Audiencias 1993 62
62 Todo pastor, todo sacerdote, cuando repasa el camino de su vida, ve que está sembrado de experiencias de necesidad de comprensión, ayuda y cooperación de muchos hermanos, así como de otros fieles, que padecen las diversas formas de necesidad que acabamos de enumerar, y muchas otras. Tal vez se hubiera podido hacer mucho más por todos los pobres, a los que el Señor ama y confía a la caridad de la Iglesia; y también por los que —como nos recuerda el Concilio (ib.)— podían hallarse en momentos de crisis. Aunque seamos conscientes de haber seguido la voz del Señor y del Evangelio, todos los días debemos proponernos hacer cada vez más y actuar mejor en bien de todos.
5. El Concilio sugiere también algunas iniciativas comunitarias para promover la ayuda recíproca en los casos de necesidad, incluso de modo permanente y casi institucional, en favor de los hermanos.
Se refiere, ante todo, a reuniones fraternas periódicas para la recreación y el descanso, a fin de responder a la exigencia humana de recuperar las fuerzas físicas, psíquicas y espirituales, que el Señor y Maestro Jesús, en su fina solicitud por la situación de los demás, ya tuvo presente cuando dirigió a los Apóstoles la invitación: "Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco" (Mc 6,31). Esta invitación vale igualmente para los presbíteros de todas las épocas, y mucho más para los de la nuestra, a causa del aumento de las ocupaciones y de su complejidad, también en el ministerio sacerdotal (cf. Presbyterorum ordinis PO 8).
El Concilio alienta, además, las iniciativas que intentan hacer posible y facilitar de modo permanente la vida común de los presbíteros, incluso por medio de convivencias instituidas y ordenadas sabiamente o, por lo menos, de comedores comunes situados en lugares convenientes, a los que se tenga acceso con facilidad. Las razones de esas iniciativas, que no son sólo económicas y prácticas, sino también espirituales, y que están en sintonía con las instituciones de la comunidad primitiva de Jerusalén (cf. Ac 2,46 Ac 2,47), son evidentes y apremiantes en la situación actual de muchos presbíteros y prelados, a los que hay que ofrecer atención y cuidado para aliviar sus dificultades y agobios (cf. Presbyterorum ordinis PO 8). "También han de estimarse grandemente y ser diligentemente promovidas aquellas asociaciones que, con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, fomenten la santidad de los sacerdotes en el ejercicio del ministerio por medio de una adecuada ordenación de la vida, convenientemente aprobada, y por la fraternal ayuda, y de este modo intentan prestar un servicio a todo el orden de los presbíteros"(ib.).
6. En el pasado, en muchos lugares, algunos sacerdotes santos hicieron esta última experiencia, que el Concilio recomienda difundir lo más posible. No han faltado nuevas instituciones, de las que el clero y el pueblo cristiano obtienen un gran beneficio. Su florecimiento y eficacia dependen directamente del cumplimiento de las condiciones fijadas por el Concilio: la finalidad de la santificación sacerdotal, la ayuda fraterna entre los presbíteros y la comunión con la autoridad eclesiástica, en el ámbito diocesano o de la Sede Apostólica, según los casos. Esta comunión exige que haya estatutos aprobados como regla de vida y trabajo, sin los cuales los asociados estarían condenados inevitablemente al desorden o las imposiciones arbitrarias de alguna personalidad más fuerte. Es un antiguo problema de toda forma asociativa, que se presenta también en el campo religioso y eclesiástico. La autoridad de la Iglesia cumple su misión de servicio a los presbíteros y a todos los fieles también mediante esta función de discernimiento de los valores auténticos, de protección de la libertad espiritual de las personas y de garantía de la validez de las asociaciones, así como de toda la vida de las comunidades.
También aquí se trata de poner en práctica el santo ideal de la comunión sacerdotal.
* * * * *
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a los integrantes de la Asociación cultural «Yankuikanauhuák», de México, y a las peregrinaciones procedentes de Gerona, San Salvador y Uruguay.
A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica
63
1. Doy gracias a la divina Providencia por la reciente peregrinación que pude realizar a Lituania, Letonia y Estonia. Ya en 1986 el Episcopado de esos países situados a orillas del Báltico había invitado al Papa para las celebraciones del sexto centenario del bautismo de Lituania. Pero en aquel entonces, e incluso después, no fue posible realizar esa peregrinación. Sólo pudo llevarse a cabo cuando los países bálticos reconquistaron su independencia, de la que habían gozado hasta 1939, antes de la segunda guerra mundial
También quiero agradecer la invitación que recibí de las autoridades de esos tres pueblos: lituano, letón y estoniano. A las Iglesias situadas a orillas del Báltico, les agradezco todo lo que han hecho para que mi visita pudiera ofrecerles precisamente lo que esperaban del Obispo de Roma en el cumplimiento de su ministerium petrinum. Doy las gracias a todos los que, de un modo u otro, han colaborado con este ministerio para el bien de la Iglesia y de la sociedad.
