Discursos 1995 49


A LA SEÑORA MARÍA TERESA VIGGIANO DE OBARRIO,


NUEVA EMBAJADORA DE PANAMÁ ANTE LA SANTA SEDE


Sábado 21 de octubre de 1995



Señora Embajadora:

1. La recibo con sumo gusto en este solemne acto de presentación de las Cartas Credenciales, que la acreditan como Embajadora Extraordinaria y Plenipotenciaria de la República de Panamá ante la Santa Sede, y le agradezco sinceramente las amables palabras que ha tenido a bien dirigirme.

Ante todo, deseo corresponder al deferente saludo que el Señor Presidente de la República, Doctor Ernesto Pérez Balladares, ha querido hacerme llegar por medio de Usted. Le ruego que tenga la bondad de transmitirle mis mejores votos de paz y bienestar.

2. Viene Usted a representar a una Nación que tiene muchos vínculos con la Iglesia católica y con esta Sede Apostólica. Timbre de honor para Panamá es el hecho de que, en los inicios de la evangelización del continente americano, León X erigió la diócesis de Santa María La Antigua, la cual, trasladada en 1524 a Panamá Viejo y posteriormente a la actual Ciudad de Panamá, es la primera sede episcopal en tierra firme. Hoy la Iglesia en ese País, fiel a las exigencias del Evangelio y con el debido respeto por el legítimo pluralismo, reafirma su vocación de servicio a las grandes causas del hombre, como ciudadano e hijo de Dios. Los principios cristianos infunden una sólida esperanza y un nuevo dinamismo para dar renovado impulso a una sociedad donde reine la laboriosidad, la honestidad y el espíritu de participación a todos los niveles.

Quiero reiterarle, Señora Embajadora, la decidida voluntad de la Iglesia en Panamá de colaborar, dentro de su propia misión religiosa y moral, con las Autoridades y las diversas instituciones públicas promoviendo los valores superiores y la prosperidad espiritual y material de la Nación. Por su parte, los Obispos, sacerdotes y comunidades religiosas seguirán incansables en el cumplimiento de su labor misionera, asistencial y educativa.

3. En sus palabras se ha referido Usted al propósito de las Autoridades panameñas de construir firmes fundamentos que permitan instaurar un orden social cada vez más justo y participativo, comprometiéndose en el fortalecimiento de las instituciones públicas con miras a una mayor honestidad y transparencia en la gestión de los recursos disponibles. Hago votos para que en este proceso democrático se preserven y acrecienten los valores básicos de la persona y de la sociedad. A este propósito me complace recordar lo que dije cuando tuve la dicha de visitar su País en 1983: “En la sede de vuestra más alta institución nacional se hallan cinco estatuas de bronce que representan las cualidades que han de acompañar a todo hijo de esta tierra: el trabajo, la constancia, el deber, la justicia y la ley. Que estos valores básicos de la persona y de la sociedad se vean incrementados por la riqueza espiritual y, sobre todo, por una fe cristiana que inspire toda vuestra convivencia y la conduzca hacia metas cada vez más altas” (Ceremonia de bienvenida en el aeropuerto Tocumén de Panamá, 5 de marzo de 1983).

4. En muchas partes del mundo asistimos hoy a una crisis de valores que afecta a instituciones como la familia y a amplios sectores de la población como la juventud. Ante ello es urgente que los panameños tomen mayor conciencia de sus propias responsabilidades y, de cara a Dios y a los deberes ciudadanos, se esfuercen en construir una sociedad más justa, fraterna y acogedora.

Me complace señalar que durante el Año de la Familia, recientemente celebrado, el Gobierno de su País, después de larga expectativa, ha promulgado el “Código de la Familia”, que entró en vigor precisamente el pasado mes de enero. Ha sido fruto del trabajo y empeño de todas las fuerzas vivas de la Nación, conscientes de que la problemática familiar continúa siendo motivo de “muy seria preocupación”, como señalan los Obispos en la Carta pastoral “Nueva evangelización y sociedad panameña”.

