Discursos 1983 8


II

El CELAM


Encontrándoos reunidos vosotros, obispos, para una asamblea del CELAM, siento el deber de dirigir una palabra, aunque breve, a este propósito.

He tenido la alegría de dirigir un saludo particular a los miembros de este organismo eclesial, con ocasión del 25 aniversario de su fundación, en la misma ciudad donde nació: Río de Janeiro. Lo hago de nuevo al tener este encuentro con sus responsables y delegados, congregados para una importante reunión de trabajo.

El CELAM tiene indudablemente en la Iglesia un lugar especial por su originalidad. Las características geo-sociales de América Latina favorecieron el nacimiento y propician la existencia de este organismo, difícilmente realizable en otros continentes.

Es superfluo deciros con qué interés y atención acompaño sus programas y actividades. También los Episcopados de otros continentes, conocedores de vuestra historia y que siguen vuestras realizaciones, no esconden su admiración y estímulo.

Todos tenemos bien presente que el CELAM no es ni puede ser una super-Conferencia; no sustituye ni desplaza a las diversas Conferencias Episcopales en sus competencias y responsabilidades. Es, por su naturaleza y por su primigenia definición, un servicio a esas Conferencias, en la línea de las exigencias y necesidades que éstas presentan.

Sin embargo, los casi 28 anos de existencia y actuación han demostrado cuán precioso es este servicio; por eso mismo el CELAM se ha convertido en un punto de encuentro, donde los Pastores tienen la posibilidad de reunirse, para intercambiar experiencias, ayudarse mutuamente y animarse unos a otros en la común brega pastoral. En esa línea de servicio, sucede también que, prescindiendo de connotaciones jurídicas, el CELAM sirva de punto de referencia o espacio de coordinación pastoral, en beneficio de una u otra Conferencia Episcopal o de los obispos individualmente considerados.

Quisiera animaros a llevar adelante, sin desmayos, la vocación y misión de esta institución eclesial. Que no cesen de perfeccionarse y crecer en eficacia sus estructuras, ni de clarificarse sus objetivos. Organícense cada vez mejor los departamentos, secretariados e institutos. Y tengan siempre, las personas que en él trabajan, la convicción de servir a una digna causa de la Iglesia.

Invoco la bendición divina sobre los trabajos que comienzan, dando gracias a Dios por cuanto este organismo ha hecho a lo largo de sus 28 años de vida. Y al expresar mi gratitud a los dirigentes que terminan ahora sus mandatos, pido al Señor que ilumine a quienes tomarán en sus manos los destinos del CELAM, para que lo conduzcan por los caminos de fiel servicio a la Iglesia en América Latina, en espíritu de comunión y leal colaboración con la Iglesia universal y con d Sucesor de Pedro.

III


OBISPOS PARA UNA RENOVADA EVANGELIZACIÓN


Y ahora, hermanos obispos, desde estas tierras que vieron el alba de la fe en el Nuevo Continente, es natural que evoque “la obra evangelizadora de la Iglesia en América Latina”, iniciada con el descubrimiento. Obra erizada de dificultades, marcada por limitaciones y lagunas, pero también por generosos y admirables logros.

9 Mirando hoy el mapa de América Latina con más de 700 diócesis, su personal insuficiente pero entregado, sus cuadros y estructuras, sus líneas de acción, la autoridad moral de la que disfruta la Iglesia, hay que reconocer en ello el fruto de siglos de paciente y perseverante evangelización.

Cinco siglos casi exactos. De hecho, el año 1992, ya bastante próximo, señalará el V centenario del descubrimiento de América y del principio de la evangelización.

Como latinoamericanos, habréis de celebrar esa fecha con una seria reflexión sobre los caminos históricos del Subcontinente, pero también con alegría y orgullo. Como cristianos y católicos es justo recordarla con una mirada hacia estos 500 años de trabajo para anunciar el Evangelio y edificar la Iglesia en estas tierras. Mirada de gratitud a Dios, por la vocación cristiana y católica de América Latina, y a cuantos fueron instrumentos vivos y activos de la evangelización. Mirada de fidelidad a vuestro pasado de fe. Mirada hacia los desafíos del presente y a los esfuerzos que se realizan. Mirada hacia el futuro, para ver cómo consolidar la obra iniciada.

La conmemoración del medio milenio de evangelización tendrá su significación plena si es un compromiso vuestro como obispos, junto con vuestro presbiterio y fieles; compromiso, no de re-evangelización, pero sí de una evangelización nueva. Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión.

A este propósito permitidme que os entregue, sintetizados en breves palabras, los aspectos que me parecen presupuestos fundamentales para la nueva evangelización.

El primero se refiere a los ministros ordenados. Al terminar su medio milenio de existencia y a las puertas del tercer milenio cristiano, la Iglesia en América Latina necesitará tener una vitalidad, que será imposible si no cuenta con sacerdotes numerosos y bien preparados. Suscitar nuevas vocaciones y prepararlas convenientemente, en los aspectos espiritual, doctrinal y pastoral es, en un obispo, un gesto profético. Es como adelantar el futuro de la Iglesia. Os encomiendo, pues, esa tarea que costará desvelos y penas, pero traerá también alegría y esperanza.

