Audiencias 1983 4

Febrero de 1983

Miércoles 9 de febrero de 1983



1. Dijimos ya que en el contexto de las presentes reflexiones sobre la estructura del matrimonio como signo sacramental, debemos tener en cuenta no sólo lo que Cristo declaró sobre la unidad e indisolubilidad, haciendo referencia al “principio”, sino también (y aún más) lo que dijo en el sermón de la montaña, cuando apeló al “corazón humano”. Aludiendo al mandamiento “No adulterarás», Cristo habló de “adulterio en el corazón”: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5,28).

Así, pues, al afirmar que el signo sacramental del matrimonio - signo de la alianza conyugal del hombre y de la mujer - se forma basándose en el “lenguaje del cuerpo” una vez releído en la verdad (y releído continuamente), nos damos cuenta de que el que relee este “lenguaje” y luego lo expresa, en desacuerdo con las exigencias propias del matrimonio como pacto y sacramento, es natural y moralmente el hombre de la concupiscencia: varón y mujer, entendidos ambos como el “hombre de la concupiscencia”. Los Profetas del Antiguo Testamento tienen ante los ojos ciertamente a este hombre cuando, sirviéndose de una analogía, censuran el “adulterio de Israel y de Judá”. El análisis de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña nos lleva a comprender más profundamente el “adulterio” mismo. Y a la vez nos lleva a la convicción de que el “corazón” humano no es tanto “acusado y condenado” por Cristo a causa de la concupiscencia (concupiscencia carnis), cuanto, ante todo, “llamado”. Aquí se da una decisiva divergencia entre la antropología (o la hermenéutica antropológica) del Evangelio y algunos influyentes representantes de la hermenéutica contemporánea del hombre (los llamado dos maestros de la sospecha).

5 2.Pasando al terreno de nuestro análisis presente, podemos constatar que, aunque el hombre, a pesar del signo sacramental del matrimonio, a pesar del consentimiento matrimonial y de su realización, permanezca siendo naturalmente el «hombre de la concupiscencia”, sin embargo es, a la vez, el hombre de la “llamada”. Es “llamado” a través del misterio de la redención del cuerpo, misterio divino, que es simultáneamente - en Cristo y por Cristo en cada hombre - realidad humana. Además, ese misterio comporta un determinado ethos que por esencia es “humano”, y al que ya hemos llamado antes ethos de la redención.

3. A la luz de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, a la luz de todo el Evangelio y de la Nueva Alianza, la triple concupiscencia (y en particular la concupiscencia de la carne) no destruye la capacidad de releer en la verdad el “lenguaje del cuerpo” - y de releerlo continuamente de un modo más maduro y pleno -, en virtud del cual se constituye el signo sacramental tanto en su primer momento litúrgico, como, luego, en la dimensión de toda la vida. A esta luz hay que constatar que, si la concupiscencia de por sí engendra múltiples “errores” al releer el “lenguaje del cuerpo” y juntamente con esto engendra incluso el “pecado”, el mal moral, contrario a la virtud de la castidad (tanto conyugal como extraconyugal), sin embargo, en el ámbito del ethos de la redención queda siempre la posibilidad de pasar del “error” a la “verdad”, como también la posibilidad de retorno, o sea, de conversión, del pecado a la castidad, como expresión de una vida según el Espíritu (cf. Gál
Ga 5,16).

4. De este modo, en la óptica evangélica y cristiana del problema, el hombre “histórico” (después del pecado original), basándose en el “lenguaje del cuerpo” releído en la verdad, es capaz - como varón y mujer - de constituir el signo sacramental del amor, de la fidelidad y de la honestidad conyugal, y esto como signo duradero: “Serte fiel siempre en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad y amarte y respetarte todos los días de mi vida”. Esto significa que el hombre es, de modo real, autor de los significados por medio de los cuales, después de haber releído en la verdad el “lenguaje del cuerpo”, es incluso capaz de formar en la verdad ese lenguaje en la comunión conyugal y familiar de las personas. Es capaz de ello también como “hombre de la concupiscencia”, al ser 'llamado” a la vez por la realidad de la redención de Cristo (simul lapsus et redemptus).