Dicho Código, animado en gran parte por el espíritu cristiano, reconoce los derechos y deberes de cada uno de los miembros de la familia, así como también las responsabilidades del Estado en el desarrollo de políticas sociales, para lograr una efectiva protección y promoción de la institución familiar. ¡Ojalá sea éste uno de los frutos de ese Año!, pues, como escribí en la “Carta a las familias”, “ninguna sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo en cuestiones de fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de la familia. Semejante permisivismo moral llega a perjudicar las auténticas exigencias de paz y de comunión entre los hombres. Así se comprende por qué la Iglesia defiende con energía la identidad de la familia y exhorta a las instituciones competentes, especialmente a los responsables de la política, así como a las organizaciones internacionales, a no caer en la tentación de una aparente y falsa modernidad” (Carta a las familias, 17).

50 5. Ha aludido también Usted al hecho de que este año está marcado por una atención preferencial al tema de la mujer, del cual yo me he hecho eco en repetidas intervenciones. La vida y el testimonio de grandes mujeres dentro de la Iglesia, que a lo largo de los siglos han sido pioneras en la sociedad como madres, trabajadoras y líderes en los campos social y político, en profesiones de asistencia y como pensadoras y maestras en lo espiritual, ofrece una válida contribución para continuar reflexionando y trabajando por el pleno respeto de la dignidad de la mujer y sus derechos inalienables. La Santa Sede, con todos los medios a su alcance, junto con las demás instituciones de la Iglesia católica, continuará colaborando “con miras a un renovado compromiso de todos en favor de las mujeres en el mundo” (Discurso a los miembros de la delegación de la Santa Sede a la IV Conferencia mundial sobre la mujer, 29 e agosto de 1995), compromiso que ha de tener en cuenta la dignidad, derechos y responsabilidades de las mujeres en la sociedad actual: en la familia, en el trabajo y en la vida pública.

6. Señora Embajadora, antes de concluir este encuentro deseo expresarle mis mejores votos para que la misión que hoy inicia sea fecunda en frutos y éxitos. Le ruego, de nuevo, que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante las Autoridades de su País, mientras invoco la bendición de Dios sobre Usted, sobre su distinguida familia y colaboradores, y sobre todos los amadísimos hijos de la noble Nación panameña.








A LOS PARTICIPANTES EN LA XXVIII CONFERENCIA


GENERAL DE LA FAO



Lunes 23 de octubre de 1995





Señor presidente;
señor director general;
señoras y señores:

1. Con mucho gusto os doy la bienvenida a vosotros distinguidos participantes en la XXVIII Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas para la agricultura y la alimentación (FAO), que estáis realizando vuestra ya tradicional visita a la Sede de Pedro. Dado que este año se celebra el 50° aniversario de la FAO, me complace especialmente que, a pesar de vuestra apretada agenda, no hayáis querido perder esta ocasión, una costumbre que se ha mantenido en las reuniones de la Conferencia desde que la FAO se estableció en Roma, en 1951.

Por medio de usted, señor presidente, expreso mis mejores deseos a los delegados y a los representantes de los Estados miembros, y doy la bienvenida en particular a los nuevos miembros de vuestra organización, que hoy más que nunca refleja un mundo que, a pesar de las divisiones a menudo dolorosas, siente cada vez más la necesidad de unirse en torno a objetivos comunes.

Le doy las gracias, señor director general, y le renuevo mi estima por su generoso compromiso durante la primera fase de su mandato, que implica también la difícil pero necesaria tarea de reestructurar la organización.

2. No es casualidad que el comienzo de la FAO haya coincidido con la formación de una organización más amplia, las Naciones Unidas, cuyos ideales inspiraron a la FAO y con cuya actividad está relacionada. Así, la institución de la FAO quiso destacar la complementariedad de los principios contenidos en la Carta de las Naciones Unidas: la verdadera paz y la efectiva seguridad internacional no se consiguen sólo previniendo guerras y conflictos, sino también promoviendo el desarrollo y creando condiciones que aseguren que los derechos humanos fundamentales sean garantizados plenamente.

