Audiencias 1994 74

Miércoles 30 de noviembre de 1994

La pobreza evangélica condición esencial de la vida consagrada

1. En el mundo contemporáneo, donde es tan estridente el contraste entre las formas antiguas y nuevas de codicia y las experiencias de inaudita miseria que viven enormes sectores de la población, aparece cada vez con mayor claridad, ya en el plano sociológico, el valor de la pobreza elegida libremente y practicada con coherencia. Además, desde el punto de vista cristiano, la pobreza ha sido considerada siempre una condición de vida que facilita seguir a Cristo en el ejercicio de la contemplación, de la oración y de la evangelización. Es importante para la Iglesia que numerosos cristianos hayan tomado una conciencia más viva del amor de Cristo a los pobres y sientan la urgencia de llevarles su ayuda. Pero también es verdad que las condiciones de la sociedad contemporánea muestran con mayor crudeza la distancia que existe entre el Evangelio de los pobres y un mundo a menudo tan obsesionado por perseguir los intereses relacionados con la avidez de la riqueza, convertida en ídolo que domina toda la vida. Por esta razón, la Iglesia siente cada vez más fuerte el impulso del Espíritu a ser pobre entre los pobres, a recordar a todos la necesidad de conformarse con el ideal de pobreza predicada y practicada por Cristo, y a imitarlo en su amor sincero y concreto a los pobres.

2. En especial, en la Iglesia se ha reavivado y consolidado la conciencia de la posición de frontera que los religiosos y todos los que quieren seguir a Cristo en la vida consagrada, tienen en este campo de los valores evangélicos, llamados como están a reflejar en sí mismos y a testimoniar al mundo la pobreza del Maestro y su amor a los pobres. Él mismo unió el consejo de pobreza tanto a la exigencia de despojarse personalmente del estorbo de los bienes terrenos para obtener el bien celestial, como a la caridad hacia los pobres: «Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme» (Mc 10,21).

75 Jesús, al pedirle esta renuncia, ponía al joven rico una condición previa para seguirlo, que comportaba la participación más íntima en el despojo de la Encarnación. Pablo recordará esto a los cristianos de Corinto, para alentarlos a ser generosos con los pobres, poniéndoles el ejemplo de aquel que «siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2Co 8,9). Santo Tomás comenta: Jesús «defendió la pobreza material para darnos a nosotros las riquezas espirituales» (Summa Theol, III 40,3). Todos los que, acogiendo su invitación, siguen voluntariamente el camino de la pobreza, que él inauguró, son llevados a enriquecer espiritualmente la humanidad. Lejos de añadir simplemente su pobreza a la de los otros pobres que viven en el mundo, están llamados a proporcionarles la verdadera riqueza, que es de orden espiritual. Como he escrito en la exhortación apostólica Redemptionis donum, Cristo «es el maestro y el portavoz de la pobreza que enriquece» (n. 12).

3. Si contemplamos a este Maestro, aprendemos de él el verdadero sentido de la pobreza evangélica y la grandeza de la vocación a seguirlo por el camino de esa pobreza. Y, ante todo, vemos que Jesús vivió verdaderamente como pobre. Según san Pablo, él, Hijo de Dios, abrazó la condición humana como una condición de pobreza, y en esta condición humana siguió una vida de pobreza. Su nacimiento fue el de un pobre, como indica el establo donde nació y el pesebre donde lo puso su madre. Durante treinta años vivió en una familia en la que José se ganaba el pan diario con su trabajo de carpintero, trabajo que después él mismo compartió (cf. Mt 13,55 Mc 6,3). En su vida pública pudo decir de sí: «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9,58), para indicar su entrega total a la misión mesiánica en condiciones de pobreza. Y murió como esclavo y pobre, despojado literalmente de todo, en la cruz. Había elegido ser pobre hasta el fondo.

