Audiencias 1993 33

Miércoles 12 de mayo de 1993

El culto eucarístico, principal misión de los presbíteros

1. Para comprender la dimensión completa de la misión del presbítero con respecto a la Eucaristía, es preciso tener presente que este sacramento es, ante todo, la renovación, sobre el altar, del sacrificio de la cruz, momento central en la obra de la redención. Cristo sacerdote y hostia es, como tal, el artífice de la salvación universal, en obediencia al Padre. Él es el único sumo sacerdote de la Alianza nueva y eterna que, realizando nuestra salvación, da al Padre el culto perfecto, del que las antiguas celebraciones veterotestamentarias no eran más que una prefiguración. Con el sacrificio de su sangre en la cruz, Cristo «penetró en el santuario una vez para siempre..., consiguiendo una redención eterna» (He 9,12). Así abolió todos los sacrificios antiguos para establecer uno nuevo con la oblación de sí mismo a la voluntad del Padre (cf. Ps 40,9). «Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo... En efecto, mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados» (He 10,10 He 10,14).

Al renovar sacramentalmente el sacrificio de la cruz, el presbítero abre nuevamente esa fuente de salvación en la Iglesia y en el mundo entero (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1362-1372).

2. Por esto, el Sínodo de los obispos de 1971, de acuerdo con los documentos del Vaticano II, puso de relieve que «el ministerio sacerdotal alcanza su punto culminante en la celebración de la sagrada Eucaristía, que es la fuente y el centro de la unidad de la Iglesia» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 3; cf. Ad gentes AGD 39).

La constitución dogmática sobre la Iglesia reafirma que los presbíteros «su oficio sagrado lo ejercen, sobre todo, en el culto o asamblea eucarística, donde, obrando en nombre de Cristo y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y representan y aplican en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor, el único sacrificio del Nuevo Testamento a saber: el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre una vez por todas, como hostia inmaculada» (Lumen Gentium LG 28 Catecismo de la Iglesia católica CEC 1566).

Al respecto, el decreto Presbyterorum ordinis presenta dos afirmaciones fundamentales: a) la comunidad es congregada, por medio del anuncio del Evangelio, para que todos puedan hacer la oblación espiritual de sí mismos; y b) el sacrificio espiritual de los fieles se vuelve perfecto mediante la unión con el sacrificio de Cristo, ofrecido de modo incruento y sacramental por medio de los presbíteros. Todo su ministerio sacerdotal saca su fuerza de ese único sacrificio (cf. Presbyterorum ordinis PO 2 Catecismo de la Iglesia católica CEC 1566).

Así, aparece el nexo entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles. Y se manifiesta también el hecho de que, entre todos los fieles, el presbítero está llamado de modo especial a identificarse mística y sacramentalmente con Cristo, para ser también él, de algún modo, sacerdos et hostia, según la hermosa expresión de santo Tomás de Aquino (cf. Summa TheoL, III 83,1, ad 3).

3. El presbítero alcanza en la Eucaristía el punto culminante de su ministerio cuando pronuncia las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo... este es el cáliz de mi sangre...». En esas palabras se hace realidad el máximo ejercicio del poder que capacita al sacerdote para hacer presente la oblación de Cristo. Entonces se obtiene de verdad por vía sacramental y, por tanto, con eficacia divina. la edificación y el desarrollo de la comunidad. En efecto, la Eucaristía es el sacramento de la comunión y de la unidad, como lo reafirmó el Sínodo de los obispos de 1971 y, más recientemente, la carta de la Congregación para la doctrina de la fe sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como comunión (cf. Communionis notio, 11).

Se explica, por consiguiente, la piedad y el fervor con que los sacerdotes santos de los que habla en abundancia la hagiografía. han celebrado siempre la misa, realizando una preparación adecuada y añadiendo al final de la misma los oportunos actos de acción de gracias. Para ayudar en el ejercicio de estos actos, el misal ofrece oraciones adecuadas, expuestas a veces en hojas enmarcadas en las sacristías. Sabemos también que varias obras de espiritualidad sacerdotal, siempre recomendables para los presbíteros, han tratado acerca del tema del sacerdos et hostia.

4. Otro punto fundamental de la teología eucarístico sacerdotal, objeto de nuestra catequesis, es el siguiente: todo el ministerio y todos los sacramentos están orientados hacia la Eucaristía, en la que «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theol., III 65,3, ad 1; q. III 79,1), a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo. Así son ellos invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas sus cosas en unión con él mismo» (Presbyterorum ordinis PO 5).

