Audiencias 1989 16

Marzo de 1989

Miércoles 1 de marzo de 1989

La resurrección: evento histórico y al mismo tiempo meta-histórico

1. La resurrección de Cristo tiene el carácter de un evento, cuya esencia es el paso de la muerte a la vida. Evento único que, como Paso (Pascua), fue inscrito en el contexto de las fiestas pascuales, durante las cuales los hijos y las hijas de Israel recordaban cada año el éxodo de Egipto, dando gracias por la liberación de la esclavitud y, por lo tanto, exaltando el poder de Dios-Señor que se había manifestado claramente en aquel “Paso” antiguo.

La resurrección de Cristo es el nuevo Paso, la nueva Pascua, que hay que interpretar a partir de la Pascua antigua, pues ésta era figura y anuncio de la misma. De hecho, así fue considerada en la comunidad cristiana, siguiendo la clave de lectura que ofrecieron los Apóstoles y los Evangelistas a los creyentes sobre la base de la palabra del mismo Jesús.

2. Siguiendo la línea de todo lo que se nos ha transmitido desde aquellas antiguas fuentes, podemos ver en la resurrección sobre todo un evento histórico, pues ésta sucedió en una circunstancia precisa de lugar y tiempo: “El tercer día” después de la crucifixión, en Jerusalén, en el sepulcro que José de Arimatea puso a disposición (cf. Mc 15,46), y en el que había sido colocado el cuerpo de Cristo, después de quitarlo de la cruz. Precisamente se encontró vacío este sepulcro al alba del tercer día (después del sábado pascual).

Pero Jesús había anunciado su resurrección al tercer día (cf. Mt 16,21 Mt 17,23 Mt 20,19). Las mujeres que acudieron al sepulcro ese día, encontraron a un “ángel” que les dijo: Vosotras... “buscáis a Jesús, el Crucificado. No está aquí, ha resucitado como lo había dicho” (Mt 28,5-6).

En la narración evangélica la circunstancia del “tercer día” se pone en relación con la celebración judía del sábado, que excluía realizar trabajos y desplazarse más allá de cierta distancia desde la tarde de la víspera. Por eso, el embalsamamiento del cadáver, de acuerdo con la costumbre judía, se habla pospuesto al primer día después del sábado.

3. Pero la resurrección, aún siendo un evento determinable en el espacio y en el tiempo, trasciende y supera la historia.

Nadie vio el hecho en sí. Nadie pudo ser testigo ocular del suceso. Fueron muchos los que vieron la agonía y la muerte de Cristo en el Gólgota, algunos participaron en la colocación de su cadáver en el sepulcro, los guardias lo cerraron bien y lo vigilaron, lo cual se habían preocupado de conseguirlo de Pilato “los sumos sacerdotes y los fariseos”, acordándose de que Jesús había dicho: A los tres días resucitaré. “Manda, pues, que quede asegurado el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan los discípulos, lo roben y digan luego al pueblo: ‘Resucitó de entre los muertos’” (Mt 27,63-64). Pero los discípulos no hablan pensado en esa estratagema. Fueron las mujeres quienes, al ir al sepulcro la mañana del tercer día con los aromas, descubrieron que estaba vacío, la piedra retirada, y vieron a un joven vestido de blanco que les habló de la resurrección de Jesús (cf. MC Mc 16,6). Ciertamente, el cuerpo de Cristo ya no estaba allí. A continuación fueron muchos los que vieron a Jesús resucitado. Pero ninguno fue testigo ocular de la resurrección. Ninguno pudo decir cómo había sucedido en su carácter físico. Y menos aún fue perceptible a los sentidos su más íntima esencia de paso a otra vida.

Este es el valor meta-histórico de la resurrección, que hay que considerar de modo especial si queremos percibir de algún modo el misterio de ese suceso histórico, pero también trans-histórico, como veremos a continuación.

17 4. En efecto, la resurrección de Cristo no fue una vuelta a la vida terrena, como habla sucedido en el caso de las resurrecciones que él habla realizado en el período prepascual: la hija de Jairo, el joven de Naím, Lázaro. Estos hechos eran sucesos milagrosos (y, por lo tanto, extraordinarios), pero las personas afectadas volvían a adquirir, por el poder de Jesús, la vida terrena “ordinaria”. Al llegar un cierto momento, murieron nuevamente, como con frecuencia hace observar San Agustín.

