Audiencias 1989 55

Sábado 22 de julio de 1989

Pentecostés, efusión de vida divina

1. El acontecimiento de Pentecostés en el Cenáculo de Jerusalén constituye una especial teofanía. Ya hemos considerado sus principales elementos “externos”: “un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso”, “lenguas como de fuego” sobre los que se encontraban reunidos en el Cenáculo, y finalmente el “hablar en otras lenguas”. Todos estos elementos indican no sólo la presencia del Espíritu Santo, sino también su particular “venida” sobre los presentes, su “donarse”, que provoca en ellos una transformación visible, como se puede apreciar por el texto de los Hechos de los Apóstoles (2, 1-12). Pentecostés cierra el largo ciclo de las teofanías del Antiguo Testamento, entre las que se puede considerar como principal la realizada a Moisés sobre el monte Sinaí.

2. Desde el inicio de este ciclo de catequesis pneumatológicas, hemos aludido también al vínculo que existe entre el evento de Pentecostés y la Pascua de Cristo, especialmente bajo el aspecto de “partida” hacia el Padre mediante la muerte en cruz, la resurrección y la ascensión. Pentecostés contiene en sí el cumplimiento del anuncio que hizo Jesús a los apóstoles el día anterior a su pasión durante el “discurso de despedida” en el Cenáculo de Jerusalén. En aquella ocasión Jesús había hablado del “nuevo Paráclito”: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad” (Jn 14,16-17), subrayando: “Si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7).

Hablando de su partida mediante la muerte redentora en el sacrificio de la cruz, Jesús había dicho: “Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis” (Jn 14,19).

Este es un nuevo aspecto del vínculo entre la Pascua y Pentecostés: “Yo vivo”. Jesús hablaba de su resurrección. “Vosotros viviréis”: la vida, que se manifestará y confirmará en mi resurrección, se convertirá en vuestra vida. Ahora bien, la “transmisión” de esta vida, que se manifiesta en el misterio de la Pascua de Cristo, se realiza de modo definitivo en Pentecostés. En la palabra de Jesús se hacía alusión a la parte conclusiva del oráculo de Ezequiel, en el que Dios prometía: “Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis” (37, 14). Por consiguiente, Pentecostés está vinculado orgánicamente a la Pascua y pertenece al misterio pascual de Cristo: “Yo vivo y también vosotros viviréis”.

3. En virtud del Espíritu Santo, por su venida, también se ha cumplido la oración de Jesús en el Cenáculo: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado” (Jn 17,1-2).

Jesucristo, en el misterio pascual, es el artífice de esta vida. El Espíritu Santo “da” esta vida, “tomando” de la redención obrada por Cristo (“recibirá de lo mío”, Jn 16,14). Jesús mismo había dicho: “El espíritu es el que da vida” (Jn 6,63). San Pablo, de la misma manera, proclama que “la letra mata, mas el Espíritu da vida” (2Co 3,6). En Pentecostés brilla la verdad que profesa la Iglesia con las palabras del Símbolo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida”.

Junto con la Pascua, Pentecostés constituye el coronamiento de la economía salvífica de la Trinidad divina en la historia humana.

4. Más aún: los primeros que experimentaron los frutos de la resurrección de Cristo el día de Pentecostés fueron los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén en compañía de María, la Madre de Jesús, y otros “discípulos” del Señor, hombres y mujeres.

Para ellos Pentecostés es el día de la resurrección, es decir, de la nueva vida, en el Espíritu Santo. Es una resurrección espiritual que podemos contemplar a través del proceso realizado en los apóstoles en el curso de todos esos días: desde el viernes de la Pasión de Cristo, pasando por el día de Pascua, hasta el de Pentecostés. El prendimiento del Maestro y su muerte en cruz fueron para ellos un golpe terrible, del que tardaron en reponerse. Así se explica que la noticia de la resurrección, e incluso el encuentro con el Resucitado, hallasen en ellos dificultades y resistencias. Los Evangelios lo advierten en muchas ocasiones: “no creyeron” (Mc 16,11), “dudaron” (Mt 28,17). Jesús mismo se lo reprochó dulcemente: “¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón?” (Lc 24,38). Él trataba de convencerlos acerca de su identidad, demostrándoles que no era “un fantasma”, sino que tenía “carne y huesos”. Con este fin consumó incluso alimentos bajo sus ojos (cfr. Lc 24,37-43).

