Audiencias 1993 71

Miércoles 20 de octubre de 1993

Líneas fundamentales de la espiritualidad diaconal

(Lectura:
capítulo 10 del evangelio según san Marcos, versículos 42-45) Mc 10,42-45

1. Entre los temas de la catequesis sobre el diaconado, es especialmente importante y atractivo el que atañe al espíritu del diaconado, que afecta e implica a todos los que reciben este sacramento para ejercer sus funciones según una dimensión evangélica. Éste es el camino que lleva a la perfección cristiana a sus ministros y les permite prestar un servicio (diaconía)realmente eficaz en la Iglesia, «para edificación del cuerpo de Cristo» (Ep 4,12).

72 De aquí brota la espiritualidad diaconal, que tiene su fuente en la que el concilio Vaticano II llama «gracia sacramental del diaconado» (Ad gentes AGD 16). Además de ser una ayuda preciosa en el cumplimiento de las diversas funciones, esa gracia influye profundamente en el espíritu del diácono, comprometiéndolo a la entrega de toda su persona al servicio del reino de Dios en la Iglesia. Como indica el mismo término diaconado, lo que distingue el sentimiento más intimo y la voluntad de quien recibe el sacramento es el espíritu de servicio. Con el diaconado se tiende a realizar lo que Jesús declaró con respecto a su misión: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45 Mt 20,28).

Sin duda, Jesús dirigía esas palabras a los Doce, a quienes destinaba al sacerdocio, para darles a entender que, aunque estuvieran revestidos de la autoridad que les confería, debían comportarse, a imitación suya, como servidores. La recomendación vale, pues, para todos los ministros de Cristo; pero se aplica de manera especial a los diáconos, para quienes, en su ordenación, se pone énfasis expresamente en este servicio. Los diáconos, que no gozan de la autoridad pastoral de los sacerdotes, están destinados específicamente a manifestar, durante el cumplimiento de todas sus funciones, la intención de servir. Si su ministerio es coherente con este servicio, ponen más claramente de manifiesto ese rasgo distintivo del rostro de Cristo: el servicio. No sólo son servidores de Dios, sino también de sus hermanos

2. Es una enseñanza de vida espiritual de origen evangélico, transmitida ya en la primera tradición cristiana, como lo atestigua aquel antiguo texto que lleva el nombre de Didascalía de los Apóstoles (siglo III). En él se exhorta a los diáconos a inspirarse en el episodio evangélico del lavatorio de los pies: «Si el Señor hizo eso —dice el texto—, vosotros, los diáconos, no dudéis en hacerlo con los enfermos y los débiles, porque sois obreros de la verdad, revestidos del ejemplo de Cristo» (XVI, 36: ed. Connolly, 1904, p. 151). El diaconado compromete al seguimiento de Jesús, en esta actitud de humilde servicio que no se manifiesta sólo en las obras de caridad, sino que afecta y modela toda la manera de pensar y de actuar.

En esta perspectiva se comprende la condición que exige el documento Sacrum diaconatus ordinem para la admisión de jóvenes a la formación diaconal: «Serán admitidos al tirocinio (aprendizaje, noviciado) diaconal solamente aquellos jóvenes que hayan manifestado una propensión natural del espíritu al servicio y a la sagrada jerarquía y a la comunidad cristiana» (n. 8; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de julio de 1967, p. 6). La propensión natural no debe entenderse en el sentido de una simple espontaneidad de las disposiciones naturales, aunque también ésta sea un presupuesto que conviene tener en cuenta. Se trata de una propensión de la naturaleza animada por la gracia, con un espíritu de servicio que conforma el comportamiento humano al de Cristo. El sacramento del diaconado desarrolla esta propensión: hace que el sujeto participe más íntimamente del espíritu de servicio de Cristo, penetra su voluntad con una gracia especial, logrando que, en todo su comportamiento, esté animado por una propensión nueva al servicio de sus hermanos.

