Audiencias 1987






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CATEQUESIS SOBRE JESUCRISTO


Enero de 1987

Miércoles 7 de enero de 1987

La identidad de Jesucristo

"Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" (Mt 16,15).

1. Al iniciar el ciclo de catequesis sobre Jesucristo, catequesis de fundamental importancia para la fe y la vida cristiana, nos sentimos interpelados por la misma pregunta que hace casi dos mil años el Maestro dirigió a Pedro y a los discípulos que estaban con El. En ese momento decisivo de su vida, como narra en su Evangelio Mateo, que fue testigo de ello, "viniendo Jesús a la región de Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Ellos contestaron: unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías u otro de los Profetas. Y El les dijo: y vosotros, ¿quién decís que soy?" (Mt 16,13-15).

Conocemos la respuesta escueta e impetuosa de Pedro: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16). Para que nosotros podamos darla, no sólo en términos abstractos, sino como una expresión vital, fruto del don del Padre (Mt 16,17), cada uno debe dejarse tocar personalmente por la pregunta: "Y tú, ¿quién dices que soy? Tú, que oyes hablar de Mí, responde: ¿Qué soy yo de verdad para ti?. A Pedro la iluminación divina y la respuesta de la fe le llegaron después de un largo período de estar cerca de Jesús, de escuchar su palabra y de observar su vida y su ministerio (cf. Mt 16,21-24).

También nosotros, para llegar a una confesión más consciente de Jesucristo, hemos de recorrer como Pedro un camino de escucha atenta, diligente. Hemos de ir a la escuela de los primeros discípulos, que son sus testigos y nuestros maestros, y al mismo tiempo hemos de recibir la experiencia y el testimonio nada menos que de veinte siglos de historia surcados por la pregunta del Maestro y enriquecidos por el inmenso coro de las respuestas de fieles de todos los tiempos y lugares. Hoy, mientras el Espíritu, "Señor y dador de vida", nos conduce al umbral del tercer milenio cristiano, estamos llamados a dar con renovada alegría la respuesta que Dios nos inspira y espera de nosotros, casi como para que se realice un nuevo nacimiento de Jesucristo en nuestra historia.

2. La pregunta de Jesús sobre su identidad muestra la finura pedagógica de quien no se fía de respuestas apresuradas, sino que quiere una respuesta madurada a través de un tiempo, a veces largo, de reflexión y de oración, en la escucha atenta e intensa de la verdad de la fe cristiana profesada y predicada por la Iglesia.

Reconocemos, pues, que ante Jesús no podemos contentarnos de una simpatía simplemente humana por legítima y preciosa que sea, ni es suficiente considerarlo sólo como un personaje digno de interés histórico, teológico, espiritual, social o como fuente de inspiración artística. En torno a Cristo vemos muchas veces pulular, incluso entre los cristianos, las sombras de la ignorancia, o las aún más penosas de los malentendidos, y a veces también de la infidelidad. Siempre está presente el riesgo de recurrir al "Evangelio de Jesús" sin conocer verdaderamente su grandeza y su radicalidad y sin vivir lo que se afirma con palabras. Cuántos hay que reducen el Evangelio a su medida y se hacen un Jesús más cómodo, negando su divinidad trascendente, o diluyendo su real, histórica humanidad, e incluso manipulando la integridad de su mensaje especialmente si no se tiene en cuenta ni el sacrificio de la cruz, que domina su vida y su doctrina, ni la Iglesia que Él instituyó como su "sacramento" en la historia.

Estas sombras también nos estimulan a la búsqueda de la verdad plena sobre Jesús, sacando partido de las muchas luces que, como hizo una vez a Pedro, el Padre ha encendido, en torno a Jesús a lo largo de los siglos, en el corazón de tantos hombres con la fuerza del Espíritu Santo: las luces de los testigos fieles hasta el martirio; las luces de tantos estudiosos apasionados, empeñados en escrutar el misterio de Jesús con el instrumento de la inteligencia apoyada en la fe; las luces que especialmente del Magisterio de la Iglesia, guiado por el carisma del Espíritu Santo, ha encendido con las definiciones dogmáticas sobre Jesucristo.

