Audiencias 1993




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Enero de 1993



Miércoles 13 de enero de 1993

La autoridad de Pedro en la apertura de la Iglesia a los paganos

1. La autoridad primaria de Pedro en medio de los demás Apóstoles se manifiesta especialmente en la solución del problema fundamental que tuvo que afrontar la Iglesia primitiva: el de la relación con la religión judaica y, por consiguiente, de la base constitutiva del nuevo Israel. Es decir, se debía tomar la decisión de sacar las consecuencias del hecho de que la Iglesia no era una ramificación del régimen mosaico, ni una corriente religiosa o secta del antiguo Israel.

En concreto, cuando el problema se planteó a los Apóstoles y a la comunidad cristiana primitiva con el caso del centurión Cornelio, que pedía el bautismo, la intervención de Pedro fue decisiva. Los Hechos describen el desarrollo del acontecimiento. El centurión pagano, en una visión, recibe de un «ángel del Señor» la orden de dirigirse a Pedro: «Haz venir a un tal Simón, a quien llaman Pedro» (Ac 10,5). Esta orden del ángel incluye y confirma la autoridad que poseía Pedro: será precisa una decisión suya para la admisión de los paganos al bautismo.

2. La decisión de Pedro, por lo demás, está iluminada por una luz que le llega, de modo excepcional, de lo alto: en una visión, Pedro es invitado a comer carne prohibida por la ley judaica; escucha una voz que le dice: "Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano" (Ac 10,15). Esa iluminación, que se le da tres veces, como antes había recibido tres veces el poder de apacentar a toda la grey de Cristo, mostraba a Pedro que debía pasar por encima de las exigencias de la observancia legal acerca de los alimentos y, en general, por encima de los procedimientos rituales judaicos. Era una novedad religiosa importante en virtud de la acogida y el trato que había que dispensar a los paganos, cuya llegada ya se presentía.

3. El paso decisivo tuvo lugar inmediatamente después de la visión, cuando se presentaron a Pedro los hombres enviados por el centurión Cornelio. Pedro hubiera podido vacilar en seguirlos, pues la ley judaica prohibía el contacto con extranjeros paganos, considerados impuros. Pero la nueva conciencia, que se había formado en él durante la visión, lo impulsaba a superar esa ley discriminadora. A ello se añadió el impulso del Espíritu Santo, que le hizo comprender que debía acompañar sin vacilación a esos hombres, que le había enviado el Señor, acatando plenamente el designio de Dios sobre su vida. Es fácil suponer que, sin la iluminación del Espíritu, Pedro habría preferido observar las prescripciones de la ley judaica. Esa luz, dada personalmente a él para que tomase una decisión conforme al plan del Señor, fue la que lo guió y sostuvo en su decisión.

4. Y entonces, por primera vez, Pedro se encuentra ante un grupo de paganos, reunidos en torno al centurión Cornelio, y les ofrece su testimonio sobre Jesucristo y su resurrección: «Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato» (Ac 10,34-35). Es una decisión que, con respecto a la mentalidad judaica vinculada a la interpretación corriente de la ley mosaica, resultaba revolucionaria. El designio de Dios, mantenido oculto a las generaciones anteriores, preveía que los paganos fuesen llamados a ser «partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús» (Ep 3,6), sin tener que ser incorporados antes a la estructura religiosa y ritual de la antigua Alianza. Era la novedad aportada por Jesús, que Pedro con ese gesto suyo hacía propia y aplicaba a la realidad concreta.

5. Es preciso subrayar el hecho de que la apertura realizada por Pedro lleva el sello del Espíritu Santo, que desciende sobre el grupo de los paganos convertidos. Existe un vínculo entre la palabra de Pedro y la acción del Espíritu Santo. En efecto, leemos que «estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra» (Ac 10,44). En calidad de testigo de ese don del Espíritu Santo, Pedro saca las consecuencias, diciendo a sus «hermanos»: «¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros? Y mandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo» (Ac 10,47-48).

