Discursos 1985 59


VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,

ECUADOR, PERÚ Y TRINIDAD Y TOBAGO


A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO*


Lima, domingo 3 de febrero de 1985



Señores Embajadores,
señoras y señores:

En el transcurso de mi visita pastoral a este querido país, no podía faltar el presente encuentro con vosotros, ilustres miembros del Cuerpo Diplomático acreditado en el Perú. Agradezco sinceramente la amable acogida, así como las deferentes palabras que vuestro Decano, interpretando el sentir de todos, ha tenido a bien dirigirme.

Desde esta antigua y siempre joven «Ciudad de los Reyes» deseo expresares mi profunda estima por vuestra misión específica y alentares a continuar en vuestro loable empeño en favor del entendimiento y convivencia pacífica entre los pueblos; para que, superando desconfianzas, rivalidades e intereses contrapuestos, —sea de naciones o de grupos de naciones— vaya estableciéndose un orden internacional que responda cada vez más adecuadamente a las exigencias de la justicia, de la solidaridad entre los pueblos y de los derechos fundamentales de la persona humana. El respeto de esos derechos es precisamente la mejor garantía de una correcta convivencia pacífica entre las naciones.

En el Mensaje que he dirigido con ocasión de la reciente Jornada mundial de la Paz escribía: «Hoy existen pueblos a los que los regímenes totalitarios y sistemas ideológicos impiden ejercer su derecho fundamental de decidir ellos sobre su propio futuro. Hombres y mujeres sufren hoy insoportables insultos a su dignidad humana por la discriminación racial, el exilio forzado o la tortura. Hay quienes son víctimas de hambre y miseria. Otros están privados de la práctica de sus creencias religiosas o del desarrollo de su propia cultura» (IOANNIS PAULI PP. II Nuntius scripto datas ob XV??? diem ad pacem fovendam dicatum, 1, die 8 dec. 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 1552).

En ello la Iglesia quiere poner todo su empeño, e invita a c?a?tos pueden ofrecer su válida aportación, para que se logre ese nuevo orden de vida que establezca sobre bases sólidas, de modo equitativo y duradero, las relaciones entre los hombres y las naciones. Ahí se abren grandes posibilidades a los técnicos en la materia, llamados a ser constructores de paz, de acercamiento, pioneros contra el odio y la guerra. Para eliminar siempre la violencia. Para que la paz no sea mera ausencia de guerra, sino presupuesto de una auténtica convivencia.

Señoras y señores: Al reiterares mí vivo aprecio por vuestro alto cometido, pido a Dios que sigáis dedicando vuestro esfuerzo y competencia ala justa causa de la paz y al entendimiento entre los pueblos mediante el respeto al derecho de cada persona.

¡Muchas gracias!

60 *Insegnamenti VIII, 1 pp. 398-399.

L' Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.7 p.14.









VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,

ECUADOR, PERÚ Y TRINIDAD Y TOBAGO

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON LOS ENFERMOS Y ANCIANOS DEL PERÚ


Callao, lunes 4 de febrero de 1985



«Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba. Por las fatigas de su alma, verá luz. Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos» (Is 53,4 Is 53,11).

1 . Acabamos de oír, queridos enfermos, el pasaje del libro de Isaías, en el que cinco siglos antes de Cristo, se describen los sufrimientos del Mesías. El Evangelista Mateo aplica a Jesús el texto antes citado: «El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8,17).

Así, este maravilloso cántico del Siervo de Dios, como se le llama, nos propone no sólo la descripción de los sufrimientos del Señor, sino el sentido de su pasión que culmina en la resurrección (Cf. . Is Is 53,10 Is 52,15). Es el sentido del sufrimiento del hombre, especialmente sí está unido a Cristo por la fe. Es el sentido de vuestro sufrimiento, amados hermanos presentes que representáis a todos los enfermos del Perú, como he querido explicarlo en mi Documento sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano: «Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado justamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo» (IOANNIS PAULI PP. II Salvifici Doloris, 19).

Vengo a haceros esta visita como enfermos. Conozco de cerca vuestra situación, porque me ha tocado vivirla yo mismo. Me refiero a esa situación de postración en que las fuerzas naturales decrecen y, de alguna manera, el hombre parece reducido a un objeto en manos de sus cuidadores. La postración e inactividad forzada pueden provocar en el enfermo la tentación de concentrarse en sí mismo. No es por eso extraño que la enfermedad pueda acercar al Señor o pueda conducir ala desesperación. Pero la enfermedad es siempre un momento de especial cercanía de Dios al hombre que sufre.

Jesús se acercó a los enfermos con amor y les tendió su mano bondadosa, para que reavivaran su fe y anhelaran más hondamente la salvación plena. Curó a muchos (Cf. . Marc Mc 1,34), pero sobre todo superó el sufrimiento, haciéndolo servir al misterio de su redención.

Esta actitud de Jesús, que nos encomendó imitar visitando a los enfermos (Cf. . Matth Mt 25,36), es uno de los rasgos del corazón cristiano. Podríamos decir que la preocupación y el servicio que se presta al enfermo es uno de los indicios que distinguen a un pueblo cristiano. En ese servicio que exige sacrificios, brilla la más alta virtud: la caridad.

2. Diversas circunstancias de la vida moderna y el egoísmo que anida en el corazón humano, llevan demasiadas veces a dejar aparte a los enfermos, considerados quizá inconscientemente como sujetos no aptos para la lucha activa por el progreso. Y aunque se les proporcionen los medíos necesarios para su restablecimiento, se corre el riesgo de tener por perdido el tiempo que se consagra ala visita o al consuelo de los que yacen en el lecho de la enfermedad.