4. Jesús proclamó las bienaventuranzas de los pobres: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6,20). A este respecto, hay que recordar que ya en el antiguo Testamento se había hablado de los «pobres del Señor» (cf. Ps 74,19 Ps 149,4 s), objeto de la benevolencia divina (cf. Is 49,13 Is 66,2). No se trataba simplemente de personas que se hallaban en un estado de indigencia, sino más bien de personas humildes que buscaban a Dios y se ponían con confianza bajo su protección. Estas disposiciones de humildad y confianza aclaran la expresión que emplea el evangelista Mateo en la versión de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt 5,3). Son pobres de espíritu todos los que no ponen su confianza en el dinero o en los bienes materiales, sino que, por el contrario, se abren al reino de Dios. Pero es precisamente éste el valor de la pobreza que Jesús alaba y aconseja como opción de vida, que puede incluir una renuncia voluntaria a los bienes, y precisamente en favor de los pobres. Es un privilegio de algunos ser elegidos y llamados por él para seguir este camino.

5. Sin embargo, Jesús afirma que todos necesitan hacer una opción fundamental acerca de los bienes de la tierra: liberarse de su tiranía. Nadie -dice- puede servir a dos señores. O se sirve a Dios o se sirve al dinero (cf. Lc 16,13 Mt 6,24). La idolatría de mammona, o sea del dinero, es incompatible con el servicio a Dios. Jesús nos hace notar que los ricos se apegan más fácilmente al dinero (llamado con el término arameo mammona, que significa tesoro), y les resulta difícil dirigirse a Dios: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios» (Lc 18,24-25 cf. par. ).

Jesús advierte acerca del doble peligro de los bienes de la tierra, a saber, que con la riqueza el corazón se cierre a Dios, y se cierre también al prójimo, como se ve en la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro (cf. Lc 16,19-31). Sin embargo, Jesús no condena de modo absoluto la posesión de los bienes terrenos: le apremia más bien recordar a quienes los poseen el doble mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo. Pero, a quien puede y quiere comprenderlo, pide mucho más.

6. El Evangelio es claro sobre este punto: Jesús, a quienes llamaba e invitaba a seguirlo, pedía que compartieran su misma pobreza mediante la renuncia a lo bienes, fueran pocos o muchos. Ya hemos citado su invitación al joven rico: «Cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres» (Mc 10,21). Era una exigencia fundamental, repetida muchas veces, aunque se tratara de dejar la casa o los campos (cf. Mc 10,29 par. ), o la barca (cf. Mt 4,22) o incluso todo: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). A sus discípulos, es decir, a los llamados a seguirlo mediante la entrega total de sí mismos, Jesús les decía: «Vended vuestros bienes y dad limosna» (Lc 12,33).

7. Esta pobreza se pide a quienes aceptan seguir a Cristo en la vida consagrada. Su pobreza se concreta también en un hecho jurídico, como recuerda el Concilio, que puede tener diversas expresiones: desde la renuncia radical a la propiedad de bienes, como en las antiguas órdenes mendicantes y como se admite hoy también para los miembros de las otras congregaciones religiosas (cf. decreto Perfectae caritatis PC 13), hasta otras formas posibles que el Concilio alienta a buscar (cf. decreto Perfectae caritatis PC 13). Lo que importa es que se viva realmente la pobreza como participación en la pobreza de Cristo: «Por lo que atañe a la pobreza religiosa, no basta someterse a los superiores en el uso de los bienes, sino que es menester que los religiosos sean pobres de hecho y de espíritu, teniendo sus tesoros en el cielo (cf. Mt 6,20)» (cf. decreto Perfectae caritatis PC 13).

Los institutos mismos están llamados a brindar un testimonio colectivo de la pobreza. El Concilio, dando nueva autoridad a la voz de numerosos maestros de la espiritualidad y de la vida religiosa, ha subrayado de modo especial que los institutos «eviten [...] toda especie de lujo, de lucro inmoderado y de acumulación de bienes» (cf. decreto Perfectae caritatis PC 13). Y añade que su pobreza ha de estar animada por un espíritu de participación entre las diversas provincias y casas, y de generosidad para con las «necesidades de la Iglesia y el sustento de los necesitados» (cf. decreto Perfectae caritatis PC 13).