5. Mediante la dimensión del signo, propia del matrimonio como sacramento, se confirma la específica antropología teológica, la específica hermenéutica del hombre, que en este caso podría llamarse también “hermenéutica del sacramento”, porque permite comprender al hombre basándose en el análisis del signo sacramental. El hombre - varón y mujer - como ministro del sacramento, autor (co-autor) del signo sacramental, es sujeto consciente y capaz de autodeterminación. Sólo sobre esta base puede ser el autor del “lenguaje del cuerpo”, puede ser también autor (co-autor) del matrimonio como signo: signo de la divina creación y “redención del cuerpo”. El hecho de que el hombre (el varón y la mujer) es el hombre de la concupiscencia, no prejuzga que sea capaz de releer el lenguaje del cuerpo en la verdad. Es el “hombre de la concupiscencia”, pero al mismo tiempo es capaz de discernir la verdad de la falsedad en el lenguaje del cuerpo y puede ser autor de los significados verdaderos (o falsos) de ese lenguaje.

6. Es el hombre de la concupisciencia, pero no está completamente determinado por la “libido” (en el sentido en que frecuentemente se usa este término). Esa determinación significaría que el conjunto de los comportamientos del hombre, incluso también, por ejemplo, la opción por la continencia a causa de motivos religiosos, sólo se explicaría a través de las específicas transformaciones de esta “libido”. En tal caso - dentro del ámbito del lenguaje del cuerpo -, el hombre estaría condenado, en cierto sentido, a falsificaciones esenciales: sería solamente el que expresa una específica determinación de parte de la “libido”, pero no expresaría la verdad (o la falsedad) del amor nupcial y de la comunión de las personas, aún cuando pensase manifestarla. En consecuencia. estaría condenado, pues, a sospechar de sí mismo y de los otros, respecto a la verdad del lenguaje del cuerpo. A causa de la concupiscencia de la carne podría solamente ser “acusado”, pero no podría ser verdaderamente “llamado”.

La “hermenéutica del sacramento” nos permite sacar la conclusión de que el hombre es siempre esencialmente “llamado” y no sólo “acusado”, y esto precisamente en cuanto “hombre de la concupiscencia”.



Miércoles 16 de febrero de 1983



1. Esta audiencia general tiene lugar el primer día de Cuaresma: Miércoles de Ceniza. Día éste que abre un tiempo espiritual particularmente importante para el cristiano que quiere prepararse dignamente a la celebración del misterio pascual. esto es, al recuerdo de la pasión. muerte y resurrección del Señor.

Este tiempo fuerte del año litúrgico está marcado por el mensaje bíblico que se puede resumir en una sola palabra: "metanoeite", es decir, "convertíos". Este imperativo es evocado en la mente de los fieles por el rito austero de la imposición de las sagradas cenizas, rito que, con las palabras "Convertíos y creed el Evangelio", y con la expresión: "Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás", invita a todos a reflexionar sobre el deber de la conversión, recordando la inexorable caducidad y efímera fragilidad de la vida humana, sujeta a la muerte. Esto es lo que constatamos cada día y que, por desgracia, nos hace tocar con la mano frecuentemente dolorosos episodios, entre los cuales bastará mencionar las dos graves catástrofes del domingo pasado. acaecidas, una en Turín y la otra en el Valle de Aosta. Ellas han sumido en el llanto a numerosas familias, a las cuales renuevo cordialmente la expresión de mi profundo pésame, mientras ruego por los difuntos y dirijo a los heridos mi estímulo y mis mejores votos.

La sugestiva ceremonia de la ceniza eleva nuestra mente a la realidad eterna que nunca pasa, a Dios que es principio y fin, alfa y omega de nuestra existencia. Efectivamente, la conversión no es más que retornar a Dios, valorando las realidades terrenas a la luz indefectible de su verdad. Es una valoración que nos lleva a una conciencia cada vez más clara del hecho de que estamos de paso en las fatigosas vicisitudes de esta tierra, y que nos impulsa y estimula a realizar cualquier esfuerzo para que el reino de Dios se instaure dentro de nosotros y triunfe su justicia.

2. Sinónimo de conversión es también la palabra penitencia; la Cuaresma nos invita a practicar el espíritu de penitencia, no en su acepción negativa de tristeza y frustración, sino en la de elevación del espíritu, de liberación del mal, de apartamiento del pecado y de todos los condicionamientos que pueden obstaculizar nuestro camino hacia la plenitud de la vida. Penitencia como medicina, como reparación, como cambio de mentalidad, que predispone a la fe y a la gracia, pero que presupone voluntad, esfuerzo y perseverancia. Penitencia como expresión de libre y gozoso compromiso en el seguimiento de Cristo, que comporta la aceptación de las exigentes, pero fecundas palabras del Maestro: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24).

