Audiencias 1983 37

37 A la luz de cuanto hemos dicho, comprendemos por qué el fruto de la redención en nosotros son precisamente las buenas obras "que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos". La gracia de la redención genera un ethos de la redención.

La salvación renueva realmente a la persona humana, que resulta como creada de nuevo "en la justicia y en la santidad". La gracia de la redención cura y eleva la inteligencia y la voluntad de la persona, de tal forma que la libertad de ésta es capacitada, por la misma gracia, para actuar con rectitud.

La persona humana se salva así plenamente en su vida terrena. Porque, como he dicho antes, la persona humana realiza la verdad de su ser en la acción recta, mientras que, cuando actúa no rectamente, causa su propio mal, destruyendo el orden de su propio ser. La verdadera y más profunda alienación del hombre consiste en la acción moralmente mala: en ella la persona no pierde lo que tiene, sino lo que es, es decir, se pierde a sí misma. "¿Qué le importa al hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?", nos dice el Señor. El único verdadero mal, absolutamente mal, para la persona humana es el mal moral.

La redención nos re-crea "en la justicia y en la santidad" y nos permite actuar coherentemente con nuestro estado de justicia y de santidad. Ella restituye el hombre a sí mismo, le hace retornar de la tierra del exilio a su patria: en su verdad y en su libertad de creatura de Dios. Y el signo, el fruto de este retorno, son las obras buenas.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

En la lectura bíblica que hemos escuchado en la primera parte de esta Audiencia, San Pablo nos recordaba que somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús, para hacer obras buenas.

La bondad de nuestras acciones depende de que, al ejercitar nuestra libertad, actuemos de tal modo que nuestras obras estén conformes con nuestro ser como personas. Si hay armonía entre las exigencias verdaderas de nuestra persona y nuestras acciones, obramos con rectitud moral; si se rompe esa armonía, obramos mal.

Pero no hemos de actuar sólo de acuerdo con nuestra persona. Mediante la Redención llevada a cabo por Cristo, hemos sido creados de nuevo en la justicia y la santidad. Por ello hemos de actuar con esa coherencia moral que exige nuestro nuevo estado de redimidos. Así viviremos de acuerdo con nosotros mismos, en la verdad y libertad de los hijos de Dios, que manifiestan el fruto de su ser íntimo en las obras buenas.

Y ahora un cordial saludo a todas las personas y grupos de lengua española aquí presentes: a los sacerdotes, religiosos, religiosas o miembros de peregrinaciones procedentes de las varias diócesis o parroquias de España o de América Latina.

Un particular saludo a los jóvenes que han venido de Toledo o en otros grupos de estudiantes. Gracias por vuestra presencia, amados jóvenes, y vivid en plenitud vuestra condición de cristianos. Con generosidad y valentía, dejando en derredor vuestro un soplo de espíritu. A todos os bendigo de corazón.



38

Miércoles 27 de julio de 1983



1. "La noche va ya muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz" (Rm 13,12). La redención, misterio que durante este Año Santo queremos meditar y vivir de un modo extraordinario, ha colocado al hombre en un nuevo estado de vida, lo ha transformado interiormente. Él, por tanto, debe despojarse de las "obras de las tinieblas", es decir, debe "comportarse decentemente" caminando en la luz.

¿Cuál es la luz en que debe vivir el que ha sido redimido? Es la ley de Dios: esa ley que Jesús no ha venido a abolir, sino a llevar a su definitivo cumplimiento (cf. Mt 5,17).

Cuando el hombre oye hablar de ley moral, piensa casi instintivamente en algo que se opone a su libertad y la mortifica. Pero, por otra parte, cada uno de nosotros se encuentra plenamente en las palabras del Apóstol, que escribe: "Me deleito en la ley de Dios según el hombre interior" (Rm 7,22). Hay una profunda consonancia entre la parte más verdadera de nosotros mismos y lo que la ley de Dios nos manda, a pesar de que, para usar todavía las palabras del Apóstol, "en mis miembros siento otra ley que repugna a la ley de mi mente" (ib., 23). El fruto de la redención es la liberación del hombre de esta situación dramática y su capacitación para un comportamiento honrado, digno de un hijo de la luz.

