Audiencias 1999 33

Junio de 1999


Miércoles 2 de junio de 1999

La muerte como encuentro con el Padre

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1. Después de haber reflexionado sobre el destino común de la humanidad, tal como se realizará al final de los tiempos, hoy queremos dirigir nuestra atención a otro tema que nos atañe de cerca: el significado de la muerte. Actualmente resulta difícil hablar de la muerte porque la sociedad del bienestar tiende a apartar de sí esta realidad, cuyo solo pensamiento le produce angustia. En efecto, como afirma el Concilio, «ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen» (Gaudium et spes,
GS 18). Pero sobre esta realidad la palabra de Dios, aunque de modo progresivo, nos brinda una luz que esclarece y consuela.

En el Antiguo Testamento las primeras indicaciones nos las ofrece la experiencia común de los mortales, todavía no iluminada por la esperanza de una vida feliz después de la muerte. Por lo general se pensaba que la existencia humana concluía en el «sheol», lugar de sombras, incompatible con la vida en plenitud. A este respecto son muy significativas las palabras del libro de Job: «¿No son pocos los días de mi existencia? Apártate de mí para que pueda gozar de un poco de consuelo, antes de que me vaya, para ya no volver, a la tierra de tinieblas y de sombras, tierra de negrura y desorden, donde la claridad es como la oscuridad» (Jb 10,20-22).

2. En esta visión dramática de la muerte se va abriendo camino lentamente la revelación de Dios, y la reflexión humana descubre un nuevo horizonte, que recibirá plena luz en el Nuevo Testamento.

Se comprende, ante todo, que, si la muerte es el enemigo inexorable del hombre, que trata de dominarlo y someterlo a su poder, Dios no puede haberla creado, pues no puede recrearse en la destrucción de los hombres (cf. Sg 1,13). El proyecto originario de Dios era diverso, pero quedó alterado a causa del pecado cometido por el hombre bajo el influjo del demonio, como explica el libro de la Sabiduría: «Dios creó al hombre para la incorruptibilidad; le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sg 2,23-24). Esta concepción se refleja en las palabras de Jesús (cf. Jn 8,44) y en ella se funda la enseñanza de san Pablo sobre la redención de Cristo, nuevo Adán (cf. Rm 5,12 Rm 5,17 1Co 15,21). Con su muerte y resurrección, Jesús venció el pecado y la muerte, que es su consecuencia.

3. A la luz de lo que Jesús realizó, se comprende la actitud de Dios Padre frente a la vida y la muerte de sus criaturas. Ya el salmista había intuido que Dios no puede abandonar a sus siervos fieles en el sepulcro, ni dejar que su santo experimente la corrupción (cf. Ps 16,10). Isaías anuncia un futuro en el que Dios eliminará la muerte para siempre, enjugando «las lágrimas de todos los rostros» (Is 25,8) y resucitando a los muertos para una vida nueva: «Revivirán tus muertos; tus cadáveres resurgirán. Despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra parirá sombras» (Is 26,19). Así, en vez de la muerte como realidad que acaba con todos los seres vivos, se impone la imagen de la tierra que, como madre, se dispone al parto de un nuevo ser vivo y da a luz al justo destinado a vivir en Dios. Por esto, «aunque los justos, a juicio de los hombres, sufran castigos, su esperanza está llena de inmortalidad» (Sg 3,4).

La esperanza de la resurrección es afirmada magníficamente en el segundo libro de los Macabeos por siete hermanos y su madre en el momento de sufrir el martirio. Uno de ellos declara: «Por don del cielo poseo estos miembros; por sus leyes los desdeño y de él espero recibirlos de nuevo» (2M 7,11). Otro, «ya en agonía, dice: es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él» (2M 7,14). Heroicamente, su madre los anima a afrontar la muerte con esta esperanza (cf. 2M 7,29).