Se trata de un servicio que hay que prestar ante todo en forma de ayuda al obispo y al presbítero, tanto en el culto litúrgico como en el apostolado. Casi no es necesario observar aquí que quien estuviera dominado por una mentalidad de contestación o de oposición a la autoridad, no podría cumplir adecuadamente las funciones diaconales. El diaconado sólo puede conferirse a quienes creen en el valor de la misión pastoral del obispo y del presbítero, y en la asistencia del Espíritu Santo que los guía en su actividad y en sus decisiones. En particular, es preciso repetir que el diácono debe «profesar al obispo reverencia y obediencia» (ib., n. 30).

Pero el servicio del diácono se dirige, también, a la propia comunidad cristiana y a toda la Iglesia, hacia la que no puede menos de alimentar una profunda adhesión, por su misión y su institución divina.

3. El concilio Vaticano II habla también de los deberes y las obligaciones que los diáconos asumen en virtud de su participación en la misión y en la gracia del supremo sacerdocio: "sirviendo a los misterios de Cristo y de la Iglesia, deben conservarse inmunes de todo vicio, agradar a Dios y hacer acopio de todo bien ante los hombres (cf. 1Tm 3,8-10 1Tm 3,12-13)" (Lumen gentium LG 41). Así pues, han de dar testimonio, no sólo con su servicio y su apostolado, sino también con toda su vida.

El Papa Pablo VI, en el citado documento Sacrum diaconatus ordinem, atrae la atención hacia esta responsabilidad y hacia las obligaciones que implica: «Los diáconos, como todos aquellos que están dedicados a los misterios de Cristo y de la Iglesia, deben abstenerse de toda mala costumbre y procurar ser siempre agradables a Dios, prontos a toda obra buena para la salvación de los hombres. Por el hecho, pues, de haber recibido el orden, deben superar en gran medida a todos los otros en la práctica de la vida litúrgica, en el amor a la oración, en el servicio divino, y en el ejercicio de la obediencia, de la caridad y de la castidad» (n. 25; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de julio de 1967, p. 6).

En particular, por lo que se refiere a la castidad, los jóvenes que son ordenados diáconos se comprometen a conservar el celibato y a llevar una vida de más íntima unión con Cristo. En este campo, incluso los de mayor edad, «recibida la ordenación, [...] están inhabilitados para contraer matrimonio, en virtud de la disciplina eclesiástica tradicional» (ib. n. 16).

4. Para cumplir esas obligaciones y, aún más profundamente, para responder a las exigencias del espíritu del diaconado con la ayuda de la gracia sacramental, se requiere una práctica de los ejercicios de vida espiritual, que la carta apostólica de Pablo VI enuncia así: 1) Dedíquense asiduamente a la lectura y a la íntima meditación de la palabra de Dios; 2) participen a menudo en la misa, si fuese posible incluso diariamente; restauren sus fuerzas espirituales con el sacramento de la santísima Eucaristía y visítenlo con devoción; 3) purifiquen frecuentemente su alma con el sacramento de la penitencia y, con el fin de recibirlo más dignamente, examinen cada día su conciencia; 4) con intensos ejercicios de piedad filial veneren y amen a la Virgen María, Madre de Dios (cf. ib., n. 26).

Añade, además, el Papa Pablo VI: «Es cosa sumamente conveniente que los diáconos constituidos establemente en su orden, reciten cada día una parte al menos del Oficio divino, según lo que establezca la Conferencia episcopal» (ib., n. 27). A las mismas Conferencias episcopales compete establecer normas más particulares para la vida de los diáconos, según las condiciones de los lugares y los tiempos.

73 Por último, quien recibe el diaconado tiene obligación de buscar una formación doctrinal permanente, que perfeccione y actualice cada vez más la que se requiere para la ordenación: «Los diáconos no deben interrumpir sus estudios, particularmente los sagrados; deben leer asiduamente los libros de la sagrada Escritura, y dedicarse al estudio de las disciplinas eclesiásticas, de modo que puedan exponer rectamente a los demás la doctrina y capacitarse cada vez más para instruir y fortalecer el espíritu de los fieles. A tal fin, se debe invitar a los diáconos a tomar parte en las reuniones periódicas en que se estudian y se tratan los problemas relativos a su vida y al sagrado ministerio» (ib., n. 29).