2. Obsérvese que el Apóstol llama a la ley de Dios "ley de mi mente". La ley moral es, al mismo tiempo, ley de Dios y ley del hombre. Para comprender esta verdad, debemos volver continuamente, en el fondo de nuestro corazón, a la primera verdad del Credo: "Creo en Dios Padre... creador". Dios crea al hombre, y éste, como toda creatura, se encuentra sostenido por la Providencia de Dios, porque el Señor no abandona ninguna de las obras de sus manos creadoras. Esto significa que Él se cuida de su creatura, conduciéndola —con fuerza y suavidad— a su fin propio, en que ella alcanza la plenitud de su ser. Porque Dios no se muestra envidioso de la felicidad de sus creaturas, sino que desea que vivan en plenitud. También el hombre, y sobre todo el hombre, es objeto de la Providencia divina: es guiado por la Providencia divina a su fin último, a la comunión con Dios y con las demás personas humanas en la vida eterna. En esta comunión el hombre alcanza la plenitud de su ser personal.

Es la misma e idéntica la lluvia que fecunda la tierra; es la misma e idéntica la luz del sol que genera la vida de la naturaleza. Sin embargo, una y otra no impiden la variedad de los seres vivientes: cada uno de ellos crece según su propia especie, aunque sean idénticas la lluvia y la luz. Esto es una pálida imagen de la Sabiduría providente de Dios: ella conduce a toda creatura según el modo conveniente a la naturaleza que es propia de cada una. El hombre está sujeto a la Providencia de Dios en cuanto hombre, es decir, en cuanto sujeto inteligente y libre. Como tal, está en disposición de participar en el proyecto providencial descubriendo sus líneas esenciales inscritas en su mismo ser humano. Este proyecto creador de Dios, en cuanto es conocido y participado por el hombre, es lo que llamamos ley moral. La ley moral es, pues, la expresión de las exigencias de la persona humana, que ha sido pensada y querida por la Sabiduría creadora de Dios, como destinada a la comunión con Él.

3. Esta ley es la ley del hombre ("la ley de mi mente", dice el Apóstol), o sea, una ley que es propia del hombre: sólo el hombre está sujeto a la ley moral, y en ello está su dignidad verdadera. En efecto, sólo el hombre, en cuanto sujeto personal —inteligente y libre— es partícipe de la Providencia de Dios, está aliado conscientemente con la Sabiduría creadora. El código de esta alianza no está escrito primariamente en los libros, sino en la mente del hombre ("la ley de mi mente"), es decir, en esa parte de su ser gracias a la cual él es constituido a "imagen y semejanza de Dios".

Vosotros, hermanos —dice el Apóstol Pablo— habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad... Pero si mutuamente os mordéis y os devoráis, mirad no acabéis por consumiros unos a otros" (Ga 5,13 Ga 5,15).

La libertad, vivida como poder desvinculado de la ley moral, se revela como poder destructor del hombre: de sí mismo y de los demás. "Mirad no acabéis por consumiros unos a otros", nos advierte el Apóstol. Este es el resultado final del ejercicio de la libertad contra la ley moral: la destrucción recíproca. Por tanto, más que contraponerse a la libertad, la ley moral es la que garantiza la libertad, la que hace que sea verdadera, no una máscara de libertad: el poder de realizar el propio ser personal según la verdad.

Esta subordinación de la libertad a la verdad de la ley moral no debe, por otra parte, reducirse sólo a las intenciones de nuestro obrar. No es suficiente tener la intención de obrar rectamente para que nuestra acción sea objetivamente recta, es decir, conforme a la ley moral. Se puede obrar con la intención de realizarse uno a sí mismo y de hacer crecer a los demás en humanidad: pero la intención no es suficiente para que en realidad nuestra persona o la de otro se reconozca en su obrar. La verdad expresada por la ley moral es la verdad del ser, tal como es pensado y querido no por nosotros, sino por Dios que nos ha creado. La ley moral es la ley del hombre, porque es la ley de Dios.

La redención, restituyendo plenamente al hombre a su verdad y a su libertad, le devuelve la plena dignidad de persona. La redención reconstruye así la Alianza de la persona humana con la Sabiduría creadora.

