Audiencias 1996 67

67 Me complace dirigir un saludo afectuoso a todos los peregrinos de lengua española. En especial a los sacerdotes misioneros de América Latina que están realizando un curso de espiritualidad, a los peregrinos mexicanos acompañados por monseñor Carlos Quintero Arce, arzobispo emérito de Hermosillo, y al grupo de la Fuerza Aérea de Ecuador.

Os agradezco vuestra presencia y vuestras oraciones por mi ministerio, y os deseo que la peregrinación a la tumba del Apóstol san Pedro os confirme en la fe y os ayude a ser siempre y en todas partes testigos del Señor.

Con estos deseos os imparto de corazón mi Bendición Apostólica.





Miércoles 20 de noviembre de 1996

María en el nacimiento de Jesús

(Lectura:
capítulo 2 del evangelio de san Lucas,
versículos 6-7) Lc 2,6-7

1. En la narración del nacimiento de Jesús, el evangelista Lucas refiere algunos datos que ayudan a comprender mejor el significado de ese acontecimiento.

Ante todo, recuerda el censo ordenado por César Augusto, que obliga a José, "de la casa y familia de David", y a María, su esposa, a dirigirse "a la ciudad de David, que se llama Belén" (Lc 2,4).

Al informarnos acerca de las circunstancias en que se realizan el viaje y el parto, el evangelista nos presenta una situación de austeridad y de pobreza, que permite vislumbrar algunas características fundamentales del reino mesiánico: un reino sin honores ni poderes terrenos, que pertenece a Aquel que, en su vida pública, dirá de sí mismo: "El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza" (Lc 9,58).

68 2. El relato de san Lucas presenta algunas anotaciones, aparentemente poco importantes, con el fin de estimular al lector a una mayor comprensión del misterio de la Navidad y de los sentimientos de la Virgen al engendrar al Hijo de Dios.

La descripción del acontecimiento del parto, narrado de forma sencilla, presenta a María participando intensamente en lo que se realiza en ella: "Dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre" (
Lc 2,7). La acción de la Virgen es el resultado de su plena disponibilidad a cooperar en el plan de Dios, manifestada ya en la Anunciación con su "Hágase en mí según tu voluntad" (Lc 1,38).

María vive la experiencia del parto en una situación de suma pobreza: no puede dar al Hijo de Dios ni siquiera lo que suelen ofrecer las madres a un recién nacido; por el contrario, debe acostarlo "en un pesebre", una cuna improvisada que contrasta con la dignidad del "Hijo del Altísimo".

3. El evangelio explica que "no había sitio pare ellos en el alojamiento" (Lc 2,7). Se trata de una afirmación que, recordando el texto del prólogo de san Juan: "Los suyos no lo recibieron" (Jn 1,11), casi anticipa los numerosos rechazos que Jesús sufrirá en su vida terrena. La expresión "para ellos" indica un rechazo tanto para el Hijo como para su Madre y muestra que María ya estaba asociada al destino de sufrimiento de su Hijo y era partícipe de su misión redentora.

Jesús, rechazado por los "suyos", es acogido por los pastores, hombres rudos y no muy bien considerados, pero elegidos por Dios para ser los primeros destinatarios de la buena nueva del nacimiento del Salvador. El mensaje que el ángel les dirige es una invitación a la alegría: "Os anuncio una gran alegría que lo será para todo el pueblo" (Lc 2,10), acompañada por una exhortación a vencer todo miedo: "No temáis".

En efecto, la noticia del nacimiento de Jesús representa para ellos, como para María en el momento de la Anunciación, el gran signo de la benevolencia divina hacia los hombres. En el divino Redentor, contemplado en la pobreza de la cueva de Belén, se puede descubrir una invitación a acercarse con confianza a Aquel que es la esperanza de la humanidad.