El segundo aspecto mira a los laicos. No solamente la carencia de sacerdotes, sino también y sobre todo la autocomprensión de la Iglesia en América Latina, a la luz del Vaticano II y de Puebla, hablan con fuerza sobre el lugar de los laicos en la Iglesia y en la sociedad. El aproximarse del 500 aniversario de vuestra evangelización debe encontrar a los obispos, juntamente con sus Iglesias, empeñados en formar un número creciente de laicos, prontos a colaborar eficazmente en la obra evangelizadora.

Una luz que podrá orientar la nueva evangelización –y es el tercer aspecto– deberá ser la del documento de Puebla, consagrado a ese tema, en cuanto impregnado de la enseñanza del Vaticano II y coherente con el Evangelio. En este sentido es necesario que se difunda y eventualmente se recupere la integridad del mensaje de Puebla, sin interpretaciones deformadas, sin reduccionismos deformantes ni indebidas aplicaciones de unas partes y eclipse de otras.

Que estos próximos años que os acercan a hechos tan significativos, os encuentren, queridos hermanos, llenos de confianza en un nuevo esfuerzo evangelizador.

Sean prenda y garantía de éxito en esta misión las tres características que distinguen la piedad de vuestros pueblos: el amor a la Eucaristía, la devoción a la Madre de Dios, la unión afectuosa al Papa, como Sucesor de San Pedro.

Os acompañe en este camino la bendición apostólica que de corazón os imparto. Así sea.





VIAGGIO APOSTOLICO IN PORTOGALLO II, COSTA RICA, NICARAGUA I,

PANAMA, EL SALVADOR I, GUATEMALA I, HONDURAS, BELIZE, HAITI

CERIMONIA DI BENVENUTO

DISCORSO DI GIOVANNI PAOLO II


10

Aeroporto di Port-au-Prince (Haiti)

Mercoledì, 9 marzo 1983

Signor Presidente,
cari fratelli nell’Episcopato, cari fratelli e sorelle.

Saluto con gioia ed emozione questa terra di Haiti. Sono passati cinquecento anni da quando la croce di Cristo vi è stata piantata, vi si è celebrata la prima Eucaristia e recitata la prima Ave Maria. Oggi finalmente il successore dell’apostolo Pietro viene da voi. So con quale sollecitudine avete atteso e preparato la mia venuta. Ve ne sono riconoscente.

Saluto tutto il popolo di Haiti, la cui storia si è intessuta a poco a poco, in mezzo a conquiste e prove che ne hanno delineato i tratti caratteristici, particolarmente interessanti. Saluto i dirigenti, coloro che esercitano le maggiori responsabilità e sono loro grato di essere qui ad accogliermi.

Saluto, nello stesso tempo, ogni cittadino haitiano, ogni famiglia haitiana, soprattutto coloro che soffrono. Non mi è possibile recarmi da ciascuno, ma voglio che sappiano che sono tutti ugualmente presenti nella mente e nel cuore del Papa.

Bonjour tout peuple Haitien.

Moin vini oué nou.

Moin poté la pé ak Ké Kontan Gran Mèt la pou nou (Buongiorno a tutto il popolo haitiano; vengo a trovarvi, io vi porto la pace e la gioia del Signore).

Saluto con gioia particolare la Chiesa cattolica che è in Haiti, i suoi Vescovi, i suoi sacerdoti, i religiosi, le religiose, i laici: Chiesa giovane, Chiesa dalla fede viva, dalla preghiera vibrante, una Chiesa molto legata alle sorti del popolo haitiano. Durante il mio breve soggiorno, non potrò affrontare tutti i suoi problemi che mi stanno a cuore.

11 In questo contesto, ringrazio con tutto il cuore il Presidente della Repubblica, che ha appena reso noto a tutti la notizia secondo la quale egli è disposto a rinunciare spontaneamente al privilegio, di cui gode attualmente il Capo dello Stato di Haiti in virtù del Concordato del 28 marzo 1860, di nominare gli Arcivescovi e i Vescovi. Tengo ad assicurarla, Signor Presidente, che questo desiderio, ispirato dai voti del Concilio Ecumenico Vaticano II, andrà a vantaggio tanto dello sviluppo armonioso della Chiesa Cattolica in questo Paese, quanto dello Stato di Haiti.

Ma sono qui anzitutto per confermare il suo operato in ciò che essa ha di più valido e il suo programma di evangelizzazione. Ho sentito molte testimonianze sulla sua vita ricca di meriti. Ho letto il messaggio del Symposium del dicembre scorso: vengo per incoraggiare i fratelli e le sorelle di Haiti a realizzarlo. La Chiesa vi ha preso coscienza delle sue possibilità, delle grazie che il Signore le ha fatto, ma anche dei suoi limiti, degli ostacoli, delle difficoltà; essa ha chiamato ognuno, ricco o povero, alla conversione, per sradicare il male dalle persone e dalla società; ha riaffermato la dignità di tutti, ha voluto che il Vangelo fosse sempre la Buona Novella per i poveri; ha chiamato tutti i suoi membri a una pastorale di solidarietà per un avvenire religioso e umano degno di questo popolo, nella libertà e nella responsabilità.