Saludos

39 Amadísimos hermanos y hermanas:

En la lectura bíblica de esta Audiencia, tomada de la Carta a los Romanos, San Pablo nos exhortaba a abandonar las obras del mal y a vivir honestamente, como hijos de la luz.

Esto significa que el cristiano, criatura de Dios y redimido por Cristo, ha de ajustar sus acciones a la norma moral que Dios nos da. Lo cual no es contrario a nuestra libertad, sino que nos procura la verdadera libertad interior, que no puede prescindir de las exigencias de nuestro ser íntimo ni de la ley de Dios. Por ello, nuestro obrar será bueno cuando no sólo las intenciones, sino las acciones estén de acuerdo con la ley moral de Dios, que es a la vez la ley de la plena dignidad del hombre redimido por Cristo.

Saludo ahora a todas las personas y grupos de lengua española de las varias diócesis, parroquias, colegios y asociaciones de España y de América Latina.

Un saludo especial a las religiosas, entre ellas a las Agustinas Misioneras que celebran su Capítulo General. También a los componentes de la Escolanía de Moncada, Barcelona. Me alegra este encuentro, que completa el que estaba programado junto a la Sagrada Familia. Gracias por vuestros cantos, y para todos los presentes de lengua española mi cordial Bendición.



Agosto de 1983

Miércoles 3 de agosto de 1983



1. "La ley del espíritu de vida en Cristo Jesús me libró de la ley del pecado y de la muerte... para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, los que no andamos según la carne, sino según el Espíritu" (Rm 8,2 y 4). Andar según el Espíritu y vivir nuestra vida de manera conforme a la voluntad de Dios es el fruto de la redención, el gran misterio que celebramos este Año Santo extraordinario. El Espíritu Santo es el don por excelencia que hace el Redentor a quien se acerca a Él con fe; el Espíritu, como nos enseña el Apóstol, es la ley del hombre redimido.

¿Qué significa que "la ley del hombre redimido es el Espíritu Santo?" Significa que en la "nueva creatura", fruto de la redención, el Espíritu Santo ha puesto su morada, realizando una presencia de Dios mucho más íntima que la que se deriva del acto creador. Efectivamente, no se trata sólo del don de la existencia, sino del don de la misma vida de Dios, de la vida vivida por las tres Personas de la Trinidad.

La persona humana, en cuyas profundidades espirituales ha puesto su morada el Espíritu, queda iluminada en su inteligencia y movida en su voluntad, para que comprenda y cumpla "la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta" (Rm 12,2). De este modo se realiza la profecía antigua: "Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Jr 31,33), y también: "Pondré mi espíritu dentro de vosotros y os haré ir por mis mandamientos y observar mis preceptos y ponerlos por obra" (Ez 36,27).

2. Con el acto mismo con que Dios crea al hombre, graba su ley en el corazón del hombre. El ser personal del hombre queda dotado de un orden propio, y con la finalidad de tender a la comunión con Dios y con las otras personas humanas. En una palabra: queda dotado de una verdad propia, a la que está subordinada la libertad. En el estado de "justicia original" esta subordinación se realizaba plenamente. El hombre gozaba de una perfecta libertad porque quería el bien: lo quería no por una imposición externa, sino por una especie de "coincidencia interior" de su voluntad con la verdad de su ser, creado por Dios.

40 Como consecuencia de la rebelión contra Dios, se rompió en la persona humana el vínculo de la libertad con la verdad, y la ley de Dios se sintió como una coacción, como una constricción de y contra la propia libertad. El "corazón" mismo de la persona está dividido. Efectivamente, por una parte, la persona es llevada e impulsada, en su libre subjetividad, a realizar el mal, a construir una existencia —como individuo y como comunidad— contra la Sabiduría creadora de Dios. Sin embargo, por otra parte, puesto que el pecado nos ha destruido completamente esa verdad y esa bondad del ser, que es patrimonio recibido en el acto de la creación, el hombre siente nostalgia de permanecer en armonía con las raíces profundas del propio ser. Cada uno de nosotros experimenta este estado de división, que se manifiesta en nuestro corazón como lucha entre el bien y el mal. Y el resultado es que, en esta condición, si el hombre sigue las inclinaciones malas, se convierte en esclavo del mal; en cambio, si sigue la ley de Dios, experimenta esta obediencia como una sumisión a una imposición extrínseca y, por lo mismo, no como acto de libertad total.

