Discursos 1999
1
: Viernes 8 de enero de 1999
Eminencias;
excelencias;
queridos amigos:
Me alegra mucho saludar a los ex alumnos del Pontificio Colegio Norteamericano, con ocasión de vuestra reunión anual. También doy una cordial bienvenida al rector, a los profesores y a los estudiantes del Colegio, así como a los alumnos sacerdotes de la casa Santa María de la Humildad.
Habéis vuelto a Roma, donde recibisteis vuestra formación sacerdotal, para revivir las profundas experiencias que han forjado vuestra identidad y alimentado vuestra espiritualidad sacerdotal. Gracias a vuestros estudios en la ciudad eterna, habéis podido encontrar, de un modo único, la tradición viva de la Iglesia y el misterio de su unidad católica, fundada en el testimonio de los Apóstoles y garantizada por el ministerio del Sucesor de Pedro. Frente a numerosas y preocupantes tendencias a la polarización y a la división en el seno de la sociedad, hoy es más urgente que nunca que los sacerdotes sean servidores y testigos de la comunión sobrenatural con Dios y con los demás, que constituye el corazón mismo de nuestra pertenencia a la Iglesia. Ojalá que estos días de recuerdo y acción de gracias fortalezcan vuestra decisión de ser ministros fieles de la Iglesia y buenos pastores del rebaño de Cristo en Estados Unidos.
El Pontificio Colegio Norteamericano se fundó en una época en que los católicos eran una pequeña minoría en Estados Unidos, constituida sobre todo por inmigrantes. Hoy, gracias a la obra incansable de generaciones de sacerdotes, religiosos y laicos, la Iglesia en vuestro país posee inmensos recursos para proclamar el Evangelio y contribuir con la rica herencia de la doctrina moral y social de la Iglesia a los grandes debates que están modelando el futuro de vuestra nación. El gran desafío que afrontan ahora los católicos de Estados Unidos en todos los sectores de la vida nacional y de la cultura consiste en dar un testimonio público común y convincente de las verdades sobre la persona humana y la comunidad humana, que han sido reveladas por Dios, son accesibles a la razón y están recogidas en los documentos fundamentales de vuestra República. Espero que el Colegio, formando a predicadores del Evangelio inteligentes, sabios y santos, responda plenamente a este desafío y ejerza un influjo constructivo y profético para la renovación moral de la sociedad norteamericana.
Queridos amigos, al acercarnos al alba del tercer milenio cristiano, pido a Dios que seáis heraldos cada vez más fieles y celosos de Jesucristo, «el mismo ayer, hoy y siempre» (He 13,8). Encomendándoos a todos a la intercesión amorosa de María Inmaculada, patrona de vuestro país y de vuestro colegio, os imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de fortaleza y paz en el Señor.
Excelencias,
Señoras y Señores:
2 1. Les estoy muy reconocido por los buenos deseos que, por medio de su decano, el Embajador de la República de San Marino, el Señor Giovanni Galassi, me han presentado en los comienzos de este año, el último antes del 2000. Estos se suman a las numerosas muestras de afectuosa adhesión que me han llegado de parte de las Autoridades de sus países y de sus compatriotas con ocasión del vigésimo aniversario de mi pontificado y del nuevo año. Deseo reiterar a todos mi sentido agradecimiento.
Esta ceremonia anual reviste un carácter de encuentro familiar y, por eso mismo, me es particularmente querida. En primer lugar, porque, por medio de sus personas están representadas casi todas las naciones de la tierra, con sus realidades, sus esperanzas y también con sus interrogantes. Además, porque este encuentro me ofrece la grata oportunidad de expresarles los mejores deseos, que concreto en la oración por sus personas, por sus familias y sus conciudadanos. Pido a Dios que concede a cada uno salud, prosperidad y paz. Ustedes saben que pueden contar con el Papa y sus colaboradores siempre que se trate de apoyar lo que emprende cada país, con sus mejores energías, en pro de la elevación espiritual, moral y cultural de los ciudadanos, o el desarrollo de todo lo que contribuye al buen entendimiento entre los pueblos, en la justicia y la paz.
2. La familia de las naciones, que recientemente ha compartido la alegría propia de la Navidad y que unánimemente ha saludado la llegada del Año nuevo, tiene, sin lugar a dudas, diversos motivos para alegrarse.
En Europa, pienso especialmente en Irlanda, donde el acuerdo firmado el pasado Viernes Santo ha puesto las bases de la tan esperada paz, que deberá fundarse sobre una vida social estable, cimentada en la confianza recíproca y en el principio de la equidad del derecho para todos.