6 A estos pensamientos y a estos propósitos nos invita la Cuaresma.

3. El comienzo de este tiempo sagrado nos lleva también a pensar en el Año Jubilar de la Redención, que, como sabéis, quedará abierto al final del período cuaresmal, exactamente el próximo día 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, en recuerdo del momento providencial en que el Verbo eterno de Dios se hizo hombre por nuestra salvación en el seno purísimo de la Virgen María.

La apertura de la Puerta Santa con su significativo simbolismo, evocará en nuestro espíritu este gran acontecimiento: el cielo se ha abierto sobre la tierra, el hombre ha encontrado la puerta por la que puede entrar, en Cristo y con Cristo, en el "reino de los cielos" (cf.
Mt 3,2 Mt 4,17), es decir, en la amistad y en la paz de Dios.

Desde hoy deseo hablaros sobre la importancia y finalidades de la celebración de este acontecimiento decisivo para la historia de la humanidad y para la suerte de cada uno de nosotros: celebración que quiere provocar en todos los creyentes una nueva reflexión y adhesión de fe a nuestro misericordioso Señor y Redentor, Cristo crucificado, e invitar a todos los hombres de hoy, incluso a los no cristianos, a mirar con ojos nuevos a Él, como a la fuente de la salvación universal.

4. Si hablamos de Año "Santo" es porque en este tiempo de gracia estamos llamados a buscar con particular interés lo que pertenece a la esfera de Dios, porque está consagrado a Él ("sanctum"), no sólo bajo el aspecto ontológico, sino también ético, psicológico, espiritual, histórico. En realidad, todo el tiempo es de Dios, toda la historia desarrolla en el tiempo el designio divino de salvación, todos los años de la historia y todos los días del año discurren sobre una trama fijada por Dios, realizando ontológicamente su dominio, su realeza.

Pero la fe cristiana da al hombre una conciencia nueva de la sacralidad del tiempo, de la historia y de la vida, porque le hace descubrir el "misterio escondido desde los siglos" (Col 1,26), esto es, el designio salvífico de Dios, que comenzó con la Encarnación, se realizó plenamente en la cruz y se ha desarrollado progresivamente en la historia, especialmente por medio de la obra de la Iglesia, desde la Ascensión hasta la Parusía, es decir, hasta el retorno de Cristo como Rey de eterna gloria.

Cristo, "Rey inmortal de los siglos" (1Tm 1,17), domina la historia y a través de Él, el tiempo vuelve a entrar en la eternidad, esto es, encuentra de nuevo su fuente y, en el fondo, su misma explicación y justificación.

El Año Santo quiere recordar esta verdad de fondo, mesiánica y escatológica, de la fe cristiana.

5. Como es sabido, la práctica del "Año Santo" se remonta ya al Antiguo Testamento. Fue Moisés mismo, el sumo legislador de Israel, quien la estableció: cada siete semanas de años, "el día décimo del séptimo mes harás que resuene el sonido de la corneta (una trompeta especial), el día de la expiación haréis resonar el sonido de la corneta por toda vuestra tierra, y santificaréis el año 50, y pregonaréis la libertad por toda la tierra para todos los habitantes de ella. Será para vosotros jubileo..." (Lv 25,9 s.).

Fue llamado así probablemente por el nombre de la trompeta que lo anunciaba, el jubileo estaba destinado inicialmente a garantizar estabilidad a una sociedad fundada sobre la familia y sobre los bienes familiares, y por eso a favorecer en Israel una reorganización en el ámbito social, económico e incluso ecológico: con la liberación de los esclavos, reintegración de cada uno en el propio clan, la remisión de las deudas el restablecimiento de los patrimonios, el reposo de la tierra.

Sucesivamente, con los Profetas se verificó la explícita transposición del jubileo a la era mesiánica, en la cual se realizó finalmente la idea del Año Santo, es decir, el reconocimiento y la aceptación de la soberanía absoluta de Dios sobre el hombre y sobre las cosas y, por tanto, verdaderamente su "reino".