5. La catequesis sobre el diaconado, que quise desarrollar para trazar el marco completo de la jerarquía eclesiástica, pone, pues, de relieve lo que en esta orden, como en las del presbiterado y del episcopado, es de suma importancia: una especifica participación espiritual en el sacerdocio de Cristo y el compromiso de llevar una vida conforme a la suya, bajo la acción del Espíritu Santo. No puedo concluir sin recordar que también los diáconos, comprometidos al igual que los presbíteros y los obispos en el camino del servicio a ejemplo de Cristo, están asociados más especialmente al Sacrificio redentor, según la máxima formulada por Jesús al hablar a los Doce del Hijo del hombre, que vino "a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (
Mc 10,45). Los diáconos están, pues, llamados a participar en el misterio de la cruz, a compartir el sufrimiento de la Iglesia, y a sufrir por la hostilidad que existe contra ella, en unión con Cristo redentor. Este aspecto doloroso del servicio diaconal es lo que lo hace más fecundo.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora dar mi más cordial bienvenida a esta Audiencia a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a los grupos procedentes de Argentina, así como de los diversos países de América Latina y de España.

A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.





Miércoles 27 de octubre de 1993

La identidad eclesial de los laicos

(Lectura:
carta a los Efesios, capítulo 4, versículos 15-16) Ep 4,15-16

74 1. A lo largo de las catequesis eclesiológicas después de haber reflexionado sobre la Iglesia como pueblo de Dios, como comunidad sacerdotal y sacramental, nos hemos detenido en varios oficios y ministerios. Así, hemos pasado de los Apóstoles, elegidos y mandados por Cristo, a los obispos, sus sucesores, a los presbíteros, colaboradores de los obispos, y a los diáconos. Es lógico que nos ocupemos ahora de la condición y del papel de los laicos, que constituyen la gran mayoría del populus Dei. Trataremos este tema siguiendo la línea del concilio Vaticano II, pero también recogiendo las directrices y las orientaciones de la exhortación apostólica Christifideles laici, publicada el 30 de diciembre de 1988, como fruto del Sínodo de los obispos de 1987.

2. Es bien conocido que la palabra laico proviene del término griego laikós, que a su vez deriva de laos: pueblo. Laico, por consiguiente, significa uno del pueblo. Bajo este aspecto es una palabra hermosa. Por desgracia, tras una larga evolución histórica, en el lenguaje profano, sobre todo político, laico ha llegado a significar oposición a la religión y, en particular, a la Iglesia, de suerte que expresa una actitud de separación rechazo o, al menos, indiferencia declarada. Esa evolución constituye, ciertamente, un hecho lamentable.

En el lenguaje cristiano, por el contrario, la palabra laico se aplica a quien pertenece al pueblo de Dios y, de manera especial a quien, por no tener funciones y ministerios vinculados al sacramento del orden, no forma parte del clero, según la distinción tradicionalmente establecida entre clérigos y laicos (cf. Código de derecho canónico
CIC 207, § 1). Los clérigos son los ministros sagrados, o sea: el Papa, los obispos, los presbíteros y los diáconos; laicos son, por tanto, los demás christifideles que, junto con los pastores y ministros, constituyen el pueblo de Dios.

Al hacer esta distinción, el Código de derecho canónico añade que tanto entre los clérigos como entre los laicos hay fieles consagrados a Dios de modo especial por la profesión, reconocida canónicamente, de los consejos evangélicos (can. CIC 207, §2). Según la distinción que acabamos de recordar, cierto número de religiosos o consagrados, que emiten los votos pero no reciben las órdenes sagradas, bajo este aspecto deben ser considerados como laicos. Con todo, por su estado de consagración, ocupan un lugar especial en la Iglesia, de modo que se distinguen de los demás laicos. Por su parte, el Concilio prefirió tratar de ellos aparte, y consideró como laicos a quienes no eran ni clérigos ni religiosos (cf. Lumen gentium LG 31). Esta ulterior distinción, que no encierra complicaciones o confusiones, es útil para simplificar y facilitar el razonamiento sobre los diversos grupos y clases que existen dentro del organismo de la Iglesia.

