Audiencias 1993 54

Agosto de 1993

Miércoles 4 de agosto de 1993

La comunión sacerdotal

(Lectura:
55 capítulo 17 del evangelio de san Juan, versículos 20-23) Jn 17,20-23

1. En las catequesis anteriores hemos reflexionado sobre la importancia que tienen las propuestas, o consejos evangélicos, de virginidad y pobreza en la vida sacerdotal, y sobre la medida y los modos de practicarlas según la tradición espiritual y ascética cristiana y según la ley de la Iglesia. Hoy es bueno recordar que Jesús, a quienes querían seguirlo mientras ejercía su ministerio mesiánico, no dudó en decir que, para ser verdaderamente discípulos suyos, era necesario "negarse a sí mismo y tomar su cruz" (Mt 16,24 Lc 9,23). Es una gran máxima de perfección, válida universalmente para la vida cristiana como criterio definitivo sobre la heroicidad que caracteriza la virtud de los santos. Vale sobre todo para la vida sacerdotal, en la que adquiere formas más rigurosas, justificadas por la vocación particular y el carisma especial de los ministros de Cristo.

El primer aspecto de esa negación de sí mismo se manifiesta en las renuncias relacionadas con el compromiso de la comunión, que los sacerdotes están llamados a poner en práctica entre sí y con el obispo (cf. Lumen Gentium LG 28 Pastores dabo vobis PDV 74). La institución del sacerdocio ministerial tuvo lugar en el marco de una comunidad y comunión sacerdotal. Jesús reunió un primer grupo, el de los Doce, llamándolos a formar una unidad en el amor mutuo. A esa primera comunidad sacerdotal, quiso que se agregaran cooperadores. Al enviar en misión a sus setenta y dos discípulos, así como también a los doce Apóstoles, los mandó de dos en dos (cf. Lc 10,1 Mc 6,7), tanto para que se ayudaran recíprocamente en la vida y en el trabajo, como para que se creara la costumbre de la acción común y nadie actuara como si estuviese solo, independiente de la comunidad-Iglesia y de la comunidad-Apóstoles.

2. La reflexión sobre la llamada de Cristo, origen de la vida y del ministerio sacerdotal de cada uno, confirma lo que acabamos de decir. Todo sacerdocio en la Iglesia tiene su origen en una vocación. "Esa está dirigida a una persona particular, pero está ligada a las llamadas que se dirigen a los demás, en el ámbito de un mismo designio de evangelización y de santificación del mundo. También los obispos y los sacerdotes, como los Apóstoles, son llamados juntos, aun en la multiplicidad de las vocaciones personales, por aquel que quiere comprometerlos a todos profundamente en el misterio de la Redención. Esa comunidad de vocación implica, sin duda, una apertura de unos a otros y de cada uno a todos, para vivir y actuar en la comunión.

Eso no sucede sin renuncia al individualismo, siempre vivo y resurgente, y sin una práctica de esa "negación de sí mismo" (Mt 16,24) mediante la victoria de la caridad sobre el egoísmo. Sin embargo, el pensamiento de la comunidad de vocación, traducida en comunión, debe alentar a todos y a cada uno al trabajo concorde y al reconocimiento de la gracia concedida individual y colectivamente a obispos y presbíteros: gracia otorgad cada uno no por sus méritos y cualidades personales, y no sólo para su santificación personal, sino con vistas a la "edificación del Cuerpo"(Ep 4,12 Ep 4,16).

La comunión sacerdotal está enraizada profundamente también en el sacramento del orden, en el que la negación de sí mismo se hace una participación espiritual aún más íntima en el sacrificio de la cruz. El sacramento del orden implica la respuesta libre de cada uno a la llamada que se le ha dirigido personalmente. La respuesta es asimismo personal. Pero en la consagración, la acción soberana de Cristo, que actúa en la ordenación mediante el Espíritu Santo, crea casi una personalidad nueva, transfiriendo a la comunidad sacerdotal, además de la esfera de la finalidad individual, mentalidad, conciencia e intereses de quien recibe el sacramento. Es un hecho psicológico que deriva del reconocimiento del vínculo ontológico de cada presbítero con todos los demás. El sacerdocio conferido a cada uno deberá ejercerse en el ámbito ontológico, psicológico y espiritual de esa comunidad. Entonces se tendrá verdaderamente la comunión sacerdotal, don del Espíritu Santo, pero también fruto de la respuesta generosa del presbítero.

