Audiencias 1998 75

Octubre de 1998



Miércoles 7 de octubre de 1998


1. Del viernes al domingo pasado realicé mi segunda visita pastoral a Croacia. Teniendo aún ante mis ojos las imágenes de esa peregrinación, deseo reflexionar brevemente con vosotros sobre su significado, encuadrándolo en el marco de los acontecimientos históricos en los que ha estado implicada Croacia y Europa entera.

Ante todo doy gracias a Dios por haberme permitido vivir esa experiencia tan intensa. Mi agradecimiento va también a los amadísimos obispos de Croacia, así como al señor presidente de la República, a las demás autoridades y a todos los que han hecho posible ese nuevo encuentro entre el Sucesor de Pedro y la nación croata, siempre fiel a él desde hace más de trece siglos.

El tema de la visita evocaba las palabras que Jesús resucitado dirigió a los Apóstoles: «Seréis mis testigos» (Ac 1,8). Por tanto, se ha tratado de una peregrinación bajo el signo del testimonio. Precisamente desde esta perspectiva he podido abrazar idealmente casi dos milenios de historia: desde los mártires de las persecuciones romanas hasta los del reciente régimen comunista; desde san Domnio, obispo de Salona, antigua sede primada, hasta el cardenal Alojzije Stepinac, arzobispo de Zagreb, cuya beatificación ha sido el acontecimiento culminante de mi estancia en Croacia. Así, el solemne acto litúrgico resalta sobre el fondo de las vicisitudes históricas que se remontan a la antigua Roma, cuando los croatas no vivían aún en el país.

El otro punto focal de mi viaje apostólico ha sido la celebración de los 1700 años de la ciudad y de la Iglesia de Split. Ambos momentos han estado acompañados por una peregrinación mariana: primero, al santuario nacional de Marija Bistrica, y después al de la Virgen de la Isla, en Salona, el santuario más antiguo dedicado a la Virgen en Croacia. Este hecho es muy significativo. En efecto, cuando un pueblo pasa por la hora de la pasión y de la cruz, experimenta con más fuerza que nunca el vínculo con la Madre de Cristo, y ella se convierte en signo de esperanza y consuelo. Así sucedió con mi patria, Polonia; así sucedió con Croacia, como con toda nación cristiana probada duramente por las vicisitudes de la historia.

76 2. In te, Domine, speravi: éste era el lema del cardenal Alojzije Stepinac, ante cuya tumba oré al llegar a Zagreb. En su figura se sintetiza toda la tragedia que ha afectado a Europa durante este siglo, marcado por los grandes males del fascismo, el nazismo y el comunismo. En él resplandece plenamente la respuesta católica: fe en Dios, respeto al hombre, amor a todos confirmado por el perdón, y unión con la Iglesia guiada por el Sucesor de Pedro.

La causa de la persecución y del proceso-farsa contra él fue el firme rechazo que opuso a la insistencia del régimen para que se separara del Papa y de la Sede apostólica, y se convirtiera en jefe de una «iglesia nacional croata». Prefirió permanecer fiel al Sucesor de Pedro. Por eso fue calumniado y, después, condenado.

En su beatificación reconocemos la victoria del evangelio de Cristo sobre las ideologías totalitarias; la victoria de los derechos de Dios y de la conciencia sobre la violencia y los abusos; la victoria del perdón y de la reconciliación sobre el odio y la venganza. El beato Stepinac constituye, así, el símbolo de la Croacia que quiere perdonar y reconciliarse, purificando su memoria del rencor y venciendo el mal con el bien.

3. Hacía tiempo que deseaba ir personalmente al célebre santuario de Marija Bistrica. La Providencia ha dispuesto que pudiera hacerlo con ocasión de la beatificación del cardenal Alojzije Stepinac. Él, ya desde los comienzos de su episcopado, guió personalmente todos los años, a pie, la peregrinación votiva desde la ciudad de Zagreb hasta ese santuario, distante alrededor de cincuenta kilómetros de la capital, hasta que las autoridades comunistas prohibieron toda forma de manifestación religiosa.