Vosotros, amados hermanos, sabéis por experiencia que no son suficientes los servicios técnicos ni la atención sanitaria, por más que se realicen con profesionalidad exigente. El enfermo es una persona humana y, como tal, necesita sentir la presencia cálida de sus seres queridos y de sus amigos. Esa presencia y medicina espiritual que nos hace amar la vida y nos inclina a luchar por ella con una fuerza interior, que tantas veces influye decisivamente en la recuperación de la salud. Mañana podemos ser nosotros, los que hoy estamos sanos, quienes ocupemos el lecho del dolor. Y entonces nos aliviará también compartir la solidaridad y el afecto de parientes y amigos. ¡Cómo impresiona por ello, la lectura de Isaías: «Despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores . . ., y no le tuvimos en cuenta»! (Is 53,3)

61 Grandes sectores de la civilización técnica han pensado quizás en un hombre duro, casi insensible, hecho para el trabajo y la producción. Jesús, en cambio, nos enseña a amar al hombre en sí mismo, en su grandeza y desvalimiento. Ahí es precisamente donde el amor se hace más necesario y verdadero. «Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento. No puede el hombre «prójimo» pasar con desinterés ante el sufrimiento ajeno» (?OANNIS PAULI PP. II Salvifici Doloris, 29).

Sólo el hombre que es capaz de acoger el amor misericordioso será capaz de darlo sin egoísmos. Por eso, para Jesús los enfermos son uno de los signos de la dignidad humana; se entrega a ellos y nos invita a servirles, como expresión de amor genuino al hombre.

3. Toda enfermedad grave suele pasar por momentos de desaliento radical, en los que surge la pregunta del porqué de la vida, precisamente porque nos sentimos desarraigados de ella. En esos momentos, la presencia silenciosa y orante de los amigos nos ayuda eficazmente. Pero en última instancia sólo el encuentro con Dios será capaz de decir a lo más herido de nuestro corazón la palabra misteriosa y esperanzadora.

Cuando nosotros, como Jesús, afligidos por nuestra situación, gritamos interiormente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (
Ps 22,2 Mt 27,46 Mc 15,34), sólo de El podemos recibir la respuesta que aquieta y reconforta a la vez. Es el consuelo que vemos en el Siervo de Dios en medio del dolor: «Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca a Yavé se cumplirá por su mano» (Is 53,10).

La cruz de Cristo proyecta así un rayo de luz sobre el misterio del dolor humano; sólo en la cruz puede encontrar el hombre una respuesta válida ala interpelación angustiada que surge en el corazón del hombre doliente. Los santos lo han comprendido bien, han sabido aceptar el dolor y, a veces, hasta han deseado ardientemente ser asociados ala pasión del Señor, haciendo propias las palabras del Apóstol: «Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Identificado con Cristo en la cruz, el hombre puede experimentar que el dolor es un tesoro; y la muerte, ganancia (Cf.. Phil. 1, 21); puede experimentar cómo el amor a Cristo dignifica, hace dulce el dolor y redime (Cfr. IOANNIS PAULI PP. II Salvifici Doloris, 24).

4. Este es el consuelo de los creyentes, cuando la gracia de Dios nos hace vivir de fe, mantiene nuestra esperanza y aviva nuestra caridad. Así se hace ya realidad en nosotros la liberación que nos ha ganado Cristo, pues, en forma misteriosa pero eficaz, en cierto sentido la muerte se torna vida para nosotros. Es la muerte generosa del trigo que va haciendo surgir una cosecha abundante de redención (Cf.. Io. 12, 24). Esto es lo que expresa el cántico de Isaías de manera tan viva: «Por las fatigas de su alma justificará mi Siervo a muchos» (Is 53,11). «Por eso le daré su parte entre los grandes» (Ibíd.. 53, 12).

El hospital tiene siempre algo de Calvario, porque allí, unidas al sacrificio del Redentor, se ofrecen vidas por la redención del mundo. Como Jesús, nuestro «Cordero inmolado» (Cfr. Apoc Ap 5,6), ofreció la suya al Padre por todos nosotros, pecadores, y por cuantos sufren y se asocian a su sufrimiento y al misterio de su redención (Cfr. IOANNIS PAULI PP. II Salvifici Doloris, 19).

Yo me uno cordialmente a vuestras vidas, queridos enfermos del Perú, con afecto de hermano. Pido al Señor lo mejor para vosotros: la salud, la alegría, la paz, la presencia de los seres queridos y, sobre todo, que os unáis a Cristo en su sacrificio salvador. Que no consideréis vuestras vidas, ní este tiempo de enfermedad, como realidades inútiles. Estos momentos pueden ser ante Dios los más decisivos para vuestras vidas, los más fructíferos para vuestros seres queridos y para los demás.

5. Me dirijo ahora a vosotros, queridos hermanos y hermanas de la edad ascendente, que vais pasando por esta vida temporal, acercándoos a la «ciudad permanente». Edad para muchos difícil, de incomprensión y soledad. Por eso dirijo también a vosotros las reflexiones ofrecidas antes a los enfermos. Pero para muchos otros, edad del reposo, de la paz y de la felicidad que proporciona la compañía de «sus hijos y los hijos de sus hijos». A todos se aplica lo que dice el libro de los Proverbios: «La honra del anciano son sus canas (Pr 21,29).

Todos tenéis lo que sólo el correr de los años da, y no se puede obtener de otra manera: la experiencia y madurez para penetrar más en el misterio de la vida, y comprender que, si bien es correcto buscar la felicidad en la vida terrena, sólo en la fuerza del Espíritu, que nos lleva a Dios Padre, Eterno, está la plenitud que todos ansiamos. Pido a Dios que os dé esa comprensión, en la cual tendréis la paz y con ella superaréis la soledad e incomprensión.

En los países donde los cristianos, venciendo las tentaciones del materialismo anteponen los valores del espíritu, hay muchos ancianos que son cariñosamente atendidos por los mismos parientes, amigos o vecinos. Debéis conservar este precioso don, tanto más que, por las migraciones internas, hay un creciente número de quienes, estando en edad avanzada, se encuentran apartados de la tierra en que nacieron, de sus hábitos, de sus familias. Más aún, pocos de ellos pueden acogerse ala jubilación. Para ellos pido una especial comprensión, no sólo del Gobierno, sino de cuantos están más cercanos a ellos.

