Audiencias 1993 79

Miércoles 24 de noviembre de 1993

La vocación de los laicos a la santidad

(Lectura:
1ra. carta de san Pedro, capítulo 1, versículos 14-16) 1P 1,14-16

1. La Iglesia es santa y todos sus miembros están llamados a la santidad. Los laicos participan en la santidad de la Iglesia, al ser miembros con pleno derecho de la comunidad cristiana; y esta participación, que podríamos definir ontológica, en la santidad de la Iglesia, se traduce también para los laicos en un compromiso ético personal de santificación. En esta capacidad y en esta vocación de santidad, todos los miembros de la Iglesia son iguales (cf. Ga 3,28).

El grado de santidad personal no depende de la posición que se ocupa en la sociedad o en la Iglesia, sino únicamente del grado de caridad que se vive (cf. 1Co 13). Un laico que acepta generosamente la caridad divina en su corazón y en su vida es más santo que un sacerdote o un obispo que la aceptan de modo mediocre.

2. La santidad cristiana tiene su raíz en la adhesión a Cristo por medio de la fe y del bautismo. Este sacramento es la fuente de la comunión eclesial en la santidad. Es lo que pone de relieve el texto paulino: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ep 4,5), citado por el concilio Vaticano II, que de ahí deduce la afirmación sobre la comunión que vincula a los cristianos en Cristo y en la Iglesia (Lumen gentium LG 32). En esta participación en la vida de Cristo mediante el bautismo se injerta la santidad ontológica, eclesiológica y ética de todo creyente, sea clérigo o laico.

El Concilio afirma: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos» (Lumen gentium LG 40). La santidad es pertenencia a Dios, y esta pertenencia se realiza en el bautismo, cuando Cristo toma posesión del ser humano para hacerlo «partícipe de la naturaleza divina» (cf. 2P 1,4) que hay en él en virtud de la Encarnación (cf. Summa Theol. III 7,13 III 8,5). Cristo se convierte así de verdad, como se ha dicho, en vida del alma.El carácter sacramental impreso en el hombre por el bautismo es el signo y el vínculo de la consagración a Dios. Por eso san Pablo hablando de los bautizados los llama «los santos» (cf. Rm 1,7 1Co 1,2 2Co 1,1 etc.).

3. Pero, como hemos dicho, de esta santidad ontológica brota el compromiso de la santidad ética. Como dice el Concilio, «es necesario que todos, con la ayuda de Dios, conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (Lumen gentium LG 40). Todos deben tender a la santidad, porque ya tienen en sí mismos el germen; deben desarrollar esa santidad que se les ha concedido. Todos deben vivir «como conviene a los santos» (Ep 5,3) y revestirse, «como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia» (Col 3,12). La santidad que poseen no les libra de las tentaciones ni de las culpas, porque en los bautizados sigue existiendo la fragilidad de la naturaleza humana en la vida presente. El concilio de Trento enseña, al respecto que nadie puede evitar durante toda su vida el pecado incluso venial, sin un privilegio especial de Dios, como la Iglesia cree que acaeció con la santísima Virgen (cf. Denz-S., DS 1573). Eso nos impulsa a orar para obtener del Señor una gracia siempre nueva, la perseverancia en el bien y el perdón de los pecados: «Perdona nuestras ofensas»(Mt 6,12).

4. Según el Concilio, todos los seguidores de Cristo, incluidos los laicos, están llamados a la perfección de la caridad (Lumen gentium LG 40). La tendencia a la perfección no es privilegio de algunos, sino compromiso de todos los miembros de la Iglesia. Y compromiso por la perfección cristiana significa camino perseverante hacia la santidad. Como dice el Concilio, «el divino Maestro y modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que él es iniciador y consumador: "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48)» (ib.). Por ello: «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (ib.). Precisamente gracias a la santificación de cada uno se introduce una nueva perfección humana en la sociedad terrena: como decía la sierva de Dios Isabel Leseur, «toda alma que se eleva consigo el mundo». EL Concilio enseña que «esta santidad suscita un nivel de vida más humano, incluso en la sociedad terrena» (ib.).

