Audiencias 1994 18

Miércoles 23 de marzo de 1994

El compromiso apostólico de los laicos en sus formas individual y asociada

(Lectura:
carta a los Efesios, capítulo 4, versículos 1-3) Ep 4,1-3

1. El Concilio Vaticano II al dar un nuevo impulso al apostolado de los laicos, tuvo la solicitud de afirmar que la primera, fundamental e insustituible forma de actividad para la edificación del cuerpo de Cristo es la que llevan a cabo individualmente los miembros de la Iglesia (cf. Apostolicam actuositatem AA 16). Todo cristiano está llamado al apostolado; todo laico está llamado a comprometerse personalmente en el testimonio participando en la misión de la Iglesia. Eso presupone e implica una convicción personal, que brota de la fe y del sensus Ecclesiae que la fe enciende en las almas. Quien cree y quiere ser Iglesia, no puede menos de estar convencido de la «tarea original, insustituible e indelegable» que cada fiel «debe llevar a cabo para el bien de todos» (Christifideles laici CL 28).

19 Es preciso inculcar constantemente en los fieles la conciencia del deber de cooperar en la edificación de la Iglesia, en la llegada del Reino. A los laicos corresponde también la animación evangélica de las realidades temporales. Muchas son las posibilidades de compromiso, especialmente en los ambientes de la familia, el trabajo, la profesión, los círculos culturales y recreativos, etc.; y muchas son también en el mundo de hoy las personas que quieren hacer algo para mejorar la vida, para hacer más justa la sociedad y para contribuir al bien de sus semejantes. Para ellas, el descubrimiento de la consigna cristiana del apostolado podría constituir el desarrollo más elevado de la vocación natural al bien común, que haría más válido, más motivado, más noble y, tal vez, más generoso su compromiso.

2. Pero existe otra vocación natural que puede y debe realizarse en el apostolado eclesial: la vocación a asociarse.En el plano sobrenatural, la tendencia de los hombres a asociarse se enriquece y se eleva al nivel de la comunión fraterna en Cristo: así se da el «signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo quien dijo: «Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (
Mt 18,20)» (Apostolicam actuositatem AA 18).

Esta tendencia eclesial al apostolado asociado tiene, sin lugar a dudas, su origen sobrenatural en la «caridad» derramada en los corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5), pero su valor teológico coincide con la exigencia sociológica que, en el mundo moderno, lleva a la unión y a la organización de las fuerzas para lograr objetivos comunes. También en la Iglesia, dice el Concilio, «la estrecha unión de las fuerzas es la única que vale para lograr plenamente todos los fines del apostolado moderno y proteger eficazmente sus bienes» (ib.). Se trata de unir y coordinar las actividades de todos los que quieren influir, con el mensaje evangélico, en el espíritu y la mentalidad de la gente que se encuentra en las diversas condiciones sociales. Se trata de llevar a cabo una evangelización capaz de ejercer influencia en la opinión pública y en las instituciones; y para lograr este objetivo se hace necesaria una acción realizada en grupo y bien organizada (cf. ib.).

3. La Iglesia, por consiguiente, impulsa tanto el apostolado individual como el asociado, y, con el Concilio, afirma el derecho de los laicos a formar asociaciones para el apostolado: «Guardada la relación debida con la autoridad eclesiástica, los seglares tienen el derecho de fundar y dirigir asociaciones y el de afiliarse a las fundadas» (ib., 19).

La relación con la autoridad eclesiástica implica que se quiere mantener la armonía y la cooperación eclesial. Pero no impide la autonomía propia de las asociaciones. Si en la sociedad civil el derecho a crear una asociación es reconocido como un derecho de la persona, basado en la libertad que tiene el hombre de unirse con otros hombres para lograr un objetivo común, en la Iglesia el derecho a fundar una asociación para alcanzar finalidades religiosas brota, también para los fieles laicos, del bautismo, que da a cada cristiano la posibilidad, el deber y la fuerza para llevar a cabo una participación activa en la comunión y en la misión de la Iglesia (cf. Christifideles laici CL 29). En este sentido se expresa también el Código de derecho canónico: «Los fieles tienen la facultad de fundar y dirigir libremente asociaciones para fines de caridad o piedad o para fomentar la vocación cristiana en el mundo; y también a reunirse para conseguir en común esos mismos fines» (c. 215).