En particular la gracia del orden establece un vinculo especial entre los obispos y los sacerdotes, porque del obispo se recibe la ordenación sacerdotal, de él se propaga el sacerdocio, es él el que hace entrar a los nuevos ordenados en la comunidad sacerdotal, de la que él mismo es miembro.

3. La comunión sacerdotal supone y comporta la adhesión de todos, obispos y presbíteros, a la persona de Cristo. Narra el evangelio de Marcos que cuando Jesús quiso hacer participes a los Doce de su misión mesiánica, los llamó y constituyó "para que estuvieran con él" (Mc 3,14). En la última cena se dirigió a ellos como a quienes habían perseverado con él en las pruebas (cf. Lc 22,28), y les recomendó la unidad y pidió al Padre por ella. Permaneciendo todos unidos en Cristo, permanecían unidos entre sí (cf. Jn 15,4 Jn 15,11). La conciencia de esa unidad y comunión en Cristo siguió viva en los Apóstoles durante la predicación que los llevó desde Jerusalén hacia las diversas regiones del mundo entonces conocido, bajo la acción impelente y, al mismo tiempo, unificadora del Espíritu de Pentecostés. Dicha conciencia se transparenta en sus cartas, en los evangelios y en el libro de los Hechos.

Jesucristo, al llamar a los nuevos presbíteros al sacerdocio, les pide también que entreguen su vid su persona, porque de esa forma quiere unirlos entre sí gracias a un vinculo especial de comunión con él. ésa es la fuente verdadera del acuerdo profundo de la mente y el corazón, que une a los presbíteros y a los obispos en la comunión sacerdotal.

Esa comunión se alimenta de la colaboración en una misma obra: la edificación espiritual de la comunidad de salvación. Desde luego cada presbítero tiene un campo personal de actividad, en el que puede empeñar todas sus facultades y cualidades, pero ese campo forma parte del cuadro de la obra mucho más grande con la que cada Iglesia local tiende a desarrollar el reino de Cristo. La obra es esencialmente comunitaria, de suerte que cada uno debe actuar en cooperación con los demás obreros del mismo Reino.

Es sabido que la voluntad de trabajar en una misma obra puede sostener y estimular muchísimo el esfuerzo común de cada uno. Crea un sentimiento de solidaridad y permite aceptar los sacrificios que exige la cooperación, respetando al otro y aceptando sus diferencias. Es importante observar ya desde ahora que esa cooperación se articula alrededor de la relación entre el obispo y los presbíteros, cuya subordinación al primero es esencial para la vida de la comunidad cristiana. La obra en favor del reino de Cristo puede ponerse en práctica y desarrollarse únicamente según la estructura que él mismo estableció.

56 4. Ahora quiero subrayar el papel que desempeña la Eucaristía en esa comunión. En la última cena Jesús quiso instituir —de la manera más completa— la unidad del grupo de los Apóstoles, los primeros a los que confiaba el ministerio sacerdotal. Frente a sus disputas por el primer puesto, él, con el lavatorio de los pies (cf. Jn 13,2-15), da el ejemplo del servicio humilde que resuelve los conflictos que causa la ambición, y enseña a sus primeros sacerdotes a buscar el último puesto más bien que el primero. Durante la cena, Jesús enuncia asimismo el precepto del amor recíproco (cf. Jn 13,34 Jn 15,12), y abre la fuente de la fuerza de observarlo. En efecto, los Apóstoles por sí mismos no habrían sido capaces de amarse unos a otros como el Maestro los había amado; pero con la comunión eucarística reciben la capacidad de vivir la comunión eclesial y, en ella, su comunión sacerdotal especifica. Jesús, ofreciéndoles con el sacramento esa capacidad superior de amar, podía dirigir al Padre una súplica audaz, a saber, la de realizar en sus discípulos una unidad semejante a la que reina entre el Padre y el Hijo (cf. Jn 17,75). Por último, en la cena Jesús confía solidariamente a los Apóstoles la misión y el poder de celebrar la Eucaristía en memoria suya, profundizando así aún más el vinculo que los unía. La comunión del poder de celebrar la única Eucaristía no podía menos de ser para los Apóstoles —y para sus sucesores y colaboradores— signo y fuente de unidad.