El cántico de los ángeles: "Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace", que se puede traducir también por "los hombres de la benevolencia" (Lc 2,14), revela a los pastores lo que María había expresado en su Magníficat: el nacimiento de Jesús es el signo del amor misericordioso de Dios, que se manifiesta especialmente hacia los humildes y los pobres.

4. A la invitación del ángel los pastores responden con entusiasmo y prontitud: "Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado" (Lc 2,15).

Su búsqueda tiene éxito: "Encontraron a María y a José, y al niño" (Lc 2,16). Como nos recuerda el Concilio, "la Madre de Dios muestra con alegría a los pastores (...) a su Hijo primogénito" (Lumen gentium LG 57). Es el acontecimiento decisivo para su vida.

El deseo espontáneo de los pastores de referir "lo que les habían dicho acerca de aquel niño" (Lc 2,17), después de la admirable experiencia del encuentro con la Madre y su Hijo, sugiere a los evangelizadores de todos los tiempos la importancia, más aún, la necesidad de una profunda relación espiritual con María, que permita conocer mejor a Jesús y convertirse en heraldos jubilosos de su Evangelio de salvación.

Frente a estos acontecimientos extraordinarios, san Lucas nos dice que María "guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón" (Lc 2,19). Mientras los pastores pasan del miedo a la admiración y a la alabanza, la Virgen, gracias a su fe, mantiene vivo el recuerdo de los acontecimientos relativos a su Hijo y los profundiza con el método de la meditación en su corazón, o sea, en el núcleo más íntimo de su persona. De ese modo, ella sugiere a otra madre, la Iglesia, que privilegie el don y el compromiso de la contemplación y de la reflexión teológica, para poder acoger el misterio de la salvación, comprenderlo más y anunciarlo con mayor impulso a los hombres de todos los tiempos.

Saludos

69 Queridos hermanos y hermanas:

Saludo con gran afecto a todos los peregrinos de lengua española, en particular, a los grupos venidos de España, México, Argentina, Guatemala y Venezuela. Que la meditación del nacimiento de Jesús os llene siempre de gozo y os ayude a vivir profundamente unidos a María, su madre.

Con estos deseos os imparto de corazón la Bendición Apostólica.





Miércoles 27 de noviembre de 1996

María, Madre de Dios

27116 (Lectura:
evangelio de san Lucas, capítulo 1,
versículos 34-35)
Lc 1,34-35

1. La contemplación del misterio del nacimiento del Salvador ha impulsado al pueblo cristiano no sólo a dirigirse a la Virgen santísima como a la Madre de Jesús, sino también a reconocerla como Madre de Dios. Esa verdad fue profundizada y percibida, ya desde los primeros siglos de la era cristiana, como parte integrante del patrimonio de la fe de la Iglesia, hasta el punto de que fue proclamada solemnemente en el año 431 por el concilio de Éfeso.

En la primera comunidad cristiana, mientras crece entre los discípulos la conciencia de que Jesús es el Hijo de Dios, resulta cada vez más claro que María es la Theotokos, la Madre de Dios. Se trata de un título que no aparece explícitamente en los textos evangélicos, aunque en ellos se habla de la "Madre de Jesús" y se afirma que él es Dios (Jn 20,28, cf. Jn 5,18 Jn 10,30 Jn 10,33). Por lo demás, presentan a María como Madre del Emmanuel, que significa Dios con nosotros (cf. ).

Ya en el siglo III, como se deduce de un antiguo testimonio escrito, los cristianos de Egipto se dirigían a María con esta oración: "Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos necesitados; líbranos de todo peligro, oh siempre Virgen gloriosa y bendita" (Liturgia de las Horas). En este antiguo testimonio aparece por primera vez de forma explícita la expresión Theotokos, "Madre de Dios".