4. De hecho, en la Iglesia, cada vez con más frecuencia, los laicos hacen uso de esa facultad. En el pasado, a decir verdad, no han faltado asociaciones de fieles, que adoptaron las formas posibles en esos tiempos. Pero no cabe duda de que hoy el fenómeno tiene una amplitud y una variedad nuevas. Junto a las antiguas fraternidades, misericordias, pías uniones, terceras órdenes, etc., se desarrollan por doquier nuevas formas de asociación. Son grupos, comunidades o movimientos que buscan una gran variedad de fines, métodos y campos de actividad, pero siempre con una única finalidad fundamental: el incremento de la vida cristiana y la cooperación en la misión de la Iglesia (cf. Christifideles laici CL 29).

Esa diversidad de formas de asociación no es algo negativo; al contrario, es una manifestación de la libertad soberana del Espíritu Santo, que respeta y alienta la variedad de tendencias, temperamentos, vocaciones, capacidades, etc., que existe entre los hombres. Es cierto, sin embargo, que dentro de la variedad hay que conservar siempre la preocupación por la unidad, evitando rivalidades, tensiones, tendencias al monopolio del apostolado o a primados que el mismo Evangelio excluye, y alimentando siempre entre las diversas asociaciones el espíritu de participación y comunión, para contribuir de verdad a la difusión del mensaje evangélico.

5. Los criterios que permiten reconocer la eclesialidad, es decir, el carácter auténticamente católico de las diversas asociaciones, son:

a) La primacía concedida a la santidad y a la perfección de la caridad como finalidad de la vocación cristiana;

b) el compromiso de profesar responsablemente la fe católica en comunión con el magisterio de la Iglesia;

c) la participación en el fin apostólico de la Iglesia con un compromiso de presencia y de acción en la sociedad humana;

20 d) el testimonio de comunión concreta con el Papa y con el propio obispo (cf. Christifideles laici CL 30).

Estos criterios se han de observar y aplicar a nivel local, diocesano, regional, nacional, e incluso en la esfera de las relaciones internacionales entre organismos culturales, sociales o políticos, de acuerdo con la misión universal de la Iglesia, que trata de infundir en pueblos y Estados, y en las nuevas comunidades que forman, el espíritu de la verdad, la caridad y la paz.

Las relaciones de las asociaciones de los laicos con la autoridad eclesiástica pueden tener también reconocimientos y aprobaciones particulares, cuando ello resulte oportuno o incluso necesario a causa de su extensión o del tipo de su compromiso en el apostolado (cf. ib., 31). El Concilio señala esta posibilidad y oportunidad para «asociaciones y obras apostólicas que tienden inmediatamente a un fin espiritual» (Apostolicam actuositatem AA 24). Por lo que respecta a las asociaciones «ecuménicas» con mayoría católica y minoría no católica, corresponde al Consejo pontificio para los laicos establecer las condiciones para aprobarlas (cf. Christifideles laici CL 31).

6. Entre las formas de apostolado asociado, el Concilio cita expresamente la Acción Católica (Apostolicam actuositatem AA 20). A pesar de las diferentes formas que ha tomado en los diversos países y los cambios que se han producido en ella a lo largo del tiempo la Acción Católica se ha distinguido por el vínculo más estrecho que ha mantenido con la jerarquía. Ésa ha sido una de las principales razones de los abundantísimos frutos que ha producido en la Iglesia y en el mundo durante sus muchos años de historia.