En el caso de la resurrección de Cristo, la cosa es esencialmente distinta. En su cuerpo resucitado. El pasa del estado de muerte a “otra” vida, ultra-temporal y ultra-terrestre. El cuerpo de Jesús es colmado del poder del Espíritu Santo en la resurrección, es hecho partícipe de la vida divina en el estado de gloria, de modo que podemos decir de Cristo, con San Pablo, que es el “homo caelestis” (cf.
1Co 15,47 ss.).

En este sentido, la resurrección de Cristo se encuentra más allá de la pura dimensión histórica, es un suceso que pertenece a la esfera meta-histórica, y por eso escapa a los criterios de la mera observación empírica del hombre. Es verdad que Jesús, después de la resurrección, se aparece a sus discípulos, habla, conversa y hasta come con ellos, invita a Tomás a tocarlo para que se cerciore de su identidad: pero esta dimensión real de su humanidad total encubre la otra vida, que ya le pertenece y que le aparta de lo “normal» de la vida terrena ordinaria y lo sumerge en el “misterio”.

5. Otro elemento misterioso de la resurrección de Cristo lo constituye el hecho de que el paso de la muerte a la vida nueva sucedió por la intervención del poder del Padre que “resucitó» (cf. Ac 2,32) a Cristo, su Hijo, y así introdujo de modo perfecto su humanidad -también su cuerpo- en el consorcio trinitario, de modo que Jesús se manifestó como definitivamente “constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu... por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1,3-4). San Pablo insiste en presentar la resurrección de Cristo como manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6,4 2Co 13,4 Ph 3,10 Col 2,12 El Col 1,19 ss. , cf. también He 7,16) por obra del Espíritu que, al devolver la vida a Jesús, lo ha colocado en el estado glorioso de Señor (Kyrios), en el cual merece definitivamente, también como hombre, ese nombre de Hijo de Dios que le pertenece eternamente (cf. Rm 8,11 Rm 9,5 Rm 14,9 Ph 2,9-11 cf. también He 1,1-5 He 5, 5, etc. ).

6. Es significativo que muchos textos del Nuevo Testamento muestren la resurrección de Cristo como “resurrección de los muertos”, llevada a cabo con el poder del Espíritu Santo. Pero al mismo tiempo, hablan de ella como de un “resurgir en virtud de su propio poder” (en griego: anéste), tal como lo indica, por lo demás, en muchas lenguas la palabra “resurrección”. Este sentido activo de la palabra (sustantivo verbal) se encuentra también en los discursos pre-pascuales de Jesús, por ejemplo, en los anuncios de la pasión, cuando dice que el Hijo del hombre tendrá que sufrir mucho, morir, y luego resucitar (cf. Mc 8,31 Mc 9,9 Mc 9,31 Mc 10,34). En el Evangelio de Juan, Jesús afirma explícitamente: “Yo doy mi vida, para recobrarla de nuevo... Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10,17-18). También Pablo, en la Primera Carta a los Tesalonicenses, escribe: “Nosotros creemos que Jesús murió y resucitó” (1Th 4,14).

En los Hechos de los Apóstoles se proclama muchas veces que “Dios ha resucitado a Jesús...» (2, 24. 32; 3, 15. 26, etc.), pero se habla también en sentido activo de la resurrección de Jesús (cf. 10, 41), y en esta perspectiva se resume la predicación de Pablo en la sinagoga de Tesalónica, donde “basándose en las Escrituras demuestra que “ Cristo tenía que padecer y resucitar de entre los muertos...” (Ch 17, 3).

De este conjunto de textos emerge el carácter trinitario de la resurrección de Cristo, que es “obra común” del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y, por lo tanto, incluye en sí el misterio mismo de Dios.

7. La expresión “según las Escrituras”, que se encuentra en la Primera Carta a los Corintios (15, 3-4) y en el Símbolo niceno-constantinopolitano, pone de relieve el carácter escatológico del suceso de la resurrección de Cristo, en el cual se cumplen los anuncios del Antiguo Testamento. El mismo Jesús, según Lucas, hablando de su pasión y de su gloria con los dos discípulos de Emaús, los recrimina por ser tardos de corazón “para creer todo lo que dijeron los profetas», y después, “empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras” (Lc 24,26-27). Lo mismo sucedió durante el último encuentro con los Apóstoles, a quienes dijo: “Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”. Y, entonces, abrió su inteligencia para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los Muertos al tercer día, y se predicara en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén...” (Lc 24,44-48).