56 El acontecimiento de Pentecostés impulsa a los discípulos a superar definitivamente esta actitud de desconfianza: la verdad de la resurrección de Cristo penetra plenamente en sus mentes y conquista su voluntad. Entonces de verdad “de su seno corrieron ríos de agua viva” (Cf. Jn 7,38), como había predicho de forma figurativa Jesús mismo hablando del Espíritu Santo.

5. Por obra del Paráclito, los apóstoles y los demás discípulos se transformaron en “hombres pascuales”: creyentes y testigos de la resurrección de Cristo. Hicieron suya, sin reservas, la verdad de tal acontecimiento decisivo y anunciaron desde aquel día de Pentecostés “las maravillas de Dios” (Ac 2,11). Fueron capacitados desde dentro: el Espíritu Santo obró su transformación interior, con la fuerza de la “nueva vida”: la que Cristo recuperó en su resurrección y ahora infundió por medio del “nuevo Paráclito” en sus seguidores. Se puede aplicar a esa transformación lo que Isaías había predicho con lenguaje figurado: “Al fin será derramado desde arriba... un espíritu; se hará la estepa un vergel, y el vergel será considerado como selva” (Is 32,15). Verdaderamente brilla en Pentecostés la verdad evangélica: Dios “no es Dios de muertos sino de vivos” (Mt 22,32), “porque para Él todos viven” (Lc 20,38).

6. La teofanía de Pentecostés abre a todos los hombres la perspectiva de la “novedad de vida”. Aquel acontecimiento es el inicio del nuevo “donarse” de Dios a la humanidad, y los apóstoles son el signo y la prenda no sólo del “nuevo Israel”, sino también de la “nueva creación” realizada por obra del misterio pascual. Como escribe San Pablo: “la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida... Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,18 Rm 5,20). Y esta victoria de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado, lograda por Cristo, obra en la humanidad mediante el Espíritu Santo. Por medio de Él fructifica en los corazones el misterio de la redención (Cf. Rm 5,5 Ga 5,22).

Pentecostés es el inicio del proceso de renovación espiritual, que realiza la economía de la salvación en su dimensión histórica y escatológica, proyectándose sobre todo lo creado.

7. En la Encíclica sobre el Espíritu Santo Dominum et Vivificantem escribí: “Pentecostés es un nuevo inicio en relación con el primero, inicio originario de la donación salvífica de Dios, que se identifica con el misterio de la creación. Así leemos ya en las primeras páginas del libro del Génesis: ‘En el principio creó Dios los cielos y la tierra... y el Espíritu de Dios (ruah Elohim) aleteaba por encima de las aguas’ (1, 1 ss.). Este concepto bíblico de creación comporta no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a “imagen y semejanza de Dios” (DEV 12). En Pentecostés el “nuevo inicio” del donarse salvífico de Dios se funde con el misterio pascual, fuente de nueva vida.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato dirigir mi cordial saludo a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los peregrinos de América Latina y España presentes en esta Audiencia. En particular, deseo saludar a la peregrinación de la diócesis de Jaén (España), a los grupos llegados de Valencia y a la Asociación “Dante Alighieri”, de Sevilla. Las vacaciones son una época ideal del año para descansar y descubrir más profundamente la presencia de Dios. Os invito, pues, a encontrar ese espacio de tiempo necesario para escuchar a Dios, especialmente a través de la lectura reposada y atenta de la Sagrada Escritura.

A vosotros y a vuestras familias imparto con afecto mi bendición apostólica.