3. La celebración del 50° aniversario de la FAO ofrece una ocasión oportuna para reflexionar en el compromiso de la comunidad internacional en favor de un bien y un deber fundamentales: librar a los seres humanos de la desnutrición y de la amenaza de la muerte por hambre. Como habéis puesto de relieve en vuestra reciente Declaración de Québec, no se puede olvidar que en los comienzos de la FAO no sólo se deseaba fortalecer la cooperación efectiva entre los Estados en un sector tan importante como la agricultura, sino que también se quería encontrar la manera de garantizar alimento suficiente a todo el mundo, compartiendo los frutos de la tierra de modo racional. Al fundar la FAO, el 16 de octubre de 1945, la comunidad mundial esperaba erradicar el flagelo del hambre y la inanición. Las enormes dificultades presentes aún en esta tarea no deben hacer que disminuya la firmeza de vuestro compromiso.

También hoy se presentan ante nuestros ojos algunas situaciones trágicas: gente que muere de hambre porque no se han garantizado la paz y la seguridad. La situación social y económica del mundo actual hace que todos seamos conscientes de que el hambre y la desnutrición de millones de personas son el resultado de mecanismos perversos dentro de las estructuras económicas, o la consecuencia de criterios injustos en la distribución de los recursos y la producción, de políticas programadas para defender a grupos con intereses especiales, o de diferentes formas de proteccionismo.

51 Además, la situación precaria en la que se encuentran pueblos enteros, ha llevado a una movilización de dimensiones tan alarmantes, que no puede afrontarse únicamente con la ayuda humanitaria tradicional. La cuestión de los refugiados y los desplazados provoca consecuencias dramáticas para la producción agrícola y la seguridad de alimentos, en perjuicio de la nutrición de millones de personas. La acción de la FAO durante los últimos años ha mostrado que no basta suministrar ayudas de emergencia a los refugiados; esta forma de asistencia no aporta una solución satisfactoria, pues se permite que persistan y se agudicen las condiciones de extrema pobreza, condiciones que llevan al incremento de las muertes por desnutrición y hambre. Hay que afrontar las causas de esas situaciones.

4. Señoras y señores, las celebraciones del 50° aniversario nos brindan la oportunidad de preguntarnos por qué la acción internacional, a pesar de la existencia de la FAO, ha sido incapaz de modificar este estado de cosas. A nivel mundial puede producirse suficiente alimento para satisfacer las necesidades de todos. ¿Por qué, entonces, tantos pueblos corren el riesgo de morir de hambre?

Como bien sabéis, son muchas las razones de esta situación paradójica, en la que la abundancia coexiste con la escasez; entre ellas, algunas políticas que reducen fuertemente la producción agrícola, la corrupción tan difundida en la vida pública y las masivas inversiones en sistemas de armas sofisticadas, en perjuicio de las necesidades primarias de los pueblos. Éstas y otras razones contribuyen a la creación de lo que llamáis estructuras del hambre. Se trata de los mecanismos del comercio internacional, mediante los cuales los países menos favorecidos, los que tienen mayor necesidad de alimentos, son excluidos, de un modo u otro, del mercado, impidiendo así una distribución justa y eficaz de los productos agrícolas. Con todo, otra razón consiste en el hecho de que ciertas formas de ayuda para el desarrollo se conceden sólo con la condición de que los países más pobres adopten políticas de ajustes estructurales, políticas que limitan drásticamente la capacidad de esos países de adquirir los alimentos necesarios. Un serio análisis de las causas esenciales del hambre no puede menos de destacar la actitud que se observa en los países más desarrollados, en los que una cultura consumiste tiende a exaltar las necesidades artificiales frente a las reales. Esto provoca consecuencias directas sobre la estructura de la economía mundial, y en particular sobre la agricultura y la producción alimentaria.

