Audiencias 1983 29
29 De este modo la Eucaristía hace progresar el acercamiento ecuménico de todos los cristianos y, en la Iglesia católica, la Eucaristía tiende a estrechar los vínculos que unen a los fieles por encima de las legitimas diferencias que hay entre ellos. Cooperando responsablemente a esta dinámica unificadora, los cristianos demostrarán ante el mundo que su Maestro no sufrió en vano por la unidad de los hombres.
Saludos
Queridos hermanos y hermanas:
Mañana es la solemnidad del Corpus Christi que tiene, en este Año Santo, de la Redención, un significado particular.
En efecto, la Eucaristía revive de manera actual la Redención, ya que el sacrificio eucarístico repite el sacrificio de Cristo en el calvario. Un sacrificio que continúa siendo ofrecido cada día, para santificar a la Iglesia y para que también nosotros nos ofrezcamos al Padre, poniendo junto a la oblación de Jesús nuestras propias penas, dificultades y sufrimientos.
Que esta festividad y el Año Santo que conmemora la Redención, aumente en todos nosotros el amor a la Santísima Eucaristía y la estima por esa admirable presencia de Dios entre nosotros.
Es lo que deseo en primer lugar a los sacerdotes claretianos que asisten a esta Audiencia, y también a los peregrinos procedentes de Guatemala, de Chile y de varias partes de España: de Madrid, Alicante, Granada, de Vizcaya y de otros lugares.
Saludo en particular al grupo del “ Pueblo de Dios en marcha ”. Asimismo a los miembros del Círculo Católico de Obreros de Burgos, a los que aliento a continuar en su empeño de formación y promoción social según las directrices de la Iglesia. A todas y cada una de las personas de lengua española aquí presentes, saludo y bendigo de corazón.
1. "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna" (Jn 6,54). Al instituir la Eucaristía, la víspera de su muerte, Cristo quiso dar a la Iglesia un alimento que la nutriese continuamente y la hiciera vivir de su misma vida de Resucitado.
Mucho tiempo antes de la institución, Jesús había anunciado esta comida, única en su género. En el culto judaico no faltaban comidas sagradas, que se consumían en la presencia de Dios y que manifestaban la alegría del favor divino. Jesús supera todo esto: Ahora es Él, en su carne y en su sangre, quien se convierte en comida y bebida de la humanidad. En el banquete eucarístico el hombre se alimenta de Dios.
30 Cuando Jesús anunció, por primera vez, esta comida, suscitó el estupor de sus oyentes, que no llegaron a captar un proyecto divino tan elevado. Pero Jesús subraya vigorosamente la verdad objetiva de sus palabras, afirmando la necesidad del alimento eucarístico: "En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (Jn 6,53). No se trata de una comida puramente espiritual, en que las expresiones "comer la carne" de Cristo y "beber su sangre", tendrían un sentido metafórico. Es una verdadera comida, como precisa Jesús con fuerza: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida" (Jn 6,55).
Además, esta comida no es menos necesaria para el desarrollo de la vida divina en los fieles, que los alimentos materiales para el mantenimiento y desarrollo de la vida corporal. La Eucaristía no es un lujo ofrecido a los que quieran vivir más íntimamente unidos a Cristo: es una exigencia de la vida cristiana. Esta exigencia la comprendieron los discípulos, porque, según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, en los primeros tiempos de la Iglesia, la "fracción del pan", o sea, la comida eucarística, se practicaba cada día en las casas de los fieles "con alegría y sencillez de corazón" (Ac 2,46).
2. En la promesa de la Eucaristía Jesús explica por qué es necesario este alimento: "Yo soy el pan de vida", declara (Jn 6,48). "Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí" (6, 57). El Padre es la fuente primera de la vida: Él ha dado esta vida al Hijo, el cual, a su vez, se la comunica a la humanidad. Él que se alimenta de Cristo en la Eucaristía no debe esperar al más allá para recibir la vida eterna: la posee ya sobre la tierra, y en ella posee también la garantía de la resurrección corporal al fin del mundo: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día" (Jn 6,54).
