Audiencias 1983 20
20 El sufrimiento siempre es un breve paso hacia una alegría duradera (cf. Rm 8,18), y esta alegría se funda en la admirable fecundidad del dolor. En el designio divino todo dolor es dolor de parto; contribuye al nacimiento de una nueva humanidad. Por tanto, podemos afirmar que Cristo, al reconciliar al hombre con Dios mediante su sacrificio, lo ha reconciliado con el sufrimiento, porque ha hecho de él un testimonio de amor y un acto fecundo para la creación de un mundo mejor.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
En esta audiencia, que se desarrolla en un marco de meditación de la Palabra revelada y de plegaria, a fin de disponer los espíritus a obtener los dones del Jubileo, dirijo mi cordial saludo a todos los aquí presentes de lengua española. De manera particular a las secretarias provinciales de la Compañía de Santa Teresa de Jesús (a quienes aliento a seguir con entusiasmo el ejemplo del beato Enrique de Ossó), y a los miembros de la peregrinación de la Comunidad Cristiana de Viudas, así como a los peregrinos venidos de Barcelona, de México y Argentina.
A todos dejo una breve reflexión espiritual, apropiada al tiempo de pascua en el que estamos y el la perspectiva del Año Santo. El Señor, cuando estaba para volver al Padre tras su resurrección, nos advirtió que tendríamos tristezas y dolor en nuestra vida terrena. Pero ese dolor no debe desalentarnos, sino ser un estímulo hacia el bien y la generosidad en favor de los demás, porque caminamos hacia un destino eterno, hacia una alegría perdurable que nadie podrá quitarnos. Que os aliente en el buen camino esa promesa del Maestro y la bendición que con afecto os imparto.
(Gn 3,15).
Queridísimos hermanos y hermanas:
En este mes de mayo elevamos los ojos a María, la Mujer que fue asociada de manera única a la obra de reconciliación de la humanidad con Dios. Según los designios del Padre, Cristo debía realizar esta obra mediante su sacrificio; pero estaría asociada con Él una Mujer, la Virgen Inmaculada, que se presenta así ante nuestros ojos como el modelo más alto de la cooperación en la obra de la salvación.
El relato de la caída de Adán y Eva manifiesta la participación de la mujer en el pecado; pero recuerda también la intención de Dios de elegir a la mujer como aliada en la lucha contra el pecado y sus consecuencias. Una manifestación totalmente especial de esta intención se vio en el episodio de la Anunciación cuando Dios ofreció a la Virgen de Nazaret la maternidad más elevada, al pedirle su consentimiento para la venida del Salvador al mundo. Lo ha subrayado muy oportunamente el Concilio Vaticano II: "El Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre predestinada, para que de esta manera, así como la mujer contribuyó a la muerte, también la mujer contribuyese a la vida" (Lumen gentium LG 56).
21 ¿Cómo no ver en esto una valoración singular de la personalidad femenina? En María se tiene la completa emancipación de la mujer: en nombre de toda la humanidad la Muchacha de Nazaret es invitada a pronunciar el "Sí" esperado por Dios. Ella se convierte en la colaboradora privilegiada de Dios en la Nueva Alianza.
2. María no defraudó al que solicitaba su cooperación. Su respuesta marcó un momento decisivo en la historia de la humanidad, y los cristianos justamente se complacen en repetirla, cuando oran, tratando de asimilar la disposición de ánimo que la inspiró: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).
El Concilio Vaticano II comenta estas palabras, indicando su amplio alcance: "Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente" (Lumen gentium LG 56).
El "Sí" de la Anunciación no constituyó solamente la aceptación de la maternidad que se le proponía. sino que significó, sobre todo, el compromiso de María en servicio del misterio de la redención. La redención fue obra del Hijo; María se asoció a ella en un nivel subordinado. Sin embargo, su participación fue real y efectiva. Al dar su consentimiento al mensaje del ángel, María aceptó colaborar en toda la obra de reconciliación de la humanidad con Dios, tal como su Hijo la realizaría de hecho.