7 Es cuanto se ha realizado con la venida de Jesús, Hijo eterno de Dios, que se hizo hombre por nuestra salvación, murió en la cruz y luego resucitó "según las Escrituras". Con Él tuvieron cumplimiento las figuras, las promesas y las esperanzas antiguas y se abrió en el mundo, para toda la humanidad, la fuente de la salvación. Con Él "se construyó un puente sobre el mundo" —como se expresaba Santa Catalina de Siena— para que a través de el todos puedan subir a Dios.

Nosotros, durante esta Cuaresma, queremos mirar a Cristo, nuestro Redentor, con renovado impulso de fe y de amor. Será el mejor modo de prepararnos a la celebración del Año Santo. "Tened vuestra esperanza completamente puesta —os digo con el Apóstol Pedro— en la gracia... considerando que habéis sido rescatados de vuestro vano vivir según la tradición de vuestros padres, no con plata y oro corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo..." (
1P 1,13-19). Este es el significado más profundo del Jubileo que nos invita a estar unidos a Cristo como "hostia viva, santa, grata a Dios" (Rm 12,1).





Marzo de 1983

Miércoles 1 de marzo de 1983



1. Dentro de pocas semanas comenzará el Jubileo de la Redención, con la apertura de la Puerta Santa: un rito en el que parecen confluir muchas nobles aspiraciones antiguas que encuentran quizá su mejor expresión en aquellos versículos del Salmo 117 (118), que cantaban los peregrinos israelitas cuando entraban en el templo de Jerusalén con ocasión de la Fiesta de los Tabernáculos: "Abridme las puertas del triunfo, y entraré para dar gracias al Señor. Esta es la puerta del Señor, los vencedores entrarán por ella" (vv. 19-20).

Pero al comienzo del Salmo hay un invitatorio, que sirve luego también como conclusión: "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (vv. 1 y 29).

Justicia y misericordia son la síntesis inseparable de la misteriosa relación de Dios con el hombre, el cual es invitado a confiar en la bondad infinita de Aquel que por amor lo ha creado, por amor lo ha redimido, por amor lo ha llamado al Bautismo, a la Penitencia, a la Eucaristía, a la Iglesia, a la vida eterna. Y también por amor Dios nos hace sentir estos días su llamada a la conversión, simbolizada por la entrada a través de la Puerta Santa.

Se trata de la conversión íntima y profunda (metánoia) del que quiere adecuarse a las exigencias de la justicia divina con una confianza inquebrantable en la divina misericordia.

El Año Santo quiere ser este "tiempo favorable" (cf. 2Co 6,2) de entrada y de conversión para aquellos que de cerca o de lejos miran a la Puerta Santa y con la luz de la fe descubren su significado: puerta de justicia, puerta de misericordia, abierta por la Iglesia que anuncia y quiere dar Cristo al mundo.

2. Cristo es la verdadera Puerta: Él mismo lo ha dicho de Sí (Jn 10,7), igual que se ha definido camino hacia el Padre (Jn 14,6).

Es una puerta y un camino de justicia, porque pasando a través de Él, se entra en el orden de relaciones con Dios, orden que responde a las exigencias de la santidad de Dios y de la naturaleza misma del hombre: orden de rectitud, de subordinación a la voluntad divina, de obediencia a la ley divina; orden que está determinado por la Palabra de Dios contenida en las Sagradas Escrituras, pero que ya se delinea en la intimidad de la conciencia libre y pura y se refleja en las convicciones éticas de los hombres no corrompidos, orden que en la conciencia cristiana está más claramente iluminado y más incisivamente grabado por el magisterio interior del Espíritu Santo.

8 Ahora el pecado del hombre trastorna el orden en su esencia ética, incluso con repercusiones de naturaleza síquica, somática, y hasta cósmica, como intuyó San Pablo (cf. Rm 8,20) y como la experiencia humana atestigua en el contacto cotidiano con los males y dolores del mundo.

Con frecuencia, hoy, en los momentos de más cruda constatación de las miserias humanas que se encuentran a todo nivel de la vida personal, familiar, social, se levantan voces alarmantes y alarmadas que presagian la hora de la catástrofe.

En las horas de mayor sinceridad, muchos acaso sienten pasar por su corazón las mismas consideraciones melancólicas de San Pablo sobre la condición del hombre decaído y como desquiciado por el pecado (cf. Rm 1,18 es.). Pero con San Pablo el creyente sabe que el orden de la divina justicia ha sido restaurado por Cristo, al cual "hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención.." (1Co 1,30).