5. Es significativo el hecho de que, en la oración sacerdotal de la última cena, Jesús ruega no sólo por la consagración (de sus Apóstoles) a la verdad (cf. Jn 17,17), sino también por su unidad, que refleja la misma comunión de las Personas divinas (cf. Jn 17,11). Esa oración, aunque se refiere ante todo a los Apóstoles a quienes Jesús quiso reunir de modo particular alrededor de él, se extiende también a los obispos y a los presbíteros, además de a los creyentes de todos los tiempos. Jesús pide que la comunidad sacerdotal sea reflejo y participación de la comunión trinitaria: ¡qué ideal tan sublime! No obstante, las circunstancias en las que Jesús elevó su oración permiten comprender que ese ideal, para realizarse, exige sacrificios. Jesús pide la unidad de sus Apóstoles y sus seguidores en el momento en el que ofrece su vida al Padre. Al precio de su sacrificio instituye la comunión sacerdotal en su Iglesia. Por esa razón, los presbíteros no pueden maravillarse de los sacrificios que la comunión sacerdotal les exige. Amaestrados por la palabra de Cristo, descubren en esas renuncias una concreta participación espiritual y eclesial en el sacrificio redentor del divino Maestro.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo con todo afecto a lo peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España. En particular, a la peregrinación catalana de «sardanistas», así como a los grupos procedentes de paraguay y de Tijuana (México).

De corazón imparto a todos los presentes la bendición apostólica.



Miércoles 18 de agosto de 1993



1. "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10).

Queridos hermanos y hermanas, ése ha sido el tema conductor de la Jornada mundial de la juventud que se celebró estos días pasados en Denver, Colorado, en el centro de los Estados Unidos de América.

El 12 de octubre del año pasado, América había comenzado las celebraciones conmemorativas del V Centenario de la evangelización, que empezó precisamente el 12 de octubre de 1492 en Santo Domingo. Hacia el final del año jubilar, que recuerda ese acontecimiento tan importante, tuvo lugar el encuentro de los jóvenes en Denver. Por tanto, dicho encuentro se inserta orgánicamente en el marco de las celebraciones del V Centenario, precisamente a partir de su mismo tema: la evangelización, la vida en Cristo, la plenitud de la vida.

57 Agradezco al Señor haber podido regresar a ese continente, del 9 al 15 de agosto, para recorrer el sendero de la nueva evangelización.

2. La primera etapa del viaje apostólico fue Kingston, capital de Jamaica. Allí fue muy conmovedora la visita a la casa de los pobres atendida por las religiosas de la madre Teresa de Calcuta. Calurosos fueron los encuentros con los sacerdotes y religiosos en la catedral de la Santísima Trinidad, con los laicos en el auditorio del St. George College y con los representantes de las confesiones protestante y anglicana y de la comunidad judía en la iglesia parroquial de la Santa Cruz.

Mi estancia en Jamaica se concluyó con una solemne concelebración eucarística en el estadio nacional. Recordando los grandes males causados por la práctica de la esclavitud que ofendía la dignidad de la persona humana, imagen de Dios, reafirmé, durante la homilía, los valores fundamentales del matrimonio y la familia cristiana, valores anunciados por el Evangelio y recordados constantemente por el Magisterio de la Iglesia.

3. Después fui a la península de Yucatán, exactamente a Izamal y a Mérida donde, en el marco del V Centenario de la evangelización del nuevo mundo, quise rendir el debido homenaje a los descendientes de cuantos habitaban el continente americano en la época en que se plantó allí la cruz de Cristo, el 12 de octubre de 1492. Peregrino por tercera vez en México, he querido reafirmar mi solidaridad y la de la Iglesia entera con las alegrías y los sufrimientos del grande y noble pueblo mexicano.