Era la interpretación mesiánica, que dio el mismo Jesús al conjunto del Antiguo Testamento y, de modo especial, a los textos que se referían más directamente al misterio pascual, como los de Isaías sobre la humillación y sobre la “exaltación” del Siervo del Señor (Is 52, 13-53, 12), y los del Salmo 109/110 A partir de esta interpretación escatológica de Jesús, que vinculaba el misterio pascual con el Antiguo Testamento y proyectaba su luz sobre el futuro (la predicación a todas las gentes), los Apóstoles y los Evangelistas también hablaron de la resurrección “según las Escrituras”, y se fijó a continuación la fórmula del Credo. Era otra dimensión del Acontecimiento como misterio.

8. De todo lo que hemos dicho se deduce claramente que la resurrección de Cristo es el mayor evento en la historia de la salvación y, más aún, podemos decir que en la historia de la humanidad, puesto que da sentido definitivo al mundo. Todo el mundo gira en torno a la cruz, pero la cruz sólo alcanza en la resurrección su pleno significado de evento salvífico. Cruz y resurrección forman el único misterio pascual, en el que tiene su centro la historia del mundo. Por eso, la Pascua es la solemnidad mayor de la Iglesia: ésta celebra y renueva cada año este evento, cargado de todos los anuncios del Antiguo Testamento, comenzando por el “Protoevangelio” de la redención y de todas las esperanzas y las expectativas escatológicas que se proyectan hacia la “plenitud del tiempo”, que se llevó a cabo cuando el reino de Dios entró definitivamente en la historia del hombre y en el orden universal de la salvación.

Saludos

18 Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato dar mi más cordial bienvenida a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, deseo saludar con todo afecto a la numerosa peregrinación de Hermandades de Nuestra Señora del Rocío, a la que acompañan sus capellanes y el Señor Obispo de Huelva.

Desde Andalucía y desde otros lugares de España habéis iniciado, queridos hermanos y hermanas, este verdadero “camino del Rocío” que os trae a Roma, centro de la catolicidad, para profesar vuestra comunión con toda la Iglesia, vuestro afecto al Sucesor de Pedro y como broche de oro al Año Mariano.

Sé que estáis empeñados en dar una nueva vitalidad a la religiosidad popular mariana en la tierra de María Santísima; lo cual vaya acompañado de una creciente formación cristiana, una más activa participación en la vida litúrgica y caritativa de la Iglesia, que se traduzca en un ilusionado dinamismo apostólico.

Quiero alentaros vivamente en vuestros propósitos, como hijos de la Iglesia y como fieles laicos asociados, a dar testimonio de los valores cristianos en la sociedad española. Que vuestras Hermandades y Cofradías sean centros de animación de la vida cristiana, que se proyecte en las realidades temporales y en la vida pública, como he señalado en la reciente Exhortación Apostólica post-sinodal Christifideles laici, que vuestra devoción a la Santísima Virgen os corrobore en vuestra fe y en vuestros compromisos cristianos como constructores de paz, fraternidad y armonía. Sed fermento del Evangelio en vuestros pueblos y ciudades con el dinamismo de la esperanza y la fuerza del amor cristiano.

A todos bendigo de corazón. ¡

Viva la Virgen del Rocío! ¡Viva la Blanca Paloma!





Miércoles 8 de marzo de 1989

La resurrección, culmen de la Revelación

1. En la Carta de San Pablo a los Corintios, recordada ya varias veces a lo largo de estas catequesis sobre la resurrección de Cristo, leemos estas palabras del Apóstol: “Si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía es también vuestra fe" (1Co 15,14).

19 Evidentemente, San Pablo ve en la resurrección el fundamento de la fe cristiana y casi la clave de bóveda de todo el edificio de doctrina y de vida levantado sobre la revelación, en cuanto confirmación definitiva de todo el conjunto de la verdad que Cristo ha traído. Por esto, toda la predicación de la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, a través de los siglos y de todas las generaciones, hasta hoy, se refiere a la resurrección y saca de ella la fuerza impulsiva y persuasiva, así como su vigor. Es fácil comprender el porqué.