62 Sé que las beneméritas Hermanas de los Ancianos Desamparados y otras instituciones atienden con ejemplar dedicación a los abuelitos y abuelitas; pero no son numéricamente suficientes para cuidar a todos los que llegan ala edad ascendente. Igualmente pido que se siga cumpliendo con empeño el deber de atender adecuadamente a los jubilados, que en los momentos difíciles por los que pasamos, tienen más necesidad de apoyo.

A cuantos se preocupan por las personas de la edad ascendente, religiosas y seglares, así como a quienes las atienden en sus casas, les expreso mí agradecimiento, y para ellos pido la protección de la Virgen de los Desamparados; para que sepan brindar comprensión, compañía y cariño a todos los ancianos y ancianas.

A vosotros, a los enfermos y ancianos del Perú y a quienes los atienden, doy de corazón mí Bendición Apostólica.











VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,

ECUADOR, PERÚ Y TRINIDAD Y TOBAGO

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON LOS POBRES DE «VILLA EL SALVADOR»


Martes 5 de febrero de 1985



1. Con cuánta ilusión he esperado tener este encuentro con vosotros, queridos habitantes de «Villa El Salvador»! Desde mí llegada al Perú y aun antes de mi venida, la visita a este «pueblo joven», que ya con su nombre nos habla de la cercanía a Cristo, el Salvador del mundo, ha ocupado siempre un lugar preferente en el programa de mi viaje, precisamente porque se trataba de los más necesitados.

Durante estos días que estoy compartiendo con el querido pueblo peruano, ha venido con frecuencia a mí mente aquel pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar, en el que Jesús se compadeció de la multitud «porque eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles largamente» (Mc 6,34). Pero además ordenó a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer» (Ibíd. 6, 37).

Esta mañana en que vengo a visitares, deseo deciros que esas palabras de Jesús inspiran en el Papa aquel sentimiento de compasión hacia los habitantes de todos los pueblos jóvenes, los abandonados, los enfermos, los ancianos, los que no tienen trabajo, los niños sin pan y sin educación para su futuro.

Vengo a visitares para compartir con vosotros lo que tengo: el pan de la Palabra de Cristo que da sentido y dignidad plena a la vida; para mostrar mi cercanía a vosotros, que sois una parte importante de la Iglesia. Vosotros, queridos hermanos, sois todos miembros del Cuerpo de Cristo; y si uno sufre, todos los demás sufren con él (Cf. 1Co 12,26).

2. El texto del Evangelio que hemos escuchado pone de relieve dos ministerios de la Iglesia. El ministerio de la Palabra y el ministerio del servicio en la mesa: Jesús «se puso a enseñarles muchas cosas», «partió los panes y los fue dando a los discípulos, para que se los fueran sirviendo» (Mc 6,34). Es un doble servicio que la Iglesia ha tenido como suyo desde el principio, para procurar a todos, en lo que de ella depende, el pan del espíritu y del cuerpo. ¿Qué sentido tiene hoy esto en el Perú y en este pueblo joven?

Quiero deciros desde el primer momento que admiro y aliento de todo corazón el trabajo abnegado de los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que, a ejemplo de Jesús y en comunión con toda la Iglesia, están dedicados a vuestro servicio y ayuda; dando testimonio de Cristo que, siendo rico se hizo pobre libremente, nació en la pobreza de un pesebre, anunció la liberación a los pobres, se identificó con los humildes, los hizo sus discípulos y les prometió su reino. Como lo expresé recientemente a vuestros obispos, la Iglesia quiere mantener su opción preferencial, no excluyente, por los pobres, y apoya el empeño de cuantos, fieles a las orientaciones de la jerarquía, se entregan generosamente en favor de los más necesitados (Cf.. IOANNIS PAULI PP. II Allocutio ad quosdam Peruviae Episcopos occasione oblata eorum visitationis «ad Limina», die 4 oct. 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 737 ss.).

Así lo confirmé también en el Mensaje «Urbi et Orbi» de la pasada Navidad: «Nosotros queremos afirmar nuestra solidaridad con todos los pobres del mundo contemporáneo en la dramática actualidad de su sufrimiento real y cotidiano» (Cf.. EIUSDEM Nuntius «Urbi et Orbi» in Nativitate Domini datur, 8, die 25 dec. 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 1667).

63 3. El pasaje del Evangelio proclamado al comienzo del nuestro encuentro, muestra la atención de Jesús por la doble dimensión del hombre: su espíritu y su cuerpo. Es un ejemplo que la Iglesia trata de recoger. Por eso vuestros Pastores y sus colaboradores se esfuerzan con todos los medíos a su alcance, en ayudaros a vivir en la creciente dignidad humana que pide vuestra condición de hijos de Dios.

Pero ellos, aun sintiendo la inquietud de los Apóstoles por vuestra falta de medios (Cf. . Marc
Mc 6,34), no disponen, por desgracia, de todos los recursos que serían necesarios. Por otra parte, saben bien que a ellos corresponde ante todo cuidar vuestra riqueza interior, esa que no se agota en la dimensión terrestre del hombre. Por eso, al enseñares a rezar en el Padrenuestro: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy», os alientan a pedir y buscar, sí, mayor dignidad y progreso material; pero sin olvidar que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). En una palabra, quieren también para vosotros la dignidad del espíritu, la dignidad consciente de vuestra libertad interior y el progreso en vuestra vida moral y cristiana.