La antigua y venerada estatua de madera de la Virgen con el Niño, que en el siglo XVI, durante la invasión otomana, los fieles se vieron obligados a esconder para preservarla del sacrilegio y de la destrucción, representa, en cierto sentido, la dolorosa historia del pueblo croata durante más de 1300 años. La beatificación del cardenal Stepinac en ese santuario, con la visita al día siguiente a Split, se proyectaba así en el marco de acontecimientos que se remontan a la antigüedad, cuando la ciudad formaba parte del Imperio romano.

La actual ciudad de Split, que incluye la antigua sede episcopal de Salona, conserva en su centro el palacio y el mausoleo del emperador Diocleciano, que fue uno de los más crueles perseguidores de los cristianos. Siglos después, el mausoleo se transformó en catedral, y en ella se depositaron las reliquias de san Domnio, obispo de Salona y mártir. He rezado ante su urna, recorriendo con mi pensamiento la amplia perspectiva histórica que desde Diocleciano llega hasta los acontecimientos de nuestro siglo, marcado por persecuciones igualmente feroces, pero iluminado también por figuras de mártires tan espléndidas como las antiguas.

4. En Salona, donde está el santuario mariano dedicado a la Virgen de la Isla, se encuentran los restos más antiguos del cristianismo en esa región. Precisamente allí he querido reunirme con los catequistas, los profesores y los miembros de las asociaciones y de los movimientos eclesiales, en gran parte jóvenes: ante las memorias de las raíces cristianas, oramos por el futuro de la Iglesia y de la evangelización.

Los grandes campos en los que hay que trabajar son, sobre todo, los de la familia, la vida y los jóvenes, como he recordado durante mi encuentro con la Conferencia episcopal croata. En cada uno de ellos, los cristianos están llamados a dar testimonio de coherencia evangélica en las opciones tanto personales como colectivas. La curación de las heridas de la guerra, la construcción de una paz justa y estable y, sobre todo, la recuperación de los valores morales minados por los anteriores totalitarismos, requieren un trabajo largo y paciente, en el que es necesario recurrir continuamente al patrimonio espiritual heredado de los padres.

La figura del beato Alojzije Stepinac constituye para todos un punto de referencia al que hay que dirigir la mirada para obtener inspiración y apoyo. Con su beatificación se ha manifestado ante nosotros, en el marco de los siglos, esa lucha entre el Evangelio y el anti-Evangelio que recorre la historia. El mártir de nuestro tiempo, que los más ancianos recuerdan aún, sube así al rango de gran símbolo de ese combate: desde que una nueva sociedad comenzó a formarse sobre las ruinas del Imperio romano y los croatas llegaron a orillas del mar Adriático, a través de los tiempos difíciles de la dominación otomana, hasta nuestro siglo turbulento y dramático, la Iglesia ha seguido afrontando siempre los desafíos del mal, anunciando con impávida fortaleza la palabra del Evangelio.

En el arco de más de trece siglos, los croatas, después de haber acogido esta palabra y haber recibido el bautismo, han conservado su fidelidad a Cristo y a la Iglesia, confirmándola en el umbral del tercer milenio. ¡Testigo de esto es la persona del arzobispo de Zagreb, el beato mártir Alojzije Stepinac! Su figura se une a la de los mártires antiguos: contrariamente a las intenciones de Diocleciano, las persecuciones de los primeros siglos consolidaron la presencia de la Iglesia en el mundo antiguo. Oremos al Señor para que, por intercesión de la Virgen María, Advocata Croatiae, Mater fidelissima, las persecuciones de los tiempos modernos produzcan un nuevo florecimiento de la vida eclesial en Croacia y en todo el mundo.