70 En la mitología pagana a menudo alguna diosa era presentada como madre de algún dios. Por ejemplo, Zeus, dios supremo, tenía por madre a la diosa Rea. Ese contexto facilitó, tal vez, en los cristianos el uso del título Theotokos, "Madre de Dios", para la madre de Jesús. Con todo, conviene notar que este título no existía, sino que fue creado por los cristianos para expresar una fe que no tenía nada que ver con la mitología pagana, la fe en la concepción virginal, en el seno de María, de Aquel que era desde siempre el Verbo eterno de Dios.

2. En el siglo IV, el termino Theotokos ya se usa con frecuencia tanto en Oriente como en Occidente. La piedad y la teología se refieren cada vez más a menudo a ese término, que ya había entrado a formar parte del patrimonio de fe de la Iglesia.

Por ello se comprende el gran movimiento de protesta que surgió en el siglo V cuando Nestorio puso en duda la legitimidad del título "Madre de Dios". En efecto, al pretender considerar a María sólo como madre del hombre Jesús, sostenía que sólo era correcta doctrinalmente la expresión "Madre de Cristo". Lo que indujo a Nestorio a ese error fue la dificultad que sentía para admitir la unidad de la persona de Cristo y su interpretación errónea de la distinción entre las dos naturalezas ?divina y humana? presentes en él.

El concilio de Éfeso, en el año 431, condenó sus tesis y, al afirmar la subsistencia de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única persona del Hijo, proclamó a María Madre de Dios.

3. Las dificultades y las objeciones planteadas por Nestorio nos brindan la ocasión de hacer algunas reflexiones útiles para comprender e interpretar correctamente ese titulo. La expresión Theotokos, que literalmente significa "la que ha engendrado a Dios", a primera vista puede resultar sorprendente, pues suscita la pregunta: ¿cómo es posible que una criatura humana engendre a Dios? La respuesta de la fe de la Iglesia es clara: la maternidad divina de María se refiere solo a la generación humana del Hijo de Dios y no a su generación divina. El Hijo de Dios fue engendrado desde siempre por Dios Padre y es consustancial con él. Evidentemente, en esa generación eterna María no intervino para nada. Pero el Hijo de Dios, hace dos mil años, tomó nuestra naturaleza humana y entonces María lo concibió y lo dio a luz.

Así pues, al proclamar a María "Madre de Dios", la Iglesia desea afirmar que ella es la "Madre del Verbo encarnado, que es Dios". Su maternidad, por tanto, no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la segunda Persona, al Hijo, que, al encarnarse, tomó de ella la naturaleza humana.

La maternidad es una relación entre persona y persona: una madre no es madre sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno, sino de la persona que engendra. Por ello, María, al haber engendrado según la naturaleza humana a la persona de Jesús, que es persona divina, es Madre de Dios.

4. Cuando proclama a María "Madre de Dios", la Iglesia profesa con una única expresión su fe en el Hijo y en la Madre. Esta unión aparece ya en el concilio de Éfeso; con la definición de la maternidad divina de María los padres querían poner de relieve su fe en la divinidad de Cristo. A pesar de las objeciones, antiguas y recientes, sobre la oportunidad de reconocer a María ese título, los cristianos de todos los tiempos, interpretando correctamente el significado de esa maternidad, la han convertido en expresión privilegiada de su fe en la divinidad de Cristo y de su amor a la Virgen.

En la Theotokos la Iglesia, por una parte, encuentra la garantía de la realidad de la Encarnación, porque, como afirma san Agustín, "si la Madre fuera ficticia, sería ficticia también la carne (...) y serían ficticias también las cicatrices de la resurrección" (Tract. in Ev. Ioannis, 8, 6­7). Y, por otra, contempla con asombro y celebra con veneración la inmensa grandeza que confirió a María Aquel que quiso ser hijo suyo. La expresión "Madre de Dios" nos dirige al Verbo de Dios, que en la Encarnación asumió la humildad de la condición humana para elevar al hombre a la filiación divina. Pero ese título, a la luz de la sublime dignidad concedida a la Virgen de Nazaret, proclama también la nobleza de la mujer y su altísima vocación. En efecto, Dios trata a María como persona libre y responsable y no realiza la encarnación de su Hijo sino después de haber obtenido su consentimiento.