Pero aunque la Iglesia siente el deber de ser fiel a su misión prioritaria de carácter espiritual, no olvida tampoco que el empeño en favor del hombre concreto y de sus necesidades forman parte inseparable de su fidelidad al Evangelio. La compasión de Jesús por el hombre necesitado, han de hacerla propia los Pastores y miembros de la Iglesia, cuando —como en esta «Villa El Salvador» y en tantos otros «pueblos jóvenes» del Perú— advierten las llagas de la miseria y de la enfermedad, de la desocupación y el hambre, de la discriminación y marginación. En todos estos casos como el vuestro, no podemos ignorar «los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que cuestiona e interpela» (Puebla, 31).

— Que cuestiona e interpela toda indiferencia o pasividad, pues el auténtico discípulo de Cristo ha de sentirse solidario con el hermano que sufre;

— que cuestiona e interpela ante la creciente brecha entre ricos y pobres, en que privilegios y despilfarros contrastan con situaciones de miseria y privaciones;

— que cuestiona e interpela frente a criterios, mecanismos y estructuras que se inspiran en principios de pura utilidad económica, sin tener en cuenta la dignidad de cada hombre y sus derechos;

— que cuestiona e interpela ante la insaciable concupiscencia del dinero y del consumo que disgregan el tejido social, con la sola guía de los egoísmos y con las solapadas violencias de la ley del más fuerte.

Bien sé que en ciertas situaciones de injusticia puede presentarse el espejismo de seductoras ideologías y alternativas que prometen soluciones violentas. La Iglesia, por su parte, quiere un camino de reformas eficaces a partir de los principios de su enseñanza social; porque toda situación injusta ha de ser denunciada y corregida. Pero el camino no es el de soluciones que desembocan en privaciones de la libertad, en opresión de los espíritus, en violencia y totalitarismo.

4. La palabra del Evangelio que inspira nuestro encuentro nos muestra a Jesús que, tras haber dado de comer milagrosamente a la muchedumbre, hace recoger las sobras (Cf. . Marc Mc 6,43). Aquellos trozos de pan y de pescado no debían ser desaprovechados. Eran el pan de una multitud necesitada, pero que debía ser el pan de la solidaridad, compartido con otros necesitados; no el pan del derroche insolidario. Esta palabra del Evangelio tiene un gran sentido entre vosotros.

Con gran alegría me he enterado de la generosidad con que muchos de los habitantes de este «pueblo joven» ayudan a los hermanos más pobres de la comunidad, en los comedores populares y familiares, en los grupos para atender a los enfermos, en las campañas de solidaridad para socorrer a los hermanos golpeados por las catástrofes naturales.

Son testimonios estupendos de caridad cristiana, que muestran la grandeza de alma del pobre para compartir. «Bienaventurados los misericordiosos», proclamó el Señor en el sermón de la montaña (Cf. . Matth Mt 5,7). Bienaventurados los que tienen entrañas de misericordia; los que no cierran su corazón a las necesidades de los hermanos; los que comparten lo poco que tienen con el hambriento. El mismo Jesús alabó sin reservas a aquella viuda pobre que dio como limosna no lo que le sobraba, lo superfluo, sino incluso lo necesario para vivir (Cf. . Luc Lc 21,1-4). Y es que tantas veces los e pobres de espíritu», a quienes el Señor llamó por eso bienaventurados, están más abiertos a Dios y a los demás; todo lo esperan de El; en El confían y ponen su esperanza.

64 Proseguid, queridos hermanos, en este camino de testimonio cristiano, de comportamiento digno y de elevación moral, para que los demás «vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16).

Pero, al mismo tiempo que dais ese ejemplo de admirable apertura de espíritu, luchad contra todo aquello que rebaja vuestra situación moral y os sume en el pecado: contra el alcoholismo, las drogas, la prostitución, la mentalidad machista que posterga y explota a la mujer, la promiscuidad, el concubinato. Dad estabilidad a vuestras familias, cuidad a vuestros niños, regularizad vuestras uniones santificándolas con el sacramento del matrimonio. Que el respeto mutuo sea la norma entre los esposos; y que la paternidad responsable, según la doctrina de la Iglesia, sea el criterio para la procreación y educación de los hijos. No olvidéis que la fibra moral de las personas, de las familias, de la comunidad, es condición fundamental para ser fuertes y ricos en humanidad, capaces de enfrentar las dificultades de la vida y abrir caminos de superación.

5. El «dadles de comer» pronunciado por Cristo, sigue resonando en los oídos de la Iglesia, del Papa, de los Pastores y colaboradores. Es la voz de Jesús, ayer y hoy. La Iglesia quiere ser, con esa voz de Cristo, abogada de los pobres y desvalidos. Ofrece su doctrina social como animadora de auténticos caminos de liberación. No cesa de denunciar las injusticias, y quiere sobre todo poner en movimiento las fuerzas éticas y religiosas, para que sean fermento de nuevas manifestaciones de dignidad, de solidaridad, de libertad, de paz y de justicia. Ella ayuda en lo que puede a resolver los problemas concretos, pero sabe que sus solas posibilidades son insuficientes.

Por ello quiere lanzar desde aquí, a través de mi voz, una urgente llamada a las autoridades y a todas las personas que disponen de recursos abundantes o pueden contribuir a mejorar las condiciones de vida de los desheredados. El «dadles de comer» ha de resonar en sus oídos y conciencias. Dadles de comer, haced todo lo posible por dar dignidad, educación, trabajo, casa, asistencia sanitaria a estas poblaciones que no la tienen. Redoblad los esfuerzos en favor de un orden más justo que corrija los desequilibrios y des proporciones en la distribución de los bienes. Para que así, cada persona y familia pueda tener con dignidad el pan cotidiano para el cuerpo y el pan para el espíritu.