Esa resolución formal de Pedro, claramente iluminado por el Espíritu, revestía una importancia decisiva para el desarrollo de la Iglesia, eliminando las barreras derivadas de la observancia de la ley judaica.

6. No todos estaban preparados para aceptar y asimilar esa gran novedad. De hecho, surgieron críticas contra la decisión de Pedro por parte de los denominados «judaizantes», que constituían un núcleo importante de la comunidad cristiana. Era el prólogo de las reservas y oposiciones que aparecerían en el futuro hacia quienes tendrían la misión de ejercitar la autoridad suprema en la Iglesia (cf. Ac 11,1-2). Pero Pedro respondió a esas criticas relatando lo que había sucedido en la conversión de Cornelio y los demás paganos, y explicando la venida del Espíritu Santo sobre ese grupo de convertidos, con aquellas palabras del Señor: «Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo» (Ac 11 Ac 16). Dado que la demostración venía de Dios ?de la palabra de Cristo y de los signos del Espíritu Santo?, se consideró convincente, y las críticas amainaron. Pedro aparece así como el primer apóstol de los paganos.

2 7. Sabemos bien que para anunciar el Evangelio a los paganos fue llamado de modo especial el apóstol Pablo, doctor gentium. Pero él mismo reconocía la autoridad de Pedro como garante de la rectitud de su misión evangelizadora: iniciada su tarea de predicar a los paganos el Evangelio ?narra él mismo?, «de allí a tres años, subí a Jerusalén para consultar a Cefas» (Ga 1,18). Pablo estaba al corriente del papel que desempeñaba Pedro en la Iglesia y reconocía su importancia.

Después de catorce años, vuelve de nuevo a Jerusalén para una comprobación: «para saber si corría o había corrido en vano» (Ga 2,2). Esta vez no sólo se dirige a Pedro, sino también «a los notables» (ib.). Con todo, da a entender que considera a Pedro como jefe supremo, pues, aunque en la distribución geo-religiosa del trabajo a Pedro se le confió predicar el Evangelio a los circuncisos (cf. Ga 2,7), seguía siendo el primero también en el anuncio del Evangelio a los paganos, como hemos visto en la conversión de Cornelio. En ese caso Pedro abre una puerta a todos los gentiles que por entonces podían tener contacto con ellos.

8. El incidente acaecido en Antioquia no implica que Pablo rechazara la autoridad de Pedro. Pablo le reprocha su modo de actuar, pero no pone en tela de juicio su autoridad de jefe del colegio apostólico y de la Iglesia. En la carta a los Gálatas escribe Pablo: «Cuando vino Cefas a Antioquia, me enfrenté con él cara a cara, porque era digno de reprensión. Pues, antes que llegaran algunos del grupo de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez que aquellos llegaron, se le vio recatarse y separarse por temor de los circuncisos (o sea, los convertidos del judaísmo). Y los demás judíos le imitaron en su simulación, hasta el punto de que el mismo Bernabé se vio arrastrado por la simulación de ellos. Pero en cuarto vi que no procedían con rectitud, según la verdad del Evangelio, dije a Cefas en presencia de todos: "Si tú, siendo judío vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a judaizar?"» (Ga 2,11-14).

Pablo no excluía de ningún modo toda concesión a ciertas exigencias de la ley judaica (cf. Ac 16,3 Ac 21,26 1Co 8,13 Rm 14,21 también 1Co 9,20). Pero en Antioquia el comportamiento de Pedro tenia el inconveniente de que forzaba a los cristianos procedentes del paganismo a someterse a la ley judaica. Precisamente porque reconoce la autoridad de Pedro, Pablo manifiesta su protesta y le reprocha que no actuara conforme al Evangelio.