Reconocemos que un estímulo para descubrir quién es verdaderamente Jesús está presente en la búsqueda incierta y trepidante de muchos contemporáneos nuestros tan semejantes a Nicodemo, que fue "de noche a encontrar a Jesús" (cf. Jn 3,2), o a Zaqueo, que se subió a un árbol para "ver a Jesús" (cf. Lc 19,4). El deseo de ayudar a todos los hombres a descubrir a Jesús, que ha venido como médico para los enfermos y como salvador para los pecadores (cf. Mc 2,17), me lleva a asumir la tarea comprometida y apasionante de presentar la figura de Jesús a los hijos de la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad.

2 Quizá recordaréis que al principio de mi pontificado lancé una invitación a los hombres de hoy para "abrir de par en par las puertas a Cristo" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 29 octubre, 1978. pág. 4). Después, en la Exhortación Catechesi tradendae, dedicad la catequesis, haciéndome portavoz del pensamiento de los obispos reunidos en el IV Sínodo, afirmé que "el objeto esencial y primordial de la catequesis es (...) el "misterio de Cristo". Catequizar es, en cierto modo llevar a uno a escrutar ese misterio en toda su dimensión...; descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios, que se realiza en Él... Sólo El puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad" (Catechesi tradendae CTR 5, L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 11 de noviembre, 1979. pág. 4).

Recorreremos juntos este itinerario catequístico ordenando nuestras consideraciones en torno a cuatro puntos: 1) Jesús en su realidad histórica y en su condición mesiánica trascendente, hijo de Abraham, hijo del hombre, e hijo de Dios; 2) Jesús en su identidad de verdadero Dios y verdadero hombre, en profunda comunión con el Padre y animado por la fuerza del Espíritu Santo, tal y como se nos presenta en el Evangelio; 3) Jesús a los ojos de la Iglesia que con a asistencia del Espíritu Santo ha esclarecido y profundizado los datos revelados, dándonos formulaciones precisas de la fe cristológica, especialmente en los Concilios Ecuménicos; 4) finalmente, Jesús en su vida y en sus obras, Jesús en su pasión redentora y en su glorificación, Jesús en medio de nosotros y dentro de nosotros, en la historia y en su Iglesia hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).

3. Es ciertamente verdad que en la Iglesia hay muchos modos de catequizar al Pueblo de Dios sobre Jesucristo. Cada uno de ellos, sin embargo, para ser auténtico ha de tomar su contenido de la fuente perenne de la Sagrada Tradición y de la Sagrada Escritura, interpretada a la luz de las enseñanzas de los Padres y Doctores de la Iglesia, de la liturgia, de la fe y piedad popular, en una palabra, de la Tradición viva y operante en la Iglesia bajo a acción del Espíritu Santo, que —según la promesa del Maestro— "os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de Sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras" (Jn 16,13). Esta Tradición la encontramos expresada y sintetizada especialmente en la doctrina de los Sacrosantos Concilios, recogida en los Símbolos de la Fe y profundizada mediante la reflexión teológica fiel a la Revelación y al Magisterio de la Iglesia.

¿De qué serviría una catequesis sobre Jesús si no tuviese a autenticidad y la plenitud de la mirada con que la Iglesia contempla, reza y anuncia su misterio? Por una parte, se requiere una sabiduría pedagógica que, al dirigirse a los destinatarios de la catequesis, sepa tener en cuenta sus condiciones y sus necesidades. Como he escrito en la Exhortación antes citada, "Catechesi tradendae": "La constante preocupación de todo catequista, cualquiera que sea su responsabilidad en la Iglesia, debe ser la de comunicar, a través de su enseñanza y su comportamiento, la doctrina y la vida de Jesús" (Catechesi tradendae CTR 6, L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 11 de noviembre, 1979. pág. 4).

