Discursos 1999 15

15 Ya frente a la cultura jurídica de la antigua Roma, los autores cristianos se sintieron impulsados por el precepto evangélico a superar el conocido principio según el cual el vínculo matrimonial se mantiene mientras perdura la affectio maritalis. A esta concepción, que encerraba en sí el germen del divorcio, contrapusieron la visión cristiana, que remitía el matrimonio a sus orígenes de unidad e indisolubilidad.

4. Surge aquí a veces el equívoco de que el matrimonio se identifica o, por lo menos, se confunde con el rito formal y externo que lo acompaña. Ciertamente, la forma jurídica del matrimonio representa una conquista de la civilización, puesto que le confiere importancia y al mismo tiempo lo hace eficaz ante la sociedad que, por consiguiente, asume su defensa. Pero vosotros, juristas, tenéis bien presente el principio según el cual el matrimonio consiste esencial, necesaria y únicamente en el consentimiento mutuo expresado por los contrayentes. Ese consentimiento no es más que la asunción consciente y responsable de un compromiso mediante un acto jurídico con el que, en la entrega recíproca, los esposos se prometen amor total y definitivo. Son libres de celebrar el matrimonio, después de haberse elegido el uno al otro de modo igualmente libre; pero, en el momento en que realizan este acto, instauran un estado personal en el que el amor se transforma en algo debido, también con valor jurídico.

Vuestra experiencia judicial os permite palpar cómo esos principios están arraigados en la realidad existencial de la persona humana. En definitiva, la simulación del consentimiento, por poner un ejemplo, significa atribuir al rito matrimonial un valor puramente exterior, sin que le corresponda la voluntad de una entrega recíproca de amor, o de amor exclusivo, o de amor indisoluble, o de amor fecundo. ¿Ha de sorprender que este tipo de matrimonio esté condenado al fracaso? Una vez desaparecido el sentimiento o la atracción, carece de cualquier elemento de cohesión interna, pues le falta el compromiso oblativo recíproco, el único que podría asegurar su duración.

Algo parecido sucede también en los casos en que tristemente alguien ha sido obligado a contraer matrimonio, o sea, cuando una imposición externa grave lo ha privado de la libertad, que es el presupuesto de toda entrega amorosa voluntaria.

5. A la luz de estos principios, puede establecerse y comprenderse la diferencia esencial que existe entre una mera unión de hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el que el amor se traduce en un compromiso no sólo moral, sino también rigurosamente jurídico. El vínculo, que se asume recíprocamente, desarrolla desde el principio una eficacia que corrobora el amor del que nace, favoreciendo su duración en beneficio del cónyuge, de la prole y de la misma sociedad.

A la luz de los principios mencionados, se pone de manifiesto también qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad «conyugal» a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, también se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer. Únicamente en la unión entre dos personas sexualmente diversas puede realizarse la perfección de cada una de ellas, en una síntesis de unidad y mutua complementariedad psico-física. Desde esta perspectiva, el amor no es un fin en sí mismo, y no se reduce al encuentro corporal entre dos seres; es una relación interpersonal profunda, que alcanza su culmen en la entrega recíproca plena y en la cooperación con Dios Creador, fuente última de toda nueva existencia humana.

6. Como es sabido, estas desviaciones de la ley natural, inscrita por Dios en la naturaleza de la persona, quisieran encontrar su justificación en la libertad, que es prerrogativa del ser humano. En realidad, se trata de una justificación pretenciosa. Todo creyente sabe que la libertad es, como dice Dante, «el mayor don que Dios, por su largueza, hizo al crear y el más conforme a su bondad» (Paraíso 5, 19-21); pero es un don que hay que entender bien, para no convertirlo en ocasión de obstáculo para la dignidad humana. Concebir la libertad como licitud moral o incluso jurídica para infringir la ley significa alterar su verdadera naturaleza. En efecto, ésta consiste en la posibilidad que tiene el ser humano de aceptar responsablemente, es decir, con una opción personal, la voluntad divina expresada en la ley, para asemejarse así cada vez más a su Creador (cf. Gn
Gn 1,26).