Otro motivo de satisfacción para todos nosotros es el proceso de paz que en España permite por primera vez a las poblaciones del territorio vasco ver como se aleja el espectro de la violencia ciega y pensar seriamente en un proceso de normalización.
El paso a la moneda única y la apertura hacia el Este, van a ofrecer sin duda a la Europa -éste es, en todo caso, nuestro más vivo deseo- la posibilidad de llegar a ser cada vez más una comunidad de destino, una verdadera "comunidad europea". Evidentemente esto requiere que las Naciones que la componen sepan conciliar su historia con un proyecto compartido, permitiendo que todos se consideren socios igualitarios, deseosos únicamente del bien común. Las familias espirituales que han aportado tanto a la civilización de este continente -pienso ciertamente en el cristianismo- tienen un papel que me parece cada vez más decisivo. Ante los problemas sociales que mantienen a grandes sectores de la población en la pobreza, ante las desigualdades sociales que son un fermento de inestabilidad crónica o ante las nuevas generaciones que buscan puntos de referencia en un mundo a menudo incoherente, es importante que las Iglesias puedan proclamar el amor de Dios y la llamada a la fraternidad que la reciente fiesta de la Navidad ha hecho brillar una vez más para toda la humanidad.
Un ulterior motivo de satisfacción sobre el que quisiera llamar su atención, Señoras y Señores, se refiere al Continente americano. Se trata del Acuerdo logrado entre el Ecuador y el Perú, en Brasilia, el pasado 26 de octubre. Gracias a la acción perseverante de la comunidad internacional -y particularmente de los países garantes-, dos pueblos hermanos han tenido el valor de renunciar a la violencia y aceptar un compromiso para resolver pacíficamente sus controversias. Es un ejemplo a proponer a otras naciones aún enfrentadas en sus divisiones y en sus discordias. Tengo la firme convicción de que estos dos pueblos, gracias en particular a su fe cristiana que les une, sabrán aceptar el gran desafío de la fraternidad y de la paz y pasar así una página dolorosa de su historia que, por otro lado, tiene sus raíces en los primeros momentos de su existencia como Estados independientes. Dirijo mi llamado vehemente y paterno a los católicos ecuatorianos y peruanos para que, con la oración y la acción, sean artesanos convencidos de la reconciliación y contribuyan de este modo a que la paz pase desde los tratados hasta el corazón de cada uno.
Nos debemos alegrar igualmente por los esfuerzos realizados por el gran pueblo de China, comprometido con determinación en un diálogo en el que participen las poblaciones de las dos riberas del estrecho. La Comunidad internacional -y la Santa Sede en particular- sigue con gran interés este feliz desarrollo, con la esperanza de progresos significativos que serán, sin duda, beneficiosos para todo el mundo.
3. Pero la cultura de la paz está lejos de estar extendida universalmente, como lo atestiguan las llamas de persistentes conflictos.
No lejos de nosotros, la región de los Balcanes continúa viviendo un período de gran inestabilidad. No se puede hablar aún de normalización en Bosnia-Erzegovina, donde las secuelas de la guerra perviven todavía en las relaciones entre las diversas etnias, donde la mitad de la población vive desplazada y donde las tensiones sociales se mantienen de manera peligrosa. El Kosovo ha sido aun recientemente teatro de enfrentamientos sangrientos por motivos étnicos y políticos, que han impedido tanto un diálogo sereno entre las partes como el desarrollo económico mismo. Debe hacerse todo lo posible para ayudar a los kosovos y a los serbios a encontrarse en torno a una mesa, para resolver sin dilación la amenaza armada que paraliza y que mata. Albania y Macedonia serían las primeras en beneficiarse, pues es sabido que en el territorio de los Balcanes todo está relacionado. También varios otros países de Europa central y oriental, pequeños y grandes, son víctimas de la inestabilidad política y social, recorren con dificultad el camino de la democratización y no consiguen aún vivir en una economía de mercado capaz de ofrecer a cada uno su legítima parte de bienestar y desarrollo.