Vengo per incoraggiare questo risveglio, questo sussulto e questo cammino della Chiesa, per il bene di tutto il paese. Lo faremo ora durante l’assemblea eucaristica e mariana che conclude il vostro Congresso. È nella preghiera e nell’amore che attingiamo la luce e la forza per servire i nostri fratelli.

Il Signore benedica il nostro ministero su questa cara terra di Haiti!







VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

CEREMONIA DE DESPEDIDA DE GUATEMALA


Miércoles 9 de marzo de 1983



Señor Presidente,
hermanos en el Episcopado y guatemaltecos todos:


Está a punto de concluir mi visita apostólica a América central, iniciada hace una semana.

En estos últimos días he podido encontrar repetidas veces al querido pueblo de Guatemala, no sólo durante las celebraciones litúrgicas o reuniones de carácter religioso, sino en tantos otros lugares de mi recorrido por vuestras avenidas y plazas. También al dirigirme o regresar de la visita a otros países cercanos.

Han sido ocasiones en las que he podido descubrir en vuestros rostros y actitudes ese calor humano, sincero y cordial, abierto y hospitalario, que denota la finura de sentimientos del alma guatemalteca. Pero he sentido sobre todo el latido de fe que aleteaba en vuestro espíritu y en vuestras manifestaciones externas; era la profunda sintonía con quien tanto representa para el pueblo cristiano en el orden religioso: con el Papa, Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo, que por vez primera venía a veros para alentaros en vuestra vida cristiana.

Si fuerte ha sido esta percepción durante mi permanencia en la Capital de la nación, no ha sido menos viva en el tiempo transcurrido en Quetzaltenango con los indígenas y catequistas. Por eso, en lo profundo de mi espíritu quedará el recuerdo agradabilísimo de todos los hijos de Guatemala – tanto los ladinos como los indígenas– sobre quienes continuaré implorando en la plegaria los dones de la fraternidad, de la justicia, de la paz, hecha de mutuo respeto y colaboración, con idéntica dignidad; sea en la vida religiosa, sea en la convivencia civil, en el trabajo o en la justa inserción de todos en los diversos ambientes sociales.

12 A los queridos hermanos en el Episcopado, a los amados sacerdotes, religiosas, catequistas y laicos comprometidos en la actividad eclesial, así como a los religiosos –con quienes he tenido en Guatemala un muy grato encuentro– confío de nuevo mi mensaje de fe, de paz, de promoción y convivencia, para que la semilla sembrada produzca abundantes frutos.

Doy gracias a Dios por el tiempo que he podido transcurrir entre vosotros como alentador de la reconciliación. Y mi gratitud se extiende asimismo, con profunda sinceridad, a cuantos me han acogido tan cordialmente y han colaborado con entusiasmo para el buen resultada de la visita. Ante todo al Señor Presidente de la nación, a quien va mi deferente reconocimiento: a las autoridades, entidades diversas y a tantas personas. A todos, mi reiterado agradecimiento.

Pero al dejar la tierra guatemalteca, no puedo menos de levantar mi pensamiento también hacia los países de América Central que he visitado en los pasados días. ¡Cuántos recuerdos acuden a mi mente al remontar las etapas de mi viaje en Honduras, El Salvador, Panamá, Nicaragua y Costa Rica! Nombres que se asocian a los de Belice y Haití que visitaré hoy.

Son patrias de pueblos admirables, que quieren conservar su secular identidad cristiana y vivir en un clima de justicia y de paz. Pueblos cuyo sufrimiento he percibido de modo tan claro.

No podía traerles la solución hecha, ante problemas complejos que escapan a la capacidad de la Iglesia. Pero me he acercado a ellos con respeto y cariño, con una palabra que diera voz, ante el mundo, a sus sufrimientos callados y a veces olvidados; con una palabra de invitación al cambio de actitudes interiores, que hagan embocar el camino hacia la paz en la justicia y dignidad; con una palabra de aliento y esperanza, que aún puede reverdecer en corazones asolados por el dolor y la violencia.

Al despedirme y reiterar mi afectuosa bendición a cada pueblo y persona de estos países, pido al Altísimo que suscite nuevas energías de buena voluntad; que haga cesar finalmente el rumor de la guerra; que mueva los corazones por caminos de justicia; que bendiga a cuantos trabajan honestamente por el bien, a cuantos ayudan a los que sufren, a quienes acogen y dan una mano fraterna a los exiliados o desplazados; a quienes, de cualquier forma, enjugan –humanitaria y cristianamente– el rostro dolorido del hombre centroamericano, que es el rostro de Cristo. Así sea.







VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

CEREMONIA DE DESPEDIDA DE HONDURAS


Martes 8 de marzo de 1983



Señor Presidente,
hermanos en el Episcopado y hondureños todos:

Ha llegado el momento de dejar el suelo hondureño para continuar mi viaje apostólico. Desearía haber visitado tantos lugares y personas que no ha podido incluir el programa. Y después de haber vivido con vosotros esta emocionada jornada eclesial, me cuesta tener que marchar.