80 5. Conviene observar aquí que la riqueza infinita de la gracia de Cristo, participada a los hombres, se traduce en una gran cantidad y variedad de dones, con los que cada uno puede servir y beneficiar a los demás en el único cuerpo de la Iglesia. Era la recomendación de san Pedro a los cristianos esparcidos en Asia Menor cuando, exhortándolos a la santidad, escribía: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1P 4,10).

También el concilio Vaticano II dice que «una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios» (Lumen gentium LG 41). Así recuerda el camino de santidad para los obispos, los sacerdotes, los diáconos, los clérigos que aspiran a convertirse en ministros de Cristo, y «aquellos laicos elegidos por Dios que son llamados por el obispo para que se entreguen por completo a las tareas apostólicas» (ib.). Pero de forma más expresa considera el camino de santidad para los laicos cristianos comprometidos en el matrimonio: «Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella» (ib.).

Lo mismo se puede y debe decir de las personas que viven solas, o por libre elección o por acontecimientos y circunstancias particulares: como los célibes o las núbiles, los viudos y las viudas, los separados y los alejados. Para todos vale la llamada divina a la santidad, realizada en forma de caridad. Y lo mismo se puede y debe decir, como afirma el Sínodo de 1987 (cf. Christifideles laici CL 17), de aquellos que en la vida profesional ordinaria y en el trabajo cotidiano actúan por el bien de sus hermanos y el progreso de la sociedad, a imitación de Jesús obrero. Y lo mismo se puede y debe decir, por último, de todos los que, como dice el Concilio, «se encuentran oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos o los que padecen persecución por la justicia»: éstos «están especialmente unidos a Cristo, paciente por la salvación del mundo» (Lumen gentium LG 41).

6. Son muchos, por consiguiente, los aspectos y las formas de la santidad cristiana que están al alcance de los laicos, en sus diversas condiciones de vida, en las que están llamados a imitar a Cristo, y pueden recibir de él la gracia necesaria para cumplir su misión en el mundo. Todos están invitados por Dios a recorrer el camino de la santidad y a atraer hacia este camino a sus compañeros de vida y de trabajo en el mundo de las cosas temporales.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con gran afecto a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España. En particular, al grupo de sacerdotes latinoamericanos que hacen en Roma un curso de espiritualidad sacerdotal.

A todos bendigo de corazón



Diciembre de 1993

Miércoles 1 de diciembre de 1993

Espiritualidad de los laicos

81
(Lectura:
1ra. carta de san Pablo a los Tesalonicenses, versículos 1-3)

1. El papel específico de los seglares en la Iglesia exige, de su parte, una profunda vida espiritual. Para ayudarles a lograrla y vivirla, se han publicado obras teológicas y pastorales de espiritualidad para seglares, basadas en la convicción de que todo bautizado está llamado a la santidad. El modo de realizar esa llamada varía según las diversas vocaciones particulares, las condiciones de vida y de trabajo, las capacidades e inclinaciones las preferencias personales por alguno de los maestros de oración y de apostolado por alguno de los fundadores de órdenes o instituciones religiosas: como ha sucedido y sucede en todos los grupos que forman la Iglesia orante, operante y peregrina hacia el cielo. El mismo concilio Vaticano II traza las líneas de una espiritualidad específica de los seglares, en el marco de la doctrina de vida válida para todos en la Iglesia.

2. Como fundamento de cualquier espiritualidad cristiana deben estar las palabras de Jesús sobre la necesidad de una unión vital con él: «Permaneced en mí... El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (
Jn 15,4-5). Es significativa la distinción, a que alude el texto, entre dos aspectos de la unión: hay una presencia de Cristo en nosotros, que debemos acoger, reconocer, desear cada vez más, alegrándonos de que alguna vez se nos conceda experimentarla de forma especialmente intensa; y hay una presencia de nosotros en Cristo, que se nos invita a actuar mediante nuestra fe y nuestro amor.