Aquí adoptaremos esa triple distinción, y hablaremos de los laicos como de miembros del pueblo de Dios que no pertenecen al clero ni están consagrados en el estado religioso o en la profesión de los consejos evangélicos (cf. Christifideles laici CL 9, y Catecismo de la Iglesia católica CEC 897, que recogen la concepción del Concilio). Después de haber hablado del estado y de la misión de esta gran mayoría de miembros del pueblo de Dios, podremos hablar sucesivamente del estado y de la misión de los christifideles religiosos o consagrados.

3. Aún advirtiendo que los laicos no son toda la Iglesia, el Concilio quiere reconocer plenamente su dignidad: si, bajo el aspecto ministerial y jerárquico, las órdenes sagradas colocan a los fieles que las reciben en una condición de particular autoridad en función de la misión que se les asigna, los laicos tienen en plenitud la cualidad de miembros de la Iglesia, lo mismo que los ministros sagrados o los religiosos. En efecto, según el Concilio, han sido incorporados a Cristo por el bautismo y han recibido el sello indeleble de su pertenencia a Cristo en virtud del carácter bautismal. Forman parte del Cuerpo místico de Cristo.

Por otro lado, la consagración inicial, realizada por el bautismo, los compromete en la misión de todo el pueblo de Dios: a su modo son partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo. Por tanto, lo que hemos dicho en las catequesis sobre la Iglesia como comunidad sacerdotal y comunidad profética se puede aplicar también a los laicos que, junto con los miembros de la Iglesia a los que se han confiado funciones y ministerios jerárquicos, están llamados a desarrollar sus potencialidades bautismales en comunión con Cristo, única cabeza del Cuerpo místico.

4. El reconocimiento de los laicos como miembros de la Iglesia con pleno derecho, excluye la identificación de ésta con la sola Jerarquía. Pecaría de reduccionismo; más aún, sería un error antievangélico y antiteológico concebir la Iglesia exclusivamente como un cuerpo jerárquico: ¡una Iglesia sin pueblo! Ciertamente, según el Evangelio y la tradición cristiana, la Iglesia es una comunidad en la que existe una Jerarquía, pero precisamente porque existe un pueblo de laicos al que debe servir y guiar por los caminos del Señor. Es de desear que tanto los clérigos como los laicos, en vez de contemplar la Iglesia desde fuera, como si fuera una organización que se les impone, sin ser su cuerpo, su alma, tomen cada vez más conciencia de esa verdad. Clérigos y laicos, Jerarquía y fieles no ordenados forman un solo pueblo de Dios una sola Iglesia, una sola comunión de seguidores de Cristo, de suerte que la Iglesia es de todos y de cada uno, y todos somos responsables de su vida y de su desarrollo. Más aún, se han hecho famosas las palabras del Papa Pío XII, que en un discurso del año 1946 dirigido a los nuevos cardenales, afirmaba: los laicos «deben tomar cada vez mayor conciencia de que, además de pertenecer a la Iglesia, son también la Iglesia» (AAS 38 [1946], p. 149; citado en Christifideles laici, 9 y Catecismo de la Iglesia católica CEC 899). Declaración memorable, que marcó un hito en la psicología y en la sociología pastoral, a la luz de la mejor teología.

5. El concilio Vaticano II afirmó también esa misma convicción, como conciencia de los pastores (cf. Lumen gentium LG 30).

Es preciso añadir que en los últimos decenios había madurado una conciencia más nítida y más rica de esta misión, con la contribución de los pastores y también de eximios teólogos y expertos de pastoral que antes y después de la intervención de Pío XII y el primer Congreso mundial para el apostolado de los laicos (1951), habían tratado de aclarar las cuestiones teológicas relativas al laicado en la Iglesia escribiendo casi un nuevo capítulo de la eclesiología. Asimismo, fueron de gran ayuda para ello los encuentros y congresos, en que hombres de estudio y expertos de acción y de organización discutían acerca de los resultados de sus reflexiones y los datos adquiridos en su trabajo pastoral y social, preparando así un material muy valioso para el magisterio del Papa y del Concilio. Sin embargo, todo se hallaba dentro de la línea de una tradición que se remontaba a los primeros tiempos del cristianismo y, en particular, a la exhortación de san Pablo, citada por el Concilio (cf. Lumen gentium LG 30), que pedía solidaridad a toda la comunidad y le recordaba la responsabilidad del trabajo para la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. Ep 4,15-16).