2. La colina de las Cruces. El itinerario de mi visita me condujo a las principales ciudades de Lituania (Vilna y Kaunas), Letonia (Riga) y Estonia (Tallin). Fue una peregrinación a los lugares en los que, de modo especial, se manifestaron la fe, la esperanza y el amor del pueblo de Dios, sobre todo durante las recientes experiencias dolorosas. Entre esos lugares destaca el que se halla situado en las cercanías de la ciudad de Siauliai: es conocido como la colina de las Cruces. Se trata de un pequeño altozano adonde, ya desde el siglo pasado, y sobre todo durante los últimos tiempos los lituanos llevaban el testimonio de sus múltiples sufrimientos (deportaciones, encarcelamientos, persecuciones) bajo forma de grandes o pequeños crucifijos. De este modo, en torno a la cruz de Cristo ha ido creciendo un bosque de cruces humanas, que ha cubierto la colina.
El encuentro en la colina de las Cruces fue una experiencia conmovedora. Ese lugar nos recuerda que continuamente el hombre «completa [...] lo que falta a las tribulaciones de Cristo», según las palabras de san Pablo (Col 1,24). Después de esa visita, a todos nosotros nos parecía más clara la verdad que expresó el concilio Vaticano II, a saber, que el hombre no puede comprenderse profundamente a sí mismo sin Cristo y sin su cruz (cf. Gaudium et spes GS 22). A este respecto, la colina de las Cruces es un testimonio elocuente y una advertencia. La elocuencia de ese santuario es universal: es una palabra escrita en la historia de la Europa del siglo XX.
3. Los santuarios marianos son muchos, pero mi peregrinación pastoral me condujo a tres de ellos: Puerta de la Aurora (Ausros Vartai) y Siluva (Lituania), y Aglona (Letonia). El santuario de la Puerta de la Aurora, en Vilna, atrae desde hace siglos a peregrinos no sólo de Lituania, sino también de Polonia, Bielorrusia, Rusia y Ucrania. En cambio, el de Siluva es, ante todo, el santuario de los lituanos. Aglona, en Letonia (Latgalia), congrega tanto a los letones, como a los pueblos vecinos, que acuden cada vez en mayor número.
El culto a la Madre de Dios es siempre Cristocéntrico. Los santuarios marianos a orillas del Báltico cobran pleno significado en relación con la cruz de Cristo y la colina de las Cruces. La victoria está en nuestra fe; la cruz revela en sí la Pascua de la resurrección de Cristo.
4. El ecumenismo. Mi visita a los países bálticos tuvo también una singular dimensión ecuménica. Esos países son el lugar de encuentro de los dos caminos de la evangelización en el continente europeo (cf. Ángelus del 22 de agosto de 1993): el que partía de Roma y el que provenía de Constantinopla. Son, asimismo, el lugar en que hay que buscar el acercamiento y la unidad de los cristianos, que todavía están divididos entre sí.
En Letonia, y aun más en Estonia, esta división se produjo junto con la Reforma, en el siglo XVI. Las comunidades que nacieron como resultado de la Reforma, especialmente las luteranas, después de las experiencias del pasado, están abiertas al diálogo ecuménico y a la oración común por la unidad de todos los discípulos de Cristo. Esta oración fue, en cierto sentido, el punto central de los encuentros de Riga y Tallin.
En los encuentros ecuménicos y en la oración por la unidad de los cristianos tomaron parte miembros de la jerarquía y fieles de las Iglesias ortodoxas. El patriarca de Moscú, Alexis II, estuvo representado por un enviado especial suyo. Esperamos que las experiencias del pasado preparen ahora el terreno para una conciencia más viva del misterio de la Iglesia y de las exigencias del ecumenismo. Cristo pidió al Padre: «Que todos sean uno [...], para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,20-21).
La unidad de los cristianos es la condición para la consolidación de la fe en el mundo, también en el mundo contemporáneo.