Miércoles 26 de julio de 1989

Pentecostés: el don de la filiación divina

57 1. En la teofanía de Pentecostés en Jerusalén hemos analizado los elementos externos que nos ofrece el texto de los Hechos de los Apóstoles: “un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso”, “lenguas como de fuego” sobre aquellos que están reunidos en el Cenáculo, y finalmente aquel fenómeno psicológico-vocal, gracias al cual entienden lo que dicen los Apóstoles incluso aquellas personas que hablan “otras lenguas”. Hemos visto también que entre todas estas manifestaciones externas lo más importante y esencial es la transformación interior de los Apóstoles. Precisamente en esta transformación se manifiesta la presencia y la acción del Espíritu-Paráclito, cuya venida Cristo había prometido a los Apóstoles en el momento de su vuelta al Padre.

La venida del Espíritu Santo está estrechamente vinculada con el misterio pascual, que se realiza en el sacrificio redentor de la cruz y en la resurrección de Cristo, generadora de “vida nueva”. El día de Pentecostés los Apóstoles ?por obra del Espíritu Santo? se hacen plenamente partícipes de esta vida, y así madura en ellos el poder del testimonio que darán del Señor resucitado.

2. Sí, el día de Pentecostés el Espíritu Santo se manifiesta como Aquel que da la vida; y esto es lo que confesamos en el Credo, cuando proclamamos: “Dominum et Vivificantem”. Se realiza así la economía de la autocomunicación de Dios, que comienza cuando Él “se dona” al hombre, creado a su imagen y semejanza. Este donarse de Dios, que constituye originariamente el misterio de la creación del hombre y de su elevación a la dignidad sobrenatural, después del pecado se proyecta en la historia en virtud de la promesa salvífica, que se cumple en el misterio de la redención obrada por Cristo, Hombre-Dios, mediante el propio sacrificio. En Pentecostés unido al misterio pascual de Cristo, el “donarse de Dios” encuentra su cumplimiento.La teofanía de Jerusalén significa el “nuevo inicio” del donarse de Dios en el Espíritu Santo. Los Apóstoles y todos los presentes en el Cenáculo en compañía de la Madre de Cristo, María, aquel día fueron los primeros que experimentaron esta nueva “efusión” de la vida divina que ?en ellos y por medio de ellos, y por tanto en la Iglesia y mediante la Iglesia? se ha abierto a todo hombre. Es universal como la redención.

3. El inicio de la “vida nueva” se realiza mediante “el don de la filiación divina”, obtenida para todos por Cristo con la redención, y extendida a todos por obra del Espíritu Santo que, en la gracia, rehace y casi “re-crea” al hombre a semejanza del Hijo unigénito del Padre. De esta manera el Verbo encarnado renueva nueva y consolida el “donarse” de Dios, ofreciendo al hombre mediante la obra redentora aquella “participación en la naturaleza divina”, a la que se refiere la segunda Carta de Pedro (cf.
2P 1,4); y también San Pablo, en la Carta a los Romanos, habla de Jesucristo como de Aquel que ha sido “constituido Hijo de Dios, con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (1, 4).

El fruto de la resurrección, que realiza la plenitud del poder de Cristo, Hijo de Dios, es por tanto participado a aquellos que se abren a la acción de su Espíritu como nuevo don de filiación divina. San Juan, en el prólogo de su Evangelio, tras haber hablado de la Palabra que se hizo carne, dice que “a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (1, 12).

Los dos Apóstoles, Juan y Pablo, fijan el concepto de la filiación divina como don de la nueva vida al hombre, por obra de Cristo, mediante el Espíritu Santo.

Esta filiación es un don que proviene del Padre, como leemos en la primera Carta de Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1Jn 3,1). En la Carta a los Romanos, Pablo expone la misma verdad a la luz del plan eterno de Dios: “Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos” (8, 29). El mismo Apóstol en la Carta a los Efesios habla de una filiación debida a la adopción divina, habiéndonos predestinado Dios “a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” (1, 5).