3. El don del Espíritu es el que nos hace libres con la verdadera libertad, convirtiéndose Él mismo en nuestra ley. La persona humana actúa libremente cuando sus acciones nacen verdadera y totalmente de su yo: son acciones de la persona y no sólo acciones que suceden en la persona. El Espíritu, que habita en el corazón del hombre redimido, transforma la subjetividad de la persona, haciéndola consentir interiormente a la ley de Dios y a su proyecto salvífico.

Es decir, la acción del Espíritu hace que la ley de Dios, las exigencias inmutables de la verdad de nuestro ser creado y salvado penetren profundamente en nuestra subjetividad personal, de tal modo que ésta, cuando se expresa y se realiza en su actuar, no pueda menos de expresarse y realizarse en la verdad. El Espíritu es el Espíritu de verdad. Nos lleva a la verdad, o mejor, introduce cada vez más íntimamente la verdad en nuestro ser: la verdad se hace cada vez más íntima a nuestra persona, de manera que nuestra libertad se subordine a ella, con alegría profunda, espontáneamente.

4. En última instancia, ¿qué es lo que hace al hombre, en el que habita el Espíritu, tan íntimamente vinculado al bien y, por lo mismo, tan profundamente libre? Es el hecho de que el Espíritu difunde en nuestros corazones la caridad. Se ha de tener en cuenta que la caridad no es un amor cualquiera. La caridad se refiere a Dios presente en nosotros como amigo, como nuestro eterno comensal. Ninguna acción es más libre que la realizada por amor, y, al mismo tiempo, nada coacciona más que el amor. Escribe Santo Tomás: "Es propio de la amistad agradar a la persona amada en lo que ella quiere... Por tanto, ya que nosotros hemos sido hechos por el Espíritu amigos de Dios, el mismo Espíritu nos impulsa a cumplir sus mandamientos" (Summa contra Gentes,
SCG 4,22).

Esta es, pues, la definición del ethos de la redención y de la libertad: se trata del ethos que nace del don del Espíritu que habita en nosotros; se trata de la libertad del que hace lo que quiere, haciendo lo que debe.

Saludos

Tengo sumo gusto en saludar ahora a los numerosos peregrinos, religiosos y religiosas, familias y personas de lengua española aquí presentes, en especial a la Asociación de Padres de Familia y Maestros de Barcelona, a las peregrinaciones de Tarragona y de San Cristóbal de La Laguna, y al Sindicato Nacional de Escritores Españoles. Mi más afectuoso saludo también a cada uno de los peregrinos llegados de América Latina. ¡Muchas gracias por vuestra presencia y cariñosa acogida!
Como recuerdo de esta Audiencia del Año Santo de la Redención, os confío el siguiente mensaje espiritual, entresacado de la Palabra de Dios que hace unos instantes hemos escuchado.

El ethos de la Redención tiene su origen en el don del Espíritu que mora en nosotros. El Espíritu Santo es el don por excelencia que el Salvador otorga al que se acerca a él con fe. El Espíritu, que habita en el corazón del hombre redimido, transforma la subjetividad de la persona, haciéndola interiormente sumisa a la ley de Dios y a su proyecto salvador.

Amadísimos: Que sepáis caminar según la orientación del Espíritu y vivir conforme a la voluntad de Dios. En su nombre os bendigo de corazón.



Miércoles 10 de agosto de 1983



41 1. "Vosotros... hermanos, habéis sido llamados a la libertad" (Ga 5,13). La redención nos pone en un estado de libertad que es fruto de la presencia del Espíritu Santo en nosotros, porque "donde está el Espíritu del Señor está la libertad" (2Co 3,17). Esta libertad es, a la vez, un don y una tarea; una gracia y un imperativo.

De hecho, en el momento mismo en que el Apóstol nos recuerda que estamos llamados a la libertad, nos advierte también sobre el peligro que corremos si hacemos mal uso de ella: "Pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne" (Ga 5,13). Y la "carne", en el vocabulario paulino, no significa "cuerpo humano'', sino toda la persona humana en cuanto sometida y encerrada en esos falsos valores que la atraen con la promesa seductora de una vida aparentemente más plena (cf. Gal Ga 5, 13-6, 10)

2. El criterio para discernir si el uso que hacemos de nuestra libertad está conforme con nuestra llamada a ser libres o es en realidad una recaída en la esclavitud es nuestra subordinación o insubordinación a la caridad, es decir, a las exigencias que se derivan de ella.