6. En realidad, tanto ayer como hoy, innumerables laicos han actuado y actúan en la Iglesia y en el mundo según las exhortaciones y las recomendaciones de los pastores. ¡Son realmente dignos de admiración! Algunos laicos desempeñan un papel vistoso pero mucho más numerosos son los que, sin llamar la atención, viven intensamente su vocación bautismal, derramando en la Iglesia los beneficios de su caridad. De su silencio florece un apostolado que el Espíritu hace eficaz y fecundo.
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Saludos

75 Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi cordial bienvenida a esta audiencia a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España.

En particular, al «Grupo Mariano Virgen de Guadalupe», de México. igualmente, a los integrantes de la «Asociación Pequeños Arroceros» del Perú y a las Comunidades Neocatecumenales de Valencia (España).

A todos bendigo de corazón.





Noviembre de 1993

Miércoles 3 de noviembre de 1993

El carácter secular propio de los laicos

(Lectura:
evangelio de san Juan, capítulo 3, versículos 16-17) Jn 3,16-17

1. Es sabido que el concilio Vaticano II, al distinguir, entre los miembros de la Iglesia a los laicos de los que pertenecen al clero o a los institutos religiosos, reconoce como nota distintiva del estado laical el carácter secular. «El carácter secular es propio y peculiar de los laicos», afirma (Lumen gentium LG 31), señalando así una condición de vida que especifica la vocación y la misión de los laicos, como el orden sagrado y el ministerio sacerdotal especifican el estado de los clérigos, y la profesión de los consejos evangélicos el de los religiosos, sobre la base de la consagración bautismal, común a todos.

2. Se trata de una vocación especial, que precisa la vocación cristiana común, por la que todos estamos llamados a obrar según las exigencias de nuestro ser, es decir, como miembros del Cuerpo místico de Cristo y, en él, hijos adoptivos de Dios. Siempre según el Concilio (ib.), los ministros ordenados están llamados a desempeñar las funciones sagradas con una especial concentración de su vida en Dios para procurar a los hombres los bienes espirituales, la verdad, la vida y el amor de Cristo. Los religiosos, a su vez, dan testimonio de la búsqueda de lo único necesario con la renuncia a los bienes temporales por el reino de Dios: son, por tanto, testigos del cielo. Los laicos, como tales, están llamados y destinados a honrar a Dios en el uso de las cosas temporales y en la cooperación al progreso temporal de la sociedad. En este sentido el Concilio habla del carácter secular del laicado en la Iglesia. Cuando aplica esta expresión a la vocación de los laicos, el Concilio valoriza el orden temporal y, podemos decir, el siglo; pero el modo como define luego esa vocación demuestra su trascendencia sobre las perspectivas del tiempo y sobre las cosas del mundo.

76 3. En efecto, según el texto conciliar, existe en el laico cristiano, en cuanto cristiano, una verdadera vocación que, en cuanto laico, tiene su característica específica; pero no deja de ser vocación al reino de Dios. El laico cristiano es una persona que vive, ciertamente, en el siglo, donde se ocupa de las cosas temporales para proveer a la satisfacción de sus propias necesidades, tanto personales como familiares y sociales, y cooperar, en la medida de sus posibilidades y capacidades, al desarrollo económico y cultural de toda la comunidad, de la que debe sentirse miembro vivo, activo y responsable. A este género de vida lo llama y en él lo sostiene Cristo, y lo reconoce y respeta la Iglesia. En virtud de su situación en el mundo, debe buscar el reino de Dios y ordenar las cosas temporales según el designio de Dios. El texto conciliar reza así: «A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (ib.). Y eso mismo reafirma el Sínodo de 1987 (propositio 4, en Christifideles laici, 15; y Catecismo de la Iglesia católica CEC 898).