Esta unión con Cristo es don del Espíritu Santo, quien la infunde en el alma que la acepta y la secunda, ya sea en la contemplación de los misterios divinos, ya en el apostolado que tiende a comunicar la luz, ya en la acción en el ámbito personal o social (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II 45,4). Los seglares, como todos los demás miembros del pueblo de Dios, están llamados a esa experiencia de comunión. Lo recordó el Concilio, afirmando: «Al cumplir como es debido las obligaciones del mundo en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de su vida personal» (Apostolicam actuositatem AA 4).

3. Dado que se trata de un don del Espíritu Santo, la unión con Cristo debe implorarse por medio de la oración. Sin duda, cuando se realiza la propia actividad según la voluntad divina, se hace algo agradable al Señor, y eso ya es una forma de oración. Así, incluso los actos más sencillos se convierten en un homenaje que da gloria a Dios y le agrada. Pero también es verdad que no basta eso: es necesario reservar momentos específicos para dedicar expresamente a la oración, según el ejemplo de Jesús que, incluso en medio de la actividad mesiánica más intensa, se retiraba a orar (cf. Lc 5,16).

Eso vale para todos, por tanto, también para los seglares. Las formas y los modos de esas pausas de oración pueden ser muy diferentes, pero siempre queda en pie el principio de que la oración es indispensable para todos, tanto en la vida personal como en el apostolado. Sólo gracias a una intensa vida de oración los seglares pueden encontrar inspiración, energía, valor entre las dificultades y los obstáculos, equilibrio y capacidad de iniciativa, de resistencia y de recuperación.

4. La vida de oración de todo fiel y, por tanto, también del seglar, tendrá asimismo necesidad de la participación en la liturgia, de la recepción del sacramento de la reconciliación y, sobre todo, de la participación en la celebración eucarística, donde la comunión sacramental con Cristo es la fuente de esa especie de mutua inmanencia entre el alma y Cristo, que él mismo anuncia: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6,56). El banquete eucarístico asegura ese alimento espiritual que nos hace capaces de producir mucho fruto. También los christifideles laici están, por tanto, llamados e invitados a una intensa vida eucarística. La participación sacramental en la misa dominical deberá ser para ellos la fuente de su vida espiritual y de su apostolado. Dichosos aquellos que, además de la misa y la comunión dominical, se sientan atraídos e impulsados a la comunión frecuente, recomendada por tantos santos, especialmente en épocas recientes, en que el apostolado de los seglares se ha desarrollado cada vez más.

5. El Concilio quiere recordar a los seglares que la unión con Cristo puede y debe abarcar todos los aspectos de su vida terrena: «Ni las preocupaciones familiares ni los demás negocios temporales deben ser ajenos a esta orientación espiritual de la vida según el aviso del Apóstol: "Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por él" (Cor 3, 17) (Apostolicam actuositatem AA 4). Toda la actividad humana asume en Cristo un significado más alto. Se abre aquí una perspectiva amplia y luminosa sobre el valor de las realidades terrestres. La teología ha puesto de relieve que es positivo todo lo que existe y actúa en virtud de su participación en el ser en la verdad en la belleza en el bien de Dios Creador y Señor del cielo y de la tierra, o sea de todo el universo y de toda realidad, pequeña o grande, que forme parte del universo. Era una de las tesis fundamentales de la visión del cosmos de santo Tomás (cf. Summa Theologiae, I 6,4 I 16,6 I 18,4 I 103,5-6 I 105,5, etc.) que la fundaba en el libro del Génesis y en otros muchos textos bíblicos, y que la ciencia confirma ampliamente con los admirables resultados de sus investigaciones sobre el microcosmos y el macrocosmos: todo encierra una entidad propia, todo se mueve según su propia capacidad de movimiento, pero todo manifiesta también sus propios limites, su dependencia y su finalismo inmanente.