El creyente sabe que Cristo es la Puerta de la nueva justicia, porque con el sacrificio de su vida, Él ha restablecido el orden de las relaciones entre la humanidad y Dios, venciendo al pecado e introduciendo en el mundo las fuerzas de la redención, mucho más potentes que las del pecado y de la muerte.

3. No sería posible esta entrada en el nuevo orden de la justicia, si sobre toda la economía de la salvación no se extendiese el rayo de la infinita misericordia de Dios, que es por esencia amor, clemencia, bondad generosa y pronta a ayudar. Porque Dios nos ha amado, "no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos nosotros", como dice San Pablo (Rm 8,32), y aceptó su sacrificio. Cristo crucificado es el signo irrefutable del amor de Dios por nosotros y la revelación definitiva de su misericordia.

La Puerta Santa simboliza, pues, y sobre todo, la puerta de la misericordia, que también el hombre de hoy puede encontrar en Cristo.

Quizá muchos hombres de nuestro tiempo tienen necesidad, sobre todo, de sentirse alentados en la esperanza que se funda en la revelación de la misericordia divina. Por esto he querido dedicar a tal tema fascinante y fundamental del cristianismo mi segunda Encíclica (1981), que presenta a Dios, con las palabras de San Pablo, precisamente como "Dives in misericordia" (Ep 2,4). Deseo, espero y pido que el Año Santo sea una ocasión providencial para una evangelización y catequesis de la misericordia a nivel universal.

4. La entrada a través de la Puerta de la justicia y de la misericordia tiene también el significado de una nueva y más decisiva conversión nuestra, que se concreta en la práctica de la penitencia como virtud y como sacramento.

También la conversión es un don de misericordia, una gracia de Dios, un fruto de la redención realizada por Cristo, pero incluye y exige un acto de nuestra voluntad que libremente, bajo la acción del Espíritu Santo, acepta el don, responde al amor, entra de nuevo en el orden de la eterna ley y justicia, cede, pues, al atractivo de la divina misericordia.

El año 1983 será verdaderamente Santo para aquellos que en él se dejarán reconciliar con Dios (cf. 2Co 5,20), arrepintiéndose y haciendo penitencia; para los que aquí en Roma, o en cualquier lugar, incluso en los más aislados yermos donde ha llegado el mensaje de la cruz, ganarán el Jubileo, y por lo tanto tomarán el camino del altar para profesar su fe e invocar al Padre celestial, pero también el del confesionario, para declararse pecadores y pedir humildemente perdón a Dios, renovando así la propia conciencia en la Sangre de Cristo (cf. He 9,14).

En ellos se realizará así la obra de la divina misericordia, que les hará partícipes de la justicia de Cristo, de quien se deriva todo nuestro bien, toda nuestra posibilidad de esperanza y de salvación.



9

Miércoles 16 de marzo de 1983



1. In spiritu humilitatis et in animo contrito suscipiamur a Te, Domine..

"Acógenos, Señor, humildes y arrepentidos": que te sea agradable este ministerio pastoral, que me has permitido realizar en los países de América Central durante los pasados días de esta Cuaresma.

En el período en que toda la Iglesia trata de estar particularmente cercana a Cristo, que acepta la tentación y el sufrimiento, me has permitido, oh Dios, encontrarme particularmente cercano a los pueblos, que participan de esta tentación y de este sufrimiento de Cristo, de modo especial, en nuestros días.

Me has permitido, oh Dios, celebrar juntamente con ellos el santísimo Sacrificio y meditar tu Palabra. Me has permitido venerar con ellos a la Madre de Cristo, sobre todo en el santuario de Suyapa, Honduras. Me has permitido vivir la unidad del Pueblo de Dios; que está realizando una etapa particularmente difícil en su peregrinación terrestre.

"Acógenos, Señor, humildes y arrepentidos", y que te sea agradable este ministerio pastoral del Obispo de Roma... et sic fiat sacrificium nostrum in conspectu tuo hodie, ut placeat Tibi, Domine Deus.

2. Convenía hacer una peregrinación única a los países de América Central, pero sin olvidar que son diversos unos de otros y que no todos los países visitados pertenecen propiamente a América Central.