Esta garantía de resurrección proviene del hecho de que la carne del Hijo del hombre, dada en alimento es su cuerpo en el estado glorioso de resucitado. Los oyentes de la promesa de la Eucaristía no captaron esta verdad: pensaban que Jesús quería hablar de su carne en el estado de su vida terrena, y manifestaban, por lo mismo, gran repugnancia ante la comida anunciada. El Maestro corrigió su modo de pensar, precisando que se trata de la carne del Hijo del hombre "subido donde estaba antes" (Jn 6,62), o sea, en el estado triunfante de la ascensión al cielo. Este cuerpo glorioso está colmado de la vida del Espíritu Santo, y así puede santificar a los hombres que se alimentan de él, y darles la prenda de la gloria eterna.
En la Eucaristía recibimos, pues, la vida de Cristo resucitado. Efectivamente, cuando el sacrificio se realiza sacramentalmente en el altar, en él se hace presente no sólo el misterio de la pasión y de la muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, en el que encuentra su coronamiento el sacrificio. La celebración eucarística nos hace participar en la ofrenda redentora, pero también en la vida triunfante de Cristo resucitado. Esto explica el clima de alegría que caracteriza a toda liturgia eucarística. Aún conmemorando el drama del calvario. marcado en su momento por un inmenso dolor, el sacerdote y los fieles se alegran al unir su ofrenda con la de Cristo, porque saben que están viviendo a la vez el misterio de la resurrección, inseparable de esta ofrenda.
3. La vida de Cristo resucitado se distingue por su potencia y su riqueza. El que comulga recibe la fuerza espiritual necesaria para afrontar todos los obstáculos y todas las pruebas, permaneciendo fiel a sus compromisos de cristiano. Saca, además del sacramento, como de una fuente abundantísima, continuas oleadas de energía para el desarrollo de todos sus recursos y cualidades, con un ardor jubiloso que estimula la generosidad.
Especialmente saca la energía vivificante de la caridad. En la tradición de la Iglesia. la Eucaristía ha sido siempre considerada y vivida como sacramento por excelencia de la unidad y del amor. Ya San Pablo lo declara: "Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1Co 10,17).
La celebración eucarística reúne a todos los cristianos, sean cuales fueren sus diferencias, en una ofrenda unánime y en una comida en la que participan todos. Reúne a todos en la igual dignidad de hermanos de Cristo y de hijos del Padre; los invita al respeto, a la recíproca estima, al servicio mutuo. Además, la comunión da a cada uno la fuerza moral necesaria para colocarse por encima de los motivos de división y de oposición, para perdonar las ofensas recibidas, para hacer un nuevo esfuerzo en el sentido de la reconciliación y de la inteligencia fraterna.
Por lo demás, ¿no resulta especialmente significativo que el precepto del amor mutuo lo haya formulado Cristo, en su expresión más elevada, durante la última Cena, con ocasión de la institución de la Eucaristía? Que lo recuerde cada uno de los fieles en el momento de acercarse a la mesa eucarística y que se comprometa a no desmentir con la vida lo que celebra en el misterio.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
31 En la lectura del Evangelio de San Juan que hemos escuchado antes, Jesús nos enseña que quien come su carne y bebe su sangre, tiene la vida eterna.
Esto se realiza porque en el banquete eucarístico el hombre recibe de verdad a Dios, se alimenta de El, participando de la vida que brota del Padre y que nos comunica a través de Cristo. Una vida divina que nos hace poseer, ya en la tierra, la garantía de nuestra futura resurrección corporal.
Al recibir a Cristo muerto y resucitado, participamos de su gracia, que nos ayuda a superar las pruebas de la vida presente y que nos da fuerza para abrirnos al amor a Dios y a la entrega generosa a los hermanos.
Un constante crecimiento en ese amor es lo que deseo a todos los hispanohablantes aquí presentes: a los procedentes de Madrid, de Menorca y Vigo, de Barcelona y de Ondárroa. También a los de la parroquia panameña de Santa Eduvigis en Betania, que han visitado los lugares que fueron escenario de la vida, pasión y resurrección del Señor. A todos aliento en su camino de fe y a todos bendigo de corazón.
Muy queridos hermanos y hermanas:
1. Al renovar sacramentalmente el sacrificio redentor, la Eucaristía se propone aplicar a los hombres de hoy la reconciliación que Cristo ha obtenido, una vez por todas, para la humanidad de todos los tiempos. Las palabras que pronuncia el sacerdote en el momento de la consagración del vino expresan más directamente esta eficacia al afirmar que la Sangre de Cristo, hecha presente en el altar, ha sido derramada por todos los hombres "para el perdón de los pecados". Son palabras eficaces; toda consagración eucarística tiene por efecto la remisión de los pecados para el mundo y de este modo contribuye a la reconciliación de la humanidad pecadora con Dios. Porque, en efecto, el sacrificio ofrecido en la Eucaristía no es meramente sacramento de alabanza; es sacrificio expiatorio o "propiciatorio", como ha declarado el Concilio de Trento (DS 1753), pues en él se renueva el mismo sacrificio de la cruz en que Cristo expió por todos y mereció el perdón de las culpas de la humanidad.