El Concilio precisa también que los laicos «viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida» (Lumen gentium LG 31). Así testimonian que la Iglesia, fiel al Evangelio, no considera al mundo esencialmente malo e incorregible, sino capaz de acoger la fuerza salvífica de la cruz.

4. En este punto la vocación de los laicos y el carácter secular de su condición y misión plantean un problema fundamental en la evangelización: la relación de la Iglesia con el mundo, su juicio sobre él y el planteamiento auténticamente cristiano de la acción salvífica. Ciertamente, no se puede ignorar que, en el evangelio de san Juan, con el término el mundo se designa a menudo el ambiente hostil a Dios y al Evangelio: ese mundo humano que no acepta la luz (Jn 1,10), no reconoce al Padre (Jn 17,25), ni al Espíritu de verdad (Jn 14,17); y está lleno de odio hacia Cristo y sus discípulos (Jn 7,7 Jn 15,18-19). Jesús no quiere orar por ese mundo (Jn 17,9) y arroja al «príncipe de este mundo», que es Satanás (Jn 12,31). En este sentido, los discípulos no son del mundo, como Jesús mismo no es del mundo (17, 14. 16; 8, 23). Esa neta oposición se manifiesta también en la primera carta de Juan: «Sabemos que somos de Dios y que el mundo entero yace en poder del maligno» (1Jn 5,19).

Con todo, no hay que olvidar que en el mismo evangelio de san Juan el concepto de mundo se refiere también a todo el ámbito humano, al que está destinado el mensaje de la salvación: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Si Dios ha amado al mundo, donde reinaba el pecado, este mundo recibe con la Encarnación y la Redención un nuevo valor y debe ser amado. Es un mundo destinado a la salvación: «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17).

5. Son numerosos los textos evangélicos que prueban la actitud de clemencia y misericordia que Jesús tiene con respecto al mundo, en cuanto que es su Salvador: el pan que baja del cielo «da la vida al mundo» (Jn 6,33), en la Eucaristía la carne de Cristo es entregada «para la vida del mundo» (Jn 6,51). El mundo recibe, así, la vida divina de Cristo. Y recibe también su luz, pues Cristo es «la luz del mundo» (8, 12; 9, 5). Asimismo, sus discípulos están llamados a ser «luz del mundo» (Mt 5,14): son enviados, como Jesús, «al mundo» (Jn 17,18). El mundo es, por tanto, el campo de la evangelización y de la conversión: el campo en que el pecado ejercita y hace sentir su poder, pero en el que también actúa la redención, en una especie de tensión que el creyente sabe destinada a concluir con la victoria de la cruz, victoria cuyos signos se ven en el mundo desde el día de la Resurrección.

En esta perspectiva se coloca el concilio Vaticano II, especialmente en la constitución Gaudium et spes, que trata sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo, entendido como «toda la familia humana», donde actúa la fuerza redentora de Cristo y se realiza el plan de Dios que él lleva poco a poco a su cumplimiento (cf. GS 2, 2). El Concilio no ignora el influjo del pecado en el mundo, pero subraya que el mundo es bueno en cuanto creado por Dios y en cuanto salvado por Cristo. Se comprende, por consiguiente, que el mundo, considerado en su lado positivo, que recibe de la creación y de la Redención constituye «el ámbito y el medio de la vacación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo» (Christifideles laici CL 15). A ellos, pues, según el Concilio, corresponde de manera especial actuar en él, para que se lleve a cumplimiento la obra del Redentor.

6. Por eso, los laicos, lejos de huir del mundo, están llamados a trabajar para santificarlo. Repitámoslo una vez más, con un hermoso texto del Concilio, que puede servir como conclusión de esta catequesis: los laicos «están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad" (Lumen gentium LG 31).
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

77 En particular, a los alumnos y profesores del Colegio San Luis de los Franceses, de Madrid, y a las peregrinaciones de Argentina y México.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con gran afecto la Bendición Apostólica.