En el santuario de Nuestra Señora de Izamal, consagrado a la Inmaculada Concepción, reina y patrona de Yucatán, y construido sobre la base de una pirámide maya, se celebró el significativo encuentro con las poblaciones indígenas. Dirigí mi saludo a los pueblos y a las etnias de toda América, tanto la del Norte como la del Sur, desde Alaska hasta Tierra del Fuego, nombrándolos uno por uno. Citando, además de la cultura maya, la azteca y la inca, quise subrayar cómo los valores ancestrales y la visión sagrada de la vida se abrieron al mensaje evangélico. Al mismo tiempo, quise recordar la obra de la Iglesia en defensa de los indios y la promoción de las poblaciones locales frente a la amenaza de abusos y atropellos.

La solemne celebración eucarística en Mérida, en la explanada de Xoclán-Mulsay, concluyó mi paso por México.

4. Una etapa importante fue la de Denver, pues me brindó la ocasión de reunirme con miles y miles de jóvenes, que asistieron en mayor número del previsto. Con ellos oré y reflexioné sobre el tema de la vida que brota de Cristo. Con ellos he podido mirar con esperanza al presente y, sobre todo, al futuro, a pesar de las dificultades que la humanidad atraviesa en este singular momento de su historia.

En efecto, las Jornadas mundiales de la juventud han nacido del deseo de ofrecer a los jóvenes momentos de pausa significativos en la peregrinación constante de la fe, que se alimenta también mediante el encuentro con sus coetáneos de otros países y la intercomunicación de sus respectivas experiencias.

Las celebraciones anuales de esas jornadas marcan etapas de profundización y verificación en ese camino de fe y evangelización: momentos comunitarios de oración y reflexión sobre temas profundizados anteriormente en el seno de asociaciones, movimientos y grupos juveniles, en el ámbito de la parroquia y la diócesis.

5. Así pues, los jóvenes van siempre peregrinando por los caminos del mundo. En ellos, la Iglesia se ve a sí misma y su misión entre los hombres; con ellos acepta los grandes retos del futuro, consciente de que la humanidad entera tiene necesidad de una nueva juventud del espíritu.

¡Cómo no dar gracias a Dios por los frutos de renovación auténtica producidos por esas jornadas mundiales! Ya desde el primer encuentro, que se celebró en la plaza de San Pedro el Domingo de Ramos de 1986, comenzó una tradición en la que se alternan, año tras año, una cita mundial y otra diocesana, como para destacar el dinamismo indispensable del compromiso apostólico de los jóvenes, en su doble dimensión: local y universal. Se han celebrado sucesivamente, cada dos años, los encuentros de Buenos Aires (Argentina), Santiago de Compostela (España) y Czestochowa (Polonia).

58 Y este año era justo que nos reuniéramos en América, como conclusión del V Centenario de la evangelización de ese continente, para testimoniar la gran urgencia de abatir los muros de la pobreza y la injusticia, de la indiferencia y el egoísmo, con el fin de construir un mundo acogedor y abierto, fundado en Cristo, que vino a la tierra para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia.

6. El aspecto más interesante del encuentro de Denver fue, ciertamente, la respuesta de los jóvenes, que acudieron de todas las diócesis de Estados Unidos y de todos los continentes para manifestar su apertura a la vida, que es Cristo. Fueron allí para orar. En los diversos encuentros mostraron una conciencia profunda de la presencia de Dios en su vida. Momentos significativos fueron el vía crucis, la misa para los delegados del Foro internacional de la juventud y, sobre todo, la vigilia y la misa solemne del día de la fiesta de la Asunción.

Esa gran peregrinación de jóvenes no tuvo como meta un santuario, sino una ciudad moderna. En el corazón de esa metrópoli, los jóvenes del mundo proclamaron su identidad de católicos y su deseo de construir relaciones humanas basadas en la verdad y los valores del Evangelio. Se reunieron en Denver para decir a la vida y a la paz contra las amenazas de muerte que acechan a la cultura de la vida. El verdadero centro de la octava Jornada mundial de la juventud fueron los jóvenes mismos.

7. Queridos hermanos y hermanas, expreso mi agradecimiento sincero a todos los que hicieron posible tanto ese gran encuentro como las visitas pastorales a Jamaica y a Mérida. A todas las autoridades de los países visitados y, especialmente, al gobernador general de Jamaica, al presidente de México y al presidente de Estados Unidos agradezco su amable colaboración.

