
Discursos 1999 42
42 Preocupaos cada vez más por anunciar y testimoniar el evangelio de la caridad. Esto exige una espiritualidad profunda, que se revitalice incesantemente con el misterio eucarístico, en plena sintonía con el magisterio de la Iglesia y con las necesidades de la comunidad eclesial. Encomiendo al Padre celestial, rico en gracia y misericordia, vuestras personas y responsabilidades, que son más urgentes aún al acercarse el evento jubilar. Invocando la protección materna de la Virgen María, Mater Ecclesiae, de corazón os bendigo a todos.
Ilustres señores:
1. Me alegra dar una cordial bienvenida a cada uno de vosotros, miembros de la Fundación para la paz y la cooperación internacional «Alcide De Gasperi», y os agradezco esta visita, con la que queréis reafirmar vuestra adhesión convencida al magisterio de la Iglesia y confirmar vuestro compromiso en favor de la promoción de la convivencia armoniosa entre los pueblos. Saludo en particular al senador Angelo Bernassola, y le manifiesto mi sincera gratitud por las nobles palabras que ha querido dirigirme en nombre de los presentes.
Desde hace más de un cuarto de siglo, vuestra fundación, inspirándose en el pensamiento y en la obra del gran estadista italiano Alcide De Gasperi, se esfuerza por promover la paz y la cooperación entre los pueblos, con el estudio de los problemas de la sociedad internacional y colaborando con instituciones análogas presentes en Europa y en el mundo.
En vuestras meritorias iniciativas habéis elegido como punto de referencia fundamental los perennes valores de la fe cristiana, esmerándoos por conjugarlos con la clara conciencia de que el camino de la paz pasa por un fuerte y constante compromiso cultural, realizado en unión con cuantos comparten vuestros nobles objetivos.
En efecto, la construcción de la paz no es fruto de componendas, sino que nace del conocimiento profundo y sistemático de las causas remotas y próximas de los conflictos, de la sensibilización de los responsables de las naciones ante las expectativas profundas de los pobres, y de la formación de las generaciones jóvenes en una auténtica cultura de paz. Por otra parte, se prepara mediante el apoyo que se brinda a cuantos, frente a las situaciones difíciles que la humanidad afronta en nuestro tiempo, sienten la tentación de renunciar al esfuerzo del diálogo y del respeto a los derechos fundamentales de cada uno y de todos.
2. En el reciente Mensaje para la Jornada de la paz, recordé que «ningún derecho humano está seguro si no nos comprometemos a tutelarlos todos. (...) Es indispensable, por tanto, un planteamiento global del tema de los derechos humanos y un compromiso serio en su defensa. Sólo cuando una cultura de los derechos humanos, respetuosa con las diversas tradiciones, se convierte en parte integrante del patrimonio moral de la humanidad, se puede mirar con serenidad y confianza al futuro. (...) El respeto integral de los derechos humanos es el camino más seguro para estrechar relaciones sólidas entre los Estados. La cultura de los derechos humanos no puede ser sino cultura de paz» (n. 12: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de diciembre de 1998, p. 7).
Éstas son algunas sugerencias significativas para que vuestro empeño de políticos y de hombres de cultura sea cada vez más influyente, de modo que seáis «constructores de paz» cada vez más eficaces en la sociedad actual.
Ojalá que vuestra fundación, situándose en la actual búsqueda de seguridad y colaboración entre los pueblos, se transforme en un renovado instrumento de promoción al servicio de una acción global en favor de la paz, sin dejarse frenar por los inevitables obstáculos que se encuentran en este camino arduo, pero necesario.
Con estos sentimientos, a la vez que encomiendo vuestras personas y vuestro empeño diario a la Virgen, a quien los cristianos invocamos como Reina de la paz, me complace impartiros a vosotros, a vuestros colaboradores y a vuestras familias, mi bendición.
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1. Bienvenidos a la casa del Papa. Estáis aquí en representación de los alumnos, profesores y responsables de la escuela romana. Gracias por vuestra visita.
