacer más perceptible su pensamiento, San Pablo trae a la mente una imagen que los griegos de Corinto debían comprender bien. Los filósofos estoicos habían utilizado ya la metáfora del cuerpo para sugerir la relación que cada uno de los individuos tiene con la sociedad. Al utilizar la imagen, San Pablo no hace un simple parangón, sino que le da un nuevo contenido. Para él la comunidad es el Cuerpo de Cristo. He aquí lo que escribe: "Así como el cuerpo, siendo uno, tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo. Porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo" (ib., v. 12-13). En la comunidad cristiana la variedad de los dones recibidos debe ponerse al servicio de la edificación del único Cuerpo de Cristo y del desarrollo armónico de su vitalidad.

De este modo no sólo los carismas no deben producir fracturas u oposiciones, sino que deben estar al servicio de la unidad. Y cuando esta unidad es lesionada, es preciso utilizar cada uno de los dones para su restablecimiento. La unidad y la articulación armónica forman parte de la salud del cuerpo mismo y de su actividad normal.

Y así es necesario que todos los carismas, presentes hoy en diversas formas, se pongan también al servicio de la unidad, a fin de dar a la comunidad cristiana las condiciones esenciales para anunciar y testimoniar que Jesucristo es el Señor.

5. Por estas razones, y hasta que no se logre la plena unidad entre los cristianos, tenemos motivo de intensificar también nuestra oración.

Lo haremos brevemente al final de la audiencia de hoy:

— Pidamos al Señor que robustezca en todos los cristianos la fe en Cristo, Salvador del mundo.

— Pidamos al Señor que sostenga y oriente con sus dones a los cristianos en el camino de la plena unidad.

— Pidamos al Señor el don de la unidad y la paz para el mundo.

Escúchanos Señor.

Oremos:

6 Te pedimos, Señor, los dones de tu Espíritu, haz que podamos penetrar en la profundidad de toda la verdad, y concédenos participar también en los otros bienes que Tú tienes dispuestos para nosotros.

Enséñanos a superar las divisiones. Envíanos tu Espíritu para que lleve a la plena unidad a todos tus hijos en la caridad plena, en la obediencia a tu voluntad, por Cristo nuestro Señor.

Amén.





Miércoles 28 de enero de 1981

La pureza de corazón según San Pablo

1. Escribe San Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses: “...Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa mantener su propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso, como los gentiles que no conocen a Dios” (1Th 4,3-5). Y después de algunos versículos, continúa: “Que no os llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos preceptos desprecia, no desprecia al hombre, sino a Dios, que os dio su Espíritu Santo” (1Th 4,7-8). A estas frases del Apóstol hicimos referencia durante nuestro encuentro del pasado 14 de enero. Sin embargo, hoy volvemos sobre ellas porque son particularmente importantes para el tema de nuestras meditaciones.

2. La pureza, de la que habla Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5. 7-8), se manifiesta en el hecho de que el hombre “sepa mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso”. En esta formulación cada palabra tiene un significado particular y, por lo tanto, merece un comentario adecuado.

En primer lugar, la pureza es una “capacidad”, o sea, en el lenguaje tradicional de la antropología y de la ética: una actitud. Y en este sentido, es virtud. Si esta capacidad, es decir, virtud, lleva a abstenerse “de la impureza», esto sucede porque el hombre que la posee sabe “mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso”. Se trata aquí de una capacidad práctica, que hace al hombre apto para actuar de un modo determinado y, al mismo tiempo, para no actuar del modo contrario. La pureza, para ser esta capacidad o actitud, obviamente debe estar arraigada en la voluntad, en el fundamento mismo del querer y del actuar consciente del hombre. Tomás de Aquino, en su doctrina sobre las virtudes, ve de modo aún más directo el objeto de la pureza en la facultad del deseo sensible, al que él llama appetitus concupiscibilis. Precisamente esta facultad debe ser particularmente “dominada”, ordenada y hecha capaz de actuar de modo conforme a la virtud, a fin de que la “pureza” pueda atribuírsele al hombre. Según esta concepción, la pureza consiste, ante todo, en contener los impulsos del deseo sensible, que tiene como objeto lo que en el hombre es corporal y sexual. La pureza es una variante de la virtud de la templanza.

3. El texto de la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) demuestra que la virtud de la pureza, en la concepción de Pablo, consiste también en el dominio y en la superación de “pasiones libidinosas”; esto quiere decir que pertenece necesariamente a su naturaleza la capacidad de contener los impulsos del deseo sensible, es decir, la virtud de la templanza. Pero, a la vez, el mismo texto paulino dirige nuestra atención hacia otra función de la virtud de la pureza, hacia otra dimensión suya —podría decirse— más positiva que negativa. La finalidad, pues, de la pureza, que el autor de la Carta parece poner de relieve, sobre todo, es no sólo (y no tanto) la abstención de la “impureza” y de lo que a ella conduce, por lo tanto, la abstención de “pasiones libidinosas”, sino, al mismo tiempo, el mantenimiento del propio cuerpo e, indirectamente, también del de los otros con “santidad y respeto”.

Estas dos funciones, la “abstención” y el “mantenimiento”, están estrechamente ligadas y son recíprocamente dependientes. Porque, en efecto, no se puede “mantener el cuerpo con santidad y respeto”, si falta esa abstención “de la impureza”, y de lo que a ella conduce, en consecuencia se puede admitir que el mantenimiento del cuerpo (propio e indirectamente, de los demás) “en santidad y respeto” confiere adecuado significado y valor a esa abstención. Esta, de suyo, requiere la superación de algo que hay en el hombre y que nace espontáneamente en él como inclinación, como atractivo y también como valor que actúa, sobre todo, en el ámbito de los sentidos, pero muy frecuentemente no sin repercusiones sobre otras dimensiones de la subjetividad humana, y particularmente sobre la dimensión afectivo-emotiva.

4. Considerando todo esto, parece que la imagen paulina de la virtud de la pureza —imagen que emerge de la confrontación tan elocuente de la función de la “abstención” (esto es, de la templanza) con la del “mantenimiento del cuerpo con santidad y respeto”— es profundamente justa, completa y adecuada. Quizá debemos esta plenitud no a otro cosa sino al hecho de que Pablo considera la pureza no sólo como capacidad (esto es, actitud) de las facultades subjetivas del hombre, sino, al mismo tiempo, como una manifestación concreta de la vida “según el Espíritu”, en la cual la capacidad humana está interiormente fecundada y enriquecida por lo que Pablo, en la Carta a los Gálatas 5, 22, llama “fruto del Espíritu”. El respeto, que nace en el hombre hacia todo lo que es corpóreo y sexual, tanto en sí, como en todo otro hombre, varón y mujer, se manifiesta como la fuerza más esencial para mantener el cuerpo “en santidad”. Para comprender la doctrina paulina sobre la pureza, es necesario entrar a fondo en el significado del término “respeto”, entendido aquí, obviamente, como fuerza de carácter espiritual. Precisamente esta fuerza interior es la que confiere plena dimensión a la pureza como virtud, es decir, como capacidad de actuar en todo ese campo en el que el hombre descubre, en su interior mismo, los múltiples impulsos de “pasiones libidinosas”, y a veces, por varios motivos, se rinde a ellos.


Audiencias 1981