Siguiendo el ejemplo de los antiguos cristianos de Egipto, los fieles se encomiendan a Aquella que, siendo Madre de Dios, puede obtener de su Hijo divino las gracias de la liberación de los peligros y de la salvación.

Saludos

71 Queridos hermanos y hermanas:

Saludo con agrado a todas las personas de lengua española presentes en esta audiencia, en particular, a los peregrinos venidos desde España, México, Guatemala, Perú y Argentina. Os invito a acogeros bajo la protección de aquella que por ser Madre de Dios puede obtener de su divino Hijo la gracia de la liberación de todo peligro y la salvación eterna.





Diciembre de 1996

Miércoles 4 de diciembre de 1996

María, educadora del Hijo de Dios

(Lectura:
capítulo 2 del evangelio de san Lucas,
versículos 51-52) Lc 2,51-52

1. Aunque se realizó por obra del Espíritu Santo y de una Madre Virgen, la generación de Jesús, como la de todos los hombres pasó por las fases de la concepción, la gestación y el parto. Además, la maternidad de María no se limitó exclusivamente al proceso biológico de la generación, sino que, al igual que sucede en el caso de cualquier otra madre, también contribuyó de forma esencial al crecimiento y desarrollo de su hijo.

No sólo es madre la mujer que da a luz un niño, sino también la que lo cría y lo educa; más aún, podemos muy bien decir que la misión de educar es según el plan divino, una prolongación natural de la procreación.

María es Theotokos no sólo porque engendró y dio a luz al Hijo de Dios, sino también porque lo acompañó en su crecimiento humano.

72 2. Se podría pensar que Jesús, al poseer en sí mismo la plenitud de la divinidad, no tenía necesidad de educadores. Pero el misterio de la Encarnación nos revela que el Hijo de Dios vino al mundo en una condición humana totalmente semejante a la nuestra, excepto en el pecado (cf. He 4,15). Como acontece con todo ser humano, el crecimiento de Jesús, desde su infancia hasta su edad adulta (cf. Lc Lc 2,40), requirió la acción educativa de sus padres.

El evangelio de san Lucas, particularmente atento al período de la infancia, narra que Jesús en Nazaret se hallaba sujeto a José y a María (cf. Lc Lc 2,51). Esa dependencia nos demuestra que Jesús tenía la disposición de recibir y estaba abierto a la obra educativa de su madre y de José, que cumplían su misión también en virtud de la docilidad que él manifestaba siempre.

3. Los dones especiales, con los que Dios había colmado a María, la hacían especialmente apta para desempeñar la misión de madre y educadora. En las circunstancias concretas de cada día, Jesús podía encontrar en ella un modelo para seguir e imitar, y un ejemplo de amor perfecto a Dios y a los hermanos.

Además de la presencia materna de María, Jesús podía contar con la figura paterna de José, hombre justo (cf. Mt 1,19), que garantizaba el necesario equilibrio de la acción educadora. Desempeñando la función de padre, José cooperó con su esposa para que la casa de Nazaret fuera un ambiente favorable al crecimiento y a la maduración personal del Salvador de la humanidad. Luego, al enseñarle el duro trabajo de carpintero, José permitió a Jesús insertarse en el mundo del trabajo y en la vida social.

4. Los escasos elementos que el evangelio ofrece no nos permiten conocer y valorar completamente las modalidades de la acción pedagógica de María con respecto a su Hijo divino. Ciertamente ella fue, junto con José, quien introdujo a Jesús en los ritos y prescripciones de Moisés, en la oración al Dios de la alianza mediante el uso de los salmos y en la historia del pueblo de Israel, centrada en el éxodo de Egipto. De ella y de José aprendió Jesús a frecuentar la sinagoga y a realizar la peregrinación anual a Jerusalén con ocasión de la Pascua.