9. A continuación, el problema de la libertad con respecto a la ley judaica se resolvió definitivamente en la reunión de los Apóstoles y los ancianos que se celebró en Jerusalén, y en la que Pedro desempeñó un papel decisivo. Pablo y Bernabé tuvieron una larga discusión con un cierto número de fariseos convertidos, que afirmaban la necesidad de la circuncisión para todos los cristianos, incluidos los que provenían del paganismo.

Después de la discusión, Pedro se levantó para explicar que Dios no quería ninguna discriminación y que había concedido el Espíritu Santo a los paganos convertidos a la fe. «Nosotros creemos más bien que nos salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos» (Ac 15,11). La intervención de Pedro fue decisiva. Entonces ?refieren los Hechos? "toda la asamblea calló y escucharon a Bernabé y a Pablo contar todas las señales y prodigios que Dios había realizado por medio de ellos entre los gentiles» (Ac 15,12). Así se constataba que la posición tomada por Pedro quedaba confirmada por los hechos. También Santiago la hizo suya (cf. Ac 15,14), añadiendo a los testimonios de Bernabé y Pablo la confirmación procedente de la Escritura inspirada: «Con esto concuerdan los oráculos de los profetas» (Ac 15,15) y citó un oráculo de Amós. La decisión de la asamblea fue, por consiguiente, conforme a la posición asumida por Pedro. Su autoridad desempeñó, así, un papel decisivo en la solución de una cuestión esencial para el desarrollo de la Iglesia y para la unidad de la comunidad cristiana.

A esta luz encuentra su colocación la figura y la misión de Pedro en la Iglesia primitiva

Saludos

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España. En particular a los alumnos del Colegio «Charles de Gaulle» de Concepción (Chile)





SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Miércoles 20 de enero de 1993



1. La Semana de oración por la unidad de los cristianos, que estamos celebrando en estos días, como todos los años, nos ofrece la oportunidad de reflexionar y, sobre todo, de orar para que se apresure el cumplimiento de la invocación de Cristo al Padre durante la última Cena: «que todos sean uno» (Jn 17,21).

3 El deseo de alcanzar la plena unidad entre todos los creyentes en Cristo acompaña constantemente el camino de la Iglesia. El concilio Vaticano II, tratando acerca del compromiso ecuménico de la Iglesia católica, declaró que «la restauración de la unidad entre todos los cristianos» era uno de sus «principales propósitos» (Unitatis redintegratio UR 1) y precisó solemnemente que ese compromiso «es cosa de toda la Iglesia, tanto de los fieles como de los pastores, y afecta a cada uno según su propia capacidad, ya sea en la vida cristiana diaria, ya en las investigaciones teológicas e históricas» (ib., 5).

Se trata de una tarea que es preciso cumplir sirviéndose de diversos instrumentos, como el estudio, la confrontación, el diálogo, la colaboración, y la renovación de cada uno de los cristianos y de las mismas comunidades. A este respecto, el Concilio, con sentido de religiosidad y realismo, «se declara consciente de que este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la una y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas y la capacidad humana. Por eso pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros, en la virtud del Espíritu Santo» (ib., 24).

La unidad es, en primer lugar, don de Dios, que debemos implorar con una oración intensa y humilde.

2. Consciente de esa verdad, el Comité mixto de representantes de la Iglesia católica y del Consejo ecuménico de las Iglesias, que anualmente establece el tema para la reflexión y la oración ecuménica, acogiendo la sugerencia de un grupo interconfesional de Kinshasa (Zaire), ha querido, este año, invitar a los creyentes en Jesús a ponerse a la escucha del Espíritu Santo a fin de «dar el fruto del Espíritu para la unidad de los cristianos». La carta de san Pablo a los Gálatas nos explica cuál es ese fruto: «es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5,22-23).