64 5. El encuentro con el mundo de la cultura. Durante mi peregrinación, también tuve la ocasión de reunirme, en Lituania, Letonia y Estonia, con los hombres de la cultura y la ciencia, cuyo papel es ciertamente insustituible, especialmente en el actual momento histórico. En efecto, en esos países, que acaban de salir del túnel de la opresión totalitaria se advierte la exigencia de una nueva Alianza y de un diálogo renovado entre la Iglesia y el variado mundo de la cultura. Eso vale sobre todo para lo que atañe a los problemas económicos y sociales, para cuya solución la Iglesia pone a disposición el rico patrimonio de su doctrina social. También es muy significativo con respecto a la exigencia de identidad lingüística y cultural, que hoy se siente mucho en esas poblaciones. Se trata de una exigencia legítima, ante la cual los creyentes son sensibles, pero que ha de ir unida siempre a una apertura cordial a los compromisos de la solidaridad y el respeto a las minorías.
De este modo, la fe y la cultura coinciden en el servicio al hombre, al que la Iglesia no anuncia una ideología abstracta sino la persona viva de Cristo, redentor del hombre.
6. La mayor parte de la población lituana pertenece a la Iglesia católica (73,4%) la comunidad católica letona es minoritaria (25% de la población); y, en Estonia, los católicos son una minoría muy pequeña (0,3%). Se trata de comunidades que salen de un período de persecución y dura opresión, y deben recupera las pérdidas sufridas en el pasado. Por tanto, les espera la gran tarea de la "nueva evangelización".
Deben tomar conciencia de que sanguis martyrum est semen christianorum. A todo el pueblo de Dios, a los sacerdotes y a las familias religiosas, tanto masculinas como femeninas, les deseo la gracia de un servicio fructuoso al Evangelio. A mis hermanos en el episcopado les deseo el amor pastoral que apremia a comprometerse en favor de la grey: «Caritas Christi urget nos» (2Co 5,14).
Recordamos con veneración a quienes dieron su vida por Cristo y por la Iglesia. Su esperanza «está llena de inmortalidad» (Sg 3,4). Ya hoy podemos dar gracias a Dios por la Iglesia que ha sobrevivido y, durante el período de opresión, no dejó nunca de ser un apoyo para los hombres y para la sociedad.
También deseo dirigir estas palabras a los obispos y sacerdotes de los países vecinos, que viajaron para participar en la peregrinación papal. Si Dios me permite visitar un día también sus comunidades, agradeceremos juntos «las maravillas que ha hecho» (cf. Lc Lc 1,49).
«Mira que estoy en la puerta y llamo» (Ap 3,20). Es el Redentor del hombre, el Señor de la historia, el que llama de nuevo a la puerta. Que el hombre le abra la puerta. Él tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
* * * * * *
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Saludo ahora muy cordialmente a los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a los Misioneros de Cristo Mediador y Hermanas Benedictinas de la Divina Providencia. Igualmente a la numerosa peregrinación mexicana promovida por la entidad «House of Fuller»; y de la Arquidiócesis de Puebla de los Ángeles.
65 A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la Bendición Apostólica.
(Lectura:
capítulo 23 del evangelio de san Mateo, versículos 8-12) Mt 23,8-12
1. La comunidad sacerdotal, de la que hemos hablado varias veces en las anteriores catequesis, no se encuentra aislada de la comunidad eclesial; al contrario, pertenece a su ser más íntimo, es su corazón, en una constante intercomunicación con los demás miembros del cuerpo de Cristo. Los presbíteros, en calidad de pastores, están al servicio de esta comunión vital, en virtud del orden sacramental y del mandato que la Iglesia les da.
En el concilio Vaticano II, la Iglesia trató de avivar en los presbíteros esa conciencia de pertenencia y participación, para que cada uno tenga presente que, aun siendo pastor, no deja de ser un cristiano que debe cumplir todas las exigencias de su bautismo y vivir como hermano de todos los demás bautizados, al servicio "de un solo y mismo cuerpo de Cristo, cuya edificación ha sido encomendada a todos" (Presbyterorum ordinis PO 9). Es significativo que, sobre la base de la eclesiología del cuerpo de Cristo, el Concilio subraye el carácter fraterno de las relaciones del sacerdote con los demás fieles, como ya había afirmado el carácter fraterno de las relaciones del obispo con los presbíteros. En la comunidad cristiana las relaciones son esencialmente fraternas, como pidió Jesús en su mandato, recordado con tanta insistencia por el apóstol san Juan en su evangelio y en sus cartas (cf. Jn 13,14 Jn 15,12 Jn 15,17 1Jn 4,11 1Jn 4,21). Jesús mismo dice a sus discípulos: "Vosotros sois todos hermanos" (Mt 23,8).