Ya escribí en la encíclica Veritatis splendor: «El hombre es ciertamente libre, dado que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer "de cualquier árbol del jardín". Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, el único que es bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos» (n. 35: AAS 85 [1993] 1161).

Por desgracia, la crónica diaria confirma ampliamente los tristes frutos que terminan por producir esas aberraciones de la norma divino-natural. Parece que se repite en nuestros días la situación que narra el apóstol san Pablo en la carta a los Romanos: «Sicut non probaverunt Deum habere in notitia, tradidit eos Deus in reprobum sensum, ut faciant quae non conveniunt» (Rm 1,28).

7. La alusión obligada a los problemas del momento actual no debe inducir al desaliento ni a la resignación. Por el contrario, debe impulsar a un compromiso más decidido y ponderado. La Iglesia y, por consiguiente, la ley canónica, reconocen a todos la facultad de contraer matrimonio (cf. Código de de recho canónico, c.1058; Código de cánones de las Iglesias orientales, c.778); pero esa facultad sólo la pueden ejercer «qui iure non prohibentur» (ib.). Éstos son, en primer lugar, los que tienen suficiente madurez psíquica, en su doble componente: intelectivo y volitivo, además de la capacidad de cumplir las obligaciones esenciales de la institución matrimonial (cf. Código de derecho canónico, c. 1095; Código de cánones de las Iglesias orientales, c.818). A este propósito, no puedo menos de recordar una vez más lo que dije, precisamente ante este Tribunal, en los discursos de los años 1987 y 1988 (cf. AAS 79 [1987] 1453 ss; AAS 80 [1988] 1178 ss): una dilatación indebida de dichas exigencias personales, reconocidas por la ley de la Iglesia, terminaría por infligir un gravísimo vulnus a ese derecho al matrimonio, que es inalienable y no depende de ninguna potestad humana.

No voy a examinar aquí las otras condiciones establecidas por las normas del derecho canónico para un consentimiento matrimonial válido. Me limito a subrayar la grave responsabilidad que tienen los pastores de la Iglesia de Dios de proporcionar una formación adecuada y seria a los novios con vistas al matrimonio. En efecto, sólo así se pueden suscitar, en el corazón de quienes se preparan para celebrar su boda, las condiciones intelectuales, morales y espirituales necesarias a fin de actuar la índole natural y sacramental del matrimonio.

16 Queridos prelados y oficiales, encomiendo estas reflexiones a vuestra mente y a vuestro corazón, conociendo bien el espíritu de fidelidad que anima vuestro trabajo, con el que queréis aplicar plenamente las normas de la Iglesia, buscando el verdadero bien del pueblo de Dios.

Como consuelo para vuestro esfuerzo, os imparto con afecto a todos vosotros aquí presentes, y a cuantos están relacionados de algún modo con el Tribunal de la Rota romana, la bendición apostólica.









VIAJE A MÉXICO Y SAN LUIS


EN LA CEREMONIA DE BIENVENIDA


A CIUDAD DE MÉXICO


22 de enero de 1999



Señor Presidente de la República,
Señores Cardenales y Hermanos en el Episcopado
Amadísimos hermanos y hermanas de México:

1. Como hace veinte años, llego hoy a México y es para mí causa de inmenso gozo encontrarme de nuevo en esta tierra bendita, donde Santa María de Guadalupe es venerada como Madre querida. Igual que entonces y en las dos visitas sucesivas, vengo cual apóstol de Jesucristo y Sucesor de San Pedro a confirmar en la fe a mis hermanos, anunciando el Evangelio a todos los hombres y mujeres. En esta ocasión, además, esta Capital va a ser lugar de un encuentro privilegiado y excepcional por una cita histórica: junto con Obispos de todo el Continente americano presentaré mañana en la Basílica de Guadalupe los frutos del Sínodo que hace más de un año se celebró en Roma.

Los Obispos de América trazaron entonces los rasgos fundamentales de la acción pastoral del futuro que, desde la fe que compartimos, deseamos responda en plenitud al plan salvífico de Dios y a la dignidad del ser humano en el marco de sociedades justas, reconciliadas y abiertas a un progreso técnico que sea convergente con el necesario progreso moral. Tal es la esperanza de los Obispos y de los fieles que expresan su fe católica en español, inglés, portugués, francés o en las múltiples lenguas propias de las culturas indígenas, que representan las raíces de este continente de la esperanza.