Resulta de fundamental importancia poner de relieve que este criterio de discernimiento lo encontramos en la vida de Cristo: la libertad de Cristo es la auténtica libertad y nuestra llamada a la libertad es llamada a participar en la libertad misma de Cristo. Cristo vivió en la plena libertad porque en la radical obediencia al Padre "se entregó a Sí mismo para redención de todos" (1Tm 2,6). Este es el mensaje de la salvación. Cristo es totalmente libre precisamente en el momento de su suprema subordinación y obediencia a las exigencias del amor salvífico del Padre: en el momento de su muerte.

"Habéis sido llamados a la libertad", dice el Apóstol. Habéis sido hechos partícipes de la misma libertad de Cristo: la libertad de donarse a Sí mismo. La expresión perfecta de la libertad es la comunión en el verdadero amor. Ante cada una de las personas humanas, después de esta llamada, se ha abierto el espacio de una decisiva y dramática alternativa: la opción entre una (pseudo) libertad de auto-afirmación, personal o colectiva, contra Dios y contra los demás, y una libertad de auto-donación a Dios y a los demás. Quien escoge la auto-afirmación, permanece bajo la esclavitud de la carne, extraño a Dios; quien opta por la auto-donación, vive ya la vida eterna.

3. La auténtica libertad es la que está subordinada al amor, pues —como enseña el Apóstol— "el amor es la plenitud de la ley" (Rm 13,10). De esta enseñanza podemos deducir, una vez más, que según el Apóstol, en el hombre justificado no hay una contraposición entre libertad y ley moral, y esto precisamente porque la plenitud de la ley es la caridad. El sentido último de toda norma moral no hace más que expresar una exigencia de la verdad del hombre.

Es éste un punto muy importante del ethos de la redención, más aún, del ethos simplemente humano, que conviene estudiar a fondo enseguida. No todos, sea cual fuere la cultura a la que pertenezcamos, definimos el amor como "querer el bien de la persona amada". Atención: de la persona amada por sí misma y no solo del que ama. De hecho, en este segundo caso, el amor sería en realidad la máscara de una relación de carácter utilitario y hedonístico con el otro. El bien de la persona es lo que ella es: su ser. Querer el bien es querer que el otro alcance la plenitud de su ser. Por eso, el acto más puro de amor que se puede imaginar es el acto creador de Dios: el cual hace que cada uno de nosotros sencillamente sea.

4. Hay, pues, una conexión inseparable entre el amor hacia una persona y el reconocimiento de la verdad de su ser: la verdad es el fundamento del amor. Se puede tener la intención de amar a otro, pero no se le ama realmente si no se reconoce la verdad de su ser. Así se amaría de hecho no al otro, sino a esa imagen del otro que nosotros nos hemos formado y se correría el riesgo de cometer las más graves injusticias en nombre del amor al hombre; ya que, "este hombre" no sería el real, en la verdad de su ser, sino el imaginado por nosotros prescindiendo del fundamento de su verdad objetiva.

Las normas morales son las exigencias inmutables que emergen de la bondad de cada ser. Todo ser exige que se le reconozca, es decir, que se le ame de forma adecuada a su verdad: Dios como Dios, el hombre como hombre, las cosas como cosas. ;"La plenitud de la ley es el amor", nos enseña el Apóstol. ¡Cómo es verdadera esta afirmación! El amor es la realización plena de toda norma moral, ya que el amor busca el bien de todo ser en su verdad: esa verdad cuya fuerza normativa en relación con la libertad se expresa mediante las normas morales.



Miércoles 17 de agosto de 1983



1. Las palabras del Apóstol que acabamos de escuchar nos describen la tarea a que está llamada la conciencia moral del hombre: discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, le complace a Él y perfecto". Nuestra reflexión sobre el ethos de la redención se detiene hoy a considerar "el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se encuentra a solas con Dios", como el Concilio Vaticano II define la conciencia moral (Gaudium et spes GS 16).