Adoptar esas disposiciones interiores, conformándose cada vez más íntimamente a Cristo, impulsa al creyente hacia una comunión cada vez más profunda con sus hermanos, pues Cristo es único, como único es también el Espíritu, que está en la raíz de esas disposiciones interiores. Por ese motivo, dones, carismas y virtudes, cuando son auténticos, tienden de forma concorde y armoniosa a la unidad. De forma significativa, el Apóstol, al presentar esa amplia lista de virtudes, las resume en singular con la palabra «el fruto ?ho karpós? del Espíritu»: las diversas virtudes, en su articulación, confluyen en un «único fruto» del Espíritu, que es precisamente el amor.

Es lo que san Pablo explica a los primeros cristianos de Roma: «el amor de Dios ?afirma? ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). El amor de Dios (agapé)se manifiesta en el dominio de sí y en la mansedumbre, en la comprensión hacia el prójimo, en la cordialidad de las relaciones y en la apertura al perdón.

3. Éstos son los presupuestos indispensables para una verdadera búsqueda de la unidad.

La experiencia ha demostrado claramente que, con vistas a la plena comunión, es necesario poner como fundamento de las relaciones entre los creyentes y las comunidades el amor recíproco fundado en el mandamiento nuevo, que Jesús dio a sus discípulos: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (cf. Jn 13,34).

Solamente en el marco del amor recíproco, reflejo de la caridad de Dios para con nosotros, podemos comprender al prójimo y reconocer su rectitud de intención, incluso cuando sus convicciones son diversas. Sin verdadero amor surgen y se consolidan las reservas mentales, las desconfianzas, las sospechas recíprocas, todo lo cual puede llevar a atribuir al prójimo intenciones que no tiene.

Por el contrario, san Pablo explica a los cristianos de Corinto que «la caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta« (1Co 13,4-7).

Precisamente por eso nos esforzamos por promover como marco normal de las relaciones ecuménicas el así llamado «diálogo de la caridad», que es preciso profundizar, apartando las causas que pueden obstaculizarlo o frenarlo.

4 La caridad auténtica pone de relieve la fidelidad a la voluntad del Señor y dispone, así, el espíritu a acoger la verdad en toda su integridad.

4. «Dar el fruto del Espíritu para la unidad de los cristianos». El tema de esta Semana de oración nos recuerda el deber de ser dóciles y obedientes a lo que nos dice el Espíritu, convirtiéndonos en cooperadores activos de Dios en la obra de reconciliación y unificación que corresponde a su voluntad y al plan de la salvación.

Amadísimos hermanos y hermanas, demos gracias al Padre celestial por el movimiento ecuménico que, a pesar de las dificultades y los obstáculos, prosigue con perseverancia su arduo camino, logrando significativos esclarecimientos y convergencias, que pueden facilitar la búsqueda común. Tenemos clara conciencia de que el Espíritu divino acompaña fielmente y sostiene el camino de los creyentes «hasta la verdad completa», (
Jn 16,13), hasta la unidad plena en la verdad. En efecto, no puede haber ningún obstáculo tan grave que sea capaz de impedir la realización del plan de Dios.

Que el Señor, por intercesión de María, Virgen fiel, nos conceda una nueva efusión de su Espíritu Santo, que ayude a los discípulos de Jesús a «dar el fruto del Espíritu para la unidad de los cristianos», especialmente en las zonas donde han surgido conflictos y donde resulta más urgente el testimonio de la comunión y la solidaridad.

El fruto del Espíritu es amor, paciencia, bondad. Es paz.

«Señor, Dios nuestro ?rezamos en estos días? que amas a los hombres, te rogamos derrames sobre nosotros la gracia abundante de tu Espíritu, para que, caminando en santidad según la vocación a que nos llamas, demos a los hombres testimonio de la verdad y busquemos la unidad de todos los creyentes en el vínculo de la paz verdadera».
* * * * *


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas,

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España aquí presentes, así como a las personas de lengua española que siguen nuestro encuentro a través de la radio y la televisión.

A todos bendigo de corazón.