Esta tarde, en la sede de la Nunciatura tendré el gozo de firmar la Exhortación apostólica en la que he recogido las ideas y propuestas expresadas por el Episcopado de América. A través de la nueva evangelización la Iglesia quiere revelar mejor su identidad: estar más próxima a Cristo y a su Palabra; manifestarse auténtica y libre de condicionamientos mundanos; ser mejor servidora del hombre desde una perspectiva evangélica; ser fermento de unidad y no de división de la humanidad que se abre a nuevos, dilatados y aún no bien perfilados horizontes.

2. Me complace saludar ahora al Licenciado Ernesto Zedillo Ponce de León, Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, agradeciéndole las amables palabras que ha querido dirigirme para darme la bienvenida. En su persona, Señor Presidente, saludo a todo el pueblo mexicano, este noble y querido pueblo que trabaja, reza y camina en busca de un futuro siempre mejor en las amplias llanuras de Sonora o de Chihuahua, en las selvas tropicales de Veracruz o de Chiapas, en los hacendosos centros industriales de Nuevo León o de Coahuila, a los pies de los grandes volcanes que emergen en los serenos valles de Puebla y de México, en los acogedores puertos del Atlántico y del Pacífico. Saludo también a los millones de mexicanos que viven y trabajan más allá de las fronteras patrias. Siendo éste un viaje con un matiz continental, saludo también a todos los que de un modo u otro están siguiendo estos actos.

Saludo entrañablemente a mis Hermanos en el Episcopado; en particular, al Señor Cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado de México, al Presidente y miembros de la Conferencia del Episcopado Mexicano, así como a los demás Obispos que han venido de otros Países para participar en los actos de esta Visita pastoral y de este modo renovar y fortalecer los estrechos vínculos de comunión y afecto entre todas las Iglesias particulares del Continente americano. En este saludo mi corazón se abre también con gran afecto a los queridos sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, catequistas y fieles, a los que me debo en el Señor. Quiera Dios que esta Visita que hoy comienza sirva de ánimo a todos en el generoso esfuerzo por anunciar a Jesucristo con renovado ardor ante el nuevo milenio que se acerca.

17 3. El pueblo mexicano, desde que me acogió hace veinte años con los brazos abiertos y lleno de esperanza, me ha acompañado en muchos de los caminos recorridos. He encontrado mexicanos en las audiencias generales de los miércoles y en los grandes acontecimientos que la Iglesia ha celebrado en Roma y en otros lugares de América y del mundo. Aún resuenan en mis oídos los saludos con que siempre me acogen: ¡México siempre fiel y siempre presente!

Llego a un país donde la fe católica sirvió de fundamento al mestizaje que transformó la antigua pluralidad étnica y antagónica en unidad fraternal y de destino. No es posible, pues, comprender a México sin la fe traída desde España a estas tierras por los doce primeros franciscanos y cimentada más tarde por dominicos, jesuitas, agustinos y otros predicadores de la Palabra salvadora de Cristo. Además de la obra evangelizadora, que hace del catolicismo parte integrante y fundamental del alma de la Nación, los misioneros dejaron profundas huellas culturales y prodigiosas muestras del arte que son hoy motivo de legítimo orgullo para todos los mexicanos y rica expresión de su civilización.

Llego a un país cuya historia recorren, como ríos a veces ocultos y siempre caudalosos, tres realidades que unas veces se encuentran y otras revelan sus diferencias complementarias, sin jamás confundirse del todo: la antigua y rica sensibilidad de los pueblos indígenas que amaron Juan de Zumárraga y Vasco de Quiroga, a quienes muchos de esos pueblos siguen llamando padres; el cristianismo arraigado en el alma de los mexicanos; y la moderna racionalidad, de corte europeo, que tanto ha querido enaltecer la independencia y la libertad. Sé que no son pocas las mentes clarividentes que se esfuerzan en que estas corrientes de pensamiento y de cultura consigan conjugar mejor sus caudales mediante el diálogo, el desarrollo sociocultural y la voluntad de construir un futuro mejor.