Una primera alusión clara a cuál sería el camino elegido por Jesús, la tuvo María en la presentación en el templo. Después de haber expuesto las contradicciones que el Niño encontraría en su misión, Simeón se dirigió a María para decirle: "Y una espada atravesará tu alma" (Lc 2,35). El Espíritu Santo había impulsado a Simeón a ir al templo precisamente en el momento en que María y José llegaban allí para presentar al Niño. Bajo la inspiración del Espíritu Santo, Simeón pronunció las palabras proféticas que iluminaron a María acerca del destino doloroso del Mesías y acerca del gran drama en que su corazón materno quedaría envuelto. María comprendió entonces más claramente el significado del gesto de la presentación. Ofrecer a su Hijo, era exponerse voluntariamente a la espada. Comprometida por el "Sí" de la Anunciación, y dispuesta a llegar hasta el fondo en el don de Sí misma a la obra de la salvación, María no retrocedió ante la perspectiva de los grandes sufrimientos que se le anunciaban.
3. La orientación hacia el sacrificio redentor dominó toda la vida materna de María. A diferencia de las otras madres que no pueden conocer con anticipación los sufrimientos que les sobrevendrán a causa de sus hijos, María sabía ya desde esos primeros días que su maternidad la encaminaba hacia una prueba suprema.
Para Ella la participación en el drama redentor fue el término de un largo camino. Después de haber constatado que la predicción de las contradicciones que Jesús tenía que sufrir se iba realizando en los acontecimientos de la vida pública, Ella comprendió más vivamente, al pie de la cruz, lo que significaban aquellas palabras: "Una espada atravesará tu alma". La presencia en el Calvario. que le permitía unirse de todo corazón a los sufrimientos del Hijo, pertenecía al designio divino: el Padre quería que Ella, llamada a la más total cooperación en el misterio de la redención, quedase totalmente asociada al sacrificio y compartiese todos los dolores del Crucificado, uniendo la propia voluntad a la de Él, en el deseo de salvar al mundo.
Esta asociación de María al sacrificio de Jesús pone de manifiesto una verdad que se puede aplicar también a nuestra vida: los que viven profundamente unidos a Cristo están destinados a compartir en profundidad su sufrimiento redentor.
Al dar gracias a María por su cooperación en la obra redentora, no podemos dejar de pedir su ayuda materna para que, a nuestra vez, podamos seguir el camino de la cruz y obtener, por medio de la ofrenda de nuestros sufrimientos, una vida más fecunda.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
22 Esta audiencia del Año Santo tiene lugar al principio del mes de mayo, que la piedad del pueblo fiel consagra de manera especial a la devoción a la Virgen María.
Tal circunstancia nos lleva a pensar en la presencia particular de la Madre de Cristo en toda la obra de la Redención, que conmemoramos en este Año Jubilar. En efecto la Virgen Santísima se asoció con libre y amorosa entrega a la tarea redentora de su Hijo mediante el sufrimiento. Y con ello se convirtió en el modelo acabado del cristiano, que es llamado a compartir en su vida el dolor redentor de Cristo.
En este mes, pidamos insistentemente a nuestra Madre del cielo que Ella nos ayude a mirar con sentido de fe nuestros sufrimientos, a fin de transformarlos en redención para nosotros mismos y para el mundo.
Con este deseo saludo y bendigo a todos los grupos y personas de lengua española aquí presentes. A los procedentes de varias ciudades y lugares de España, a los de Chile o de los otros países latinoamericanos.
l. ''Jesús dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo el discípulo: He ahí a tu Madre"
(Jn 19,26 s).
En este Año Santo nos dirigimos con más fervor a María, porque un signo especialísimo de la reconciliación de la humanidad con Dios, ha sido la misión que a Ella se le confió en el Calvario, de ser la Madre de todos los redimidos.
Las circunstancias en las que fue proclamada esta maternidad de María muestran la importancia que el Redentor le atribuía. En el momento mismo en que consumaba su sacrificio, Jesús dijo a la Madre esas palabras fundamentales: "Mujer, he ahí a tu hijo", y al discípulo: "He ahí a tu Madre" (Jn 19,26-27). Y anota el Evangelista que, después de pronunciarlas, Jesús era consciente de que todo estaba cumplido. El don de la Madre era el don final que Él concedía a la humanidad como fruto de su sacrificio.