34 En la celebración de la Eucaristía se realiza, por tanto, la máxima participación en el culto que el sumo sacerdote Cristo brinda al Padre, en representación y expresión de toda la creación. El presbítero, que ve y reconoce su vida tan profundamente vinculada a la Eucaristía, por una parte siente ensancharse los horizontes de su espíritu hasta abarcar el mundo entero, más aún, la tierra y el cielo, y por otra siente que aumenta la necesidad y la responsabilidad de hacer partícipe de este tesoro . «todo el bien espiritual de la Iglesia». a la comunidad.

5. Por ese motivo, en sus propósitos y programas de ministerio pastoral, teniendo presente que la vida sacramental de los fieles está ordenada a la Eucaristía (cf. ib.), procurará que la formación cristiana promueva la participación activa y consciente de los fieles en la celebración eucarística.

Hoy es necesario volver a descubrir el carácter central de esa celebración en la vida cristiana y, por tanto, en el apostolado. Los datos acerca de la participación de los fieles en la misa no son satisfactorios: a pesar de que el celo de muchos presbíteros ha llevado a una participación, por lo común, fervorosa y activa, el porcentaje de asistencia resulta bajo. Es verdad que en este campo, más que en cualquier otro que concierna a la vida interior, el valor de las estadísticas es muy relativo, y que por otra parte la exteriorización sistemática del culto no implica necesariamente su consistencia real. Con todo, no se puede ignorar que el culto exterior es normalmente una consecuencia lógica del interior (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theol.,
II-II 81,7) y, en el caso del culto eucarístico, es consecuencia de la misma fe en Cristo sacerdote y en su sacrificio redentor. Tampoco seria correcto quitar importancia a la celebración del culto invocando el hecho de que la vitalidad de la fe cristiana se manifiesta con el comportamiento según el Evangelio, más que con gestos rituales. En efecto, la celebración eucarística no es un mero gesto ritual: es un sacramento, es decir, una intervención de Cristo mismo que nos comunica el dinamismo de su amor. Sería un engaño pernicioso querer tener un comportamiento de acuerdo con el Evangelio sin recibir su fuerza de Cristo mismo en la Eucaristía, sacramento que él instituyó para este fin. Esa pretensión sería una actitud de autosuficiencia, radicalmente antievangélica. La Eucaristía da al cristiano más fuerza para vivir según las exigencias del Evangelio; lo inserta cada vez mejor en la comunidad eclesial de la que forma parte; y renueva y enriquece en él la alegría de la comunión con la Iglesia.

Por ello, el presbítero debe esforzarse por favorecer de todas las maneras posibles la participación en la Eucaristía, con la catequesis y las exhortaciones pastorales, y también con una excelente calidad de la celebración, bajo el aspecto litúrgico y ceremonial. De ese modo, como subraya el Concilio (cf. Presbyterorum ordinis PO 5), logrará enseñar a los fieles a ofrecer la víctima divina a Dios Padre en el sacrificio de la misa y a hacer, en unión con esta víctima, la ofrenda de su propia vida al servicio de los hermanos. Los fieles han de aprender, además, a pedir perdón por sus pecados, a meditar en la palabra de Dios, a orar con corazón sincero por todas las necesidades de la Iglesia y del mundo, y a poner toda su confianza en Cristo salvador.

6. Quiero recordar, por último, que el presbítero tiene asimismo la misión de promover el culto de la presencia eucarística, también fuera de la celebración de la misa, esforzándose por hacer de su propia iglesia una casa de oración cristiana, «en que .según el Concilio. se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro, ofrecido por nosotros en el ara del sacrificio» (ib.). Esta casa debe ser apta para la oración y las funciones sagradas, tanto por el orden, la limpieza y la pulcritud con que se la mantiene, como por la belleza artística del ambiente, que tiene gran importancia para ayudar a la formación y para favorecer la oración. Por este motivo, el Concilio recomienda al presbítero «cultivar debidamente la ciencia y el arte litúrgicos»(ib.).

He aludido a estos aspectos porque también pertenecen al conjunto de elementos que abarca una auténtica cura de almas por parte de los presbíteros, y en especial de los párrocos y de todos los responsables de las iglesias y los demás lugares de culto. En todo caso, quiero confirmar el vínculo estrecho que existe entre el sacerdocio y la Eucaristía, como nos enseña la Iglesia, y reafirmo con convicción, y también con íntimo gozo del alma, que el presbítero es sobre todo el hombre de la Eucaristía: servidor y ministro de Cristo en este sacramento, en el que ?según el Concilio, que resume la doctrina de los antiguos padres y doctores? «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia» (ib.). Todo presbítero, en cualquier nivel, en cualquier campo de trabajo, es servidor y ministro del misterio pascual realizado en la cruz y revivido sobre el altar para la redención del mundo.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica





