Audiencias 1993 8

8 5. Namugongo: se llama así el lugar, próximo a Kampala, la capital, donde se venera a los mártires ugandeses; a ese lugar acuden numerosas peregrinaciones. El domingo 7 de febrero, siguiendo las huellas de mi predecesor Pablo VI, me he unido a los peregrinos allí donde en los años 1885-1887 hijos generosos de la Iglesia ugandesa dieron la vida por Cristo. Se ha tratado, al mismo tiempo, de una peregrinación ecuménica: primero al santuario de los mártires de la Iglesia anglicana y luego al templo construido en honor de san Carlos Lwanga y de sus veintiún compañeros católicos. Unos y otros confesaron, de modo heroico, la fe y, condenados a muerte, fueron quemados vivos, como ocurría en la época romana de las «antorchas de Nerón». El santuario de los mártires ugandeses, que posee el carácter de templo nacional, ha sido elevado, en esta circunstancia, a la dignidad de basílica y la eucaristía celebrada sobre las reliquias de los mártires ha constituido una confesión especial de la vida que hay en Cristo, crucificado y resucitado.

El testimonio de los santos ugandeses continúa vivo y sigue edificando la Iglesia, pueblo de Dios. Esto ha querido significar la cita con los jóvenes en la tarde anterior a la peregrinación a Namugongo. Otra manifestación de fe tuvo lugar el día de la peregrinación, durante el encuentro con todo el Episcopado ugandés y, antes aún, en la visita al hospital dirigido por las religiosas irlandesas Franciscanas Misioneras para África. «En tu luz vemos la luz» (
Ps 36,10): este tema del encuentro con los jóvenes puede constituir la síntesis de todo el día, cuyo centro sigue siendo el gran testimonio de fe de los mártires de la Iglesia en Uganda.

6. En la catedral de Rubaga, cerca de Kampala, descansa Mons. Joseph Kiwanuka, primer hijo de la tierra negra ordenado obispo. En esta catedral ha tenido lugar la tercera reunión ?tercera en tierra africana? preparatoria de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, que convoqué el 6 de enero de 1989. Las otras dos reuniones en África se llevaron a cabo en Yamosucro, Costa de Marfil, del 8 al 10 de septiembre de 1990, y en Luanda, Angola, del 9 al 12 de junio del año pasado. La celebración de la Asamblea especial del Sínodo para África está prevista para la primavera de 1994.

7. Josefina Bakhita. Junto a los santos mártires ugandeses y a las beatas Anwarite y Victoria, la Providencia divina pone, en el camino del Evangelio entre las jóvenes Iglesias de África, una beata sudanesa. Vendida de joven en el mercado de los esclavos, rescatada luego y liberada, halla el camino para seguir a Cristo entre las religiosas de santa Magdalena de Canosa, en tierra véneta, donde recibe el bautismo y emite los votos religiosos. Dios ha revelado la santidad de esta humilde hija de África en un momento especial. Después de la beatificación, acaecida en Roma en mayo de 1992, ha nacido la idea de honrar a la nueva beata también en su país de origen. Ésta es su patria: ella debe hacer brillar entre los suyos la luz divina que ilumina la vida, difícil y llena de sufrimientos, de sus compatriotas.

En Sudán, país en su mayoría musulmán, los cristianos pertenecen a la población negra autóctona, concentrada sobre todo en el sur. En la archidiócesis de Jartum, la capital, el número de los católicos ha aumentado a causa de los prófugos procedentes del sur, donde desde hace muchos años continúa la guerra y donde hasta la ayuda humanitaria ha llegado a menudo con dificultad. La evangelización del Sudán está vinculada desde hace más de un siglo, de modo especial, a la actividad de los padres Blancos, de Daniel Comboni, y de su congregación misionera, así como a la de otras comunidades.

Durante la celebración eucarística, la Iglesia en Sudán, con la participación de una gran multitud de cristianos de todo el país, ha acogido a Bakhita, su hija declarada beata, que ha regresado, en el misterio de la comunión de los santos, al pueblo del que en otro tiempo había salido.