Estas numerosas razones tienen su origen no sólo en un falso sentido de los valores en los que deberían basarse las relaciones internacionales, sino también en una actitud muy difundida que privilegia el tener frente al ser. El resultado es la incapacidad real de muchas personas para comprender las necesidades de los pobres y los hambrientos. En verdad, se trata de la incapacidad de comprender a los pobres en su inalienable dignidad humana. Por eso, una campaña eficaz contra el hambre requiere mucho más que dar meras indicaciones sobre el funcionamiento correcto de los mecanismos de mercado o conseguir niveles más elevados de producción alimentaria. Se necesita, ante todo, recuperar el sentido de la persona humana. En mi discurso que dirigí a la Asamblea general de las Naciones Unidas el pasado 5 de octubre, destaqué la necesidad de entablar relaciones entre los pueblos sobre la base de un constante «intercambio de dones», una verdadera «cultura del dar» que debería preparar a todos los países para afrontar las necesidades de los menos favorecidos (cf. n. 14).

5. En esta perspectiva, la FAO y otras organizaciones tienen un papel esencial que desempeñar para fomentar un nuevo sentido de cooperación internacional. Durante los últimos cincuenta años la FAO ha tenido el mérito de hacer que la gente tuviera acceso a la tierra, favoreciendo así a los agricultores y promoviendo sus derechos como condición para aumentar los niveles de producción. La ayuda alimentaria, usada a menudo como un medio para ejercer presiones políticas, ha sido modificada gracias a un nuevo concepto: la seguridad de alimentos, que considera la disponibilidad de estos no sólo en relación con las necesidades de la población de un país, sino también en relación con la capacidad productiva de las áreas cercanas, precisamente con vistas al traslado o intercambio rápido de alimentos.

Además, la preocupación que la comunidad internacional muestra por las cuestiones ambientales se refleja en el compromiso de la FAO en favor de actividades que procuran limitar el daño causado al ecosistema y proteger la producción alimentaria de fenómenos como la desertización y la erosión. La promoción de una justicia social efectiva en las relaciones entre los pueblos supone la conciencia de que los bienes de la creación están destinados a todas las personas, y que la vida económica de la comunidad mundial debería tender a compartir esos bienes, su uso y sus beneficios.

Hoy, más que nunca, es necesario que la comunidad internacional se comprometa nuevamente a cumplir la finalidad primaria por la que se creó la FAO. El pan diario para cada persona en la tierra, el Fiat panis al que la FAO se refiere en su lema, es condición esencial para la paz y la seguridad del mundo. Hay que realizar opciones valientes, y hacerlas a la luz de una correcta visión ética de la actividad política y económica. Las modificaciones y las reformas del sistema internacional, y en particular de la FAO, deben enraizarse en una ética de solidaridad y en una cultura de comunión.Orientar los trabajos de esta Conferencia hacia ese objetivo puede ser el modo más fructífero de prepararse a la importante reunión de la Cumbre mundial sobre la nutrición, que la FAO ha programado para noviembre de 1996.

6. En todos esos esfuerzos la Iglesia católica está a vuestro lado, como testimonia la atención con la que la Santa Sede ha seguido la actividad de la FAO desde 1948. Al celebrar este 50° aniversario con vosotros, la Santa Sede desea manifestar su apoyo continuo a vuestros esfuerzos. Un signo de este apoyo y estimulo será la campana que se colocará en la sede de la FAO, como recuerdo de la creación, hace cincuenta años, de la familia de las Naciones Unidas. Las campanas simbolizan la alegría, anuncian un acontecimiento. Pero también suenan para llamar a la acción. En esta ocasión, y en el ámbito de la actividad de la FAO, esta campana está destinada a llamar a todos, a los países, a las diversas organizaciones internacionales, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, a esforzarse cada vez más por liberar al mundo del hambre y la desnutrición.

Las palabras grabadas en la base de la campana evocan el verdadero propósito del sistema de las Naciones Unidas: «No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra» (
Is 2,4). Se trata de palabras del profeta Isaías, que proclamaba la aurora de la paz universal. Sin embargo, según el profeta, esta paz llegará —y esto tiene un gran significado para la FAO— cuando «forjen de sus espadas arados, y de sus lanzas podaderas» (Is 2,4). En efecto, sólo cuando las personas consideren una prioridad la lucha contra el hambre, y se comprometan a suministrar a todos los medios para ganarse su pan de cada día en lugar de acumular armas, se pondrá fin a los conflictos y a las guerras, y la humanidad será capaz de emprender el camino duradero de la paz.