Agradezco de modo especial al cardenal vicario, al señor superintendente de educación y a la joven alumna, las palabras de saludo y felicitación que me han dirigido en nombre de todos.
«Abre la puerta a Cristo, tu Salvador»: la invitación de la misión ciudadana, que durante los años pasados ha resonado de diferentes modos en la ciudad, se propone en este último año de preparación para el gran jubileo en los ambientes donde la gente trabaja, estudia, sufre y vive.
También vosotros, queridos alumnos, profesores y responsables de la escuela romana, habéis profundizado, con un adecuado estudio interdisciplinar, el tema del Año santo, a partir de su contenido y su mensaje central: la encarnación del Hijo de Dios, Jesucristo. Él es el «Dios con nosotros», el único Salvador del mundo, en el que todo hombre y mujer puede encontrar la respuesta a los interrogantes más profundos de su corazón. Son interrogantes que atañen al sentido de la vida en relación con Dios, con el hombre y su destino, y a los caminos para vivir plenamente la existencia personal, familiar y social.
La escuela tiene la misión de desarrollar en los alumnos un conocimiento adecuado del mundo, de la cultura y de los lenguajes y, a la vez, ayudarles a buscar la verdad con mentalidad abierta, para que se formen una personalidad libre y responsable. En este camino, que alimenta la inteligencia, no puede faltar la acogida del «misterio» del hombre, que remite a Dios y permite descubrir su obra en el mundo.
2. Nos estamos preparando para el gran jubileo, que es una fuerte exhortación a la conversión del corazón mediante el cambio de vida, a fin de reconocer y acoger la presencia del «Dios con nosotros», que libera al hombre del pecado, fuente principal de todo desorden moral y social. El Año santo conlleva un fuerte compromiso en favor de la justicia y la solidaridad y, por tanto, impulsa iniciativas concretas para que los hombres y las mujeres, los niños y los ancianos, los que sufren y los marginados, encuentren su lugar en la casa común de la humanidad, se les reconozca y acoja como hermanos, y se les ayude a alcanzar una calidad de vida digna de los hijos de Dios.
En este campo, la escuela y la educación en general tienen una tarea decisiva e insustituible, como caminos de auténtica liberación del hombre de la esclavitud de la ignorancia. Las inversiones más valiosas por parte de las familias, primeros sujetos responsables de la educación, de las instituciones del Estado y de otros sujetos sociales libres, son sin duda alguna los recursos destinados a la escuela y a la cultura de los jóvenes. El futuro de la humanidad y el desarrollo social de una nación dependen en gran medida de la calidad de la escuela y del compromiso con que se propone ser una comunidad educativa para todos sus miembros.
3. Refiriéndome a la realidad de la escuela, a cuyos cambios actuales ha aludido el señor superintendente, deseo que proyecte con creatividad y valentía su futuro, sintiéndose estimulada por el patrimonio de tradición y cultura de Roma, para llevar a cabo la renovación emprendida.
Es necesario favorecer proyectos educativos y culturales apropiados a las exigencias de una promoción plena de la persona, que sigue siendo el sujeto central de la escuela, y a la cual hay que destinar los programas, las intervenciones y las iniciativas. Así, la escuela se transforma en una comunidad que educa en la búsqueda de la verdad y en la comprensión de la propia dignidad personal, transmite cultura y valores para la vida, capacita para una profesión al servicio de la sociedad, abre al encuentro y al diálogo interpersonal y comunitario, y responde a las exigencias de crecimiento humano y espiritual, cultural y social de los muchachos y los jóvenes.
En especial, es preciso que todos los componentes de la comunidad civil y eclesial de Roma afronten los problemas de la escuela y promuevan intervenciones encaminadas a sostener la formación completa de todos los muchachos y jóvenes, prestando especial atención a cuantos viven situaciones de dificultad o de abandono, apoyando sus expectativas, esperanzas y proyectos, para que se inserten en la sociedad y en el mundo del trabajo.