4. Ya en la perspectiva del Antiguo Testamento los profetas exhortaban a esperar «el día del Señor» con rectitud, pues de lo contrario sería «tinieblas y no luz» (cf. Am 5,18 Am 5,20). En la revelación plena del Nuevo Testamento se subraya que todos serán sometidos a juicio (cf. 1P 4,5 Rm 14,10). Pero ante ese juicio los justos no deberán temer, dado que, en cuanto elegidos, están destinados a recibir la herencia prometida; serán colocados a la diestra de Cristo, que los llamará «benditos de mi Padre» (Mt 25,34 cf. Mt 22,14 Mt 24,22 Mt 24,24).

La muerte que el creyente experimenta como miembro del Cuerpo místico abre el camino hacia el Padre, que nos demostró su amor en la muerte de Cristo, «víctima de propiciación por nuestros pecados» (cf. 1Jn 4,10 cf. Rm 5,7). Como reafirma el Catecismo de la Iglesia católica, la muerte, «para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor, para poder participar también en su resurrección» (CEC 1006). Jesús «nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,5-6). Ciertamente, es preciso pasar por la muerte, pero ya con la certeza de que nos encontraremos con el Padre cuando «este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad» (1Co 15,54). Entonces se verá claramente que «la muerte ha sido devorada en la victoria» (1Co 15,54) y se la podrá afrontar con una actitud de desafío, sin miedo: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (1Co 15,55).

Precisamente por esta visión cristiana de la muerte, san Francisco de Asís pudo exclamar en el Cántico de las criaturas: «Alabado seas, Señor mío, por nuestra hermana la muerte corporal» (Fuentes franciscanas, 263). Frente a esta consoladora perspectiva, se comprende la bienaventuranza anunciada en el libro del Apocalipsis, casi como coronación de las bienaventuranzas evangélicas: «Bienaventurados los que mueren en el Señor. Sí -dice el Espíritu-, descansarán de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (Ap 14,13).

Saludos

35 Saludo cordialmente a las religiosas de María Inmaculada, que están celebrando en Roma su capítulo general. Os animo a seguir trabajando con generosidad y entrega en vuestra misión, fieles al carisma de santa Vicenta María López. Saludo también a los peregrinos venidos de España, México, Argentina, Chile y demás países latinoamericanos. Que la próxima festividad del «Corpus Christi» os ayude a vivir con gozo la presencia de Jesucristo entre nosotros. Con esta esperanza os bendigo de corazón.

(En portugués)
En esta semana consagrada a la verdad de Cristo presente en el Santísimo Sacramento del altar, el Papa invita a todos a que se unan a su celebración eucarística, a fin de pedir por la paz y la concordia entre todos los pueblos.

(En lituano)
Vuestra peregrinación romana y este encuentro, que ofrece una imagen más clara de la unidad en la fe, os lleve a redescubrir la presencia real de Cristo en la Iglesia y la vida de oración, y al mismo tiempo os anime a vivir la libertad de los hijos de Dios.

(En checo)
La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, que celebraremos mañana, nos pone ante la Eucaristía como signo de unidad y de caridad. Vuestra fe debe ser una ocasión para testimoniar a cuantos están cerca de vosotros el amor de Dios, del que la Eucaristía es un signo evidente.

(A los peregrinos croatas)
El Hijo, en el que el Padre se complació, bajó a la tierra a fin de que el hombre pueda subir con él al cielo, donde, junto con el Padre, nos ha preparado un lugar. Este i.misterio de santificación y de amorlf es isuna gracia que se nos ha dado... desde la eternidadli y nos revela el vínculo inseparable entre Dios y el hombre.

(En italiano)
Dirijo ahora un cordial saludo a los peregrinos de lengua italiana. En primer lugar, a los participantes en el curso para formadores y formadoras en la vida consagrada, organizado por la Facultad pontificia de ciencias de la educación «Auxilium». Sé que procedéis de trece países y que pertenecéis a varios institutos religiosos. Deseo de corazón que esta útil experiencia comunitaria os enriquezca espiritualmente y os ayude a ser testigos auténticos del Evangelio, en la importante misión de formadores y formadoras de la juventud, llamada al servicio de Cristo y de la Iglesia. Saludo, también, a las religiosas de la Sagrada Familia de Burdeos, que hoy inician el capítulo general. Os aseguro mi oración para que, de acuerdo con el espíritu del fundador, os comprometáis con nuevo impulso caritativo y misionero en la obra evangelizadora, en el umbral del tercer milenio cristiano.