Se trata, pues, de un gesto que quiere coronar la obra redentora. Al pedir a María que trate al discípulo predilecto como a su hijo, Jesús le invita a aceptar el sacrificio de su muerte y, como precio de esta aceptación, le invita a asumir una nueva maternidad. Como Salvador de toda la humanidad, quiere dar a la maternidad de María la amplitud más grande. Por esto, elige a Juan como símbolo de todos los discípulos a los que Él ama, y hace comprender que el don de su Madre es el signo de una especial intención de amor, con la que abraza a todos los que desee atraer a Sí como discípulos, o sea. a todos los cristianos y a todos los hombres. Además, al dar a esta maternidad una forma individual, Jesús manifiesta la voluntad de hacer de María no simplemente la madre del conjunto de sus discípulos, sino de cada uno de ellos en particular, como si fuese su hijo único, que ocupa el puesto de su único Hijo.
2. Esta maternidad universal, de orden espiritual, era la última consecuencia de la cooperación de María a la obra del Hijo divino, una cooperación que comienza en la trémula alegría de la Anunciación y se desarrolla hasta el dolor sin límites del Calvario. Esto es lo que el Concilio Vaticano II ha subrayado, al mostrar la misión a la que María ha sido destinada en la Iglesia: "Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia" (Lumen gentium LG 61).
La maternidad de María en el orden de la gracia "continúa sin interrupción" hasta el fin del mundo, afirma el Concilio, que pone de relieve en particular la ayuda aportada por la Santísima Virgen a los hermanos de su Hijo en sus peligros y afanes (cf. Lumen gentium LG 62). La mediación de María constituye una participación singular en la mediación única de Cristo, que, por lo mismo, no queda ofuscada ni en lo más mínimo, sino más bien queda como hecho central en toda la obra de la salvación.
23 Por esto, la devoción a la Virgen no está en contraste con la devoción a su Hijo. Más aún, se puede decir que, al pedir al discípulo predilecto que tratara a María como a su Madre, Jesús fundó el culto mariano. Juan se dio prisa en cumplir la voluntad del Maestro: Desde aquel momento recibió en su casa a María, dándole muestras de un cariño filial, que correspondía al afecto materno de Ella, inaugurando así una relación de intimidad espiritual que contribuía a profundizar la relación con el Maestro, cuyos rasgos inconfundibles encontraba de nuevo en el rostro de la Madre. En el Calvario, pues, comenzó el movimiento de devoción mariana que luego no ha cesado de crecer en la comunidad cristiana.
3. Las palabras que Cristo crucificado dirigió a su Madre y al discípulo predilecto, han dado una nueva dimensión a la condición religiosa de los hombres. La presencia de una Madre en la vida de la gracia es fuente de consuelo y alegría. En el rostro materno de María los cristianos reconocen una expresión particularísima del amor misericordioso de Dios, que, con la mediación de una presencia materna, hace comprender mejor su propia solicitud y bondad de Padre. María aparece como Aquella que atrae a los pecadores y les revela, con su simpatía e indulgencia, el don divino de reconciliación.
La maternidad de María no es solo individual. Tiene un valor colectivo que se manifiesta en el título de Madre de la Iglesia. Efectivamente, en el Calvario Ella se unió al sacrificio del Hijo que tendía a la formación de la Iglesia; su corazón materno compartió hasta el fondo la voluntad de Cristo de "reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52). Habiendo sufrido por la Iglesia, María mereció convertirse en la Madre de todos los discípulos de su Hijo, la Madre de su unidad. Por esto. el Concilio afirma que "la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, la venera, como a Madre amantísima, con afecto de piedad filial" (Lumen gentium LG 53).
La Iglesia reconoce en Ella una Madre que vela por su desarrollo y que no cesa de interceder ante el Hijo para obtener a los cristianos disposiciones más profundas de fe, esperanza y amor. María trata de favorecer lo más posible la unidad de los cristianos, porque una madre se esfuerza por asegurar el acuerdo entre sus hijos. No hay un corazón ecuménico más grande, ni más ardiente, que el de María.
La Iglesia recurre a esta Madre perfecta en todas sus dificultades; le confía sus proyectos, porque, al rezarle y amarla, sabe que responde al deseo manifestado por el Salvador en la cruz, y está segura de no quedar defraudada en sus invocaciones.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Como hago con cada uno de los grupos lingüísticos, doy ahora mi bendición y mi cordial saludo a cada persona y grupo de lengua española que participa en la Audiencia de esta mañana.