4. También en la Carta a los Gálatas, Pablo se refiere al plan eterno concebido por Dios en la profundidad de su vida trinitaria, y realizado en la “plenitud de los tiempos” con la venida del Hijo en la Encarnación para hacer de nosotros sus hijos adoptivos: “Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4,4-5). A esta “misión” (missio) del Hijo, según el Apóstol, en la economía trinitaria está estrechamente ligada la misión del Espíritu Santo, y de hecho añade: “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Ga 4,6).

Aquí tocamos el “término” del misterio que se expresa en Pentecostés: el Espíritu Santo viene “a los corazones” como Espíritu del Hijo. Precisamente porque el Espíritu del Hijo nos permite a nosotros, hombres, gritar a Dios junto con Cristo: “Abbá, Padre”.

5. En este gritar se expresa el hecho de que no sólo hemos sido llamados hijos de Dios, “sino que lo somos” como subraya el Apóstol Juan en su primera Carta (1Jn 3,1). Nosotros ?por causa del don? participamos de verdad en la filiación propia del Hijo de Dios, Jesucristo. Esta es la verdad sobrenatural de nuestra relación con Cristo, la cual puede ser conocida sólo por quien “ha conocido al Padre” (cf. 1Jn 2,14).

Ese conocimiento es posible solamente en virtud del Espíritu Santo por el testimonio que Él da, desde el interior, al espíritu humano, donde está presente como principio de verdad y de vida. Nos instruye el Apóstol Pablo: “El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo” (Rm 8,14). El Espíritu Santo “sopla” en los corazones de los creyentes como el Espíritu del Hijo, estableciendo en el hombre la filiación divina a semejanza de Cristo y en unión con Cristo. El Espíritu Santo forma desde dentro al espíritu humano según el divino ejemplo que es Cristo. Así, mediante el Espíritu, el Cristo conocido por las páginas del Evangelio se convierte en la “vida del alma”, y el hombre al pensar, al amar, al juzgar, al actuar, incluso al sentir, está conformado con Cristo, se hace “cristiforme”.

58 7. Esta obra del Espíritu Santo tiene su “nuevo inicio” en el Pentecostés de Jerusalén, en el culmen del misterio pascual. Desde entonces Cristo “está con nosotros” y obra en nosotros mediante el Espíritu Santo, actualizando el plan eterno del Padre, que nos ha predestinado “para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” (Ep 1,5). No nos cansemos nunca de repetir y de meditar esta maravillosa verdad de nuestra fe.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me complace saludar ahora a los peregrinos de España y de América Latina. De modo particular saludo a los venidos de la diócesis española de León; así como a los grupos parroquiales de Madrid, Sant Boi del Llobregat (Barcelona), Villahermosa de Ciudad Real y a los de la parroquia San Juan María Vianney de Guatemala. Que vuestra visita a la tumba de San Pedro afiance vuestra fe y os aliente a dar mejor testimonio de vida cristiana en la propia sociedad.

El próximo día 19 de agosto tendré la inmensa dicha de participar en la IV Jornada Mundial de la Juventud que se celebra esta vez en la ciudad de Santiago de Compostela. Numerosos jóvenes de todo el mundo se darán cita en Santiago para meditar sobre las palabras de Cristo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). A tal efecto grupos de participantes recorrerán la ruta jacobea, como la hacían los peregrinos de épocas pasadas. Me es grato bendecir y entregar la Cruz que unos jóvenes españoles desean llevar por los caminos de España hasta el mismo lugar del Encuentro. ¡Que el Señor y la Virgen del Camino os guíen y protejan a lo largo de vuestra peregrinación!

A vosotros y a todos los presentes imparto con afecto mi bendición apostólica, que extiendo complacido a vuestras familias.



