Discursos 1998 - Domingo 2 de agosto de 1998

MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II


CON OCASIÓN DE LA REANUDACIÓN DE LA GRAN ORACIÓN


POR ITALIA EN EL SANTUARIO DE LORETO




Al venerado hermano
cardenal Camillo RUINI
presidente de la Conferencia episcopal italiana

He recibido con alegría la noticia de que, a partir del próximo día 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de la santísima Virgen María, se reanudará la Oración diaria por Italia en la Santa Casa de Loreto y se encenderá la lámpara de Italia, que arderá para simbolizar la invocación del pueblo italiano.

La Gran Oración por Italia comenzó en 1994, cuando la constante solicitud que siento por la querida nación italiana me impulsó a invitar a elevar incesantemente a Dios una oración en la Iglesia (cf. Hch Ac 12,5) con el fin de obtener la gracia de la conversión de los corazones, condición indispensable para construir una convivencia más justa y solidaria. El 10 de diciembre de ese año, a los pies de la Virgen de Loreto, en fraterna e intensa comunión con los obispos italianos, en presencia de autoridades del Estado, pude celebrar la fase conclusiva de la respuesta común suscitada por ese llamamiento.

La nueva y providencial iniciativa que, enlazando con aquella, se ha transformado en la Oración diaria por Italia, prolonga la invocación de paz y constituye una ulterior ocasión para prepararse a vivir la gracia del jubileo, dirigiendo la mirada con renovado y filial amor a María, que en todos los lugares de la península es venerada como refugio seguro en los peligros y Madre benévola ante las súplicas de los que atraviesan alguna prueba (cf. Sub tuum praesidium, en Breviario Romano).

Mientras la cercanía del tercer milenio suscita nuevas expectativas y esperanzas, contemplamos a María, primera discípula del Señor y Maestra de sabiduría, que nos ayuda a leer las vicisitudes de la historia con una total disponibilidad a la palabra del Señor. Así, con su maternal apoyo, el pueblo italiano podrá discernir más fácilmente «los signos de los tiempos» y comprometerse con valentía y perseverancia en la construcción de una sociedad con rostro y dimensión auténticamente humanos.

La lámpara de Italia, que brillará diariamente en la Santa Casa, lugar que evoca el misterio del Verbo encarnado, será símbolo de la constante consagración de la comunidad italiana a la Madre del Señor. Al mismo tiempo, recordar á que los cristianos tienen el deber de estar vigilantes, con las lámparas encendidas (cf. Mt Mt 25,1-13), y perseverantes en la oración y en la fidelidad al Evangelio, para iluminar con la antorcha de la verdad y del amor de Cristo las diferentes realidades sociales, políticas, culturales y económicas de la existencia.

A la vez que formulo fervientes votos para que esta providencial iniciativa produzca los frutos esperados, expreso mi viva satisfacción y, unido espiritualmente a cuantos se encuentran reunidos en el sagrado templo de Loreto, con gusto le imparto a usted, señor cardenal, a mons. Angelo Comastri, a los obispos italianos y a los fieles presentes en el sagrado rito, una especial bendición apostólica, que extiendo de buen grado a toda la querida nación italiana.

Castelgandolfo, 6 de agosto de 1998





SANTA MISA EN SUFRAGIO DEL SIERVO DE DIOS PAPA PABLO VI

Jueves 6 agosto 1998



Permanece viva en toda la Iglesia la memoria de mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI, que murió aquí, en Castelgandolfo, hace veinte años. El tiempo no ha disminuido su recuerdo; al contrario, con el paso de los años resulta cada vez más luminosa su figura, y cada más actuales y sorprendentes sus proféticas intuiciones apostólicas. Además, este año, la celebración del centenario del nacimiento de este Pontífice, guía sabio y fiel del pueblo cristiano durante el concilio Vaticano II y el difícil período posconciliar, nos hace sentir más familiar el recuerdo de su persona y más fuerte el testimonio de su amor a Cristo y a la Iglesia.

Murió el día en que la liturgia conmemora el acontecimiento extraordinario de la Transfiguración del Señor.