Vengo a Ustedes, mexicanos de todas las clases y condiciones sociales, y a Ustedes, hermanos del Continente americano, para saludarles en nombre de Cristo: el Dios que se hizo hombre para que todos los hombres pudieran tomar conciencia de su llamada a la filiación divina en Cristo. Junto con mis hermanos Obispos de México y de toda América, vengo a postrarme ante la tilma del Beato Juan Diego. Pediré a Santa María de Guadalupe, al final de un milenio fecundo y atormentado, que el próximo sea un milenio en el que en México, en América y en el mundo entero se abran vías seguras de fraternidad y de paz. Fraternidad y paz que en Jesucristo pueden encontrar bases seguras y espaciosos caminos de progreso. Con la paz de Cristo, deseo a los mexicanos éxito en la búsqueda de la concordia entre todos, ya que constituyen una gran Nación que los hermana.

4. Sintiéndome ya postrado ante la Morenita del Tepeyac, Reina de México y Emperatriz de América, desde este momento encomiendo a sus maternos cuidados los destinos de esta Nación y de todo el Continente. Que el nuevo siglo y el nuevo milenio favorezcan un renacer general bajo la mirada de Cristo, vida y esperanza nuestra, que nos ofrece siempre los caminos de fraternidad y de sana convivencia humana. Que Santa María de Guadalupe ayude a México y América a caminar unidos por esas sendas seguras y llenas de luz.







ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II CON EL CUERPO DIPLOMÁTICO


23 de enero de 1999



Señor Presidente de la República,
Excelentísimos Embajadores y Jefes de Misión,
Distinguidas Señoras y Señores:

1. Estoy muy agradecido al Señor Presidente, Licenciado Ernesto Zedillo Ponce de León, por sus amables palabras al introducirme ante los Jefes de Misión diplomática acreditados en México. El presentarlos al Papa en ésta su residencia oficial de Los Pinos es un deferente gesto que aprecio muy cordialmente.

En el marco de esta visita pastoral, me es muy grato encontrarme con Ustedes, que tienen la responsabilidad de las relaciones de sus respectivos Estados con México, fortaleciéndolas desde el diálogo y la cooperación, a la vez que atestiguan la importancia de esta Nación en el mundo. Representan, además, a la comunidad internacional con la que la Santa Sede mantiene antiguas y sólidas relaciones, que confirman una tradición secular que cada día adquiere nuevo vigor.

18 2. Vivimos en un mundo que se presenta complejo y a la vez unitario; se hacen más cercanas entre sí las diversas comunidades que lo conforman y son más extensos y rápidos los sistemas financieros y económicos de los que dependen el desarrollo integral de la humanidad. Esta creciente interdependencia conduce a nuevas etapas de progreso, pero también tiene el peligro de limitar gravemente la libertad personal y comunitaria, propia de toda vida democrática. Por ello es necesario favorecer un sistema social que permita a todos los pueblos participar activamente en la promoción de un progreso integral, o de lo contrario no pocos de esos pueblos podrían verse impedidos de alcanzarlo.

El progreso actual, sin parangón en el pasado, debe permitir a todos los seres humanos asegurar su dignidad y ofrecerles mayor conciencia de la grandeza de su propio destino. Pero, al mismo tiempo, expone al hombre -tanto al más poderoso como al más frágil social y políticamente- al peligro de convertirse en un número o en un puro factor económico (cf. Centesimus annus
CA 49). En esta hipótesis, el ser humano podría perder progresivamente la conciencia de su valor transcendente. Esta conciencia -unas veces clara y otras implícita- es la que hace al hombre distinto de todos los demás seres de la naturaleza.

3. La Iglesia, fiel a la misión recibida de su Fundador, proclama incansablemente que la persona humana ha de ser el centro de todo orden civil y social, y de todo sistema de desarrollo técnico y económico. La historia humana no puede ir contra el hombre. Ello equivaldría a ir contra Dios, cuya imagen viviente es el hombre, incluso cuando es deformada por el error o la prevaricación.