El proceso de paz relativo al Oriente Medio sigue teniendo un recorrido accidentado y no ha ofrecido a las poblaciones la esperanza y el bienestar que tienen derecho a gozar. No se las puede mantener indefinidamente entre la guerra y la paz sin correr el riesgo de acrecentar peligrosamente las tensiones y violencias. No se puede razonablemente demorar más la cuestión del estatuto de la Ciudad Santa de Jerusalén, hacia la cual los creyentes de las tres religiones monoteístas dirigen su mirada. Las partes interesadas deben afrontar estos problemas con un sentido claro de sus responsabilidades. La reciente crisis acaecida en Irak ha mostrado, una vez más, que la guerra no resuelve los problemas. Más bien los complica y hace recaer sus consecuencias dramáticas sobre las poblaciones civiles. El diálogo leal, el deseo efectivo del bien de las personas y el respeto del orden internacional, son los únicos que pueden conducir a soluciones dignas de una región en la que se arraigan nuestras tradiciones religiosas. Si la violencia es a menudo contagiosa, también puede serlo la paz, y estoy seguro que un Oriente Medio estable contribuirá eficazmente a devolver la esperanza a muchos pueblos. Pienso, por ejemplo, en las martirizadas poblaciones de Argelia y de la isla de Chipre, donde la situación continúa estancada.
3 Sri Lanka celebraba hace algunos meses el cincuentenario de su independencia, pero todavía hoy se encuentra desgarrado por luchas étnicas que han retrasado la apertura de negociaciones serenas, las únicas que llevarán a la paz.
África sigue siendo un continente en peligro. De los cincuenta y tres Estados que la forman, diecisiete tienen conflictos armados, internos o entre Estados. Pienso, de modo especial, en Sudán, donde a las crueles combates se añade un terrible drama humano; a Eritrea y Etiopía, e nuevo antagonistas; a Sierra Leona, cuya población es víctima, una vez más, de luchas despiadadas. Los países de la región de los Grandes Lagos no han superado aún las llagas de los excesos del etnocentrismo y se debaten entre la pobreza y la inseguridad; así sucede en Ruanda y Burundi, donde un embargo agrava aún más la situación. La República Democrática del Congo está aún lejos de haber completado su transición y de conocer la estabilidad a la que sus gentes legítimamente aspiran, como lo demuestran las matanzas habidas recientemente a comienzos de año cerca de la ciudad de Uvira. Angola sigue en busca de una paz no lograda, y ha visto surgir en estos días un preocupante desarrollo de los acontecimientos, del que no se ha librado la Iglesia católica. Las noticias que me llegan regularmente de esas zonas atormentadas me confirman la convicción de que la guerra supone siempre inhumanidad y que la paz es sin ninguna duda la primera condición para los derechos del hombre. A todas estas poblaciones que a menudo me dirigen llamadas de auxilio, quisiera decirles que estoy a su lado. Han de saber también que la Santa Sede no escatima esfuerzo alguno para que se alivien sus sufrimientos y se encuentren, tanto en el ámbito político como humanitario, soluciones ecuánimes a los graves problemas existentes.
Esta cultura de la paz se ve contrarrestada una vez más por la legitimación y la utilización de armas con fines políticos. Las pruebas nucleares recientemente realizadas en Asia y los intentos de otros países que trabajan en secreto para poner a punto su potencial atómico, podrían conducir poco a poco a una banalización de la fuerza nuclear y, en consecuencia, a un rearme que debilitaría notablemente los esfuerzos loables en favor de la paz, haciendo así vana la política de prevención de los conflictos.
A esto se añade la producción de armas a bajo coste de construcción, como las minas antipersonales, afortunadamente prohibidas por la Convención de Ottawa del mes de diciembre de 1997 (que la Santa Sede se ha apresurado a ratificar el año pasado), y las armas ligeras, que exigen, me parece, una mayor atención por parte de los responsables políticos, con el fin de controlar sus perniciosos efectos. Los conflictos regionales, donde a menudo se recluta a los niños para el combate, adoctrinándolos e incitándolos a matar, requieren un serio examen de conciencia y un verdadero acuerdo entre todos.
En fin, no se debe subestimar el riesgo que supone para la paz las desigualdades sociales y un crecimiento económico artificial. La crisis financiera que ha azotado Asia ha puesto de manifiesto la gran semejanza entre la seguridad económica y la seguridad política y militar, pues también ella exige trasparencia, acuerdos y respeto de ciertos límites éticos.
4. Ante estos problemas que les son familiares, Señoras y Señores, quiero hacerles partícipes de una íntima convicción: en este último año antes del 2000 es necesario un despertar de la conciencia.