De modo particular saludo a los Hermanos Maristas, alentándolos a aprovechar bien el curso de espiritualidad que están haciendo, a fin de enriquecer más sus recursos interiores. Aliento también en su vida cristiana a los peregrinos de las parroquias españolas del Valle de Benasque y de Rosas, así como a los grupos procedentes de México, de Ecuador y de Argentina.
Estamos en el mes de mayo del Año Santo de la Redención. Desde la cruz, Jesús nos dio a su Madre come Madre nuestra y Madre de la Iglesia. Era una invitación a amar e imitar a Aquella, que con su ejemplo nos impulsa hacia metas cada vez más altas de fe, de esperanza y de amor. Un amor mutuo que es vinculo de unión entre todos sus hijos, y que debe conducirlos hacia la plena fidelidad a Cristo
(Lectura:
24 Carta de san Pablo a los Efesios Ep 2,13-18
1. Cristo es "nuestra paz"; el que nos ha reconciliado "con Dios en un solo cuerpo por medio de la cruz" (cf. Ep 2,14 Ep 2,16).
Queridísimos:
Es el mes de mayo. el mes de la Virgen: a la luz de María comprendemos mejor la profundidad de la reconciliación que Cristo ha realizado entre nosotros y Dios. El amor de la Madre de Jesús, al manifestarse hacia cada uno de nosotros, nos trae el signo de la benevolencia y ternura del Padre. Además, este amor nos ayuda a comprender mejor que la reconciliación afecta también a las relaciones de los hombres entre sí, porque, al ser Madre de la Iglesia, María es Madre de la unidad y se empeña en facilitar todo lo que une a sus hijos, todo lo que los acerca.
Cuando consideramos los frutos de la obra redentora de Cristo, constatamos el íntimo vínculo que hay entre las dos reconciliaciones: del hombre con Dios y de los hombres entre sí. Por el hecho de que todos los hombres son reconciliados con Dios, ellos quedan también reconciliados entre sí.
Debemos recordar que, según la revelación bíblica, el pecado que separa al hombre de Dios tiene por efecto colateral e inevitable dividir a los hombres entre sí. Cuando la hostilidad abre una distancia entre el hombre y Dios, hace también que el hombre se levante contra sus semejantes. En la Torre de Babel, la Biblia nos ha puesto ante los ojos una imagen impresionante de esta dinámica perversa. Cuando los hombres, impulsados por su orgullo, deciden construir una torre que llegue al cielo, permitiéndoles disponer de una potencia capaz de rivalizar con la de Dios, se encuentran de nuevo con la experiencia fallida de la desunión que se establece entre ellos a causa de la diversidad de las lenguas (cf. Gn 11,1-9). Oponerse a Dios y quererse medir con Él, no aceptando su soberanía, significa introducir en las relaciones sociales tensiones demoledoras e irreductibles.
Al contrario, la reconciliación del pecador con Dios suscita en él el impulso hacia la reconciliación con los hermanos. San Pablo ha subrayado esta verdad, afirmando que en Cristo las dos partes de la humanidad, los judíos y los paganos, habían sido reconciliadas con Dios para formar un solo cuerpo, un solo Hombre nuevo. Con su sacrificio Cristo borró en su carne el odio que dividía a los hombres; al ofrecer a todos la misma posibilidad de acceso al Padre en un solo Espíritu, suprimió las barreras que los separaban, y estableció entre ellos la paz. Por esto, Cristo es "nuestra paz" (2Co 3,14).
2. San Pablo sabía por experiencia personal lo que significaba esta reconciliación universal. Antes de la conversión había vivido con actitudes hostiles hacia los que no se adherían al culto judaico. Pero cuando su corazón se convirtió a Cristo, se obró un cambio sorprendente en tales actitudes, hasta el punto de que se convirtió en el Apóstol de los gentiles. Desde ese momento no admitió ya barrera alguna en el universalismo. Lo mismo que en el judaísmo había sido un perseguidor encarnizado de los cristianos, con idéntico ardor fue luego un mensajero de corazón inmenso y sin fronteras en la difusión de la fe cristiana. ¿Quién no recuerda sus fuertes palabras: "No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3 Ga 28)?
Evidentemente Pablo no niega que subsistan diferencias entre los hombres. Lo que quiere afirmar es que estas diferencias no pueden ser ya motivo de división, porque Cristo ha unificado todo en su persona.