Me llevo un gratísimo recuerdo de Honduras, por la cordialidad de sus gentes y por su religiosidad, que he apreciado de tantas formas.

13 Estoy seguro de que la intensa experiencia religiosa de este día, continuará alimentando vuestro camino eclesial en el futuro.

No olvidaré los acordes de fe, devoción y esperanza, con que habéis profesado ante la Virgen de Suyapa vuestro propósito de ser una comunidad eclesial, cada vez más viva y fraterna. Confío mucho en la abnegada entrega de los sacerdotes, religiosos y religiosas, y en la ferviente actividad de los delegados de la Palabra y catequistas. Y espero que bajo el impulso de vuestros celosos obispos, las familias hondureñas sabrán favorecer y ver con gozo la entrega de alguno de sus miembros al servicio de Dios, en el sacerdocio y en la vida religiosa.

Una vez más agradezco al Señor Presidente y a todas las autoridades su benévola acogida, organizada con tanto cuidado. Quedo muy agradecido asimismo a todos los que han contribuido a la preparación y realización de esta inolvidable jornada, y en especial a mis hermanos los obispos.

Deseo a este noble país un continuo progreso económico, social, cultural, moral y espiritual; para que toda la población pueda vivir en una atmósfera de libertad, de confianza, de justicia y de paz. ¡Dios esté con vosotros y os bendiga, como yo os bendigo de corazón!.







VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

DISCURSO EL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS OBREROS DE SAN PEDRO SULA


Martes 8 de marzo de 1983



Por la brevedad de mi permanencia en estos países no he podido reunirme por separado con los obreros, que he ido encontrando a lo largo de mi visita apostólica dispersos entre el Pueblo de Dios. Por eso, en este significativo lugar de San Pedro Sula, entregaré ahora a representantes de obreros un mensaje escrito, que dirijo a todos los obreros de América Central, Belice y Haití, acompañando de un cordialísimo y reiterado saludo para ellos y sus familias, a la vez que los bendigo de corazón.

Testo del mensaje

Queridos obreros,

1. En el marco de mi viaje apostólico por tierras del área geográfica centroamericana, envío a vosotros, obreros y obreras de los diversos países, un cordial recuerdo y saludo, que extiendo a vuestras familias.

Es verdad que esta zona del mundo presenta características prevalentemente rurales. Sin embargo, la industrialización todavía incipiente, que vuestros pueblos están llamados a lograr en mayor grado, en un futuro no lejano, me hace pensar en el importante papel que tendréis como constructores de la sociedad en vuestras naciones.

Deseo por ello compartir con vosotros algunas reflexiones sobre vuestro trabajo y dignidad, a la luz de la enseñanza social de la Iglesia.

14 2. Debe respetarse la dignidad de todo trabajador y debe garantizarse el valor de su trabajo, todos los que están comprometidos en los procesos laborales habrán de convenir en la prioridad del trabajo sobre el capital como camino hacia el desarrollo industrial de estas naciones (cf. Laborem Exercens LE 12).

Ninguno ignora que muchas de las condiciones actualmente existentes son injustas; que las estructuras económicas no sirven al hombre; que tantas situaciones reales no elevan la dignidad humana; que la naciente industrialización crea ya un cierto grado de desempleo, particularmente dañoso para la juventud. La tarea que se impone es la de afrontar honestamente la complejidad de estos problemas en el plano económico social, pero más aún en el plano humano y cultural.

Al proponer estos objetivos no se quiere simplemente acusar a un sistema, ni efectuar una especie de análisis de clase que contraponga una ideología a otra. La Iglesia habla partiendo de una visión cristiana del hombre y de su dignidad. Porque está convencida de que no hay necesidad de recurrir a ideologías o proponer soluciones violentas, sino comprometerse en favor del hombre, de cada hombre y de todos los hombres, de su dignidad integral, partiendo del Evangelio. Asumiendo para ello el valor humano y espiritual del hombre en cuanto trabajador, que tiene derecho a que el producto de su trabajo contribuya equitativamente a su propio bienestar y al bienestar común de la sociedad.

Es cierto que el trabajador no siempre ha tenido la oportunidad de llegar a un suficiente desarrollo; por eso debe ser ayudado, técnica y culturalmente, a capacitarse para lograrlo, a fin de liberarlo de las injusticias y darle los medios para conseguir esta contribución al bienestar propio y ajeno, en armonía y paz con los otros sectores del mundo del trabajo.

3. Para que ello pueda obtenerse progresivamente habrá que desarrollar los sistemas y procesos que están de acuerdo con el principio de la prioridad del trabajo sobre el capital, implantando estructuras y métodos que superan la contraposición entre trabajo y capital (cf. Laborem Exercens LE 13).