Confiamos en que dichos acontecimientos contribuyan al acercamiento de musulmanes y cristianos de Sudán para el bien de toda África y para la causa de la paz en el mundo contemporáneo.
* * * * * *


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas,

Mi cordial bienvenida a esta audiencia a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España. Un fraterno saludo a los obispos de Guinea Ecuatorial, presentes en Roma para la visita «ad limina Apostolorum». Igualmente saludo a los estudiantes de la Universidad Católica de Asunción (Paraguay), a los integrantes de las Comunidades Neocatecumenales y a las peregrinaciones de Costa Rica y de Buenos Aires.

9 A todos bendigo de corazón.



Miércoles 24 de febrero de 1993

El "munus petrinum" del Obispo de Roma como pastor universal

(Lectura:
capítulo 21 del evangelio de san Juan, versículos 15-17) Jn 21,15-17

Queridísimos hermanos y hermanas:

Comienza hoy, Miércoles de Ceniza, el tiempo de Cuaresma, tiempo de gracia especial para todos los creyentes. Dispongámonos a comenzar este itinerario de renovación espiritual acogiendo la invitación de la Iglesia a entrar dentro de nosotros mismos y a buscar un contacto más vivo con el Señor mediante la escucha asidua de su palabra, un compromiso más intenso de oración y de penitencia, una mayor atención a los pobres y a los que sufren.

Con este espíritu de comunión eclesial, continuamos reflexionando juntos ahora sobre el ministerio petrino, fundamento de la unidad de la Iglesia.

1. En la catequesis anterior hemos hablado del obispo de Roma como sucesor de Pedro. Esta sucesión es de fundamental importancia para el cumplimiento de la misión que Jesucristo ha transmitido a los Apóstoles y a la Iglesia.

El concilio Vaticano II enseña que el obispo de Roma, como Vicario de Cristo, tiene potestad suprema y universal sobre toda la Iglesia (cf. Lumen gentium LG 22). Esta potestad, como la de todos los obispos, tiene carácter ministerial (ministerium = servicio), como ya hacían notar los Padres de la Iglesia.

Las definiciones conciliares sobre la misión del obispo de Roma se deben leer y explicar a la luz de esta tradición cristiana, teniendo presente que el lenguaje tradicional utilizado por los Concilios, y especialmente por el concilio Vaticano I, sobre los poderes tanto del Papa como de los obispos emplea, para hacerse comprender, los términos propios del mundo jurídico civil, a los cuales hay que dar, en este caso, el justo sentido eclesial.

10 También en la Iglesia, en cuanto agregación de seres humanos llamados a realizar en la historia el designio que Dios ha predispuesto para la salvación del mundo, el poder se presenta como una exigencia imprescindible de la misión. Sin embargo, el valor analógico del lenguaje utilizado permite concebir el poder en el sentido ofrecido por la máxima de Jesús sobre el «poder para servir» y por la concepción evangélica de la guía pastoral. El poder exigido por la misión de Pedro y de sus sucesores se identifica con esta guía autorizada y garantizada por la divina asistencia, que Jesús mismo ha enunciado como ministerio (servicio) de pastor.

2. Dicho esto, podemos volver a leer la definición del concilio de Florencia (1439), que dice: «Definimos que la Santa Sede Apostólica ?y el Romano Pontífice? tiene el primado sobre toda la tierra, y el mismo Romano Pontífice es el sucesor del bienaventurado Pedro, jefe de los Apóstoles y verdadero Vicario de Cristo, y cabeza de toda la Iglesia, padre y maestro de todos los cristianos; y que a él ha sido confiada por Nuestro Señor Jesucristo, en la persona del bienaventurado Pedro, la plena potestad de apacentar, regir y gobernar a toda la Iglesia, como también se contiene en las actas de los concilios ecuménicos y en los sagrados cánones» (
DS 1307).

Se sabe que, históricamente, el problema del primado había sido planteado por la Iglesia oriental separada de Roma. El concilio de Florencia, tratando de favorecer la reunión, precisaba el significado del primado. Se trata de una misión de servicio a la Iglesia universal, que comporta necesariamente, precisamente en función de este servicio, una correlativa autoridad: la plena potestad de apacentar, regir y gobernar, sin que ello dañe los privilegios y los derechos de los patriarcas orientales, según el orden de su dignidad (cf. DS DS 1308).