Esta es la convicción que la Iglesia quiere poner sobre la mesa de las Naciones Unidas o en el diálogo amistoso que mantiene con Ustedes, miembros del Cuerpo Diplomático, y con las autoridades que representan en los diversos lugares del mundo. De estos principios se deducen importantes valores morales y cívicos que pusieron de relieve los Obispos de América reunidos Roma en el Sínodo de 1997.

4. Entre estos valores sobresalen la conversión de las mentes y la solidaridad efectiva entre los diversos grupos humanos como elementos esenciales para la actual vida social a nivel nacional e internacional. La vida internacional exige unos valores morales comunes como base y unas reglas comunes de colaboración. Es cierto que la Declaración Universal de Derechos Humanos, cuyo 50º aniversario hemos celebrado el año pasado, así como otros documentos de valor universal, ofrecen elementos importantes en la búsqueda de esa base moral, común a todos los países o, por lo menos, a un gran número de ellos.

Si miramos el panorama mundial vemos que existen ciertas situaciones fácilmente constatables. El poder de los Países desarrollados se hace cada día más gravoso respecto a los menos desarrollados. En las relaciones internacionales se da, a veces, prioridad a la economía frente a los valores humanos y, con su debilitamiento, se resienten la libertad y la democracia. Por otra parte, la carrera armamentista nos hace ver que, en muchos casos las armas están destinadas a la defensa, pero en otros son instrumentos realmente ofensivos, usados en nombre de ideologías no siempre respetuosas de la dignidad humana. El fenómeno de la corrupción invade lamentablemente grandes espacios del tejido social de algunos pueblos, sin que quienes sufren sus consecuencias tengan siempre la posibilidad de exigir justicia y responsabilidades. El individualismo empaña también la vida internacional, de modo que los pueblos poderosos pueden serlo cada día más y los pueblos débiles son cada día más dependientes.

5. Ante este panorama se imponen con urgencia una adecuada conversión de las mentalidades y una solidaridad efectiva, no sólo teórica, entre personas y grupos humanos. Esto es cuanto, en unión con el Papa, viene proponiendo, desde hace decenios, el Episcopado latinoamericano. Esto es lo que han pedido los Obispos del Continente americano en el Sínodo. A este respecto, son dignas de señalar las numerosas iniciativas de socorro a las poblaciones de la cercana Centroamérica afectadas por el huracán Micht, en las que México ha participado generosamente junto con otras naciones, dando así muestra de un común sentimiento de fraternidad y solidaridad.

América es un continente que agrupa a pueblos grandes y técnicamente avanzados y a otros relativamente pequeños, con muy variados índices de desarrollo. También dentro de un mismo país, como es el caso de México, coexisten situaciones sociales y humanas muy diversas, que es necesario afrontar siempre con gran respeto y justicia, utilizando incansablemente los recursos del diálogo y la concertación.

América constituye una unidad humana y geográfica que va del Polo norte al Polo sur. Aunque su pasado ahonda sus raíces en culturas ancestrales -como la maya, la olmeca, la azteca o la inca-, al entrar en contacto con el viejo continente y también con el cristianismo, desde hace más de cinco siglos se ha convertido en una unidad de destino, singular en el mundo. América es por eso mismo un espacio particularmente apropiado para promover valores comunes capaces de asegurar una conversión eficaz de las mentes, en especial de quienes tienen responsabilidades nacionales e internacionales.

6. Este Continente podrá ser el "Continente de la esperanza" si las comunidades humanas que lo integran, así como sus clases dirigentes, asumen una base ética común. La Iglesia católica y las demás grandes confesiones religiosas presentes en América pueden aportar a esta ética común elementos específicos que liberen las conciencias de verse limitadas por ideas nacidas de meros consensos circunstanciales. América y la humanidad entera tienen necesidad de puntos de referencia esenciales para todos los ciudadanos y responsables políticos. "No matar", "No mentir", "No robar ni codiciar los bienes ajenos", "respetar la dignidad fundamental de la persona humana" en sus dimensiones físicas y morales son principios intangibles, sancionados en el Decálogo común a hebreos, cristianos y musulmanes, y cercanos a las normas de otras grandes religiones. Se trata de principios que obligan tanto a cada persona humana como a las diversas sociedades.