La postura del Apóstol refleja perfectamente el pensamiento de Jesús. Para convencerse de ello, basta volver a aquella página extraordinariamente densa, en la que Juan recogió la "oración sacerdotal" del Maestro divino. Pidiendo al Padre que todos sean uno como el Padre y Él son uno (cf. Jn 17,21-22), Jesús indica el modelo perfecto de la unión que quiere establecer. La reconciliación que su sacrificio deberá conseguir para la humanidad, no es una simple supresión de las divisiones existentes y la restauración de un acuerdo; tiende a instaurar una unidad de orden superior, con la comunicación de la unidad de las personas divinas en la comunidad de las personas humanas. La reconciliación es, pues, más que una reparación de la unidad perdida; eleva el acuerdo entre los hombres al nivel de una participación en el acuerdo perfecto que reina en la comunidad divina. No por casualidad subraya la Escritura el papel fundamental que tiene en esto el Espíritu Santo: siendo el amor personal del Padre y del Hijo, es Él quien actúa en la humanidad para realizar una unidad, de la que es el fundamento y el modelo la unidad divina.
3. No hay que sorprenderse, pues, de que en su enseñanza el Maestro haya llamado, en varias ocasiones, la atención de sus discípulos sobre el urgente deber de buscar la reconciliación dondequiera que haya discordia. La voluntad de reconciliación es condición ineludible para una oración que agrade a Dios: el que va a poner una ofrenda sobre el altar, debe, ante todo, reconciliarse con su hermano (cf. Mt 5,23-24). Sea cual fuere la ofensa cometida, y aún cuando se haya repetido con frecuencia, el esfuerzo de reconciliación no debe abandonarse jamás, porque el discípulo no puede poner límites a su perdón, según la prescripción que hizo a Pedro: "No hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete" (Mt 18,22).
25 Al decir: "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian" (Lc 6,27), Jesús muestra que la reconciliación debe manifestarse inmediatamente con disposiciones íntimas: aún cuando una reconciliación efectiva no sea todavía posible, a causa de la actitud hostil del otro, el cristiano debe estar animado por un amor auténtico, sincero. Para él está el deber de la reconciliación de corazón, reconciliación personal mediante sentimientos de benevolencia.
Cristo conoce bien las dificultades que experimentan los hombres para reconciliarse entre sí. Con su sacrificio redentor ha obtenido para todos la fuerza necesaria a fin de superarlas. Ningún hombre, pues, puede decir que es incapaz de reconciliarse con el prójimo, como no puede decir que es incapaz de reconciliarse con Dios. La cruz ha hecho caer todas las barreras que cierran los unos a los otros los corazones de los hombres.
En el mundo se advierte una necesidad inmensa de reconciliación. Las luchas embisten a veces todos los campos de la vida individual, familiar, social, nacional e internacional. Si Cristo no hubiese sufrido para establecer la unidad de la comunidad humana, se podría pensar que estos conflictos eran irremediables. Pero el Salvador impulsa eficazmente a todos los hombres a la unión y a la reconciliación; mediante el Espíritu Santo los reúne cada vez más en su amor.
Renovemos, pues, nuestra fe en esta divina energía que actúa en el mundo, y comprometámonos a colaborar con ella para contribuir de este modo a la venida de la paz entre los hombres y a la extensión de la alegría que se deriva de ella.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Recibid mi cordial saludo y mi Bendición todos los peregrinos aquí presentes de lengua española. En particular los miembros de los grupos diocesanos de Bilbao, de Gerona y de Madrid; de las parroquias del Sagrado Corazón del Tibidabo, en Barcelona, y de Nuestra Señora de la Merced, de Burgos. Mi saludo también para los jóvenes de Bañolas y de Madrid, así como para cada una de las personas venidas de México y de Chile.
A todos os aliento, en este Año Santo de la Redención a buscar de veras vuestra reconciliación con Dios y con los hermanos. Destruyendo el pecado que rompe nuestra comunión de amor con el Señor y que daña a todos los miembros de la Iglesia.
Vivir la Redención en este Año Santo, significa empeñarse en hacer nuestra vida mejor, reforzando nuestra unión interior con Cristo mediante la gracia. A esa unión renovada nos invita, especialmente en este mes de mayo, la Virgen Santísima, hija fiel del Padre y Madre común de cuantos creemos en Cristo.