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Miércoles 27 de enero de 1993

El obispo de Roma sucesor de Pedro

(Lectura:
evangelio de san Mateo, capítulo 16, versículos 15-19) Mt 16,15-19

1. La intención de Jesús de hacer de Simón Pedro la «piedra» de fundación de su Iglesia (cf. Mt 16,18) tiene un valor que supera la vida terrena del Apóstol. En efecto, Jesús concibió y quiso que su Iglesia estuviese presente en todas las naciones y que actuase en el mundo hasta el último momento de la historia (cf. Mt 24,14 Mt 28,19 Mc 16,15 Lc 24,47 Ac 1,8). Por eso, como quiso que los demás Apóstoles tuvieran sucesores que continuaran su obra de evangelización en las diversas partes del mundo, de la misma manera previó y quiso que Pedro tuviera sucesores, que continuaran su misma misión pastoral y gozaran de los mismos poderes, comenzando por la misión y el poder de ser Piedra o sea, principio visible de unidad en la fe, en la caridad, y en el ministerio de evangelización, santificación y guía, confiado a la Iglesia

Es lo que afirma el concilio Vaticano I: «Lo que Cristo Señor, príncipe de los pastores y gran pastor de las ovejas, instituyó en el bienaventurado apóstol Pedro para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, menester es que dure perpetuamente por obra del mismo Señor en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene que permanecer firme hasta la consumación de los siglos» (Cons. Pastor aeternus, 2; DS 3056).

El mismo concilio definió como verdad de fe que «es de institución de Cristo mismo, es decir, de derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores en el primado sobre la Iglesia universal» (ib.; DS 3058). Se trata de un elemento esencial de la estructura orgánica y jerárquica de la Iglesia, que el hombre no puede cambiar. A lo largo de la existencia de la Iglesia, habrá, por voluntad de Cristo, sucesores de Pedro.

2. El concilio Vaticano II recogió y repitió esa enseñanza del Vaticano I, dando mayor relieve al vínculo existente entre el primado de los sucesores de Pedro y la colegialidad de los sucesores de los Apóstoles, sin que eso debilite la definición del primado, justificado por la tradición cristiana más antigua, en la que destacan sobre todo san Ignacio de Antioquía y san Ireneo de Lyón.

Apoyándose en esa tradición, el concilio Vaticano I definió también que «el Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro en el mismo primado» (DS 3058). Esta definición vincula el primado de Pedro y de sus sucesores a la sede romana, que no puede ser sustituida por ninguna otra sede, aunque puede suceder que, por las condiciones de los tiempos o por razones especiales, los obispos de Roma establezcan provisionalmente su morada en lugares diversos de la ciudad eterna. Desde luego, las condiciones políticas de una ciudad pueden cambiar amplia y profundamente a lo largo de los siglos: pero permanece, como ha permanecido en el caso de Roma, un espacio determinado, en el que se puede considerar establecida una institución, como una sede episcopal; en el caso de Roma, la sede de Pedro.

A decir verdad, Jesús no especificó el papel de Roma en la sucesión de Pedro. Sin duda, quiso que Pedro tuviese sucesores, pero el Nuevo Testamento no da a entender que desease explícitamente la elección de Roma como sede del primado. Prefirió confiar a los acontecimientos históricos, en los que se manifiesta el plan divino sobre la Iglesia, la determinación de las condiciones concretas de la sucesión a Pedro.

El acontecimiento histórico decisivo es que el pescador de Betsaida vino a Roma y sufrió el martirio en esta ciudad. Es un hecho de gran valor teológico, porque manifiesta el misterio del plan divino, que dispone el curso de los acontecimientos humanos al servicio de los orígenes y del desarrollo de la Iglesia.