6.Una espiritualidad, fundada en esta visión verídica de las cosas, está abierta al Dios infinito y eterno, buscado, amado y servido en toda la vida, y descubierto y reconocido como luz que explica los acontecimientos del mundo y de la historia. La fe funda y perfecciona este espíritu de verdad y sabiduría, y permite ver la proyección de Cristo en todas las cosas incluso en las que solemos llamar temporales, que la fe y la sabiduría hacen descubrir en su relación con el Dios en que «vivimos, nos movemos y existimos» (Ac 17,28 cf. Apostolicam actuositatem AA 4). Con la fe se percibe, incluso en el orden temporal, la actuación del designio divino de amor salvífico, y en el desarrollo de la propia vida, la continua solicitud del Padre, revelada por Jesús, es decir las intervenciones de la Providencia en respuesta a las oraciones y a las necesidades humanas (cf. Mt 6,25-34). En la condición de los seglares, esta visión de fe ilumina adecuadamente las cosas de cada día, en el bien y en el mal, en la alegría y en el dolor, en el trabajo y en el descanso en la reflexión y en la acción.

82 7. Si la fe da una nueva visión de las cosas, la esperanza da una nueva energía también para el compromiso en el orden temporal (cf. Apostolicam actuositatem AA 4). Así, los seglares pueden testimoniar que la espiritualidad y el apostolado no paralizan el esfuerzo por el perfeccionamiento del orden temporal, al mismo tiempo, muestran la mayor grandeza de los fines a que se encaminan y de la esperanza que los anima, y que quieren comunicar también a los demás. Es una esperanza que no elimina las pruebas y los dolores, pero que no puede defraudar, porque está fundada en el misterio pascual, misterio de la cruz y de la resurrección de Cristo. Los seglares saben y dan testimonio de que la participación en el sacrificio de la cruz conduce a la participación en la alegría comunicada por el Cristo glorioso. Así, en la misma mirada hacia los bienes externos y temporales resplandece la íntima certeza de quien los ve y trata, aún respetando su finalidad propia, como medio y camino hacia la perfección de la vida eterna. Todo sucede en virtud de la caridad, que el Espíritu Santo infunde en el alma (cf. Rm 5,5) para hacerla, ya en la tierra, partícipe de la vida de Dios.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con todo afecto a los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a los alumnos de la Escuela Italiana «XXI de Abril», de Mendoza (Argentina), y a las peregrinaciones procedentes de Guatemala y México.

A todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España imparto de corazón la bendición apostólica.





Miércoles 15 de diciembre de 1993

La participación de los laicos en el sacerdocio de Cristo

(Lectura:
1ra. carta de san Pedro, capítulo 2, versículos 4-5) 1P 2,4-5

1. En las anteriores catequesis sobre los laicos hemos aludido varias veces al servicio de alabanza a Dios y a otras funciones de culto que corresponden a los seglares. Queremos ahora desarrollar más directamente este tema, partiendo de los textos del concilio Vaticano II, donde leemos: «Dado que Cristo Jesús, supremo y eterno sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena y perfecta» (Lumen gentium LG 34). Bajo este impulso del Espíritu Santo, se produce en los seglares una participación en el sacerdocio de Cristo, en la forma que a su debido tiempo definimos común a la Iglesia entera, en la que todos, incluidos los seglares, están llamados a dar a Dios el culto espiritual. «Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también (Cristo) les hace partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo cual, los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los más ubérrimos frutos del Espíritu» (ib.).

83 2. Notemos que el Concilio no se limita a asegurar que los laicos son «partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo» (ib., 31), sino que precisa que Cristo mismo continúa el ejercicio de su sacerdocio en su vida, en la que, por consiguiente, la participación en el sacerdocio común de la Iglesia se realiza por encargo y por obra de Cristo, eterno y único sumo sacerdote.