44 Pienso aquí, de modo particular, en la creciente presencia en las escuelas romanas de niños, muchachos y jóvenes provenientes de familias de inmigrantes. A la escuela compete educar en el diálogo y el respeto recíproco, a fin de que la diversidad se valore como una riqueza que permite trabajar juntos para el progreso civil de la sociedad.
4. Para afrontar con provecho estas situaciones, es indispensable una estrecha colaboración en el territorio entre la escuela estatal y la privada, las familias, las parroquias y las fuerzas sociales y culturales.
Ante todo los padres, primeros y principales educadores de sus hijos, realizan su tarea también con la elección de una escuela cuyo proyecto educativo y cultural esté en sintonía con sus expectativas y exigencias, y con la participación activa en la vida escolar, en estrecho diálogo con los profesores y respetando las diferentes responsabilidades complementarias.
Es decisivo, asimismo, el papel que los profesores y los dirigentes de las escuelas desempeñan en la formación y la orientación de los muchachos y jóvenes. La sociedad entera está llamada a reconocerles esta función, brindándoles, además de estima y aprecio, un apoyo adecuado en sus exigencias de formación y actualización. Por su parte, los profesores y los dirigentes no han de cejar en un constante crecimiento espiritual y moral, que les permita presentarse a los alumnos como puntos de referencia, no sólo con una comunicación puntual de los diversos tipos de conocimiento, sino también con un testimonio eficaz y creíble de valores vividos.
La educación, ¿no es una comunicación vital, que establece una relación profunda entre el educador y el educando, permitiendo que ambos participen en la verdad y el amor que constituyen el objetivo final al que está llamado todo ser humano?
5. En esta circunstancia, me complace entregaros simbólicamente a todos vosotros, profesores y dirigentes de la escuela romana, la carta que escribí para la misión en los ambientes: os sugiero que la hagáis objeto de reflexión y diálogo.
Quiero dirigiros unas palabras en especial a vosotros, queridos alumnos: sed protagonistas activos de vuestro crecimiento intelectual y espiritual, esforzándoos en el estudio, amando vuestra escuela y aportándole la alegría y la generosidad de vuestro corazón.
Que el Año santo os encuentre atentos y dispuestos a descubrir en este acontecimiento, que marcará la vida de la ciudad, una ocasión propicia para conocer mejor a Cristo, acoger su Evangelio y seguirlo fielmente.
El crucifijo, presente en vuestras aulas, es signo concreto del don de amor de Jesús a todo hombre: ojalá que sea para cada uno de vosotros una invitación a entregarse generosamente, a fin de construir un mundo nuevo más solidario y justo.
Preparaos para acoger a numerosos coetáneos vuestros, que, durante el jubileo y especialmente en la Jornada mundial de la juventud, vendrán de todo el mundo para el Año santo. Abridles las puertas de vuestro corazón y de vuestras casas.
Por último, quisiera desear a toda la comunidad escolar de nuestra ciudad un trabajo cada vez más provechoso y eficaz. Sobre todos invoco la protección de María, «Sede de la sabiduría» y «Salvación del pueblo romano».
45 Con afecto os aseguro mi oración y os bendigo.
: Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos seminaristas, hermanos y hermanas:
1. Es grande mi alegría al encontrarme de nuevo aquí con vosotros, en el Seminario romano mayor, con ocasión de la fiesta de la Virgen de la Confianza. Saludo con afecto a todos: al rector, monseñor Pierino Fragnelli, a los superiores, a cada uno de vosotros, amadísimos seminaristas, a las religiosas, al personal, a los respectivos familiares y a los jóvenes de la «escuela de oración».
Doy las gracias a monseñor Marco Frisina, a los músicos y a los miembros del coro, que han ejecutado el oratorio dedicado al apóstol Pedro. Esta hermosa composición nos ha permitido meditar en la vocación sacerdotal, como llamada a convertirse en «pescadores de hombres», según la invitación que el divino Maestro dirigió a los primeros discípulos, a orillas del lago de Galilea (cf. Mc Mc 1,17). El Señor quiso dejar las redes del «reino de los cielos» (Mt 13,47) en las manos de los Apóstoles, de sus sucesores y colaboradores: los obispos y los presbíteros.