Ésta es la sublime tarea a la que estáis llamados vosotros, los representantes de las naciones y los líderes de la FAO.

Sobre vuestro trabajo y sobre la FAO invoco las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso, siempre rico en misericordia.








AL SIMPOSIO CON MOTIVO DEL 30 ANIVERSARIO


DEL DECRETO PRESBYTERORUM ORDINIS


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Viernes 27 de octubre de 1995



1. El amor más grande es el título de este interesante festival, durante el cual hemos podido escuchar diversos testimonios acerca del sacerdocio, a treinta años de la promulgación del decreto del concilio Vaticano II Presbyterorum ordinis sobre el ministerio y la vida sacerdotal.

Gracias a quienes lo han preparado con esmero y competencia. En particular, gracias al cardenal prefecto José Sánchez y al secretario monseñor Crescenzio Sepe de la Congregación para el clero que, al programar el simposio internacional de estos días, también han querido organizar esta significativa manifestación artística densa de espiritualidad sacerdotal. Gracias a los intérpretes, a los colaboradores técnicos de la transmisión televisiva en directo así como a quienes han participado aquí, en el aula Pablo VI, y en las conexiones desde Jerusalén, Fátima, Ars y Wadowice. Doy las gracias a la RAT que, en colaboración con el Centro televisivo vaticano y Telepace, han hecho posible su difusión a muchas naciones del mundo.

Además, dirijo un saludo cordial a los hermanos de las otras confesiones cristianas que han querido participar en este encuentro.

2. Quisiera dar las gracias a mi sucesor, el metropolita de la Iglesia de Cracovia, el cardenal Macharski, y a todos los que han participado en mi itinerario sacerdotal. En este momento, también yo quisiera ofrecer mi testimonio de sacerdote desde hace casi cincuenta años. Pero antes, deseo saludaros con afecto a todos vosotros, amadísimos hermanos en el sacerdocio. Abrazo a cada uno con cordialidad y gratitud: a los presbíteros diocesanos y a los presbíteros religiosos, especialmente a los ancianos, enfermos o cansados. Gracias por vuestro testimonio, con frecuencia silencioso y difícil; gracias por vuestra fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. Conozco las alegrías y las preocupaciones de vuestros esfuerzos apostólicos de cada día. Estoy cerca de vosotros con mi oración y mi afecto. Queridos sacerdotes, un signo de esta cercanía espiritual mía es la Carta que os escribo y envió cada año el Jueves santo. Es hermoso meditar hoy juntos en el don del sacerdocio que nos une a todos en el vínculo del sacramento del orden.

¿Qué es el sacerdote? ¿Qué es el sacerdocio?

El sacerdocio es una vocación. Nadie se arroga esta dignidad, sino sólo el llamado por Dios. Lo pone muy bien de manifiesto el autor de la carta a los Hebreos cuando afirma que la vocación divina al sacerdocio no se refiere sólo a los sacerdotes del Antiguo Testamento sino, ante todo, a Cristo mismo, el Hijo consustancial con el Padre, instituido sacerdote según el rito de Melquisedec, único sacerdote para siempre de la nueva y eterna alianza. En esta vocación del Hijo al sacerdocio se expresa una dimensión del misterio trinitario.

Al mismo tiempo, el sacerdocio de Cristo constituye una consecuencia de la Encarnación. Al nacer de María, e] Hijo eterno y unigénito de Dios entra en el orden de la creación. Se convierte en sacerdote, el único sacerdote y, por esta razón, quienes tienen el sacerdocio sacramental en la Iglesia de la nueva alianza, participan en su único sacerdocio.

El sacerdocio es un don. Dice la Biblia: "Nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios" (He 5,4).

El sacerdocio es punto clave de toda la vida y misión de la Iglesia.

El sacerdocio es un misterio, que supera al hombre. Ante esta realidad es necesario repetir con san Pablo: "Son insondables sus designios e inescrutables los caminos de Dios" (cf. Rin 11, 33).