Saludos

77 Saludo con afecto a los visitantes de lengua española, en particular, a los sacerdotes del Pontificio Colegio Mexicano de Roma y a los jefes del Servicio penitenciario federal argentino. Saludo igualmente a los demás peregrinos de Argentina, Chile, Colombia, Costa Rica, Honduras, México y España. Pidamos al Señor que también las persecuciones de nuestro tiempo lleven a un nuevo florecimiento de vida eclesial en el mundo entero. Con mi bendición apostólica.

(En lituano)
«Espero que vuestra visita a Roma sea provechosa espiritualmente para cada uno de vosotros, y os dé la posibilidad a todos de descubrir y vivir la alegría de la unidad cristiana.

(En checo)
La tradición piadosa dedica el mes de octubre al santo rosario. Por eso, os exhorto a redescubrir la comunión con la Virgen María por medio de esta hermosa oración.

(A los fieles croatas)
Que la fe en Cristo os infunda la fuerza para poder superar las adversidades de la vida y mirar con esperanza al futuro.

(En italiano)
A vosotros, queridos jóvenes, os recomiendo el rezo del rosario, para que os ayude a cumplir, siempre con disponibilidad, la voluntad de Dios, y a encontrar en el Corazón inmaculado de María un refugio seguro en medio de las dificultades de la vida. Que a vosotros, queridos enfermos, esta oración sencilla os haga experimentar el consuelo de nuestra Madre celestial, para que, sostenidos y guiados por ella, podáis afrontar y superar los arduos momentos de la prueba. Que para vosotros, queridos recién casados, el santo rosario en familia constituya una cita diaria, para que crezcáis en la unidad familiar y en la fidelidad al Evangelio.




Miércoles 14 de octubre de 1998


1. En la anterior catequesis reflexionamos sobre el sacramento de la confirmación como coronamiento de la gracia bautismal. Ahora profundizaremos en el valor salvífico y en el efecto espiritual expresados por el signo de la unción, que indica el «sello del don del Espíritu Santo» (cf. Pablo VI, constitución apostólica Divinae consortium naturae, 15 de agosto de 1971: AAS 63 [1971] 663).

78 Por medio de la unción, el confirmando recibe plenamente el don del Espíritu Santo que, de forma inicial y fundamental, ya recibió en el bautismo. Como explica el Catecismo de la Iglesia católica, «el sello es el símbolo de la persona (cf. Gn 38,18 Ct 8,6), signo de su autoridad (cf. Gn 41,42), de su propiedad sobre un objeto (cf. Dt 32,34)...» (CEC 1295). Jesús mismo declara que a él «el Padre, Dios, lo ha marcado con su sello» (cf. Jn 6,27). Y, de la misma manera, nosotros, los cristianos, injertados en virtud de la fe y del bautismo en el Cuerpo de Cristo Señor, al recibir la unción somos marcados con el sello del Espíritu. Lo enseña explícitamente el apóstol san Pablo dirigiéndose a los cristianos de Corinto: «Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo, el que nos ungió y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2Co 1,21-22 cf. Ep 1,13-14 Ep 4,30).

2. El sello del Espíritu Santo, por consiguiente, significa y realiza la pertenencia total del discípulo a Jesucristo, el estar para siempre a su servicio en la Iglesia; asimismo, implica la promesa de la protección divina en las pruebas que deberá sufrir para dar testimonio de su fe en el mundo.

Lo predijo Jesús mismo, en la inminencia de su pasión: «Os entregarán a los tribunales, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa, para que deis testimonio ante ellos. (...) Y cuando os lleven para entregaros, no os preocupéis de qué vais a hablar; sino hablad lo que se os comunique en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo» (Mc 13,9-11 y par.).

Una promesa análoga se repite en el Apocalipsis, en una visión que abarca toda la historia de la Iglesia e ilumina la situación dramática que los discípulos de Cristo deben afrontar, unidos a su Señor crucificado y resucitado. Son presentados con la imagen sugestiva de los que llevan impreso en la frente el sello de Dios (cf. Ap 7,2-4).