Por parte vuestra, pobladores de esta «Villa El Salvador», sed los primeros en empeñares en vuestra elevación. Dios ama a los pobres que son los preferidos en su reino. Y la dignidad de un pobre abierto a Dios y a los demás, es muy superior a la de un rico que cierra su corazón. Pero Dios no quiere que permanezcáis en una forma de pobreza que humilla y degrada; quiere que os esforcéis por mejorares en todos los sentidos. Como dije en Brasil: «No es permitido a nadie reducirse arbitrariamente a la miseria a sí mismo y a sus familias; es necesario hacer todo lo que es lícito para asegurarse a sí mismo y a los suyos cuanto hace falta para la vida y para la manutención» (IOANNIS PAULI PP. II Allocutio in loco vulgo «Favela Vidigal» habita, 4, die 2 iul. 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II , III, III 2,0 III 27,0).

6. Mis queridos hermanos y hermanas: Antes de despedirme de vosotros quiero de nuevo expresares mí profundo afecto. Os aseguro que me siento muy cercano a vosotros y rezaré por todos; de m?d? especial por los más débiles, los huérfanos, los enfermos, los que no tienen familia que los asista, los ancianos, los niños, los jóvenes que no encuentran trabajo, los injustamente tratados, los encarcelados que quieren cambiar de vida y reinserirse útilmente en la sociedad, los que son víctimas de los egoísmos humanos. Os pido que recéis también vosotros por el Papa.

A la Virgen Santísima, Madre vuestra, mía y de toda la Iglesia, os encomiendo. Y le suplico que inspire sentimientos de generosa apertura en cuantos poseen recursos y humanidad; para que la serenidad, la justicia y la paz reinen en todos los pueblos jóvenes y en la entera nación peruana. Con estos deseos bendigo de corazón a vosotros, a vuestras esposas, hijos y familiares.







VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,

ECUADOR, PERÚ Y TRINIDAD Y TOBAGO

CEREMONIA DE DESPEDIDA


Martes 5 de febrero de 1985



Señor Presidente,
Hermanos en el episcopado,
peruanos todos:

65 Han ido pasando con rapidez estas jornadas - casi cuatro - que he transcurrido con vosotros. Los sucesivos encuentros con el pueblo fiel peruano, me han llevado de la costa a algunas de vuestras imponentes alturas andinas.

Llega ahora el momento de despedirme del Perú, aunque he de visitar todavía vuestra selva de grandes ríos, para encontrar en Iquitos a las poblaciones nativas.

Y en esta circunstancia, al sentimiento de admiración por vuestra cultura y valores; por el acervo histórico que arranca del Imperio Inca; por la majestuosidad del Machu Picchu y tantos otros lugares, se unen el gozo por vuestro espíritu cristiano y la gratitud por vuestra hospitalaria acogida.

Los encuentros con cada grupo eclesial del Perú, el contacto con las diversas categorías del pueblo fiel de las arquidiócesis, - de Lima, Arequipa, Cuzco, Ayacucho, Piura Trujillo y de la diócesis del Callao - me han hecho ver una religiosidad que se expresa en el joven y el adulto, en el enfermo y el trabajador, en los pescadores y campesinos, en los habitantes de los pueblos jóvenes o de las ciudades.

Mí viaje concluye ahora. Me llevo conmigo una impresión muy positiva del Perú. Y me alegra sobre todo haber descubierto en v?sotros una voluntad decidida de afrontar los problemas que encontráis. Os aliento a continuar en ese camino, aprovechando todos los recursos con los que cuenta el Perú y el alma peruana. Quiera Dios que mí visita marque un atisbo de primavera y que comience aquí la germinación de nuevos frutos de fe y de vivencia en el obrar de cada día. Estos eran los objetivos de mí venida, que van mucho más allá de la estadía en el País.

He de agradeceros a todos, de manera particular y prioritaria al Señor Presidente de la República, a sus Colaboradores a los distintos niveles, al Señor Cardenal, al Episcopado, a tantos otros servidores de la Iglesia y de la sociedad a todos los encargados del servicio del orden, el empeño puesto —con tanto entusiasmo y competencia— en la preparación y desarrollo de esta visita del Papa. A todos cuantos han colaborado, aunque su labor no haya sido notada y precisamente por ello, llegue mí gratitud más sincera, que se hace también oración por ellos, por sus intenciones y familias.

En muchos lugares de la serranía y de la costa, en las cimas de los montes, en la encrucijadas y cercanías de los pueblos peruanos, se yergue con frecuencia la cruz, acompañada a veces de los símbolos de la Pasión de Cristo. Es una devoción muy radicada en la piedad popular. El Señor de los Milagros en Lima, de los Temblores en Cuzco, de Luren en Ica, de Burgos en Chachapoyas y Huanúco, de la Agonía y de Huamatanga en las zonas del Norte, son buena prueba de ello.

Yo querría invitares, antes de dejar vuestro suelo, a hacer de esa cruz de la Pasión el símbolo de vuestra fidelidad a Cristo y al hombre por El. Frente a quienes os invitan a abandonar vuestra fe ola Iglesia en que os hicisteis cristianos; frente a quienes os invitan al materialismo teórico c práctico; frente a quien os muestra caminos de violencia; frente a quien practica la injusticia o no respeta el derecho de los otros.

Para favorecer estos objetivos ha venido el Papa al Perú. Desde aquí o desde lejos, él espera vuestra respuesta. Y entre tanto, con brazos de amigo os bendice cordialmente a vosotros y a todos los peruanos.

¡Muchas gracias!







VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,

ECUADOR, PERÚ Y TRINIDAD Y TOBAGO

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON LOS NATURALES DE IQUITOS


Martes 5 de febrero de 1985



66 «Haced discípulos a todas las gentes».

1. Jesús, al final de su misión, antes de volver al Padre, da a los Apóstoles sus últimas disposiciones: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (
Mt 28,18).

Los sucesores de los Apóstoles, y en primer lugar los Sucesores de San Pedro, reciben una obligación permanente en virtud de este último mandato de su Maestro y Señor.

Por ello dan una importancia particular al encuentro que hoy tenemos durante esta peregrinación apostólica por tierras de América Latina y del Perú.