El trabajo del pescador es duro. Requiere esfuerzo constante y paciencia. Exige, sobre todo, fe en el poder de Dios. El sacerdote es el hombre de la confianza, que repite con el apóstol Pedro: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5). Sabe bien que se pesca a los hombres en virtud de la palabra de Dios, que posee un dinamismo intrínseco. Por eso, no se deja llevar por la prisa, sino que permanece en una actitud de vigilancia atenta para captar los tiempos de Dios.
2. En el seminario, gracias a la obra solícita y discreta de los formadores, se aprende en la escuela de Cristo, bajo la acción del Espíritu Santo, el secreto de la pesca evangélica. María santísima es la guía experta. Ella es la Madre de la confianza para todos los cristianos y, de manera especial, para los apóstoles. Podemos imaginar sus palabras de consuelo y apoyo durante los días pasados con la comunidad primitiva en espera de Pentecostés. Dejemos que nos hable también a nosotros. Cuando se siente el cansancio del apostolado, y los fracasos pueden hacer que cunda el desaliento, comienza la parte mejor de la «pesca», que se apoya únicamente «en su palabra». Es lo que María nos repite, recordándonos el «sí» que pronunció en la Anunciación: «Fiat mihi secundum verbum tuum».
«Sicut Maria, ita et Ecclesia»: esta expresión de Iván de Chartres es el lema que habéis elegido para la fiesta de este año. La Iglesia es maestra de confianza para todo cristiano, y lo es de modo especial para el apóstol y para el colaborador del apóstol. En este Seminario romano mayor, que tanto quiero, se aprende a pescar especialmente de María, Virgen de la Confianza, que enseña a todos los seminaristas el secreto de la pesca evangélica. María es maestra también para vosotros, jóvenes que frecuentáis el Seminario y encontráis en él un lugar valioso para vuestra formación apostólica. Que ella os ayude a mantener responsablemente las decisiones importantes para vuestro futuro. Sed generosos, confiad en ella, confiad en Jesús.
3. Queridos hermanos, muchas gracias por esta nueva ocasión que me habéis brindado de meditar con vosotros en esta consoladora verdad. Os doy las gracias, asimismo, porque la habéis transformado en oración, no sólo para vosotros, sino también para todos los sacerdotes de la diócesis de Roma. Me uno de buen grado a vosotros en la oración y, a la vez que pido a Dios fidelidad perseverante para cada uno de vosotros, os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.
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Eminencias;
queridos amigos:
En el amor de la santísima Trinidad, os doy la bienvenida con las palabras del apóstol Pablo: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2Co 13,13). Saludo especialmente a su eminencia el cardenal Francis George, arzobispo de Chicago, y a su eminencia el metropolita Iakovos de Krinis, obispo greco-ortodoxo en Chicago (Estados Unidos).
Estáis realizando una peregrinación de fe, primero a Constantinopla, ciudad sagrada por el recuerdo del apóstol Andrés, y ahora a Roma, ciudad sagrada por el recuerdo de los apóstoles Pedro y Pablo. Desde el concilio Vaticano II, los católicos y los ortodoxos hemos llegado a apreciar más plenamente nuestra unidad de fe en Cristo Jesús. Hemos llegado a ver cómo «el Señor nos concede redescubrirnos como Iglesias hermanas» (Ut unum sint UUS 57). Los intercambios regulares entre nuestras Iglesias y la obra del diálogo teológico han sido importantes en este proceso; e iniciativas comunes, como vuestra peregrinación, ayudan de otro modo a fortalecer los vínculos de la koinonía.
Mientras nos preparamos para celebrar el bimilenario del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, es cada vez más urgente la llamada del Espíritu Santo a la comunión. Superando las incomprensiones del pasado, miramos con esperanza a un futuro en que el amor entre nosotros será perfecto y, así, el mundo sabrá que somos discípulos de Cristo (cf. Jn Jn 13,35). Sobre todos vosotros invoco la protección de la Madre de Dios y de la gran multitud de los santos, los ciudadanos de la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que «no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero» (Ap 21,23). Dios os bendiga a todos.