Agosto de 1989

Miércoles 2 de agosto de 1989

Pentecostés, realización de la Nueva Alianza

1. En el Pentecostés de Jerusalén encuentra su coronamiento la Pascua de la cruz y de la resurrección de Cristo. En la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén con María y con la primera comunidad de los discípulos de Cristo, se realiza el cumplimiento de las promesas y de los anuncios hechos por Jesús a sus discípulos. Pentecostés constituye la solemne manifestación pública de la Nueva Alianza establecida entre Dios y el hombre “en la sangre” de Cristo: “Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre”, había dicho Jesús en la última Cena (1Co 11,25). Se trata de una Alianza nueva, definitiva y eterna, preparada por las precedentes alianzas de las que habla la Sagrada Escritura. Estas últimas ya llevaban en sí mismas el anuncio del pacto definitivo, que Dios establecería con el hombre en Cristo y en el Espíritu Santo. La palabra divina, transmitida por el profeta Ezequiel, ya invitaba a ver a esta luz el acontecimiento de Pentecostés: “Infundiré mi espíritu en vosotros” (Ez 36,27).

2. Hemos explicado con anterioridad que, si en un primer momento Pentecostés había sido la fiesta de la siega (Ex 23,16), seguidamente comenzó a celebrarse también como recuerdo y casi como renovación de la Alianza establecida por Dios con Israel tras la liberación de la esclavitud de Egipto (cf. 2Ch 15,10-13). Por lo demás, ya en el Libro del Éxodo leemos que Moisés tomó el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo, que respondió: obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahveh. Entonces tomó Moisés la sangre roció con ella al pueblo y dijo: esta es la sangre de la Alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras (Ex 24,7-8).

59 3. La Alianza del Sinaí había sido establecida entre Dios-Señor y el pueblo de Israel. Antes de esa, ya habían existido, según los textos bíblicos, la alianza de Dios con el patriarca Noé y con Abraham.

La alianza establecida con Noé después del diluvio contenía el anuncio de una alianza que Dios quería establecer con toda la humanidad: “He aquí que yo establezco mi alianza con vosotros y con vuestra futura descendencia,... con todos los animales que han salido del arca” (
Gn 9,9-10). Y por consiguiente no sólo con la humanidad, sino también con toda la creación que rodea al hombre en el mundo visible.

La alianza con Abraham tenía también otro significado. Dios escogía a un hombre y con él establecía una alianza por causa de su descendencia: “Estableceré mi alianza entre nosotros dos, y con tu descendencia después de ti, de generación en generación: una alianza eterna, de ser yo el Dios tuyo y el de tu posterioridad” (Gn 17,7). La alianza con Abraham era la introducción a la alianza con un pueblo entero, Israel, en consideración del Mesías que debía provenir precisamente de ese pueblo, elegido por Dios con tal finalidad.

4. La Alianza con Abraham no contenía propiamente una Ley. La Ley divina fue dada más tarde, en la alianza del Sinaí. Dios la prometió a Moisés que había subido al monte por su llamada: “Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra... Estas son las palabras que has de decir a los hijos de Israel” (Ex 19,5). Habiendo sido referida la promesa divina a los ancianos de Israel, “todo el pueblo a una respondió diciendo: ‘haremos todo cuanto ha dicho Yahveh’. Y Moisés llevó a Yahveh la respuesta del pueblo” (Ex 19,8).

Esta descripción bíblica de la preparación de la Alianza y de la acción mediadora de Moisés pone de relieve la figura de este gran jefe y legislador de Israel, mostrando la génesis divina del código que él dio al pueblo, pero quiere también darnos a entender que la alianza del Sinaí implicaba compromisos por ambas partes: Dios, el Señor, escogía a Israel como su propiedad particular, “un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19,6), pero a condición de que el pueblo observase la Ley que Él daría con el Decálogo (cf. Ex 20,1 ss.), y las demás prescripciones y normas. Por su parte, Israel se comprometió a esta observancia.

5. La historia de la Antigua Alianza nos muestra que este compromiso muchas veces no fue mantenido.Especialmente los Profetas reprochan a Israel sus infidelidades e interpretan los acontecimientos luctuosos de su historia como castigos divinos. Los profetas amenazan nuevos castigos, pero al mismo tiempo anuncian otra Alianza. Leemos, por ejemplo, en Jeremías: “He aquí que días vienen –oráculo de Yahveh? en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva Alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto; que ellos rompieron mi alianza” (Jr 31,31-32).