36 Hemos comenzado el mes de junio, dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, que nos evoca el misterio de amor divino por la humanidad.

Con este pensamiento os saludo a vosotros, queridos jóvenes aquí presentes. Deseo que os preparéis en la escuela del Corazón de Cristo, para afrontar con seriedad y empeño las responsabilidades que os esperan.

Os doy una afectuosa bienvenida a vosotros, queridísimos hermanos enfermos, y os agradezco el ejemplo que dais, aceptando cumplir la voluntad de Dios, uniéndoos al sacrificio de amor del Crucificado.

Asimismo, me complace manifestar mi felicitación y mis mejores deseos a los recién casados. Queridísimos hermanos, os deseo que seáis muy felices en la fidelidad diaria al amor de Dios, del que vuestro amor conyugal debe dar testimonio.

Os pido a todos vosotros, queridos peregrinos italianos, que me acompañéis con vuestra oración en la peregrinación a Polonia, que, si Dios quiere, comenzaré el próximo sábado. Os suplico que roguéis a fin de que este viaje, el más largo realizado a mi patria, produzca los frutos espirituales esperados.
* * * * *


Llamamiento en favor de la paz en Colombia

Continúan llegando tristes noticias de Colombia, donde el domingo pasado, en la iglesia de la Transfiguración de la ciudad de Cali, un grupo armado interrumpió de forma sacrílega la celebración de la santa misa y secuestró a numerosas personas, entre ellas al sacerdote. Ya en el pasado han tenido lugar actos semejantes en zonas del interior del país, como El Piñón (Magdalena), y asesinatos de personal religioso.

Ante hechos de tal magnitud, renuevo mi urgente llamado a la pacificación, respetando los derechos de las personas y comprometiéndose en un diálogo que aporte la deseada solución a la grave crisis. Acompaño este deseo con un recuerdo en mis oraciones para que Dios conceda la paz a Colombia.





Miércoles 23 de Junio 1999



1. Quisiera también hoy reflexionar sobre la peregrinación que tuve la alegría de realizar a Polonia del 5 al 17 de este mes. Esta visita pastoral a mi patria, la séptima y la más larga, tuvo lugar veinte años después de mi primer viaje, realizado del 2 al 10 de junio de 1979. En vísperas del gran jubileo del año 2000, compartí con la Iglesia en Polonia las celebraciones del milenario de dos acontecimientos que están en el origen de su historia: la canonización de san Adalberto y la institución en el país de la primera sede metropolitana de Gniezno, con sus tres diócesis sufragáneas: Kolobrzeg, Cracovia y Wroclaw. Además, clausuré el segundo Sínodo plenario nacional y proclamé una nueva santa, así como numerosos beatos, testigos ejemplares del amor de Dios.

37 «Dios es amor» fue el lema del viaje apostólico, que constituyó un gran himno de alabanza al Padre celestial y a las maravillas de su misericordia. Por eso, no dejo de darle gracias a él, Señor del mundo y de la historia, por haberme permitido acudir una vez más a la tierra de mis padres, como peregrino de fe y esperanza, y especialmente como peregrino de su amor.

Deseo renovar mi agradecimiento al señor presidente de la República y a las autoridades del Estado por su acogida y su participación. Asimismo, fue para mí un gran consuelo el encuentro fraterno con los pastores de la amada Iglesia en Polonia, a los que de corazón doy las gracias por su gran compromiso y celo apostólico. Extiendo mi agradecimiento a todos los que, de algún modo, contribuyeron al éxito de mi visita: en particular, a los que oraron y ofrecieron sus sufrimientos por este fin, y a los jóvenes, que participaron en gran número en todas las etapas de esta peregrinación.