3. La confirmación, al llevar a plenitud la gracia bautismal, nos une más fuertemente a Jesucristo y a su Cuerpo, que es la Iglesia. Ese sacramento también aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo con el fin de concedernos «una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz» (Catecismo de la Iglesia católica, CEC 1303 cf. concilio de Florencia, DS 1319 Lumen gentium, 11-12).

San Ambrosio exhorta al confirmado con estas vibrantes palabras: «Recuerda que has recibido el sello espiritual, “el Espíritu de sabiduría e inteligencia, el Espíritu de consejo y fortaleza, el Espíritu de ciencia y piedad, el Espíritu de temor de Dios” y conserva lo que has recibido. Dios Padre te ha marcado, te ha confirmado Cristo Señor y ha puesto en tu corazón como prenda el Espíritu» (De mysteriis, 7, 42: PL 16, 402-403).

El don del Espíritu compromete a dar testimonio de Jesucristo y de Dios Padre, y asegura la capacidad y la valentía para hacerlo. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen claramente que el Espíritu es derramado sobre los apóstoles para que se conviertan en «testigos» (Ac 1,8 cf. Jn 15,26-27).

Santo Tomás de Aquino, por su parte, sintetizando admirablemente la tradición de la Iglesia, afirma que mediante la confirmación se le dan al bautizado las ayudas necesarias para profesar públicamente y en toda circunstancia la fe recibida en el bautismo. «Se le da la plenitud del Espíritu Santo —precisa— ad robur spirituale (para la fortaleza espiritual), que conviene a la edad madura» (Summa Theol., III 72,2). Es evidente que esa madurez no se ha de medir con criterios humanos, sino dentro de la misteriosa relación de cada uno con Cristo.

Esta enseñanza, arraigada en la sagrada Escritura y desarrollada por la sagrada Tradición, encuentra expresión en la doctrina del concilio de Trento, según la cual el sacramento de la confirmación imprime en el alma un «signo espiritual indeleble»: el «carácter» (cf. DS DS 1609), que es precisamente el signo impreso por Jesucristo en el cristiano con el sello de su Espíritu.

4. Este don específico conferido por el sacramento de la confirmación capacita a los fieles para desempeñar su «función profética» de testimonio de la fe. «El confirmado —explica santo Tomás— recibe el poder de profesar públicamente la fe cristiana, como en virtud de un cargo oficial (quasi ex officio)» (Summa Theol., III 72,5, ad 2; cf. Catecismo de la Iglesia católica, CEC 1305). Y el Vaticano II, ilustrando en la Lumen gentium la índole sagrada y orgánica de la comunidad sacerdotal, subraya que «el sacramento de la confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una fuerza especial del Espíritu Santo. De esta manera se comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras» (LG 11).

El bautizado que, con plena y madura conciencia, recibe el sacramento de la confirmación, declara solemnemente ante la Iglesia, sostenido por la gracia de Dios, su disponibilidad a dejarse penetrar, de modo siempre nuevo y cada vez más profundo, por el Espíritu de Dios, a fin de llegar a ser testigo de Cristo Señor.

79 5. Esta disponibilidad, gracias al Espíritu Santo que penetra y colma su corazón, se extiende hasta el martirio, como lo demuestra la ininterrumpida cadena de testigos cristianos que, desde los albores del cristianismo hasta nuestro siglo, no han temido sacrificar su vida terrena por amor a Jesucristo. «El martirio —escribe el Catecismo de la Iglesia católica— es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad» (CEC 2473).

En el umbral del tercer milenio, invoquemos el don del Paráclito para reavivar la eficacia de gracia del sello espiritual impreso en nosotros en el sacramento de la confirmación. Nuestra vida, animada por el Espíritu, difundirá el «perfume de Cristo» (2Co 2,15) hasta los últimos confines de la tierra.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, México, Argentina, Colombia y demás países latinoamericanos. Al invocar sobre todos el don del Espíritu Santo, para que reavive la gracia recibida en el sacramento de la confirmación, os imparto a vosotros y a vuestras familias la bendición apostólica

(A los peregrinos checos)
Que esta peregrinación a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo refuerce vuestra fe y vuestro amor a Cristo y a su Iglesia.