La nueva ?futura? alianza será establecida implicando de modo más íntimo al ser humano. Leemos también: “Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días ?oráculo de Yahveh?: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jr 31,33).

Esta nueva iniciativa de Dios afecta sobre todo al hombre “interior”. La Ley de Dios será “puesta” en lo profundo del “ser” humano (del “yo” humano). Este carácter de interioridad es confirmado por aquellas otras palabras: “sobre sus corazones la escribiré”. Por tanto, se trata de una Ley, con la que el hombre se identifica interiormente. Sólo entonces Dios es de verdad “su” Dios.

6. Según el profeta Isaías, la Ley constitutiva de la Nueva Alianza será establecida en el espíritu humano por obra del Espíritu de Dios. “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahveh” (Is 11,1-2), es decir, sobre el Mesías. En Él se cumplirán las palabras del Profeta: “El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh” (Is 61,1). El Mesías, guiado por el Espíritu de Dios, realizará la Alianza y la hará “nueva” y “eterna”. Es lo que anuncia el mismo Isaías con palabras proféticas suspendidas sobre la oscuridad de la historia: “Cuanto a mí, esta es la alianza con ellos, dice Yahveh. Mi espíritu que ha venido sobre ti y mis palabras que he puesto en tus labios no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia, ni de la boca de la descendencia de tu descendencia, dice Yahveh, desde ahora y para siempre” (Is 59,21).

7. Cualesquiera que sean los términos históricos y proféticos en que se coloque la perspectiva de Isaías, podemos afirmar que sus palabras encuentran su pleno cumplimiento en Cristo, en la Palabra que es suya “propia”, pero también “del Padre que lo ha enviado” (cf. Jn 5,37); en su Evangelio, que renueva, completa y vivifica la Ley; y en el Espíritu Santo que es enviado en virtud de la redención obrada por Cristo mediante su cruz y su resurrección, confirmando plenamente lo que había anunciado Dios por medio de los profetas ya en la Antigua Alianza. Con Cristo y en el Espíritu Santo se tiene la Nueva Alianza, de la que el profeta Ezequiel, como portavoz de Dios, había predicho: “Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas... Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Ez 36,26-28).

8. En el acontecimiento del Pentecostés de Jerusalén la venida del Espíritu Santo realiza definitivamente la “nueva y eterna” Alianza de Dios con la humanidad establecida “en la sangre” del Hijo unigénito, como momento culminante del “Don de lo alto” (cf. St Jc 1,17). En aquella Alianza el Dios Uno y Trino “se dona” no sólo al pueblo elegido, sino también a toda la humanidad. La profecía de Ezequiel: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Ez 36,28) cobra entonces una dimensión nueva y definitiva: la universalidad. Realiza plenamente la dimensión de la interioridad, porque la plenitud del Don ?el Espíritu Santo? debe llenar todos los corazones, dando a todos la fuerza necesaria para superar toda debilidad y todo pecado. Cobra la dimensión de la eternidad: es una alianza “nueva y eterna” (cf. He 13,20). En aquella plenitud del Don tiene su propio inicio la Iglesia como Pueblo de Dios de la nueva y eterna Alianza. Así se cumple la promesa de Cristo sobre el Espíritu Santo, enviado como “otro Consolador” (Parákletos), “para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14,16).

Saludos

60 Amadísimos hermanos y hermanas:

Dirijo ahora mi cordial saludo a los peregrinos de América Latina y España presentes en esta Audiencia. Saludo de modo especial, a las Religiosas “Hermanitas de la Anunciación”, de Colombia, así como a los peregrinos de Durango (México), Castellón, Santomera (Murcia) y Barcelona. Como recuerdo de vuestra presencia os animo a dar espacio a Dios en vuestras vidas, sobre todo en este período de merecido descanso. Sólo con Dios la existencia humana adquiere su pleno sentido.

