Discursos 1999 143

143 4. En este momento tan denso de fe y esperanza, deseo indicaros algunos caminos para realizar esta empresa tan exaltante, no exenta de dificultades, pero sostenida por la fidelidad de Aquel que repite continuamente a sus apóstoles: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Os exhorto, ante todo, a estar unidos cada vez más profundamente a vuestro obispo. La comunión de pensamientos, sentimientos e iniciativas es el mayor don del Señor a su Iglesia, la esencia de la vida de la comunidad cristiana y la meta de toda su misión. Exige al cristiano una respuesta continua de amor, de acogida, de generosidad y de alegría, que constituye la verdadera identidad del discípulo del Señor (cf. Jn Jn 13,35).

En la Iglesia particular, la comunión tiene en el obispo, «como vicario y legado de Cristo» (Lumen gentium LG 27), el principio y fundamento visible (cf. ib., 23), al que todo fiel debe adherirse como al Señor. San Ignacio de Antioquía recuerda las motivaciones profundas de esta característica de la verdadera Iglesia de Cristo con palabras esclarecedoras: «Debéis ser una sola cosa con el pensamiento del obispo, como ya lo sois. En efecto, vuestro colegio presbiteral, digno de su nombre, digno de Dios, está unido al obispo como las cuerdas a la cítara; y de vuestra unidad, de vuestro amor concorde, se eleva un canto a Jesucristo. Pero también vosotros, los laicos, debéis formar un solo coro, cantando en la mayor armonía, para elevar todos un solo himno de alabanza al Padre por medio de Jesucristo; él os escuchará y reconocerá, por vuestras obras, que sois el canto de su Hijo» (Carta a los Ep 3-6).

Formulo votos cordiales para que vuestro compromiso de comunión suscite en la comunidad de Ancona una armonía siempre nueva, capaz de glorificar al Señor y atraer a las almas a Cristo.

5. Os invito asimismo a responder con alegría a la vocación particular que Dios os dirige a cada uno. Con la multiplicidad de vuestros ministerios y carismas, sois el signo del amor imprevisible de Dios, que, «según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia» (Lumen gentium LG 7). El Señor os llama a cada uno de vosotros, en la diversidad de los miembros y de las funciones, a edificar el cuerpo de Cristo.

«Os exhorto (...) a que viváis de una manera digna de la vocación que habéis recibido» (cf. Ef Ep 4,1 Ef Ep 4,11) y de la llamada particular que os ha dirigido el Señor Jesús. Esta exhortación del apóstol san Pablo compromete a todos a responder con generosidad, creatividad y responsabilidad a la vocación recibida, para convertirse en instrumentos eficaces de comunión y dar un testimonio gozoso de fe a los no creyentes, con celo siempre nuevo en el anuncio del Evangelio, tanto a las personas cercanas como a las lejanas. Para ello, es imprescindible un trabajo serio de formación, con vistas a adquirir la preparación necesaria para evangelizar la sociedad y la cultura contemporáneas, a veces lejanas o indiferentes al anuncio del Evangelio.

Acabáis de celebrar el 90° aniversario del seminario regional marquesano, donde se han preparado para el sacerdocio muchos de los pastores de vuestras Iglesias. Al dar gracias al Señor por la labor tenaz e inteligente realizada por los formadores del pasado y del presente, os exhorto a esmeraros para que no falte a esta benemérita institución vuestro constante apoyo material y espiritual. Al mismo tiempo, exhorto a los seminaristas a responder con generosidad a la llamada del Señor y a las expectativas del pueblo de Dios, preparándose con una sólida formación espiritual, teológica, cultural y humana para la gran misión que les espera.