8. Otro punto, que reaparece cada vez más en el desarrollo reciente de las formas de pobreza, se manifiesta en la recomendación del Concilio sobre «la ley común del trabajo» (cf. decreto Perfectae caritatis PC 13). Anteriormente existía una opción y una praxis de mendicidad que era signo de pobreza, humildad y caridad benéfica para con los indigentes. Hoy es más bien con su trabajo como los religiosos se procuran lo necesario para su sustento y sus obras. Es una ley de vida y una praxis de pobreza. Abrazarla libre y gozosamente significa aceptar el consejo y creer en la bienaventuranza evangélica de la pobreza. Es el servicio mayor que, bajo este aspecto, los religiosos pueden prestar al Evangelio: testimoniar y practicar el espíritu de abandono confiado en las manos del Padre, como verdaderos seguidores de Cristo, quien vivió ese espíritu, lo enseñó y lo dejó como herencia a la Iglesia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

76 Me es grato saludar ahora a todas las personas de lengua española que participan en esta audiencia, especialmente a las Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús: que el curso de formación que realizáis os sirva para continuar viviendo con fidelidad el carisma de San Enrique de Ossó.

Igualmente doy mi bienvenida al grupo de peregrinos de México y a los de los otros países de América Latina.





Diciembre de 1994

Miércoles 7 de diciembre de 1994

La obediencia evangélica en la vida consagrada

1. Cuando Jesús llamó a los discípulos a seguirlo, les inculcó la necesidad de una obediencia a su persona. No se trataba sólo de la observancia común de la ley divina y de los dictados de la conciencia humana recta y veraz, sino de un compromiso mucho mayor. Seguir a Cristo significaba aceptar cumplir lo que él en persona mandaba y ponerse bajo su dirección al servicio del Evangelio, para la llegada del reino de Dios (cf. Lc 9,60 Lc 9,62).

Por ello, además de los compromisos del celibato y la pobreza, con su sígueme Jesús pedía también el de una obediencia que constituía la extensión a los discípulos de su obediencia al Padre, en su condición de Verbo encarnado, convertido en Siervo de Yahveh» (cf. Is 42,1 Is 52, 13-53, Is 12 Ph 2,7). Al igual que la pobreza y la castidad, también la obediencia caracterizaba el cumplimiento de la misión de Jesús; más aún, era su principio fundamental, traducido en el sentimiento vivísimo que lo impulsaba a decir: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34 cf. Redemptionis donum Jn 13). El Evangelio atestigua que en virtud de esta actitud Jesús llega con plena entrega al sacrificio de la cruz, cuando ?como escribe san Pablo? él, que era de naturaleza divina, «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Ph 2,8). La carta a los Hebreos subraya que Jesucristo «aún siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia» (He 5,8).

Jesús mismo reveló que su espíritu tendía a la oblación total de sí, casi por un misterioso pondus crucis, una especie de ley de gravedad de la vida inmolada, que tendría su manifestación suprema en la oración de Getsemaní: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36).

2. Como herederos de los discípulos directamente llamados por Jesús a seguirlo en su misión mesiánica, los religiosos ?dice el Concilio? «por la profesión de la obediencia, ofrecen a Dios, como sacrificio de sí mismos, la plena entrega de su voluntad, y por ello se unen más constante y plenamente a la voluntad salvífica de Dios» (Perfectae caritatis PC 14). Respondiendo a la voluntad divina de salvación, se justifica la renuncia a la propia libertad. Como apertura al designio salvífico de Dios sobre el inmenso horizonte, en el que el Padre abraza a todas las criaturas, la obediencia evangélica va mucho más allá del destino individual del discípulo: es una participación en la obra de la redención universal.