En consecuencia, quienes toman parte en el sacrificio eucarístico reciben una gracia especial de perdón y reconciliación. Uniéndose al ofrecimiento de Cristo pueden recibir con mayor abundancia el fruto de la inmolación que Él hizo de Sí mismo en la cruz.
Sin embargo, el fruto principal de la Eucaristía-Sacramento no es la remisión de los pecados en quienes asisten a él. Para este fin fue instituido expresamente por Jesucristo otro sacramento.Después de la resurrección, el Salvador resucitado dijo a sus discípulos: "Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos" (Jn 20,22-23). A aquellos a quienes les confía el ministerio sacerdotal les da poder de perdonar todos los pecados: en la Iglesia el perdón divino lo otorgarán los ministros de la Iglesia. La Eucaristía no puede sustituir a este sacramento del perdón y de la reconciliación que mantiene este valor suyo propio a la vez que sigue estando en estrecha relación con el sacrificio del altar.
2. En la Eucaristía hay una exigencia especial de pureza, que Jesús subrayó expresamente en la última Cena. Cuando se puso a lavar los pies a los discípulos, Él, sin duda, quería darles una lección de servicio humilde y responder así a la discusión surgida entre ellos sobre quién era el mayor (cf. Lc 22,24). Pero al mismo tiempo que les daba luz sobre el camino de la humildad y con su ejemplo les invitaba a emprenderlo con valentía, también se proponía darles a entender que para el alimento eucarístico se necesitaba una pureza de corazón que sólo Él, el Salvador, era capaz de dar. Y entonces Él reconoció que existía esta pureza en los Doce, a excepción de uno: "Vosotros estáis limpios, pero no todos" (Jn 13,10). El que estaba a punto de traicionarle no podía participar en el banquete, si no era con sentimientos hipócritas. Nos dice el Evangelista que cuando Judas recibió el bocado que le dio Jesús, "entró en él Satanás" (Jn 13,27). Para recibir la gracia del alimento eucarístico se requieren determinadas disposiciones de alma y, si éstas faltan, hay peligro de que nutrirse de él se convierta en traición.
San Pablo, testigo de ciertas divisiones que se manifestaban de modo escandaloso durante el banquete eucarístico en Corinto, saltó con esta advertencia que iba a dar que pensar no sólo a aquellos fieles, sino a muchos otros cristianos: "Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación" (1Co 11,27-29).
32 Se invita, pues, al cristiano a que antes de acercarse a la mesa eucarística se examine para saber si sus disposiciones le permiten recibir dignamente la comunión. ¡Entendámonos! En cierto sentido nadie es digno de recibir el alimento del Cuerpo de Cristo y en el momento de comulgar, los participantes a la Eucaristía confiesan que no son dignos de recibir al Señor. Pero la indignidad de que habla San Pablo significa otra cosa: se refiere a disposiciones interiores incompatibles con el banquete eucarístico por ser contrarias a la acogida de Cristo.
3. Para dar mejor seguridad a los fieles de que no tienen esas disposiciones negativas, la liturgia ha previsto una preparación penitencial al comienzo de la celebración eucarística: los participantes se reconocen pecadores e imploran el perdón divino. Aunque vivan habitualmente en la amistad del Señor, vuelven a tomar conciencia de sus culpas e imperfecciones y de que necesitan la misericordia divina. Quieren presentarse a la Eucaristía con la mayor pureza posible.
Pero esta preparación penitencial sería insuficiente para quienes tuviesen un pecado mortal sobre la conciencia. Entonces es preciso recurrir al Sacramento de la reconciliación para acercarse dignamente a la comunión eucarística.