Doy gracias al Eterno Padre, porque puedo estar aquí entre vosotros. Y os expreso mí alegría, porque los mensajeros del Evangelio de Jesucristo han llegado a esta zona y han traído la gracia del bautismo a sus habitantes, la mayor riqueza existente entre estos extensos bosques, porque sois imagen de Dios.

2. Llegado a esta inmensa y exuberante selva amazónica, surcada por los grandes ríos que se adentran en varios países, quiero extender mí más cordial saludo a todos sus habitantes.

En primer lugar al Pastor de esta ciudad de Iquitos que me acoge, sucesora del poblado que iniciara, hace 224 años, el misionero padre José Bahamonde, con la intención de evangelizar a los naturales de estas tierras, que han legado su nombre a la ciudad.

Mí saludo se extiende también a todos los habitantes del vicariato apostólico de Iquitos, lo mismo que a los Pastores y fieles de los vicariatos de San José del Amazonas, Jaén, Yurimaguas, San Ramón, Requena, Madre de Dios, Pucallpa y de la prelatura de Moyobamba.

Junto con los Pastores, doy mí más cordial saludo a los padres agustinos, franciscanos, dominicos, jesuitas, pasionistas y de la Sociedad de Misiones Extranjeras de Québec, así como a los 16 hermanos, a las 182 religiosas y 46 laicos misioneros que despliegan su actividad en estas tierras amazónicas. Saludo también a las Autoridades civiles y militares.

Pero de manera muy especial quiero saludar a los aproximadamente 250.000 habitantes nativos que viven entre los dos millones de pobladores de la Amazonia peruana. Sé que ellos forman 12 familias lingüísticas y 60 grupos étnicos. Querría, por ello, que mi saludo llegara a cada miembro de esos grupos, entre ellos los Campa-Asháninca, Aguaruna-Huambisa, Cocama-Cocamilla-Omagua. Quichua-Lamista, Shipibo-Conibo, Machiguenga-Napo, Chayahuita, Ticuna, Amuesha, Candoshi y Piro. Mí saludo también a los presos y leprosos, cuyos mensajes he recibido y agradezco cordialmente.

Me alegra profundamente encontrarme con vosotros, que representáis a tantas y tan diversas comunidades nativas del Perú. Pero todas hermanadas en «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Eph. 4, 5). He querido venir hasta aquí, para deciros que el Papa siente profundo afecto por vosotros, precisamente porque por mucho tiempo habéis sido los más olvidados. Gracias ante todo por haber venido a este encuentro con el Papa. Conozco las dificultades, los largos e incómodos recorridos por ríos y trochas que habéis tenido que hacer muchos de vosotros.

67 3. Continuando los pasos de los abnegados misioneros, que desde el principio de la evangelización vinieron a buscares para anunciares la Buena Nueva del Evangelio, llega hoy a vosotros el Papa. En su corazón sigue resonando el mandato de Jesús: «Id. Haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28,18).

Entre esos destinatarios del mensaje de Jesucristo estáis vosotros, porque para el Papa y para la Iglesia no hay distinción de razas ni de culturas, ya que ante Dios no hay griego, ni judío, ni esclavo, ni libre, sino que Cristo es todo en todos (Cf. . Col Col 3,9-11).

Vengo, pues, a vosotros para recordares las enseñanzas de Jesús, nuestro Señor y Salvador, el Hijo de Dios que se hizo hombre como nosotros para redimirnos; que nació como niño en Belén; que predicó lo que hemos de creer y cómo hemos de comportarnos; que murió libremente por nuestros pecados, resucitó y nos ofrece la vida que no acaba nunca, la vida eterna, si cumplimos lo que El nos manda; que fundó la Iglesia bajo la guía de San Pedro y sus Sucesores, y sigue presente en ella; que nos dejó como compendio de su mensaje el amor a Dios y el amor a los demás.

Ese mismo Jesús quiso hacerse nuestro hermano; y nos enseñó la verdad admirable de que quienes recibimos el bautismo, nos convertimos en hijos de Dios (Cf. . Rom Rm 8,21). Precisamente para darnos ese insospechado don de la filiación di??na y alcanzarnos la libertad de los hijos de Dios, hoy Jesucristo manda hacer discípulos suyos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Cf. . Matth Mt 28,19). Y para que puedan ser fieles a El y lograr así la vida eterna, El ordena a sus Apóstoles que instruyan a todas las gentes «enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Ibíd. 28, 20).

4. Esa libertad de los hijos de Dios en Cristo —lograda mediante la liberación de la esclavitud radical del pecado— y la dignidad de todo hombre como imagen de Dios con destino eterno, arrastra y clama por la liberación de otras lacras de orden cultural, económico, social y político que, en definitiva, derivan del pecado, y constituyen serios obstáculos para que el hombre viva según su dignidad de hijo de Dios (Cfr. S. CONGR. PRO DOCTRINA FIDEI Libertatis Nuntius, Introductio).

El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, es vuestro Dios y Padre. El ha estado siempre entre vosotros, aunque no le hayáis conocido desde siempre. En El se halla la raíz suprema de vuestra dignidad como hombres que El ama, que quiere ver cada vez más dignos, «para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella» (IOANNIS PAULI PP. II Redemptor Hominis RH 13).

De ahí que debáis preocupares por un justo progreso en vuestra vida, por la defensa de vuestros derechos, pero haciéndolo como Cristo nos ha mandado (Cf. . Matth Mt 28,20), nunca inspirados por el odio, sino por el amor. Por eso, al defender vuestros legítimos derechos no podéis considerar a nadie como enemigo.

Sé que tenéis sufrimientos; porque siendo poseedores pacíficos desde tiempo inmemorial de estos bosques y «cochas», veis con frecuencia despertarse la codicia de los recién llegados, que amenazan vuestras reservas, sabedores de que muchos de vosotros carecéis de títulos escritos en favor de vuestras comunidades, y que garanticen legalmente vuestras tierras. Conforme a las leyes del Perú y a vuestros derechos ancestrales, hago también mío el pedido hecho por vuestros obispos de la Selva, a fin de que se os otorguen —sin cargas ni dilaciones injustificadas— las titulaciones que os corresponden (PERUVIAE EPISCOPORUM Epistula Apostolica, 32, martii 1983).