6 3. La venida y el martirio de Pedro en Roma forman parte de la tradición más antigua, expresada en documentos históricos fundamentales y en los descubrimientos arqueológicos sobre la devoción a Pedro en el lugar de su tumba, que se convirtió rápidamente en lugar de culto. Entre los documentos escritos debemos recordar, ante todo, la carta a los Corintios del Papa Clemente (entre los años 89-97), donde la Iglesia de Roma es considerada como la Iglesia de los bienaventurados Pedro y Pablo, cuyo martirio durante la persecución de Nerón recuerda el Papa (5, 1-7). Es importante subrayar, al respecto, que la tradición se refiere a ambos Apóstoles, asociados a esta Iglesia en su martirio. El obispo de Roma es el sucesor de Pedro, pero se puede decir que es también el heredero de Pablo, el mejor ejemplo del impulso misionero de la Iglesia primitiva y de la riqueza de sus carismas. Los obispos de Roma, por lo general, han hablado, enseñado, defendido la verdad de Cristo, realizado los ritos pontificales, y bendecido a los fieles, en el nombre de Pedro y Pablo, los «príncipes de los Apóstoles», «olivae binae pietatis unicae», como canta el himno de su fiesta, el 29 de junio. Los Padres, la liturgia y la iconografía presentan a menudo esta unión en el martirio y en la gloria.

Queda claro, con todo, que los Romanos Pontífices han ejercido su autoridad en Roma y, según las condiciones y las posibilidades de los tiempos, en áreas más vastas e incluso universales, en virtud de la sucesión a Pedro. Cómo tuvo lugar esa sucesión en el primer anillo de unión entre Pedro y la serie de los obispos de Roma, no se encuentra explicado en documentos escritos. Ahora bien, se puede deducir considerando lo que dice el Papa Clemente en esa carta a propósito del nombramiento de los primeros obispos y sus sucesores. Después de haber recordado que los Apóstoles «predicando por los pueblos y las ciudades, probaban en el Espíritu Santo a sus primeros discípulos y los constituían obispos y diáconos de los futuros creyentes» (42, 4), san Clemente precisa que, con el fin de evitar futuras disputas acerca de la dignidad episcopal, los Apóstoles «instituyeron a los que hemos citado y a continuación ordenaron que, cuando éstos hubieran muerto, otros hombres probados les sucedieran en su ministerio» (44, 2). Los modos históricos y canónicos mediante los que se transmitió esa herencia pueden cambiar, y de hecho han cambiado a lo largo de los siglos, pero nunca se ha interrumpido la cadena de anillos que se remontan a ese paso de Pedro a su primer sucesor en la sede romana.

4. Este camino, que podríamos afirmar que da origen a la investigación histórica sobre la sucesión petrina en la Iglesia de Roma, queda afianzado por otras dos consideraciones: una negativa, que, partiendo de la necesidad de una sucesión a Pedro en virtud de la misma institución de Cristo (y, por tanto, iure divino, como se suele decir en el lenguaje teológico-canónico), constata que no existen señales de una sucesión similar en ninguna otra Iglesia. A esa consideración se añade otra, que podríamos calificar como positiva: consiste en destacar la convergencia de las señales que en todos los siglos dan a entender que la sede de Roma es la sede del sucesor de Pedro.

5. Sobre el vínculo entre el primado del Papa y la sede romana es significativo el testimonio de Ignacio de Antioquía, que pone de relieve la excelencia de la Iglesia de Roma. Este testigo autorizado del desarrollo organizativo y jerárquico de la Iglesia, que vivió en la primera mitad del siglo II, en su carta a los Romanos se dirige a la Iglesia «que preside en el lugar de la región de los Romanos, digna de Dios, digna de honor, con razón llamada bienaventurada, digna de éxito, dignamente casta, que preside la caridad« (Proemio). Caridad (ágape) se refiere, según el lenguaje de san Ignacio, a la comunidad eclesial. Presidir la caridad expresa el primado en la comunión de la caridad, que es la Iglesia, e incluye necesariamente el servicio de la autoridad, el ministerium Petrinum. De hecho, Ignacio reconoce que la Iglesia de Roma posee autoridad para enseñar: «Vosotros no habéis envidiado nunca a nadie; habéis enseñado a los demás. Yo quiero que se consoliden también esas enseñanzas que, con vuestra palabra, dais y ordenáis» (3, 1).