A su vez, el concilio Vaticano I (1870) cita la definición del concilio de Florencia (cf. DS DS 3060) y, después de haber recordado los textos evangélicos (Jn 1,42 Mt 16, l6s.; Jn 21, 15s. ), precisa ulteriormente el significado de esta potestad. El Romano Pontífice no tiene solamente un cargo de inspección o de dirección, sino que tiene «una potestad plena y suprema de jurisdicción sobre la Iglesia universal, no sólo en aquellas cosas que pertenecen a la fe y costumbres, sino también en lo tocante a la disciplina y al gobierno de la Iglesia extendida por todo el mundo» (DS 3064).

Habían existido intentos de reducir la potestad del Romano Pontífice a un cargo de inspección o de dirección. Algunos habían propuesto que el Papa fuese simplemente un árbitro en los conflictos entre las Iglesias locales, o diese solamente una dirección general a las actividades autónomas de las Iglesias y de los cristianos, con consejos y exhortaciones. Pero esta limitación no estaba conforme con la misión conferida por Cristo a Pedro. Por ello el concilio Vaticano I subraya la plenitud del poder papal, y define que no basta reconocer que el Romano Pontífice tiene la parte principal: se debe admitir en cambio que él «tiene toda la plenitud de esa potestad suprema» (DS 3064).

3. A este propósito, es bueno precisar enseguida que esta plenitud de potestad atribuida al Papa no quita nada a la plenitud que pertenece también al cuerpo episcopal. Más aún, se debe afirmar que ambos, el Papa y el cuerpo episcopal, tienen toda la plenitud de la potestad. El Papa posee esta plenitud a titulo personal, mientras el cuerpo episcopal la posee colegialmente, estando unido bajo la autoridad del Papa. El poder del Papa no es el resultado de una simple adición numérica, sino el principio de unidad y de conexión del cuerpo episcopal.

Precisamente por esto el Concilio subraya que la potestad del Papa «es ordinaria e inmediata tanto en todas y cada una de las Iglesias como en todos y cada uno de los pastores y fieles» (DS 3064). Es ordinaria, en el sentido de que es propia del Romano Pontífice en virtud de la tarea que le corresponde y no por delegación de los obispos; es inmediata, porque puede ejercerla directamente, sin el permiso o la mediación de los obispos.

La definición del Vaticano I, sin embargo, no atribuye al Papa un poder o una tarea de intervenciones diarias en las Iglesias locales; pretende excluir sólo la posibilidad de imponerle normas para limitar el ejercicio del primado. El Concilio lo declara expresamente: «Esta potestad del Sumo Pontífice está muy lejos de menoscabar el poder de jurisdicción episcopal ordinario e inmediato, por el cual los obispos apacientan y rigen como verdaderos pastores, cada uno la grey que le fue asignada; pues establecidos por el Espíritu Santo (cf. Ac 20,28), sucedieron en lugar de los Apóstoles...» (DS 3061).

Al contrario, hay que recordar una declaración del Episcopado alemán (1875), aprobada por Pío IX, que dice: «En virtud de la misma institución divina, sobre la que se funda el oficio del Sumo Pontífice, se tiene también el Episcopado: a él competen derechos y deberes en virtud de una disposición que proviene de Dios mismo, y el Sumo Pontífice no tiene ni el derecho ni la potestad de cambiarlos». Los decretos del concilio Vaticano I se entienden de modo errado cuando se conjetura que, en virtud de ellos, «la jurisdicción episcopal ha sido absorbida por la papal»; que el Papa «por sí toma el puesto de cada uno de los obispos»; y que los obispos no son otra cosa que «instrumentos del Papa: son sus oficiales sin una responsabilidad propia», (DS 3115).

4. Escuchemos ahora la amplia, equilibrada y serena enseñanza del concilio Vaticano II, que declara que «Jesucristo, Pastor eterno, (...) quiso que los obispos (como sucesores de los Apóstoles) fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos. Pero para que el mismo Episcopado fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión» (Lumen gentium LG 18).

En este sentido el concilio Vaticano II habla del obispo de Roma como del pastor de toda la Iglesia, que «tiene sobre ella plena, suprema y universal potestad» (Lumen gentium LG 22). Es el «poder primacial sobre todos, tanto pastores como fieles» (ib.). «Por tanto, todos los obispos... están obligados a colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien particularmente le ha sido confiado el oficio excelso de propagar el nombre cristiano» (ib., 23).