4. Concluimos esta catequesis introductoria, recordando que Jesús, en un momento especialmente difícil de la vida de los primeros discípulos, es decir, cuando la cruz se perfilaba cercana y lo abandonaban, hizo a los que se habían quedado con El otra de estas preguntas tan fuertes, penetrantes e ineludibles: "¿Queréis iros vosotros también?". Fue de nuevo Pedro quien, como intérprete de sus hermanos, le respondió: "Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el Santo de Dios" (Jn 6,67-69). Que estos apuntes catequéticos puedan hacernos más disponibles para dejarnos interrogar por Jesús, capaces de dar la respuesta justa a sus preguntas, dispuestos a compartir su Vida hasta el final.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar con afecto, en esta primera Audiencia del nuevo año, a los peregrinos de lengua española, venidos de España y de América Latina.

De modo particular quiero saludar a los Legionarios de Cristo presentes aquí con los nuevos sacerdotes y sus familiares; a los miembros del movimiento apostólico “ Regnum Christi ” y a las Religiosas Hijas de Jesús, que siguen en Roma un curso de renovación espiritual. También saludo a la peregrinación valenciana de la Asociación Amigos de la Música y la Banda Primitiva de Callosa de Ensarriá. A todos exhorto –cada uno desde su propia responsabilidad en la Iglesia– a ser siempre testigos de que Cristo, el Salvador, está presente entre nosotros y que espera de cada cristiano una disponibilidad total a seguirle.

Al desearos a todos que este Año Nuevo sea muy feliz y lleno de frutos de vida cristiana, os imparto de corazón mi bendición apostólica.





Miércoles 14 de enero de 1987

Jesús, Hijo de Dios y Salvador

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1. Con la catequesis de la semana pasada, siguiendo los Símbolos más antiguos de la fe cristiana, hemos iniciado un nuevo ciclo de reflexiones sobre Jesucristo. El Símbolo Apostólico proclama: “Creo... en Jesucristo su único Hijo (de Dios)”. El Símbolo Niceno-constantinopolitano, después de haber definido con precisión aún mayor el origen divino de Jesucristo como Hijo de Dios, continúa declarando que este Hijo de Dios “por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y... se encarnó”. Como vemos, el núcleo central de la fe cristiana está constituido por la doble verdad de que Jesucristo es Hijo de Dios e Hijo del hombre (la verdad cristológica) y es la realización de la salvación del hombre, que Dios Padre ha cumplido en El, Hijo suyo y Salvador del mundo (la verdad soteriológica).

2. Si en las catequesis precedentes hemos tratado del mal, y especialmente del pecado, lo hemos hecho también para preparar el ciclo presente sobre Jesucristo Salvador. Salvación significa, de hecho, liberación del mal, especialmente del pecado. La Revelación contenida en la Sagrada Escritura, comenzando por el Proto-Evangelio (
Gn 3,15), nos abre a la verdad de que sólo Dios puede librar al hombre del pecado y de todo el mal presente en la existencia humana. Dios, al revelarse a Sí mismo como Creador del mundo y su providente Ordenador, se revela al mismo tiempo como Salvador: como Quien libera del mal, especialmente del pecado cometido por la libre voluntad de la criatura. Este es el culmen del proyecto creador obrado por la Providencia de Dios, en el cual, mundo (cosmología), hombre (antropología) y Dios Salvador (soteriología) están íntimamente unidos.

Tal como recuerda el Concilio Vaticano II, los cristianos creen que el mundo está “creado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado (cf. Gaudium et spes GS 2).