Contemplando los resultados, ciertamente podemos deducir que la obra educativa de María fue muy eficaz y profunda, y que encontró en la psicología humana de Jesús un terreno muy fértil.

5. La misión educativa de María, dirigida a un hijo tan singular, presenta algunas características particulares con respecto al papel que desempeñan las demás madres. Ella garantizó solamente las condiciones favorables para que se pudieran realizar los dinamismos y los valores esenciales del crecimiento, ya presentes en el hijo. Por ejemplo, el hecho de que en Jesús no hubiera pecado exigía de María una orientación siempre positiva, excluyendo intervenciones encaminadas a corregir. Además, aunque fue su madre quien introdujo a Jesús en la cultura y en las tradiciones del pueblo de Israel, será él quien revele, desde el episodio de su pérdida y encuentro en el templo, su plena conciencia de ser el Hijo de Dios, enviado a irradiar la verdad en el mundo, siguiendo exclusivamente la voluntad del Padre. De "maestra" de su Hijo, María se convirtió así en humilde discípula del divino Maestro, engendrado por ella.

Permanece la grandeza de la tarea encomendada a la Virgen Madre: ayuda a su Hijo Jesús a crecer, desde la infancia hasta la edad adulta, "en sabiduría, en estatura y en gracia" (Lc 2,52) y a formarse para su misión.

María y José aparecen, por tanto, como modelos de todos los educadores. Los sostienen en las grandes dificultades que encuentra hoy la familia y les muestran el camino para lograr una formación profunda y eficaz de los hijos.

Su experiencia educadora constituye un punto de referencia seguro para los padres cristianos, que están llamados, en condiciones cada vez más complejas y difíciles, a ponerse al servicio del desarrollo integral de la persona de sus hijos, para que lleven una vida digna del hombre y que corresponda al proyecto de Dios.

Saludos

73 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con afecto a los peregrinos de lengua española.

En particular a la Asociación sociocultural « El Tormes », de Salamanca, al grupo de la Tercera edad de Castilla y León, al Coro Lirain, de Vizcaya, así como a los cadetes de la Escuela Federal de Policía « Coronel Ramón Lorenzo Falcón » de Argentina. A todas la personas y grupos provenientes de España y América Latina, imparto de corazón la bendición apostólica.

Muchas gracias.





Miércoles 11 de diciembre de 1996

La presentación de Jesús en el templo

(Lectura:
capítulo 2 del evangelio de san Lucas,
versículos 22-24) Lc 2,22-24

1. En el episodio de la presentación de Jesús en el templo, San Lucas subraya el destino mesiánico de Jesús. Según el texto lucano, el objetivo inmediato del viaje de la Sagrada Familia de Belén a Jerusalén es el cumplimiento de la Ley: "Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: "Todo varón primogénito será consagrado al Señor", y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor" (Lc 2,22-24).

Con este gesto, María y José manifiestan su propósito de obedecer fielmente a la voluntad de Dios, rechazando toda forma de privilegio. Su peregrinación al templo de Jerusalén asume el significado de una consagración a Dios, en el lugar de su presencia.

74 María, obligada por su pobreza a ofrecer tórtolas o pichones, entrega en realidad al verdadero Cordero que deberá redimir a la humanidad, anticipando con su gesto lo que había sido prefigurado en las ofrendas rituales de la antigua Ley.

2. Mientras la Ley exigía sólo a la madre la purificación después del parto, Lucas habla de "los días de la purificación de ellos" (
Lc 2,22), tal vez con la intención de indicar a la vez las prescripciones referentes a la madre y a su Hijo primogénito.

La expresión "purificación" puede resultarnos sorprendente, pues se refiere a una Madre que, por gracia singular, había obtenido ser inmaculada desde el primer instante de su existencia, y a un Niño totalmente santo. Sin embargo, es preciso recordar que no se trataba de purificarse la conciencia de alguna mancha de pecado, sino solamente de recuperar la pureza ritual, la cual, de acuerdo con las ideas de aquel tiempo, quedaba afectada por el simple hecho del parto, sin que existiera ninguna clase de culpa.