11 Según el mismo Concilio, la Iglesia es católica también en el sentido de que todos los seguidores de Cristo deben cooperar en su misión salvífica global mediante el apostolado propio de cada uno. Pero la acción pastoral de todos, y especialmente la colegial de todo el Episcopado obtiene la unidad a través del ministerium Petrinum del obispo de Roma. «Los obispos ?dice también el Concilio?, respetando fielmente el primado y preeminencia de su cabeza, gozan de potestad propia para bien de sus propios fieles, incluso para bien de toda la Iglesia» (Lumen gentium LG 22). Y debemos añadir, también con el Concilio, que, si la potestad colegial sobre toda la Iglesia obtiene su expresión particular en el Concilio ecuménico, es «prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos Concilios ecuménicos, presidirlos y confirmarlos» (ib.). Todo, pues, tiene por cabeza al Papa, obispo de Roma, como principio de unidad y de comunión.

5. Ahora bien, es justo hacer notar que, si el Vaticano II ha asumido la tradición del magisterio eclesiástico sobre el tema del ministerium Petrinum del obispo de Roma, que anteriormente había hallado expresión en el concilio de Florencia (1439) y en el Vaticano I (1870), su mérito, al repetir esta enseñanza, ha sido poner de relieve la correlación entre el primado y la colegialidad del Episcopado en la Iglesia. Gracias a esta nueva clarificación se han excluido las interpretaciones erróneas que se habían dado varias veces a la definición del concilio Vaticano I, y se ha demostrado el pleno significado del ministerio petrino en armonía con la doctrina de la colegialidad del Episcopado. Se ha confirmado también el derecho del Romano Pontífice de comunicarse libremente con los pastores y fieles de toda la Iglesia en el ámbito de la propia función, y ello respecto a todos los ritos (cf. Pastor aeternus, cap. II: DS 3060,246).

Para el sucesor de Pedro no se trata de reivindicar poderes semejantes a los de los dominadores terrenos, de los que habla Jesús (cf. Mt 20,25-28) sino de ser fiel a la voluntad del Fundador de la Iglesia que ha instituido este tipo de sociedad y este modo de gobernar al servicio de la comunión en la fe y en la caridad.

Para responder a la voluntad de Cristo, el sucesor de Pedro deberá asumir y ejercer la autoridad que le ha sido dada con espíritu de humilde servicio y con la finalidad de asegurar la unidad. Incluso en los diversos modos históricos de ejercerla deberá imitar a Cristo en el servir y reunir a los llamados a formar parte del único redil. No subordinará nunca a fines personales lo que ha recibido para Cristo y para su Iglesia. No podrá olvidar jamás que la misión pastoral universal no puede dejar de implicar una asociación más profunda con el sacrificio Redentor, con el misterio de la cruz.

Por lo que se refiere a la relación con sus hermanos en el Episcopado, recordará y aplicará las palabras de san Gregorio Magno: «Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el sólido vigor de mis hermanos. Así pues, soy realmente honrado cuando a ninguno de ellos se le niega el honor debido» (Epist. ad Eulogium Alexandrinum, PL 77, 933).
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España. En particular, mi afectuosa bienvenida a esta audiencia a los numerosos grupos de estudiantes procedentes de Madrid, Asturias y Palma de Mallorca. A vosotros, queridos jóvenes, os aliento a ser siempre constructores de paz y armonía dando testimonio de vuestra fe cristiana en vuestros ambientes de estudio, en vuestras familias, en la sociedad.

Saludo igualmente a la peregrinación «Familia Misionera Nuestra Señora de Fátima» de Avellaneda (Argentina), presidida por su Obispo.

A todos bendigo de corazón.