3. El nombre “Jesús”, considerado en su significado etimológico, quiere decir “Yahvé libera”, salva, ayuda. Antes de la esclavitud de Babilonia se expresaba en la forma “Jehosua”: nombre teofórico que contiene la raíz del santísimo nombre de Yahvé. Después de la esclavitud babilónica tomó la forma abreviada “Jeshua” que en la traducción de los Setenta se transcribió como “Jesoûs”, de aquí “Jesús”.

El nombre estaba bastante difundido, tanto en a antigua como en la Nueva Alianza. Es, pues, el nombre que tenía Josué, que después de la muerte de Moisés introdujo a los israelitas en la tierra prometida: “EI fue, según su nombre, grande en la salud de los elegidos del Señor... para poner a Israel en posesión de su heredad” (Si 46,1-2). Jesús, hijo de Sirah, fue el compilador del libro del Eclesiástico (50, 27). En la genealogía del Salvador, relatada en el Evangelio según Lucas, encontramos citado a “Er, hijo de Jesús” (Lc 3,28-29). Entre los colaboradores de San Pablo está también un tal Jesús, “llamado Justo” (cf. Col Col 4,11).

4. El nombre de Jesús, sin embargo, no tuvo nunca esa plenitud del significado que habría tomado en el caso de Jesús de Nazaret y que se le habría revelado por el ángel a María (cf. Lc 1,31 ss.) y a José (cf. Mt 1,21). Al comenzar el ministerio público de Jesús, la gente entendía su nombre en el sentido común de entonces.

“Hemos hallado a Aquél de quien escribió Moisés en la Ley y los Profetas, a Jesús, hijo de José de Nazaret”. Así dice uno de los primeros discípulos, Felipe, a Natanael; el cual contesta: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1,45-46). Esta pregunta indica que Nazaret no era muy estimada por los hijos de Israel. A pesar de esto, Jesús fue llamado “Nazareno” (cf. Mt 2,23), o también “Jesús de Nazaret de Galilea” (Mt 21,11), expresión que el mismo Pilato utilizó en la inscripción que hizo colocar en la cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos” (Jn 19,19).

5. La gente llamó a Jesús “el Nazareno” por el nombre del lugar en que residió con su familia hasta la edad de treinta años. Sin embargo, sabemos que el lugar de nacimiento de Jesús no fue Nazaret, sino Belén, localidad de Judea, al sur de Jerusalén. Lo atestiguan los Evangelistas Lucas y Mateo. El primero, especialmente, hace notar que a causa del censo ordenado por las autoridades romanas, “José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y de la familia de David, para empadronarse con María, su esposa que estaba encinta. Estando allí se cumplieron los días de su parto” (Lc 2,4-6).

Tal como sucede con otros lugares bíblicos, también Belén asume un valor profético. Refiriéndose al Profeta Miqueas (5, 1-3), Mateo recuerda que esta pequeña ciudad fue elegida como lugar del nacimiento del Mesías: “Y tú, Belén, tierra de Judá, de ninguna manera eres la menor entre los clanes de Judá pues de ti saldrá un caudillo, que apacentará a mi pueblo Israel” (Mt 2,6). El Profeta añade: “Cuyos orígenes serán de antiguo, de días de muy remota antigüedad (Miq 5, 1).

A este texto se refieren los sacerdotes y los escribas que Herodes había consultado para dar respuesta a los Magos, quienes, habiendo llegado de Oriente, preguntaban dónde estaba el lugar del nacimiento del Mesías.

4 El texto del Evangelio de Mateo: “Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los días del rey Herodes” (Mt 2,1), hace referencia a la profecía de Miqueas, a la que se refiere también la pregunta que trae el IV Evangelio: “¿No dice la Escritura que del linaje de David y de la aldea de Belén ha de venir el Mesías?” (Jn 7,42).