2. De acuerdo con la enseñanza de Jesús, presidir la comunidad no significa dominarla, sino estar a su servicio. Al mismo nos dio ejemplo de pastor que apacienta y está al servicio de su grey, y proclamó que no vino a ser servido sino a servir (cf. Mc 10,45 Mt 20,28). A la luz de Jesús, buen pastor y único Señor y Maestro (cf. Mt 23,8), el presbítero comprende que no puede busca r su propio honor o su propio interés, sino sólo lo que quiso Jesucristo, poniéndose
(Lectura:
capítulo 4 de la carta de san Pablo a los Efesios, versículos 7.11-13)
66 «Non vos me elegistis sed ego elegi vos». No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros (Jn 15,16).
Con estas palabras quisiera comenzar esta catequesis, que se encuentra dentro de un gran ciclo de catequesis sobre la Iglesia. En este gran ciclo se coloca la catequesis sobre la vocación al sacerdocio. Las palabras que Jesús dijo a los Apóstoles son emblemáticas y no sólo se refieren a los Doce sino también a todas las generaciones de personas que Jesús ha llamado a lo largo de los siglos. Se refieren, en sentido personal, a algunos. Estamos hablando de la vocación sacerdotal, pero, al mismo tiempo, pensamos también en las vocaciones a la vida consagrada, tanto masculina como femenina.
Las vocaciones son una cuestión fundamental para la Iglesia, para la fe, para el porvenir de la fe en este mundo. Toda vocación es un don de Dios, según las palabras de Jesús: Yo os he elegido. Se trata de una elección de Jesús, que afecta siempre a una persona; y esta persona vive en un ambiente determinado: familia, sociedad, civilización, Iglesia.
La vocación es un don, pero también es la respuesta a ese don. Esa respuesta de cada uno de nosotros, de los que hemos sido llamados por Dios, predestinados depende de muchas circunstancias; depende de la madurez interior de la persona; depende de su colaboración con la gracia de Dios.
Saber colaborar, saber escuchar, saber seguir. Conocemos muy bien lo que dijo Jesús en el evangelio a un joven: «Sígueme». Saber seguir. Cuando se sigue, la vocación es madura, la vocación se realiza, se actualiza. Y eso contribuye al bien de la persona y de la comunidad.
La comunidad, por su parte, también debe saber responder a estas vocaciones que nacen en sus diversos ambientes. Nacen en la familia, que debe saber colaborar con la vocación. Nacen en la parroquia, que también debe saber colaborar con la vocación. Son los ambientes de la vida humana, de la existencia: ambientes existenciales.
La vocación, la respuesta a la vocación depende en un grado muy elevado del testimonio de toda la comunidad, de la familia, de la parroquia. Las personas colaboran al crecimiento de las vocaciones. Sobre todo los sacerdotes atraen con su ejemplo a los jóvenes y facilitan la respuesta a esa invitación de Jesús: «Sígueme». Los que han recibido la vocación deben saber dar ejemplo de cómo se debe seguir.
En la parroquia se ve cada vez más claro que al crecimiento de las vocaciones, a la labor vocacional, contribuyen de manera especial los movimientos y las asociaciones. Uno de los movimientos, o más bien de las asociaciones, que es típico de la parroquia, es el de los acólitos, de los que ayudan en las ceremonias.
Eso sirve mucho a las futuras vocaciones. Así ha sucedido en el pasado. Muchos sacerdotes fueron antes acólitos. También hoy ayuda, pero es preciso buscar diversos caminos, podríamos decir, diversas metodologías: cómo colaborar con la llamada divina, con la elección divina; cómo cumplir, cómo contribuir a que se cumplan las palabras de Jesús: «La mies es mucha, y los obreros, pocos» (Lc 10,2).
Se trata de una gran verdad: la mies es siempre mucha; y los obreros son siempre pocos, de manera especial en algunos países.
Pero Jesús dice: rogad por esto al Dueño de la mies. A todos, sin excepción, nos corresponde especialmente el dolor de la oración por las vocaciones.
67 Si nos sentimos involucrados en la obra redentora de Cristo y de la Iglesia, debemos orar por las vocaciones. La mies es mucha.
¡Alabado sea Jesucristo!
* * * * * *
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a las Misioneras Claretianas, a quienes aliento a un renovado empeño en las tareas de la nueva evangelización. Asimismo, saludo a los grupos de peregrinos peruanos, mexicano y cubanos.
A todas las personas, familias y grupos provenientes de los distintos países de América Latina y de España imparto con gran afecto la bendición apostólica.