Más aún: esta obra sacerdotal de Cristo en los seglares se realiza por medio del Espíritu Santo. Cristo los vivifica con su Espíritu.Es lo que había prometido Jesús cuando había formulado el principio según el cual el Espíritu es quien da vida (cf.
Jn 6,63). Aquel que fue enviado en Pentecostés para formar la Iglesia tiene la misión perenne de desarrollar el sacerdocio y la actividad sacerdotal de Cristo en la Iglesia, también en los seglares, que gozan con pleno derecho del título de miembros del Corpus Christi en virtud de su bautismo. En efecto, con el bautismo se inaugura la presencia y la actividad sacerdotal de Cristo en todo miembro de su Cuerpo, en el que el Espíritu Santo infunde la gracia e imprime el carácter dando al creyente la capacidad de participar vitalmente en el culto tributado por Cristo al Padre en la Iglesia. En cambio, en la confirmación confiere la capacidad de comprometerse, como adultos en la fe, en el servicio de testimonio y de propagación del Evangelio, que pertenece a la misión de la Iglesia (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III 63,3 III 72,5-6)

3. En virtud de esta participación de su sacerdocio Cristo da a todos sus miembros, incluidos los seglares (cf. Lumen gentium LG 34), la facultad de ofrecer en su vida aquel culto que él mismo llamaba «adorar al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Con el ejercicio de ese culto, el fiel, animado por el Espíritu Santo, participa en el sacrificio del Verbo encarnado y en su misión de sumo sacerdote y de Redentor universal.

Según el Concilio, en esta trascendente realidad sacerdotal del misterio de Cristo los seglares están llamados a ofrecer toda su vida como sacrificio espiritual, cooperando así con toda la Iglesia en la consagración del mundo realizada continuamente por el Redentor. Es la gran misión de los laicos: «Pues todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso de alma y de cuerpo si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo, que en la celebración de la eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo también los laicos, como adoradores qué en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios» (Lumen gentium LG 34 cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 901).

4. El culto espiritual implica una participación de los seglares en la celebración eucarística, centro de toda la economía de las relaciones entre los hombres y Dios en la Iglesia. En este sentido, también «los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por el que Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la cruz y se ofrece continuamente en la celebración eucarística por la salvación de la humanidad para gloria del Padre» (Christifideles laici CL 14). En la celebración eucarística los laicos participan activamente mediante la oblación de sí mismos en unión con Cristo sacerdote y hostia; y su ofrenda tiene un valor eclesial en virtud del carácter bautismal que los hace aptos para dar a Dios, con Cristo y en la Iglesia, el culto oficial de la religión cristiana (cf. santo Tomás, Summa Theologiae, III 63,3). La participación sacramental en el banquete eucarístico estimula y perfecciona su oblación, infundiendo en ellos la gracia sacramental, que les ayudará a vivir y obrar según las exigencias de la ofrenda realizada con Cristo y con la Iglesia.

5. Aquí conviene reafirmar la importancia de la participación en la celebración dominical de la eucaristía, prescrita por la Iglesia. Para todos es el acto más elevado de culto en el ejercicio del sacerdocio universal como la oblación sacramental de la misa lo es en el ejercicio del sacerdocio ministerial para los sacerdotes. La participación en el banquete eucarístico es para todos una condición de unión vital con Cristo, como él mismo dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6,53). El Catecismo de la Iglesia católica recuerda a todos los fieles el significado de la participación dominical en la eucaristía (cf. nn. 2.181 - 2.182). Aquí quiero concluir con las conocidas palabras de la primera carta de Pedro, que describen la figura de los seglares, participes del misterio eucarístico-eclesial: «También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1P 2,5).
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a la peregrinación proveniente de la Arquidiócesis de Panamá.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los distintos países de América Latina y de España imparto con gran afecto la bendición apostólica.