Doy las gracias a las Conferencias episcopales de las tres naciones y a los prelados de las arquidiócesis a las que he ido, así como a todos los que, de diversas maneras, colaboraron en el éxito de esta peregrinación apostólica.

Sobre todo a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, elevo mi gratitud. El Espíritu Santo inspira en el corazón de los jóvenes amor y entrega. En Denver, mostraron que son conscientes de los retos que les esperan; para cumplir su misión confían, sobre todo, en la gracia del Señor.

Encomiendo a la intercesión de María, elevada al cielo, las expectativas y los frutos espirituales de la Jornada mundial de la juventud. Que ella guíe y aliente a los jóvenes a proseguir su peregrinación de fe y los prepare para la próxima Jornada mundial de la juventud, que tendrá lugar en Manila a comienzos de 1995.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a los peregrinos de lengua española. En particular, a la Misioneras Hijas de la Sagrada Familia de Nazaret, reunidas en Roma para profundizar en el espíritu de su fundador, el beato José Manyanet. Saludo igualmente a diversos grupos parroquiales y juveniles venidos de España. Os exhorto a todos a ser mensajeros y defensores de la vida que el señor nos ha dado en abundancia.



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Miércoles 25 de agosto de 1993

Las relaciones de los presbíteros con los obispos

(Lectura:
capítulo 15 del evangelio de san Juan, versículos 12-15) Jn 15,12-15

1. La comunión, que Jesús quiere que reine entre cuantos participan del sacramento del orden, debe manifestarse de modo muy especial en las relaciones de los presbíteros con sus obispos. El concilio Vaticano II habla a este propósito de una comunión jerárquica, que deriva de la unidad de consagración y de misión: "Todos los presbíteros, a una con los obispos, de tal forma participan del mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y misión requiere su comunión jerárquica con el orden de los obispos, que de vez en cuando ponen muy bien de manifiesto en la concelebración litúrgica, y con ellos unidos profesan celebrar la sinaxis eucarística" (Presbyterorum ordinis PO 7). Como se puede apreciar, también aquí vuelve a presentarse el misterio de la Eucaristía como signo y fuente de unidad. A la Eucaristía está unido el sacramento del orden, que determina la comunión jerárquica entre todos los que participan del sacerdocio de Cristo: "Todos los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos .añade el Concilio., están, pues, adscritos al cuerpo episcopal, por razón del orden y del ministerio" (Lumen Gentium LG 28).

2. Este vinculo entre los sacerdotes de cualquier condición y grado y los obispos, es esencial en el ejercicio del ministerio presbiteral. Los sacerdotes reciben del obispo la potestad sacramental y la autorización jerárquica para dicho ministerio. También los religiosos reciben esa potestad y autorización del obispo que los ordena sacerdotes, y de quien gobierna la diócesis en la que desempeñan su ministerio. Incluso los que pertenecen a órdenes exentas de la jurisdicción de los obispos diocesanos, por su régimen interno reciben del obispo, de acuerdo con las leyes canónicas, el mandato y la aprobación para su incorporación y su actividad en el ámbito de la diócesis, quedando a salvo siempre la autoridad con la que el Romano Pontífice, como Cabeza de la Iglesia, puede conferir a la órdenes religiosas y a otros institutos el poder de regirse conforme a sus constituciones y de actuar a nivel mundial. Por su parte, los obispos tienen en los presbíteros a "colaboradores y consejeros necesarios en el ministerio y oficio de enseñar, santificar y apacentar al pueblo de Dios" (Presbyterorum ordinis PO 7).

3. Por este vinculo entre sacerdotes y obispos en la comunión sacramental, los presbíteros son "ayuda e instrumento" del orden episcopal, como escribe la constitución Lumen Gentium (LG 28), y prolongan en cada comunidad la acción del obispo, cuya figura de pastor manifiestan, en cierto modo, en los diversos lugares.

Por su misma identidad pastoral y su origen sacramental, el ministerio de los presbíteros se ejerce ciertamente "bajo la autoridad del obispo". De acuerdo con la Lumen Gentium, bajo su autoridad "cooperan en el trabajo pastoral de toda la diócesis" (ib.), santificando y gobernando la porción de la grey del Señor que les ha sido confiada.