Pero, además, la Iglesia desea que los cristianos, también aparte de este caso de necesidad, recurran al sacramento del perdón con una frecuencia razonable para conseguir que sus disposiciones sean cada vez mejores. Por consiguiente, la preparación penitencial al comienzo de cada celebración no debe inducir a pensar que sea inútil el sacramento del perdón, sino muy al contrario, a reavivar en los asistentes la conciencia de la necesidad creciente de pureza y llevarles, con ello, a captar cada vez mejor el valor de la gracia del sacramento. El sacramento de la reconciliación no está reservado exclusivamente a quienes cometen culpas graves. Ha sido instituido para la remisión de todos los pecados y la gracia que brota de él tiene especial eficacia de purificación y ayuda en el esfuerzo por enmendarse y progresar. Es un sacramento insustituible en la vida cristiana; no puede despreciarse ni dejarse de lado si se quiere que el germen de la vida divina crezca en el cristiano y dé los frutos deseados.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Acaba de ser leída la lista de los diversos grupos de lengua española presentes en esta Audiencia. Quiero que a todos los componentes de los mismos, a cada persona o familia integrada en ellos, vaya mi saludo afectuoso, que comprende a los peregrinos españoles procedentes de las diócesis de Madrid, de Palencia y Tuy-Vigo, así como a los grupos de Molina de Aragón y Sigüenza, de Pamplona y Mataró.
Un afectuoso recuerdo dedico igualmente a los peregrinos venidos de más lejos, como son los de Puerto Rico, Costa Rica, Colombia, Venezuela y Argentina.
Os dejo una breve reflexión espiritual, que brota de la lectura de la Primera Carta a los Corintios, que hemos escuchado al principio de este encuentro.
Estando en el Año de la Redención, hemos de pensar necesariamente en la Eucaristía, que aplica hoy a los hombres los frutos de la reconciliación que un día Cristo ganó para la humanidad.
Con la Eucaristía ofrecemos a Dios el sacrificio que expía nuestros pecados. Pero ello no excluye que quien tiene conciencia de pecado grave no deba acercarse a recibir el sacramento de la Penitencia, instituido para perdonar todos los pecados y que dispone a recibir dignamente la Eucaristía. Así podremos crecer siempre en nuestro progresivo acercamiento al Señor.
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1. "Renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas" (Ep 4,23-24).
Las palabras del Apóstol Pablo, queridísimos hermanos y hermanas, nos remiten al acontecimiento gozoso de la redención, que ha hecho de nosotros "criaturas nuevas". En Cristo, por el don del Espíritu, hemos sido como creados de nuevo.
Para captar a fondo el alcance de este acontecimiento es necesario retornar con el pensamiento a la "primera creación" descrita en las páginas iniciales del libro del Génesis. Es necesario volver a ese estado en el que la persona humana se encuentra recién salida de las manos creadoras de Dios: el estado de "justicia original". Consistía en la plena y amorosa sumisión del hombre al Creador: su ser estaba en la verdad, en el orden, ante todo por lo que se refería a su relación con Dios.
De esta "justicia" hacia el Creador derivaba en el hombre una profunda unidad interior, una integración entre todos los elementos que constituyen su ser personal, entre el elemento somático, psíquico y espiritual. Al estar en paz con Dios, el hombre estaba en paz consigo mismo. Y también la relación con la otra persona humana, la mujer, se vivía en la verdad y en la justicia: era una relación de profunda comunión interpersonal edificada sobre el don de sí mismo al otro. Un "sí mismo" del que el hombre podía decidir con plena libertad, ya que la unidad interna de su ser personal todavía no estaba rota.
El acto creador de Dios se colocaba ya en el "misterio escondido" de Cristo (cf. Ep 1,9), era su primera y originaria revelación y realización. Este acto creador daba comienzo a la realización de la voluntad divina que nos había elegido "antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo" (ib., 1, 4-5). La creación del hombre, por así decirlo, estaba ya inserta en la elección eterna en Cristo. Por esta razón, la persona humana se hacía ya desde el principio, partícipe del don de la filiación divina, gracias a Aquel que, desde la eternidad, era amado como Hijo.
Al final de su obra creadora "vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho" (Gn 1,31). La bondad de las cosas es su ser. La bondad del hombre, esto es, su valor está en su ser: en su ser "creado según Dios en justicia y santidad verdaderas" (Ep 4,24).
2. El fruto de la redención es la "nueva creatura"; la redención es una "nueva creación". ¿Por qué "nueva"? Porque a causa del pecado el hombre cayó de su "justicia original". Rompió la Alianza con Dios, sacando como consecuencia de ello, por una parte, la desintegración interior y, por otra, la incapacidad de construir la comunión con los otros en la verdad del don de sí mismo. Nunca se reflexionará suficientemente sobre esta destrucción realizada por el pecado. Nosotros celebramos este Año Santo extraordinario para profundizar en nuestra conciencia del pecado, punto de partida indispensable para participar personalmente en el misterio de la redención.