(A los peregrinos croatas)
Espero que encontréis siempre en el Evangelio la inspiración para vuestra vida y vuestro trabajo diario, tanto en vuestras familias como en la sociedad.

(En italiano)
Queridos hermanos, mañana celebraremos la fiesta de santa Teresa de Ávila, maestra de Edith Stein, sor Teresa Benedicta de la Cruz, a quien el domingo pasado tuve la alegría de proclamar santa. Ambas os testimonian a vosotros, queridos jóvenes, que el amor auténtico no puede separarse de la verdad; ambas os muestran a vosotros, queridos enfermos, la cruz de Cristo, misterio de amor que redime el sufrimiento humano. Para vosotros, queridos recién casados, santa Teresa de Ávila y la nueva santa Edith Stein son modelos de fidelidad a Dios, que encomienda a cada uno una misión especial.

Agradezco de corazón las felicitaciones que me han expresado y las oraciones que me han asegurado con ocasión del vigésimo aniversario de mi elección. Confío mucho en el apoyo espiritual del pueblo de Dios para cumplir con fidelidad mi ministerio. ¡Alabado sea Jesucristo!






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Miércoles 21 de octubre de 1998


1. El Espíritu Santo «es Señor y da la vida». Con estas palabras del símbolo niceno-constantinopolitano la Iglesia sigue profesando la fe en el Espíritu Santo, al que san Pablo proclama como «Espíritu que da la vida» (Rm 8,2).

En la historia de la salvación la vida se presenta siempre vinculada al Espíritu de Dios. Desde la mañana de la creación, gracias al soplo divino, casi un «aliento de vida», «el hombre resultó un ser viviente» (Gn 2,7). En la historia del pueblo elegido, el Espíritu del Señor interviene repetidamente para salvar a Israel y guiarlo mediante los patriarcas, los jueces, los reyes y los profetas. Ezequiel representa eficazmente la situación del pueblo humillado por la experiencia del exilio como un inmenso valle lleno de huesos a los que Dios comunica nueva vida (cf. Ez 37,1-14): «y el espíritu entró en ellos; revivieron y se pusieron en pie» (Ez 37,10).

Sobre todo en la historia de Jesús el Espíritu Santo despliega su poder vivificante: el fruto del seno de María viene a la vida «por obra del Espíritu Santo» (Mt 1,18 cf. Lc 1,35). Toda la misión de Jesús está animada y dirigida por el Espíritu Santo; de modo especial, la resurrección lleva el sello del «Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos» (Rm 8,11).

2. El Espíritu Santo, al igual que el Padre y el Hijo, es el protagonista del «evangelio de la vida» que la Iglesia anuncia y testimonia incesantemente en el mundo.

En efecto, el evangelio de la vida, como expliqué en la carta encíclica Evangelium vitae, no es una simple reflexión sobre la vida humana, y tampoco es sólo un mandamiento dirigido a la conciencia; se trata de «una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio de la persona misma de Jesús» (EV 29), que se presenta como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Y, dirigiéndose a Marta, hermana de Lázaro, reafirma: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25).

3. «El que me siga —proclama también Jesús— (...) tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). La vida que Jesucristo nos da es agua viva que sacia el anhelo más profundo del hombre y lo introduce, como hijo, en la plena comunión con Dios. Esta agua viva, que da la vida, es el Espíritu Santo.

En la conversación con la samaritana, Jesús anuncia ese don divino: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva. (...) Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4,10-14). Luego, con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos, al anunciar su muerte y su resurrección, Jesús exclama, también a voz en grito, como para que lo escuchen los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí. Como dice la Escritura: “De su seno correrán ríos de agua viva”. Esto lo decía —advierte el evangelista Juan— refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7,37-39).