(Lectura:
68 capítulo 22 del evangelio de san Lucas, versículos 24-27) Lc 22,24-27
1. Además de los presbíteros, hay en la Iglesia otra clase de ministros con oficios y carismas específicos, como recuerda el concilio de Trento cuando trata del sacramento del orden: "En la Iglesia católica existe una jerarquía, instituida por ordenación divina, que consta de obispos presbíteros y ministros" (DS 1776). Ya en los libros del Nuevo Testamento se atestigua la presencia de ministros, los diaconi, que van constituyendo poco a poco una clase distinta de los presbiteri y de los episcopi. Basta recordar aquí que Pablo dirige su saludo a los episcopi y a los diaconi de Filipos (cf. Flp Ph 1,1). La primera carta a Timoteo enumera las cualidades que deben poseer los diáconos, y recomienda probarlos antes de encomendarles sus funciones: deben tener una conducta digna y honrada, ser fieles en el matrimonio, educar bien a sus hijos, dirigir bien su casa y guardar "el misterio de la fe con una conciencia pura" (cf. 1Tm 3,8-13).
En los Hechos de los Apóstoles (Ac 6,1-6) se habla de siete ministros para el servicio de las mesas. Aunque de este texto no se deduce claramente que se tratara de una ordenación sacramental de los diáconos, una larga tradición ha interpretado ese episodio como el primer testimonio de la institución del diaconado. A finales del siglo I o a comienzos del II, el lugar del diácono ya está bien establecido, por lo menos en algunas Iglesias, como un grado de la jerarquía ministerial.
2. Es importante, especialmente, el testimonio de san Ignacio de Antioquía, para quien la comunidad cristiana vive bajo la autoridad de un obispo, rodeado de presbíteros y diáconos: "Hay una sola Eucaristía, una sola carne del Señor, un solo cáliz, un solo altar, como hay también un solo obispo con el colegio de los presbíteros y los diáconos, compañeros de servicio" (Ad Philad., 4, 1). En las cartas de Ignacio se cita siempre a los diáconos como grado inferior en la jerarquía ministerial: se elogia al diácono por el hecho "de estar sometido al obispo como a la gracia de Dios, y al presbítero como a la ley de Jesucristo" (Ad Magnes., 2). Sin embargo, Ignacio subraya la grandeza del ministerio del diácono, porque es "el ministerio de Jesucristo, que estaba junto al Padre antes de los siglos y se ha revelado al fin de los tiempos" (Ad Magnes., 6, 1). Como "ministros de los misterios de Jesucristo", es necesario que los diáconos "en cualquier caso, sean del agrado de todos" (Ad Trall., 2, 3). Cuando Ignacio recomienda a los cristianos la obediencia al obispo y a los sacerdotes, agrega: "Respetad a los diáconos como un mandamiento de Dios" (Ad Smyrn., 8, 1).
Hallamos otros testimonios en san Policarpo de Esmirna (Ad Phil., 5, 2), san Justino (Apol., I, 65, 5; 67, 5), Tertuliano (De Bapt., 17, 1), san Cipriano (Epist. 15 y 16) y también en san Agustín (De cat. rud., I, c. 1, 1).
3. Durante los primeros siglos el diácono desempeñaba funciones litúrgicas. En la celebración eucarística leía o cantaba la epístola y el evangelio; entregaba al celebrante la ofrenda de los fieles; distribuía la comunión y la llevaba a los ausentes; velaba por el orden de las ceremonias y, al final, despedía a la asamblea. Además preparaba a los catecúmenos para el bautismo y los instruía, y asistía al sacerdote en la administración de este sacramento. En ciertas circunstancias, él mismo bautizaba y predicaba. Participaba, asimismo, en la administración de los bienes eclesiásticos; se ocupaba del servicio a los pobres, a las viudas y a los huérfanos, y de la asistencia a los prisioneros.
En los testimonios de la Tradición puede apreciarse la distinción entre las funciones del diácono y las del sacerdote. Por ejemplo, san Hipólito (siglo II-III) afirma que el diácono recibe la ordenación "no para el sacerdocio, sino para el servicio al obispo, para hacer lo que él ordene" (SCh, 11, p. 39. Cf. Constitutiones Aegypt. , III, III, 2: ed. Funk, Didascalia, p. 103); Statuta Ecclesiae Ant., 37-41: Mansi 3, 954). De hecho, según el pensamiento y la práctica de la Iglesia, el diaconado pertenece al sacramento del orden, pero no forma parte del sacerdocio y no implica funciones propiamente sacerdotales.
4. En Occidente, como es sabido, con el pasar del tiempo el presbiterado fue cobrando una importancia casi exclusiva con respecto al diaconado, que de hecho se redujo a un grado en el camino al sacerdocio. Éste no es el lugar para repasar su camino histórico y explicar las razones de esos cambios. Pero, basándose en la antigua doctrina, hay que subrayar que en nuestro siglo, en el ámbito teológico y pastoral, se ha tomado cada vez mayor conciencia de la importancia del diaconado para la Iglesia y, por tanto, de la conveniencia de restablecerlo como orden y estado de vida permanente. También el Papa Pío XII se refirió a ello en la alocución que dirigió al segundo congreso mundial del apostolado de los laicos (5 de octubre de 1957): a pesar de haber afirmado que la idea de volver a introducir el diaconado como función distinta del sacerdocio no estaba aún madura en ese momento, dijo que podía llegar a madurar y que, en todo caso, el diaconado se colocaría en el marco del ministerio Jerárquico fijado por la tradición más antigua (cf. Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santita Pio XII, vol. XIX, p. 458).