(Lectura:
26 Hechos de los Apóstoles Ac 2,14 Ac 2,32-33 Ac 2,36-38 Ac 2,41)
1. "Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó" (Ac 2,33).
Queridísimos:
El domingo pasado se celebró la solemnidad de Pentecostés. Como es sabido, tuve la alegría de vivir esta importante festividad eclesial con la población de Milán, a donde fui para clausurar las celebraciones del Congreso Eucarístico Nacional. Ha sido una experiencia muy rica, sobre la cual volveré en otra ocasión.
Esta mañana querría llamar vuestra atención sobre el significado fundamental de Pentecostés en la vida de la Iglesia, la cual reconoce en ese acontecimiento su nacimiento oficial y el comienzo de su expansión en el mundo. Como consecuencia de la efusión del Espíritu los discípulos fueron transformados interiormente y comenzaron a proclamar las maravillas de Dios. Esa efusión se extendió después a personas de toda raza y toda lengua, atraídas a aquel lugar por el fragor que había acompañado la venida del Espíritu.
Cuando Pedro explicó el sentido del acontecimiento, que ponía de relieve el poder soberano de Aquel que poco antes había sido crucificado a petición del pueblo, los oyentes "quedaron compungidos de corazón". El Espíritu había movido en profundidad el alma de los que habían gritado ante Pilato: "Crucifícalo", y los había dispuesto a la conversión. A la invitación de Pedro: "Arrepentíos", respondieron en número de tres mil, haciéndose bautizar (Ac 2,37-41).
Ante esta maravillosa cosecha de conversiones, somos llevados a reconocer en el Espíritu Santo a Aquel que realiza en los corazones humanos la reconciliación con Cristo y con Dios. Es Él quien "traspasa los corazones", para utilizar la expresión que emplean los Hechos de los Apóstoles, y los hace pasar de la hostilidad hacia Cristo a una adhesión de fe y de amor a su persona y a su mensaje. Es Él quien inspira las palabras de Pedro cuando exhorta a los oyentes al arrepentimiento y hace que produzcan un efecto admirable.
En estas primeras conversiones se inaugura un movimiento que no se detendrá ya con el paso de los años y de los siglos. En Pentecostés el Espíritu Santo encauza la gran empresa de la regeneración de la humanidad. Desde ese día, Él continúa atrayendo a los hombres a Cristo, suscitando en ellos el deseo de la conversión y de la remisión de los pecados y reconciliando de este modo siempre nuevos corazones humanos con Dios.
2. El Espíritu Santo actúa, pues, como luz interior que lleva al pecador a reconocer el propio pecado. Mientras el hombre cierra los ojos a la propia culpabilidad, no puede convertirse: el Espíritu Santo introduce en su alma la mirada de Dios, para que ilumine la mirada de la conciencia y así el pecador sea liberado de los prejuicios que ocultan a sus ojos las culpas cometidas. Por esto, los que habían tomado parte en la condena de Jesús pidiendo su muerte, descubrieron de repente, bajo la acción de su luz, que su conducta era inadmisible.
Al mismo tiempo que suscita el arrepentimiento y la confesión, el Espíritu Santo hace comprender que el perdón divino está a disposición de los pecadores, gracias al sacrificio de Cristo. Este perdón es accesible a todos. Los que escucharon el sermón de Pedro, preguntan: "Hermanos ¿qué hemos de hacer?". ¿Cómo puede el pecador salir de su estado? ¡Le seria absolutamente imposible si encontrara cerrado el camino del perdón! Pero este camino está ampliamente abierto; basta recorrerlo. El Espíritu Santo desarrolla sentimientos de confianza en el amor divino que perdona y en la eficacia de la redención realizada por el Salvador.
Hay, luego, otro aspecto de la acción reconciliadora del Espíritu que no puede ser pasada en silencio. En Pentecostés Él inaugura la obra de la reconciliación de los hombres entre sí. Efectivamente, con su venida el Espíritu suscita una reunión de personas de proveniencia diversa, "varones piadosos de cuantas naciones hay bajo el cielo", dice el libro de los Hechos (Ac 2,5). Manifiesta así su intención de reunir todas las naciones en una misma fe, abriendo su corazón a la comprensión del mensaje de la salvación.