Nunca como hoy los protagonistas de la comunidad internacional han tenido en sus manos un conjunto de normas y convenciones tan precisas y completas. Lo que falta es la voluntad de respetarlas y aplicarlas. Ya lo decía en mi Mensaje para el 1º de enero refiriéndome a los derechos del hombre: "Cuando se acepta sin reaccionar la violación de uno cualquiera de los derechos humanos fundamentales, todos los demás están en peligro" (n. 12). Me parece que este principio debe aplicarse a todas las normas jurídicas. El derecho internacional no puede ser el del más fuerte, ni el de una simple mayoría de Estados, ni incluso el de una organización internacional, sino el que sea conforme a los principios del derecho natural y de la ley moral, que se imponen siempre a las partes en causa y en las diferentes cuestiones en litigio.
La Iglesia católica, así como las comunidades de creyentes en general, estará siempre al lado de quienes se esfuerzan en hacer prevalecer el bien supremo del derecho sobre cualquier otra consideración. También es preciso que los creyentes puedan hacerse oír y participen en el diálogo público en las sociedades de las cuales son miembros de pleno derecho. Esto me lleva a compartir con Ustedes, que son representantes cualificados de los Estados, mi dolorosa preocupación ante las demasiadas violaciones de la libertad de religión en el mundo actual.
Muy recientemente, por ejemplo, en Asia, la comunidad católica ha sido probada dramáticamente por episodios de violencia: iglesias destruidas y el personal religioso maltratado e incluso asesinado. Otros hechos lamentables se podrían señalar igualmente en varios países de Africa. En diversas regiones, en las cuales el Islam es mayoritario, se deben deplorar graves discriminaciones de las cuales son víctimas los creyentes de otras religiones. Hay incluso un país donde el culto cristiano está totalmente prohibido y donde poseer una Biblia es un crimen penalizado por la ley. Esto es aún más doloroso cuando se tiene en cuenta que, en muchos casos, los cristianos han contribuido eficazmente al desarrollo de esos países, especialmente en los campos de la educación y de la salud. En ciertos países de Europa occidental se percibe una evolución igualmente inquietante que, bajo la influencia de una falsa concepción del principio de separación entre el Estado y las Iglesias o de un pertinaz agnosticismo, se tiende a confinar a éstas últimas en el ámbito meramente cultual, aceptando difícilmente que puedan decir una palabra en público. En fin, algunos países de Europa central y oriental tienen mucha dificultad en reconocer el pluralismo religioso propio de las sociedades democráticas y se empeñan en restringir, a través de una práctica administrativa limitativa y cicatera, la libertad de conciencia y de religión que sus Constituciones proclaman solemnemente.
Al recordar las persecuciones religiosas, lejanas o recientes, creo que ha llegado el momento, en este final de siglo, de intentar asegurar por doquier en el mundo las condiciones idóneas para una efectiva libertad de religión. Esto exige, por una parte, que cada creyente sepa reconocer en el otro un poco del amor universal de Dios por sus criaturas, y que, por otra parte, las Autoridades públicas -llamadas por vocación a pensar en lo universal- sepan, también ellas, acoger la dimensión religiosa de sus conciudadanos, con su inevitable expresión comunitaria. Para lograr esto, tenemos ante nosotros no sólo las lecciones de la historia, sino también valiosos instrumentos jurídicos que no requieren sino ser aplicados. En cierto sentido, de esta relación inluctable entre Dios y la Ciudad depende el futuro de las sociedades, pues, como afirmé con ocasión de mi visita a la sede del Parlamento europeo el 11 de octubre de 1988, “allí donde el hombre no se apoya ya sobre una grandeza que le trasciende, corre el riesgo de entregarse al poder sin freno de lo arbitrario y de los seudoabsolutos que lo destruyen” (n. 10).
5. Estos son algunos de los pensamientos que me vienen a la mente y al corazón al contemplar el mundo de este siglo que está finalizando. Si Dios, al enviarnos a su Hijo, se ha interesado tanto por los hombres, hemos de corresponder a un amor tan grande. Él, el Padre universal, a establecido con cada uno de nosotros una alianza que nada podrá romper. Al decirnos y demostrarnos que nos ama, nos da a la vez la esperanza de que nosotros podemos vivir en paz; y es verdad que sólo el que es amado puede a su vez amar. Es bueno que todos los hombres descubran este Amor que les precede y les espera. Este es mi augurio más íntimo para cada uno de Ustedes, así como para todos los pueblos de la tierra.
Señor cardenal;
4 queridos amigos:
1. Os acojo con alegría, al concluir el simposio presinodal sobre el tema: Cristo, fuente de una nueva cultura para Europa, en el umbral del tercer milenio. Doy gracias al cardenal Paul Poupard, presidente del Consejo pontificio para la cultura, y a sus colaboradores, por haber organizado con competencia este simposio, permitiendo a los representantes de diferentes disciplinas mostrar las riquezas culturales y espirituales de Europa.