Es verdad que los presbíteros representan a Cristo y actúan en su nombre participando, de acuerdo con el grado de su ministerio, en su oficio de Mediador único. Pero pueden actuar sólo como colaboradores del obispo, extendiendo así el ministerio del pastor diocesano en las comunidades locales.

4. En este principio teológico de participación, en el ámbito de la comunión jerárquica, se fundan las relaciones, llenas de espiritualidad, que se establecen entre obispos y presbíteros. La Lumen Gentium las describe así: "Por esta participación en el sacerdocio y en la misión, los presbíteros reconozcan verdaderamente al obispo como a padre suyo y obedézcanle reverentemente. El obispo, por su parte, considere a los sacerdotes, sus cooperadores, como hijos y amigos, a la manera en que Cristo a sus discípulos no los llama ya siervos, sino amigos (cf. Jn 15,15)" (ib.).

El ejemplo de Cristo es también aquí la regla de comportamiento, tanto para los obispos como para los presbíteros. Si él, que tenía autoridad divina, no quiso tratar a sus discípulos como siervos, sino como amigos, el obispo no puede considerar a sus sacerdotes como personas que están a su servicio. Junto con él, están al servicio del pueblo de Dios. Por su parte, los presbíteros deben responder al obispo como exige la ley de la reciprocidad del amor en la comunión eclesial y sacerdotal, es decir, como amigos e hijos espirituales. Por tanto, la autoridad del obispo y la obediencia de sus colaboradores, los presbíteros, deben ejercerse en el marco de una amistad verdadera y sincera.

60 Este compromiso no sólo se basa en la fraternidad que, por el bautismo, existe entre todos los cristianos y en la que deriva del sacramento del orden, sino también en la palabra y el ejemplo de Jesús, que, incluso en el triunfo de su resurrección, descendió desde esa altura inconmensurable hasta sus discípulos, llamándolos "mis hermanos" y diciéndoles que su Padre era también Padre "de ellos" (cf. Jn 20,17 Mt 28,10). Así, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Jesús, el obispo debe tratar como hermanos y amigos a los sacerdotes, colaboradores suyos, sin que por ello disminuya su autoridad de pastor y superior eclesiástico. Un clima de fraternidad y amistad favorece la confianza de los presbíteros y su deseo de cooperar y corresponder a la amistad y a la caridad fraterna y filial de sus obispos. sus discípulos, llamándolos "mis hermanos" y diciéndoles que su Padre era también Padre "de ellos"(cf. Jn 20,17 Mt 28,10). Así, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Jesús, el obispo debe tratar como hermanos y amigos a los sacerdotes, colaboradores suyos, sin que por ello disminuya su autoridad de pastor y superior eclesiástico. Un clima de fraternidad y amistad favorece la confianza de los presbíteros y su deseo de cooperar y corresponder a la amistad y a la caridad fraterna y filial de sus obispos.

5. El Concilio detalla también algunos deberes de los obispos para con los presbíteros. Aquí basta recordarlos: los obispos deben preocuparse, en la medida de sus posibilidades, por el bienestar material y, sobre todo, espiritual de sus sacerdotes; y deben promover su santificación, cuidando de su formación permanente y examinando con ellos los problemas relativos a las necesidades del trabajo pastoral y del bien de la diócesis (cf. Presbyterorum ordinis PO 7).

Asimismo, resume los deberes de los presbíteros hacia los obispos en estos términos: "Los presbíteros, por su parte, teniendo presente la plenitud del sacramento del orden de que gozan los obispos, reverencien en ellos la autoridad de Cristo, pastor supremo. Únanse por tanto a su obispo con sincera caridad y obediencia"(ib.).

Caridad y obediencia constituyen el binomio esencial del espíritu, que regula el comportamiento del presbítero para con el propio obispo. Se trata de una obediencia animada por la caridad. El presbítero, en su ministerio, ha de tener como intención fundamental cooperar con su obispo. Si tiene espíritu de fe, reconoce la voluntad de Cristo en las decisiones de su obispo.

Es comprensible que a veces, sobre todo cuando surjan opiniones diferentes, la obediencia pueda resultar más difícil. Pero la obediencia fue la actitud fundamental de Jesús en su sacrificio y produjo el fruto de salvación que todo el mundo ha recibido. También el presbítero que vive de fe sabe que está llamado a una obediencia que, actuando la máxima de Jesús sobre la abnegación, le da el poder y la gloria de compartir la fecundidad redentora del sacrificio de la cruz.