6. De estos detalles se deduce que Jesús es el nombre de una persona histórica, que vivió en Palestina. Si es justo dar credibilidad histórica figuras como Moisés y Josué, con más razón hay que acoger la existencia histórica de Jesús. Los Evangelios no nos refieren detalladamente su vida, porque no tienen finalidad primariamente historiográfica. Sin embargo, son precisamente los Evangelios los que, leídos con honestidad de crítica, nos llevan a concluir que Jesús de Nazaret es una persona histórica que vivió en un espacio y tiempo determinados. Incluso desde un punto de vista puramente científico ha de suscitar admiración no el que afirma, sino el que niega la existencia de Jesús, tal como han hecho las teorías mitológicas del pasado y como aún hoy hace algún estudioso.

Respecto a la fecha precisa del nacimiento de Jesús, las opiniones de los expertos no son concordes. Se admite comúnmente que el monje Dionisio el Pequeño, cuando el año 533 propuso calcular los años no desde la fundación de Roma, sino desde el nacimiento de Jesucristo, cometió un error. Hasta hace algún tiempo se consideraba que se trataba de una equivocación de unos cuatro años, pero la cuestión no está ciertamente resuelta.

7. En la tradición del pueblo de Israel el nombre “Jesús” conservó su valor etimológico: “Dios libera”. Por tradición, eran siempre los padres quienes ponían el nombre a sus hijos. Sin embargo en el caso de Jesús, Hijo de María, el nombre fue escogido y asignado desde lo alto, y antes de su nacimiento, según la indicación del Ángel a María, en la anunciación (Lc 1,31) y a José en sueño (Mt 1,21). “Le dieron el nombre de Jesús” )subraya el Evangelista Lucas), porque este nombre se le había “impuesto por el Ángel antes de ser concebido en el seno de su Madre” (Lc 2,21).

8. En el plan dispuesto por la Providencia de Dios, Jesús de Nazaret lleva un nombre que alude a la salvación: “Dios libera”, porque Él es en realidad lo que el nombre indica, es decir, el Salvador. Lo atestiguan algunas frases que se encuentran en los llamados Evangelios de la infancia, escritos por Lucas: “...os ha nacido... un Salvador” (Lc 2,11), y por Mateo: “Porque salvará al pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). Son expresiones que reflejan la verdad revelada y proclamada por todo el Nuevo Testamento. Escribe, por ejemplo, el Apóstol Pablo en la Carta a los Filipenses: “Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre, sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble la rodilla y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor (Kyrios, Adonai) para gloria de Dios Padre” (Ph 2,9-11).

La razón de la exaltación de Jesús la encontramos en el testimonio que dieron de El los Apóstoles, que proclamaron con coraje “En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos” (Ac 4,12).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora con afecto a los peregrinos y visitantes de lengua española, procedentes de España y de América Latina. De modo particular saludo a los componentes de una Orquesta de Tango argentina y al Equipo de Rugby Los Cóndores de Buenos Aires. Que en vuestras actividades artísticas y deportivas seáis respectivamente favorecedores del diálogo y de la paz entre los hombres.

A todos agradezco vuestra presencia aquí y os invito a dar auténtico testimonio de vida cristiana, mientras os imparto de corazón mi bendición apostólica.





Miércoles 21 de enero de 1987



5 1. "Unidos en Cristo, una nueva creación" (cf. 2Co 5, 17-6, 4a).

Es el lema escogido este año para la "Semana de Oración por la unidad de los cristianos" que se está celebrando en todo el mundo. La anual "Semana de Oración" implica cada vez más a los cristianos: católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes se reúnen en asambleas comunes para invocar el perdón por el pecado de la división, y el don de la unidad. Esta celebración común resulta espiritualmente dinámica; anima desde dentro el movimiento hacia la unidad; lo sostiene en los momentos difíciles; lo mantiene constantemente orientado al justo fin.

El tema elegido para este año pide que nos fijemos en la raíz última de la unidad eclesial: la unión en Cristo.