2. El hilo conductor de estos días fue la página evangélica de las bienaventuranzas, que presenta el amor de Dios con los rasgos inconfundibles del rostro de Cristo. ¡Qué gran alegría constituyó para mí proclamar, siguiendo las huellas de san Adalberto, las ocho bienaventuranzas meditando en la historia de mis padres! Al recuerdo de ese gran obispo y mártir se dedicaron las etapas de Gdansk (Danzig), Pelplin y Elblag, en la región del Báltico, donde sufrió el martirio. El pueblo polaco ha conservado siempre la herencia de san Adalberto, que ha dado frutos espléndidos de testimonio durante toda la historia de Polonia.

Al respecto, pude visitar ciudades donde se ve aún la huella de las destrucciones de la segunda guerra mundial, de las ejecuciones masivas y de las tremendas deportaciones. Sólo la fe en Dios, que es amor y misericordia, ha hecho posible su reconstrucción material y moral. En Bygdoszcz, donde el cardenal Wyszyñski quiso construir el templo dedicado a los Santos Mártires Hermanos Polacos, celebré la misa de los mártires, en honor de los «soldados desconocidos» de la causa de Dios y del hombre que han muerto en este siglo. En Torun proclamé beato al sacerdote Vicente Frelichowski (1913-1945), que en su ministerio pastoral, y luego en el campo de concentración, fue artífice de paz y testimonió hasta la muerte el amor de Dios entre los enfermos de tifus del campo de Dachau. En Varsovia beatifiqué a ciento ocho mártires, entre los que había obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, víctimas de los campos de concentración durante la segunda guerra mundial.

En la capital, además, proclamé beatos a Edmundo Bojanowski, promotor de obras educativas y caritativas, precursor de la doctrina conciliar sobre el apostolado de los seglares, y a sor Regina Protmann, que unió la vida contemplativa con el cuidado de los enfermos y la educación de niños y adolescentes. En Stary Sacz proclamé santa a sor Cunegunda, figura eminente del siglo XIII, modelo de caridad como esposa del príncipe polaco Boleslao y, después de la muerte de éste, como monja clarisa.

Estos heroicos testigos de la fe demuestran que la «traditio» de la palabra de Dios, escuchada y practicada, ha llegado desde san Adalberto hasta nuestros días y se ha de encarnar con valentía en la sociedad actual, que se dispone a cruzar el umbral del tercer milenio.

3. La fe en Polonia se ha alimentado y ha sido fuertemente sostenida por la devoción al Sagrado Corazón y a la santísima Virgen María. El culto al divino Corazón de Jesús tuvo en esta peregrinación un relieve especial: como telón de fondo estuvo la consagración del género humano al Sagrado Corazón, que realizó mi venerado predecesor León XIII por primera vez exactamente hace cien años. La humanidad necesita entrar en el nuevo milenio confiando en el amor misericordioso de Dios. Sin embargo, esto sólo es posible acudiendo a Cristo Salvador, fuente inagotable de vida y santidad.

Y ¿qué decir del afecto filial que mis compatriotas albergan hacia su Reina, María santísima? En Licheñ bendije el nuevo gran santuario dedicado a ella, y en algunas localidades, incluida mi ciudad natal, coroné veneradas imágenes de la Virgen. En Sandomierz celebré la eucaristía en honor del Corazón inmaculado de la santísima Virgen María.

Quisiera, asimismo, recordar mis encuentros de oración en Elk, Zamosc Varsovia-Praga, Lowicz, Sosnowiec y Gliwice, en mi ciudad natal de Wadowice y mi visita al monasterio de Wigry.