42 ¿Qué quiere decir el Apóstol cuando habla de "discernimiento" en este campo? Si prestamos atención a nuestra experiencia interior, constatamos la presencia dentro de nosotros de una actividad espiritual que podemos llamar actividad valorativa. ¿Acaso no es verdad que con frecuencia nos sorprendemos diciendo: "esto es recto, esto no es recto?". Es que existe en cada uno de nosotros una especie de "sentido moral" que nos lleva a discernir lo que está bien y lo que está mal. del mismo modo que existe una especie dé "sentido estético" que nos lleva a discernir lo que es hermoso de lo que es feo. Es como un ojo interior, una capacidad visual del espíritu en condiciones de guiar nuestros pasos por el camino del bien.

Pero las palabras del Apóstol tienen un significado más hondo. La actividad de la conciencia moral no se refiere sólo sobre lo que está bien o está mal en general. Su discernimiento recae en particular sobre la determinada y concreta acción libre que vamos a realizar o que hemos realizado. De ésta precisamente nos habla la conciencia, de ésta hace una valoración la conciencia: esta acción —nos dice la conciencia— que tu con tu singularidad irrepetible estás realizando (o has llevado a cabo ya) es buena o es mala.

2. ¿De dónde saca la conciencia sus criterios de juicio? ¿Sobre qué base juzga nuestra conciencia moral las acciones que vamos a llevar a cabo o hemos realizado? Escuchemos con atención las enseñanzas del Concilio Vaticano II: "La norma suprema de la vida humana es la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena. dirige y gobierna el mundo universo y los caminos de la comunidad humana... El hombre percibe y reconoce por medio de su conciencia los dictámenes de la ley divina, conciencia que tiene obligación de seguir fielmente en toda su actividad para llegar a Dios, que es su fin'' (Dignitatis humanae
DH 3).

Reflexionemos atentamente sobre estas palabras tan densas e iluminadoras. La conciencia moral no es un juez autónomo de nuestras acciones. Los criterios de sus juicios los saca de la "ley divina, eterna, objetiva y universal", de la "verdad inmutable", de que habla el texto conciliar, ley y verdad que la inteligencia del hombre puede descubrir en el orden del ser. Esta es la razón por la que el Concilio dice que el hombre en su conciencia "está solo con Dios". Adviértase una cosa: el texto no se limita a afirmar que "está solo", sino añade "con Dios". La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que la abre a la llamada, a la voz de Dios.

En esto y no en otra cosa reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre. Por consiguiente, si el hombre no escucha a su conciencia, si consiente que en ella haga su morada el error, rompe el vínculo más fuerte que lo estrecha en alianza con su Creador.

3. Si la conciencia moral no es la instancia última que decide lo que está bien y lo que está mal, sino que ha de estar de acuerdo con la verdad inmutable de la ley moral, resulta de ello que no es juez infalible: puede errar.

Este punto merece hoy atención especial. "No os asimiléis —enseña el Apóstol— a la mentalidad de este mundo, sino renovaos por la transformación de la mente" (Rm 12,2). En los juicios de nuestra conciencia anida siempre la posibilidad de errar.

La consecuencia que se deduce de tal error es muy seria; cuando el hombre sigue la propia conciencia equivocada, su acción no es recta, no pone en acto objetivamente lo que esta bien para la persona hermana, y ello por el mero hecho de que el juicio de la conciencia no es la última instancia moral.

Claro está que "no rara vez sucede que yerra la conciencia por ignorancia invencible", como puntualiza enseguida el Concilio (Gaudium et spes GS 16). En este caso "no pierde su dignidad" (cf. ib.), y el hombre que sigue dicho juicio no peca. Pero el mismo texto conciliar prosigue indicando "que esto no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien, y la conciencia se va entenebreciendo gradualmente por el hábito del pecado" (ib.).

Por tanto, no es suficiente decir al hombre: "sigue siempre tu conciencia". Es necesario añadir enseguida y siempre: "pregúntate si tu conciencia dice verdad o falsedad, y trata de conocer la verdad incansablemente". Si no se hiciera esta necesaria puntualización, el hombre correría peligro de encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez de un lugar santo donde Dios le revela su bien verdadero.