12

Marzo de 1993

Miércoles 10 de marzo de 1993

La misión doctrinal del sucesor de Pedro

(Lectura:
capítulo 22 del evangelio de san Lucas, versículos 28-32) Lc 22,28-32

1. De los pasajes del Nuevo Testamento que hemos analizado varias veces en las catequesis anteriores se deduce que Jesús manifestó su intención de dar a Pedro las llaves del reino, como respuesta a una profesión de fe. En ella Pedro habló, en nombre de los Doce, en virtud de una revelación que venía del Padre. Expresó su fe en Jesús como el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Esta adhesión de fe a la persona de Jesús no es una simple actitud de confianza, sino que incluye claramente la afirmación de una doctrina cristológica. La función de piedra fundamental de la Iglesia que Jesús confirió a Pedro comporta, por consiguiente, un aspecto doctrinal (cf. Mt 16,18-19). La misión de confirmar a sus hermanos en la fe, que también le confió Jesús (cf. Lc Lc 22,32), va en la misma dirección. Pedro goza de una oración especial del Maestro para desempeñar este papel de ayudar a sus hermanos a creer. Las palabras «Apacienta mis corderos», «Apacienta mis ovejas» (Jn 21,15-17) no enuncian explícitamente una misión doctrinal, pero sí la implican. Apacentar el rebaño es proporcionarle un alimento sólido de vida espiritual, y en este alimento está la comunicación de la doctrina revelada para robustecer la fe.

De ahí se sigue que, según los textos evangélicos, la misión pastoral universal del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, comporta una misión doctrinal. Como pastor universal, el Papa tiene la misión de anunciar la doctrina revelada y promover en toda la Iglesia la verdadera fe en Cristo. Es el sentido integral del ministerio petrino.

2. El valor de la misión doctrinal confiada a Pedro resulta del hecho de que, siempre según las fuentes evangélicas, se trata de una participación en la misión pastoral de Cristo. Pedro es el primero de los Apóstoles, a quienes Jesús dijo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21 cf. Jn 17,18). Como pastor universal, Pedro debe actuar en el nombre de Cristo y en sintonía con él en toda la amplia área humana en la que Jesús quiso que se predicara su Evangelio y se anunciara la verdad salvífica: el mundo entero. El sucesor de Pedro en la misión de pastor universal es, pues, heredero de un munus doctrinal, en el que está íntimamente asociado, con Pedro, a la misión de Jesús.

Esto no quita nada a la misión pastoral de los obispos que, según el concilio Vaticano II, tienen entre sus deberes principales el de la predicación del Evangelio, pues «son los pregoneros de la fe... que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la vida» (Lumen gentium LG 25).

Con todo, el obispo de Roma, como cabeza del colegio episcopal por voluntad de Cristo, es el primer pregonero de la fe, al que corresponde la tarea de enseñar la verdad revelada y mostrar sus aplicaciones al comportamiento humano. Él es quien tiene la primera responsabilidad de la difusión de la fe en el mundo. Eso es lo que afirma el segundo concilio de Lyón (1274) acerca del primado y la plenitud de potestad del obispo de Roma, cuando subraya que «como tiene el deber de defender la verdad de la fe, así también por su juicio deben ser definidas las cuestiones que acerca de la fe surgieren» (DS 861). En la misma línea, el concilio de Florencia (1439) reconoce en el Romano Pontífice el «padre y maestro de todos los cristianos» (DS 1307).

3. El sucesor de Pedro cumple esta misión doctrinal mediante una serie continuada de intervenciones, orales y escritas, que constituyen el ejercicio ordinario del magisterio como enseñanza de las verdades que es preciso creer y traducir a la vida (fidem et mores). Los actos que expresan ese magisterio pueden ser más o menos frecuentes y tomar formas diversas, según las necesidades de los tiempos, las exigencias de las situaciones concretas, las posibilidades y los medios de que se dispone, las metodologías y las técnicas de la comunicación; pero, al derivar de una intención explícita o implícita de pronunciarse en materia de fe y costumbres, se remiten al mandato recibido por Pedro y se revisten de la autoridad que Cristo le confirió.

13 El ejercicio de ese magisterio puede realizarse también de modo extraordinario, cuando el sucesor de Pedro ?solo o con el concilio de los obispos, en calidad de sucesores de los Apóstoles? se pronuncia ex cathedra sobre un punto determinado de la doctrina o la moral cristiana. Pero de esto hablaremos en las próximas catequesis. Ahora debemos concentrar nuestra atención en la forma acostumbrada y ordinaria del magisterio papal, que tiene una extensión mucho más vasta y una importancia esencial para el pensamiento y la vida de la comunidad cristiana.