Miércoles 19 de mayo de 1993

El presbítero, pastor de la comunidad

35
(Lectura:
evangelio de san Juan, capítulo 10, versículos 1-4)

1. En las catequesis anteriores hemos explicado la función de los presbíteros como cooperadores de los obispos en el campo del magisterio (enseñar) y del ministerio sacramental (santificar). Hoy hablaremos de su cooperación en el gobierno pastoral de la comunidad. Para los presbíteros, al igual que para los obispos, se trata de una participación en el tercer aspecto del triple munus de Cristo (profético, sacerdotal y real): un reflejo del sumo sacerdocio de Cristo, único mediador entre los hombres y Dios, único maestro y único pastor. En una perspectiva eclesial, la función pastoral consiste principalmente en el servicio a la unidad, es decir, en asegurar la unión de todos en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (cf. Pastores dabo vobis
PDV 16).

2. En esta perspectiva, el Concilio dice que «los presbíteros, que ejercen el oficio de Cristo, cabeza y pastor, según su parte de autoridad, reúnen, en nombre del obispo, la familia de Dios, como una fraternidad de un solo ánimo, y por Cristo, en el Espíritu, la conducen a Dios Padre» (Presbyterorum ordinis PO 6). éste es el objetivo esencial de su acción de pastores y de la autoridad que se les confiere para que la ejerza en su nivel de responsabilidad: conducir a la comunidad, que se les ha confiado a su pleno desarrollo de vida espiritual y eclesial. El presbítero pastor debe ejercer esta autoridad según el modelo de Cristo, buen pastor, que no quiso imponerla mediante la coacción exterior, sino formando la comunidad mediante la acción interior de su Espíritu. Cristo trató de transmitir su amor ardiente al grupo de los discípulos y a todos los que acogían su mensaje, para dar origen a una comunidad de amor que, a su debido tiempo, constituyó también visiblemente como Iglesia. En calidad de cooperadores de los obispos, sucesores de los Apóstoles, también los presbíteros cumplen su misión en la comunidad visible animándola con la caridad, para que viva del Espíritu de Cristo.

3. Es una exigencia intrínseca a la misión pastoral, según la cual la animación no se regula por los deseos y opiniones personales del presbítero, sino por la doctrina del Evangelio, como dice el Concilio: «Deben portarse con ellos no de acuerdo con los principios de los hombres, sino conforme las exigencias de la doctrina y vida cristianas» (ib.).

El presbítero tiene la responsabilidad del funcionamiento orgánico de la comunidad, y para cumplir esa tarea recibe del obispo la oportuna participación en su autoridad. Al presbítero corresponde asegurar el desarrollo armonioso de los diversos servicios indispensables para el bien de todos encontrar las personas que colaboren en la liturgia, la catequesis y la ayuda espiritual a los cónyuges; favorecer el desarrollo de diversas asociaciones o movimientos espiritual, y apostólicos con armonía y colaboración; organizar la asistencia caritativa a los necesitados, a los enfermos y a los inmigrantes. Al mismo tiempo, debe asegurar y promover la unión de la comunidad con el obispo y con el Papa.

4. Ahora bien, la dimensión comunitaria de la tarea pastoral no puede pasar por alto las necesidades de cada uno de los fieles.Como leemos en el Concilio, «a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, atañe procurar, por sí mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado, en el Espíritu Santo, a cultivar su propia vocación de conformidad con el Evangelio, a una caridad sincera y activa y a la libertad con que Cristo nos libertó» (ib.). El Concilio subraya la necesidad de ayudar a cada uno de los fieles a descubrir su vocación específica, como tarea propia y característica del pastor que quiere respetar y promover la personalidad de cada uno. Se puede decir que Jesús mismo, el buen pastor «que llama a sus ovejas una por una» con una voz que ellas conocen muy bien (cf. Jn 10,3 Jn 10,4), ha establecido con su ejemplo el primer canon de la pastoral individual: el conocimiento y la relación de amistad con las personas. Al presbítero corresponde ayudar a cada uno a usar bien su don y también a ejercitar rectamente la libertad que brota de la salvación de Cristo, como recomienda san Pablo (cf. Ga 4,3 Ga 5,1 Ga 5,13 cf. también Jn 8,36).
Todo debe orientarse a la práctica de una caridad sincera y activa. Esto significa que «se instruya bien a los fieles para que no vivan solamente para sí mismos, sino que, de acuerdo con las exigencias de la ley nueva de la caridad, cada uno, cual recibió la gracia, adminístrela en favor de su prójimo, y así cumplan todos cristianamente sus deberes en la comunidad de los hombres» (Presbyterorum ordinis PO 6). Por eso, forma parte de la misión de los presbíteros recordar las obligaciones de la caridad; mostrar las aplicaciones de la caridad a la vida social; favorecer un clima de unidad, respetando las diferencias; estimular iniciativas y obras de caridad, para las que se abren a todos los fieles grandes posibilidades, especialmente con el nuevo impulso dado al voluntariado, practicado conscientemente como buen empleo del tiempo libre y, en muchos casos, como opción de vida.