6. Otro camino para el crecimiento y la construcción de la unidad de la comunidad diocesana es la colaboración interparroquial. La parroquia «es como una célula» de la diócesis y constituye su estructura básica, que hay que sostener con todos los medios posibles, como sugieren los planes pastorales elaborados durante los últimos años. «Ofrece un modelo preclaro de apostolado comunitario al congregar en unidad todas las diversidades humanas que en ella se encuentran, insertándolas en la universalidad de la Iglesia» (Apostolicam actuositatem AA 10), y ha de concebirse como un instrumento valiosísimo para realizar la unidad de la Iglesia particular. La colaboración generosa y orgánica entre las parroquias, además de favorecer la comunión eclesial, representa un importante factor de crecimiento para la vida de la comunidad parroquial. En efecto, abriéndose a los problemas de un territorio más vasto, la parroquia descubre la riqueza de los dones del Señor, cultiva la dimensión misionera y educa a los fieles en el sentido de la Iglesia particular y universal.

Queridos agentes pastorales, esforzaos por realizar, tanto en el ámbito parroquial como en el interparroquial, todas las formas posibles de colaboración, para difundir y testimoniar mejor el Evangelio.

7. Amadísimos sacerdotes, religiosos, religiosas y•laicos comprometidos, al término de mi visita a vuestra comunidad, os deseo que la celebración del milenario de la catedral constituya para vuestra archidiócesis y para cada uno de vosotros un momento de gracia especial, en vísperas del gran jubileo. Que os prepare para introducir a vuestra diócesis en un nuevo milenio de fe y esperanza.

María, Madre de la Iglesia y Reina de todos los santos, acreciente en vosotros el amor a vuestra Iglesia y os convierta en levadura evangélica que fermenta la masa.

144 Con estos deseos, invocando a los santos Ciríaco y Leopardo, protectores de vuestra archidiócesis, imparto con viva cordialidad a vuestro pastor, a cada uno de vosotros y a la amada Iglesia de Ancona-Ósimo, una especial bendición apostólica.










A LOS ENFERMOS DEL HOSPITAL REGIONAL


DE ANCONA (ITALIA)


Domingo 30 de mayo de 1999



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegro mucho de poder dirigiros un afectuoso saludo, y ante todo a vosotros, queridos enfermos. Todos los días recuerdo en mi oración especialmente a los enfermos, y sé que muchos de vosotros hacéis lo mismo por el Papa y la Iglesia. El sufrimiento, vivido con fe y amor, se transforma en motivo de profunda unión espiritual, y es una riqueza para todos.

Saludo también cordialmente a los médicos y al personal paramédico, así como a los religiosos y laicos que prestan su servicio diario con gran entrega en este centro sanitario.

He venido a Ancona con ocasión del milenario de la catedral de San Ciríaco. El templo de piedra ha ofrecido la oportunidad de visitar la Iglesia hecha de hombres y mujeres, la comunidad de piedras vivas. Y entre estas piedras vivas estáis vosotros que, afrontando la prueba de la enfermedad con fe y amor, contribuís a edificar el templo espiritual, la Iglesia de Cristo.

2. Queridos enfermos, me siento espiritualmente cercano a cada uno de vosotros, que tenéis un lugar especial en el corazón y en la misión de la Iglesia. Estáis viviendo un momento de prueba, que a veces puede ser difícil de soportar para las pobres fuerzas humanas. Cristo os llama especialmente entonces a uniros a él, para compartir sus sufrimientos y experimentar el poder de su resurrección. Lo dice el apóstol san Pablo (cf. Flp Ph 3,10), que añade: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4,•13).

Sí, amadísimos hermanos, Jesús es nuestra fuerza. Lo es sobre todo cuando la cruz resulta demasiado pesada y, como le sucedió a él, experimentamos miedo y angustia (cf. Mc Mc 14,33). Acordémonos entonces de las palabras que dijo a sus discípulos: «Velad y orad» (Mc 14,38). Velando y orando con él entramos en el misterio de su Pascua: nos da a beber su cáliz, que es cáliz de pasión, pero sobre todo cáliz de amor. El amor de Dios es capaz de transformar el mal en bien, la oscuridad en luz, la muerte en vida.