San Pablo, refiriéndose a la obediencia de Cristo, subraya este valor salvífico. Si el pecado había invadido el mundo por un acto de desobediencia, la salvación universal se obtuvo con la obediencia del Redentor: «Así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Rm 5,19). En la patrística de los primeros siglos se recoge y desarrolla el paralelismo que estableció san Pablo entre Adán y Cristo, al igual que la referencia a María, con relación a Eva, bajo el aspecto de la obediencia. Así, san Ireneo escribe: «El nudo de la desobediencia de Eva fue deshecho por la obediencia de María» (Adversus haereses, 3, 22, 4). «Como aquella había sido seducida hasta el punto de desobedecer a Dios, así ésta se dejó persuadir a obedecer a Dios» (Adversus haereses, 3, 22, 4). Por eso, María se convirtió en cooperadora de la salvación: «Causa salutis» (Adversus haereses, 3, 22, 4). Con su obediencia también los religiosos quedan profundamente comprometidos en la obra de la salvación.

3. Santo Tomás ve en la obediencia religiosa la forma más perfecta de la imitación de Cristo, del que dice san Pablo que «se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Ph 2,8). Por ello, ocupa el primer lugar en el holocausto de la profesión religiosa (cf. Summa Theol., II-II 186,5 II-II 186,7 II-II 186,8).

77 Siguiendo esta hermosa y sólida tradición cristiana, el Concilio sostiene que «a ejemplo de Jesucristo..., los religiosos, por moción del Espíritu Santo, se someten con fe a sus superiores, que hacen las veces de Dios, y por ellos son dirigidos al ministerio de todos los hermanos en Cristo, a la manera que Cristo mismo, por su sumisión al Padre, sirvió a sus hermanos y dio su vida por la redención de muchos» (Perfectae caritatis PC 14). Jesús vivió la obediencia al Padre sin excluir las mediaciones humanas. En su infancia Jesús obedecía a José y a María: dice san Lucas que «les estaba sujeto» (Lc 2,51).

Así Jesús es el modelo de los que obedecen a una autoridad humana viendo en esa autoridad un signo de la voluntad divina. Y, por el consejo evangélico de obediencia, los religiosos están llamados a obedecer a los superiores en cuanto representantes de Dios. Por eso, santo Tomás, explicando un texto (c. 68) de la Regla de san Benito, sostiene que el religioso debe atenerse al juicio del superior (cf. Summa Theol., II-II 13,5, ad 3).

4. Es fácil comprender que la dificultad de la obediencia se encuentra a menudo en el discernimiento de esta representación divina en una criatura humana. Aquí aparece el misterio de la cruz, y es preciso no perderlo de vista. Convendrá recordar siempre que la obediencia religiosa no es simplemente sumisión humana a una autoridad humana. La persona que obedece se somete a Dios, a la voluntad divina expresada en la voluntad de los superiores. Es una cuestión de fe. Los religiosos deben creer a Dios que les comunica su voluntad mediante los superiores. También en los casos en que se ven los defectos de los superiores, su voluntad, si no va contra la ley de Dios o contra la Regla, expresa la voluntad divina. Incluso cuando, desde el punto de vista de un juicio humano, la decisión no parece prudente, un juicio de fe acepta el misterio de la voluntad divina: mysterium crucis.

Por lo demás, la mediación humana, aunque sea imperfecta, lleva un sello de autenticidad: el de la Iglesia que con su autoridad aprueba los institutos religiosos y sus leyes, como caminos seguros de perfección cristiana. A esta razón de eclesialidad se añade otra: la que brota de la finalidad de los institutos religiosos, que consiste en «trabajar para la edificación del Cuerpo de Cristo según el designio Dios» (Perfectae caritatis PC 14). Para el religioso que concibe y practica así la obediencia, éste es el secreto de la verdadera felicidad, que brota de la certeza cristiana de no haber seguido la propia voluntad, sino la de Dios, con un intenso amor hacia Cristo y hacia la Iglesia.

El Concilio, por otra parte, recomiendo a los superiores que sean también ellos dóciles a la voluntad de Dios; que tomen conciencia de su responsabilidad; que cultiven el espíritu de servicio; que practiquen la caridad hacia sus hermanos; que respeten a sus súbditos; que fomenten un clima de cooperación; que escuchen con gusto a sus hermanos, quedando, no obstante, en firme su autoridad para decidir (cf. Perfectae caritatis PC 14).