1. Bienvenidos, amadísimos sacerdotes de Roma, párrocos, vicarios parroquiales, sacerdotes comprometidos en otras formas de ministerio, y vosotros, diáconos permanentes o que os preparáis para el sacerdocio. Me alegra encontrarme con vosotros, como de costumbre, al comienzo de esta Cuaresma, y a todos y cada uno os saludo con afecto.
Hemos escuchado las palabras iniciales del cardenal vicario y después vuestras diferentes intervenciones, que nos han permitido comprender cómo se está desarrollando la misión ciudadana y cuáles experiencias concretas estáis realizando en este ámbito. También yo me referiré a este punto central de la pastoral diocesana, que constituye la preparación específica de Roma para el gran jubileo y que, por eso, es con razón el tema constante de nuestros encuentros de los últimos años. En efecto, la misión ciudadana está recorriendo su última etapa, dedicada especialmente a los diversos ambientes de trabajo y vida. La empezamos con la entrega del crucifijo a los misioneros el primer domingo de Adviento, el mismo día en que promulgué la bula de convocación del gran jubileo, mientras que la cita conclusiva de todo nuestro recorrido está fijada para el próximo Pentecostés.
2. La opción de no limitar la misión a las familias que viven en el territorio de las parroquias, sino de presentarnos también en los numerosos lugares de esta gran ciudad en donde la gente trabaja, estudia, pasa su tiempo libre o, incluso, sufre y recibe asistencia, ha sido indudablemente una decisión valiente y comprometedora. La hemos tomado porque estamos convencidos de su importancia, más aún, de su necesidad, si queremos verdaderamente anunciar y testimoniar el evangelio de Cristo a todos y en todas las circunstancias y situaciones de la vida (cf. 1 Co 9, 16-23). Nos sostiene y da fuerza la especial abundancia de gracia relacionada con el acontecimiento del gran jubileo, al que nos estamos acercando a•grandes pasos.
Por otra parte, con la misión en los ambientes no hacemos sino poner en práctica el principio pastoral recordado a menudo durante el Sínodo diocesano: el principio por el que cada parroquia y toda la comunidad eclesial de Roma deben buscarse y encontrarse fuera de sí mismas, es decir, donde vive en realidad el pueblo de Dios.
47 Es evidente que la realización práctica de esta tarea está confiada ante todo a los fieles laicos, que viven y trabajan de hecho en los diversos ambientes. En efecto, tanto más eficaz será la misión en cada ambiente, cuanto más la interpreten y protagonicen las personas que diariamente están presentes y trabajan en ellos. Por eso, el 8 de diciembre del año pasado, solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María y tercer aniversario del primer anuncio de la misión ciudadana, escribí una carta a todos los hermanos y hermanas creyentes que viven, actúan y trabajan en Roma, para invitarlos a ser misioneros valientes y coherentes del Evangelio.
3. También para la misión en los ambientes, considerada en su conjunto y en cada una de sus implicaciones, vale lo que en los años pasados os he recordado a vosotros, sacerdotes, con ocasión de nuestros encuentros. Vosotros, queridos hermanos, al ser los más estrechos colaboradores del orden episcopal, sois los primeros a quienes se encomienda el ministerio de anunciar el Evangelio a todos. La misión, vocación y tarea fundamental de la Iglesia no es principalmente obra de los creyentes de forma individual, sino de toda la comunidad y, por ello, ante todo de quienes son sus primeros responsables.
En numerosos y significativos ambientes vosotros, sacerdotes, estáis presentes de modo directo, en virtud de vuestro ministerio específico. Así, en muchas escuelas, como profesores de religión; en los hospitales y cárceles, como capellanes; además, en Roma ejercen aún su ministerio, con mucho provecho, algunos capellanes del trabajo. No quisiera olvidar tampoco a cuantos están comprometidos en las «fronteras» de la caridad, atendiendo a los pobres, a los menores con dificultades, a jóvenes con problemas de toxicomanía, a los inmigrantes y a la gente que carece de vivienda. En cada uno de estos lugares, y atendiendo a todos esos hermanos y hermanas nuestros, estáis llamados a ser signos vivos del amor de Dios, de la salvación que Cristo nos ha traído y de la solicitud materna de la Iglesia. Siempre y en todas partes sois y debéis ser misioneros y evangelizadores.