En una homilía comentaba así la página evangélica de hoy: «Es preciso volver a descubrir el rostro transfigurado de Cristo, para sentir que él sigue siendo, y precisamente para nosotros, nuestra luz: la luz que ilumina a toda alma que lo busca y lo acoge, que alumbra todo acontecimiento humano, todo esfuerzo y le confiere color y relieve, mérito y destino, esperanza y felicidad» (Homilía en el II domingo de Cuaresma, 23 de febrero de 1964).

Al comenzar la celebración de la eucaristía, en la que elevaremos nuestras oraciones por este inolvidable Pontífice, sus palabras nos invitan a pedir al Señor para la Iglesia y para cada uno de los fieles la valiente y heroica fidelidad al Evangelio que caracterizó su ministerio de Sucesor de Pedro.






AL INICIO DE UN COLOQUIO INTERNACIONAL


CELEBRADO EN CASTELGANDOLFO


17 de agosto de 1998



Distinguidos señores y señoras:

Con gran placer os doy la bienvenida y os agradezco vuestra participación en este Coloquio. Ya desde ahora deseo deciros cuánto aprecio el que estéis dispuestos a brindar vuestro tiempo y vuestros conocimientos para la realización de este ejercicio, que espero sea de verdad una experiencia agradable para todos nosotros.

Representáis los campos académico, científico, político y editorial, de diversas partes del mundo y de gran variedad de ambientes. El objetivo de este Coloquio consiste en «centrar» esta gran riqueza de pensamientos y experiencias en un tema muy estimulante en la esfera de la investigación intelectual y, al mismo tiempo, muy práctico por su capacidad de sugerir a la humanidad caminos para avanzar en esta coyuntura: «Al final del milenio: tiempo y modernidad».

La Iglesia debe predicar el mensaje de salvación que ha recibido de su divino Fundador. Y tiene que predicar este mensaje a los hombres de todos los tiempos. Necesita ayuda para comprender cada época, cada período de la historia, con sus presupuestos, sus valores, sus expectativas, sus limitaciones y sus errores. ¿Estamos en uno de los períodos más complejos y decisivos de la historia humana? ¿Se trata de un tiempo que marca un fin o un comienzo?

Por mi parte, espero con ilusión conocer vuestras opiniones. Siempre he considerado la búsqueda de «la verdad de las cosas» como la cualidad que caracteriza al hombre. Albergo gran estima por el compromiso y la entrega generosa que implica vuestra investigación.

Al comenzar estos dos días de reflexión, os ofrezco mi oración al Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad, para que nos guíe y sostenga nuestros esfuerzos. ¡Ven, Espíritu Santo, llena nuestros corazones de tu amor y haz que participemos en tu gran misión: renovar la faz de la tierra!






AL CAPÍTULO GENERAL DE LAS HIJAS


DE NUESTRA SEÑORA DE LA MISERICORDIA



Jueves 20 de agosto de 1998




Amadísimas Hijas de Nuestra Señora de la Misericordia:

1. Me alegra acogeros con ocasión del capítulo general que acabáis de concluir en Savona, ciudad en la que, hace más de un siglo y medio, santa María Josefa Rossello fundó vuestra congregación. Os saludo cordialmente a cada una de vosotras, que formáis la asamblea capitular, así como a todas vuestras hermanas, más de mil, en las diversas comunidades esparcidas por Europa, África, América y Asia.

Expreso mis mejores deseos a vuestra superiora general, madre Celsa Josefa Benetti, a quien el capítulo ha confirmado en su cargo. La felicito y, a la vez, la animo a proseguir con alegría y serenidad su servicio a la congregación, para promover su eficaz presencia apostólica en la Iglesia.

2. Vuestra reunión capitular se inscribe en el año del Espíritu Santo, segunda etapa del itinerario de preparación inmediata para el gran jubileo del año 2000. Por eso, quisiera recordar ante todo la «íntima relación» que une la vida consagrada a la obra del Espíritu Santo (cf. Vita consecrata VC 19).