2. La resurrección constituía en primer lugar la confirmación de todo lo que Cristo mismo había “hecho y enseñado”. Era el sello divino puesto sobre sus palabras y sobre su vida. El mismo había indicado a los discípulos y adversarios este signo definitivo de su verdad. El ángel del sepulcro lo recordó a las mujeres la mañana del “primer día después del sábado”: “Ha resucitado, como lo había dicho” (
Mt 28,6). Si esta palabra y promesa suya se reveló como verdad, también todas sus demás palabras y promesas poseen la potencia de la verdad que no pasa, como Él mismo habla proclamado: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24,35 Mc 13,31 Lc 21,33). Nadie habría podido imaginar ni pretender una prueba más autorizada, más fuerte, más decisiva que la resurrección de entre los muertos. Todas las verdades, también las más inaccesibles para la mente humana, encuentran sin embargo su justificación, incluso en el ámbito de la razón, si Cristo resucitado ha dado la prueba definitiva, prometida por Él, de su autoridad divina.

3. Así, la resurrección confirma la verdad de su misma divinidad. Jesús había dicho: “Cuando hayáis levantado (sobre la cruz) al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy” (Jn 8,28). Los que escucharon estas palabras querían lapidar a Jesús, puesto que “YO SOY” era para los hebreos el equivalente del nombre inefable de Dios. De hecho, al pedir a Pilato su condena a muerte presentaron como acusación principal la de haberse “hecho Hijo de Dios” (Jn 19,7). Por esta misma razón lo habían condenado en el Sanedrín como reo de blasfemia después de haber declarado que era el Cristo, el Hijo de Dios, tras el interrogatorio del sumo sacerdote (Mt 26,63-65 Mc 14,62 Lc 22,70): es decir, no sólo el Mesías terreno como era concebido y esperado por la tradición judía, sino el Mesías-Señor anunciado por el Salmo 109/110 (cf. Mt 22,41 ss.), el personaje misterioso vislumbrado por Daniel (7, 13-14). Esta era la gran blasfemia, la imputación para la condena a muerte: ¡el haberse proclamado Hijo de Dios! Y ahora su resurrección confirmaba la veracidad de su identidad divina y legitimaba la atribución hecha a Sí mismo, antes de la Pascua, del Nombre” de Dios: “En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo soy” (Jn 8,58). Para los judíos ésa era una pretensión que merecía la lapidación (cf. Lv 24,16), y, en efecto, “tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del templo” (Jn 8,59). Pero si entonces no pudieron lapidarlo, posteriormente lograron “levantarlo” sobre la cruz: la resurrección del Crucificado demostraba, sin embargo, que Él era verdaderamente Yo soy, el Hijo de Dios.

4. En realidad, Jesús aún llamándose a Sí mismo Hijo del hombre, no sólo habla confirmado ser el verdadero Hijo de Dios, sino que en el Cenáculo, antes de la pasión, había pedido al Padre que revelara que el Cristo Hijo del hombre era su Hijo eterno: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique” (Jn 17,1). “...Glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese” (Jn 17,5). Y el misterio pascual fue la escucha de esta petición, la confirmación de la filiación divina de Cristo, y más aún, su glorificación con esa gloria que “tenía junto al Padre antes de que el mundo existiera”: la gloria del Hijo de Dios.

5. En el período pre-pascual Jesús, según el Evangelio de Juan, aludió varias voces a esta gloria futura, que se manifestaría en su muerte y resurrección. Los discípulos comprendieron el significado de esas palabras suyas sólo cuando sucedió el hecho.

Así leemos que durante la primera pascua pasada en Jerusalén, tras haber arrojado del templo a los mercaderes y cambistas, Jesús respondió a los judíos que le pedían un “signo” del poder por el que obraba de esa forma: “Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré... Él hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús” (Jn 2,19-22).

También la respuesta dada por Jesús a los mensajeros de las hermanas de Lázaro, que le pedían que fuera a visitar al hermano enfermo, hacia referencia a los acontecimientos pascuales: “Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn 11,4).

No era sólo la gloria que podía reportarle el milagro, tanto menos cuanto que provocaría su muerte (cf. Jn 11,46-54); sino que su verdadera glorificación vendría precisamente de su elevación sobre la cruz (cf. Jn 12,32). Los discípulos comprendieron bien todo esto después de la resurrección.