Estos principios y otros afines han de ser un dique contra todo atentado a la vida, desde su principio hasta su fin natural; contra las guerras de expansión y el uso de las armas como instrumentos de destrucción; contra la corrupción que corroe amplios estratos de la sociedad, a veces con dimensiones transnacionales; contra la invasión abusiva de la esfera privada por parte de poderes que aprueban esterilizaciones forzadas o leyes que cercenan el derecho a la vida; contra campañas publicitarias falaces que condicionan la verdad y determinan el estilo de vida de pueblos enteros; contra monopolios que tratan de anular sanas iniciativas y limitar el crecimiento de sociedades enteras; contra la expansión del uso de drogas que minan la fuerza de la juventud e incluso la matan.

19 7. Mucho se ha hecho ya en este sentido. Abundan las convenciones internacionales que tienen por finalidad poner un límite a algunos de estos abusos. Grupos de naciones se asocian para crear espacios económicos donde la vida política, económica y social esté debidamente orientada y mejor protegida por principios más justos y conformes con los derechos de cada ciudadano, de cada pueblo y de cada cultura.

Pero aún queda mucho por hacer. Estamos al final de un siglo y de un milenio que, a pesar de las grandes conquistas conseguidas por la ciencia y la técnica, dejan tras de sí evidentes cicatrices que recuerdan, de modo a veces trágico, la poca atención prestada a los mencionados principios morales. En lugar de verlos ulteriormente violados, es necesario que en el nuevo siglo y en el nuevo milenio se consolide su fuerza ética, moralmente vinculante.

8. Al hacerles partícipes de estas consideraciones no me mueve otro interés que el de defender la dignidad del hombre, ni otra autoridad que la de la Palabra divina. Esta Palabra no es mía, sino de Dios que se hizo hombre para que el hombre llegue a ser hijo suyo. Ajeno a intereses de parte, les ofrezco hoy estas reflexiones con la esperanza de que puedan ayudarles en su labor diplomática y también en su vida personal, deseosos de contribuir a la construcción de un mundo más humano y más justo que el que nos ofrecen el siglo y el milenio que pronto concluirán.

Ojalá que en el próximo futuro predominen el respeto de la vida, de la verdad, de la dignidad de cada ser humano. Este es el cometido apremiante que nos espera. Que Dios bendiga la obra que Ustedes llevan a cabo. Que bendiga a México y a los Países que Ustedes representan en esta Ciudad privilegiada donde América y el mundo se encuentran y dialogan. Muchas gracias por su atención.









VISITA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS ENFERMOS




Queridos hermanos y hermanas:

1. Como en otros viajes pastorales a lo largo y ancho del mundo, también en esta mi cuarta visita a México he deseado compartir con Ustedes, queridos enfermos hospitalizados en este Centro que lleva el nombre de "Lic. Adolfo López Mateos" -y por medio suyo con todos los demás enfermos del País- unos momentos en la oración y la esperanza. Les quiero asegurar mi afecto y, a la vez, me asocio a su oración y a la de sus seres queridos pidiendo a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen de Guadalupe, la conveniente salud del cuerpo y del alma, la plena identificación de sus sufrimientos con los de Cristo y la búsqueda de los motivos que, basados en la fe, nos ayudan a comprender el sentido del dolor humano.

Me siento muy cercano a cada uno de los que sufren, así como a los médicos y demás profesionales sanitarios que prestan su abnegado servicio a los enfermos. Quisiera que mi voz traspasara estos muros para llevar a todos los enfermos y agentes sanitarios la voz de Cristo, y ofrecer así una palabra de consuelo en la enfermedad y de estímulo en la misión de la asistencia, recordando muy especialmente el valor que tiene el dolor en el marco de la obra redentora del Salvador.