Pero no podéis cerraros a los demás. Abrid las puertas a quienes se acercan a vosotros con un mensaje de paz y con las manos dispuestas a ayudaros. Entrad en comunicación con otras culturas y ámbitos más amplios, para enriqueceros mutuamente sin perder vuestra legítima identidad. Dejaos iluminar por el Evangelio que purifica y ennoblece vuestras tradiciones. No consideréis una pérdida el abandono de aquello que os alejaría de lo que Cristo enseña (Cf. . Matth Mt 18,30) y, por tanto, de alcanzar una vida digna de los hijos de Dios. Por eso, como vosotros mismos lo tenéis experimentado, no puede verse como atropello la evangelización que invita con respeto a abandonar falsas concepciones de Dios, conductas antinaturales y aberrantes manipulaciones del hombre (Cfr. IOANNIS PAULI PP. II Allocutio apud Quezaltenangum ad autochtonas habita, die 7 mar. 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 1 (1983) 626 ss.).

Defended, sí, vuestros bosques, vuestras tierras, vuestra cultura como algo que legítimamente os pertenece, pero sin olvidar la común condición de hijos de un mismo Dios, que repudia la violencia, la venganza, los odios. Ved en las otras razas, pueblos y gentes que comparten vuestro mismo cielo, ríos y bosques, lo que son de verdad: hermanos en Cristo, rescatados por su preciosa Sangre, llamados con vosotros a una convivencia en paz. Así también debéis ser apreciados vosotros por los demás: como hijos de Dios, miembros de la única Iglesia, hermanos entre hermanos.

5. En ese camino de elevación humana a la luz de Cristo, sé que reviste gran importancia, aunque menos aparente, el problema de la educación para vuestras comunidades nativas. No obstante el esfuerzo que realizan tanto los organismos públicos competentes, como las instituciones católicas y de otras denominaciones religiosas, falta a veces una digna y eficaz atención a las concretas necesidades educativas de las comunidades nativas.

68 En vuestra realidad existencial se da una pluralidad de culturas y grupos étnicos que son a la vez riqueza, problema y reto, como expresaron los obispos del Perú en su Carta pastoral de 1982 sobre «Formación integral de la fe dentro del contexto cultural y educativo peruano». Es a este reto al que debe responder la sociedad y la propia Iglesia en el Perú.

Por estas razones, pido a los gobernantes, en nombre de vuestra dignidad, una legislación eficaz, cada vez más adecuada, que os ampare eficazmente de los abusos y os proporcione el ambiente y los medíos necesarios para vuestro normal desarrollo.

6. Estos son los caminos hacía los que nos orientaba Nuestro Señor Jesucristo, al proclamar en Galilea las palabras que siguen obligando en cada época histórica: bautizad a todas las gentes «enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (
Mt 28,20).

Con profundo amor hacía vosotros os exhorto también a no deteneros sólo en vuestra elevación humana y en las mejoras sociales. Esforzaos también por ser buenos cristianos y en observar los preceptos del Señor. Formaos en las exigencias morales y religiosas. No os dejéis llevar a la embriaguez. No sucumbáis al terrible e inmoral flagelo del consumo y tráfico de la droga. No olvidéis, sobre todo, el precepto distintivo del cristiano: «Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado» (Io.13, 34). El Papa os quiere felices, y para serlo es preciso decir no a todo lo que nos aparta de Dios, y decir sí a todo lo que el Señor nos pide guardar.

Para conocer y seguir mejor el camino cristiano, no olvidéis la explicación de la catequesis; asistid a la Misa dominical; acercaos a los sacramentos; rezad vosotros y enseñad a vuestros hijos las oraciones fundamentales que habéis aprendido, como el Padrenuestro, el Gloría, el Credo, el Avemaría; cuidad la formación y salud de vuestro espíritu, procurando conocer y practicar todo lo que el Señor nos ha mandado (Cf. . Matth Mt 28,20).

Conozco asimismo, y me causa un profundo dolor, la insuficiente atención que podéis prestar a vuestra salud corporal por la falta de médicos y medíos para conservar sanas vuestras vidas. Por ello querría pedir al resto del país que no olvide esta zona, necesitada de tantos profesionales que impulsen su progreso espiritual y material (Cf.. S. CONGR. PRO DOCTRINA FIDEI Libertatis Nuntius, XI, 14). Queda mucho por hacer en estas inmensas extensiones para bien de todos.

7. También a vosotros queridos colonos, que venís de otros lugares del Perú en búsqueda de nuevas tierras de cultivo, os invita Jesús a guardar todo lo que El os ha mandado (Cf. . Matth Mt 28,20). Tenéis derecho a compartir el don de Dios que es la tierra, pero no olvidéis que ese derecho tiene un límite, que está donde empieza el derecho de los demás; y en primer lugar el de los nativos y ribereños, aunque no posean títulos legales, sí os consta que han sido tierras ocupadas desde hace tiempo por sus familias y comunidades. Demostrad con vuestra presencia y conducta el valor de la doctrina de la fe que por herencia habéis recibido de vuestros padres.

Quiero que sepáis que siento también vivo afecto por vosotros. Sé que muchos habéis dejado con dolor vuestras tierras de origen, para venir a tierras muy diferentes a buscar medíos de subsistencia, ante fenómenos de sequía o de agotamiento de los suelos. Que el legítimo afán por lograr vuestras aspiraciones no os haga olvidar vuestra riqueza interior: la fe y vuestras tradiciones religiosas y familiares.

La Iglesia os mira con profunda simpatía y espera mucho de vosotros en su tarea evangelizadora. Que el amor de la tierra os lleve siempre hacia Dios y hacia la ayuda a vuestros hermanos de la Selva, con quienes vais a convivir.