6. Particularmente interesante es la doctrina de San Pablo sobre el valor de la resurrección como elemento determinante de su concepción cristológica, vinculada también a su experiencia personal del Resucitado. Así, al comienzo de la Carta a los Romanos se presenta: “Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, que había ya prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Sagradas, acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre tos muertos; Jesucristo, Señor nuestro” (Rm 1,1-4).

Esto significa que desde el primer momento de su concepción humana y de su nacimiento (de la estirpe de David); Jesús era el Hijo eterno de .Dios, que se hizo Hijo del hombre. Pero, en la resurrección, esa filiación divina se manifestó en toda su plenitud con el poder de Dios que, por obra del Espíritu Santo, devolvió la vida a Jesús (cf. Rm 8,11) y lo constituyó en el estado glorioso de “Kyrios” (cf. Flp Ph 2,9-11 Rm 14,9 Ac 2,36), de modo que Jesús merece por un nuevo título mesiánico el reconocimiento, el culto, la gloria del nombre eterno de Hijo de Dios (cf. Ac 13,33 He 1,1-5 He 5,5).

7. Pablo había expuesto esta misma doctrina en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, en sábado, cuando, invitado por los responsables de la misma, tomó la palabra para anunciar que en el culmen de la economía de la salvación realizada en la historia de Israel entre luces y sombras, Dios había resucitado de entre los muertos a Jesús, el cual se había aparecido durante muchos días a los que habían subido con Él desde Galilea a Jerusalén, los cuales eran ahora sus testigos ante el pueblo. “También nosotros ?concluía el Apóstol? os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en los salmos: ‘Hijo mío eres tu; yo te he engendrado hoy’” (Ac 13,32-33 cf. Ps 2,7).

20 Para Pablo hay una especie de ósmosis conceptual entre la gloria de la resurrección de Cristo y la eterna filiación divina de Cristo, que se revela plenamente en esa conclusión victoriosa de su misión mesiánica.

8. En esta gloria del “Kyrios” se manifiesta ese poder del Resucitado (Hombre-Dios), que Pablo conoció por experiencia en el momento de su conversión en el camino de Damasco al sentirse llamado a ser Apóstol (aunque no uno de los Doce), por ser testigo ocular del Cristo vivo, y recibió de El la fuerza para afrontar todos los trabajos y soportar todos los sufrimientos de su misión. El espíritu de Pablo quedó tan marcado por esa experiencia, que en su doctrina y en su testimonio antepone la idea del poder del Resucitado a la de participación en los sufrimientos de Cristo, que también le era grata: Lo que se había realizado en su experiencia personal también lo proponía a los fieles como una regla de pensamiento y una norma de vida: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor... para ganar a Cristo y ser hallado en él... y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos” (
Ph 3,8-11). Y entonces su pensamiento se dirige a la experiencia del camino de Damasco: “...Habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús” (Ph 3,12).

9. Así, pues, los textos referidos dejan claro que la resurrección de Cristo está estrechamente unida con el misterio de la encarnación del Hijo de Dios: es su cumplimiento, según el eterno designio de Dios. Más aún, es la coronación suprema de todo lo que Jesús manifestó y realizó en toda su vida, desde el nacimiento a la pasión y muerte, con sus obras, prodigios, magisterio, ejemplo de una vida perfecta, y sobre todo con su transfiguración. El nunca reveló de modo directo la gloria que había recibido del Padre “antes que el mundo fuese” (Jn 17,5), sino que ocultaba esta gloria con su humanidad, hasta que se despojó definitivamente (cf. Flp Ph 2,7-8) con la muerte en cruz.