5. El amor a la Iglesia ha sido el origen de las reglas y constituciones de las familias religiosas, que a veces declaraban expresamente el compromiso de sumisión a la autoridad eclesial. Así se explica el ejemplo de san Ignacio de Loyola que, para servir mejor a Cristo y a la Iglesia, dio a la Compañía de Jesús el famoso cuarto voto, un voto de especial obediencia al Papa con respecto a las misiones. Este voto especifica una norma, que estaba y está implícita en cualquier profesión religiosa. También otros institutos han explicitado esa norma de un modo o de otro. Hoy el Código de derecho canónico la pone de relieve, de acuerdo con la mejor tradición de la doctrina y la espiritualidad nacidas del Evangelio: «Los institutos de vida consagrada, precisamente por dedicarse de un modo especial al servicio de Dios y de toda la Iglesia, se hallan sometidos por una razón peculiar a la autoridad suprema de ésta» (c. 590, §1). «Cada uno de sus miembros está obligado obedecer al Sumo Pontífice, como a superior supremo, también en virtud del vínculo sagrado de obediencia» (c. 590, §2). Son normas de vida que, aceptadas y seguidas con fe, llevan a los religiosos más allá de una concepción jurídica de establecimiento de relaciones en la comunidad cristiana: sienten la necesidad de insertarse lo más posible en las tendencias espirituales y en las iniciativas apostólicas de la Iglesia, en los diversos momentos con su vida, con su acción o al menos con su oración, y siempre con su afecto filial.

Saludos

Saludo ahora con afecto a los participantes de lengua española.

De modo especial a los peregrinos de Córdoba (España), así como a la Plana mayor y cadetes de la Escuela de Aviación Militar Argentina.

A todos deseo que la peregrinación a Roma, en este tiempo de Adviento, os ayude a proseguir vuestro camino de fe en Dios y de amor a la Iglesia.

A todas las familias y grupos venidos desde España y América Latina imparto, de corazón, mi bendición apostólica







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Miércoles 14 de diciembre de 1994

La vida de comunidad a la luz del Evangelio

1. La vida de comunidad, junto con los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, es considerada por el concilio Vaticano II, en el decreto Perfectae caritatis, como uno de los aspectos esenciales de la vida consagrada, a la luz del Evangelio y del ejemplo de las primeras comunidades cristianas.

La enseñanza del Concilio en este punto es muy importante, aunque es verdad que en algunas formas de vida consagrada, como las eremíticas, no existe una vida de comunidad muy intensa, o queda muy reducida, mientras que no se requiere necesariamente en los institutos seculares. Ahora bien, sí existe en la gran mayoría de los institutos de vida consagrada, y tanto los fundadores como la misma Iglesia siempre la han considerado una observancia fundamental para la buena marcha de la vida religiosa y para una válida organización del apostolado. Como confirmación, la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica ha publicado recientemente (el 2 de febrero de 1994) un documento especial sobre: La vida fraterna en comunidad.

2. Si contemplamos el Evangelio, se puede decir que la vida de comunidad responde a la enseñanza de Jesús sobre el vínculo entre los mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo. En un estado de vida en el que se quiere amar a Dios sobre todas las cosas, no se puede menos de comprometerse también amar con especial generosidad al prójimo, comenzando por los que están más cerca dado que pertenecen a la misma comunidad. Este es el estado de vida de los consagrados.

Además, el evangelio atestigua que las llamadas de Jesús se dirigieron, ciertamente, a personas determinadas, pero en general para invitarlas a asociarse a formar un grupo: así sucedió en el caso del grupo de los discípulos, y también en el de las mujeres.

En las páginas evangélicas se encuentra también documentada la importancia de la caridad fraterna como alma de la comunidad y, por consiguiente, como valor esencial de la vida común. El evangelio narra las disputas que se produjeron en varias ocasiones entre los mismos Apóstoles, los cuales, siguiendo a Jesús, no habían dejado de ser hombres, hijos de su tiempo y de su pueblo: se preocupaban por establecer las primacías de grandeza y de autoridad. La respuesta de Jesús fue una lección de humildad y de disponibilidad a servir (cf. Mt 18,3-4 Mt 20,26-28 y paralelos). Luego, les dio su mandamiento, el del amor mutuo (cf. Jn 13,34 Jn 15,12 Jn 15,17), siguiendo su ejemplo. En la historia de la Iglesia, y en especial de los institutos de religiosos, el problema de las relaciones entre individuos y grupos se ha repetido a menudo, y la única respuesta válida que ha tenido es la de la humildad cristiana y el amor fraterno, que une en el nombre y por virtud de la caridad de Cristo, como repite el antiguo canto de los «agapes»: Congregavit nos in unum Christi amor: el amor de Cristo nos ha reunido.