La maduración tuvo lugar con el concilio ecuménico Vaticano II, que analizó las propuestas de los años anteriores y decidió su restablecimiento (cf. Lumen gentium LG 29).
El Papa Pablo VI lo realizó, regulando canónica y litúrgicamente todo lo concerniente a ese orden (cf. Sacram diaconatus ordinem: 18 de junio de 1967; Pontificalis Romani recognitio: 17 de junio de 1968; Ad pascendum: 15 de agosto de 1972).
5. En dos razones se fundaban principalmente las propuestas de los teólogos y las decisiones conciliares y papales. Ante todo, la conveniencia de que ciertos servicios de caridad, llevados a cabo de manera permanente por laicos conscientes de dedicarse a la misión evangélica de la Iglesia, se concretaran en una forma reconocida en virtud de una consagración oficial. En segundo lugar, la necesidad de suplir la escasez de presbíteros, además de aliviarlos de muchas tareas que no estaban relacionadas directamente con su ministerio pastoral. También había quien veía en el diaconado permanente una especie de puente entre pastores y fieles.
69 Es evidente que, a través de esas motivaciones ligadas a las circunstancias históricas y a las perspectivas pastorales, actuaba misteriosamente el Espíritu Santo, protagonista de la vida de la Iglesia, llevando a una nueva realización del cuadro completo de la jerarquía, compuesta tradicionalmente por obispos, sacerdotes y diáconos. De esta manera se promovía una revitalización de las comunidades cristianas, que se asemejaban más a las que habían salido de las manos de los Apóstoles y que habían florecido durante los primeros siglos, siempre bajo el impulso del Paráclito, como testimonien los Hechos.
6. A la hora de decidir el restablecimiento del diaconado permanente influyó notablemente la necesidad de una presencia mayor y más directa de ministros de la Iglesia en los diversos ambientes: familia, trabajo, escuela, etc., además de en las estructuras pastorales constituidas. Esto explica, entre otras cosas, por qué el Concilio, sin renunciar totalmente al ideal del celibato también para los diáconos, admitió que ese orden sagrado pudiera conferirse a "varones de edad madura, incluso casados". Era una línea prudente y realista, elegida por motivos que puede intuir con facilidad cualquier persona que tenga experiencia de la condición de las diferentes edades y de la situación concreta de las diversas personas según el grado de madurez alcanzado. Por esta misma razón, a fin de aplicar las disposiciones del Concilio, se estableció que para conferir el diaconado a hombres casados debían cumplirse ciertas condiciones: edad no inferior a 35 años, consentimiento de la esposa, buena conducta, buena reputación y adecuada preparación doctrinal y pastoral adquirida en institutos o bajo la dirección de sacerdotes elegidos especialmente para este fin (cf. Pablo VI, Sacrum diaconatus ordinem, 11-15: Ench. Vat., II, 1381-1385).
7. Hay que notar sin embargo, que el Concilio ha conservado el ideal de un diaconado accesible a los jóvenes que quieran entregarse totalmente al Señor, incluso mediante el compromiso del celibato. Se trata de un camino de perfección evangélica, que pueden comprender, elegir y amar hombres generosos y deseosos de servir al reino de Dios en el mundo sin llegar al sacerdocio, al que no se sienten llamados, pero a través de una consagración que garantice e institucionalice su peculiar servicio a la Iglesia mediante el otorgamiento de la gracia sacramental. Hoy hay muchos de estos jóvenes. Para ellos se han dado algunas disposiciones, como las que exigen para la ordenación al diaconado una edad no inferior a 25 años y un período de formación, que dure al menos tres años, en un instituto especial, "donde se les ponga a prueba, se les eduque para vivir una vida verdaderamente evangélica y se les prepare para desempeñar con provecho sus funciones específicas" (cf. ib., 59: Ench. Vat., II, 1375-1379). Esas disposiciones reflejan la importancia que la Iglesia atribuye al diaconado, así como su deseo de que esta ordenación se realice después de haberlo sopesado todo y sobre bases seguras. Pero se trata, además, de manifestaciones del ideal antiguo y siempre nuevo de consagración de sí mismos al reino de Dios que la Iglesia toma del Evangelio y eleva como un estandarte, especialmente ante los jóvenes, también en nuestra época.