5. El presbítero está llamado a comprometerse también personalmente en las obras de caridad, a veces incluso mediante formas extraordinarias, como ha acaecido en la historia acaece también hoy. Aquí deseo subrayar, sobre todo, la caridad sencilla, habitual, casi oculta, pero constante y generosa, que se manifiesta no tanto en obras llamativas —para las que no todos tienen los talentos y la vocación— sino en ejercicio diario de la bondad que ayuda, sostiene y consuela en la medida que cada uno puede hacerlo. Es evidente que se debe prestar atención principal .podríamos decir preferencia., «a los pobres y los más débiles... cuya evangelización se da como signo de la obra mesiánica» (ib.); «a los enfermos y moribundos» por quienes los presbíteros deben tener particular solicitud, «visitándolos y confortándolos en el Señor» (ib.); «los jóvenes, a quienes han de dedicar también particular diligencia» ; así como a los «cónyuges y padres de familia» . A los jóvenes, en especial, que son la esperanza de la comunidad, el presbítero debe dedicar su tiempo, sus energías y sus capacidades, para favorecer su educación cristiana y la maduración en su compromiso de coherencia con el Evangelio.

El Concilio recomienda al presbítero también a «los catecúmenos y neófitos, que han de ser gradualmente educados para que conozcan y vivan la vida cristiana» (ib.).

36 6. Por último, es preciso atraer la atención hacia la necesidad de superar toda visión demasiado restringida de la comunidad local, toda actitud de particularismo y, como suele decirse, localismo, alimentando por el contrario el espíritu comunitario, que se abre a los horizontes de la Iglesia universal. También cuando el presbítero debe dedicar su tiempo y sus atenciones a la comunidad local que se le ha confiado, como es el caso especialmente de los párrocos y de sus colaboradores directos, su espíritu debe mantenerse abierto a las mieses de todos los campos del mundo, sea como dimensión universal del espíritu, sea como participación personal en las tareas misioneras de la Iglesia, sea como celo por promover la colaboración de su comunidad con las ayudas espirituales y materiales que se precisan (cf. Redemptoris missio RMi 67 Pastores dabo vobis, 32).

«En virtud del sacramento del orden —afirma el Catecismo de la Iglesia católica— los presbíteros participan de la universalidad de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles. El don espiritual que recibieron en la ordenación los prepara, no para una misión limitada y restringida, ''sino para una misión amplísima y universal de salvación hasta los extremos del mundo" (Presbyterorum ordinis PO 10), "dispuestos a predicar el Evangelio por todas partes"» (Optatam totius OT 20) (CEC 1565).

7. En cualquier caso, todo ha de centrarse en la Eucaristía, en la que se encuentra el principio vital de la animación pastoral. Como dice el Concilio, "ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad" (Presbyterorum ordinis PO 6). La Eucaristía es la fuente de la unidad y la expresión más perfecta de la unión de todos los miembros de la comunidad cristiana. Es tarea de los presbíteros procurar que sea efectivamente tal. A veces, por desgracia, sucede que las celebraciones eucarísticas no son expresiones de unidad. Cada uno asiste de forma aislada, ignorando a los demás. Con gran caridad pastoral los presbíteros deben recordar a todos la enseñanza de san Pablo: «Aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» , que «es comunión con el cuerpo de Cristo» (1Co 10,16 1Co 10,17). La conciencia de esta unión en el cuerpo de Cristo estimulará una vida de caridad y solidaridad efectiva.

La Eucaristía es, por tanto, el principio vital de la Iglesia como comunidad de los miembros de Cristo; de aquí recibe inspiración, fuerza y dimensión la animación pastoral.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Con el gozo de la Pascua, saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes venidos de los distintos países de América Latina y de España. En particular, al grupo de sacerdotes de la diócesis de Mercedes-Luján (Argentina) y a las peregrinaciones procedentes de Perú y México.

A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.