8. Al saludar ahora muy afectuosamente a los «ribereños», que constituyen la mayor parte de la población amazónica, vienen de nuevo a mi mente las palabras del Maestro: Id y haced discípulos a todos los pueblos, ensañándoles todo lo que yo os he mandado (Cf. . Matth Mt 28,19 s.). En efecto, sé que entre vosotros hay no pocos laicos cristianos que han acogido con entusiasmo las palabras de Jesús. Son los que llamáis con el significativo nombre de «Animadores de comunidades cristianas», que comparten la responsabilidad de la catequesis y de la evangelización con vuestros obispos, sacerdotes y religiosas. Conozco cómo tratáis de vivir más plenamente la fe, comprometiéndoos con vuestras comunidades en todo lo que contribuye a su desarrollo y crecimiento, para hacerlas verdaderamente cristianas (PERUVIAE EPISCOPORUM Epistula Apostolica, 8, martii 1982).

Os expreso el vivo agradecimiento y aliento de la Iglesia en vuestro precioso trabajo, y confío en que vuestras comunidades se abrirán al llamado del Señor, que invita a sus hijos al pleno servicio eclesial, al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. Para esto, haced, que vuestras familias, santificadas por el sacramento del matrimonia, se conviertan en lugares de oración y de vida cristiana - en iglesias domésticas -, donde sea posible escuchar la voz del Señor a través de la vocación sacerdotal y religiosa.

69 9. Por último, permitidme que en nombre de Cristo exprese mí más vivo reconocimiento a los misioneros y misioneras. Ellos, dóciles al mandato del Señor «id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28,19), han sido los pioneros de la fe, desde el padre Gaspar de Carvajal, venido como capellán de la expedición de Orellana, hasta nuestros días. Ellos, con el contacto humano respetuoso de vuestras culturas, os han predicado el Evangelio, aun a costa de grandes sacrificios; y con la prueba mayor de afecto que es dar incluso la vida por los amigos (Cf.. Io. 15, 13). ¡Cuántos de ellos, en tiempos pasados y recientes, han dejado aquí sus vidas! Desde el primer momento os buscaron en nombre del Señor, os defendieron en momentos de persecución y organizaron vuestra forma de vida y cultura. Las reducciones de Magnas, el ejemplo del padre Samuel Fritz y la obra de vuestros padres en la fe hoy, dan buen testimonio de ello. En ese sentido intenta moverse la Coordinación pastoral de la Selva y los esfuerzos del Centro Amazónico de antropología y aplicación práctica.

A vosotros, misioneros y misioneras de la Selva peruana, comenzando por los amados hermanos en el Episcopado, quiero expresaros todo mí aprecio, estima y aliento, por ser la avanzada de la Iglesia en la zona más difícil de comunicación y ambiente de esta tierra generosa. Gracias por vuestra entrega, gracias por vuestro abnegado sacrificio, gracias por vuestra vida de servicio eclesial y humano.

Sé de vuestros afanes por estudiar y encarnar el mensaje cristiano en la realidad misma de la vida de los naturales de esta Selva. Esa es la línea de inculturación —de la que hablé en otras ocasiones— (Cfr. IOANNIS PAULI PP. II Familiaris Consortio FC 10) necesaria para que el Evangelio penetre, respetando y potenciando las culturas. Todo lo que hagáis en ese sentido será bienvenido en la Iglesia.

Recordad siempre que vuestra presencia aquí - lo sabéis bien - tiene como razón de ser el anuncio del Evangelio por voluntad de Jesucristo: «Id por todo el mundo predicando la buena noticia a toda la humanidad» (Mc 16,15). Sois misioneros, sacerdotes o religiosos que dais cumplimiento al mandato de Cristo de evangelizar a todas las gentes. Sois ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (Cf. 1Co 4,1), sois religiosos antes que antropólogos, lingüistas o sociólogos. Sois mensajeros de amor y de unidad entre los pueblos y los diversos grupos lingüísticos. Por eso, en vuestra actuación toda, no os dejéis parcializar por ningún grupo y evitad que vuestra entrega a los más pobres os Leve al «servicio de causas que no son precisamente evangélicas, y llevan más bien la marca de colores políticos que desvirtúan la sublimidad de nuestra misión» (PERUVIAE EPISCOPORUM Epistula Apostolica, 15, martii 1982).

El mensaje que lleváis tiene entraña universal: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado» (Io. 15, 15). Una meta de vuestra labor es conseguir la unidad de una población compuesta por seres humanos de tan diversas culturas, como sucede también entre vosotros que habéis dejado vuestras tierras lejanas tan dispares.

En la búsqueda de esa unidad irán surgiendo comunidades nativas, Iglesias jóvenes en plena comunión con sus Pastores y con la Sede Apostólica, que se unirán en la alabanza a Dios y en el amor a los hermanos. Iglesias que, como toda la Iglesia en el Perú no pueden cerrarse en sí, sino que han de abrirse —como prueba de madurez y generosidad— al impulso misionero también en otras partes. Estos son vuestros deseos, en esa dirección van vuestros esfuerzos y oraciones, por eso os empeñáis justamente en la obra de suscitar nuevas vocaciones. Sabed que a vuestras voces y plegaría se une la mía, para que prosigáis en la labor comenzada.

10. Al concluir esta visita, dedicada a todo el pueblo creyente de la Amazonia, dejo el Perú, tierra engarzada por santuarios dedicados ala Madre de Dios.

A Ella, a María, Reina de la Selva Amazónica, encomiendo las intenciones y necesidades de los responsables de la fe y pueblo todo de esta extensa área geográfica. Ella os proteja y acompañe. Ella os dé aliento y os haga sentir la gran serenidad y confianza que derivan de la Palabra de Jesús: Id, predicad a todas las gentes, bautizándolas. «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).





                                                                                  Marzo de 1985


Discursos 1985 59