2. La historia de Europa está unida al cristianismo desde hace dos milenios. Se puede decir, incluso, que la renovación cultural ha brotado de la contemplación del misterio cristiano, que permite considerar con mayor profundidad la naturaleza y el destino del hombre, así como el conjunto de la creación. Aunque no todos los europeos se reconocen cristianos, los pueblos del continente están profundamente marcados por la impronta evangélica, sin la cual sería muy difícil hablar de Europa. En esta cultura cristiana, que constituye nuestras raíces comunes, encontramos los valores capaces de guiar nuestro pensamiento, nuestros proyectos y nuestra actividad. Durante vuestras jornadas de encuentro, como en una verdadera sinfonía armoniosa, habéis hecho oír vuestras voces, con matices diversos, basadas en una historia rica y también dolorosa, pero todas inspiradas en el mismo tema fundamental: Cristo, fuente de una nueva cultura para Europa, en el umbral del tercer milenio.
3. Hoy sois los testigos del cambio cultural que, a lo largo de este siglo, ha sacudido a Europa en sus cimientos, y del deseo de profundizar el sentido de la existencia, que nuestros contemporáneos han manifestado legítimamente. El encuentro entre las culturas y la fe es una exigencia de la búsqueda de la verdad. «Ha dado vida a una realidad nueva. Las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia» (Fides et ratio FR 70). Así, los hombres hallarán una ayuda y un apoyo para buscar la verdad y, con el don de la gracia, encontrarán a aquel que es su Creador y Salvador. Y «realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. (...). Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación. (...) Éste es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece para los creyentes» (Gaudium et spes GS 22). Cristo revela el hombre al propio hombre en su plenitud de hijo de Dios, en su dignidad inalienable de persona y en la grandeza de su inteligencia, capaz de alcanzar la verdad, y de su voluntad, capaz de obrar el bien. Mediante un diálogo absolutamente indispensable con las personas de todas las culturas y de todas las razas, la Iglesia desea anunciar el Evangelio (cf. Discurso del Santo Padre al Consejo pontificio para la cultura, 18 de enero de 1983, n. 6).
4. Las fronteras entre los Estados se han abierto; es necesario evitar que se levanten nuevas barreras entre los hombres y que surjan nuevas enemistades entre los pueblos a causa de ideologías. La búsqueda de la verdad debe ser el motor de todas las actividades culturales y de todas las relaciones fraternas en el continente. Esto supone el pleno respeto a la persona humana y a sus derechos, comenzando por la libertad de expresión y la libertad religiosa. Por eso, es importante proporcionar a nuestros contemporáneos una verdadera educación, fundada en los valores esenciales, espirituales, morales y cívicos. Así, cada hombre tomará conciencia de su vocación específica y de su lugar único en la comunidad humana, al servicio de sus hermanos. Esta perspectiva puede suscitar la adhesión de los hombres y responder a las expectativas de los jóvenes, llamados a reconocer al Salvador y a construir fraternalmente la civilización del futuro.
5. Aunque la fe es lo más personal que hay en la existencia de todo ser humano, no es un simple fenómeno privado. A lo largo de los siglos, la fe en Cristo y la vida espiritual de los hombres han dejado su huella en las diferentes expresiones de la cultura. La Iglesia hoy desea proseguir y favorecer ese camino, que abre indirectamente al hombre a la eternidad bienaventurada, le vuelve a dar una verdadera esperanza, y contribuye a la unidad entre las personas y entre los pueblos.
En un mundo donde existen numerosas dificultades, el mensaje de Cristo abre un horizonte infinito y proporciona una energía incomparable, luz para la inteligencia, fuerza para la voluntad y amor para el corazón. Así pues, por vuestra misión, estáis llamados a devolver a los hombres de nuestro tiempo el gusto por la búsqueda de la belleza, del bien y de la verdad, así como el gusto por el Evangelio, para desarrollar una sana antropología y una verdadera inteligencia de la fe, que necesitamos actualmente. A vuestra manera, y según vuestra vocación, debéis contribuir a una evangelización renovada y a una nueva primavera cultural en Europa, que se irradiará a todos los continentes.