Estar con Ustedes, servirles con amor y competencia no es sólo una obra humanitaria y social, sino sobre todo, una actividad eminentemente evangélica, pues Cristo mismo nos invita a imitar al buen samaritano, que cuando encontró en su camino al hombre que sufría "no pasó de largo", sino "que tuvo compasión y, acercándose, vendó sus heridas [...] y cuidó del él" (Lc 10,32-34). Son muchas las páginas del Evangelio que nos describen el encuentro de Jesús con personas aquejadas de diversas enfermedades. Así, san Mateo nos dice que "Jesús recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del reino y curando toda enfermedad y dolencia en el pueblo. Su fama llegó a toda Siria; y le trajeron todos los que se encontraban mal con enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curó" (4,23-24). San Pedro, siguiendo los pasos de Cristo, junto a la Puerta Hermosa del templo ayudó a caminar a un tullido (cf. Hch Ac 3,2-5) y en cuanto se corrió la voz de lo acaecido, "le sacaban enfermos a las plazas y los colocaban en lechos y camillas, para que, al pasar Pedro, siquiera su sombra cubriese a alguno de ellos" (ibíd. 5, 15-16). Desde sus orígenes, la Iglesia, movida por el Espíritu Santo, quiere seguir los ejemplos de Jesús en este sentido, y por eso considera que es un deber y un privilegio estar al lado del que sufre y cultivar un amor preferencial hacia los enfermos. Por eso, escribí en la Carta Apostólica Salvifici doloris: "La Iglesia que nace del misterio de la redención en la Cruz de Cristo, está obligada a buscar el encuentro con el hombre, de modo particular, en el camino de su sufrimiento. En un encuentro de tal índole el hombre 'constituye el camino de la Iglesia', y es éste uno de los más importantes" (n. 3).

2. El hombre está llamado a la alegría y a la vida feliz, pero experimenta diariamente muchas formas de dolor, y la enfermedad es la expresión más frecuente y más común del sufrir humano. Ante ello es espontáneo preguntarse: ¿Por qué sufrimos? ¿Para qué sufrimos? ¿Tiene un significado que las personas sufran? ¿Puede ser positiva la experiencia del dolor físico o moral? Sin duda, cada uno de nosotros se habrá planteado más de una vez estas cuestiones, sea desde el lecho del dolor, en los momentos de convalecencia, antes de someterse a una intervención quirúrgica o cuando se ha visto sufrir a un ser querido.

Para los cristianos éstos no son interrogantes sin respuesta. El dolor es un misterio, muchas veces inescrutable para la razón. Forma parte del misterio de la persona humana, que sólo se esclarece en Jesucristo, que es quien revela al hombre su propia identidad. Sólo desde Él podremos encontrar el sentido a todo lo humano. El sufrimiento -como he escrito en la Carta Apostólica Salvifici doloris- "no puede ser transformado y cambiado con una gracia exterior sino interior [...] Pero este proceso interior no se desarrolla siempre de igual manera [...] Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo. La respuesta que llega mediante esta participación es... una llamada: 'Sígueme', 'Ven', toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz" (n. 26). Por eso, ante el enigma del dolor, los cristianos podemos decir un decidido "hágase, Señor, tu voluntad" y repetir con Jesús: "Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero sino como quieres Tú" (Mt 26,39).

3. La grandeza y dignidad del hombre están en ser hijo de Dios y estar llamado a vivir en íntima unión con Cristo. Esa participación en su vida lleva consigo el compartir su dolor. El más inocente de los hombres -el Dios hecho hombre- fue el gran sufriente que cargó sobre sí con el peso de nuestras faltas y de nuestros pecados. Cuando Él anuncia a sus discípulos que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho, ser crucificado y resucitar al tercer día, advierte a la vez que si alguno quiere ir en pos de Él, ha de negarse a sí mismo, tomar su cruz de cada día, y seguirle (cf. Lc Lc 9, 22ss). Existe, pues, una íntima relación entre la Cruz de Jesús -símbolo del dolor supremo y precio de nuestra verdadera libertad- y nuestros dolores, sufrimientos, aflicciones, penas y tormentos que pueden pesar sobre nuestras almas o echar raíces en nuestros cuerpos. El sufrimiento se transforma y sublima cuando se es consciente de la cercanía y solidaridad de Dios en esos momentos. Es esa la certeza que da la paz interior y la alegría espiritual propias del hombre que sufre generosamente y ofrece su dolor "como hostia viva, consagrada y agradable a Dios "(Rm 12,1). El que sufre con esos sentimientos no es una carga para los demás, sino que contribuye a la salvación de todos con su sufrimiento.