En Costa Rica, Nicaragua, Panamá, El Salvador, Guatemala y Honduras se habla español. En Belice, que ha conseguido la independencia hace poco, la lengua oficial es el inglés. En Haití, que es independiente desde los tiempos de Napoleón, se habla francés.

Se trata, pues, de países diversos. En la gran familia de los pueblos y de los Estados, forman parte del conjunto de los países pequeños. Ninguno de ellos llega a los diez millones de habitantes. Todos juntos tienen cerca de 28 millones. Bajo el aspecto geográfico, a excepción de Haití, están apiñados en el angosto istmo que une América Septentrional con América del Sur y —especialmente en algunos de ellos, como El Salvador— hay gran densidad de población.

Tengo ante los ojos sobre todo a los hombres, millones de hombres, que durante los días transcurridos allí, se han reunido en torno al Obispo de Roma, tanto durante la celebración de la sagrada liturgia, como durante los recorridos a lo largo de las calles y plazas. He querido dar testimonio del amor y de la solidaridad de la Iglesia a esos hombres y a esos pueblos.

3. El programa era especial para cada país y, a la vez, común para todos; y esto ha sido facilitado por los medios de comunicación social, en particular por la televisión. Así, por ejemplo, el encuentro con la juventud en Costa Rica era simultáneamente destinado a la juventud de toda América Central. Lo mismo ocurrió en el encuentro con los campesinos en Panamá, así como en el encuentro con la población indígena en Guatemala (Quezaltenango). Particularmente significativos han sido los encuentros con los laicos, que desarrollan su misión en el apostolado y en la catequesis: los "delegados de la Palabra" en Honduras (San Pedro Sula), los "educadores en la fe" en Nicaragua (León), y el ya recordado encuentro en Guatemala, en el que participaron también los catequistas. A algunos delegados se les entregó el mensaje especial para los obreros, con los cuales no hubo un encuentro aparte. Efectivamente, América Central es sobre todo un territorio agrícola. No hay allí grandes conglomerados industriales. En Guatemala los representantes del mundo universitario, de los profesores y de la juventud, recibieron otro mensaje para los ambientes universitarios.

10 Desde el punto de vista temático y pastoral, ha sido particularmente importante el encuentro con los eclesiásticos: con los sacerdotes en El Salvador, con los religiosos en Guatemala y con las religiosas en Costa Rica. Cada uno de ellos se dirigía también a toda América Central.

4. Todos saben que los pueblos con los que he podido encontrarme durante este viaje —especialmente algunos de ellos— viven permanentemente en un estado de gran tensión interna, y algunos son incluso teatro de guerra.

Las tensiones tienen su fuente en las viejas estructuras socio-económicas, en las estructuras injustas que permiten la acumulación de la mayoría de los bienes en manos de una élite poco numerosa, juntamente con la simultánea pobreza y miseria de una enorme mayoría de la sociedad. Hay que cambiar este sistema injusto por medio de reformas adecuadas y con la observancia de los principios de la democracia social.Sólo por este camino y respetando la identidad de cada uno de los pueblos hay que crear también una sólida colaboración internacional, necesaria para estos pueblos. Sin embargo, los acontecimientos de los últimos años demuestran que se intenta, más bien, buscar soluciones a través del sendero de la violencia, imponiendo la lucha armada, que sólo en El Salvador ha ocasionado ya decenas de millares de víctimas, incluido el arzobispo Oscar Romero. Esta lucha se lleva a cabo en notable medida con la ayuda de fuerzas extranjeras y de las armas suministradas desde el exterior contra la voluntad de la gran mayoría de la sociedad, que desea, en cambio, la paz y la democracia. Así lo ha declarado uno de los representantes más calificados del Episcopado en ese país.

5. En cada una de las naciones visitadas he tenido la gracia de encontrarme con el Episcopado local, tratando los problemas referentes a la pastoral y a la evangelización. Al mismo tiempo, ya la tarde del primer día del viaje, tuvo lugar la reunión del SEDAC, que agrupa a todos los obispos de América Central bajo la presidencia del arzobispo de San José, monseñor Román Arrieta Villalobos; sucesivamente, el último día, pude inaugurar en Haití la reunión periódica de los delegados del CELAM, cuyo presidente era, desde hace cuatro años, el neocardenal Alfonso López Trujillo. Esta reunión tuvo también como finalidad elegir a los nuevos dirigentes de dicho organismo. Y, naturalmente, examinar una serie de problemas vitales para la Iglesia en toda América Latina.