El Espíritu es, en primer lugar, el alma de la vocación: «Es él quien, a lo largo de los milenios, acerca siempre nuevas personas a percibir el atractivo de una opción tan comprometida (...); es él quien guía el crecimiento de tal deseo (...); es él quien forma y plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente» (ib.).

La entrega de sí mismo en la vida consagrada, como el «sí» de María y su fecundidad virginal, tiene lugar a la «sombra» del poder del Altísimo. Y este «sí», esta entrega, se renueva día tras día en la unión orante con Dios, cuyo culmen es la Eucaristía, en la comunión fraterna y en el apostolado.

A lo largo de los siglos y de los milenios, el Espíritu Santo siembra en la Iglesia la variedad de los carismas, entre los cuales también están los específicos de cada instituto. «De aquí surgen las múltiples formas de vida consagrada mediante las cuales la Iglesia aparece también adornada (...) y enriquecida (...) para desarrollar su misión en el mundo» (ib.).

3. Mediante el luminoso testimonio de María Josefa Rossello, el Espíritu Santo pudo suscitar en la generosa tierra de Liguria un nuevo brote, a partir de la inagotable fuente de vida evangélica que es la experiencia de la Misericordia divina, «contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y fuerza constitutiva de su misión» (Dives in misericordia DM 6). Éste es vuestro carisma, que sentís particularmente relacionado con María santísima, Madre de la misericordia y de cuantos confían en ella.

El capítulo general constituye, ante todo, un acto de fidelidad al carisma fundacional y al consiguiente patrimonio espiritual del instituto. «Precisamente en esta fidelidad a la inspiración de los fundadores y fundadoras, don del Espíritu Santo, se descubren más fácilmente y se reviven con más fervor los elementos esenciales de la vida consagrada » (Vita consecrata VC 36). En las reuniones capitulares, los religiosos se ponen a la escucha de lo que el Espíritu quiere decir, para descubrir qué significa ser fieles al propio carisma en la situación actual del instituto, de la Iglesia y del mundo, a fin de que la semilla de santidad pueda dar fruto en nuestro tiempo.

A este respecto, «debe permanecer, pues, viva la convicción de que la garantía de toda renovación que pretenda ser fiel a la inspiración originaria está en la búsqueda de la conformación cada vez más plena con el Señor» (ib., 37).

4. También la humanidad contemporánea, con las formas de pobreza tradicionales y con las específicas de nuestra época, tiene sed de la Misericordia divina, y pide que se reconozca su presencia en hombres y mujeres que sean testigos creíbles de ella.

Este testimonio debe partir de la vida misma de la comunidad religiosa, que es el lugar en que la misericordia se convierte en diaria atención recíproca, comunión y corrección fraterna. De una intensa experiencia personal y comunitaria brotan los diversos «ministerios de misericordia» —como los llaman vuestras constituciones—, que son vuestro modo peculiar de «trabajar por la extensión del reino de Dios» (Const., 4).

Queridas hermanas, ponéis todo esto bajo la especial protección de María, Madre de la misericordia. Que ella, «ejemplo sublime de perfecta consagración» (Vita consecrata, 28), recuerde siempre a cada una de sus Hijas «la primacía de la iniciativa de Dios» y les comunique «aquel amor que permite dar cada día la vida por Cristo, cooperando con él en la salvación del mundo» (ib.). Ojalá que todos, también gracias a vuestro testimonio de fe y amor, reconozcan a la Virgen santísima como Madre de misericordia.

Con este deseo, os imparto de corazón a vosotras y a toda la congregación una especial bendición apostólica.





MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A MONS. MARIANO DE NICOLÒ, OBISPO DE RÍMINI,


Y A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO


PARA LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS




Excelencia reverendísima:

1. Con ocasión del Congreso anual para la amistad entre los pueblos, que se realizará del 23 al 29 de agosto, Su Santidad le pide que transmita a los organizadores y a los participantes su cordial saludo, expresándoles su gran satisfacción por esta manifestación, que ha llegado a ser un punto de referencia para numerosas personas, en gran parte jóvenes, procedentes de diversas naciones.