La opción que se pone ante nosotros no es la del status quo o la lucha ideológica de clase, con su correspondiente violencia. La Iglesia se dirige a los corazones y a las mentes, y sobre todo a la capacidad de cambio que existe en todos. El modo de acabar con la violencia de la oposición de clases, no es ignorar las injusticias, sino corregirlas, como la Iglesia reclama insistentemente en su enseñanza social.

Por eso ella propone como medio el estudio de nuevos modos de organización del trabajo y de las estructuras referentes al trabajo, según las exigencias que emergen de la dignidad del trabajador, de su vida en familia y del bien común de la sociedad; sobre todo en una sociedad que comienza a industrializarse, y donde puede ser fuerte la tentación de dejar que las fuerzas del mercado sean el factor determinante en el proceso productivo. En tal caso se llega a una inaceptable reducción de la persona del trabajador a la condición de objeto.

Al contrario, la Iglesia siempre enseña que todo esfuerzo de progreso social debe respetar el carácter prevalentemente subjetivo de la persona y de su trabajo, es decir, “cuando toda persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno título a considerarse al mismo tiempo «copropietario» de esa especie de gran taller de trabajo en el que se compromete con todos” (Ibíd..14).

Cada persona y las distintas organizaciones de la sociedad deben colaborar; a encontrar o crear estructuras sociales que ayuden a eliminar injusticias y asegurar estos objetivos. Ante todo las asociaciones o sindicatos constituidos a este fin y que, de acuerdo con el principio de subsidiaridad, deben gozar de la conveniente libertad de acción, de manera que respondan lo más adecuadamente posible a las necesidades de la sociedad.

4. En tema laboral, la primera e indispensable condición es el justo salario, que constituye el patrón para medir la justicia de un sistema socioeconómico (cf. Laborem Exercens LE 19). Son, sin embargo, varios los elementos que componen el justo salario y que van más allá de la mera remuneración por un trabajo específico realizado.

El justo salario incluye obviamente esto como base, pero considera en primer lugar y ante todo al sujeto, es decir al trabajador. Lo reconoce como socio y colaborador en el proceso productivo y lo remunera por lo que él es en dicho proceso, además de por lo que ha producido. Ello debe tener en cuenta, naturalmente, a los miembros de su familia y sus derechos, afín de que puedan vivir de manera digna en la comunidad y así puedan tener las debidas oportunidades para el propio desarrollo y mutua ayuda.

15 El justo salario tiene que considerar al trabajador y su familia como colaboradores en el bien de la sociedad. Y su salario debe ser tal que el trabajador y su familia puedan disfrutar de los beneficios de la cultura, dándoles también la posibilidad de contribuir por su parte a la elevación de la cultura de la nación y del pueblo.

Llevar esto a cabo no es una tarea fácil. Además no compete sólo a dos personas estipular los relativos contratos. La determinación del justo salario exige también la activa colaboración del empresario indirecto. Las estructuras del gobierno deben tener su parte equilibradora. Porque no es aceptable que el poderoso obtenga grandes ganancias, dejando al trabajador unas migajas. Ni es aceptable que gobierno y empresarios, sean de dentro o de fuera del país, estipulen acuerdos entre sí mismos, beneficiosos para ambos, excluyendo la voz del trabajador en este proceso o su participación en los beneficios.

El objetivo es, por ello, una tal organización del mundo del trabajo y de la industria que los canales de la comunicación y participación estén asegurados. Entonces, utilizando estos canales, todos los trabajadores, dirigentes, propietarios de los medios de producción y gobierno deben colaborar para llegar a la irrenunciable meta de un justo salario, que incluya todos los factores necesarios que garantizan la justicia al trabajador en el sentido más pleno y profundo (cf. Ibíd..14). Solamente cuando cada uno de los componentes asumen su propia responsabilidad, en colaboración con los otros, puede la sociedad ir más allá de polarizaciones de ideología y lucha de clases, para asegurar el crecimiento armónico del trabajador, de la familia y sociedad.

5. Hay otros dos problemas, distintos pero relacionados entre sí, sobre los que querría llamar brevemente la atención. Son los del analfabetismo y del desempleo. Afrontar estos problemas, quiere decir ante todo hacerse conscientes de la situación y movilizar luego los recursos disponibles para extirpar tales males. Significa también mantener dentro de las dimensiones humanas el problema del trabajo, considerando todos los valores culturales y religiosos del hombre.

Un necesario programa de eliminación del analfabetismo deberá conducir a todo ciudadano hacia la cultura, preparándolo para que tenga la oportunidad de participar en la dirección de la sociedad y pueda desplegar sus energías creadoras, para contribuir a la herencia común de su país. Ello redundará en bien de la persona, de la familia y de la sociedad.

Este objetivo deberá estar en la base de cualquier programa de elevación humana, ya que es una de las primeras exigencias de la dignidad del hombre y condición previa para su posterior progreso en cualquier campo.

El problema del desempleo es una lacra de nuestro mundo, debido a diversas causas económicas y políticas. También a la Iglesia preocupa este problema, que tiene un significado no sólo social o económico, sino también personal, psicológico y humano, porque humilla a la persona a sus propios ojos, le provoca un cierto sentimiento de inutilidad e indefensión, constituyendo una experiencia dolorosa, sobre todo para los jóvenes y los padres de familia.