53 3. El próximo 1 de noviembre comenzaré el quincuagésimo año de mi sacerdocio. Pensando en la historia de mi vocación, debo confesar que fue una vocación adulta, aunque, en cierto sentido, anunciada en el período de mi adolescencia. Después del examen final en el instituto de Wadowice, en 1938 comencé a estudiar filología polaca en la Universidad Jaguelónica de Cracovia, lo cual respondía a mis intereses y predilecciones de entonces. Pero esos estudios fueron interrumpidos por la segunda guerra mundial, en septiembre de 1939. Desde septiembre de 1940 comencé a trabajar, primero en una cantera de piedra y después en la fábrica Solvay. Precisamente en esa difícil situación maduró en mí la vocación sacerdotal. Maduró entre los sufrimientos de mi nación; maduró en el trabajo físico, entre los obreros; inauguró también gracias a la dirección espiritual de varios sacerdotes, especialmente de mi confesor. En octubre de 1942 me presenté en el seminario mayor de Cracovia y fui admitido. Desde ese momento, aunque seguí trabajando como obrero en la fábrica Solvay, me convertí en estudiante clandestino de la facultad de teología en la Universidad Jaguelónica, y en alumno del seminario mayor de Cracovia. Recibí la ordenación sacerdotal el 1 de noviembre de 1946 de manos del cardenal Adam Stefan Sapieha, en su capilla privada.

4. El sacerdote es el hombre de la Eucaristía. En el arco de casi cincuenta años de sacerdocio, la celebración de la Eucaristía sigue siendo para mí el momento más importante y más sagrado. Tengo plena conciencia de celebrar en el altar in persona Christi. Jamás en el curso de estos años, he dejado la celebración del santísimo sacrificio. Si esto sucedió alguna vez, fue sólo por motivos independientes de mi voluntad. La santa misa es de modo absoluto el centro de mi vida y de toda mi jornada. Ella se encuentra en el centro de la teología del sacerdocio, una teología que he aprendido no tanto de los libros de texto, cuanto de modelos vivos de santos sacerdotes. Ante todo, del santo párroco de Ars, Juan María Vianney. Todavía hoy me acuerdo de la biografía escrita por el padre Trochu, que literalmente me conmovió. Nombro al párroco de Ars, pero no es el único modelo de sacerdote que me ha impresionado. Ha habido muchos otros santos sacerdotes a los que he admirado, habiéndolos conocido tanto a través de sus hagiografías como personalmente, porque son contemporáneos. Los miraba y aprendía de ellos el significado del sacerdocio, como vocación y ministerio.

5. El sacerdote es hombre de oración. "Os alimento con lo que yo mismo vivo", decía san Anselmo. Las verdades anunciadas deben descubrirse y hacerse propias en la intimidad de la oración y de la meditación. Nuestro ministerio de la palabra consiste en manifestar lo que primero ha sido preparado en la oración.

Sin embargo, no es ésta la única dimensión de la oración sacerdotal. Dado que el sacerdote es mediador entre Dios y los hombres, muchos hombres se dirigen a él para pedirle oraciones. Por tanto, la oración, en cierto sentido, "crea" al sacerdote, especialmente come pastor. Y al mismo tiempo cada sacerdote se crea a sí mismo constantemente gracias a la oración. Pienso en la estupenda oración del breviario, Officium divinum, en la cual la Iglesia entera con los labios de sus ministros ora junto a Cristo; pienso en el gran número de peticiones y de intenciones de oración, que nos presentan constantemente numerosas personas. Yo tomo nota de las intenciones que me indican personas de todo el mundo y las conservo en mi capilla sobre el reclinatorio, para que en todo momento estén presentes en mi conciencia, incluso cuando no puedo repetirlas literalmente cada día. Permanecen allí, y se puede decir que el Señor Jesús las conoce, porque se encuentran entre los apuntes sobre el reclinatorio y también en mi corazón.

6. Ser sacerdotes hoy. El tema del la identidad sacerdotal es siempre actual, porque se trata de nuestro ser nosotros mismos. Durante el concilio Vaticano II e inmediatamente después se habló mucho de esto. Este problema tuvo origen probablemente en cierta crisis de la pastoral, frente a la laicización y el abandono de la práctica religiosa. Los sacerdotes comenzaron a plantearse la siguiente pregunta: ¿Se tiene todavía necesidad de nosotros? Y en algunos sacerdotes aparecieron los síntomas de cierta pérdida de su propia identidad.