Y vosotros, queridos diáconos permanentes, que en vuestro grado participáis en el sagrado ministerio, pero que, en cuanto al trabajo y a la familia, compartís la condición de nuestros hermanos laicos, os encontráis en una situación particularmente favorable para dar vuestro testimonio y realizar vuestra acción evangelizadora en los ambientes donde estáis insertados. La misión en los ambientes representa para vosotros una llamada peculiar y una valiosa posibilidad de desarrollo de vuestro ministerio específico.
4. Sin embargo, nuestra tarea de ministros ordenados con respecto a esta forma de misión no se limita a lo que podemos hacer directamente, trabajando dentro de cada ambiente. En efecto, cada uno de nosotros, aunque no esté encargado de un apostolado de ambiente, desempeña el papel fundamental de formador, con el que puede y debe preparar y sostener a los fieles laicos, llamados a dar testimonio de Cristo en todas las situaciones de la vida.
Este tema, muy importante, guarda relación con el modo mismo como concebimos y ejercemos nuestro ministerio de pastores. El horizonte del compromiso eclesial no debe limitarse al buen funcionamiento de la parroquia o de cualquier otro organismo directamente encomendado a nuestro cuidado. Más bien, debemos abrazar idealmente toda la Iglesia en su dimensión misionera esencial, que la pone al servicio de la salvación integral del hombre.
A la luz de esto, nuestra labor de formación no se ha de limitar a promover un laicado capaz de asumir responsabilidades en la parroquia o en la comunidad eclesial. Con mayor empeño debemos formar auténticas conciencias cristianas, para que cada uno, laico o sacerdote, logre la unidad en su propia vida y dé un testimonio evangélico creíble y gozoso en todo ambiente y situación. Y, de igual manera, debemos ayudar a los fieles laicos a tomar mayor conciencia de que a ellos compete y les está confiada la misión evangelizadora de la Iglesia. Esa misión han de realizarla normalmente con su acción y su testimonio de vida, así como con la capacidad y la prontitud con las cuales sepan dar razón de la esperanza de que, como creyentes en Cristo, también son depositarios y portadores (cf. 1P 3,15).
Esta misma tensión misionera no puede menos de caracterizar los elementos fundamentales de la formación y del crecimiento espiritual: la oración, que nos pone en presencia de Dios; la catequesis, que alimenta la fe y ayuda a ver toda realidad con los ojos de la fe; la penitencia y la conversión del corazón; y la apertura progresiva al amor de Dios y de los hermanos. Sólo así el crecimiento del testigo y del misionero tiene lugar a la vez que el crecimiento del cristiano.
5. Éste es el camino por el que, en el nuevo milenio que está a punto de comenzar, la presencia cristiana podrá ser cada vez más influyente y persuasiva en nuestra Roma, tan amada. Los ambientes de trabajo son, en algunos casos, los lugares en donde la secularización parece haber avanzado más, y hablar en ellos de Dios y de Jesucristo puede resultar difícil y casi fuera de lugar. Pero, en realidad, Dios jamás es un extraño; Cristo nunca es un extraño. El Hijo eterno de Dios, que «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre y amó con corazón de hombre» (Gaudium et spes GS 22), es y seguirá siendo, dondequiera que esté en juego nuestra humanidad, el único Redentor del hombre. Recuerdo que hace veinte años, precisamente en este tiempo de Cuaresma, promulgué mi encíclica Redemptor hominis.
Por consiguiente, al comenzar con confianza la misión en los ambientes, todos deben tomar mayor conciencia de que se trata de una labor a largo plazo. Es parte integrante e indispensable de la nueva evangelización, que se irá enraizando y desarrollando cada vez más en la pastoral de la comunidad diocesana.