El origen de esta posición privilegiada se señala con aquellas palabras que aluden al valor de su autoridad de obispo de Antioquía, también venerable por su antigüedad y su parentesco con los Apóstoles: «Yo no os lo mando como Pedro y Pablo» (4, 3). Más aún, Ignacio encomienda la Iglesia de Siria a la Iglesia de Roma: «Recordad en vuestra oración a la Iglesia de Siria que, a través de mí, tiene a Dios por pastor. Sólo Jesucristo la gobernará como obispo, y vuestra caridad» (9, 1).

6. San Ireneo de Lyón, a su vez, queriendo establecer la sucesión apostólica de las Iglesias, se refiere a la Iglesia de Roma como ejemplo y criterio, por excelencia, de dicha sucesión. Escribe: «Dado que en esta obra sería demasiado largo enumerar las sucesiones de todas las Iglesias, tomaremos la Iglesia grandiosa y antiquísima, y por todos conocida, la Iglesia fundada y establecida en Roma por los dos gloriosos apóstoles Pedro y Pablo. Mostrando la tradición recibida de los Apóstoles y la fe anunciada a los hombres, que llega a nosotros a través de las sucesiones de los obispos, confundimos a todos los que, de alguna manera, por engreimiento o vanagloria, o por ceguera y error de pensamiento, se reúnen más allá de lo que es justo. En efecto, con esta Iglesia, en virtud de su origen más excelente, debe ponerse de acuerdo toda Iglesia, es decir, los fieles que vienen de todas partes: en esa Iglesia, para el bien de todos los hombres, se ha conservado siempre la tradición que viene de los Apóstoles» (Adv. haereses, 3, 2).

A la Iglesia de Roma se le reconoce un «origen más excelente», pues proviene de Pedro y Pablo, los máximos representantes de la autoridad y del carisma de los Apóstoles: el Claviger Ecclesiae y el Doctor gentium. Las demás Iglesias no pueden menos de vivir y obrar de acuerdo con ella: ese acuerdo implica unidad de fe, de enseñanza y de disciplina, precisamente lo que se contiene en la tradición apostólica. La sede de Roma es, pues, el criterio y la medida de la autenticidad apostólica de las diversas Iglesias, la garantía y el principio de su comunión en la «caridad» universal, el cimiento (kefas)del organismo visible de la Iglesia fundada y gobernada por Cristo resucitado como «Pastor eterno» de todo el redil de los creyentes.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas,

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España. En particular, al grupo de Hermanas de la Caridad Cristiana y a los integrantes de la peregrinación de San Miguel (Argentina). A todos bendigo de corazón.





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Febrero de 1993

Miércoles 17 de febrero de 1993



1. «¿Quién podía prever que a las grandes figuras históricas de los santos mártires y confesores africanos, como Cipriano, Felicidad, Perpetua y el gran Agustín, asociaríamos un día los queridos nombres de Carlos Lwanga y de Matías Mulumba Kalemba, con sus veinte compañeros? Y no queremos olvidar tampoco a los demás que, perteneciendo a la confesión anglicana, afrontaron la muerte por el nombre de Cristo».

El Papa Pablo VI pronunció estas palabras en la canonización de los mártires ugandeses en 1964, durante el concilio Vaticano II. Algunos años mas tarde, el mismo Pablo VI visitó el santuario ugandés de estos mártires que dieron su vida por Cristo a fines del siglo pasado.