Por el sacrificio de Jesucristo, muerto y resucitado por la salvación del mundo, Dios nos ha reconciliado consigo. Hemos sido redimidos por la sangre de Cristo. Incorporados a Él, participamos de su vida. Por consiguiente, estamos llamados a una vida nueva (cf. Rom Rm 6,4).

A los primeros cristianos de Corinto, afligidos por divisiones internas, San Pablo, en su segunda Carta, recuerda con fuerza que lo viejo ha pasado. Y lo viejo es: el odio, el antagonismo, las divisiones, el pecado. Pablo también les recuerda que ha nacido lo nuevo: la reconciliación, la caridad, la solidaridad, la unidad. Y añade una frase lapidaria y densa: "El que es de Cristo se ha hecho una criatura nueva” (2Co 5,17).

2. El Concilio Vaticano II ha basado su reflexión en el "vínculo sacramental de unidad" (Unitatis redintegratio UR 22) que existe entre los católicos y los demás cristianos sobre el acontecimiento del bautismo.

Por el sacramento del bautismo, debidamente administrado y recibido con la requerida disposición de alma, "el hombre se incorpora realmente a Cristo crucificado y glorioso y se regenera para el consorcio de la vida divina... El bautismo, por tanto, constituye un poderoso vínculo sacramental de unidad entre todos los que con él se han regenerado" (Unitatis redintegratio UR 22).

Este vínculo profundo, que permanece a pesar de cualquier división, es el fundamento sólido de la unidad. Pero no se trata de un fundamento estático. Pues del bautismo común emana una exigencia muy urgente de la realización plena de la unidad, en la comunión eclesial, de toda la comunidad cristiana, sin ninguna división de fe, aún en la variedad de expresiones legítimas de tradiciones litúrgicas y disciplinares (cf. Unitatis redintegratio UR 1).

La unidad radical en Cristo exige la plena comunión de fe y de vida para que la comunidad cristiana pueda dar un testimonio cada vez más convincente de la nueva creación, a la que el Señor llama a toda la humanidad.

3. La "Jornada de Oración" que celebramos en Asís con el fin de impetrar para el mundo -en el contexto de un proyecto más amplio- dio también ocasión para una oración común entre los cristianos. Esta se basaba en la fe común en Jesucristo, Salvador del mundo y Príncipe de la paz. Junto a los creyentes de las demás religiones que, también ellos, rezaban por la paz, la oración común entre los cristianos expresaba lo específicamente cristiano que nos une en la fe fundamental y en la vocación común. Constituía casi la experiencia anticipada del día en que no habrá ya divisiones.

Al mismo tiempo, manifestaba el servicio común que los cristianos pueden y deben dar juntos en favor del hombre de nuestro tiempo.

6 El último Sínodo Extraordinario de los Obispos ha declarado que el ecumenismo está inscrito profunda e indeleblemente en la conciencia de la Iglesia. Y añade que "el diálogo ecuménico hace que se vea a la Iglesia más claramente como sacramento de unidad. La comunión entre los católicos y otros cristianos, aunque sea incompleta, llama también a todos a la colaboración en muchos campos y hace así posible, de alguna manera, un testimonio común del amor salvífico de Dios hacia el mundo necesitado de salvación" (Relación final, II, C, 7).

La presencia en Asís de numerosos representantes de las Iglesias y Comuniones cristianas de Oriente y de Occidente manifestó sin lugar a dudas un fruto de las nuevas relaciones instauradas entre los cristianos, y al mismo tiempo constató la posibilidad y la urgencia de dar nuevos pasos hacia la reconciliación plena, el testimonio y el servicio común a toda la humanidad.

Desde las perspectivas surgidas del encuentro de Asís, la oración por la unidad de los cristianos puede recibir un nuevo impulso y un reforzado compromiso.

4. Para desarrollar en nuestro tiempo el ministerio de la reconciliación (
2Co 5,18) hace falta estar plenamente reconciliados con Dios y con el prójimo, y antes que nada con los que compartimos la fe en el Dios Trino y estamos unidos por el único bautismo.