Hay que tender con todas las fuerzas sociales disponibles a integrar a todo trabajador en las diversas actividades del trabajo productivo. Y será quizá oportuno separar una parte de beneficios laborales, para convertirlos en nuevos puestos de trabajo en favor de los desocupados. Además de tratar de promocionar actividades que estén también unidas al sistema productivo, como la asistencia social, los proyectos de educación y cooperación, las iniciativas culturales y otras.

6. Amados obreros: La Iglesia desea para vosotros y quiere ayudaros, en lo que de ella depende, a lograr metas más altas de justicia y dignidad. Desea vuestro bienestar material y el de vuestras familias. Pero no hay que detenerse ahí. Sois seres humanos con vocación que supera la vida terrena. Por eso os alienta a abriros a Dios, a acoger y seguir la enseñanza y ejemplos de Cristo. A vivir responsablemente vuestra fe cristiana como hijos de Dios y de la Iglesia.

Pido para vosotros la luz, la fortaleza, la esperanza y la valentía de la fe. Y dejo a vosotros, a todos los obreros de los países que he visitado en estos días y a vuestras familias, mi saludo afectuoso, mi bendición y mi cordial recuerdo.







VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

CEREMONIA DE BIENVENIDA A HONDURAS


Martes 8 de marzo de 1983

16

Aeropuerto de Toncontín-Tegucigalpa



Señor Presidente,
amados hermanos en el Episcopado,
queridos hondureños todos:

Sean mis primeras palabras de sincero agradecimiento al Señor Presidente de la República por su amabilidad en venir a recibirme y por su cordial saludo de bienvenida, que da expresión a las visibles muestras de afectuosa acogida que todos me dispensáis y que me hace sentir en un clima de familia. Agradezco también al Señor Presidente la amable invitación que me hizo, en unión con el Episcopado, para visitar la querida nación hondureña.

Encontrándome aquí, quiero compartir con vosotros mi gozo y esperanza, como sólo puede darlos la bondad divina que me permite realizar este viaje apostólico. Por mi parte, y en correspondencia a vuestra entusiasta acogida, deseo estrechar en un gran abrazo de paz a todos vosotros: a los hermanos en el Episcopado que preside monseñor Héctor Enrique Santos; a los habitantes de Tegucigalpa y a los demás que habéis venido de otras zonas del país; a los que en pueblos y caseríos, dentro de casa o en el campo, me estáis escuchando. Sabed que tenéis entre vosotros y con vosotros a un hermano, que camina a vuestro lado.

En cumplimiento de su misión apostólica, el Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal está presente en medio del Pueblo de Dios que avanza en suelo hondureño hacia la casa del Padre. Me habéis invitado a venir y, en el nombre del Señor, estoy entre vosotros. Quiero testimoniar también aquí, que Jesús es el Señor, el que ha resucitado de la muerte para dar la vida a todos los hombres. Y a la vez deseo alabar al Señor por todas las maravillas que la gracia divina ha obrado en esta Iglesia en Honduras.

Amadísimos todos: desde el primer momento de mi llegada, me habéis abierto las puertas de vuestro corazón. Yo también os reitero mi profunda estima y afecto.

Que Dios bendiga a todos los que hoy me habéis acogido, personalmente o en espíritu. Que bendiga a cuantos encontraré en mi recorrido y a cuantos se unirán a mí en las asambleas de oración. Que Dios bendiga ahora y siempre a todos los hondureños!







VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL MUNDO UNIVERSITARIO


Lunes 7 de marzo de 1983



Señores rectores,
profesores,
17 queridos universitarios y universitarias:

1. En el marco de mi visita a América Central, Belice y Haití, deseo dirigiros este mensaje escrito, para reflexionar juntos sobre las especiales relaciones que unen a la Iglesia con la universidad. Ello quiere ser también prueba del gran interés que la Iglesia presta a la misión indispensable de la universidad en la sociedad actual, sobre todo en esta época tan atenta al progreso integral del hombre.

Como bien sabéis, es en Europa donde la universidad ha nacido en el seno mismo de la Iglesia, como una extensión casi natural de las funciones que la misma Iglesia ejercía en el terreno de la enseñanza, de la educación, de la investigación y del servicio cultural. A partir de modestas escuelas, surgidas en torno a las catedrales y monasterios, se desarrollaron gradualmente facultades y centros de enseñanza superior, que la Iglesia ha apoyado, luego instituido y confirmado en sus prerrogativas y autonomías académicas. Poco a poco se desarrollaron comunidades universitarias prestigiosas como las de Bolonia, París, Oxford, Praga, Cracovia, Salamanca, Coimbra, que han ejercido un papel encomiable en la maduración de la cultura europea, la cual no sería lo que es sin su impulso y aportación.