El tema del encuentro, «La vida no es sueño», prosiguiendo idealmente la reflexión de la última edición, quiere poner de relieve la enfermedad profunda de nuestro tiempo: la crisis del sentido de la realidad, que viene a ser crisis de la relación del hombre con ella. El hombre de hoy advierte que su pensamiento se apoya en bases frágiles y a menudo inadecuadas para corresponder plenamente a toda la riqueza de la realidad. Algunas corrientes filosóficas han minado hasta tal punto los fundamentos del conocimiento, que han llevado a plantearse la cuestión acerca de la existencia misma de la realidad.

Todo esto causa un peligroso ofuscamiento de la mirada y una grave desorientación, que dificultan y a veces incluso impiden el enfoque de la realidad. Paradójicamente, este amargo resultado es fruto de un recorrido secular del pensamiento, que ha tratado de establecer a toda costa las condiciones que hacen posible la certeza. Pero lo ha hecho partiendo del erróneo supuesto positivista según el cual la certeza se debe identificar con la exactitud de las ciencias positivas. Eso ha tenido como consecuencia que la razón científica se ha arrogado a menudo el derecho de decidir de qué cosas se puede tener certeza, prestando escasa atención a las demás formas de conocimiento, por considerarlas inseguras.

Desde esa perspectiva, «real» es lo que puede investigar el científico; lo que el hombre, en cierto modo, puede medir. Así, se excluye la posibilidad de hablar de Dios y de la naturaleza íntima de las cosas, por tratarse de realidades que no pueden verificarse experimentalmente y que, en consecuencia, por definición no son significativos. En esta separación entre las cosas mensurables, y por consiguiente «reales», y las inmensurables, y por eso «irreales», algunos han creído ver una gran conquista, que debería permitir al género humano alcanzar metas científicas, humanas y civiles cada vez más elevadas, asegurándole paz, unidad y bienestar, y liberándolo de las fuerzas oscuras de la superstición y de las creencias irracionales.

2. La condición de muchos contemporáneos muestra, por el contrario, cómo esas doctrinas han producido frutos de índole muy diferente. La realidad mensurable con los más refinados medios técnicos ha resultado más pobre de lo que, con gran entusiasmo, se esperaba; mientras que, más allá de ella, ha ido extendiéndose el vasto territorio de lo incontrolable y, por tanto, de lo «no real». La ciencia, al frustrar las expectativas del cientificismo, ha sido incapaz de iluminar con su «exactitud» vastos campos de la experiencia humana. Es sintomático que en el arte, en la literatura y en el teatro, donde la conciencia del siglo presente se expresa de modo más agudo y dramático, se haya manifestado el sentimiento de lo absurdo, de la falta de sentido y de la condición «infernal » de la vida humana. El hombre se ha dado cuenta de la alienación trágica en la que termina por caer cuando se obstina en no reconocer que la realidad va más allá de los confines de la vara que usa para medir. En efecto, el ser humano no puede renunciar a la sed que lo impulsa hacia el Absoluto. No puede resignarse a declarar irreal lo que no es capaz de controlar de modo experimental.

A pesar de ello, existen orientaciones culturales que, al parecer, no quieren renunciar a la dirección de marcha emprendida. Tratan, más bien, de remediar la profunda condición de malestar del hombre contemporáneo sugiriéndole huir de esa realidad que ya sólo le causa sufrimiento, porque carece de sentido. La propuesta consiste en escapar a un mundo de sueño.

Precisamente en eso invita a reflexionar el Congreso. El sueño da la impresión de proporcionar un ámbito en el que, finalmente, el desasosiego del hombre puede encontrar alivio, al abrigo de la tormenta de la vida. No importa que el recinto de ese sueño no esté completamente cerrado y resguardado por todos los lados, y que la irracionalidad y el frío del mundo penetren de vez en cuando en él y perturben su ambiente. Esta es la única felicidad alcanzable, la única alternativa posible a la nada y, por eso, hay que contentarse. Así habla cierta cultura de nuestro tiempo.