6. Queridos sacerdotes, el impulso a la misión nace del fuego del amor que el Señor ha encendido en nuestro corazón, con el don de su Espíritu Santo, y se expresa, en primer lugar, con el lenguaje concreto del amor. Así pues, la misión ciudadana, en este último año de preparación para el jubileo, que está dedicado a Dios Padre y en el que destaca la virtud teologal de la caridad (cf. Tertio millennio adveniente TMA 50-51), deberá poner especial atención en la «evangelización de los pobres» (cf. Mt Mt 11,5), haciendo que sus condiciones de vida sean menos tristes y precarias.
48 En vuestro ministerio pastoral, constatáis cómo van aumentando el desempleo y la pobreza en nuestra ciudad. Por eso, resulta cada vez más necesario descubrir nuevas posibilidades y caminos para que Roma, basándose en su misión espiritual y civil y valorando el patrimonio de humanidad, cultura y fe, acumulado a lo largo de los siglos, pueda promover su desarrollo social y económico, también con vistas al bien de toda la nación italiana y del mundo (cf. Carta a todos los trabajadores, profesionales y artesanos de la ciudad de Roma, n. 8). La caridad de Cristo nos impulsa, pues, a estar presentes y a proponer iniciativas en todos los ambientes donde se prepara concretamente el futuro de nuestra ciudad. Amadísimos sacerdotes y diáconos, conozco vuestro compromiso diario, los trabajos y dificultades que debéis afrontar a menudo. Deseo aseguraros que estoy constantemente cerca de vosotros, con el afecto y la oración. La Virgen María, ejemplo perfecto de amor a Dios y al prójimo, os sostenga a cada uno en el camino y obtenga a todos la disponibilidad plena a la llamada del Señor que ella supo tener en el momento de la Anunciación y luego al pie de la cruz (cf. Tertio millennio adveniente TMA 54).
Con estos sentimientos, os imparto de corazón a todos una especial bendición, que extiendo de buen grado a vuestras parroquias y a cuantos encontréis durante la misión ciudadana.
La última parroquia que he visitado ha sido la de San Fulgencio; y la próxima será la de San Ramón Nonato. Al final de agosto se celebra la memoria litúrgica de san Ramón Nonato; ahora voy a visitar la parroquia dedicada a él en Roma.
Excelencias;
queridos amigos:
Os doy afectuosamente la bienvenida esta mañana a vosotros, miembros del comité organizador del foro internacional «Belén 2000». Saludo en particular al embajador Ibra Deguène Ka, representante permanente de Senegal ante las Naciones Unidas y presidente del Comité, y al señor Kieran Prendergast, subsecretario general para asuntos políticos y representante del secretario general de las Naciones Unidas.
La ciudad de Belén suscita recuerdos que se remontan a la figura del rey David, en la historia del antiguo Israel (cf. 1S 16,13). Pero es el nacimiento de Jesucristo, el Hijo de David, el que da a Belén su lugar único en la mente y en el corazón del mundo. El evangelio de san Lucas narra que en el nacimiento de Jesús los ángeles cantaron himnos de paz en la tierra a todos los hombres de buena voluntad (cf. Lc Lc 2,14). Y aunque desde entonces la historia de Belén ha estado marcada a menudo por la violencia, la ciudad constituye aún una promesa de paz y una garantía de que la esperanza humana de paz no es vana.
El gran jubileo, que celebrará el segundo milenio del nacimiento de Jesús en Belén, nos invita a mirar con esperanza a un mundo donde la paz sea segura. Todos debemos trabajar por un futuro en el que la paz no sufra amenazas por parte de los adoradores del único Dios, sean cristianos, judíos o musulmanes. En particular, debemos confiar en que es posible construir la paz en Oriente Medio. La promesa de paz hecha en Belén se hará realidad cuando se reconozcan y respeten la dignidad y los derechos de los seres humanos, creados a imagen de Dios (cf. Gn Gn 1,26).
Ojalá que el trabajo de vuestro Comité ayude a garantizar que el lugar del nacimiento del Aquel «que apacienta al pueblo de Dios» (cf. Mt Mt 2,6) recuerde a los hombres, en todas partes, que la paz es un don de Dios de lo alto.