Jesús, al obtenernos el don del Espíritu con el sacrificio de su vida, cumple la misión recibida del Padre: «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). El Espíritu Santo renueva nuestro corazón (cf. Ez 36,25-27 Jr 31,31-34), conformándolo al de Cristo. Así, el cristiano puede «comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse» (Evangelium vitae, EV 49). Ésta es la ley nueva, «la ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8,2). Su expresión fundamental, a imitación del Señor que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15,13), es la entrega de sí mismo por amor: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos» (1Jn 3,14).

4. La vida del cristiano que, mediante la fe y los sacramentos, está íntimamente unido a Jesucristo es una «vida en el Espíritu». En efecto, el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones (cf. Ga 4,6), se transforma en nosotros y para nosotros en «fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4,14).

Así pues, es preciso dejarse guiar dócilmente por el Espíritu de Dios, para llegar a ser cada vez más plenamente lo que ya somos por gracia: hijos de Dios en Cristo (cf. Rm 8,14-16). «Si vivimos según el Espíritu —nos exhorta san Pablo—, obremos también según el Espíritu» (Ga 5,25).

81 En este principio se funda la espiritualidad cristiana, que consiste en acoger toda la vida que el Espíritu nos da. Esta concepción de la espiritualidad nos protege de los equívocos que a veces ofuscan su perfil genuino.

La espiritualidad cristiana no consiste en un esfuerzo de autoperfeccionamiento, como si el hombre con sus fuerzas pudiera promover el crecimiento integral de su persona y conseguir la salvación. El corazón del hombre, herido por el pecado, es sanado por la gracia del Espíritu Santo; y el hombre sólo puede vivir como verdadero hijo de Dios si está sostenido por esa gracia.

La espiritualidad cristiana no consiste tampoco en llegar a ser casi «inmateriales», desencarnados, sin asumir un compromiso responsable en la historia. En efecto, la presencia del Espíritu Santo en nosotros, lejos de llevarnos a una «evasión» alienante, penetra y moviliza todo nuestro ser: inteligencia, voluntad, afectividad, corporeidad, para que nuestro «hombre nuevo» (
Ep 4,24) impregne el espacio y el tiempo de la novedad evangélica.

5. En el umbral del tercer milenio, la Iglesia se dispone a acoger el don siempre nuevo del Espíritu que da la vida, que brota del costado traspasado de Jesucristo, para anunciar a todos con íntima alegría el evangelio de la vida.

Supliquemos al Espíritu Santo que haga que la Iglesia de nuestro tiempo sea un eco fiel de las palabras de los Apóstoles: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1Jn 1,1-3).
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Saludo cordialmente a los peregrinos venidos de España, México, Argentina, El Salvador y dem ás países latinoamericanos. A todos os invito a acoger el don siempre nuevo del Espíritu Santo, dador de vida, para anunciar con fuerza la alegría del Evangelio.

(A los peregrinos y al obispo de la diócesis croata de Sibenik)
El mundo de hoy necesita cristianos coherentes e intrépidos, que sepan dar testimonio del amor de Dios y manifiesten a todos que su salvación se ofrece a los hombres por medio de la cruz de Cristo.

(En italiano)
El mes de octubre, mes misionero, invita con urgencia a todos los cristianos a sentirse responsables de la difusión del reino de Dios en todos los rincones de la tierra. Queridos jóvenes, sed valientes al anunciar con palabras y con el ejemplo el mensaje evangélico.

82 Vosotros, queridos enfermos, sabed aceptar el sufrimiento, uniéndoos al sacrificio de la cruz por la redención de cuantos aún no conocen a Cristo, único Redentor del mundo. Y vosotros, queridos recién casados, mediante el sacramento del matrimonio sed testigos del amor y colaboradores de la nueva evangelización.





Miércoles 28 de Octubre 1998


1. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). En estas palabras del evangelio de san Juan el don de la vida eterna constituye el fin último del plan de amor del Padre. Ese don nos permite tener acceso, por gracia, a la inefable comunión de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).