Es necesario "formar" la propia conciencia. El cristiano sabe que en esta tarea dispone de una ayuda especial en la doctrina de la Iglesia. "Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es la Maestra de la verdad, y su misión es exponer y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana" (Dignitatis humanae DH 14).

43 Pidamos insistentemente a Cristo nuestro redentor la gracia de saber "discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, le complace a Él y perfecto". Es decir, el don de estar en la verdad para poner por obra la verdad.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Las palabras del Apóstol, que hemos escuchado, nos indican el deber de la conciencia moral del hombre: “Discernir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto”. Nuestra reflexión de hoy sobre el ethos de la Redención se basa en el Concilio Vaticano II: “La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios”. Es el espacio tanto en el cual Dios habla al hombre.

Supliquemos a Cristo nuestro Redentor la gracia de poder “discernir cuál es la voluntad de Dios”, es decir, el don de estar en la verdad para realizar siempre la verdad.

Saludo ahora con afecto a los numerosos peregrinos de lengua española aquí presentes, procedentes de España y de los diversos países de América Latina. De modo particular quiero saludar a las Religiosas Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia; a los jóvenes de San Pedro Apóstol de Alicante; a la peregrinación dirigida por los Hermanos Misioneros de los Enfermos Pobres de Barcelona: al grupo parroquial de San Pedro Apóstol de Venezuela; y a la Coral Terra Nosa de Santiago de Compostela.

Que vuestro paso por Roma signifique un nuevo impulso en vuestra fe y en vuestro testimonio cristiano. A todos doy mi cordial Bendición Apostólica.



Miércoles 24 de agosto de 1983



1. "...Para que no seamos ya niños que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina por el engaño de los hombres, que emplean astutamente los artificios del error para engañar" (Ep 4,14).

Amadísimos:

El Apóstol Pablo nos recuerda con estas palabras la necesidad de ser personas adultas en la fe, maduras en los juicios y en posesión de una conciencia moral capaz de dirigir nuestras opciones en armonía con "la verdad en la caridad" (ib., 15).

44 "Formar" la conciencia propia es tarea fundamental. La razón es muy sencilla: nuestra conciencia puede errar.Y cuando sobre ella prevalece el error, ocasiona el daño más grave para la persona humana, que es el de impedir que el hombre se realice a sí mismo subordinando el ejercicio de la libertad a la verdad.

Sin embargo, el camino hacia una conciencia moral madura ni iniciarse puede si el espíritu no está libre de una enfermedad mortal hoy muy difundida: la indiferencia respecto de la verdad. Porque, ¿cómo podremos preocuparnos de que la verdad habite en nuestra conciencia si entendemos que estar en la verdad no es un valor de importancia decisiva para el hombre?

2. Numerosos son los síntomas de esta enfermedad. La indiferencia respecto de la verdad se manifiesta, por ejemplo, en la opinión de que en ética verdad y falsedad son sólo una cuestión de gustos, decisiones personales o condicionamientos culturales y sociales; o también, que basta realizar lo que pensamos sin más preocupación de si lo que pensamos es verdadero o falso; o asimismo, que nuestro agradar a Dios no depende de la verdad de lo que pensamos de Él, sino de creer con sinceridad en lo que profesamos. Es igualmente indiferencia respecto de la verdad, considerar más importante para el hombre buscar la verdad que alcanzarla puesto que, en definitiva, ésta se le escapa irremediablemente; y en consecuencia, confundir el respeto debido a toda persona, cualesquiera que sean las ideas que profesa, con la negación de que existe una verdad objetiva.

Si en el sentido arriba indicado una persona es indiferente respecto de la verdad, no se ocupará de formarse la conciencia y tarde o temprano terminará por confundir la fidelidad a su conciencia con la adhesión a cualquier opinión personal o a la opinión de la mayoría.

¿De dónde nace esta gravísima enfermedad espiritual? Su origen último es el orgullo en el que reside la raíz de cualquier mal, según dice toda la Tradición ética de la Iglesia. El orgullo lleva al hombre a atribuirse el poder de decidir, cual árbitro supremo, lo que es verdadero y lo que es falso, o sea, a negar la trascendencia de la verdad respecto de nuestra inteligencia creada y a contestar, en consecuencia, el deber de abrirse a ella y recibirla cual don que le ha hecho la luz increada y no cual invención propia.