Antes de volver a Roma, me arrodillé ante el icono venerando de la Virgen de Czestochowa en Jasna Góra: fue un momento de profunda emoción espiritual. A ella, «Virgen santa que defiende la clara Czestochowa» (cf. Mickiewicz), le renové la consagración de mi vida y de mi ministerio petrino; en sus manos puse la Iglesia que está en Polonia y en el mundo entero; a ella le pedí el don precioso de la paz para toda la humanidad y de la solidaridad entre los pueblos.

4. A lo largo de mi itinerario, en varias ocasiones pude dar gracias a Dios por las transformaciones realizadas en Polonia en los últimos veinte años en nombre de la libertad y la solidaridad. Lo hice en Gdansk, ciudad símbolo del movimiento Solidaridad.Y lo hice, sobre todo, hablando al Parlamento de la República, al que recordé las pacíficas luchas de la década de 1980 y los cambios que se produjeron en 1989. Los principios morales de esas luchas deben seguir inspirando la vida política, para que la democracia se funde en sólidos valores éticos: familia, vida humana, trabajo, educación y solicitud por los débiles. En esos mismos días, en los que se renovaba el Parlamento europeo, oré por el «viejo» continente, para que continúe siendo faro de civilización y de auténtico progreso, redescubriendo sus raíces espirituales y aprovechando plenamente las potencialidades de los pueblos que lo forman desde los Urales hasta el Atlántico.

38 Además, en los dos encuentros con el mundo académico, celebrados en Torun y en Varsovia, puse de relieve que han mejorado las relaciones entre la Iglesia y los ambientes científicos, con grandes ventajas recíprocas. No puedo olvidar la oración en Radzymin en recuerdo de la guerra de 1920, del Milagro del Vístula.

En otras circunstancias, asimismo, elevé mi voz en defensa de las personas o grupos sociales más débiles: la Iglesia, mientras realiza las obras de misericordia, promueve la justicia y la solidaridad, siguiendo el ejemplo de santos como la reina Eduvigis y Alberto Chmielowski, modelos de comunión con los más pobres. El progreso no puede lograrse a costa de los pobres ni de las clases económicamente menos fuertes, y tampoco a costa del medio ambiente.

5. También tuve ocasión de reafirmar que la Iglesia da su contribución al desarrollo integral de la nación, ante todo con la formación de las conciencias. La Iglesia existe para evangelizar, es decir, para anunciar a todos que «Dios es amor» y hacer que cada uno se pueda encontrar con él. El segundo Sínodo plenario renovó este compromiso en la línea del concilio Vaticano II y a la luz de los signos de los tiempos, llamando a todos los creyentes a una generosa corresponsabilidad.

La evangelización no es creíble si, como cristianos, no nos amamos los unos a los otros, según el mandamiento del Señor. En Siedlce y en Varsovia, en la memoria de los beatos mártires de Podlasia, oré junto con los fieles greco-católicos para que se superen las divisiones del segundo milenio. Además, quise reunirme con los hermanos de otras confesiones, para fortalecer los vínculos de unidad. En Drohiczyn, en una liturgia ecuménica con gran participación, oramos juntamente con ortodoxos, luteranos y otras comunidades eclesiales no católicas. Todos sentimos la necesidad de la unidad de la Iglesia: debemos trabajar por su plena realización, dispuestos a admitir las culpas y a perdonarnos recíprocamente.

La mañana del último día de mi peregrinación celebré la eucaristía en la catedral de Wawel.Así, despidiéndome de mi querida ciudad de Cracovia, di gracias a Dios por el milenario de la archidiócesis.

6. Amadísimos hermanos y hermanas, alabemos juntos al Señor por estos días de gracia. Repito hoy con vosotros: Te Deum laudamus... Sí, te alabamos, oh Dios, por la santa Iglesia, fundada en Cristo, piedra angular, en los apóstoles y mártires, y extendida por toda la tierra. Te alabamos, en particular, por la Iglesia que está en Polonia, rica en fe y en obras de caridad.