6. Al término de nuestro encuentro, quiero daros las gracias vivamente por haber aceptado brindar vuestra contribución a la reflexión de la Iglesia en el umbral del tercer milenio, con vistas a la próxima Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos, a fin de dar un nuevo impulso a la evangelización. Encomendándoos a la intercesión de los santos y las santas que participaron en el desarrollo humano y cultural de Europa, os imparto de todo corazón la bendición apostólica.
Señor cardenal;
queridos hermanos en el episcopado:
5 1. «Me he hecho esclavo de todos. (...) Y todo esto lo hago por el Evangelio, para ser partícipe del mismo» (1Co 9,19 1Co 9,23). Os saludo con estas palabras de san Pablo, queridos pastores de la Iglesia que está en Bosnia-Herzegovina, que habéis venido ad limina Apostolorum para visitar al Sucesor de Pedro.
Agradezco al señor cardenal Vinko Puljiae las amables palabras que ha querido dirigirme también en vuestro nombre. Ha recordado las alegrías y las esperanzas, las angustias y los temores que han marcado la vida de la Iglesia y de toda vuestra patria durante este último decenio del segundo milenio. También yo, en cierto modo, me he sentido partícipe de los acontecimientos que se han producido en vuestra región desde 1991 hasta hoy. A este propósito, quisiera recordar la visita pastoral que por fin pude realizar los días 12 y 13 de abril de 1997. Fue para mí una experiencia inolvidable, que me brindó la ocasión concreta de verificar los efectos devastadores de la guerra y, al mismo tiempo, la firme voluntad de la población de reanudar su vida normal. No puedo olvidar tampoco las numerosas intervenciones de la Santa Sede en favor de la paz, el perdón y la reconciliación en esa región, que deseo se convierta, junto con todo el sudeste de Europa, en una morada serena de paz, donde se respeten la dignidad y los derechos de todos.
Os expreso mi admiración por la fuerza espiritual con que vuestras comunidades eclesiales han sabido afrontar grandes pruebas y sacrificios durante el reciente conflicto, así como en este difícil período posbélico, para permanecer fieles a Cristo y a la misión que él confió a sus discípulos de todos los tiempos. Junto con vuestros presbíteros, habéis hecho todo lo posible «a fin de salvaguardar (...) la verdad del Evangelio» (Ga 2,5) en vuestra patria, incluso a costa de la vida.
2. Hoy quisiera exhortaros a proseguir ese camino y, por medio de vosotros, alentar a los presbíteros a continuar con incansable generosidad su servicio a sus hermanos, con fidelidad plena a su vocación. En efecto, por la ordenación sagrada participan en vuestro mismo ministerio; son vuestros primeros cooperadores (cf. Presbyterorum ordinis PO 2 y 4), vuestros más estrechos colaboradores y consejeros (cf. ib., 7; Lumen gentium LG 28), y vuestros hermanos y amigos predilectos (cf. Lumen gentium LG 28). El concilio Vaticano II muestra bien este papel peculiar de los sacerdotes cuando recuerda que «todos los sacerdotes, diocesanos y religiosos, (...), están unidos al cuerpo episcopal en virtud del orden y del ministerio y colaboran al bien de toda la Iglesia según su vocación y gracia» (ib.).
El Concilio afirma también: los presbíteros están llamados a vivir «con los demás hombres como hermanos» (cf. Presbyterorum ordinis, PO 3). Consagrados totalmente a la obra para la que el Señor los llamó (cf. Hch Ac 13,2), actúan como padres en Cristo (cf. ib., 9); son modelos para la grey que se les ha encomendado (cf. 1P 5,2-4), y se deben a todos, siguiendo el ejemplo del Señor, de manera especial a los pobres y a los más débiles (cf. Presbyterorum ordinis PO 6).
3. Gracias a Dios, en vuestras Iglesias no faltan vocaciones de consagración especial, tanto masculinas como femeninas. Más aún, se asiste a un florecimiento providencial. Se trata de un valioso don y de un gran tesoro espiritual para la comunidad cristiana, que ayuda a los bautizados a responder con mayor generosidad a la llamada común a la santidad.
En la variedad de los carismas, los consagrados y las consagradas están llamados a dedicarse completamente al testimonio evangélico en los diversos sectores de la vida eclesial y social. Sin embargo, para que este testimonio dé los frutos esperados, es preciso que las actividades apostólicas se adapten oportunamente a las necesidades actuales de la Iglesia y se lleven a cabo en comunión plena con los pastores diocesanos. Pido al Señor que no se debilite, más bien que aumente, el impulso vital que ha caracterizado a la Iglesia en Bosnia-Herzegovina a lo largo de los siglos. Quiero recordar aquí la aportación que los religiosos, en primer lugar los Frailes Menores franciscanos, dieron a la conservación de la fe católica durante más de cuatro siglos de ocupación otomana. El recuerdo del pasado representa un impulso profético a buscar incesantemente formas adecuadas a los tiempos para ayudar al pueblo cristiano a crecer y madurar en la fidelidad al Evangelio y en la caridad, evitando todo lo que podría perjudicar la unidad de la Iglesia, crear confusión o dar escándalo entre los fieles.