El problema fundamental y central es asegurar la identidad de la Iglesia en el nivel doctrinal y pastoral, de acuerdo con la enseñanza del Concilio Vaticano II y con las orientaciones de la última Conferencia General del Episcopado Latino Americano celebrada en Puebla, el año 1979. En contradicción con esta identidad hay múltiples intentos de subordinar los contenidos evangélicos a las categorías y finalidades políticas. La Iglesia del Pueblo de Dios manifiesta su rostro genuino, ante todo, con la adoración del misterio de la Eucaristía, y no puede pensarse que este misterio pueda sufrir una deformación como por desgracia ha sucedido en un caso, que afortunadamente ha quedado aislado. Una deformación así raya con una organizada profanación de la liturgia eucarística.

6. La Iglesia en América Central, como en toda América Latina, cuenta con los enormes recursos de la fe y de una devoción profunda. Es una devoción "popular", centrada en los misterios principales de la fe, en la Santísima Trinidad, en la Redención y en la Pasión de Cristo, en la Eucaristía, en el Espíritu Santo y en la Madre de Dios. Guiado por un sano "sentido de fe", es preciso que el Pueblo de Dios siga a Cristo, Buen Pastor, mediante el ministerio de todos los Pastores unidos con el Obispo de Roma. Esta unión, gracias a la asistencia del Espíritu Santo, indica el camino de la verdadera evangelización, y a la vez el camino del auténtico servicio en favor de la paz y de la justicia, de las que tanta necesidad tienen los pueblos de América Central.

Y la Iglesia universal no debe decaer en la oración y en la solicitud por estos hermanos nuestros, tan probados, especialmente ahora, mientras se acerca el Año Santo del Jubileo extraordinario de la Redención del mundo.



Miércoles 23 de marzo de 1983



1. Dentro de dos días, esto es, el próximo viernes, hermanos y hermanas queridísimos, celebraremos la solemnidad de la Anunciación del Señor. Se trata de una fiesta que ha tenido siempre especial relieve en el calendario litúrgico, a causa del gran misterio de misericordia y amor que contiene en sí y que de por sí expresa: el misterio del Hijo mismo de Dios, que se hace hijo del hombre, asumiendo la carne en el seno purísimo de la Virgen María.

Pero este año es totalmente especial el relieve por la coincidencia de tal fiesta con la apertura de la Puerta Santa: precisamente el día destinado a la conmemoración del misterio de la Encarnación tendrá lugar el comienzo solemne del Año Jubilar de la Redención. Se trata de dos celebraciones que tienen un nexo íntimo: la Encarnación, en efecto, es el comienzo de la Redención, y en ambos misterios el protagonista es uno solo, es el mismo (unus idemque), es decir, "Cristo según la carne, que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos" (Rm 9,5).

2. Jesucristo —conviene ponerlo de relieve— es el protagonista, es siempre el único y verdadero protagonista en toda la obra de la Redención humana. Él lo es desde el primer momento, que es precisamente el de la Encarnación, puesto que, inmediatamente después del anuncio que trajo el Ángel a María Santísima y, a consecuencia de la adhesión que Ella dio al mismo anuncio, "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1,14).

11 La Encarnación, pues, es primicia de la Redención: el Verbo encarnado ya está dispuesto para la obra. Efectivamente, Él, al entrar en el mundo, puede decir con toda verdad a Dios Padre: "No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo... Entonces yo dije: Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad" (He 10,5-7 cf. Ps 39,7-9). Y lo mismo que puede nacer verdadero hombre en Belén. así también puede morir verdadero hombre en el Calvario. La Redención del Señor está preparada por la Anunciación del Señor.

Allá en la tierra de Galilea, dentro de la humilde casa de Nazaret, junto al Arcángel Gabriel que trae el anuncio (sujeto) y junto a María que recibe el anuncio (término), está Él a quien hay que entrever con los ojos atentos de la fe: Él es precisamente el contenido del anuncio (objeto). Nosotros invocaremos, pues, y bendeciremos al Ángel de la Anunciación invocaremos en particular, y bendeciremos a María, llamándola y venerándola con el hermoso apelativo de la "Anunciata", tan entrañable a la piedad popular; pero en el centro de estos dos personajes, como huésped augustísimo ya presente y operante, deberemos percibir siempre, invocar, bendecir, más aún, adorar al anunciado Hijo de Dios. "No temas, María... Concebirás y darás a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo..." (Lc 1 Lc 30-31). Esto es, en síntesis, en la sobria sencillez del lenguaje evangélico, el anuncio: concepción y parto virginal del Hijo mismo de Dios.