3. Ante estas insidiosas propuestas de fuga, hay que afirmar con fuerza que la vida no es sueño. A una existencia que las pretensiones de autonomía del hombre han vaciado de realidad, pero sin lograr impedirle que provoque dolor y muerte con sus exigencias apremiantes, no se puede responder proponiendo una esfera de engaños y de promesas falaces. Nuestra conciencia de hombres del siglo XX ha sido herida a menudo por doctrinas que han excluido toda posibilidad de comunicación con el misterio de las cosas. Se trata de doctrinas que han debilitado interiormente al hombre y parecen haberle quitado el vigor necesario para reaccionar frente a los condicionamientos que lo entorpecen, impidiéndole una auténtico renacimiento. ¿Dónde se puede encontrar esta fuerza fresca, esta nueva energía vital?

Corresponde a los cristianos la tarea de anunciar con valentía al hombre contemporáneo la urgencia de volver a la promesa, inscrita en su mismo ser no por una divinidad malvada, interesada en su sufrimiento, sino por un Dios amoroso, que ha puesto en él un anhelo de sentido, manifestado en una sed insaciable y en una inquietud interior, que al parecer no pueden encontrar alivio. Este es el camino maestro que lleva a la realidad en que es posible encontrar la respuesta. La realidad, si se la interroga con sinceridad, no defrauda las expectativas del hombre, y aparece viva, elocuente y significativa. Se manifiesta como «signo» de Aquel que la ha creado y como «cifra» del auténtico sentido de la existencia.

4. Los cristianos de hoy tienen también una segunda responsabilidad: la de gritar al mundo que Cristo ya ha roto las cadenas con las que el hombre continuamente vuelve a sujetarse. El Hijo de Dios se ha hecho compañero del hombre en su búsqueda de sentido y del bien, acompañándolo por los caminos de su deseo. Él es el «camino» que lleva a la Realidad última (cf. Jn Jn 14,6), la «puerta» que da acceso al sentido al que aspira el espíritu humano (cf. Jn Jn 10,7).

Cristo sostiene el impulso del hombre que, abandonado a sus solas fuerzas, correría el riesgo de perderse frente a la aparente opacidad de las cosas, o terminaría por arrogarse el derecho de plasmar la realidad según su voluntad, silenciando de ese modo sus preguntas. El Hijo de Dios que vino al mundo ha resuelto el malestar del hombre, ha acabado con su alienación. Él, que dijo: «Yo soy (...) la vida» (Jn 11,25), invita al cristiano, también en nuestro tiempo, a gritar al mundo: ¡La vida es Cristo; la realidad encuentra su sentido pleno en Cristo!

La Iglesia, como «lugar» donde está presente el Resucitado, sobre todo en los sacramentos y en la comunión con los hermanos, tiene la misión de mantener viva la sed de realidad que late en el corazón humano. Aquí Cristo nos lleva al Padre: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). Aquí Cristo nos introduce, por la puerta de su misma humanidad, en el encuentro con el sentido profundo de la realidad, con el significado que puede reproducir ante nuestros ojos el designio eterno y misterioso en que la inquietud humana encuentra finalmente paz.

5. Al enviar a su excelencia estas reflexiones para que las transmita a los participantes en el Congreso, el Sumo Pontífice expresa sus mejores deseos de que esa €manifestación €ayude €al hombre contemporáneo a encontrar en Cristo a Aquel que sacia su sed de verdad y de paz.

Con estos deseos, el Santo Padre le imparte a usted, y a todos los presentes, su bendición, prenda de copiosos favores celestiales.

También yo, de buen grado, formulo mis votos personales por el pleno éxito del encuentro y aprovecho esta circunstancia para confirmarle mi afecto.
Card. Angelo Sodano

Secretario de Estado






AL FINAL DE UNA REPRESENTACIÓN TEATRAL


SOBRE SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS


Domingo 23 de agosto de 1998



Queridos amigos:

Saludo y doy las gracias ante todo a los tres actores de la representación sobre santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, doctora de la Iglesia, así como a quienes han contribuido a su realización. Nos brindan la ocasión de meditar en la obra de la santa de Lisieux, maestra de vida espiritual y patrona de las misiones. Teresa apreciaba el arte del teatro y la poesía, y transmitía así el mensaje de su divino Salvador, deseando únicamente en toda su existencia «el honor y la gloria de nuestro Señor» (La misión de Juana de Arco, 10 r).