Las organizaciones conocidas con el nombre de Acción Católica ?y también con otros nombres?, o las asociaciones semejantes tienen como fin la evangelización y la santificación del prójimo, la formación cristiana de las conciencias, la influencia en las costumbres y la animación religiosa de la sociedad. Los laicos asumen su responsabilidad en comunión con el obispo y los sacerdotes. Actúan «bajo la dirección superior de la propia Jerarquía, la cual puede sancionar esta cooperación incluso con un mandato explícito» (ib.). De su grado de fidelidad a la Jerarquía y de concordia eclesial depende y dependerá siempre su grado de capacidad para edificar el cuerpo de Cristo, mientras la experiencia demuestra que, si en la base de su acción se coloca el disenso y se plantea casi sistemáticamente una actitud conflictiva, no sólo no se edifica la Iglesia, sino que se pone en marcha un proceso de autodestrucción que hace inútil el trabajo y, por lo general, lleva a la propia disolución.

La Iglesia, el Concilio y el Papa desean y piden a Dios para que en las formas asociadas del apostolado de los laicos, y especialmente en la Acción Católica, sea siempre manifiesta la irradiación de la comunidad eclesial en su unidad, en su caridad y en su misión de difundir la fe y la santidad en el mundo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con todo afecto a los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los alumnos y formadores de la Escuela de Aviación Española, así como a los miembros y familiares del Cuerpo Nacional de Policía.

Mi más cordial bienvenida a los grupos de jóvenes de numerosos Colegios e Institutos de España y a la peregrinación procedente de México.

21 A todas las personas, familias y grupos de los diversos países de América Latina y de España imparto de corazón la bendición apostólica.





Miércoles 30 de marzo de 1994

Revivir los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Cristo

(Lectura:
evangelio de san Juan, capítulo 12, versículos 23-24) Jn 12,23-24

Amadísimos hermanos y hermanas:

Habéis venido aquí para la Semana Santa. Ésta es la única semana, en todo el año, en la historia del mundo, en que recordamos de modo particular al Hijo de Dios que se hizo semejante a nosotros, más aún, se hizo obediente hasta la muerte de cruz. Revivimos este misterio de su pasión, de su muerte, de su resurrección en esta semana, pero de manera especial durante los tres últimos días, el Triduum sacrum: jueves, viernes y sábado.

Jueves Santo: el Hijo de Dios se hace nuestro servidor

El jueves, la Iglesia vive la humillación de su Señor que lava los pies a los Apóstoles a fin de prepararlos a ellos y a todos nosotros para la institución de la santísima Eucaristía, donde Él, Jesús, el Hijo de Dios, se hace nuestro servidor como pan, como alimento. Nos alimenta con su cuerpo y nos alimenta con su sangre.

Este es el misterio que constituye nuestra vida cristiana. Somos cristóforos, somos teóforos, sobre todo gracias a la Eucaristía, instituida el Jueves Santo en el cenáculo durante la última cena.

La Iglesia se prepara con gran esmero para este encuentro pascual con su Señor, sobre todo bendiciendo los santos óleos para todos los sacramentos. El Jueves Santo es el día de los sacramentos, la institución de la Eucaristía y, al mismo tiempo, la institución de todos los sacramentos, de los que vive la Iglesia, porque Cristo actúa en estos sacramentos, actúa su pasión, su resurrección, y nos hace vivir su vida.


El viernes es el día de su pasión. En este viernes domina sobre todo la cruz: Ecce lígnum crucis, in quo salus mundi pependit, éste es el madero de la cruz, ésta es la cruz en que Jesús salvó al mundo. Sobre esta cruz Él, como siervo de Yahveh, cargó con los pecados del mundo y con estos pecados fue aceptado por el Padre como sacrificio perenne, sacrificio espiritual, a través del Espíritu Santo consagrado a Dios por toda la eternidad.

Así entró Jesús como redentor nuestro en el templo del Dios vivo. Éste es el misterio del que nos habla también la carta a los Hebreos que hemos leído durante el período de la Semana Santa, y en especial el Viernes Santo.