Miércoles 10 de noviembre de 1993

Los laicos y el misterio de Cristo

(Lectura:
evangelio de san Juan, capítulo 15, versículos 4-5) Jn 15,4-5

1. Ya hemos advertido que el carácter secular, propio de la vida de los laicos no puede concebirse según una dimensión puramente mundana, porque incluye la relación del hombre con Dios dentro de la Iglesia, comunidad de salvación. Hay, pues, en el cristiano un valor que trasciende la condición laical, que brota del bautismo, con el que el hombre se convierte en hijo adoptivo de Dios y miembro de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.

Por esta razón, ya desde la primera catequesis sobre los laicos, hemos dicho también que sólo por abuso se puede entender y emplear esa palabra -laico- en oposición a Cristo o a la Iglesia para indicar una actitud de separación, de independencia o incluso de mera indiferencia. En el lenguaje cristiano, laico se aplica a quien es miembro del pueblo de Dios y, al mismo tiempo, vive inserto en el mundo.

2. La pertenencia de los laicos a la Iglesia, como parte viva, activa y responsable de la misma, brota de la voluntad de Jesucristo, que quiso que su Iglesia estuviera abierta a todos. Baste aquí recordar el comportamiento del amo de la viña, en la parábola tan significativa y sugestiva que nos narra Jesús. Viendo a aquellos hombres desocupados, el amo les dice: «Id también vosotros a mi viña» (Mt 20,4). Este llamamiento, comenta el Sínodo de los obispos de 1987 «no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se dirige a cada hombre que viene a este mundo [...]. La llamada no se dirige sólo a los pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo» (Christifideles laici CL 2). Todos están invitados a «dejarse reconciliar con Dios» (cf. 2Co 5,20), a dejarse salvar y a cooperar en la salvación universal, porque Dios «quiere que todos los hombres se salven» (1Tm 2,4). Todos están invitados, con sus cualidades personales a trabajar en la viña del Padre, donde cada uno tiene su puesto y su premio.

3. La llamada de los laicos implica su participación en la vida de la Iglesia y por consiguiente su comunión íntima en la vida misma de Cristo. Es, al mismo tiempo, don divino y compromiso de correspondencia. ¿No pedía Jesús a los discípulos que lo habían seguido que permanecieran constantemente unidos a él y en él, y que dejaran irrumpir en su mente y en su corazón su mismo impulso de vida? «Permaneced en mí, como yo en vosotros... Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,4-5). La verdadera fecundidad de los laicos, como la de los sacerdotes, depende de su unión con Cristo.

Es verdad que ese sin mí no podéis hacer nada no significa que sin Cristo no puedan ejercitar sus facultades y cualidades en el orden de las actividades temporales. Esas palabras de Jesús, transmitidas por el evangelio de Juan, nos advierten a todos, tanto clérigos como laicos que sin Cristo no podemos producir el fruto más específico de nuestra existencia cristiana. Para los laicos ese fruto es específicamente la contribución a la transformación del mundo mediante la gracia, y a la construcción de una sociedad mejor. Sólo con la fidelidad a la gracia es posible abrir en el mundo los caminos de la gracia, en el cumplimiento de los propios deberes familiares, especialmente en la educación de los hijos; en el propio trabajo; en el servicio a la sociedad, en todos los niveles y en todas las formas de compromiso en favor de la justicia, el amor y la paz.

78 4. De acuerdo con esta doctrina evangélica, repetida por san Pablo (cf. Rm 9 Rm 16) y reafirmada por san Agustín (cf. De correctione et gratia, c. 2) el concilio de Trento enseñó que, aunque es posible hacer obras buenas incluso sin hallarse en estado de gracia (cf. Denz-S., DS 1957), sin embargo sólo la gracia da un valor salvífico a las obras (ib., 1.551). A su vez, el Papa san Pío V, aún condenando la sentencia de quienes sostenían que «todas las obras de los infieles son pecados, y las virtudes de los filósofos [paganos] son vicios» (ib., 1.925), rechazaba igualmente todo naturalismo y legalismo, y afirmaba que el bien meritorio y salvífico brota del Espíritu Santo, que infunde la gracia en el corazón de los hijos adoptivos de Dios (ib., 1.912 - 1.915). Es la línea de equilibrio que siguió santo Tomás de Aquino quien a la cuestión «si el hombre puede querer y realizar el bien, sin la gracia» respondía: «No estando la naturaleza humana totalmente corrompida por el pecado hasta el punto de quedar privada de todo bien natural, el hombre puede realizar en virtud de su naturaleza algunos bienes particulares como construir casas, plantar viñas y otras cosas por el estilo (campo de los valores y de las actividades de tipo laboral, técnico, económico...), pero no puede llevar a cabo todo el bien connatural a él... como un enfermo, por sí mismo, no puede realizar perfectamente los mismos movimientos de un hombre sano, si no es curado con la ayuda de la medicina...» (Summa Theologiae, I-II 109,2). Mucho menos aún puede realizar el bien superior y sobrenatural (bonum superexcedens, supernaturale), que es obra de las virtudes infusas y, sobre todo, de la caridad que brota de la gracia (cf. ib.).