Miércoles 26 de mayo de 1993

El presbítero, hombre consagrado a Dios

(Lectura:
37 evangelio de san Juan, capítulo 17, versículos 15-19) Jn 17,15-19

1. Toda la tradición cristiana, nacida de la sagrada Escritura, habla del sacerdote como hombre de Dios, hombre consagrado a Dios. Homo Dei: es una definición que vale para todo cristiano, pero que san Pablo dirige en particular al obispo Timoteo, su discípulo, recomendándole el uso de la sagrada Escritura (cf. 2Tm 3,16). Dicha definición se puede aplicar tanto al presbítero como al obispo, en virtud de su especial consagración a Dios. A decir verdad, ya en el bautismo todos recibimos una primera y fundamental consagración, que incluye la liberación del mal y el ingreso en un estado de especial pertenencia ontológica y psicológica a Dios (cf. santo Tomás, Summa Theol., II-II 81,8). La ordenación sacerdotal confirma y profundiza ese estado de consagración, como recordó el Sínodo de los obispos de 1971, refiriéndose al sacerdocio de Cristo participado al presbítero mediante la unción del Espíritu Santo (cf. Ench. Vat., 4, 1200.1201).

Ese Sínodo recoge la doctrina del concilio Vaticano II que, después de recordar a los presbíteros el deber de tender a la perfección en virtud de su consagración bautismal, añadía: «Los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano» (Presbyterorum ordinis PO 12). Esa misma recomendación hacía Pío XI en la encíclica Ad Catholici sacerdotii, del 20 de diciembre de 1935 (cf. AAS 28, 1936, p. 10).

Así pues, según la fe de la Iglesia, con la ordenación sacerdotal no sólo se confiere una nueva misión en la Iglesia, un ministerio, sino también una nueva consagración de la persona, vinculada al carácter que imprime el sacramento del orden, como signo espiritual e indeleble de una pertenencia especial a Cristo en el ser y, consiguientemente, en el actuar. En el presbítero la exigencia de la perfección deriva, pues, de su participación en el sacerdocio de Cristo como autor de la Redención: el ministro no puede menos de reproducir en sí mismo los sentimientos, las tendencias e intenciones íntimas, así como el espíritu de oblación al Padre y de servicio a los hermanos que caracterizan al Agente principal.

2. Con ello, en el presbítero se da un cierto señorío de la gracia, que le concede gozar de la unión con Cristo y al mismo tiempo estar entregado al servicio pastoral de sus hermanos. Como dice el Concilio, «puesto que todo sacerdote, a su modo, representa la persona del mismo Cristo, es también enriquecido de gracia particular para que mejor pueda alcanzar, por el servicio de los fieles que se le han confiado y de todo el pueblo de Dios, la perfección de Aquel a quien representa, y cure la flaqueza humana de la carne la santidad de Aquel que fue hecho para nosotros ''pontífice santo, inocente, sin mácula y separado de los pecadores» (He 7,26)" (Presbyterorum ordinis PO 12 cf. Pastores dabo vobis PDV 20). Por esa razón, el presbítero tiene que realizar una especial imitación de Cristo sacerdote, que es fruto de la gracia especial del orden: gracia de unión a Cristo sacerdote y hostia y, en virtud de esta misma unión, gracia de buen servicio pastoral a sus hermanos.

A este respecto, es útil recordar el ejemplo de san Pablo, que vivía como apóstol totalmente consagrado, pues había sido «alcanzado por Cristo Jesús» y lo había abandonado todo para vivir en unión con él (cf. Flp Ph 3,7 Flp Ph 3,12). Se sentía tan colmado de la vida de Cristo que podía decir con toda franqueza: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Y, con todo, después de haber aludido a los favores extraordinarios que había recibido como «hombre en Cristo» (2Co 12,2), añadía que sufría un aguijón en su carne, una prueba de la que no había sido librado. A pesar de pedírselo tres veces, el Señor le respondió: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2Co 12,9).

A la luz de este ejemplo, el presbítero puede entender mejor que debe esforzarse por vivir plenamente su propia consagración, permaneciendo unido a Cristo y dejándose imbuir por su Espíritu, a pesar de la experiencia de sus limitaciones humanas. Estas limitaciones no le impedirán cumplir su ministerio, porque goza de una gracia que le basta. En esa gracia, por tanto, el presbítero debe poner su confianza, y a ella debe recurrir, consciente de que así puede tender a la perfección con la esperanza de progresar cada vez más en la santidad.

3. La participación en el sacerdocio de Cristo no puede menos de suscitar también en el presbítero un espíritu sacrificial, una especie de pondus crucis, de peso de la cruz, que se manifiesta especialmente en la mortificación. Como dice el Concilio, «Cristo, a quien el Padre santificó o consagró y envió al mundo (cf. Jn 10,36), "se entregó a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad" (Tt 2,14)... De semejante manera, los presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las obras de la carne y se consagran totalmente al servicio de los hombres, y así, por la santidad de que están enriquecidos en Cristo, pueden avanzar hasta el varón perfecto» (Presbyterorum ordinis PO 12).