Que las bendiciones del Señor os asistan en este noble esfuerzo.
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Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Me alegra daros una afectuosa bienvenida a todos los que habéis venido a Roma para celebrar el congreso anual de la Unión nacional italiana de transporte de enfermos a Lourdes y santuarios internacionales (UNITALSI). Saludo en particular a monseñor Alessandro Plotti, arzobispo de Pisa y vuestro presidente, y le agradezco las cordiales palabras con que, en nombre de todos, ha expresado sentimientos de devoción y afecto, y ha presentado tanto los ideales y los propósitos de esta asociación, como los objetivos de la reunión anual. Saludo, asimismo, al asistente eclesiástico nacional, a los dirigentes y a cuantos participan en las actividades organizadas por vuestra asociación.
Deseo manifestaros mi satisfacción por la benéfica y solícita labor que realizáis con discreción y generosidad en beneficio de cuantos sufren en el cuerpo y en el espíritu. Les dais un particular testimonio de caridad, brindándoles la posibilidad de vivir la profunda experiencia de la peregrinación a diversos santuarios y lugares consagrados a la santísima Virgen, y sosteniéndolos en la fe y la esperanza, cuando el sufrimiento invade su vida.
La red de animación y asistencia, articulada en las diversas diócesis italianas, testimonia la generosidad de numerosos sacerdotes, médicos, enfermeros, damas de caridad, camilleros, acompañantes y voluntarios que, reproduciendo en el mundo de hoy la imagen del buen samaritano, se preocupan por el aspecto material y espiritual de los enfermos.
2. Amadísimos hermanos y hermanas, vuestro congreso anual está dedicado a la reflexión sobre el «espíritu unitalsiano» en relación con las transformaciones y los desafíos de la sociedad actual, que se desarrolla y cambia rápidamente. Esas transformaciones exigen la búsqueda prudente de respuestas adecuadas que, fundándose constantemente en el ideal evangélico de la caridad, sepan orientar y dar nuevo impulso a las actividades nacionales de la Unión. Sin embargo, la confrontación con las problemáticas de la sociedad actual y el esfuerzo por lograr una oportuna actualización de vuestras estructuras no deben llevaros a renunciar a las exigencias y al espíritu que han determinado el nacimiento y el admirable desarrollo de la UNITALSI.
Cambian las estructuras y la organización, pero no pueden cambiar el espíritu y el carisma de servicio unitalsiano; y, sobre todo, su centro vital de irradiación debe seguir siendo la caridad, sin la cual vuestra obra perdería su sentido (cf. 1Co 13). El amor fraterno y diligente, alimentado diariamente por la oración, se manifiesta al poner a los enfermos como centro de todos los esfuerzos: en ellos se refleja el rostro del Crucificado, y en sus sufrimientos es posible reconocer el signo misterioso del Padre para la salvación del mundo.
3. Mientras toda la Iglesia ya se acerca a la cita del gran jubileo, estáis llamados a acompañar la peregrinación de cuantos, probados en el cuerpo y en el espíritu, representan en el mundo un anuncio de redención y salvación. En el gran itinerario del pueblo de Dios, los peregrinos del dolor y del sufrimiento son una alegoría de la humanidad que busca sobre todo a Cristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). A vosotros, como «humildes servidores de los enfermos» (cf. Estatuto), se os ha encomendado la tarea de sostenerlos en las dificultades y ayudarles a transformar sus sufrimientos en presencia arcana de salvación.
Ojalá que todo lo que sugiera el Espíritu durante este congreso se transforme en orientación eficaz para vuestra solicitud, y suscite un renovado compromiso en el servicio de caridad, con el que todo cristiano está llamado a revelar la ternura paterna de Dios.
Os guíe y acompañe María, peregrina solícita hacia la casa de Isabel, donde, con sus atenciones, se convirtió en un medio para que su prima descubriera el designio del Padre.
Con estos deseos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.
Discursos 1999 42