27 Especialmente quiere reunir a los pueblos, haciéndoles superar la barrera que constituye la división de las lenguas. El testimonio de los discípulos, que proclaman las maravillas de Dios, es comprendido por cada uno de los oyentes en su propia lengua materna (cf. Ac 2,8). La diversidad de lenguaje ya no es un impedimento para la acogida unánime del mensaje de Cristo, porque el Espíritu se encarga de hacer penetrar en cada uno el anuncio de la Buena noticia.
A partir de Pentecostés, la reconciliación de todos los pueblos ya no es un sueño confiado a un futuro lejano. Se ha convertido en una realidad, destinada a crecer incesantemente con la expansión universal de la Iglesia. El Espíritu Santo, que es Espíritu de amor y de unidad, realiza concretamente la finalidad del sacrificio redentor de Cristo, la reunión de los hijos de Dios en un tiempo dispersos.
3. Se pueden distinguir dos aspectos de esta acción unificadora. El Espíritu Santo, haciendo que los hombres se adhieran a Cristo, los une en la unidad de un solo cuerpo, la Iglesia, y reconcilia de este modo en una misma amistad a personas lejanísimas entre sí por situación geográfica y cultural. Él hace de la Iglesia un centro perpetuo de reunión y de reconciliación.
Además, se puede decir que el Espíritu Santo ejerce, en cierto modo, una acción reconciliadora incluso en los que permanecen fuera de la Iglesia, inspirándoles el deseo de una mayor unidad de todas las naciones y de todos los hombres, y estimulando los esfuerzos dirigidos a superar los numerosos conflictos que continúan dividiendo el mundo.
Quiero terminar pensando que el Espíritu Santo realiza esta reconciliación de la humanidad con el concurso de María, Madre universal de los hombres. En los comienzos de la Iglesia, Ella, unida en oración con los Apóstoles y los primeros discípulos, contribuyó a conseguir una abundante efusión de los dones del Espíritu. También hoy María continúa colaborando con el Espíritu divino en la reunificación de los hombres, porque su amor de Madre, dirigiéndose a todos y a cada uno, reclama la unidad. Que el Espíritu Santo se complazca en secundar este anhelo suyo profundo, haciendo a la humanidad cada vez más disponible a acoger sus invitaciones maternas a la fraternidad y a la solidaridad.
Saludos
Muy queridos hermanos y hermanas:
El domingo pasado, solemnidad de Pentecostés, hemos celebrado con renovado gozo espiritual el aniversario del nacimiento oficial de la Iglesia y el comienzo de su misión evangelizadora en la tierra. El Espíritu dio comienzo a la regeneración de la humanidad: reconciliar al ser humano con Cristo y Dios Padre. Pedro y los Once quedaron transformados por el Espíritu y desde aquel día proclamaron las maravillas del Reino de Dios.
El Espíritu actúa como una luz interior en cada; persona bautizada y nos hace comprender que el perdón divino está al alcance de todos los hombres, mediante el sacrificio de Jesucristo. Esta obra reconciliadora de la humanidad se lleva también a cabo, por medio dé la cooperación de María Santísima, Madre universal de los hombres.
Que el Espíritu Santo, en el transcurso de este Año Santo, secunde este profundo deseo de la Madre de nuestro Salvador para que la humanidad esté cada vez más dispuesta a acoger sus llamadas amorosas a la fraternidad y a la solidaridad.
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1. Queridísimos hermanos y hermanas: Mañana celebramos la solemnidad del "Cuerpo y la Sangre de Cristo".
Este Año Jubilar, en que el misterio de la redención está presente de manera totalmente especial en nuestra plegaria y reflexión, la fiesta de la Eucaristía adquiere un valor particularmente significativo. En efecto, en la Eucaristía la redención se revive de manera actual: el sacrificio de Cristo, hecho sacrificio de la Iglesia, produce en la humanidad de hoy sus frutos de reconciliación y salvación.