4. A este respecto, conviene ante todo subrayar el valor positivo de la misión de anunciar y difundir el mensaje cristiano, de dar a conocer la doctrina auténtica del Evangelio, respondiendo a los interrogantes antiguos y nuevos de los hombres ante los problemas fundamentales de la vida con las palabras eternas de la revelación. Reducir el magisterio papal sólo a la condena de los errores contra la fe seria limitarlo demasiado; más aún, sería una concepción equivocada de su función. Ese aspecto, en cierto modo negativo, está sin duda presente en la responsabilidad de difundir la fe, dado que es necesario defenderla contra los errores y las desviaciones. Pero la tarea esencial del magisterio papal consiste en exponer la doctrina de la fe, promoviendo el conocimiento del misterio de Dios y de la obra de la salvación y poniendo de manifiesto todos los aspectos del plan divino que se está realizando en la historia humana bajo la acción del Espíritu Santo.

Éste es el servicio a la verdad, confiado principalmente al sucesor de Pedro, que ya en el ejercicio ordinario de su magisterio actúa no como persona privada, sino como maestro supremo de la Iglesia universal, según la aclaración del concilio Vaticano II sobre las definiciones ex cathedra (cf. Lumen gentium
LG 25). Al cumplir esta tarea, el sucesor de Pedro expresa de forma personal, pero con autoridad institucional, la regla de la fe, a la que deben atenerse los miembros de la Iglesia universal -simples fieles, catequistas, profesores de religión, teólogos- al buscar el sentido de los contenidos permanentes de la fe cristiana también en relación con las discusiones que surgen dentro y fuera de la comunidad eclesial acerca de los diversos puntos o de todo el conjunto de la doctrina.

Es verdad que en la Iglesia todos, y especialmente los teólogos, están llamados a realizar este trabajo de continuo esclarecimiento y explicitación. Pero la misión de Pedro y sus sucesores consiste en establecer y reafirmar autorizadamente lo que la Iglesia ha recibido y creído desde el principio, lo que los Apóstoles enseñaron, lo que la sagrada Escritura y la tradición cristiana han fijado como objeto de la fe y norma cristiana de vida. También los demás pastores de la Iglesia, los obispos sucesores de los Apóstoles, son confirmados por el sucesor de Pedro en su comunión de fe con Cristo y en el cumplimiento fiel de su misión. De ese modo, el magisterio del obispo de Roma señala a todos una línea de claridad y unidad que, especialmente en tiempos de máxima comunicación y discusión, como el nuestro, resulta imprescindible.

5. El sucesor de Pedro lleva a cabo su misión fundamentalmente de tres maneras: ante todo con la palabra. Como pastor universal, el obispo de Roma se dirige a todos los cristianos y a todo el mundo, cumpliendo de modo pleno y supremo la misión confiada por Cristo a los Apóstoles: «haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28,19). Hoy que los medios de comunicación le permiten hacer llegar su palabra a todas las gentes, cumple ese mandato divino mejor que nunca. Además, gracias a los medios de transporte que le permiten llegar personalmente incluso a los lugares más lejanos, puede llevar el mensaje de Cristo a los hombres de todos los países, realizando de modo nuevo ?imposible de imaginar en otros tiempos? el id que forma parte de ese mandato divino: Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes.

El sucesor de Pedro cumple, también, su misión con sus escritos: mediante sus discursos, que suelen publicarse, para que sea conocida y quede documentada su enseñanza; mediante todos los demás documentos emanados directamente ?y aquí conviene recordar, en primer lugar las encíclicas, que también formalmente tienen el valor de enseñanza universal?; y, aunque indirectamente, mediante los dicasterios de la Curia romana que actúan bajo sus órdenes.

El Papa cumple, por último, su misión de pastor mediante iniciativas autorizadas e institucionales de orden científico y pastoral: por ejemplo, impulsando o favoreciendo actividades de estudio, santificación, evangelización, caridad y asistencia, etc... en toda la Iglesia; promoviendo institutos autorizados y garantizados para la enseñanza de la fe (seminarios, facultades de teología y de ciencias religiosas, asociaciones teológicas, academias, etc...). Mediante toda esa gama de intervenciones formativas y operativas cumple su misión el sucesor de Pedro.