La vida eterna, que brota del Padre, nos la transmite en plenitud Jesús en su Pascua por el don del Espíritu Santo. Al recibirlo, participamos en la victoria definitiva que Jesús resucitado obtuvo sobre la muerte. «Lucharon vida y muerte —nos invita a proclamar la liturgia— en singular batalla y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta» (Secuencia del domingo de Pascua). En ese evento decisivo de la salvación Jesús da a los hombres la vida eterna en el Espíritu Santo.

2. Así, en la plenitud de los tiempos Cristo cumple, más allá de toda expectativa, la promesa de vida eterna que, desde el origen del mundo, había inscrito el Padre en la creación del hombre a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26).

Como canta el Salmo 104, el hombre experimenta que la vida en el cosmos y, en particular, su propia vida tienen su principio en el aliento que les comunica el Espíritu del Señor: «Escondes tu rostro, y se espantan; les retiras el aliento y expiran, y vuelven a ser polvo; envías tu Espíritu y los creas, y renuevas la faz de la tierra» (Ps 104,29-30).

La comunión con Dios, don de su Espíritu, llega a ser cada vez más para el pueblo elegido prenda de una vida que no se limita a la existencia terrena, sino que misteriosamente la trasciende y la prolonga hasta el infinito.

En el duro período del destierro en Babilonia, el Señor devolvió la esperanza a su pueblo, proclamando una nueva y definitiva alianza que será sellada por una efusión sobreabundante del Espíritu (cf. Ez 36,24-28): «Así dice el Señor: Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tiera de Israel. Y, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros , pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis» (Ez 37,12-14).

Con estas palabras, Dios anuncia la renovación mesiánica de Israel, después de los sufrimientos del destierro. Los símbolos empleados evocan muy bien el camino que la fe de Israel recorre lentamente, hasta intuir la verdad de la resurrección de la carne, que realizará el Espíritu al final de los tiempos.

3. Esta verdad se consolida en un tiempo ya próximo a la venida de Jesucristo (cf. Dn Da 12,2 2M 7,9-14 2M 7,23 2M 7,36 2M 12,43-45), el cual la confirma vigorosamente, reprochando a los que la negaban: «¿No estáis en un error precisamente por no entender las Escrituras ni el poder de Dios?» (Mc 12,24). En efecto, según Jesús, la fe en la resurrección se funda en la fe en Dios, que «no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27).

Además, Jesús vincula la fe en la resurrección a su misma persona: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25), pues en él, gracias al misterio de su muerte y resurrección, se cumple la promesa divina del don de la vida eterna, que implica una victoria total sobre la muerte: «Llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz [del Hijo] y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida...» (Jn 5,28-29). «Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día» (Jn 6,40).

83 4. Esta promesa de Cristo se realizará, por tanto, misteriosamente al final de los tiempos, cuando él vuelva glorioso «a juzgar a vivos y muertos» (2Tm 4,1 cf. Ac 10,42 1P 4,5). Entonces nuestros cuerpos mortales revivirán por el poder del Espíritu, que nos ha sido dado como «prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo» (Ep 1, 14, cf. 2Co 1,21-22).

Con todo, no debemos pensar que la vida más allá de la muerte comienza sólo con la resurrección final, pues ésta se halla precedida por la condición especial en que se encuentra, desde el momento de la muerte física, cada ser humano. Se trata de una fase intermedia, en la que a la descomposición del cuerpo corresponde «la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual, que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo “yo” humano, aunque mientras tanto le falte el complemento de su cuerpo» (Sagrada Congregación para la doctrina de la fe, Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17 de mayo de 1979: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de julio de 1979, p. 12).