Me alegra que ella, que pasó su vida en el recogimiento de su Carmelo, sea cada vez más conocida y siga mostrando el camino del Señor, gracias a su madurez espiritual y a la seguridad de su doctrina. Ojalá que, por medio del arte, muchas personas, siguiendo a la joven carmelita, tengan la posibilidad de descubrir a Aquel que es el camino, la verdad y la vida, y se sientan atraídas por él, para amarlo con todo su corazón, pues «el amor atrae al amor» (Manuscrito C, 34 v), para vivir el Evangelio todos los días y para servir a sus hermanos.

Saludo también a todos los que han participado en esta representación, en particular al padre abad y a los padres de la congregación de San Víctor de la Confederación de los Canónigos Regulares de San Agustín. Os invito a todos a hacer incesantemente, como Teresa, el acto de consagración al Amor misericordioso, deseando, a pesar de la debilidad humana, amar y hacer amar a Dios, y poniéndoos humildemente en sus manos como niños, para cumplir diariamente su voluntad. Os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.





MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO INTERRELIGIOSO


ORGANIZADO EN BUCAREST


POR LA COMUNIDAD DE SAN EGIDIO




A mi venerado hermano
cardenal Edward I. CASSIDY
presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos

Me alegra particularmente dirigir, por medio de usted, mis saludos cordiales a los participantes en el duodécimo encuentro de oración organizado por la Comunidad de San Egidio sobre el tema: «La paz es el nombre de Dios». Recuerdo aún con gran emoción la memorable jornada de Asís en que, por primera vez en la historia, representantes de las grandes religiones del mundo se reunieron para implorar la paz al único que puede darla en plenitud. Como tuve ocasión de afirmar en los meses sucesivos, tengo la firme convicción de que «en esa jornada, y en la oración que era su motivo y su único contenido, por un momento parecía expresarse también visiblemente la unidad escondida pero radical (...) entre los hombres y mujeres de este mundo» (Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 1986, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de enero de 1987, p. 6). Esta perspectiva, que es fundamentalmente lo que he llamado «espíritu de Asís», debía reanudarse y comunicarse, para poder suscitar por doquier nuevas energías de paz. Aquel día se inició un camino que la Comunidad de San Egidio ha animado con valentía, implicando en él a un número cada vez mayor de hombres y mujeres de religiones y culturas diversas. Así, la «perspectiva» de Asís se ha perfilado en muchas ciudades europeas, como Varsovia, Bruselas, Milán y, el año pasado, Padua. No es una casualidad que esta peregrinación, enriquecida ahora con doce años de experiencia, llegue a Rumanía y haga etapa en Bucarest, ciudad que en esta circunstancia se ha convertido prácticamente en el centro geográfico de una Europa que, formada por gran variedad de pueblos y culturas, debe reconstruir una unidad amplia y armoniosa, que no excluya a nadie.

Deseo saludar a todo el pueblo rumano, al que me siento cercano espiritualmente. Saludo al presidente de la República y a su Gobierno, a quienes agradezco su invitación a hacer una visita a Rumanía, que espero poder realizar. Dirijo un saludo fraterno, en particular, a Su Beatitud el patriarca Teoctist, a los metropolitas, a los obispos y a todo el pueblo de la venerable Iglesia ortodoxa de Rumanía. Con afecto y estima saludo a los obispos y a las comunidades católicas de Rumanía, tanto de rito bizantino como de rito latino, exhortándolas a perseverar con valentía en el testimonio de Cristo y de su Evangelio. Extiendo mi saludo fraterno a todas las demás confesiones cristianas y a las otras religiones presentes en ese noble país. La gran manifestación de oración por la paz se inserta perfectamente en la singular vocación que tiene Rumanía de ser un puente entre Oriente y Occidente, para ofrecer una síntesis original de las culturas y las tradiciones europeas.