Desde luego, la práctica del amor fraterno en la vida común exige esfuerzos y sacrificios notables, y requiere tanta generosidad como el ejercicio de los consejos evangélicos. Por eso, ingresar en un instituto religioso o en una comunidad implica un serio compromiso de vivir el amor fraterno en todos sus aspectos.

3. La comunidad de los primeros cristianos es un ejemplo de amor fraterno. Se reúne, inmediatamente después de la Ascensión, para orar con un mismo espíritu (cf. Ac 1,14), y para perseverar en la «comunión» fraterna (Ac 2,42), llegando incluso a compartir sus bienes: «tenían todo en común» (Ac 2,44). La unidad anhelada por Cristo encontraba en ese momento del inicio de la Iglesia una realización digna de recordarse: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Ac 4,32).

En la Iglesia ha quedado siempre vivo el recuerdo -tal vez también la nostalgia- de esa comunidad primitiva, y en el fondo las comunidades religiosas han tratado siempre de reproducir ese ideal de comunión en la caridad que se ha convertido en norma práctica de la vida de comunidad. Sus miembros, congregados por la caridad de Cristo, viven juntos porque quieren permanecer en ese amor. Así pueden ser testigos del auténtico rostro de la Iglesia, en el que se refleja su alma: la caridad.

Un solo corazón y una sola alma no significa uniformidad, monolitismo, rebajamiento, sino comunión profunda en la comprensión mutua y en el respeto recíproco.

79 4. Ahora bien, no se puede tratar sólo de una unión de simpatía y de afecto humano. El Concilio, eco de los Hechos de los Apóstoles, habla de «comunión del mismo espíritu» (Perfectae caritatis PC 15). Se trata de una unidad que tiene su raíz más profunda en el Espíritu Santo el cual derrama la caridad en los corazones (cf. Rm 5,5) e impulsa a personas diferentes a ayudarse en el camino de la perfección, creando y manteniendo entre sí un clima de comprensión y cooperación. El Espíritu Santo, que asegura la unidad en toda la Iglesia, la establece y la hace durar de un modo incluso más intenso en las comunidades de vida consagrada.

¿Cuáles son los caminos de la caridad derramada por el Espíritu Santo? El Concilio insiste de manera especial en la estima recíproca (cf. Perfectae caritatis PC 15). Aplica a los religiosos dos recomendaciones que hace san Pablo a los cristianos: «amaos cordialmente los unos a los otros; estime en más cada uno a los otros» (Rm 12,10); «Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas» (Ga 6,2).

La estima mutua es una expresión del amor recíproco, que se opone a la tendencia, tan generalizada, a juzgar severamente al prójimo y a criticarlo. La recomendación de san Pablo impulsa a descubrir en los demás sus cualidades y, dentro de lo que se puede percibir con los ojos humanos, la maravillosa obra de la gracia y, en definitiva, del Espíritu Santo. Esta estima implica la aceptación del otro con sus características y su modo de pensar y de actuar; así se pueden superar muchos obstáculos que impiden la armonía entre caracteres a menudo muy diversos.

Ayudarse mutuamente a llevar las cargas significa asumir con benevolencia los defectos, verdaderos o aparentes, de los demás, incluso cuando nos molestan, y aceptar con gusto todos los sacrificios que impone la convivencia con aquellos cuya mentalidad y temperamento no concuerdan plenamente con nuestro propio modo de ver y juzgar.