6. Para concluir, podemos decir que el contenido de la enseñanza del sucesor de Pedro (como de los demás obispos), en su esencia, es un testimonio de Cristo, del acontecimiento de la Encarnación y de la Redención, así como de la presencia y acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en la historia. En su forma de expresión puede variar según las personas que lo ejercen, según sus interpretaciones acerca de las necesidades de los tiempos, y según sus estilos de pensamiento y comunicación. Pero la relación con la Verdad viva, Cristo, ha sido, es y será siempre su fuerza vital.

Precisamente en esta relación con Cristo se halla la explicación definitiva de las dificultades y las oposiciones que el magisterio de la Iglesia siempre ha encontrado desde los tiempos de san Pedro hasta hoy. Para todos los obispos y pastores de la Iglesia, y en especial para el sucesor de Pedro, valen las palabras de Jesús: «No está el discípulo por encima del maestro» (Mt 10,24 Lc 6,40). Jesús mismo desempeñó su magisterio en medio de la lucha entre las tinieblas y la luz, que constituye el ambiente de la encarnación del Verbo (cf. Jn 1,1-14). Esa lucha era viva en los tiempos de los Apóstoles, como les había advertido el Maestro: «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20). Por desgracia, esa lucha también se libraba en el ámbito de algunas comunidades cristianas, hasta el punto de que san Pablo sintió la necesidad de exhortar a Timoteo, su discípulo: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana» (2Tm 4,2-3).

Lo que Pablo recomendaba a Timoteo vale también para los obispos de hoy, y especialmente para el Romano Pontífice, que tiene la misión de proteger al pueblo cristiano contra los errores en el campo de la fe y la moral, y el deber de conservar el depósito de la fe (cf. 2Tm 4,7). ¡Ay de él si se asustase ante las críticas y las incomprensiones! Su consigna es dar testimonio de Cristo, de su palabra, de su ley y de su amor. Pero a la conciencia de su responsabilidad en el campo doctrinal y moral, el Romano Pontífice debe añadir el compromiso de ser, como Jesús, «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Orad para que lo sea y para que llegue a serlo cada vez más.
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Saludos

14 Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi cordial bienvenida a esta audiencia a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España. En particular, a los integrantes de la Santa y real Hermandad del Refugio, de Zaragoza, acompañados por el obispo auxiliar de la archidiócesis. Igualmente saludo a las peregrinaciones procedentes de Argentina y de Offenbach.

A todos imparto con afecto la bendición apostólica.



Miércoles 17 de marzo de 1993

La asistencia divina en el magisterio del sucesor de Pedro

(Lectura:
capítulo 16 de san Mateo, versículos 15-19) Mt 16,15-19

1. El magisterio del Romano Pontífice, que hemos explicado en la catequesis precedente, entra en el ámbito y marca el culmen de la misión de predicar el Evangelio, confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores. Leemos en la constitución Lumen gentium del concilio Vaticano II: «Entre los principales oficios de los obispos se destaca la predicación del Evangelio. Porque los obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, o sea los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la vida... Cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto» (LG 25).

La función magisterial de los obispos está, pues, estrechamente vinculada con la del Romano Pontífice. Por eso, con razón, el texto conciliar prosigue afirmando: «Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo» (ib.).

2. Esta autoridad suprema del magisterio papal, que tradicionalmente se suele definir apostólico, también en su ejercicio ordinario, deriva del hecho institucional por el que el Romano Pontífice es el sucesor de Pedro en la misión de enseñar, confirmar a sus hermanos y garantizar la conformidad de la predicación de la Iglesia con el depósito de la fe de los Apóstoles y con la doctrina de Cristo. Pero deriva también de la convicción, madurada en la tradición cristiana, de que el obispo de Roma es el heredero de Pedro también en los carismas de asistencia especial que Jesús le aseguró cuando le dijo: «Yo he rogado por ti» (Lc 22,32). Eso significa una ayuda continua del Espíritu Santo en todo el ejercicio de la misión doctrinal, orientada a hacer comprender la verdad revelada y sus consecuencias en la vida humana.

Por esto, el concilio Vaticano II afirma que toda la enseñanza del Papa merece ser escuchada y aceptada, incluso cuando no la expone ex cathedra, sino que la presenta en el ejercicio ordinario del magisterio con clara intención de enunciar, recordar o reafirmar la doctrina de fe. Es una consecuencia del hecho institucional y de la herencia espiritual que dan las dimensiones completas de la sucesión de Pedro.


Audiencias 1993 8