La presencia de tantos venerables patriarcas, primados y obispos de las Iglesias ortodoxas hace que el encuentro sea muy significativo para toda la cristiandad. Les envío mi fraterno y afectuoso beso de la paz, para que lo transmitan a sus amadas Iglesias. En verdad, el hecho de que representantes tan cualificados de la Ortodoxia se unan hoy a representantes de la Iglesia católica y de otras comunidades cristianas de Occidente, para reflexionar juntos en un tema tan importante, es un don precioso. Su presencia en ese encuentro, precisamente en el umbral del tercer milenio, nos impulsa a elevar nuestra oración a Dios con una confianza particular, para que el mundo vea a los cristianos «menos divididos». El camino estará tanto más despejado, cuanto más nos encontremos y nos amemos, manifestando así la alegría que nos une. Por tanto, ese encuentro de Bucarest se presenta como un verdadero momento de gracia. Tenemos necesidad de recordarnos a nosotros mismos y al mundo que lo que nos une es mucho más fuerte que lo que nos separa.

Ese encuentro reviste un elevado significado espiritual, puesto que se reúnen los cristianos con representantes de las grandes religiones del mundo. También a ellos dirijo mi respetuoso saludo. Ya saben la gran estima que siento por sus tradiciones religiosas: en mis viajes apostólicos, no dejo jamás de encontrarme con sus representantes, reconociendo su elevada misión en los diferentes países. Su presencia tan numerosa y cualificada, además de subrayar la importancia del papel que desempeñan las religiones en la vida de los hombres de nuestro tiempo, nos recuerda la necesidad de manifestar la unidad de las naciones, educar para la paz y el respeto, y cultivar la amistad y el diálogo.

Sí, es necesario este compromiso. Desgraciadamente, durante los últimos decenios, aunque hemos constatado notables progresos en el camino de la paz, también hemos asistido al desarrollo de numerosos conflictos: guerras en diferentes regiones del mundo, que implican frecuentemente a los países más pobres, agravando su situación ya difícil. Pienso, particularmente, en África, martirizada por conflictos y por una situación endémica de inestabilidad. Pienso también en el Kosovo, tan cercano, donde, desde hace mucho tiempo, poblaciones enteras soportan atrocidades y torturas en nombre de insensatas rivalidades étnicas. Pienso, por último, en los procesos de paz iniciados en Oriente Medio y en otras partes del mundo, pero que corren peligro a causa de dificultades que siempre vuelven a aparecer. Frente a la multiplicación de situaciones de guerra, es preciso que se desarrollen nuevas energías de paz, cuya valiosa reserva son las religiones. Durante el encuentro de 1993, que se celebró en Milán, los jefes religiosos presentes firmaron un llamamiento, que conserva toda su fuerza: «Ningún odio, ningún conflicto, ninguna guerra se han de apoyar en las religiones. La guerra nunca puede ser motivada por la religión. Las palabras de las religiones han de ser siempre palabras de paz. El camino de la fe debe abrir al diálogo y a la comprensión. Las religiones han de llevar a los corazones a pacificar la tierra. Las religiones deben ayudar a todos los hombres a amar la tierra y sus pueblos, tanto pequeños como grandes».

Las religiones manifiestan la aspiración universal a la comprensión y al entendimiento, que nace de un sincero amor a Dios. Por eso, ese encuentro ha elegido oportunamente el título: «Dios, el hombre y los pueblos», tres realidades que deben mantener una relación orgánica. Cada persona y cada pueblo puede descubrir su auténtica vocación en la medida en que hace referencia a Aquel que está sobre todos y que acompaña a todos los seres humanos hacia el futuro común que vosotros ya expresáis, en cierto modo, durante ese encuentro.

Le confío, señor cardenal, la misión de saludar a cada uno de los representantes de las Iglesias y comunidades cristianas, así como de las grandes religiones del mundo, asegurando a todos los participantes mi recuerdo afectuoso, sostenido por una ferviente invocación a nuestro Padre común, para que todos los pueblos de la tierra, abandonando las sendas de la violencia, emprendan el camino de la paz.