6. Por último, es preciso añadir que, como es de todos sabido, hoy, más que en otros tiempos, el ministerio pastoral exige la cooperación de los presbíteros y, por tanto, su unión con los obispos, a causa de su complejidad y amplitud. Como escribe el Concilio: "La unión de los presbíteros con los obispos se requiere tanto más en nuestros días cuanto que, en nuestra edad, por causas diversas, es menester que las empresas apostólicas no sólo revistan formas múltiples, sino que traspasen los limites de una parroquia o diócesis. Así pues, ningún presbítero puede cumplir cabalmente su misión aislado y como por su cuenta, sino sólo uniendo sus fuerzas con otros presbíteros, bajo la dirección de los que están al frente de la Iglesia"(ib. ).

Por esta razón, también los Consejos presbiterales han procurado hacer que los obispos consulten sistemática y orgánicamente a los presbíteros (cf. Sínodo de los obispos de 1971: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 1971, pp. 2.5). Por su parte, los presbíteros han de participar en esos Consejos con espíritu de colaboración iluminada y leal, deseos de cooperar en la edificación del único Cuerpo. Y también individualmente, en sus relaciones personales con el propio obispo, deben recordar y preocuparse principalmente del crecimiento de todos y cada uno en la caridad, fruto de la oblación de si a la luz de la cruz.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi cordial y afectuosa bienvenida a esta audiencia a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a los integrantes de la peregrinación que se dirige a Collevalenza para conmemorar el centenario del nacimiento de la madre Esperanza, así como al grupo de jóvenes venezolanos.

61 A todas las personas, familias y grupos procedentes de los distintos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



Septiembre de 1993

Miércoles 1 de septiembre de 1993

Relaciones de los presbíteros con sus hermanos en el sacerdocio

1. La comunidad sacerdotal, o presbiterio, de la que hemos hablado en las catequesis anteriores, exige a quienes forman parte de ella una red de relaciones reciprocas que se sitúan en el ámbito de la comunión eclesial originada por el bautismo. El fundamento más especifico de esas relaciones es la común participación sacramental y espiritual en el sacerdocio de Cristo, del que brota un sentido espontáneo de pertenencia al presbiterio.

El Concilio lo puso muy bien de relieve: "Los presbíteros, constituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, se unen todos entre si por intima fraternidad sacramental; pero especialmente en la diócesis, a cuyo servicio se consagran bajo el propio obispo, forman un solo presbiterio" (Presbyterorum ordinis PO 8). En relación con este presbiterio diocesano, y gracias a su mutuo conocimiento, su cercanía y su costumbre de vida y de trabajo, se desarrolla mucho más ese sentido de pertenencia, que crea y alimenta la comunión fraterna y la abre a la colaboración pastoral.

Los vínculos de la caridad pastoral se expresan en el ministerio y en la liturgia, como asegura también el Concilio: "Cada uno está unido con los restantes miembros de esta agrupación sacerdotal por especiales lazos de caridad apostólica, ministerio y fraternidad, como se significa, ya desde tiempos antiguos, litúrgicamente, cuando se invita a los presbíteros asistentes a imponer las manos, junto con el obispo ordenante, sobre el nuevo elegido, y cuando, con corazón unánime, concelebran la sagrada Eucaristía"(ib.). En esos casos se da una representación tanto de la comunión sacramental como de la espiritual, que halla en la liturgia una vox para proclamar a Dios y dar a los hermanos testimonio de la unidad del espíritu.