Te alabamos, oh María, Madre de la Iglesia y Reina de Polonia. Insertada de modo singular en el misterio de la Encarnación, ayuda a tu pueblo a vivir con fe el gran jubileo, y socorre a cuantos, en sus dificultades, recurren a ti. Ayúdanos a todos a escoger las realidades que no sufren ocaso: la fe, la esperanza y la caridad. Ayúdanos, Madre, a vivir la caridad, la mayor de todas las virtudes, porque «Dios es amor».

Saludos

Me es grato saludar a los peregrinos de lengua española. De modo especial saludo a los diversos grupos parroquiales y estudiantiles de España, así como a los peregrinos de Argentina, Bolivia, Perú y México. Agradezco a todos vuestra presencia aquí y os imparto mi bendición. Muchas gracias.

Saludo, ahora, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Queridos jóvenes, para muchos de vuestros coetáneos ya han comenzado las vacaciones, mientras que otros están en tiempo de exámenes. Que el Señor os ayude a vivir este período con serenidad, experimentando su constante protección. Os invito a vosotros, enfermos, a encontrar consuelo en el Señor, que continúa su obra de redención también gracias a vuestro sufrimiento. A vosotros, queridos recién casados, os expreso mi deseo de que descubráis el misterio de Dios que se entrega para la salvación de todos, a fin de que vuestro amor sea cada vez más verdadero, duradero y acogedor.





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Miércoles 30 de junio de 1999



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Celebramos ayer la solemnidad de San Pedro y San Pablo. Estos dos Apóstoles, a quienes la liturgia llama «príncipes de los Apóstoles», a pesar de sus diferencias personales y culturales, por el misterioso designio de la Providencia divina fueron asociados en una única misión apostólica. Y la Iglesia los une en una única memoria.

La solemnidad de ayer es muy antigua; fue incluida en el Santoral romano mucho antes que la de Navidad. En el siglo IV era costumbre, en dicha fecha, celebrar en Roma tres santas misas: una en la basílica de San Pedro en el Vaticano; otra, en la de San Pablo «extra muros»; y la tercera, en las catacumbas de San Sebastián, donde, en la época de las invasiones, según la tradición, habrían sido escondidos durante un tiempo los cuerpos de los dos Apóstoles.

San Pedro, pescador de Betsaida, fue elegido por Cristo como piedra fundamental de la Iglesia. San Pablo, cegado en el camino de Damasco, de perseguidor de los cristianos se convirtió en Apóstol de los gentiles. Ambos concluyeron su existencia con el martirio en la ciudad de Roma. Por medio de ellos, el Señor «entregó a la Iglesia las primicias de su obra de salvación» (cf. Oración colecta de la misa en su honor). El Papa invoca la autoridad de estas dos «columnas de la Iglesia» cuando, en los actos oficiales, se refiere a la fuente de la tradición, que es la palabra de Dios conservada y transmitida por los Apóstoles. En la escucha dócil de esta Palabra, la comunidad eclesial se perfecciona en el amor en unión con el Papa, con los obispos y con todo el orden sacerdotal (cf. Plegaria eucarística, II).

2. Entre los signos que ayer, según una tradición consolidada, enriquecieron la liturgia que presidí en la basílica vaticana, está el antiguo rito de la «imposición del palio». El palio es una pequeña cinta circular en forma de estola, marcada por seis cruces. Se hace con lana blanca, que procede de los corderitos bendecidos el 21 de enero de cada año, en la festividad de santa Inés. El Papa entrega el palio a los arzobispos metropolitanos nombrados recientemente. El palio expresa la potestad que, en comunión con la Iglesia de Roma, el arzobispo metropolitano adquiere de derecho en su provincia eclesiástica (cf. Código de derecho canónico, c. 437, § 1).

Testimonios arqueológicos e iconográficos, además de diversos documentos escritos, nos permiten remontarnos, en la datación de este rito, a los primeros siglos de la era cristiana. Por tanto, nos encontramos ante una tradición antiquísima, que ha acompañado prácticamente toda la historia de la Iglesia.