* * * *
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas,
Me es grato saludar a todos los peregrinos de lengua española.
En particular, al grupo de los Hermanos Maristas, a las Comunidades neocatecumenales de Santo Domingo, a las parroquias de Costa Rica y México, así como a los profesores de la Universidad Tecnológica de Córdoba (Argentina); de España, a los miembros de la Asociación para el Estudio de la Doctrina Social de la Iglesia y a los peregrinos de Pontevedra. A todos os aliento a hacer de vuestra vida un servicio a los hermanos y a dar testimonio de la fe en medio de la sociedad.
(Lectura:
70 primera carta del Apóstol san Pablo a Timoteo,
capítulo 3, versículos 8-10 y 12-13) 1Tm 3,8-10 1Tm 3,12-13
1. El concilio Vaticano II especifica el puesto que, siguiendo la tradición más antigua, ocupan los diáconos en la jerarquía ministerial de la Iglesia: «En el grado inferior de la Jerarquía están los diáconos, que reciben la imposición de las manos "no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio". Así confortados con la gracia sacramental, en comunión con el obispo y su presbiterio, sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la Palabra y de la caridad» (Lumen gentium LG 29). La fórmula «no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio» está tomada de un texto de la Traditio apostólica de Hipólito, pero el Concilio la coloca en un horizonte más amplio. En ese texto antiguo, el ministerio se explica como servicio al obispo; el Concilio pone el énfasis en el servicio al pueblo de Dios. En efecto, este significado fundamental del servicio diaconal había sido ya afirmado mucho antes por san Ignacio de Antioquía, que llamaba a los diáconos ministros de la Iglesia de Dios, advirtiendo que por ese motivo estaban obligados a ser del agrado de todos (cf. Ad Tral., 2, 3). A lo largo de los siglos, el diácono no sólo fue considerado auxiliar del obispo, sino también una persona que estaba asimismo al servicio de la comunidad cristiana.
2. Para ser admitidos al desempeño de sus funciones, los diáconos, antes de la ordenación, reciben los ministerios de lector y acólito. El hecho de conferirles esos dos ministerios manifiesta una doble orientación esencial en las funciones diaconales, como explica la carta apostólica Ad pascendum de Pablo VI (1972): «En concreto, conviene que los ministerios de lector y de acólito sean confiados a aquellos que, como candidatos al orden del diaconado o del presbiterado, desean consagrarse de manera especial a Dios y a la Iglesia. En efecto, la Iglesia precisamente porque nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo, considera muy oportuno que los candidatos a las órdenes sagradas, tanto con el estudio como con el ejercicio gradual del ministerio de la Palabra y del altar, conozcan y mediten, a través de un intimo y constante contacto, este doble aspecto de la función sacerdotal» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de septiembre de 1972, p. 11). Esta orientación no sólo vale para la función sacerdotal, sino también para la diaconal.
3. Es preciso recordar que, antes del concilio Vaticano II, el lectorado y el acolitado se consideraban órdenes menores. Ya en el año 252, el Papa Cornelio, en una carta a un obispo, indicaba siete grados en la Iglesia de Roma (cf. Eusebio, Hist. Eccl., VI, 43: PG 20,622): sacerdotes, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores y ostiarios. En la tradición de la Iglesia latina se admitían tres órdenes mayores: sacerdocio, diaconado y subdiaconado; y cuatro órdenes menores: acolitado, exorcistado, lectorado y ostiariado. Era un ordenamiento de la estructura eclesiástica debido a las necesidades de las comunidades cristianas en los siglos y establecido por la autoridad de la Iglesia.
Con el restablecimiento del diaconado permanente, esta estructura cambió y, por lo que atañe al ámbito sacramental, se volvió a las tres órdenes de institución divina: diaconado, presbiterado y episcopado. En efecto Pablo VI, en su carta apostólica sobre los ministerios en la Iglesia latina (1972), además de la tonsura, que marcaba el ingreso en el estado clerical, suprimió el subdiaconado, cuyas funciones se confiaron al lector y al acólito. Mantuvo el lectorado y el acolitado, pero ya no considerados órdenes, sino ministerios, y conferidos no por ordenación sino por institución. Los candidatos al diaconado y al presbiterado deben recibir estos ministerios, pero también son accesibles a los laicos que quieran asumir en la Iglesia los compromisos que les corresponden: el lectorado, como oficio de leer la palabra de Dios en la asamblea litúrgica, excepto el evangelio, y de asumir algunas funciones, como dirigir el canto o instruir a los fieles; y el acolitado, instituido para ayudar al diácono y prestar su servicio al sacerdote (cf. Ministeria quaedam, V, VI: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de septiembre de 1972, p. 9).