De esta forma, contemplamos a Cristo crucificado. Lo contemplamos también aquí, en Roma, en el Coliseo, donde se celebra siempre el Vía crucis. Este año usaremos en el Vía crucis el texto preparado por el patriarca de Constantinopla: se trata de una gran promesa ecuménica.

A todos os invito a ir a la basílica de San Pedro para la adoración de la cruz. Os invito a todos, especialmente a los romanos y a los peregrinos, a acudir al Coliseo para el Vía crucis.

Sábado Santo: el mundo espera que se abra el sepulcro

Luego, el sábado, vivimos la Vigilia. Jesús ha sido sepultado, colocado en el sepulcro, y todo el mundo espera el momento en que ese sepulcro se abra y Él salga vencedor de la muerte. Cristo sale resucitado. Las palabras ¡Ha resucitado! resonarán desde dentro del sepulcro en que fue colocado el cuerpo de Jesús.

Así comienza el domingo de Pascua, el domingo de Resurrección, en que Cristo resucitado es nuestra Pascua.

Pascua quiere decir paso. Debemos pasar, en Él, de la muerte espiritual, la muerte del pecado, a la vida en Dios. Este gran misterio, misterio que abraza todos los tiempos, se hace realidad siempre en un tiempo privilegiado: el tiempo de la salvación, tiempo de la Cuaresma y, especialmente en la Semana Santa, los tres días del Triduum sacrum.

Os invito amadísimos hermanos, a participar, con devoción y con fruto, en esta gran liturgia de los tres días sagrados.

Saludos

23 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con todo afecto a los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los numerosos grupos de jóvenes de colegios e institutos: de Segovia, Logroño, Bilbao, Murcia, Islas Canarias y de tantos otros lugares de España.

Igualmente a la peregrinación procedente de Querétaro (México).

A todas las personas, familias y grupos de los distintos países de América Latina y de España imparto de corazón la bendición apostólica.





Abril de 1994

Miércoles 6 de abril de 1994

(Lectura:
evangelio de san Marcos, capítulo 16, versículos 1-12 y 5-7)

Celebramos el día que se convierte en una octava. Cada día recitamos el mismo Haec est dies. Hoy es miércoles, el cuarto día de esta octava, y en la liturgia se lee el relato de san Lucas sobre los dos discípulos que iban a Emaús. Estos discípulos hablaban acerca de los acontecimientos de los últimos días, naturalmente, sobre todo acerca del gran evento que había conmovido a toda Jerusalén: los jefes del pueblo, los grandes, los sacerdotes, los fariseos, habían crucificado a Jesucristo, gran profeta. Se esperaba que iba a liberar a Israel de la esclavitud; y, en cambio, lo habían crucificado. Había muerto y estaba sepultado.

En ese momento, se les acercó un peregrino. No sabían quién era. Continuaron su conversación, pues les preguntó por qué estaban tristes. Y estaban tristes a causa de ese acontecimiento.

24 Eran discípulos de Jesús y probablemente huían de Jerusalén para evitar el peligro. Y cuando le explicaron su preocupación, Jesús les dijo: «¿No habéis entendido lo que han dicho los profetas sobre el Mesías? El Mesías no debía librar a Israel en sentido político; el Mesías, según Isaías y según otros profetas, debía liberar a toda la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte. Sería azotado, coronado de espinas y después crucificado. Moriría, pero luego resucitaría».

Cuando los dos discípulos lo escucharon, dijeron: «Es verdad; esta mañana se difundió la noticia de que la tumba estaba vacía. Lo decían algunas mujeres. Pero no sabemos cómo ha sucedido, aunque algunos de nosotros, los discípulos, fueron a la tumba». Eran Pedro y Juan.

Nos encontramos en el día del domingo, después del sábado. El domingo, es decir, el día en que Cristo resucitó de madrugada. Nos encontramos en la tarde del domingo.