Este anuncio, traído primariamente por el Ángel a la Virgen María, es comunicado luego a su esposo José (cf. Mt 1,20-21) y transmitido también a los pastores y a los magos (cf. Lc 2,10-11 Mt 2,2 ss): el que es anunciado o está para nacer, o ha nacido hace poco, es el "Salvador", y precisamente de acuerdo con lo que su nombre significa, "porque salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1,21).

Por lo tanto, el mismo anuncio, en la perspectiva teológica de la salvación, está dirigido a toda la humanidad, a lo largo de todo el curso de los siglos, como anuncio de inefable gozo, donde se concentra y se realiza a la letra la "bondad" del mismo Evangelio ( = buen anuncio).

3. El misterio de la Anunciación ha llamado siempre la atención de los artistas y ha inspirado frecuentemente páginas célebres. Es sugestiva —me limito a este solo caso— la tabla del Beato Angélico que reproduce el arcano encuentro entre Gabriel y María. Parece como que el cielo y la tierra están en espera de esta respuesta en la sublimidad inenarrable de una comunicación trascendente. Y, sin embargo, allí no está visiblemente Jesús: está, sí, su Espíritu, que va a realizar el gran milagro fecundando el seno virginal de María; está, sí, la potencia del Altísimo, para la que nada es imposible (cf. Lc 1,35-37). Pero Jesús, al menos en el plano de las apariencias no está todavía. Se diría que, lo mismo que el cielo y la tierra esperan la respuesta de María, así también el Verbo la espera oculta y trémulamente para realizar enseguida el eterno designio del Padre.

De este modo, el esperado mismo, Aquel a quien la Ley y los Profetas habían presentado como "el esperado de las gentes" (cf. Gn 49,10 Is 9,5 Jn 1,45), está en espera: de Él hablan ya los dos augustos interlocutores, y apenas venga la respuesta, esto es, cuando resuene el fiat en los labios de la Virgen, vendrá inmediatamente Él mismo.

4. Misterio grande, hermanos queridísimos, misterio sublime es el de la Encarnación, cuya comprensión no alcanza ciertamente la debilidad de nuestra mente, incapaz como es de entender las razones de la actuación de Dios.

En él debemos ver siempre, en posición de evidencia primaria, a Jesucristo, como al Hijo de Dios que se encarna, y junto a Él a Ella que coopera en la Encarnación dándole con amor de Madre su misma carne. La Anunciación del Señor, de este modo, nada quita a la función y al mérito de María, que precisamente por su maternidad será bendita por los siglos juntamente con su Hijo divino.

Pero debemos contemplar siempre este mismo misterio no ya separado. sino más bien coordinado y unido con todos los varios misterios de la vida oculta y pública de Jesús, hasta el otro y sublime misterio de la Redención. De Nazaret al Calvario hay, en efecto, una línea de ordenado desarrollo, en la continuidad de un indiviso e indivisible designio de amor. Por esto, en el Calvario volveremos a encontrar también a María, que allí se afirma precisamente como Madre, vigilando y orando junto a la cruz del Hijo que muere, y al mismo tiempo, como "socia", esto es, como colaboradora de su obra salvífica, "sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente" (cf. Lumen gentium LG 56).

Al comenzar en el nombre de Dios el Año Santo de la Redención, deseo ardientemente para vosotros que me escucháis aquí, como para todos los hermanos cristianos esparcidos por el mundo, que os resulte espontánea y natural a todos el paso de la escena tan dulce y recogida de Nazaret a la brillante y dramática del Calvario, a fin de que aparezca inseparable y sólida la relación entre todos los misterios de la vida del Hijo de Dios hecho hombre. Él nos ha salvado a todos por el misterio de su Encarnación y, sobre todo, por el misterio de la Redención. Nuestro deber, pues, durante el ya inminente año de gracia y de perdón será aprovechar esta obra, aplicando su divina virtud a nuestras almas.



Audiencias 1983 4