5. El Concilio (Perfectae caritatis PC 15), también a este respecto, recuerda que la caridad es la plenitud de la ley (cf. Rm 13,10), el vínculo de la perfección (cf. Col Col 3,14), el signo del paso de la muerte a la vida (cf. 1Jn 3,14), la manifestación de la venida de Cristo (cf. Jn 14,21 Jn 14,23) y la fuente de dinamismo apostólico. Podemos aplicar a la vida de comunidad la excelencia de la caridad que describe san Pablo en la primera carta a los Corintios (13, 1-13), y atribuirle los que el Apóstol llama frutos del Espíritu: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre dominio de sí» (Ga 5,22-23). Como dice el Concilio, son frutos del «amor de Dios derramado en nuestros corazones» (Perfectae caritatis PC 15).

Jesús dijo: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Cristo está presente dondequiera que haya unidad en la caridad, y la presencia de Cristo es fuente de gozo profundo, que se renueva diariamente, hasta el momento del encuentro definitivo con él.

Saludos

Queridos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora a los peregrinos de lengua española, venidos de España y de América Latina.

De modo particular, saludo al grupo de deportistas españoles, así como a las Religiosas de María Inmaculada, a las cuales invito a saber encontrar en la propia vida de comunidad uno de los pilares de su consagración al Señor y de su servicio a los hermanos.

A todos imparto con afecto la bendición apostólica.





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Miércoles 21 de diciembre de 1994



Amadísimos hermanos y hermanos:

1. Dentro de pocos días celebraremos la Navidad del Señor y todos estamos preparándonos para ese acontecimiento, a fin de que el Hijo de Dios encuentre en nuestro corazón un ambiente disponible y acogedor. ¡Qué gran misterio nos disponemos a revivir en la noche santa! En este último período del tiempo de Adviento la liturgia pone de relieve la espera de la creación entera. Es como si sintiera la llegada de Aquel que va a restablecer su armonía original, herida a causa del rechazo de Adán; espera a Aquel que la volverá a llevar a la plena unidad con su Creador. El Verbo, al encarnarse ?recuerda san Pablo?, renueva el orden cósmico de la creación (cf. Ep 1,10 Rm 8,19-22).

La Navidad ya cercana es fiesta de la creación, pero sobre todo del hombre, pues el que está a punto de venir es el Redentor del hombre, que "en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (Gaudium et spes GS 22). Al asumir la carne del hombre que había rechazado la familiaridad con Dios Jesucristo sana y redime a la humanidad entera, devolviéndole la semejanza y la amistad con Dios rota por el pecado. Jesús viene al mundo "para que todos los hombres tengan vida y la tengan en abundancia" (cf. Jn 10,10).

2. La atmósfera que rodea el acontecimiento de Belén siempre rebosa alegría, luz y amor. Con razón, en estos días, se percibe más fuerte la invitación a la bondad y a la paz la invitación a abandonar el mal para volver al bien.

En efecto, ¿qué busca el creyente dentro del humilde pesebre, junto al cual velan José, María y toda la creación? El hombre busca a Dios porque se da cuenta de que Dios lo está buscando a él. El corazón humano aspira a encontrar a Dios y a descansar en Él. Lo recordaba san Agustín, subrayando que el Padre celestial nos ha hecho para Él y nuestro corazón está inquieto hasta que lo encuentra y descansa en Él.

El Redentor, el Verbo eterno "lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14), al venir a la tierra, invita a la humanidad al banquete de su luz, y a quien lo acoge le revela su gloria, "gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). Somos hijos de Dios. "Dios ?escribí en la Carta a los niños, recientemente publicada? quiere que todos seamos hijos adoptivos suyos mediante la gracia. Aquí está la fuente verdadera de la alegría de la Navidad". Es preciso alegrarse de este evangelio de la filiación divina.

Cada vez que celebramos la Navidad, anunciamos este prodigio extraordinario: el Verbo, en el que está la vida, se hace carne y viene a habitar en medio de nosotros. Así, podemos contemplar su gloria como Hijo único del Padre, luz de verdad con que cada persona está llamada a confrontarse, si quiere ser capaz de discernir lo que está bien y lo que está mal, lo que lleva a la vida y lo que, por el contrario, lo entrega a la muerte. La Navidad, por consiguiente, es la fiesta de la luz, porque la luz del rostro de Dios resplandece, con toda su belleza, en el rostro de Jesucristo que se encarna en Belén.