El evangelista aprovecha la ocasión para subrayar el vínculo especial que existe entre Jesús, en cuanto "primogénito" (Lc 2,7 Lc 2,23), y la santidad de Dios, así como para indicar el espíritu de humilde ofrecimiento que impulsaba a María y a José (cf. Lc Lc 2,24). En efecto, el "par de tórtolas o dos pichones" era la ofrenda de los pobres (cf. Lv Lv 12,8).

3. En el templo, José y María se encuentran con Simeón, "hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel" (Lc 2,25).

La narración lucana no dice nada de su pasado y del servicio que desempeña en el templo; habla de un hombre profundamente religioso, que cultiva en su corazón grandes deseos y espera al Mesías, consolador de Israel. En efecto, "estaba en él el Espíritu Santo" (Lc 2,25), y "le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Mesías del Señor" (Lc 2,26). Simeón nos invita a contemplar la acción misericordiosa de Dios, que derrama el Espíritu sobre sus fieles para llevar a cumplimiento su misterioso proyecto de amor.

Simeón, modelo del hombre que se abre a la acción de Dios, "movido por el Espíritu" (Lc 2,27), se dirige al templo, donde se encuentra con Jesús, José y María. Tomando al Niño en sus brazos, bendice a Dios: "Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz" (Lc 2,29).

Simeón, expresión del Antiguo Testamento, experimenta la alegría del encuentro con el Mesías y siente que ha logrado la finalidad de su existencia; por ello, dice al Altísimo que lo puede dejar irse a la paz del más allá.

En el episodio de la Presentación se puede ver el encuentro de la esperanza de Israel con el Mesías. También se puede descubrir en él un signo profético del encuentro del hombre con Cristo. El Espíritu Santo lo hace posible, suscitando en el corazón humano el deseo de ese encuentro salvífico y favoreciendo su realización.

Y no podemos olvidar el papel de María, que entrega el Niño al santo anciano Simeón. Por voluntad de Dios, es la Madre quien da a Jesús a los hombres.

4. Al revelar el futuro del Salvador, Simeón hace referencia a la profecía del "Siervo", enviado al pueblo elegido y a las naciones. A él dice el Señor: "Te formé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes" (Is 42,6). Y también: "Poco es que seas mi siervo, en orden a levantar las tribus de Jacob, y hacer volver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra" (Is 49,6).

75 En su cántico, Simeón cambia totalmente la perspectiva, poniendo el énfasis en el universalismo de la misión de Jesús: "Han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel" (Lc 2,30-32).

¿Cómo no asombrarse ante esas palabras? "Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él" (Lc 2,33). Pero José y María, con esta experiencia, comprenden más claramente la importancia de su gesto de ofrecimiento: en el templo de Jerusalén presentan a Aquel que, siendo la gloria de su pueblo, es también la salvación de toda la humanidad.

Saludos

Queridos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con afecto a todos los peregrinos venidos desde América Latina y España.

En este tiempo del adviento os invito a contemplar la figura y misión de María. Ella, que entregó el Niño al santo Simeón, es por designio divino la Madre que da a Jesús a los hombres.

Con estos deseos, os imparto de corazón la bendición apostólica.





Miércoles 18 de diciembre de 1996

La profecía de Simeón asocia a María al destino doloroso de su Hijo

(Lectura:
capítulo 2 del evangelio de san Lucas,
versículos 34-35) Lc 2,34-35

76 1. Después de haber reconocido en Jesús la "luz para alumbrar a las naciones" (Lc 2,32), Simeón anuncia a María la gran prueba a la que está llamado el Mesías y le revela su participación en ese destino doloroso.