Así que resulta claro que el origen de la indiferencia respecto de la verdad se halla en lo hondo del corazón humano. No se llega a encontrar la verdad si no se la ama; no se conoce la verdad si no se quiere conocerla.

3. A "vivir según la verdad en la caridad" nos invita precisamente el Apóstol. Hemos señalado el punto de partida de la formación de la conciencia moral: el amor a la verdad. Ahora podemos indicar algunos "momentos" significativos de éste.

Uno de los frutos positivos que se esperan de la celebración del Año Santo extraordinario es que vuelva a la Iglesia la práctica asidua del sacramento de la penitencia. En el contexto de nuestra reflexión de hoy, la interpelación sobre este sacramento asume importancia particular. Pues la "conversión del corazón" es el don más precioso de este acontecimiento de gracia. El corazón convertido al Señor y al amor al bien es la fuente última de los juicios verdaderos de la conciencia moral. Y, no lo olvidemos, para discernir concretamente lo que esta bien de lo que está mal no basta conocer la ley moral universal, si bien ello sea necesario, sino que se precisa una especie de "connaturalidad" entre la persona humana y el bien verdadero (véase, por ejemplo, Santo Tomás, S. Th.
II-II 45,2).

En fuerza de esta "connaturalidad", casi por una forma de instinto espiritual, la conciencia se hace capaz de percibir en qué parte está el bien y, por consiguiente, la opción que se impone en un caso concreto. Pues bien, la gracia del sacramento de la penitencia celebrado asidua y fervorosamente produce en la persona humana esta "connaturalización" progresiva y más honda gradualmente con la verdad y el bien.

En el texto paulino de donde ha partido esta reflexión nuestra se dice que Cristo "constituyó a unos en apóstoles, a otros en profetas... para la edificación del Cuerpo de Cristo".

Ahora bien, la conciencia moral de la persona crece y se madura precisamente en la Iglesia; la Iglesia le ayuda a "no dejarse llevar de todo viento de doctrina por el engaño de los hombres". En efecto, la Iglesia es "columna y fundamento de la verdad" (1Tm 3,15). De modo que la fidelidad al Magisterio de la Iglesia impide que la conciencia moral se desvíe de la verdad sobre el bien del hombre.

45 No es justo, por tanto, concebir la conciencia moral individual y el Magisterio de la Iglesia como dos contendientes, como dos realidades en lucha. La autoridad que posee el Magisterio por voluntad de Cristo existe a fin de que la conciencia moral alcance la verdad con seguridad y permanezca en ella.

Saludos

Muy queridos hermanos y hermanas:

El apóstol Pablo en la carta dirigida a la Comunidad cristiana de Éfeso hace presente la necesidad de ser personas adultas en la fe y de estar en posesión de una conciencia moral capaz de guiar nuestras opciones, en armonía con la “ verdad en la caridad ”. No se adquiere la verdad, si no se la ama; no se conoce la verdad, si no se quiere conocerla.

La Iglesia es “ columna y fundamento de la verdad ”. La fidelidad al Magisterio de la Iglesia impide que la conciencia moral se desvíe de la verdad sobre el bien del hombre. La autoridad de la que, por voluntad de Cristo, goza el Magisterio, existe para que la conciencia humana alcance la verdad y la posea siempre.

Mi más cordial saludo ahora a los numerosos peregrinos, religiosos y religiosas, familias y personas, venidos de diversos lugares de España y Latinoamérica. Saludo también a las Religiosas Franciscanas del Espíritu Santo, a la peregrinación de Segorbe-Castellón de la Plana, así como a los peregrinos de la Arquidiócesis de Los Ángeles y de la Diócesis de Orange, de California.

Como recuerdo de este encuentro espiritual en el Año Santo de la Redención, os aliento a dedicar vuestras vidas a la causa del Reino de Dios y de la comunidad humana. Que, a través del trato diario con Cristo, consigáis transformar vuestros corazones y la sociedad según las exigencias del Evangelio y de la Iglesia. Con afecto os imparto mi Bendición.




Audiencias 1983 37