Como se puede ver, también en este punto relativo a la santidad de los laicos, se halla implicada una de las tesis fundamentales de la teología de la gracia y de la salvación.

5. Los laicos pueden llevar a cabo en su vida la conformación al misterio de la Encarnación, precisamente mediante el carácter secular de su estado. En efecto, sabemos que el Hijo de Dios quiso compartir nuestra condición humana, haciéndose semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (cf. He 2,17 He 4,15). Jesús se definió como «aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo» (Jn 10,36). El Evangelio nos atestigua que el Hijo eterno se identificó plenamente con nuestra condición, viviendo en el mundo su propia consagración. La vida íntegramente humana de Jesús en el mundo es el modelo que ilumina e inspira la vida de todos los bautizados (cf. Gaudium et spes GS 32): el Evangelio mismo invita a descubrir en la vida de Cristo una imagen perfecta de la que puede y debe ser la vida de cuantos lo siguen como discípulos y participan en su misión y en la gracia del apostolado.

6. En particular, podemos notar que al elegir vivir la vida común de los hombres, el Hijo de Dios confirió a esa vida un nuevo valor, elevándola a las alturas de la vida divina (cf. santo Tomás, Summa Theologiae, III 40,1-2). Siendo Dios, infundió incluso en los gestos más humildes de la existencia humana una participación de la vida divina. En él podemos y debemos reconocer y honrar al Dios que, como hombre, nació y vivió como nosotros, y comió, bebió, trabajó, Cristo llevó a cabo las actividades necesarias a todos, de forma que sobre toda la vida y todas las actividades de los hombres, elevadas a un nivel superior, se refleja el misterio de la vida trinitaria. Para quien vive a la luz de la fe, como los laicos cristianos, el misterio de la Encarnación penetra también las actividades temporales, infundiendo en ellas el fermento de la gracia.

A la luz de la fe, los laicos que siguen la lógica de la Encarnación, realizada por nuestra salvación, participan también en el misterio de la cruz salvífica. En la vida de Cristo la Encarnación y la Redención constituyen un único misterio de amor. El Hijo de Dios se encarnó para rescatar a la humanidad mediante su sacrificio: «El Hijo del hombre ha venido... a dar su vida como rescate por muchos (Mc 10 Mc 45 Mt 20,28).»

Cuando la carta a los Hebreos afirma que el Hijo se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado, habla de semejanza y participación en las pruebas dolorosas de la vida presente (cf. He 4,15). También en la carta a los Filipenses se lee que el que se hizo semejante a los hombres obedeció hasta la muerte de cruz (cf. Flp Ph 2,7-8).

Como la experiencia de las dificultades diarias en la vida de Cristo culmina en la cruz, de la misma manera en la vida de los laicos las pruebas diarias culminan en la muerte unida a la de Cristo, que venció la muerte. En Cristo y en todos sus seguidores, tanto sacerdotes como laicos, la cruz es la clave de la salvación.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Con esta exhortación saludo muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España. En particular, a la peregrinación proveniente de Dos Hermanas (Sevilla), la grupo de la Tercera Edad de Castilla y León y a las peregrinaciones de Bolivia, México, Argentina y Guatemala.

79 A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.




Audiencias 1993 71