2. En el momento en que la acción de Europa se extendía hacia estas tierras, la Iglesia quiso que se crearan universidades o escuelas superiores, para responder a las necesidades propias del Nuevo Mundo. Así se implantaron tantas universidades, bastantes de las cuales han sido célebres: las de Santo Domingo, Lima, México, Sucre, Quito, la Javeriana de Bogotá, la de Córdoba y la universidad de San Carlos de Guatemala, de las que se nutren otras posteriores. Allí se ha Impartido una excelente enseñanza, tanto en teología como en filosofía, letras, artes, humanidades, medicina, derecho, matemáticas, astronomía, botánica. Y a la vez se crearon prestigiosas bibliotecas en los principales centros. universitarios del continente.

3. Pero mi intención no es hacer la apología de un periodo que, como toda época, conoció sus éxitos y dificultades, sino subrayar la función que la Iglesia ha tratado de realizar en esta experiencia secular, por medio de las universidades.

Desde el principio ha aspirado a cultivar las ciencias sagradas y profanas, para profundizar la obra de Dios y servir a la sociedad. Las universidades han formado así grandes hombres de Iglesia, médicos, educadores, expertos en derecho y en jurisprudencia, que han estado al servicio de la comunidad. En una palabra, las universidades contribuyeron a suscitar en cada lugar, una clase de personas altamente calificadas para cubrir las necesidades específicas de las sociedades del Nuevo Continente.

4. La Iglesia recordaba a menudo que la función de la universidad era la de defender al hombre, sus derechos y su libertad. Baste evocar aquí la voz profética del gran obispo Francisco de Marroquín que, cien años antes de la creación de la prestigiosa universidad San Carlos de Guatemala, proclamaba la misión cristiana y humana de la universidad; que hizo todo lo posible para facilitar su creación futura, dejando incluso dote para tal fin.

Para él, la universidad debía consagrarse al progreso de las ciencias divinas y humanas, y a la defensa de los derechos del hombre. Este espíritu, recordado constantemente por la Iglesia, contribuyó a la eclosión de una cultura original, abierta al servicio del hombre latinoamericano y a la promoción de su propia identidad. De estas universidades surgen en gran parte los hombres y mujeres que han forjado las naciones latinoamericanas, que han definido la autonomía y la vocación cultural, afirmando siempre la comunidad espiritual de los pueblos de este continente.

5. Estas universidades contribuyeron a la difusión de un humanismo enraizado en el rico humus cultural de vuestras regiones. Recordemos, en campo científico, a José Celestino Mutis, del colegio mayor del Rosario de Bogotá, un gran botánico y especialista en los descubrimientos astronómicos de Copérnico. Pensemos también en el gran poeta y latinista Rafael Landívar, de Guatemala.

Y cómo olvidar las exploraciones de los misioneros e investigadores cristianos sobre las grandes civilizaciones precolombinas, como la de los mayas, de la que se descubrió posteriormente los monumentos impresionantes, la cosmología, los conocimientos matemáticos y astronómicos, así como el sentido profundo de lo sacro. Así, estas culturas son mejor comprendidas y estudiadas hoy, y se constata el influjo que ejercieron en vosotros estas antiguas civilizaciones.

6. Se puede decir pues que la historia universitaria en vuestros países ha estado por bastante tiempo unida a la vida de la Iglesia. Si las circunstancias y las evoluciones políticas han podido romper luego estos lazos y suscitar incomprensiones recíprocas, hay que reconocer, no obstante, que entre la universidad y la Iglesia existe una real connaturalidad.

18 En efecto, la universidad y la Iglesia se consagran, cada una según su manera propia, a la búsqueda de la verdad, al progreso del espíritu, a los valores universales, a la comprensión y al desarrollo integral del hombre, a la exploración de los misterios del universo. En una palabra, la universidad y la Iglesia quieren servir al hombre desinteresadamente, tratando de responder a sus aspiraciones morales e intelectuales más altas. La Iglesia enseña que la persona humana, creada a imagen de Dios, tiene una dignidad única, que es necesario defender contra todas las amenazas que, sobre todo actualmente, acechan con destruir al hombre en su ser físico y moral, individual y colectivo.

La Iglesia se dirige muy en particular a los actuales universitarios para decirles: tratemos de defender juntos al hombre en si mismo, cuya dignidad y honor están seriamente amenazados. La universidad, que por vocación es una institución desinteresada y libre, se presenta como una de las pocas instituciones de la sociedad moderna capaces de defender con la Iglesia al hombre por sí mismo; sin subterfugios, sin otro pretexto y por la sola razón de que el hombre posee una dignidad única y merece ser estimado por sí mismo.

Este es el humanismo superior que enseña la Iglesia. El que os ofrece en vuestra tarea tan noble y urgente, universitarios y educadores. Permitidme por ello que os exhorte a emplear todos los medios legítimos a vuestro alcance: enseñanza, investigación, información, diálogo con el público, para llevar a cabo vuestra misión humanística, convirtiendo en artífices de esa civilización del amor, la única capaz de evitar que el hombre sea un enemigo para el hombre.