Desde el principio el sacerdote, como escribe el autor de la carta a los Hebreos, "es elegido de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres que lo que se refiere a Dios" (
He 5,1). Esta es la mejor definición de la identidad del sacerdote. Cada sacerdote, según los dones que el Creador le ha otorgado, puede servir de diferentes maneras a Dios y alcanzar con su ministerio sacerdotal diversos sectores de la vida humana, acercándolos a Dios. Sin embargo él permanece, y debe permanecer un hombre elegido de entre los demás y "puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios".

La identidad sacerdotal es importante para el presbítero; es importante para su testimonio delante de los hombres, que sólo buscan en él al sacerdote: un verdadero "horno Dei", que ame a la Iglesia como a su esposa; que sea para los fieles testigo de lo absoluto de Dios y de las realidades invisibles; que sea un hombre de oración y, gracias a ésta, un verdadero maestro, un guía y un amigo. Delante de un sacerdote así, a los creyentes les resulta más fácil arrodillarse y confesar sus propios pecados; cuando participan en la santa misa, les resulta más fácil tomar conciencia de la unción del Espíritu santo, concedida a las manos y al corazón del sacerdote radiante el sacramento del orden.

La identidad sacerdotal es una cuestión de fidelidad a Cristo y al pueblo de Dios, al que somos enviados. No es sólo algo íntimo, que se refiere a la autoconciencia sacerdotal. Es una realidad constantemente examinada y verificada por parte de los hombres, porque el sacerdote "elegido de entre los hombres está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios".

7. Pero un sacerdote, ¿cómo puede realizar plenamente esta vocación? El secreto, queridos sacerdotes, lo conocéis bien: es confiar en el apoyo divino y tender constantemente a la santidad. Esta tarde quisiera desear a cada uno de vosotros "la gracia de renovar cada día el carisma de Dios recibido con la imposición de las manos (cf. 2Tm 1,6); de sentir el consuelo de la profunda amistad que os vincula con Cristo y os une entre vosotros; de experimentar el gozo del crecimiento de la grey de Dios en un amor cada vez más grande a él y a todos los hombres; de cultivar el sereno convencimiento de que el que ha comenzado en vosotros esta obra buena la llevará a cumplimiento hasta el (lía de Cristo Jesús (cf. Flp Ph 1,6)" (Pastores dabo vobis PDV 82).

Os sostenga, con su ejemplo y su intercesión, María santísima, María Madre de los sacerdotes.







                                                                                  Noviembre de 1995




A UN GRUPO DE OBISPOS ARGENTINOS EN VISITA «AD LIMINA»


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Sábado 11 de noviembre de 1995



Amados Hermanos en el Episcopado:

1. Es para mí motivo de gran satisfacción recibiros hoy, Obispos de Argentina, que habéis venido a Roma para “visitar a Pedro” (Ga 1,18), reafirmando así vuestra comunión y la de las Iglesias particulares que presidís con la Iglesia de Roma y su Obispo, llamado a confirmar la fe de sus hermanos (cf Lc 22,32). Os saludo con afecto y os deseo de corazón “la gracia, la misericordia y la paz que proceden de Dios Padre y de Cristo Jesús, nuestro Señor” (1Tm 1,2). A través vuestro, mi saludo se extiende a los sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, y a todo el pueblo de Dios de vuestras diócesis.

Quiero agradecer, en primer lugar, las amables palabras que el Señor Cardenal Raúl Francisco Primatesta, Arzobispo de Córdoba, me ha dirigido en nombre de todos, haciéndose intérprete de los sentimientos de adhesión y afecto a la persona y al magisterio del Papa.

Los encuentros de estos días y el diálogo que he mantenido con cada uno me ha permitido constatar el celo que dedicáis a vuestro ministerio, ofreciéndome la oportunidad de compartir los anhelos y esperanzas, preocupaciones y alegrías de vuestro servicio a un “pueblo religioso que, en torno a sus Pastores y en unión con el sucesor del Pedro, está dispuesto a manifestar su fe y a corroborar su compromiso cristiano” (Ceremonia de despedida en el aeropuerto de Ezeiza, 12 de abril de 1987).