Me es grato saludar a los jóvenes latinoamericanos del movimiento “Regnum Christi” que, de paso para Santiago de Compostela, han venido a orar ante la tumba del Apóstol Pedro. Os agradezco el amable gesto de estar esta mañana con nosotros: Decid a los jóvenes, que encontréis a lo largo del camino hasta Compostela, que el Papa reza por el éxito del Encuentro, para que seáis generosos con Cristo, si os llama a la vida religiosa o al ministerio sacerdotal.

A vosotros y a todos los presentes imparto con afecto la bendición apostólica, que extiendo complacido a vuestros seres queridos.



Miércoles 9 de agosto de 1989

Pentecostés, la Ley del Espíritu\b - 9-8-1989



1. La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés es el cumplimiento definitivo del misterio pascual de Jesucristo y realización plena de los anuncios del Antiguo Testamento, especialmente los de los profetas Jeremías y Ezequiel acerca de una nueva, futura alianza alianza que Dios establecería con el hombre en Cristo y una “efusión” del Espíritu de Dios “en toda carne” (Jl 9,1); pero tiene también el significado de una nueva inscripción de la ley de Dios “en lo profundo” del “ser” humano, o, como dice el profeta, en el “corazón” (cf. Jr 31,33). Así se tiene una “nueva ley”, o “ley del Espíritu”, que debemos ahora considerar para alcanzar un conocimiento más completo del misterio del Paráclito.

2. Ya hemos puesto de relieve el hecho de que la Antigua Alianza entre Dios-Señor y el pueblo de Israel, establecida por medio de la teofanía del Sinaí, estaba basada en la Ley. En su centro se encuentra el decálogo. El señor exhorta a su pueblo a la observancia de los mandamientos: “Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19,5-6).

Puesto que aquella alianza no fue mantenida fielmente, Dios, por medio de los profetas, anuncia que establecerá una alianza nueva: “Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días ?oráculo de Yahveh?: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré”. Estas palabras de Jeremías, ya citadas en la precedente catequesis, están vinculadas a la promesa: “Y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jr 31,33).

3. Por tanto, la nueva (futura) Alianza anunciada por los profetas se debía establecer por medio de un cambio radical de la relación del hombre con la ley de Dios. En vez de ser una regla externa, escrita sobre tablas de piedra, la Ley debía convertirse, gracias a la acción del Espíritu Santo sobre el corazón del hombre, en una orientación interna, establecida “en lo profundo del ser humano”.

Esta Ley se resume, según el Evangelio, en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Cuando Jesús afirma que “de estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22,40), da a entender que estaban ya contenidos en el Antiguo Testamento (cf. Dt 6,5 Lv 19,18). El amor de Dios es el mandamiento “mayor y primero”; el amor al prójimo es “el segundo y semejante al primero” (cf. Mt 22,37-39), y es también condición necesaria para la observancia del primero: “Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley”, como escribirá San Pablo (Rm 13,8).

61 4. El mandamiento del amor a Dios y al prójimo, esencia de la nueva Ley instituida por Cristo con la enseñanza y el ejemplo (hasta dar “su vida por sus amigos”: cf. Jn 15,13), es “escrito” en los corazones por el Espíritu Santo. Por esto se convierte en “la ley del Espíritu”.

Como escribe el Apóstol a los Corintios: “Evidentemente sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones” (2Co 3,3). La Ley del Espíritu es, por consiguiente, el imperativo interior del hombre, en el que actúa el Espíritu Santo: es, más aún, el mismo Espíritu Santo que se hace así Maestro y guía del hombre desde el interior del corazón.

5. Una Ley entendida así está muy lejos de toda forma de imposición externa por la que el hombre queda sometido en sus propios actos. La Ley del Evangelio, contenida en la palabra y confirmada por la vida y la muerte de Cristo, consiste en una revelación divina, que incluye la plenitud de la verdad sobre el bien de las acciones humanas, y al mismo tiempo sana y perfecciona la libertad interior del hombre, como escribe San Pablo: “La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte” (Rm 8,2). Según el Apóstol, el Espíritu Santo que “da vida”, porque por medio de Él el espíritu del hombre participa en la vida de Dios, se transforma al mismo tiempo en el nuevo principio y la nueva fuente del actuar del hombre: “a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu” (Rm 8,4).