Es el aspecto ascético del camino de la perfección, que el presbítero no puede recorrer sin renuncias y sin luchas contra toda suerte de deseos y anhelos que le impulsarían a buscar los bienes de este mundo, poniendo en peligro su progreso interior. Se trata del combate espiritual, del que hablan los maestros de ascesis, y que debe librar todo seguidor de Cristo, pero de manera especial todo ministro de la obra de la cruz, llamado a reflejar en sí mismo la imagen de Aquel que es sacerdos et hostia.

4. Desde luego, hace falta siempre una apertura y una correspondencia a la gracia, que proviene también de Aquel que suscita «el querer y el obrar» (Ph 2,13), pero que exige asimismo el empleo de los medios de mortificación y autodisciplina, sin los que permanecemos como un terreno impenetrable. La tradición ascética ha señalado .y, en cierto modo, prescrito. siempre a los presbíteros, como medios de santificación, especialmente la oportuna celebración de la misa, el rezo adecuado del Oficio divino (que no se recitar atropelladamente, como recomendaba san Alfonso María de Ligorio), la visita al Santísimo Sacramento, el rezo diario del santo rosario, la meditación y la recepción periódica del sacramento de la penitencia. Estos medios siguen siendo válidos e indispensables. Conviene dar especial relieve al sacramento de la penitencia, cuya práctica metódica permite al presbítero formarse una imagen realista de sí mismo, con la consiguiente conciencia de ser también él hombre frágil y pobre, pecador entre los pecadores, y necesitado de perdón. Así logra la verdad de si mismo y se acostumbra a recurrir con confianza a la misericordia divina (cf. Reconciliatio et paenitentia RP 31 Pastores dabo vobis, 26). Además, es preciso recordar siempre que, como dice el Concilio, «los presbíteros conseguirán de manera propia la santidad ejerciendo sincera e incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo» (Presbyterorum ordinis PO 13). Así, el anuncio de la Palabra los impulsa a realizar en sí mismos lo que enseñan a los demás. La celebración de los sacramentos los fortifica en la fe y en la unión con Cristo. Todo el conjunto del ministerio pastoral desarrolla en ellos la caridad: «Al regir y apacentar al pueblo de Dios, se sienten movidos por la caridad del buen Pastor a dar su vida por sus ovejas, prontos también al supremo sacrificio» (ib.). Su ideal consistirá en alcanzar en Cristo la unidad de vida, llevando a cabo una síntesis entre oración y ministerio, entre contemplación y acción, gracias a la búsqueda constante de la voluntad del Padre y a la entrega de sí mismos a la grey (cf. ib.14).

5. Por otra parte, saber que su esfuerzo personal de santificación contribuye a la eficacia de su ministerio, será fuente de valentía y de gozo para el presbítero. En efecto, «si es cierto .como recuerda el Concilio. que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de salvación aun por medio de ministros indignos, de ley ordinaria, sin embargo, Dios prefiere mostrar sus maravillas por obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: "Pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí"» (Ga 2,20) (ib., 12).

38 Cuando el presbítero reconoce que ha sido llamado a servir de instrumento de Cristo, siente la necesidad de vivir en íntima unión con él, para ser instrumento válido del Agente principal. Por eso, trata de reproducir en sí mismo la vida consagrada (sentimientos y virtudes) del único y eterno sacerdote, que le hace partícipe no sólo de su poder, sino también de su estado de oblación para realizar el plan divino. Sacerdos et hostia.

6. Deseo concluir con la recomendación del Concilio: «Para conseguir sus fines pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del Evangelio por el mundo entero, así como de diálogo con el mundo actual, este sacrosanto Concilio exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, se esfuercen por alcanzar una santidad cada vez mayor, para convertirse, día a día, en más aptos instrumentos en servicio de todo el pueblo de Dios» (ib., 12). esta es la contribución mayor que podemos dar a la edificación de la Iglesia como inicio del reino de Dios en el mundo.
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Saludos

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

Doy mi afectuosa bienvenida a este encuentro a los Señores Obispos de Extremadura, España, que con su visita a la Sede de pedro desean conmemoran, en el marco del V Centenario de la evangelización del Nuevo Mundo, la gran obra evangelizadora de los misioneros extremeños en América y Filipinas.





Junio de 1993

Miércoles 2 de junio de 1993

El presbítero, hombre de oración

(Lectura:
Carta de san Pablo a los Romanos, capítulo 1, versículos 8-10) Rm 1,8-10

39 1. Volvemos hoy a abordar algunos conceptos ya tratados en la catequesis anterior, para subrayar una vez más las exigencias y las consecuencias que se siguen de la realidad de hombre consagrado a Dios, que hemos explicado. En una palabra, podemos decir que, por estar consagrado a imagen de Cristo, el presbítero debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración. En esta definición sintética se encierra toda la vida espiritual, que da al presbítero una verdadera identidad cristiana, lo caracteriza como sacerdote y es el principio animador de su apostolado.