Cuando el sacerdote pronuncia, en nombre y en la persona de Cristo, las palabras: "Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros", no afirma solamente la presencia del Cuerpo de Cristo; expresa además el sacrificio con el que Jesús dio su vida por la salvación de todos. Efectivamente, Cristo intentó esto al instituir la Eucaristía. Ya en el sermón de Cafarnaún, después de la multiplicación do los panes, para hacer comprender la excelencia del Pan que quería proporcionar a las multitudes hambrientas, declaró: "El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo'' (Jn 6,51). El don del alimento eucarístico costaría a Jesús la inmolación de su misma carne. Gracias al sacrificio, esta carne podría comunicar la vida.
Las palabras consagratorias sobre el vino son aún más explícitas: "Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados". La sangre entregada como bebida es la sangre que fue derramada en el Calvario para constituir la Nueva Alianza. La primera alianza había sido quebrantada por el pecado; Cristo establece una nueva Alianza, que ya no podrá ser rota, porque se realiza en su misma persona, en la cual la humanidad ha sido reconciliada definitivamente con Dios.
2. Así, en la consagración del pan y del vino, el sacrificio redentor se hace presente. Con la mediación del sacerdote, Cristo se ofrece de modo misterioso, presentando al Padre el don de la propia vida, hecho a su tiempo en la cruz. En la Eucaristía no hay sólo un recuerdo del sacrificio ofrecido de una vez para siempre en el Calvario. Ese sacrificio se hace actual, renovándose sacramentalmente en cada una de las comunidades que lo ofrecen por manos del Ministro consagrado.
Es verdad que el sacrificio del Calvario bastó para obtener a la humanidad todas las gracias de la salvación: el sacrificio eucarístico no hace sino recoger sus frutos. Pero Cristo quiso que su ofrenda se hiciera continuamente presente para asociar a ella la comunidad cristiana. En cada Eucaristía la Iglesia queda comprometida en el sacrificio de su Señor, y los cristianos son llamados a unir a él su ofrenda personal. La Eucaristía es simultáneamente sacrificio de Cristo y sacrificio de la Iglesia, porque en ella Cristo asocia a la Iglesia a su obra redentora, haciéndola participar en su ofrenda.
Es muy importante, pues, que los fieles, al tomar parte en la Eucaristía, adopten una actitud personal de ofrenda. No es suficiente que escuchen la Palabra de Dios, ni que oren en comunidad; es preciso que hagan propia la ofrenda de Cristo, ofreciendo con Él y en Él sus penas, sus dificultades, sus pruebas, y mucho más, a sí mismos para hacer subir este don suyo, con el que Cristo hace de Sí mismo, hasta el Padre.
Al entrar en la ofrenda sacrificial del Salvador, participan en la victoria que Él consiguió sobre el mal del mundo. Cuando nos sintamos sacudidos por la contemplación del mal que se difunde por el universo, con todas las devastaciones que produce, no debemos olvidar que el desencadenamiento de las fuerzas del pecado está dominado por la potencia salvadora de Cristo. Cada vez que en la Misa se pronuncian las palabras de la consagración y el Cuerpo y la Sangre del Señor se hacen presentes en el acto del sacrificio, está presente también el triunfo del amor sobre el odio y de la santidad sobre el pecado. Cada celebración eucarística es más fuerte que todo el mal del universo; significa una realización real, concreta, de la redención, y una reconciliación cada vez mas profunda de la humanidad pecadora con Dios, en la perspectiva de un mundo mejor.
3. Al extender la aplicación de la obra redentora a la humanidad, el sacrificio eucarístico contribuye a la edificación de la Iglesia. En el Calvario Cristo mereció la salvación no solo para cada uno de los hombres, sino para el conjunto de la comunidad; su ofrenda obtuvo la gracia de la reunificación de los hombres en el Cuerpo de la Iglesia. La Eucaristía tiende a realizar concretamente este objetivo, construyendo cada día la comunidad eclesial. El sacrificio del altar tiene como efecto robustecer la santidad de la Iglesia y favorecer su expansión por el mundo. En este sentido, se puede decir que la celebración eucarística es siempre un acto misionero; obtiene invisiblemente una fuerza mayor de penetración de la Iglesia en todos los ambientes humanos.
Pero edificar la Iglesia significa consolidar cada vez más su unidad. No fue por casualidad que Jesús oró en la última Cena por la unidad de sus discípulos. Por tanto, se comprende que la Iglesia siga, en cada celebración eucarística, el ejemplo del Maestro, orando a fin de que la unidad sea cada vez más real y más perfecta.
Audiencias 1983 20