Entre los diferentes significados de este rito, se pueden destacar dos. Ante todo, la especial relación de los arzobispos metropolitanos con el Sucesor de Pedro y, en consecuencia, con Pedro mismo. De la tumba del Apóstol, memoria permanente de su profesión de fe en el Señor Jesús, el palio recibe fuerza simbólica: quien lo ha recibido deberá recordarse a sí mismo y a los demás este vínculo íntimo y profundo con la persona y con la misión de Pedro. Esto sucederá en todas las circunstancias de la vida: en su magisterio, en la guía pastoral, en la celebración de los sacramentos y en el diálogo con la comunidad.

Así, están llamados a ser los principales constructores de la unidad de la Iglesia, que se expresa en la profesión de la única fe y en la caridad fraterna.

3. Hay un segundo valor que la imposición del palio subraya claramente. El cordero, de cuya lana se confecciona, es símbolo del Cordero de Dios, que tomó sobre sí el pecado del mundo y se ofreció como rescate por la humanidad. Cristo, Cordero y Pastor, sigue velando por su grey, y la encomienda al cuidado de quienes lo representan sacramentalmente. El palio, con el candor de su lana, evoca la inocencia de la vida, y con su secuencia de seis cruces, hace referencia a la fidelidad diaria al Señor, hasta el martirio, si fuera necesario. Por tanto, quienes hayan recibido el palio deberán vivir una singular y constante comunión con el Señor, caracterizada por la pureza de sus intenciones y acciones, y por la generosidad de su servicio y testimonio.

A la vez que saludo con afecto a los arzobispos metropolitanos, que ayer recibieron el palio y que hoy han querido estar presentes en esta audiencia, deseo exhortaros a todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas que los acompañáis, a orar por vuestros pastores. Encomendemos al buen Pastor a estos venerados hermanos míos en el episcopado, para que crezcan diariamente en la fidelidad al Evangelio y sean auténticos «modelos de la grey» (1P 5,3).

40 María, Madre de la Iglesia, proteja a quienes han sido llamados a guiar al pueblo cristiano, y obtenga a todos los discípulos de Cristo el valioso don del amor y de la unidad.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los estudiantes de la Universidad Santo Tomás de Aquino, de Bogotá, y a los seminaristas menores de Barcelona, así como a los grupos venidos de España y diversos países latinoamericanos. Os invito a fortalecer vuestra fe invocando a la Virgen María, Reina de los Apóstoles.

(A los peregrinos eslovacos)
Ojalá que la veneración a san Pedro y san Pablo reavive vuestro amor y vuestra devoción al Vicario de Cristo, Sucesor de Pedro, y a su Iglesia.

(En italiano)
Por último, como es costumbre, mi pensamiento se dirige a los jóvenes, los enfermos y los recién casados.

A la solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, que celebramos ayer, sigue hoy la memoria litúrgica de los primeros mártires romanos. Queridos jóvenes, imitad su heroico testimonio evangélico y sed fieles a Cristo en todas las situaciones de la vida, sin ceder jamás a fáciles halagos y compromisos. Os aliento a vosotros, queridos enfermos, a seguir el ejemplo de los protomártires, para transformar vuestro sufrimiento en un continuo acto de entrega por amor a Dios y a vuestros hermanos. Y vosotros, queridos recién casados, contemplando las sólidas bases de santidad en las que se apoya la Iglesia, adheríos al proyecto que el Creador ha establecido para vuestra vocación, de modo que lleguéis a realizar una unión familiar fecunda y duradera.
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Pésame del Papa por el patriarca Karekin I

Con gran dolor he recibido la noticia de la muerte de Su Santidad Karekin I, supremo patriarca y Catholicós de todos los armenios. Me unía a él un profundo vínculo de afecto. Habiendo tenido la posibilidad de tratarlo personalmente con ocasión de las dos visitas que me hizo durante estos años, pude admirar su talla espiritual, su intenso amor a la Iglesia y su solicitud por la unidad de todos los cristianos en la única grey de Cristo. Deseaba hacerle una visita de amistad fraterna, pero las circunstancias me lo impidieron.