7. Es asimismo necesario, de una parte y de otra, favorecer también hoy día las condiciones de un diálogo fecundo entre la Iglesia y las universidades. En la plenitud de su justa autonomía y en medio de contextos jurídicos y civiles que no pueden ser los del pasado, las universidades pueden tener no poco interés en considerar con atención y más a fondo la riquísima antropología que el Concilio Vaticano II ha madurado y expresado para los tiempos modernos, en documentos inspiradores como la Constitución Gaudium et spes, que se presenta como una respuesta no sólo a las esperanzas, sino también a las angustias del hombre moderno, sediento, quizá como nunca en la historia, de liberación y de fraternidad. La universidades católicas, de acuerdo con su propia misión, deben profundizar en los fundamentos divino-humanos y en el valor universal de tal antropología.

Pero todos los hombres y mujeres de buena voluntad están invitados encarecidamente a compartir esta visión moral y espiritual del hombre, que nuestra época está llamada a promover con todas sus energías, si quiere superar sus contradicciones y evitar el drama de guerras absurdas y desgarros fratricidas. De lo contrario el hombre seguirá explotando vergonzosamente al hombre, sometiéndolo al juego cruel de los intereses o de las ideologías.

Este lenguaje –lo estoy comprobando en mis encuentros con los hombres y las mujeres de cultura y de ciencia– no deja indiferente a ninguno. Todos entienden que para defender al hombre con desinterés y promover su verdadero progreso hay que superar nuestras divisiones, disociar la enseñanza superior de los enfrentamientos de parte, en una palabra, llenar el espíritu de verdad y de justicia.

La universidad faltaría a su vocación si se cerrase al sentido de lo absoluto y de lo trascendente, ya que limitaría arbitrariamente la investigación de toda la realidad o de la verdad, y terminaría por perjudicar al hombre mismo, cuya más alta aspiración es conocer lo verdadero, lo bueno, lo bello, y esperar en un destino que lo trasciende. Así, pues, la universidad debe convertirse en el testimonio de la verdad y de la justicia, y reflejar la conciencia moral de una nación.

Los universitarios, los intelectuales, los educadores, pueden ejercer un peso considerable en la lucha por la justicia social, un objetivo que hay que perseguir con valentía y vigor, con los medios de la misma justicia, llevando a cabo todas las mejorías que impone la ética en las relaciones económicas y sociales, y evitando al mismo tiempo las violencias destructoras de los enfrentamientos revolucionarios. La universidad tiene a su disposición un inmenso poder moral para defender la justicia y el derecho, actuando en conformidad con sus propios medios, que son los del saber competente y de la educación moral. Asimismo la universidad debe tratar de fomentar, en la medida de lo posible, la extensión de los beneficios de la educación superior a todas las clases y a todas las generaciones susceptibles de aprovecharse de ella.

Programa ambicioso, ciertamente; difícil de realizar de una vez; pero se trata de un proyecto ideal que debe inspirar los desarrollos futuros de la universidad, la reforma de los programas y la renovación de la orientación universitaria.

8. Dirijo una llamada especial a los católicos, para que acojan generosamente estas orientaciones e inventen las vías de un nuevo diálogo entre la Iglesia y el mundo universitario, científico y cultural. La empresa me parece vital para la Iglesia y para vuestras naciones. En efecto, ¿qué futuro puede esperarse, si el hombre es sacrificado y si se destruye a sí mismo? Solamente la antropología fundada sobre el amor incondicional del hombre y sobre el respeto de su destino trascendente permitirá a las presentes generaciones superar las crueles divisiones y luchar contra las indignidades físicas, morales y espirituales que deshonran actualmente a la humanidad.

Las universidades católicas tienen hoy un papel especial que jugar en cuanto a profundizar una antropología liberadora que considere al hombre en su cuerpo y en su espíritu; y pueden entablar un diálogo original con todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Partiendo de su vocación y de su identidad cristiana, las universidades católicas podrán responder eficazmente al gran desafío que tienen hoy día.

19 Dirijo también una llamada apremiante a aquellos católicos que trabajan habitualmente en las universidades y en los centros de investigación, para que todos unidos defendamos al hombre individual y colectivo, en el momento actual y en el futuro. Estoy convencido de que mi llamada encontrará una decidida y generosa respuesta por parte de todos los responsables de la Iglesia: de los religiosos, las religiosas, los seglares, los hombres y mujeres de todas las edades.

Pensando en estas cuestiones tan graves de nuestra época, he decidido crear el Pontificio Consejo para la Cultura (Cfr. IOANNIS PAULI PP. II Epistula pro institutione Pontificii Consilii pro hominum Cultura, die 20 maii. 1982: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V/2 [1982] 1775 ss.), con el fin de dar un impulso a la Iglesia en tan importantes materias y testimoniar a la vez el gran interés que la Santa Sede presta al diálogo de las culturas y a la promoción intelectual del hombre.

A vosotros, responsables y miembros del mundo universitario de esta área geográfica, os reitero mi profunda estima por vuestra alta y trascendental misión. Y pido a Aquel que es la plenitud de la verdad y el destino del hombre, que oriente vuestros caminos, los haga servir al bien de la humanidad y los eleve hacia una altura de trascendencia.







Discursos 1983 8