La referencia al sacrificio redentor, ausente en la Anunciación, ha impulsado a ver en el oráculo de Simeón casi un "segundo anuncio" (Redemptoris Mater RMA 16), que llevará a la Virgen a un entendimiento más profundo del misterio de su Hijo.

Simeón, que hasta ese momento se había dirigido a todos los presentes, bendiciendo en particular a José y María, ahora predice sólo a la Virgen que participará en el destino de su Hijo. Inspirado por el Espíritu Santo, le anuncia: "Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ?¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!? a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones" (Lc 2,34-35).

2. Estas palabras predicen un futuro de sufrimiento para el Mesías. En efecto, será el "signo de contradicción", destinado a encontrar una dura oposición en sus contemporáneos. Pero Simeón une al sufrimiento de Cristo la visión del alma de María atravesada por la espada, asociando de ese modo a la Madre al destino doloroso de su Hijo.

Así, el santo anciano, a la vez que pone de relieve la creciente hostilidad que va a encontrar el Mesías, subraya las repercusiones que esa hostilidad tendrá en el corazón de la Madre. Ese sufrimiento materno llegará al culmen en la pasión, cuando se unirá a su Hijo en el sacrificio redentor.

Las palabras de Simeón, pronunciadas después de una alusión a los primeros cantos del Siervo del Señor (cf. Is 42,6 Is 49,6), citados en Lc 2, 32, nos hacen pensar en la profecía del Siervo paciente (cf. 53, 12), el cual, "molido por nuestros pecados" (Is 53,5), se ofrece "a sí mismo en expiación" (Is 53,10) mediante un sacrificio personal y espiritual, que supera con mucho los antiguos sacrificios rituales.

Podemos advertir aquí que la profecía de Simeón permite vislumbrar en el futuro sufrimiento de María una semejanza notable con el futuro doloroso del "Siervo".

3. María y José manifiestan su admiración cuando Simeón proclama a Jesús "luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel" (Lc 2,32). María, en cambio, ante la profecía de la espada que le atravesará el alma, no dice nada. Acoge en silencio, al igual que José, esas palabras misteriosas que hacen presagiar una prueba muy dolorosa y expresan el significado más auténtico de la presentación de Jesús en el templo.

En efecto, según el plan divino, el sacrificio ofrecido entonces de "un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley" (Lc 2,24), era un preludio del sacrificio de Jesús, "manso y humilde de corazón" (Mt 11,29); en él se haría la verdadera "presentación" (cf. Lc 2,22), que asociaría a la Madre a su Hijo en la obra de la redención.

4. Después de la profecía de Simeón se produce el encuentro con la profetisa Ana, que también "alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén" (Lc 2,38). La fe y la sabiduría profética de la anciana que, "sirviendo a Dios noche y día" (Lc 2,37), mantiene viva con ayunos y oraciones la espera del Mesías, dan a la Sagrada Familia un nuevo impulso a poner su esperanza en el Dios de Israel. En un momento tan particular, María y José seguramente consideraron el comportamiento de Ana como un signo del Señor, un mensaje de fe iluminada y de servicio perseverante.

A partir de la profecía de Simeón, María une de modo intenso y misterioso su vida a la misión dolorosa de Cristo: se convertirá en la fiel cooperadora de su Hijo para la salvación del género humano.

Saludos

77 Queridos hermanos y hermanas:

Con agrado saludo ahora a los peregrinos de lengua española aquí presentes, en particular a Monseñor Ramón de la Rosa y Carpio, Obispo de Higüey, venido a Roma para la bendición de unas imágenes de Nuestra Señora de la Altagracia, patrona de la República Dominicana, así como a los fieles de Valencia y Mallorca (España) y a los miembros de la Escuela de Prefectura Naval Argentina. Que la acogida humilde y silenciosa de María y José del designio divino inspire vuestro camino de fe en este tiempo de Adviento.

Con este deseo, os imparto de corazón la bendición apostólica.







Audiencias 1996 67