La redención hecha por Cristo ha devuelto al hombre "a la dignidad de su primer origen", como dice la liturgia. Dios, en Cristo, ha re-creado al hombre, de tal manera que Cristo se ha convertido en el segundo y verdadero Adán, de quien toma origen la nueva humanidad. "El que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo" (2Co 5,17). Se trata de un cambio en el ser mismo de la persona humana que ha sido redimida. "Despojaos del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del nuevo, que sin cesar se renueva para lograr el perfecto conocimiento según la imagen de su Creador" (Cor 3, 9-10). Estas últimas palabras de San Pablo —se advierte fácilmente— evocan el texto del Génesis según el cual el hombre fue creado a imagen de Dios. La nueva creación que es la redención, renueva al hombre devolviéndolo a la plenitud de su ser más profundo, reintegrándolo en su verdad: esto es, ser imagen de Dios.
El primer acto de la nueva creación —primero no sólo cronológicamente, sino porque en él está situado el nuevo "principio"— es el acto el que Dios resucitó a su Hijo, muerto por nuestros pecados. La Pascua es el primer día de la nueva semana de la redención, que concluirá en el sábado de la vida eterna, cuando también nuestros cuerpos serán resucitados y al Vencedor se le permitirá comer de nuevo del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios (cf. Ap 2,7). Y la nueva creación, ;que comenzó la mañana de Pascua, quedará terminada.
34 Demos gracias al Padre de Nuestro Señor Jesucristo que nos creó maravillosamente y nos recreó más maravillosamente todavía. En el origen del acto creador y del acto redentor está su amor: para el hombre la única respuesta adecuada a él es la adoración plena de gratitud, en la cual la persona se entrega a sí misma al amor creador y redentor de Dios.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Quiero en primer lugar saludar muy cordialmente a todas las personas y grupos de lengua española, que hoy son particularmente numerosos.
Ante todo saludo a los grupos de religiosas y seminaristas de España aquí presentes, alentándolos a ser fieles a su vocación. Asimismo saludo a los peregrinos de las diócesis de Madrid, Lugo, Tuy-Vigo, Tortosa, Bilbao, Santander y San Sebastián. También a los componentes de las varias parroquias y colegios antes nombrados.
Una mención separada y una palabra de aliento dedico a los jóvenes, a los scouts y guías de Benidorm, a los miembros de la Asociación Católica de Maestros de España, a los estudiantes de la Escuela por Europa de San Juan de Puerto Rico y a la peregrinación diocesana de la diócesis de Ponce, también de Puerto Rico.
Todos habéis venido como peregrinos del Año Santo de la Redención. Os invito, por ello, a reflexionar sobre las palabras antes escuchadas de la Carta a los Efesios, las cuales nos recuerdan que, como redimidos por Cristo, hemos de ser nuevas creaturas; es decir, hombres nuevos que se renuevan interiormente, para destruir el pecado en la propia vida y vivir en la verdad, en la justicia y santidad que corresponden a los hijos de Dios. A vivir –en una palabra– agradeciendo a Dios el amor que ha tenido por nosotros, y correspondiendo al amor divino que nos creó y redimió.
1. "Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, que Dios de antemano preparó, para que en ellas anduviésemos" (Ep 2,10).
La redención, queridos hermanos y hermanas, ha renovado al hombre re-creándolo en Cristo. A este nuevo ser debe seguir ahora un nuevo obrar. Y sobre este nuevo ethos de la redención vamos a reflexionar hoy, para cogerlo en su misma fuente.
Hablar de "ethos" significa evocar una experiencia que todo hombre, y no sólo el cristiano, vive diariamente: es, al mismo tiempo, simple y compleja, profunda y elemental. Tal experiencia está siempre vinculada con la de la propia libertad, o sea, con el hecho por el que cada uno de nosotros es verdadera y realmente causa de sus propios actos. Pero la experiencia ética nos hace sentirnos libres de un modo absolutamente singular: es una libertad obligada la que nosotros experimentamos. Obligada no desde "fuera" —no es una coacción o constricción exterior—, sino desde "dentro": es la libertad como tal, que debe actuar de una forma antes que de otra.