El Evangelio nos presenta a Jesús haciendo oración en todos los momentos importantes de su misión. Su vida pública, que se inaugura con el Bautismo, comienza con la oración (cf.
Lc 3,21). Incluso en los períodos de más intensa predicación a las muchedumbres, Cristo se concede largos ratos de oración (Mc 1,35 Lc 5,16). Antes de elegir a los Doce, pasa la noche en oración (Lc 6,12). Ora antes de exigir a sus Apóstoles una profesión de fe (Lc 9,18); ora después del milagro de los panes, él solo, en el monte (Mt 14,23 Mc 6,46);ora antes de enseñar a sus discípulos a orar (Lc 11,1); ora antes de la excepcional revelación de la Transfiguración, después de haber subido a la montaña precisamente para orar (Lc 9,28); ora antes de realizar cualquier milagro (Jn 11,41 Jn 11,42); y ora en la última cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia (Jn 17). En Getsemaní eleva al Padre la oración doliente de su alma afligida y casi horrorizada (Mc 14,35 Mc 14,39 paralelos), y en la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia (Mt 27,46), pero también de abandono confiado (Lc 23,46). Se puede decir que toda la misión de Cristo está animada por la oración, desde el inicio de su ministerio mesiánico hasta el acto sacerdotal supremo: el sacrificio de la cruz, que se realizó en la oración.

2. Los que han sido llamados a participar en la misión y el sacrificio de Cristo, encuentran en la comparación con su ejemplo el impulso para dar a la oración el lugar que le corresponde en su vida, como fundamento, raíz y garantía de santidad en la acción. Más aún, Jesús nos enseña que no es posible un ejercicio fecundo del sacerdocio sin la oración, que protege al presbítero del peligro de descuidar la vida interior dando la primacía a la acción, y de la tentación de lanzarse a la actividad hasta perderse en ella.

También el Sínodo de los obispos de 1971, después de haber afirmado que la norma de la vida sacerdotal se encuentra en la consagración a Cristo, fuente de la consagración de sus Apóstoles, aplica la norma a la oración con estas palabras: «A ejemplo de Cristo que estaba continuamente en oración y guiados por el Espíritu Santo, en el cual clamamos Abbá, Padre, los presbíteros deben entregarse a la contemplación del Verbo de Dios y aprovecharla cada día como una ocasión favorable para reflexionar sobre los acontecimientos de la vida a la luz del Evangelio, de manera que, convertidos en oyentes fieles y atentos del Verbo, logren ser ministros veraces de la Palabra. Sean asiduos en la oración personal, en la recitación de la liturgia de las Horas, en la recepción frecuente del sacramento de la penitencia y, sobre todo, en la devoción al misterio eucarístico» (Documento conclusivo de la II Asamblea general del Sínodo de los obispos sobre el sacerdocio ministerial, n. 3; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 4).

3. El concilio Vaticano II, por su parte, había recordado al presbítero la necesidad de que se encuentre habitualmente unido a Cristo, y para ese fin le había recomendado la oración frecuente: «De muchos modos, especialmente por la alabada oración mental y por las varias formas de preces que libremente eligen, los presbíteros buscan y fervorosamente piden a Dios aquel espíritu de verdadera adoración por el que... se unan íntimamente con Cristo, mediador del Nuevo Testamento» (Presbyterorum ordinis PO 18). Como se puede comprobar, entre las diversas formas de oración, el Concilio subraya la oración mental, que es un modo de oración libre de fórmulas rígidas, no requiere pronunciar palabras y responde a la guía del Espíritu Santo en la contemplación del misterio divino.

4. El Sínodo de los obispos de 1971 insiste, de forma especial, en la contemplación de la palabra de Dios (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 1971, p. 4). No nos debe impresionar la palabra contemplación a causa de la carga de compromiso espiritual que encierra. Se puede decir que, independientemente de las formas y estilos de vida, entre los que la vida contemplativa sigue siendo siempre la joya más preciosa de la Esposa de Cristo, la Iglesia, vale para todos la invitación a escuchar y meditar la palabra de Dios con espíritu contemplativo, a fin de alimentar con ella tanto la inteligencia como el corazón. Eso favorece en el sacerdote la formación de una mentalidad, de un modo de contemplar el mundo con sabiduría, en la perspectiva del fin supremo: Dios y su plan de salvación.