Antes de ellos, los acontecimientos se habían desarrollado así: muy de madrugada, llegaron primero tres mujeres de nombre María. Se dirigieron al sepulcro para ungir a Jesús. Vieron la gran piedra retirada y el sepulcro vacío. Ésta fue la primera constatación: el, sepulcro vacío. Con esta noticia las mujeres fueron a los Apóstoles, que se hallaban reunidos en el cenáculo por miedo a los judíos, y les dijeron: «Alguien ha robado el cuerpo de Jesús, porque el sepulcro se halla vacío». Los Apóstoles no les creyeron. Dos de ellos, Pedro y Juan, decidieron ir a comprobarlo. Fueron y comprobaron lo mismo: que el sepulcro estaba vacío y el cuerpo no se encontraba.

¿Qué quería decir eso? Si el sepulcro está vacío, significa que alguien ha robado el cuerpo. Eso es lo fue pensó María Magdalena: alguien robó el cuerpo. Y cuando volvió por segunda vez al sepulcro vacío, encontró a una persona que confundió con el jardinero y le dijo: «Tal vez tú lo has robado y lo has puesto en otro lugar. Dínoslo». Pero Jesús la llamó por su nombre: «María». Entonces, María Magdalena comprendió que se trataba de Jesús. Jesús, después de su muerte, por primera vez se reveló como vivo a esta mujer, María Magdalena.

Era la primera revelación de Jesús resucitado en persona. Después de ella, los segundos fueron los dos discípulos de Emaús. A María se apareció muy de mañana; ella llevó la noticia a los discípulos: «Yo lo he visto». A los dos discípulos de Emaús se apareció por la tarde. Cuando comprendieron que ese peregrino con quien hablaban era Jesús, volvieron inmediatamente a Jerusalén para buscar a los demás discípulos, a los demás Apóstoles. Los encontraron en el cenáculo y éstos les dijeron: «Ya ha estado aquí». Porque el domingo por la tarde Jesús se apareció a los Apóstoles en el cenáculo. Los saludó: «La paz este con vosotros». Y luego les dio a todos esta gran misión: «Como el Padre me ha enviado, yo también os envío». Accipite Spiritum Sanctum, recibid el Espíritu Santo, y les dio el poder de perdonar los pecados.

Esta es, más o menos, la cronología del primer día de la Resurrección, el domingo. Estamos ya en el cuarto día de la octava, pero leemos cada día un pasaje cronológico de estos acontecimientos del primer día. Hoy hemos leído el cuarto acontecimiento, es decir, el encuentro con los discípulos de Emaús.

Os saludo a todos muy cordialmente, y os digo: Haec dies quam fecit Dominus; y os deseo una vez más Felices Pascuas, porque produce realmente alegría esta noticia de la resurrección de Jesús: nos dice que la vida vence a la muerte, que la gracia vence al pecado, y nosotros estamos destinados en Cristo Jesús a vencer nuestros pecados y nuestra muerte y a participar en su resurrección.

Al final de la audiencia, el Santo Padre añadió:

Antes de pasar a la bendición foral, y antes de cantar el Regina caeli, debemos subrayar, una vez más, la importancia del encuentro de El Cairo, durante el Año de la familia. La familia es la primera y fundamental comunidad del amor y de la vida. Este año la Iglesia lo dedica a la familia, como ha hecho la ONU, y se celebra en toda comunidad civil.

Nosotros estamos tratando de que este Año de la familia no se convierta en un año contra la familia. Y podría convertirse fácilmente en un año contra la familia, si estos proyectos, a los que ya se ha dado respuesta, se convirtieran verdaderamente en proyectos de la Conferencia mundial en El Cairo, que tendrá lugar en septiembre.

25 Nosotros protestamos. Yo he escrito a todos los presidentes del mundo, sobre todo a los Presidentes de los Estados, pero también a los presidentes de las Conferencias episcopales, para invitarlos a reflexionar, a proteger y a defender de verdad a la familia. Y lo repito durante esta gran audiencia en la semana pascual, porque la Pascua nos habla de la victoria de la vida sobre la muerte. No podemos, caminar hacia el futuro con un proyecto de muerte sistemática de los niños por nacer. Podemos caminar sólo con una civilización del amor que acoja la vida.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato dar mi cordial bienvenida a todos los visitantes de lengua española.