35 Esta misteriosa y admirable "necesidad", que habita dentro de la libertad sin destruirla, radica en la fuerza propia del valor moral, que el hombre conoce con su inteligencia: es la expresión de la fuerza normativa de la verdad del bien. Al comprometerse a "realizar" esta verdad, la libertad se sitúa en el orden, que ha sido inscrito por la sabiduría creadora de Dios en el universo del ser.
En la experiencia ética, por tanto, se establece una conexión entre la verdad y la libertad, gracias a la cual la persona se hace cada vez más ella misma, en obediencia a la sabiduría creadora de Dios.
2. "No pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco...; no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero" (Rm 7,15 y 20). Estas palabras de San Pablo describen el ethos del hombre caído en el pecado, y por tanto privado de la "justicia original". En la nueva situación el hombre advierte un contraste entre la voluntad y la acción —"no pongo por obra lo que quiero"—, aunque continúe manteniendo en sí mismo la percepción del bien y la tendencia hacia él.
La armonía entre la verdad y la libertad se ha roto, en el sentido de que la libertad escoge lo que es contrario a la verdad de la persona humana, y la verdad es aprisionada con la injusticia (cf. Rm 1,18). ¿De dónde deriva en su origen esta escisión interior del hombre? Él comienza su historia de pecado cuando no reconoce ya al Señor como a su Creador, y quiere ser él quien decida, con absoluta autonomía e independencia, lo que está bien y lo que está mal: "Seréis como Dios, conocedores del bien y del mal", dice la primera tentación (cf. Gn 3,5). El hombre no quiere ya que la "medida" de su existencia sea la ley de Dios, no se recibe a sí mismo de las manos creadoras de Dios, sino que decide ser la medida y el principio de sí mismo. La verdad de su ser creado es negada por una libertad que se ha desvinculado de la ley de Dios, única verdadera medida del hombre.
A primera vista podría parecer que la libertad verdadera es la del pecador, en cuanto no está ya subordinada a la verdad. Realmente, sin embargo, es sólo la verdad la que nos hace libres. El hombre es libre cuando se somete a la verdad. Por lo demás, ¿no nos brinda un testimonio de ello nuestra misma experiencia de cada día? "El amor a la verdad es de tal condición —observaba ya San Agustín—, que cuantos aman un objeto diverso pretenden que el objeto de su amor sea la verdad, y puesto que detestan ser engañados, detestan verse convencidos de que se engañan. Por eso odian la verdad, por amor de lo que creen verdad. La aman cuando luce, la odian cuando reprende. No quieren ser engañados y quieren engañar, por tanto la aman cuando se revela, y la odian cuando los revela... Y sin embargo, aun en esta condición infeliz, (el hombre) prefiere el goce de la verdad al goce de la mentira. Por tanto será feliz cuando, sin obstáculos ni turbaciones, pueda gozar de la única Verdad; gracias a la cual son verdaderas todas las cosas" (San Agustín. Confesiones 10, 23, 34).
3. La redención es una nueva creación, porque devuelve al hombre desde la situación descrita por San Pablo en el pasaje citado de la Carta a los Romanos. a su verdad y libertad.
El hombre, creado "a imagen y semejanza" de Dios, estaba llamado a realizarse en la verdad de esa "imagen y semejanza". En la nueva creación, que es la redención, el hombre se asimila a la imagen del Hijo Unigénito, liberado del pecado que afeaba la belleza de su ser originario. El ethos de la redención ahonda sus raíces en este acto redentor y de él extrae continuamente su fuerza: fuerza por la cual el hombre esta en disposición de conocer y de acoger la verdad de su propia relación con Dios y con las creaturas. Él se siente así libre para realizar "las obras buenas que Dios de antemano preparó, para que en ellas anduviésemos" (Ep 2,10).
El ethos de la redención es el encuentro, en el hombre, de la verdad con la libertad. "La felicidad de la vida es el goce de la verdad, es decir, el goce de Ti, que eres la Verdad", ha escrito San Agustín (Confesiones, 12, 23, 33): el ethos de la redención es esta felicidad.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Saludo ante todo a cada persona y grupo de lengua española o presentes en esta Audiencia: a los sacerdotes, religiosas, grupos de varias diócesis o parroquias, así como a los estudiantes procedentes de diversos colegios y ciudades de España.
36 Un particular saludo dedico a los componentes de la peregrinación organizada por las Hermandades del Trabajo, y que abarca grupos diversos procedentes de Valencia.