En la resurrección se reveló el hecho de que “en Cristo reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2,9 cf. Col Col 1,19). Así, la resurrección “completa” la manifestación del contenido de la Encarnación. Por eso podemos decir que es también la plenitud de la Revelación. Por lo tanto, como hemos dicho, ella está en el centro de la fe cristiana y de la predicación de la Iglesia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, al grupo de religiosas Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, que se preparan en Roma a su profesión perpetua, y a la Asociación Cristiana de Viudas, de Burgos.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 15 de marzo de 1989

El valor salvífico de la resurrección

1. Si, como hemos visto en anteriores catequesis, la fe cristiana y la predicación de la Iglesia tienen su fundamento en la resurrección de Cristo, por ser ésta la confirmación definitiva y la plenitud de la revelación, también hay que añadir que ella es fuente del poder salvífico del Evangelio y de la Iglesia en cuanto integración del misterio pascual. En efecto, según San Pablo, Jesucristo se ha revelado como “Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1,4). Y Él transmite a los hombres esta santidad porque “fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación” (Rm 4,25). Hay como un doble aspecto en el misterio pascual: la muerte para liberar del pecado y la resurrección para abrir el acceso a la vida nueva.

21 Ciertamente el misterio pascual, como toda la vida y la obra de Cristo, tiene una profunda unidad interna en su función redentora y en su eficacia, pero ello no impide que puedan distinguirse sus distintos aspectos con relación a los efectos que derivan de él en el hombre. De ahí la atribución a la resurrección del efecto específico de la “vida nueva”, como afirma San Pablo.

2. Respecto a esta doctrina hay que hacer algunas indicaciones que, en continua referencia a los textos del Nuevo Testamento, nos permitan poner de relieve toda su verdad y belleza.

Ante todo, podemos decir ciertamente que Cristo resucitado es principio y fuente de una vida nueva para todos los hombres. Y esto aparece también en la maravillosa plegaria de Jesús, la víspera de su pasión, que Juan nos refiere con estas palabras: “Padre... glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado” (
Jn 17,1-2). En su plegaria Jesús mira y abraza sobre todo a sus discípulos, a quienes advirtió de la próxima y dolorosa separación que se verificaría mediante su pasión y muerte, pero a los cuales prometió asimismo: “Yo vivo y también vosotros viviréis” (Jn 14,19). Es decir: tendréis parte en mi vida, la cual se revelará después de la resurrección. Pero la mirada de Jesús se extiende a un radio de amplitud universal. Les dice: “No ruego por éstos (mis discípulos), sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí... (Jn 17,20): todos deben formar una sola cosa al participar en la gloria de Dios en Cristo.

La nueva vida que se concede a los creyentes en virtud de la resurrección de Cristo, consiste en la victoria sobre la muerte del pecado y en la nueva participación en la gracia. Lo afirma San Pablo de forma lapidaria: “Dios, rico en misericordia..., estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo” (Ep 2,4-5). Y de forma análoga San Pedro: “El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo..., por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha reengendrado para una esperanza viva” (1P 1,3).

Esta verdad se refleja en la enseñanza paulina sobre el bautismo: “Fuimos, pues, con Él (Cristo) sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6,4).

3. Esta vida nueva ?la vida según el Espíritu? manifiesta la filiación adoptiva: otro concepto paulino de fundamental importancia. A este respecto, es “clásico” el pasaje de la Carta a los Gálatas: “Envió Dios a su Hijo... para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4,4-5). Esta adopción divina por obra del Espíritu Santo, hace al hombre semejante al Hijo unigénito: “...Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios” (Rm 8,14). En la Carta a los Gálatas San Pablo se apela a la experiencia que tienen los creyentes de la nueva condición en que se encuentran: “La prueba de que sois hijos de Dios es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Ga 4,6-7). Hay, pues, en el hombre nuevo un primer efecto de la redención: la liberación de la esclavitud; pero la adquisición de la libertad llega al convertirse en hijo adoptivo, y ello no tanto por el acceso legal a la herencia, sino con el don real de la vida divina que infunden en el hombre las tres Personas de la Trinidad (cf. Ga 4,6 2Co 13,13). La fuente de esta vida nueva del hombre en Dios es la resurrección de Cristo.

La participación en la vida nueva hace también que los hombres sean «hermanos” de Cristo, como el mismo Jesús llama a sus discípulos después de la resurrección: “Id a anunciar a mis hermanos...” (Mt 28,10 Jn 20,17). Hermanos no por naturaleza sino por don de gracia, pues esa filiación adoptiva da una verdadera y real participación en la vida del Hijo unigénito, tal como se reveló plenamente en su resurrección.