20 Vistos así, el dolor, la enfermedad y los momentos oscuros de la existencia humana, adquieren una dimensión profunda e, incluso esperanzada. Nunca se está solo frente al misterio del sufrimiento: se está con Cristo, que da sentido a toda la vida: a los momentos de alegría y paz, igual que a los momentos de aflicción y pena. Con Cristo todo tiene sentido, incluso el sufrimiento y la muerte; sin Él, nada se explica plenamente, ni siquiera los legítimos placeres que Dios ha unido a los diversos momentos de la vida humana.

4. La situación de los enfermos en el mundo y en la Iglesia no es, de ningún modo, pasiva. A este respecto, quiero recordar las palabras que les dirigieron los Padres Sinodales al concluir la VII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos: "Contamos con vosotros para enseñar al mundo entero lo que es el amor. Haremos todo lo posible para que encontréis el lugar al que tenéis derecho en la sociedad y en la Iglesia" (Per Concilii semitas ad Populum Dei Nuntius, 12). Como escribí en mi Exhortación apostólica Christifideles laici "A todos y a cada uno se dirige el llamamiento del Señor: también los enfermos son enviados como obreros a su viña. El peso que oprime a los miembros del cuerpo y menoscaba la serenidad del alma, lejos de retraerles del trabajar en la viña, los llama a vivir su vocación humana y cristiana y a participar en el crecimiento del Reino de Dios con nuevas modalidades, incluso más valiosas [...] muchos enfermos pueden convertirse en portadores del 'gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones' (
1Th 1,6) y ser testigos de la Resurrección de Jesús" (n. 53). En este sentido, es oportuno tener presente que los que viven en situación de enfermedad no sólo están llamados a unir su dolor a la Pasión de Cristo, sino a tener una parte activa en el anuncio del Evangelio, testimoniando, desde la propia experiencia de fe, la fuerza de la vida nueva y la alegría que vienen del encuentro con el Señor resucitado (cf. 2Co 4,10-11 1P 4,13 Rm 8, 18ss).

Con estos pensamientos he querido suscitar en cada uno y cada una de Ustedes los sentimientos que llevan a vivir las pruebas actuales con un sentido sobrenatural, sabiendo ver en ellas una ocasión para descubrir a Dios en medio de las tinieblas y los interrogantes, y adivinar los amplios horizontes que se vislumbran desde lo alto de nuestras cruces de cada día.

5. Quiero extender mi saludo a todos los enfermos de México, muchos de los cuales están siguiendo esta visita a través de la radio o de la televisión; a sus familiares, amigos y a cuantos les ayudan en estos momentos de prueba; al personal médico y sanitario, que ofrecen el contributo de su ciencia y de sus atenciones para superarlos o, por lo menos, hacerlos más llevaderos; a las autoridades civiles que se preocupan por el progreso de los hospitales y los demás centros asistenciales de los diferentes Estados y del País entero. Una mención especial quiero reservar a las personas consagradas que viven su carisma religioso en el campo de la salud, así como a los sacerdotes y a los demás agentes pastorales que les ayudan a encontrar en la fe consuelo y esperanza.

No puedo dejar de agradecer las oraciones y sacrificios que ofrecen muchos de Ustedes por mi persona y mi ministerio de Pastor de la Iglesia universal.

Al entregar este Mensaje a Mons. José Lizares Estrada, Obispo auxiliar de Monterrey y Presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral de la Salud, les renuevo mi saludo y mi afecto en el Señor y, por intercesión de la Virgen de Guadalupe, que al Beato Juan Diego le dijo "¿No soy yo tu salud?"-manifestándose así como quien invocamos los cristianos con el título de "Salus infirmorum"-, les imparto de corazón la Bendición Apostólica.

Ciudad de México, 24 de enero de 1999.






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