Mi saludo va igualmente a los peregrinos de los países latinoamericanos y en especial a los colombianos del grupo “ Bodas de Oro ”.
Junto con mi palabra de aliento para todos en vuestra vida cristiana, os dejo una breve reflexión espiritual, derivada de la lectura bíblica que hemos escuchado en esta Audiencia del Ano Santo de la Redención.
Como redimidos por Cristo, somos llamadas a vencer el desorden provocado por el pecado y a vivir una vida de rectitud moral. Dios nos ha hecho libres, pero nuestra libertad no puede prescindir de la recta norma ética que nos marca el camino hacia la verdad. Dado que somos imagen de Dios, nuestras obras han de corresponder ton lo que E1 quiere de nosotros. Así viviremos en la Verdad plena, que esta en Dios.
1. "Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús, para hacer la buenas obras que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos" (Ep 2,10). Nuestra redención en Cristo —este gran misterio que de modo extraordinario celebramos durante este Año Santo— nos capacita para realizar, en la plenitud del amor, esas buenas obras; "que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos". La bondad de nuestra conducta es el fruto de la redención. Por eso San Pablo enseña que, por el hecho de haber sido redimidos, hemos venido a ser "siervos de la justicia", (Rm 6,18). Ser "siervos de la justicia" es nuestra verdadera libertad.
2. ¿En qué consiste la bondad de la conducta humana? Si prestamos atención a nuestra experiencia cotidiana, vemos que, entre las diversas actividades en que se expresa nuestra persona, algunas se verifican en nosotros, pero no son plenamente nuestras, mientras que otras no sólo se verifican en nosotros, sino que son plenamente nuestras. Son aquellas actividades que nacen de nuestra libertad: actos de los que cada uno de nosotros es autor en sentido propio y verdadero. Son, en una palabra, los actos libres. Cuando el Apóstol nos enseña que somos hechura de Dios, "creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras", estas buenas obras son los actos que la persona humana, con la ayuda de Dios, realiza libremente: la bondad es una cualidad de nuestra actuación libre. Es decir, de esa actuación cuyo principio y causa es la persona; de la cual, por tanto, es responsable.
Mediante su actuación libre, la persona humana se expresa a sí misma y al mismo tiempo se realiza a sí misma. La fe de la Iglesia, fundada sobre la Revelación divina nos enseña que cada uno de nosotros será juzgado según sus obras. Nótese: es nuestra persona la que será juzgada de acuerdo con sus obras. Por ello se comprende que en nuestras obras es la persona la que se expresa, se realiza y —por así decirlo— se plasma. Cada uno es responsable no sólo de sus acciones libres, sino que, mediante tales acciones, se hace responsable de sí mismo.
3. A la luz de esta profunda relación entre la persona y su actuación libre podemos comprender en qué consiste la bondad de nuestros actos, es decir, cuáles son esas obras buenas "que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos". La persona humana no es dueña absoluta de sí misma. Ha sido creada por Dios. Su ser es un don: lo que ella es y el hecho mismo de su ser son un don de Dios. "Somos hechura suya", nos enseña el Apóstol, "creados en Cristo Jesús" (Ep 2,10). Sintiéndose recibido constantemente de las manos creadoras de Dios, el hombre es responsable ante Él de lo que hace. Cuando el acto realizado libremente es conforme al ser de la persona, es bueno. Es necesario subrayar esta relación fundamental entre el acto realizado y la persona que lo realiza.
La persona humana está dotada de una verdad propia, de un orden intrínseco propio, de una constitución propia. Cuando sus obras concuerdan con este orden, con la constitución propia de persona humana creada por Dios, son obras buenas "que Dios preparó de antemano para que en ellas anduviésemos". La bondad de nuestra actuación dimana de una armonía profunda entre la persona y sus actos, mientras, por el contrario, el mal moral denota una ruptura, una profunda división entre la persona que actúa y sus acciones. El orden inscrito en su ser, ese orden en que consiste su propio bien, no es ya respetado en y por sus acciones. La persona humana no está ya en su verdad. El mal moral es precisamente el mal de la persona como tal; el bien moral es el bien de la persona como tal.
4. Celebramos este Año Santo de la Redención para comprender cada vez más profundamente el misterio de nuestra salvación, para participar cada vez más profundamente en el poder redentor de la gracia de Dios en Cristo.
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