41 Ayer, durante la solemne liturgia de la fiesta de San Pedro y San Pablo en la basílica vaticana, también hemos orado por él. Os invito ahora a todos vosotros a uniros a mí en la súplica al Señor por el alma elegida de este insigne pastor: quiera Dios acogerlo consigo en la comunión de los santos del cielo. Expreso, al mismo tiempo, mi sincero pésame a la Iglesia madre de Etchmiadzin, a la Iglesia armenia apostólica y a la nación armenia por la pérdida de un patriarca tan eminente.





Miércoles 7 de julio de 1999


Juicio y misericordia

1. El salmo 116 dice: «El Señor es benigno y justo; nuestro Dios es misericordioso» (Ps 116,5). A primera vista, juicio y misericordia parecen dos realidades inconciliables; o, al menos, parece que la segunda sólo se integra con la primera si ésta atenúa su fuerza inexorable. En cambio, es preciso comprender la lógica de la sagrada Escritura, que las vincula; más aún, las presenta de modo que una no puede existir sin la otra.

El sentido de la justicia divina es captado progresivamente en el Antiguo Testamento a partir de la situación de la persona que obra bien y se siente injustamente amenazada. Es en Dios donde encuentra refugio y protección. Esta experiencia la expresan en varias ocasiones los salmos que, por ejemplo afirman: «Yo sé que el Señor hace justicia al afligido y defiende el derecho del pobre. Los justos alabarán tu nombre; los honrados habitarán en tu presencia» (Ps 140,13-14).

En la sagrada Escritura la intervención en favor de los oprimidos es concebida sobre todo como justicia, o sea, fidelidad de Dios a las promesas salvíficas hechas a Israel. Por consiguiente, la justicia de Dios deriva de la iniciativa gratuita y misericordiosa por la que él se ha vinculado a su pueblo mediante una alianza eterna. Dios es justo porque salva, cumpliendo así sus promesas, mientras que el juicio sobre el pecado y sobre los impíos no es más que otro aspecto de su misericordia. El pecador sinceramente arrepentido siempre puede confiar en esta justicia misericordiosa (cf. Ps 50,6 Ps 50,16).

Frente a la dificultad de encontrar justicia en los hombres y en sus instituciones, en la Biblia se abre camino la perspectiva de que la justicia sólo se realizará plenamente en el futuro, por obra de un personaje misterioso, que progresivamente irá asumiendo caracteres mesiánicos más precisos: un rey o hijo de rey (cf. Ps 72,1), un retoño que «brotará del tronco de Jesé» (Is 11,1), un «vástago justo» (Jr 23,5) descendiente de David.

2. La figura del Mesías, esbozada en muchos textos sobre todo de los libros proféticos, asume, en la perspectiva de la salvación, funciones de gobierno y de juicio, para la prosperidad y el crecimiento de la comunidad y de cada uno de sus miembros.

La función judicial se ejercerá sobre buenos y malos, que se presentarán juntos al juicio, donde el triunfo de los justos se transformará en pánico y en asombro para los impíos (cf. Sb Sg 4, 20-5, 23; cf. también Da 12,1-3). El juicio encomendado al «Hijo del hombre», en la perspectiva apocalíptica del libro de Daniel, tendrá como efecto el triunfo del pueblo de los santos del Altísimo sobre las ruinas de los reinos de la tierra (cf. Dn Da 7,18 y 27).

Por otra parte, incluso quien puede esperar un juicio benévolo, es consciente de sus propias limitaciones. Así se va despertando la conciencia de que es imposible ser justos sin la gracia divina, como recuerda el salmista: «Señor, (...) tú que eres justo, escúchame. No llames a juicio a tu siervo, pues ningún hombre es inocente frente a ti» (Ps 143,1-2).

3. La misma lógica de fondo se vuelve a encontrar en el Nuevo Testamento, donde el juicio divino está vinculado a la obra salvífica de Cristo.


Audiencias 1999 33