Castelgandolfo, 26 de agosto de 1998






A LA COMISIÓN INTERNACIONAL CATÓLICO-ANGLICANA


Viernes 28 de agosto de 1998



Queridos amigos en Cristo:

«Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo » (1Co 1,3). En el vínculo de la fe, os saludo a vosotros, participantes en la asamblea plenaria anual de la Comisión internacional católico-anglicana. En particular, expreso mi aprecio al obispo Mark Santer, cuyo mandato como copresidente anglicano de la Comisión está a punto de concluir. Le agradezco todo lo que ha hecho por impulsar el trabajo de la Comisión durante estos años.

Al examinar aún más la cuestión de la autoridad de enseñar en la Iglesia, como lo estáis haciendo durante este encuentro anual, procuráis conocer más profundamente lo que Cristo piensa y quiere para su Iglesia. En este momento, en que mucha gente está muy desconcertada y angustiada, es importante que los cristianos reafirmen que la verdad existe, que puede conocerse y que Cristo ha establecido un magisterio autorizado dentro de la Iglesia para salvaguardar y dar a conocer la verdad de la fe. La pérdida de confianza en la verdad ha llevado a una crisis cultural, que también ha afectado a los discípulos de Cristo. En esta situación, la voz de la autoridad apostólica debería ser como una diaconía de la verdad, un servicio humilde y constante a la verdad de la Revelación. Debemos predicar que Cristo es la verdad absoluta y universal que se manifiesta desde la profundidad misma de la Trinidad, que podemos conocerlo, y que la humanidad encuentra su auténtica libertad en el conocimiento de la verdad que es él (cf. Jn Jn 8,32).

En mi carta encíclica Ut unum sint, expliqué que «la misión del Obispo de Roma trata particularmente de recordar la exigencia de la plena comunión de los discípulos de Cristo» (n. 4). Por eso, oro fervientemente para que el Espíritu de la verdad siga guiando vuestra labor a fin de que, mientras nos aproximamos al tercer milenio de la era cristiana, arrepintiéndonos de nuestros antiguos pecados y celebrando nuevas esperanzas, los anglicanos y los católicos podamos conocer la alegría que se experimenta cuando los hermanos viven en la unidad (cf. Ps 133,1). «A aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria » (Ep 3,20). Que la bendición de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, esté con vosotros.





                                                                                  Septiembre de 1998




A LA UNIÓN DE FEDERACIONES JUDÍAS DE ESTADOS UNIDOS


Jueves 3 de septiembre de 1998



Señoras y señores:

Os doy afectuosamente la bienvenida a vosotros, representantes de la Unión de federaciones judías de Estados Unidos, y os agradezco vuestra visita. «El Señor os bendiga y os guarde» (cf. Nm NM 6,24). Vuestra presencia pone de relieve los estrechos vínculos de afinidad espiritual que los cristianos comparten con la gran tradición religiosa del judaísmo, que se remonta a Moisés y Abraham.

Nuestro encuentro es un paso más hacia el fortalecimiento del espíritu de comprensión entre los judíos y los católicos. En la actualidad es muy importante, para el bien de la familia humana, que todos los creyentes trabajen juntos a fin de construir estructuras de paz auténtica. Deben hacerlo no por necesidad política, que es transitoria, sino por la voluntad de Dios, que subsiste para siempre (cf. Sal Ps 33,11). Los judíos y los cristianos seguimos de modo diferente el camino religioso del monoteísmo ético. Adoramos al único Dios verdadero; pero esta adoración exige obediencia a la ética anunciada por los profetas: «Desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, (...) dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (Is 1,16-17). Sin esto, nuestra adoración no significa nada para el Dios que dice: «¡Aparta de mi lado la multitud de tus canciones! (...) ¡Que fluya (...) la justicia como arroyo perenne! » (Am 5,23-24).


Discursos 1998 - Domingo 2 de agosto de 1998