En esta enseñanza San Pablo hubiera podido hacer referencia a Jesús mismo que en el Sermón de la Montaña advertía: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17). Precisamente este cumplimiento, que Jesucristo ha dado a la Ley de Dios con su palabra y con su ejemplo, constituye el modelo del “caminar según el Espíritu”. En este sentido, en los creyentes en Cristo, partícipes de su Espíritu, existe y actúa la “Ley del Espíritu”, escrita por Él “en la carne de los corazones”.

6. Toda la vida de la Iglesia primitiva, como se nos muestra en los Hechos de los Apóstoles, es una manifestación de la verdad enunciada por San Pablo, según el cual “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5). Aún entre los límites y los defectos de los hombres que la componen, la comunidad de Jerusalén participa en la nueva vida que “viene regalada por el Espíritu”, vive del amor de Dios. También nosotros recibimos esta vida como un don del Espíritu Santo, el cual nos infunde el amor ?amor a Dios y al prójimo? contenido esencial del mandamiento mayor. Así la nueva Ley, impresa en los corazones de los hombres por el amor como don del Espíritu Santo, es en ellos Ley del Espíritu. Y esa es la Ley que libera, como escribe San Pablo: “La ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte” (Rm 8,2).

7. Por esto, Pentecostés, en cuanto es “el derramarse en nuestros corazones” del amor de Dios (cf. Rm 5,5) marca el inicio de una nueva moral humana, enraizada en la “ley del Espíritu”. Esta moral es algo más que la observancia de la ley dictada por la razón o por la misma Revelación. Esa moral deriva de una profundidad mayor y al mismo tiempo alcanza una profundidad mayor. Deriva del Espíritu Santo y hace vivir de un amor que viene de Dios y que se convierte en realidad de la existencia humana por medio del Espíritu Santo “derramado en nuestros corazones”.

El apóstol Pablo fue el más alto pregonero de esta moral superior, enraizada en la “verdad del Espíritu”. Él, que había sido un celoso fariseo, buen conocedor, meticuloso observante y fanático defensor de la “letra” de la Antigua Ley, convertido más tarde en apóstol de Cristo, podrá escribir de sí mismo: “Dios... nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata mas el Espíritu da vida” (2Co 3,6).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora a los numerosos peregrinos de España y de América Latina. Entre ellos quiero nombrar a los grupos de diversas diócesis: León, Barcelona, Cuenca, así como a la agrupación de fieles catalanes que, de modo especial, honran a San Pedro.

Saludo igualmente a los Amigos de las misiones dominicanas del Paraguay, así como a los miembros de diversas Hermandades y Cofradías de Sevilla, Valladolid y México.

62 Asimismo me complace saludar a los jóvenes de la Parroquia San Francisco, de Tenerife, así como a los numerosos grupos juveniles procedentes de México, Venezuela, Chile y de la arquidiócesis argentina de Córdoba. Que vuestra peregrinación de Roma a Santiago de Compostela esté iluminada por la fe, revestida con el espíritu de sacrificio y abierta al amor de Dios, que debéis testimoniar ante los demás. ¡En Santiago nos encontraremos de nuevo!

Me es grato saludar de modo particular a un grupo de profesionales de los medios de comunicación social de Asturias. Dentro de pocos días estaré presente en vuestra querida tierra para celebrar la Santa Eucaristía con el pueblo fiel y, sobre todo, para orar a los pies de la “Santina”. A ella encomiendo con toda confianza, ya desde aquí, este viaje apostólico. A través de los medios impresos y radiofónicos que representáis, deseo enviar mi más cordial saludo a todos los hijos a hijas del Principado de Asturias. ¡Hasta pronto!

Al agradecer a todos vuestra presencia aquí, os imparto cordialmente mi bendición apostólica, que extiendo complacido a vuestras familias.






Audiencias 1989 55