84

Miércoles 22 de diciembre de 1993





Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Hemos llegado de nuevo a la Navidad, solemnidad litúrgica que conmemora el nacimiento del divino Salvador, colmando nuestro espíritu de alegría y paz. La fecha del 25 de diciembre, como sabéis, es convencional. En la antigüedad pagana se festejaba ese día el nacimiento del Sol invicto, y coincidía con el solsticio de invierno. A los cristianos les pareció lógico y natural sustituir esa fiesta con la celebración del único y verdadero Sol, Jesucristo, que vino al mundo para traer a los hombres la luz de la verdad.

Desde entonces, todos los años, después de la intensa preparación del Adviento y como conclusión de la novena especial, los creyentes conmemoran el acontecimiento de la encarnación del Hijo de Dios en un clima de especial alegría. San León Magno, que fue Sumo Pontífice del año 440 al 461, exclamaba así en una de sus numerosas y magníficas homilías navideñas: "Exultemos en el Señor, queridos hermanos, y abramos nuestro corazón a la alegría más pura, porque ha clareado el día que para nosotros significa la nueva redención, la antigua preparación y la felicidad eterna. En efecto, en el ciclo anual, se renueva para nosotros el elevado misterio de nuestra salvación, que, prometido al inicio y realizado al final de los tiempos, está destinado a durar sin fin" (Homilía XXII, Ed. UTET, 1968).

2. Amadísimos hermanos y hermanas no se trata de una alegría vinculada sólo a la fascinación de una fecha arcana y conmovedora. Nuestro gozo brota más bien de una realidad sobrenatural e histórica: el Dios de la luz, en quien, como escribe Santiago, "no hay cambio ni sombra de rotación" (Jc 1,17) quiso encarnarse asumiendo la naturaleza humana. ¡Para salvar a la humanidad, nació en Belén de María santísima nuestro Redentor!

San Juan, en el prólogo de su evangelio, medita profundamente en este acontecimiento único y conmovedor: "En el principio existía la Palabra [...]. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres [...]. A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios [...]. Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros..." (Jn 1,1 Jn 1,4 Jn 1,12 Jn 1,14).

Conocemos, así, con certeza el motivo y la finalidad de la Encarnación: el Hijo de Dios se hizo hombre para revelarnos la luz de la verdad salvífica y para transmitirnos su misma vida divina, haciéndonos hijos adoptivos de Dios y hermanos suyos.

Esta verdad fundamental la presenta con frecuencia san Pablo en sus cartas. A los Gálatas escribe: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley [...], para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4,4-5). Y también: "Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús" (Ga 3,26). En la carta a los Romanos pone de relieve las consecuencias lógicas, pero exigentes, de ese hecho: "Si somos hijos (de Dios), también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados (Rm 8,17-18).

Dios se hizo hombre para hacernos partícipes, en Jesús, de su vida divina y luego de su gloria eterna. Ése es el verdadero sentido de la Navidad y, por consiguiente, de nuestra alegría mística. Y éste fue precisamente el anuncio del ángel a los pastores, asustados por el esplendor de la luz que los había sorprendido en la noche: "No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor" (Lc 2,10-11).

3. Amadísimos hermanos y hermanas, la Navidad es la luz divina que da valor y sentido a la vida de las personas y a la historia de la humanidad.

Me vienen a la mente, a este respecto las palabras pronunciadas por el Papa Pablo VI durante su histórica visita a Belén: "Nos expresamos —decía— la humilde, trepidante, pero al mismo tiempo sincera y gozosa profesión de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestro amor. Le repetimos a él solemnemente como nuestra, la confesión de Pedro: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16). Y proseguía: "Nos sabemos que el hombre sufre dudas atroces. Nos sabemos que en su alma hay mucha oscuridad y mucho sufrimiento. Nos queremos decir todavía una palabra que creemos decisiva, tanto más cuanto es plenamente humana; una palabra de Hombre a hombre: Jesucristo que Nos llevamos a la humanidad, es el "Hijo del hombre", como él se llamaba a sí mismo. Es el primogénito, el prototipo de la humanidad nueva, el hermano, el colega, el amigo por excelencia. Es aquel del cual únicamente se puede decir realmente que "conocía lo que en el hombre había" (Jn 2,25). Es, sí, el enviado por Dios, pero no para condenar al mundo, sino para salvarlo (cf. Jn 3,17)" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de enero de 1964, p. 1).