En particular, al numeroso grupo de peregrinos mexicanos de Monterrey, así como a los “ Peregrinos Romeros ” de Panamá. De España, saludo con afecto al grupo de niños, jóvenes y padres pertenecientes a la Asociación Protectora de Minusválidos Psíquicos, de León; igualmente saludo a la Parroquia San Juan de la Cruz, de Guadalajara. Que todos podáis descubrir, durante el tiempo pascual, la riqueza espiritual que brota de Jesús resucitado.

¡Feliz Pascua!



Miércoles 13 de abril de 1994

La obra de los laicos en el orden temporal

1. Existe un orden de realidades ?instituciones, valores y actividades? que se suele llamar temporal, pues se refiere directamente a las cosas que pertenecen al ámbito de la vida actual, aunque también estén orientadas a la vida eterna. El mundo actual no está compuesto de apariencias o sombras engañosas, ni se puede considerar sólo en función del más allá. Como dice el concilio Vaticano II, «Todo lo que constituye el orden temporal [...] no son solamente medios para el fin último del hombre, sino que tienen, además, un valor propio» (Apostolicam actuositatem AA 7). El relato bíblico de la creación nos presenta este valor como reconocido, querido y fundado por Dios, el cual, según el libro del Génesis, «vio que (lo que había creado) era bueno» (Gn 1,12 Gn 1,18 Gn 1,21); más aún, «muy bueno», después de la creación del hombre y la mujer (Gn 1,31). Con la Encarnación y la Redención, el valor de las cosas temporales no queda anulado o reducido, como si la obra del Redentor se opusiera a la obra del Creador, al contrario, queda restablecido y elevado, según el plan de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por cabeza» (Ep 1,10) «y reconciliar por él y para él todas las cosas» (Col 1,20). Así pues, en Cristo todas las cosas encuentran su plena consistencia (cf. Col Col 1,17).

2. A pesar de eso, no se puede ignorar la experiencia histórica del mal y, para el hombre, del pecado, que sólo puede explicar la revelación de la caída de nuestros primeros padres y de las sucesivas que se han producido en las generaciones humanas. «En el decurso de la historia dice el Concilio, el uso de los bienes temporales se ha visto desfigurado por graves aberraciones» (Apostolicam actuositatem AA 7). Incluso hoy, no pocos, en vez de dominar las cosas según el plan y la ordenación de Dios, como podrían permitirlo los progresos de la ciencia y de la técnica, por su excesiva confianza en los nuevos poderes se convierten en sus esclavos y ocasionan daños, a veces graves.

La Iglesia tiene la misión de ayudar a los hombres a orientar bien todo el orden temporal y a dirigirlo a Dios por medio de Cristo (cf. ib.). La Iglesia se hace así servidora de los hombres y los laicos «participan en la misión de servir a las personas y a la sociedad» (Christifideles laici CL 36).

26 3. Al respecto, es preciso recordar, ante todo, que los laicos están llamados a contribuir a la promoción de la persona, hoy especialmente necesaria y urgente. Se trata de salvar, y a menudo de restablecer, el valor central del ser humano que, precisamente porque es persona, no puede ser tratado nunca «como un objeto utilizable, un instrumento o una cosa» (ib., 37).

Por lo que atañe a la dignidad personal, todos los hombres son iguales entre sí: no se puede admitir ningún tipo de discriminación racial, sexual, económica, social, cultural, política o geográfica. Las diferencias que provienen de las condiciones de lugar y tiempo en que cada uno nace y vive, por un deber de solidaridad se han de superar con una ayuda humana y cristiana efectiva, traducida en formas concretas de justicia y caridad, como explicaba y recomendaba san Pablo a los Corintios: «No que paséis apuros para que otros tengan abundancia, sino con igualdad [...]. Que vuestra abundancia remedie su necesidad, para que la abundancia de ellos pueda remediar también vuestra necesidad y reine la igualdad» (
2Co 8,13-14).