4. La resurrección de Cristo ?y, más aún, el Cristo resucitado? es finalmente principio y fuente de nuestra futura resurrección. El mismo Jesús habló de ello al anunciar la institución de la Eucaristía como sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6,54). Y al “murmurar” los que lo oían, Jesús les respondió: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes...?” (Jn 6,61-62). De ese modo indicaba indirectamente que bajo las especies sacramentales de la Eucaristía se da a los que la reciben participación en el Cuerpo y Sangre de Cristo glorificado.

También San Pablo pone de relieve la vinculación entre la resurrección de Cristo y la nuestra, sobre todo en su Primera Carta a los Corintios; pues escribe: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron... Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1Co 15,20-22). “En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘La muerte ha sido devorada en la victoria’” (1Co 15,53-54). “Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo” (1Co 15,57).

La victoria definitiva sobre la muerte, que Cristo ya ha logrado, Él la hace partícipe a la humanidad en la medida en que ésta recibe los frutos de la redención. Es un proceso de admisión a la “vida nueva”, a la “vida eterna”, que dura hasta el final de los tiempos. Gracias a ese proceso se va formando a lo largo de los siglos una nueva humanidad: el pueblo de los creyentes reunidos en la Iglesia, verdadera comunidad de la resurrección. A la hora final de la historia, todos resurgirán, y los que hayan sido de Cristo, tendrán la plenitud de la vida en la gloria, en la definitiva realización de la comunidad de los redimidos por Cristo, “para que Dios sea todo en todos” (1Co 15,28).

5. El Apóstol enseña también que el proceso redentor, que culmina con la resurrección de los muertos, acaece en una esfera de espiritualidad inefable, que supera todo lo que se puede concebir y realizar humanamente. En efecto, si por una parte escribe que “la carne y la sangre no pueden heredar el reino de los cielos; ni la corrupción hereda la incorrupción” (1Co 15,50) ?lo cual es la constatación de nuestra incapacidad natural para la nueva vida?, por otra, en la Carta a los Romanos asegura a los que creen lo siguiente: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8,11). Es un proceso misterioso de espiritualización, que alcanzará también a los cuerpos en el momento de la resurrección por el poder de ese mismo Espíritu Santo que obró la resurrección de Cristo.

22 Se trata, sin duda, de realidades que escapan a nuestra capacidad de comprensión y de demostración racional, y por eso son objeto de nuestra fe fundada en la Palabra de Dios, la cual, mediante San Pablo, nos hace penetrar en el misterio que supera todos los límites del espacio y del tiempo: “Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente, el último Adán, espíritu que da vida” (1Co 15,45). “Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste” (1Co 15,49).

6. En espera de esa trascendente plenitud final, Cristo resucitado vive en los corazones de sus discípulos y seguidores como fuente de santificación en el Espíritu Santo, fuente de la vida divina y de la filiación divina, fuente de la futura resurrección.

Esa certeza le hace decir a San Pablo en la Carta a los Gálatas: “Con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20). Como el Apóstol, también cada cristiano, aunque vive todavía en la carne (cf. Rm 7,5), vive una vida ya espiritualizada con la fe (cf. 2Co 10,3), porque el Cristo vivo, el Cristo resucitado se ha convertido en el sujeto de todas sus acciones: Cristo vive en mí (cf. Rm 8,2 Rm 8,10-11 Ph 1,21 Col 3,3). Y es la vida en el Espíritu Santo.

Esta certeza sostiene al Apóstol, como puede y debe sostener a cada cristiano en los trabajos y los sufrimientos de esta vida, tal como aconsejaba Pablo al discípulo Timoteo en el fragmento de una carta suya con el que queremos cerrar ?para nuestro conocimiento y consuelo? nuestra catequesis sobre la resurrección de Cristo: «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, descendiente de David, según mi Evangelio... Por eso todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna. Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con Él; si le negamos, también Él nos negará; si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse a si mismo...” (2Tm 2,8-13).

“Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos”: esta afirmación del Apóstol nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida en el tiempo y en la eternidad.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular a las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, que hacen un curso de renovación espiritual aquí en Roma. Que el Señor os bendiga e infunda renovado entusiasmo para vivir con alegría vuestra vocación religiosa, que se haga fecunda en vuestro apostolado.

Saludo igualmente a los miembros de la Cooperativa Agraria San Abdón, venidos de Albacete (España).

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





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Miércoles 22 de marzo de 1989


Audiencias 1989 16