85 4. Amadísimos hermanos y hermanas, la consigna de la Navidad de 1993 es saber contemplar nuestra vida con los ojos de Dios llenos de confianza y amor. Jesús nació en la pobreza de Belén para abrazar toda nuestra humanidad. Jesús vuelve a nosotros también este año para renovar el arcano prodigio de la salvación ofrecida a todos los hombres y a todo el hombre. Su gracia actúa silenciosamente en la intimidad de cada alma, porque la salvación es esencialmente un diálogo de fe y de amor con Cristo, adorado en el misterio de la encarnación. Aceptemos este misterio como el verdadero regalo de Navidad.

De rodillas ante Jesús Niño, junto con María y José, nos preparamos a comenzar el año dedicado a la familia. Elevemos con fervor nuestra oración al Altísimo para pedirle la fidelidad y la concordia para todas las familias, hoy tan amenazadas por los falsos profetas de la cultura hedonista y materialista.

Que la Navidad sea para cada núcleo familiar motivo de alegría y de gran consuelo. Que las familias cristianas, siguiendo el ejemplo de la Sagrada Familia, difundan a su alrededor el mensaje de amor abierto a la vida, alimentando así la esperanza de un futuro mejor.

Con estos sentimientos, os deseo a todos vosotros y a vuestros seres queridos una feliz Navidad.
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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Con estos deseos, presento mi más afectuoso saludo a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En vosotros quiero expresar mi más cordial felicitación de Navidad y próspero Año Nuevo a vuestras familias y amigos, y a todos los amadísimos hijos de la Iglesia que rezan en lengua española.

En señal de benevolencia y prenda de la constante asistencia divina imparto de corazón la bendición apostólica.



Miércoles 29 de diciembre de 1993



86 1. El domingo pasado, en la fiesta litúrgica de la Sagrada Familia, la Iglesia ha dado inicio al Año de la familia, en sintonía con la iniciativa promovida por la Organización de las Naciones Unidas. La inauguración eclesial de ese Año se ha realizado con la eucaristía celebrada por el legado pontificio en Nazaret. En efecto, el Año de la familia debe ser sobre todo un año de oración, para implorar al Señor gracia y bendición para todas las familias del mundo.

Pero la ayuda que pedimos al Señor, como siempre, supone nuestro esfuerzo y exige nuestra correspondencia. Debemos pues, ponernos a la escucha de la palabra de Dios, valorando este año como ocasión privilegiada para una catequesis sobre la familia, realizada sistemáticamente en todas las Iglesias locales esparcidas por el mundo, a fin de ofrecer a las familias cristianas la oportunidad de una reflexión que les ayude a crecer en la conciencia de su vocación. En esta catequesis deseo, por tanto, ofrecer algunos puntos de meditación, tomados de varios pasajes de la sagrada Escritura.

2. Un primer tema nos lo propone el evangelio de san Mateo (2, 13-23) y se refiere a la amenaza que sufrió la Sagrada Familia casi inmediatamente después del nacimiento de Jesús. La violencia gratuita que pone en peligro su vida afecta también a muchas otras familias provocando la muerte de los santos inocentes, cuya memoria celebramos ayer.

Recordando esa terrible prueba vivida por el Hijo de Dios y sus coetáneos, la Iglesia se siente invitada a orar por todas las familias amenazadas desde dentro o desde fuera. Y ora, en particular, por los padres, cuya gran responsabilidad pone de relieve especialmente el evangelio de san Lucas. En efecto, Dios confía su Hijo a María, y ambos a José. Es preciso orar con insistencia por todas las madres y todos los padres, para que sean fieles a su vocación y sean dignos de la confianza que Dios deposita en ellos al encomendarles el cuidado de sus hijos.