El concilio Vaticano II recuerda que "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (Gaudium et spes GS 22). El Niño divino se nos entrega como luz de los pueblos, para que todos puedan reconocer la verdad que Él es, dando así cumplimiento a la nostalgia del auténtico sentido de la vida y proporcionando un fundamento seguro a la esperanza que alberga el corazón humano.

3. La Navidad no es sólo la fiesta de Dios que se hace hombre; es también la fiesta de la familia y de la vida. Nos nace un niño, se nos da un hijo (cf. Is 9,5). El Hijo de Dios, al venir a habitar entre los hombres, pone de manifiesto el sentido pleno de todo nacimiento humano.

Todo hijo que viene al mundo trae consigo la alegría: ante todo alegría para sus padres; luego, para la familia y para la humanidad entera (cf. Jn 16,21). Dentro de poco, concluirá el Año de la familia, que hemos celebrado a lo largo de todo 1994. Las diversas manifestaciones que lo han marcado han sido ocasiones propicias para profundizar en el evangelio de la familia y para poner de relieve los desafíos que han de afrontar hoy los núcleos familiares en todo el mundo.

81 Una vez más, quisiera dar gracias a Dios por haber querido nacer en la sagrada Familia de Nazaret. Al mismo tiempo, ante el belén, que ofrece a nuestra meditación la imagen de la vida que nace, sentimos el vivo deseo de reafirmar con energía que la familia, toda familia está llamada a ser la fiesta y el santuario de la vida. Ésta es la vocación principal de la familia: dar y cultivar con amor y respeto la vida de cada uno de sus miembros.

Frente a tantas amenazas y asechanzas contra la familia, célula primordial de la Iglesia y de la sociedad, se nos invita a todos a tomar mayor conciencia de nuestra responsabilidad de creyentes.

Toda familia sentirá entonces, con fuerza, ante el belén, la llamada a defender, amar y servir la vida humana especialmente cuando es débil e indefensa.

La encarnación redentora del Hijo de Dios está en el centro de la fe de la Iglesia, y ésta nunca podrá cansarse de anunciar el evangelio de la vida en todos los rincones de la tierra y a toda criatura (cf.
Mc 16,15).

4. Amadísimos hermanos, ojalá que, a ejemplo de la sagrada Familia, toda familia cristiana sepa ser escuela de fe, de oración, de humanidad y de alegría verdadera, poniendo en el centro a Dios, así como las exigencias de su ley, escrita en todo corazón y revelada plenamente en Jesucristo, nuestro Salvador. Sólo así será posible construir un futuro sereno y provechoso para todos.

El Señor encomienda esta misión a cada uno, pero en Navidad la confía en especial a las familias y a los niños. Como he escrito en la carta que he citado antes el Papa espera mucho de las oraciones de los pequeños y les pide que se hagan cargo de la oración por la paz, pues "el amor y la concordia construyen la paz; el odio y la violencia la destruyen".

Amadísimos hermanos y hermanas, os expreso a vosotros y a vuestras familias mis mejores deseos de felicidad con ocasión de la Navidad. Mi cordial recuerdo va, de modo especial, a los enfermos, a los que sufren y a los que por cualquier razón, se vean obligados a pasar la Navidad lejos de su casa. El Papa está cerca de ellos con su oración y su afecto. Acompaño estos deseos con una bendición especial, prenda de abundantes consuelos celestiales.

Saludos

Queridos hermanos y hermanas:

Saludo muy cordialmente a los peregrinos venidos desde España y América Latina.

A vosotros y a vuestras familias os deseo una Santa Navidad. También tengo presentes, de un modo particular, a los enfermos, a los que sufren y a todos los que, por diversos motivos, están obligados a vivir estos entrañables días lejos de su familia.

82 Acompaño estos votos con mi bendición apostólica.








Audiencias 1994 74