Concluimos estas reflexiones, dirigiendo a Dios nuestra oración por todos nuestros hermanos en la fe:

Oh Dios, que por medio del agua y del Espíritu Santo, nos has hecho renacer a la vida eterna en la nueva creación, continua, con tu bondad, derramando tus bendiciones a tus hijos y a tus hijas; mantennos siempre y en todas partes miembros fieles de tu pueblo, unidos por un bautismo común, y confesando juntos la única fe heredada de los Apóstoles, para que demos testimonio en un mundo dividido y busquemos la unidad plena que Cristo quiso para su Iglesia.

Él es Dios, y vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

Saludos

Dirijo mi cordial saludo saludo a los peregrinos que, llegados individualmente o en grupo, desde América Latina o España, están aquí presentes. Os invito a que en vuestra plegaria al Señor roguéis con humilde y confiada insistencia para que la unidad entre los seguidores de Cristo sea cuanto antes una gozosa realidad.

Me es grato saludar también al grupo de Militares del CESEDEN, de Madrid, que, con espíritu de sincera adhesión, han venido a saludar al Papa. Ante todo, deseo agradecer vuestra presencia en este encuentro. A vosotros y a vuestros compañeros de armas quiero recordar la necesidad de crear unos cauces donde la paz, valor fundamental en la vida de los pueblos y de las personas, ocupe siempre un lugar privilegiado; así será posible el progreso espiritual y material en el mundo actual.

A todos imparto, en prueba de benevolencia, mi bendición apostólica, que extiendo a vuestros respectivos hogares.





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Miércoles 28 de enero de 1987

Jesús, concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de María Virgen

1. En el encuentro anterior centramos nuestra reflexión en el nombre “Jesús”, que significa “Salvador”. Este mismo Jesús, que vivió treinta años en Nazaret, en Galilea, es el Hijo Eterno de Dios, “concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de María Virgen”. Lo proclaman los Símbolos de la Fe, el Símbolo de los Apóstoles y el niceno-constantinopolitano; lo han enseñado los Padres de la Iglesia y los Concilios, según los cuales, Jesucristo, Hijo eterno de Dios, es “ex substantia matris in saeculo natus” (cf. Símbolo Quicumque, DS 76).La Iglesia, pues, profesa y proclama que Jesucristo fue concebido y nació de una hija de Adán, descendiente de Abraham y de David, la Virgen María. El Evangelio según Lucas precisa que María concibió al Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo, “sin conocer varón” (cf. Lc 1,34 y Mt 1,18 Mt 1,24-25). María era, pues, virgen antes del nacimiento de Jesús y permaneció virgen en el momento del parto y después del parto. Es la verdad que presentan los textos del Nuevo Testamento y que expresaron tanto el V Concilio Ecuménico, celebrado en Constantinopla el año 553, que habla de María “siempre Virgen”, como el Concilio Lateranense, el año 649, que enseña que “la Madre de Dios... María... concibió (a su Hijo) por obra del Espíritu Santo sin intervención de varón y que lo engendró incorruptiblemente, permaneciendo inviolada su virginidad también después del parto” (DS 503).

2. Esta fe esta presente en la enseñanza de los Apóstoles. Leemos por ejemplo en la Carta a de San Pablo a los Gálatas: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... para que recibiéramos la adopción” (Ga 4,4-5). Los acontecimientos unidos a la concepción y al nacimiento de Jesús están contenidos en los primeros capítulos de Mateo y de Lucas, llamados comúnmente “el Evangelio de la infancia”, y es sobre todo a ellos a los que hay que hacer referencia.