El Sínodo dice: «Juzgar los acontecimientos a la luz del Evangelio» (cf. ib.). En eso estriba la sabiduría sobrenatural, sobre todo como don del Espíritu Santo, que permite juzgar bien a la luz de las razones últimas, de las cosas eternas. La sabiduría se convierte así en la principal ayuda para pensar, juzgar y valorar como Cristo todas las cosas, tanto las grandes como las pequeñas, de forma que el sacerdote —al igual e incluso más que cualquier otro cristiano— refleje en sí la luz, la adhesión al Padre, el celo por el apostolado, el ritmo de oración y de acción, e incluso el aliento espiritual de Cristo. A esa meta se puede llegar dejándose guiar por el Espíritu Santo en la meditación del Evangelio, que favorece la profundización de la unión con Cristo, ayuda a entrar cada vez más en el pensamiento del maestro y afianza la adhesión a él de persona a persona.

Si el sacerdote es asiduo en esa meditación, permanece más fácilmente en un estado de gozo consciente, que brota de la percepción de la íntima realización personal de la palabra de Dios, que él debe enseñar a los demás. En efecto como dice el Concilio, los presbíteros, «buscando cómo puedan enseñar más adecuadamente a los otros lo que ellos han contemplado, gustarán más profundamente las insondables riquezas de Cristo (Ep 3,8) y la multiforme sabiduría de Dios» (PO 13). Pidamos al Señor que nos conceda un gran número de sacerdotes que en la vida de oración descubran, asimilen y gusten la sabiduría de Dios como el apóstol Pablo (cf. ib.), sientan una inclinación sobrenatural a anunciarla y difundirla como verdadera razón de su apostolado (cf. Pastores dabo vobis PDV 47).

5. Hablando de la oración de los presbíteros, el Concilio recuerda y recomienda también la liturgia de las Horas, que une la oración personal del sacerdote a la de la Iglesia. En el rezo del Oficio divino prestan su voz a la Iglesia, que persevera en la oración, en nombre de todo el género humano, juntamente con Cristo, que "vive siempre para interceder por nosotros" (He 7,25)» (PO 13).

En virtud de la misión de representación e intercesión que se le ha confiado, el presbítero está obligado a realizar esta forma de oración oficial, hecha por delegación de la Iglesia no sólo en nombre de los creyentes, sino también de todos los hombres, e incluso de todas las realidades del universo (cf. Código de derecho canónico CIC 1174,1). Por ser partícipe del sacerdocio de Cristo, intercede por las necesidades de la Iglesia, del mundo y de todo ser humano, consciente de ser intérprete y vehículo de la voz universal que canta la gloria de Dios y pide la salvación del hombre.

6. Conviene recordar que, para asegurar mejor la vida de oración, así como para afianzarla y renovarla acudiendo a sus fuentes, el Concilio invita a los sacerdotes a dedicar, además del tiempo necesario para la práctica diaria de la oración, períodos más largos a la intimidad con Cristo: «Dediquen de buen grado tiempo al retiro espiritual» (PO 18). Y también les recomienda: «Estimen altamente la dirección espiritual» (ib.), que será para ellos como la mano de un amigo y de un padre que les ayuda en su camino. Atesorando la experiencia de las ventajas de esta guía, los presbíteros estarán mucho más dispuestos a ofrecer, a su vez, esa ayuda a las personas con quienes deben ejercer su ministerio pastoral; ése será un gran recurso para muchos hombres de hoy, especialmente para los jóvenes, y constituirá un factor decisivo en la solución del problema de las vocaciones, como muestra la experiencia de muchas generaciones de sacerdotes y religiosos.

40 En la catequesis anterior aludimos a la importancia del sacramento de la penitencia. El Concilio, al respecto, recomienda al presbítero su recepción frecuente. Es evidente que quien ejerce el ministerio de reconciliar a los cristianos con el Señor por medio del sacramento del perdón, deba recurrir también a él. Debe ser el primero en reconocerse pecador y en creer en el perdón divino que se manifiesta con la absolución sacramental. Al administrar el sacramento del perdón, esta conciencia de ser pecador le ayudará a comprender mejor a los pecadores. ¿No dice acaso la carta a los Hebreos, a propósito del sacerdote: tomado de entre los hombres, «puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza» (He 5,2)? Además, si recurre personalmente al sacramento de la penitencia, el presbítero se sentirá impulsado a una mayor disponibilidad a administrar este sacramento a los fieles que lo soliciten. Se trata también de una gran urgencia en la pastoral de nuestro tiempo.

7. Pero la oración de los presbíteros alcanza su cima en la celebración eucarística, su principal ministerio (PO 13). Es un aspecto tan importante para la vida de oración del sacerdote, que quiero dedicarle la próxima catequesis.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a los integrantes del coro «Ars Nova», de Salta (Argentina), a la peregrinación procedente de México y al «Círculo Católico» de Burgos. España.

A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.




Audiencias 1993 33