3. Otro tema es el de la familia como lugar donde madura la vocación. Podemos ver este aspecto en la respuesta que dio Jesús a María y a José, que lo buscaban angustiados mientras él se encontraba con los doctores en el templo de Jerusalén: "¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?" (
Lc 2,49). En la carta que dirigí a los jóvenes de todo el mundo el año 1985 con ocasión de la Jornada de la juventud, quise destacar el gran valor que tiene ese proyecto de vida que cada joven debe tratar de elaborar precisamente durante el tiempo de su juventud. Como Jesús, a sus doce años, estaba completamente entregado a las cosas del Padre, así cada uno está llamado a plantearse la pregunta: ¿Cuáles son esas "cosas del Padre", de las que debo ocuparme durante toda la vida?

4. La parenesis apostólica, como se encuentra por ejemplo en las cartas de san Pablo a los Efesios y a los Colosenses, nos presenta otros aspectos de la vocación de la familia. Para los Apóstoles al igual que más tarde para los Padres dé la Iglesia, la familia es la iglesia doméstica. A esta gran tradición permanece fiel el Papa Pablo VI en su admirable homilía sobre Nazaret y sobre el ejemplo que nos da la Sagrada Familia: "Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable..." (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española. 23 de enero de 1964. p. 3)

5. Así, desde el inicio, la Iglesia escribe su Carta a las familias, y yo mismo he querido seguir esa tradición, preparando una Carta para el Año de la familia, que se publicará dentro de poco tiempo. La Sagrada Familia de Nazaret es para nosotros un desafío permanente, que nos obliga a profundizar el misterio de la iglesia doméstica y de toda familia humana. Nos sirve de estímulo para orar por las familias y con las familias, y a compartir todo lo que para ellas constituye alegría y esperanza, pero también preocupación e inquietud.

6. La experiencia familiar, dentro de la vida cristiana, está llamada a convertirse en el contenido de un ofertorio diario, como una ofrenda santa, un sacrificio agradable a Dios (cf. 1P 2,5 Rm 12,1). Nos lo sugiere también el evangelio de la presentación de Jesús en el templo. Jesús, que es "la luz del mundo" (Jn 8,12), pero también "signo de contradicción" (Lc 2,34), desea aceptar este ofertorio de toda familia como acepta el pan y el vino en la eucaristía. Quiere unir esas alegrías y esperanzas humanas, pero también los inevitables sufrimientos y preocupaciones, propios de toda vida de familia, al pan y al vino destinados a la transubstanciación asumiéndolos así, en cierto modo, en el misterio de su cuerpo y su sangre. Este cuerpo y esta sangre nos los ofrece en la comunión como fuente de energía espiritual, no sólo para cada persona sino también para cada familia.

7. La Sagrada Familia de Nazaret nos ayude a comprender cada vez más profundamente la vocación de toda familia que encuentra en Cristo la fuente de su dignidad y de su santidad. En la Navidad Dios ha salido al encuentro del hombre y lo ha unido indisolublemente a sí: este "admirabile consortium" incluye también el "familiare consortium". Contemplando esta realidad la Iglesia se pone de rodillas como ante un "gran misterio" (cf. Ep 5,32): en la experiencia de comunión a que está llamada la familia ve un reflejo, en el tiempo, de la comunión trinitaria y sabe bien que el matrimonio cristiano no es sólo una realidad natural sino también el sacramento de la unidad esponsal de Cristo con su Iglesia. El concilio Vaticano II nos ha invitado a promover esta sublime dignidad de la familia y del matrimonio. Benditas las familias que sepan comprender y realizar este proyecto originario y maravilloso de Dios, caminando por las sendas marcadas por Cristo.
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Saludos


Audiencias 1993 79