3. Especialmente conocido es el texto de Lucas, porque se lee frecuentemente en la liturgia eucarística, y se utiliza en la oración del Ángelus. El fragmento del Evangelio de Lucas describe la anunciación a María, que sucedió seis meses después del anuncio del nacimiento de Juan Bautista (cf. Lc 1,5-25). “ fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1,26). El ángel la saludó con las palabras “Ave María”, que se han hecho oración de la Iglesia (la “salutatio angelica”). El saludo provoca turbación en María: “Ella se turbó al oír estas palabras y discurría qué podría significar aquella salutación. El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo... Dijo María al ángel: ¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón? El ángel le contestó y dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,29-35). El ángel anunciador, presentando como un “signo” la inesperada maternidad de Isabel, pariente de María, que ha concebido un hijo en su vejez, añade: “Nada hay imposible para Dios”. Entonces dijo María: “He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,37-38).

4. Este texto del Evangelio de Lucas constituye la base de la enseñanza de la Iglesia sobre la maternidad y la virginidad de María, de la que nació Cristo, hecho hombre por obra del Espíritu. El primer momento del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios se identifica con la concepción prodigiosa sucedida por obra del Espíritu Santo en el instante en que María pronunció su “sí”: “Hágase en mi según tu palabra” (Lc 1,38).

5. El Evangelio según Mateo completa la narración de Lucas describiendo algunas circunstancias que precedieron al nacimiento de Jesús. Leemos: “La concepción de Jesucristo fue así: Estando desposada María, su Madre, con José, antes de que conviviesen se halló haber concebido María del Espíritu Santo. José, su esposo, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. Mientras reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,18-21).

6. Como se ve, ambos textos del “Evangelio de la infancia” concuerdan en la constatación fundamental: Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María Virgen; y son entre sí complementarios en el esclarecimiento de las circunstancias de este acontecimiento extraordinario: Lucas respecto a María, Mateo respecto a José.

Para identificar la fuente de la que deriva el Evangelio de la infancia, hay que referirse a la frase de San Lucas: “María guardaba todo esto y lo meditaba en su corazón” (Lc 2,19). Lucas lo dice dos veces: después de marchar los pastores de Belén y después del encuentro de Jesús en el templo (cf. 2, 51). El Evangelista mismo nos ofrece los elementos para identificar en la Madre de Jesús una de las fuentes de información utilizadas por él para escribir el “Evangelio de la infancia”. María, que “guardó todo esto en su corazón” (cf. Lc 2,19), pudo dar testimonio, después de la muerte y resurrección de Cristo, de lo que se referí la propia persona y a la función de Madre precisamente en el período apostólico, en el que nacieron los textos del Nuevo Testamento y tuvo origen la primera tradición cristiana.

7. El testimonio evangélico de la concepción virginal de Jesús por parte de María es de gran relevancia teológica. Pues constituye un signo especial del origen divino del Hijo de María. El que Jesús no tenga un padre terreno porque ha sido engendrado “sin intervención de varón”, pone de relieve la verdad de que Él es el Hijo de Dios, de modo que cuando asume la naturaleza humana, su Padre continúa siendo exclusivamente Dios.

8. La revelación de la intervención del Espíritu Santo en la concepción de Jesús, indica el comienzo en la historia del hombre de la nueva generación espiritual que tiene un carácter estrictamente sobrenatural (cf. 1Co 15,45-49). De este modo Dios Uno y Trino “se comunica” a la criatura mediante el Espíritu Santo. Es el misterio al que se pueden aplicar las palabras del Salmo: “Envía tu Espíritu, y serán creados, y renovarás la faz de la tierra” (Sal 103/104, 30). En la economía de esa comunicación de Sí mismo que Dios hace a la criatura, la concepción virginal de Jesús, que sucedió por obra del Espíritu Santo, es un acontecimiento central y culminante. Él inicia la “nueva creación”. Dios entra así en un modo decisivo en la historia para actuar el destino sobrenatural del hombre, o sea, la predestinación de todas las cosas en Cristo. Es la expresión definitiva del Amor salvífico de Dios al hombre, del que hemos hablado en las catequesis sobre la Providencia.


Audiencias 1987