2. La fraternidad sacerdotal se expresa, además, en la unidad del ministerio pastoral, en el amplio abanico de funciones, oficios y actividades que se encomiendan a los presbíteros, que, "aunque se entreguen a diversos menesteres, ejercen, sin embargo, un solo ministerio sacerdotal en favor de los hombres" (ib. ). La variedad de las tareas puede ser notable: el ministerio en las parroquias, o el que se realiza de forma interparroquial o extraparroquial; las obras diocesanas, nacionales e internacionales; la enseñanza en las escuelas, la investigación y el análisis; la enseñanza en los diversos sectores de la doctrina religiosa y teológica; cualquier tipo de apostolado testimonial, a veces mediante el cultivo y la enseñanza de alguna rama del conocimiento humano; la difusión del mensaje evangélico a través de los medios de comunicación social; el arte religioso con sus numerosas expresiones; los múltiples servicios de caridad; la asistencia moral a las diversas categorías de investigadores o de agentes; y, por último, las actividades ecuménicas, hoy tan actuales e importantes. Esta variedad no puede crear categorías o desniveles, porque se trata de tareas que, para los presbíteros, siempre forman parte del proyecto evangelizador. "Todos —afirma el Concilio— tienden ciertamente a un mismo fin, la edificación del cuerpo de Cristo, que, en nuestros días señaladamente, requiere múltiples organismos y nuevas acomodaciones"(ib.).

3. Por eso es importante que todo presbítero esté dispuesto —y formado convenientemente— a comprender y estimar la obra realizada por sus hermanos en el sacerdocio. Es cuestión de espíritu cristiano y eclesial, así como de apertura a los signos de los tiempos. Ha de saber comprender, por ejemplo, que hay diversidad de necesidades en la edificación de la comunidad cristiana, al igual que hay diversidad de carismas y dones. Hay, además, diferentes modos de concebir y realizar las obras apostólicas, ya que pueden proponerse y emplearse nuevos métodos de trabajo en el campo pastoral, con tal que se mantengan siempre en el ámbito de la comunión de fe y acción de la Iglesia.

La comprensión reciproca es la base de la ayuda mutua en los diversos campos. Repitámoslo con el Concilio: "Es de gran importancia que todos los sacerdotes, diocesanos o religiosos, se ayuden mutuamente, a fin de ser siempre cooperadores de la verdad"(ib.). La ayuda reciproca puede darse de muchas maneras: por ejemplo, estar dispuestos a socorrer a un hermano necesitado, aceptar programar el trabajo según un espíritu de cooperación pastoral, que resulta cada vez más necesario entre los varios organismos y grupos, y en el mismo ordenamiento global del apostolado. A este respecto, ha de tenerse presente que la misma parroquia —y a veces también la diócesis—., aun teniendo autonomía propia, no puede ser una isla, especialmente en nuestro tiempo, en el que abundan los medios de comunicación, la movilidad de la gente, la confluencia de muchas personas a algunos lugares, y la nueva asimilación general de tendencias, costumbres, modas y horarios. Las parroquias son órganos vivos del único Cuerpo de Cristo, la única Iglesia, en la que se acoge y se sirve tanto a los miembros de las comunidades locales, como a todos los que, por cualquier razón, afluyen a ella en un momento, que puede significar la actuación de la gracia de Dios en una conciencia y en una vida. Naturalmente, esto no debe transformarse en motivo de desorden o de irregularidades con respecto a las leyes canónicas, que también están al servicio de la pastoral.

4. Es de desear y se debe favorecer un especial esfuerzo de comprensión mutua y de ayuda recíproca, sobre todo en las relaciones entre los presbíteros de más edad y los más jóvenes: unos y otros son igualmente necesarios para la comunidad cristiana y apreciados por los obispos y el Papa. El Concilio recomienda a los de más edad que tengan comprensión y simpatía con respecto a las iniciativas de los jóvenes; y a los jóvenes, que respeten la experiencia de los mayores y confíen en ellos; a unos y a otros recomienda que se traten con afecto sincero, según el ejemplo que han dado tantos sacerdotes de ayer y de hoy (cf. ib.). ¡Cuántas cosas subirían desde el corazón hasta los labios acerca de estos puntos, en los que se manifiesta concretamente la comunión sacerdotal que une a los presbíteros! Contentémonos con mencionar las que nos sugiere el Concilio: "Llevados de espíritu fraterno, no olviden los presbíteros la hospitalidad (cf. He 13,1 He 13,2), cultiven la beneficencia y comunión de bienes (cf. He 13,16), solícitos señaladamente de los enfermos, afligidos, cargados en exceso de trabajos, solitarios, desterrados de su patria, así como de quienes son víctimas de la persecución (cf. Mt 5,10)"(ib.).


Audiencias 1993 54