4. El concilio Vaticano II enumera las funciones litúrgicas y pastorales del diácono: «administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura» (Lumen gentium LG 29).
El Papa Pablo VI, en la Sacrum diaconatus ordinem (n. 22, 10: cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de julio de 1967, p. 6), dispuso también que el diácono puede «guiar legítimamente, en nombre del párroco o del obispo, las comunidades cristianas lejanas». Es una función misionera que han de desempeñar en los territorios, en los ambientes, en los estratos sociales, en los grupos, donde falte el presbítero o no se le pueda encontrar fácilmente. De manera especial en los lugares donde ningún sacerdote pueda celebrar la eucaristía, el diácono reúne y dirige la comunidad en una celebración de la Palabra, en la que se distribuyen las sagradas especies, debidamente conservadas. Es una función de suplencia, que el diácono desempeña por mandato eclesial cuando se trata de salir al paso de la escasez de sacerdotes. Pero esta suplencia, que no puede nunca convertirse en una completa sustitución, recuerda a las comunidades privadas de sacerdote la urgencia de orar por las vocaciones sacerdotales y de esforzarse por favorecerlas como un bien común para la Iglesia y para sí mismas. También el diácono debe promover esta oración.
5. También según el Concilio, las funciones atribuidas al diácono no pueden menguar el papel de los laicos llamados y dispuestos a colaborar con la jerarquía en el apostolado. Más aún, entre las tareas del diácono está la de promover y sostener las actividades apostólicas de los laicos. En cuanto presente e insertado más que el sacerdote en los ambientes y en las estructuras seculares, se debe sentir impulsado a favorecer el acercamiento entre el ministerio ordenado y las actividades de los laicos, en el servicio común al reino de Dios.
Otra función de los diáconos es la de la caridad, que implica también un oportuno servicio en la administración de los bienes y en las obras de caridad de la Iglesia. Los diáconos, en este campo, tienen la función de «llevar a cabo con diligencia, en nombre de la jerarquía, obras de caridad y de administración, así como de ayuda social» (Pablo VI, Sacrum dinconatus ordinem, 22, 10: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de julio de 1967, p. 6).
A este respecto, el Concilio les dirige una recomendación que deriva de la más antigua tradición de las comunidades cristianas: Dedicados a los oficios de la caridad y de la administración, recuerden los diáconos el aviso del bienaventurado Policarpo: "Misericordiosos, diligentes, procediendo conforme a la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos" (Lumen gentium LG 29 cf. Ad Phil. LG 5, 2, ).
71 6. Siempre según el Concilio, el diaconado resulta especialmente útil en las Iglesias jóvenes. Por ello, el decreto Ad gentes establece: «Restáurese el orden del diaconado como estado permanente de vida, según la norma de la constitución sobre la Iglesia, donde lo crean oportuno las Conferencias episcopales. Pues es justo que aquellos hombres que desempeñan un ministerio verdaderamente diaconal, o que como catequistas predican la palabra divina, o que dirigen, en nombre del párroco o del obispo, comunidades cristianas distantes, o que practican la caridad en obras sociales o caritativas, sean fortificados por la imposición de las manos transmitida desde los Apóstoles y unidos más estrechamente al servicio del altar para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la gracia sacramental del diaconado» (Ad gentes AGD 16).
Es sabido que, donde la acción misionera ha hecho surgir nuevas comunidades cristianas, los catequistas desempeñan a menudo un papel esencial. En muchos lugares son ellos quienes animan a la comunidad, la instruyen y la hacen orar. La orden del diaconado puede confirmarlos en la misión que ejercitan, mediante una consagración más oficial y un mandato más expresamente conferido por la autoridad de la Iglesia con la concesión de un sacramento, en el que, además de la participación en la fuente de todo apostolado, que es la gracia de Cristo Redentor, derramada en la Iglesia por el Espíritu Santo, se recibe un carácter indeleble que configura de modo especial al cristiano con Cristo, "que se hizo "diácono", es decir, el servidor de todos" (Catecismo de la Iglesia católica CEC 1 CEC 570).
* * * * * * *
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Me es grato saludar cordialmente a todos los peregrinos de lengua española. En particular , a lo sacerdotes mexicanos de Guadalajara, que celebra sus Bodas de Plata; a la Asociación «Federación de Cristianos de Cataluña»; a los grupos de médicos, estudiantes y del «Zayas Club» de Madrid. A todos os exhorto a hacer de vuestra vida una ofrenda de servicio.
Audiencias 1993 62