2. Aunque “la misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por todos los fieles laicos” (Christifideles laici CL 23), es indudable que los presbíteros tienen un papel fundamental en dicha misión. Por eso deseo compartir la preocupación por la promoción de las vocaciones al sacerdocio y por la formación de los futuros pastores del Pueblo de Dios.

La importancia de este tema exige una reflexión continua y un nuevo y decidido empeño por parte de todas las comunidades cristianas bajo la guía de aquéllos a quienes “el Espíritu Santo ha constituido obispos para apacentar a la Iglesia de Dios” (Ac 20,28). La pastoral en este campo debe ser enfocada desde el misterio de la vocación, es decir, el llamado al seguimiento y al ministerio que el Señor efectúa de modo personal a través de la fecundidad de la Iglesia y de la profundidad de su vida, alimentada por la pureza de la fe, por la gracia de los Sacramentos, por el espíritu de conversión y por la oración ardiente de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Todos, por tanto, han de participar de algún modo en la pastoral vocacional, confiando que Dios responderá con sus dones a la fidelidad de su pueblo proporcionándole los ministros necesarios.

Es también importante tener presente que la pastoral vocacional encuentra su prólogo y su contexto en la pastoral juvenil, orientada a la formación doctrinal, espiritual y apostólica de los jóvenes, tanto en las parroquias y colegios, como en los movimientos y obras supraparroquiales. También, donde sea posible, los Seminarios menores, tan recomendados por el Concilio Vaticano II (cf. Optatam totius OT 3), ofrecen su valiosa contribución al discernimiento vocacional de los adolescentes y jóvenes. Es fundamental en este campo una formación integral y coherente, basada en la intimidad con Cristo, que disponga, a los que sean elegidos, a recibir con gozo la gracia del don.

3. A este respecto, el Seminario ha de ser objeto de vuestra especial solicitud. En él, durante años, los candidatos al sacerdocio van adquiriendo aquella identidad que los configurará como ministros de Cristo Maestro, Sacerdote y Rey, y que luego quedará sellada por la sagrada ordenación, la cual los capacitará para actuar “in persona Christi”. Este proceso formativo es una realidad misteriosa en la que la libertad humana debe responder generosamente a la acción de la gracia.

A los seminaristas se les debe presentar sin ambigüedades la figura del sacerdote y su identidad esencial, que han sido delineadas con claridad por las diversas orientaciones de la Sede Apostólica y que yo mismo he recordado en la Exhortación Apostólica postsinodal “Pastores Dabo Vobis”. Dicha identidad ha de iluminar todo el proceso educativo e inspirar claros criterios de selección, como ya tuve oportunidad de señalar en mi visita a vuestro País, pues “no es el número lo que se ha de buscar principalmente, sino la idoneidad de los candidatos. Necesitamos muchos sacerdotes, pero que sean aptos, dignos, bien formados, santos” (Discurso en la sede de la Conferencia Episcopal Argentina, n. 3, 12 de abril de 1987), y como exhorta oportunamente el Concilio Vaticano II, “a lo largo de la selección y prueba de los alumnos, procédase siempre con la necesaria firmeza, aunque haya que deplorar penuria de sacerdotes, ya que si se promueven los dignos, Dios no permitirá que su Iglesia carezca de ministros” (Optatam totius OT 6).

El testimonio de fidelidad de los sacerdotes, a cuyo ministerio se integrarán los nuevos ordenados, es también un factor importante para la formación de los seminaristas. Respondiendo con generosidad y con un amor indiviso a su “vocación en el sacerdocio”, los presbíteros serán modelo de caridad pastoral, de oración y de sacrificada entrega para los jóvenes candidatos a las órdenes sagradas. La preparación de los futuros ministros del Señor debe continuar en la formación permanente cuando ya son miembros del presbiterio diocesano, lo cual es “una exigencia intrínseca del don y del ministerio sacramental recibido” (Pastores Dabo Vobis PDV 70).


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