Los creyentes tienen, además, la certeza de que su relación vivificante con Cristo no puede ser destruida por la muerte, sino que se mantiene más allá. En efecto, Jesús declaró: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25). La Iglesia siempre ha profesado esta fe y la ha expresado sobre todo en la oración de alabanza que dirige a Dios en comunión con todos los santos y en la invocación en favor de los difuntos que aún no se han purificado plenamente. Por otra parte, la Iglesia inculca el respeto a los restos mortales de todo ser humano, tanto por la dignidad de la persona a la que pertenecieron, como por el honor que se debe al cuerpo de los que, con el bautismo, se convirtieron en templo del Espíritu Santo. Lo atestigua de forma específica la liturgia en el rito de las exequias y en la veneración de las reliquias de los santos, que se desarrolló desde los primeros siglos. A los huesos de estos últimos —dice san Paulino de Nola— «nunca les falta la presencia del Espíritu Santo, el cual concede una viva gracia a través de los sagrados sepulcros» (Carmen XXI, 632-633).

5. Así, el Espíritu Santo se nos presenta como Espíritu de la vida no sólo en todas las fases de la existencia terrena, sino también en la etapa que, después de la muerte, precede a la vida plena que el Señor ha prometido asimismo para nuestros cuerpos mortales. Con mayor razón, gracias a él realizaremos, en Cristo, nuestro paso final al Padre. San Basilio Magno advierte: «Y si se reflexiona con rigor, se podría hallar que incluso con ocasión de la esperada aparición del Señor desde el cielo, no sería inútil el Espíritu Santo, como creen algunos, sino que estará presente con él también el día de su revelación, cuando el único y bienaventurado Soberano juzgue en justicia a todo el mundo» (El Espíritu Santo XVI, 40).
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Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española venidos de España, México y Argentina, así como de otros países de Latinoamérica. Os invito a imitar a la Virgen María y a acoger el misterio de la vida eterna en Dios, que se nos da en la encarnación del Verbo. Os bendigo a todos de corazón.

(A los peregrinos y al obispo de la diócesis croata de Varaždin)
Los cristianos han de ser sal de la tierra y luz del mundo, para que la sociedad, impregnada de los valores evangélicos, sea cada vez más humana y refleje el proyecto originario de Dios sobre el hombre.

(En italiano)
Hoy la liturgia recuerda a los apóstoles san Simón y san Judas Tadeo. Que su testimonio evangélico os sostenga a vosotros, queridos jóvenes, en vuestro compromiso de fidelidad diaria a Cristo; os anime a vosotros, queridos enfermos, a seguir siempre a Jesús por el camino de la prueba y del sufrimiento; y os ayude a vosotros, queridos recién casados, a hacer de vuestra familia un lugar de encuentro constante con el amor de Dios y de vuestros hermanos.

Al final de la audiencia general, Su Santidad hizo el siguiente llamamiento para pedir a los fieles que oren por algunas intenciones particulares

84 Quisiera ahora invitaros a orar conmigo por algunas intenciones que me interesan particularmente:

1. Hoy se inauguran en Rumanía los trabajos de la Comisión mixta entre la Iglesia ortodoxa y la greco-católica, instituida para facilitar el diálogo recíproco de las dos comunidades. Encomiendo esta iniciativa a vuestra oración, para que dé los frutos deseados para el bien de la Iglesia y de toda la sociedad rumana.

2. Cuatro meses de enfrentamiento armado en Guinea Bissau han causado enormes desplazamientos de la población. Muchos se han refugiado en las misiones, donde el personal eclesiástico y religioso, al que expreso mi más sincera gratitud, se prodiga para aliviar sus sufrimientos. Oremos para que todas las partes en conflicto pongan fin a esos sufrimientos, ya demasiado largos.

3. En la República democrática del Congo la guerra avanza con trágicas consecuencias de destrucción, implicando a los países vecinos. Elevemos una ardiente súplica a la Reina de la paz, para que aplaque los ánimos y haga que por encima de los propósitos de intensificar el conflicto prevalezca la búsqueda generosa de soluciones honrosas y pacíficas.






Audiencias 1998 75