4. La promoción de la dignidad de la persona exige «el respeto, la defensa y la promoción de los derechos de la persona humana» (Christifideles laici CL 38). Ante todo, el reconocimiento de la inviolabilidad de la vida humana: el derecho a la vida es esencial, y puede considerarse «derecho primero y fontal, condición de todos los otros derechos de la persona» (ib.). De ahí se sigue que «cuanto atenta contra la vida [...]; cuanto viola la integridad de la persona humana [...]; cuanto ofende a la dignidad humana [...]; todas estas prácticas [...] son totalmente contrarias al honor debido al Creador» (Gaudium et spes GS 27), que quiso hacer al hombre a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26) y colocado bajo su soberanía.

En esta defensa de la dignidad personal y del derecho a la vida tienen una responsabilidad especial los padres, los educadores, los agentes sanitarios y todos los que poseen el poder económico y político (cf. Christifideles laici CL 38). En particular, la Iglesia exhorta a los laicos a afrontar con valentía los desafíos planteados por los nuevos problemas de la bioética (cf. ib.).

5. Entre los derechos de la persona que es preciso defender y promover se encuentra el de la libertad religiosa, la libertad de conciencia y la libertad de culto (cf. ib., 39). La Iglesia sostiene que la sociedad tiene el deber de asegurar el derecho de la persona a profesar sus convicciones y a practicar su religión dentro de los límites debidos, establecidos por el justo orden público (cf. Dignitatis humanae DH 2 DH 7). En todos los tiempos ha habido mártires por la defensa y la promoción de este derecho.

Los laicos están llamados a comprometerse en la vida política, según las capacidades y las condiciones de tiempo y lugar, para promover el bien común en todas sus exigencias, y especialmente para realizar la justicia al servicio de los ciudadanos, en cuanto personas. Como leemos en la exhortación apostólica Christifideles laici, «una política para la persona y para la sociedad encuentra su rumbo constante de camino en la defensa y promoción de la justicia» (CL 42). Es evidente que en ese compromiso, que corresponde a todos los miembros de la ciudad terrena, los laicos cristianos están llamados a dar ejemplo de comportamiento político honrado, sin buscar ventajas personales y sin ponerse al servicio de grupos o partidos con medios ilícitos, por caminos que, de hecho, llevan al derrumbe incluso de los ideales más nobles y sagrados.

6. Los laicos cristianos han de unirse a los esfuerzos de la sociedad para restablecer la paz en el mundo. Para ellos se trata de hacer realidad la paz dada por Cristo (cf. Jn 14,27 Ep 2,14), en sus dimensiones sociales y políticas en los diversos países y en el mundo, como lo exige cada vez más la conciencia de los pueblos. Para este fin deben llevar a cabo una amplia obra educativa, destinada a derrotar la antigua cultura del egoísmo, la rivalidad, el atropello y la venganza, y a promover la de la solidaridad y el amor al prójimo (cf. Christifideles laici CL 42).

A los laicos cristianos corresponde también comprometerse en el desarrollo económico y social.Es una exigencia del respeto a la persona, de la justicia, de la solidaridad y del amor fraterno. Deben colaborar con todos los hombres de buena voluntad para encontrar la manera de asegurar el destino universal de los bienes, cualquiera que sea el régimen social que esté vigente de hecho (cf. ib., 43). Y también han de defender los derechos de los trabajadores, buscando soluciones adecuadas a los gravísimos problemas del desempleo cada vez mayor y luchando por hacer desaparecer todas las injusticias. Como laicos cristianos, son en el mundo expresión de la Iglesia que pone en práctica la propia doctrina social. Pero deben ser conscientes de su libertad y responsabilidad personales en las cuestiones opinables, en las que sus decisiones, aunque han de estar siempre inspiradas en los valores evangélicos, no se deben presentar como las únicas posibles para los cristianos. También el respeto a las legítimas opiniones y elecciones diversas de las propias es una exigencia de la caridad.