Además, hay que añadir las recientes beatificaciones de Anwarite en Zaire, de Victoria Rasoamanarivo en Madagascar y, por último, de Josefina Bakhita, joven sudanesa vendida como esclava y llevada por la divina Providencia a la fe y a la santidad por el camino de la vocación religiosa, en la congregación de las religiosas canosianas.

2. Así pues, el reciente viaje a África ha sido una verdadera peregrinación, siguiendo el camino de los santos y beatos que África ha dado a la Iglesia en este último período: período de gran significado para la misión y el desarrollo del cristianismo en el continente negro. Deseo manifestar mi agradecimiento a mis hermanos en el episcopado de Benin, Uganda y Sudán, que con su invitación me han brindado la posibilidad de visitar una vez más África.

Al mismo tiempo manifiesto un profundo agradecimiento a las autoridades civiles, que, por su parte, se han unido a la invitación de los episcopados locales. Mi agradecimiento se extiende a cuantos han contribuido a la preparación de la visita y han favorecido su éxito, colaborando intensamente durante su desarrollo. Doy las gracias a todos los hermanos y hermanas de Benin, Uganda y Sudán; doy las gracias asimismo a los hermanos y hermanas de la Iglesia católica y de las otras comunidades cristianas, como también a los musulmanes y a los representantes de las religiones tradicionales.

3. La primera etapa del viaje, Benin se ha desarrollado en la archidiócesis de Cotonou, la capital, y en Parakou, al norte del país. Doy las gracias por su presencia y participación a todos aquellos con los que me he encontrado. En particular, a los representantes del islam y del vudú, una de tantas religiones tradicionales africanas. Los seguidores de las religiones tradicionales constituyen una gran parte de la población del continente negro. De ellos proceden los seguidores de Cristo que, sobre todo durante el último siglo, se han convertido al Evangelio y han recibido el bautismo. Mediante la fe se han hecho partícipes del misterio divino que antes estaba escondido para ellos. Los dones que ofrecieron en el curso del encuentro de Cotonou simbolizaban precisamente ese misterio divino.

Los cristianos de Benin miran con amor a esos hermanos y hermanas con los que ellos mismos se sienten unidos por su origen común. La Iglesia en ese país es joven y se alegra porque aquel que un tiempo era el arzobispo de Cotonou hoy está en Roma en calidad de cardenal prefecto de la Congregación para los obispos. Se alegra también por las vocaciones sacerdotales y religiosas. He tenido el gozo de ordenar once nuevos sacerdotes durante la visita.

¡Cuán elocuente ha sido la clausura de la visita, el Magnificat durante las Vísperas en la catedral de Cotonou, dedicada a Nuestra Señora de la Misericordia! ¡Hemos dado gracias al Señor junto con el Episcopado, los sacerdotes, las religiosas, los hermanos de las congregaciones y de los institutos religiosos, y los numerosos catequistas! Hemos dado gracias por la obra de evangelización que, iniciada el siglo pasado, ha dado sus frutos.

4. Este sentimiento de gratitud ha acompañado, también, la permanencia en Uganda, país en el que el cristianismo está muy extendido. Efectivamente, los católicos y los anglicanos constituyen la gran mayoría de la sociedad ugandesa. La Iglesia católica, distribuida en dieciséis diócesis, lleva a cabo activamente su misión en el país. Para poder efectuar la visita a esta Iglesia, al menos parcialmente, he ido a Kampala y a otras tres localidades situadas en diversas regiones: Gulu, Kasese y Soroti, donde han tenido lugar los encuentros con las comunidades diocesanas. Dado que el momento central de cada una de las etapas ha sido la Eucaristía, hay que poner de relieve la particular belleza de la liturgia, en la que se manifiesta lo mejor de las tradiciones nativas. Se ve que el Evangelio, asimilado por estas culturas, saca de ellas y consolida lo que constituye su auténtica riqueza humana y espiritual. Cada celebración eucarística ha sido, al respecto, una gran demostración de la vitalidad de la evangelización en África.


Audiencias 1993