4. Sé que vuestro constante esfuerzo pastoral está ordenado a que todos los agentes pastorales de Bosnia-Herzegovina, continuando la gran tradición católica, apliquen fielmente las directrices del concilio Vaticano II y cumplan dócilmente las normas canónicas. No cabe duda de que la sintonía en los programas apostólicos y la estrecha colaboración de todos, presbíteros, consagrados, consagradas y laicos, bajo la dirección atenta de los obispos, dará frutos abundantes de fe, caridad y santidad. Esto no sólo beneficiará a la Iglesia, proyectándola con valentía hacia el futuro, sino también a la sociedad civil.
Venerados hermanos en el episcopado, sois los principales responsables de la pastoral eclesial: a vosotros incumbe la tarea de guiarla, en virtud del mandato evangélico recibido con la ordenación episcopal, en comunión plena con el Sucesor de Pedro, heredero de «un carisma seguro de verdad» (san Ireneo, Adversus haereses, IV, 26,2: , 10, 53). San Ignacio de Antioquía enseña que «donde hay un obispo, allí está también la Iglesia» (Carta a los fieles de Esmirna, VIII, 2). Una obra pastoral, por interesante que sea, si no está en armonía con estos principios fundamentales, corre el riesgo de influir negativamente en el sano desarrollo de todo el cuerpo eclesial, aun cuando quien la promueva esté convencido de obrar en nombre de Dios, por el bien de los fieles y de la misma Iglesia.
Espero vivamente que se encuentren soluciones serenas y satisfactorias a los problemas relacionados con la organización de las actividades apostólicas. Esto es necesario para que todos los agentes pastorales pongan, con renovado entusiasmo, sus energías al servicio del Evangelio. El insustituible ministerio de los presbíteros y el testimonio profético de los consagrados van acompañados por una acción valiente de los fieles laicos, llamados también en vuestro país a una presencia intrépida e influyente, mediante una acción fiel a la doctrina apostólica, con el apoyo del recurso frecuente a los sacramentos.
Ésta es la vocación de todos los fieles, independientemente del sector social al que pertenezcan: agricultura o industria, comercio o servicios públicos, cultura o política. Ciertamente, su presencia apostólica exige una adecuada formación cristiana, que es fruto de un compromiso constante y sistemático.
6 5. Al escucharos, venerados hermanos, durante los encuentros que he tenido con vosotros en esta visita ad limina, he comprendido bien que la tarea principal que tiene la Iglesia en BosniaHerzegovina, después de las recientes devastaciones, consiste en organizar la vida de las diócesis y las parroquias. Al mismo tiempo, es preciso continuar ayudando a las poblaciones locales a reconstruir lo que la furia bélica destruyó, y darles la esperanza de un futuro próspero de paz. Deseo animaros en esta ardua tarea que, a veces, se ve entorpecida por la compleja situación que vive vuestro país, situación en la que vosotros, desgraciadamente, podéis influir poco. Conozco el empeño de vuestras Iglesias en ayudar a todas las poblaciones a reanudar su vida normal. Seguid defendiendo los derechos inalienables de cada persona y de cada pueblo, como habéis hecho desde el comienzo del sangriento conflicto que ha dejado una estela de odio y desconfianza, de muertos y prófugos, alejando a poblaciones enteras de las regiones en que vivían desde hacía siglos.
¡Cómo no sufrir cuando se piensa que el número de católicos se ha reducido a menos de la mitad! ¡Cómo no recordar las devastaciones que se produjeron casi por doquier, pero, sobre todo, en vastas zonas de las circunscripciones eclesiásticas de Banja Luka y de Sarajevo, la antigua Vrhbosna, y también en una parte de las diócesis de Trebinja-Mrkan y de Mostar-Duvno!