7. Los laicos cristianos, por último, tienen la misión de contribuir al desarrollo de la cultura humana, con todos sus valores. Presentes en los diversos campos de la ciencia, la creación artística, el pensamiento filosófico, la investigación histórica, etc., han de aportar la inspiración necesaria que viene de su fe. Y dado que el desarrollo de la cultura implica cada vez más el compromiso de los medios de comunicación social, instrumentos tan importantes para la formación de la mentalidad y de las costumbres, deben tener un vivo sentido de responsabilidad en su compromiso en la prensa, el cine, la radio, la televisión y el teatro, proyectando sobre su trabajo la luz del mandato de anunciar en todo el mundo el Evangelio, particularmente actual en el mundo de hoy, en el que es urgente mostrar los caminos de la salvación que abrió a todos Jesucristo (cf. ib., 44).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

27 Deseo saludar ahora a los visitantes de lengua española; de modo particular a los peregrinos de Madrid, a diversos grupos escolares de España y a miembros del Movimiento “ Regnum Christi ” de México.

Al agradecer a todos vuestra presencia aquí, os imparto con afecto la bendición apostólica, extensiva a vuestras familias.



Miércoles 20 de abril de 1994

Los trabajadores en la Iglesia

(Lectura:
2da. carta de san Pablo a los Tesalonicenses, versículos 10-12) 2Th 1,10-12

1. Entre los fieles laicos merecen mención especial los trabajadores. La Iglesia es consciente de la importancia que el trabajo tiene en la vida humana y reconoce su carácter de elemento esencial de la sociedad, tanto a nivel socioeconómico y político, como a nivel religioso. Bajo este último aspecto, lo considera expresión primaria del «carácter secular» (Lumen gentium LG 31) de los laicos, que en su mayor parte son trabajadores y pueden encontrar en el trabajo el camino hacia la santidad. El concilio Vaticano II, impulsado por esta convicción, considera la obra de los trabajadores en la perspectiva del compromiso de la salvación, llamándolos a colaborar en el apostolado (ib., 41).

2. A este tema dediqué la encíclica Laborem exercens y otros documentos e intervenciones, con los que he tratado de explicar el valor, la dignidad y las dimensiones del trabajo, en toda su eminente grandeza. Aquí me limitaré a recordar que la primera razón de esta grandeza y dignidad consiste en el hecho de que el trabajo es una cooperación en la obra creadora de Dios. El relato bíblico de la creación lo da a entender cuando dice que «tomó, pues, el Señor Dios al hombre y lo dejó en al jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase» (Gn 2,15), remitiéndose así al mandato anterior de someter la tierra (cf. Gn 1,28). Como he escrito en la encíclica citada, «el hombre es la imagen de dios, entre otros motivos por el mandato recibido de su Creador de someter y dominar la tierra. En la realización de éste mandato, el hombre, todo ser humano, refleja la acción misma del Creador del universo» (Laborem exercens LE 4).

3. Según el Concilio (Lumen gentium LG 41), el trabajo constituye un camino hacia la santidad, pues ofrece la ocasión de:

a) perfeccionarse a sí mismo. En efecto, el trabajo desarrolla la personalidad del hombre, ejercitando sus cualidades y capacidades. Lo comprendemos mejor en nuestra época, con el drama de numerosos parados que se sienten humillados en su dignidad dé personas humanas. Es preciso dar el mayor relieve posible a esta dimensión personalista en favor de todos los trabajadores, tratando de asegurar en cada caso condiciones de trabajo dignas del hombre;

b) ayudar a los compatriotas. Se trata dé la dimensión social del trabajo, que es un servicio para el bien de todos. Esta orientación debe subrayarse siempre: el trabajo no es una actividad egoísta, sino altruista; no se trabaja exclusivamente para sí mismos, sino también para los demás;


Audiencias 1994 18