A la vez que me alegro por los numerosos signos de una consolidación de la paz, no puedo menos de mencionar las sombras que son motivo de preocupación. En primer lugar, la falta de solución al difícil problema de la vuelta de los prófugos, así como el trato desigual que se dispensa a cada uno de los tres componentes que forman Bosnia-Herzegovina, especialmente por lo que concierne al respeto pleno de su identidad religiosa y cultural. Conozco los obstáculos que encuentran las poblaciones católicas de las zonas de la Bosnia central, de Banja Luka y de la Posavina, que quieren volver a sus hogares. El aspecto prioritario, del que depende la solución equitativa de muchos otros problemas, sigue siendo la creación de condiciones imparciales para esta anhelada vuelta de los prófugos y los desplazados a sus casas, asegurándoles un futuro sereno.
6. Cuanto se pide a los católicos, vale también para los fieles de las demás comunidades religiosas y los miembros de los grupos étnicos de todo el territorio de Bosnia-Herzegovina, sin favorecer a los unos en detrimento de los otros. A todos hay que garantizar los derechos fundamentales, ofreciendo a cada uno las mismas oportunidades. La verdad, la libertad, la igualdad, la justicia, el respeto recíproco y la solidaridad son la base de un futuro sereno y del progreso para todos y cada uno. Con estos valores se construye un país, constituido por pueblos, culturas y comunidades religiosas diferentes. El hombre, cada hombre, es el recurso más valioso de todo país.
Quiera Dios que en el umbral del tercer milenio Bosnia-Herzegovina se caracterice por la paz y el respeto a los derechos inalienables de toda persona y de todo grupo social; que se promuevan la dignidad y las legítimas aspiraciones de igualdad y desarrollo; y que cada familia mire con serenidad al futuro, un futuro de libertad, solidaridad y paz.
7. Amadísimos hermanos, continuad promoviendo y sosteniendo el método del diálogo con el espíritu de los pastores, respetando el campo de acción propio de los políticos, que tienen encomendadas tareas precisas sobre la organización de la sociedad humana. Proseguid con confianza el compromiso ecuménico con nuestros hermanos ortodoxos, lo mismo que el diálogo con las comunidades judía y musulmana. A este respecto, sé cuánto habéis hecho en los momentos más difíciles de los años pasados. Que el entusiasmo de ese período se mantenga aún hoy y se transforme en un servicio concreto al hombre y a la causa de la paz.
Sed mensajeros incansables de perdón y reconciliación. La Iglesia sabe que esta actividad es parte integrante del anuncio del Evangelio y del testimonio de la misericordia del Padre celestial. En este ámbito, también con vistas a la preparación para el gran jubileo, es de alabar vuestra iniciativa de proclamar el 1999 como «Año de la reconciliación». Recordé en Marija Bistrica, el 3 de octubre de 1998, que «perdonar y reconciliarse quiere decir purificar el recuerdo del odio, de los rencores, del deseo de venganza; quiere decir reconocer como hermano también a quien nos ha hecho algún mal; quiere decir no dejarse vencer por el mal, sino vencer el mal con el bien (cf. Rm Rm 12,21)» (Homilía, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de octubre de 1998, p. 8).
El empeño en favor del hombre y de su bien es un compromiso evangélico y, por tanto, forma parte de la misión de la Iglesia en el mundo (cf. Mt Mt 25,34-46 Lc 4,18-19). A esta luz, hay que impulsar la actividad de la Cáritas y la realización por parte de la Iglesia de iniciativas de carácter social, en favor de las personas y las familias necesitadas. Pero, al ofrecer al necesitado el pan de cada día, cuidad constantemente de que se asegure el Pan de la vida eterna a los hermanos en la fe, y de que se anuncie a todos a Cristo como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).
8. La luz de Cristo Salvador, que contemplamos recientemente en el misterio de la Navidad, ilumine a las familias y a las comunidades eclesiásticas de Bosnia-Herzegovina. Ojalá que, acogiendo con amor la palabra de Dios que salva, vuestras comunidades eclesiales permanezcan fieles a Cristo hasta la consumación del misterio de Dios (cf. Ap Ap 10,7) y estén atentas a cuanto les dice el Espíritu en este histórico paso del segundo al tercer milenio.
Que María, Madre de la Iglesia y de la humanidad redimida, os obtenga a todos el don de la fidelidad, la concordia y la esperanza. En vuestro incansable trabajo y en vuestro celo apostólico os acompañe la bendición apostólica, que de corazón os imparto a vosotros, al clero de vuestras diócesis, a los religiosos, a las religiosas y a los fieles laicos encomendados a vuestro cuidado pastoral. «Que la gracia del Señor Jesús sea con todos» (Ap 22,21).
Discursos 1999