3. Queridos hermanos, si nos dejamos iluminar por la fe, el hospital, que es lugar de sufrimiento, puede convertirse en templo de misericordia para todos: para quien está internado, para quien trabaja en él, para cuantos vienen a visitar a los enfermos y para toda la comunidad cristiana. Un hospital puede transformarse en una central de misericordia que produce energía vital, fruto del compromiso común de servir a la vida y combatir el mal con el bien.

En este momento, ¡cómo no pensar en las personas que, en zonas donde hay guerra, necesitarían atención médica! Incluso los hospitales sufren las consecuencias del conflicto. La enfermedad más grave es el odio y la violencia del hombre contra su propio hermano, el odio fratricida; es la primera enfermedad del espíritu que debemos combatir. Y la única terapia contra ella es la conversión, el perdón y la reconciliación. Desde este hospital, en el que os veis obligados a vivir, clavados a una cama, a veces durante muchos días, podéis estar cerca de todos vuestros hermanos y hermanas que sufren en las diversas zonas del mundo donde se viola diariamente el derecho a la vida y a la salud. Vuestra condición de enfermos puede convertirse en un puente de solidaridad humana y cristiana: la cruz de Cristo es fuente de paz.

4. ¿Quién puede ayudarnos en este esfuerzo, ciertamente difícil? ¿Quién sino la mujer que está junto a la cruz, la Madre de Jesús y Madre nuestra? A ella, a quien invocamos como «Salud de los enfermos», os encomiendo a cada uno de vosotros, para que pronto podáis quedar curados y, mientras tanto, afrontéis la prueba con la serenidad, que es el gran testimonio de los enfermos.

145 En cuanto a mí, llevaré en mi corazón vuestro recuerdo; y os aseguro mis oraciones, a la vez que os digo de nuevo gracias por el apoyo espiritual que todos me brindáis. Ahora os imparto de corazón a todos la bendición apostólica, extendiéndola a vuestros familiares y a cuantos trabajan diariamente en este gran centro sanitario.








AL FINAL DEL REZO DEL ROSARIO


Lunes 31 de mayo de 1999




Amadísimos hermanos y hermanas:

Con esta sugestiva celebración en los jardines vaticanos concluimos el mes de mayo, que este año se ha dedicado de modo particular a la oración por la paz. La fiesta de la Visitación, que celebramos hoy, nos brinda, al respecto, un punto de meditación muy significativo: nos presenta a la Virgen santísima que, llevando en su seno al Verbo hecho carne, acude a ayudar a su anciana prima, que está a punto de dar a luz. María es el modelo de la Iglesia que, con las obras de misericordia y caridad, trae al mundo la paz de Cristo salvador.

¡Cuántos hijos e hijas de la Iglesia, en estos dos mil años, han testimoniado el amor del Padre celestial en las múltiples fronteras de la solidaridad! Se trata de una especie de gran «visitación», que se extiende al mundo entero, irradiando el misterio de Dios, que se hace prójimo del hombre y sana sus heridas materiales y morales.

Al obrar así, la Iglesia es cada día artífice de paz, con la humilde valentía de María santísima, sierva del Dios de la paz.

Contemplémosla a ella, amadísimos hermanos y hermanas, orando ante esta gruta, que evoca la de Lourdes y los demás lugares en los que se ha realizado una especial «visitación» de la Virgen en la historia. En la visitación de María se manifiesta la paternal solicitud de Dios, que no abandona a su pueblo; al contrario, cuida de los pequeños y los marginados. En su gran misericordia, Dios ha visitado y redimido a su pueblo. He aquí el motivo de todo jubileo, y especialmente del próximo bimilenario de la Encarnación. Encomendemos esta tarde todos nuestros proyectos y nuestras invocaciones a María, Virgen de la visitación y Reina de la paz. Amén.







                                                                                  Junio de 1999




A LA CONFERENCIA EPISCOPAL


DE CAMERÚN EN VISITA «AD LIMINA»


Martes 1 de junio de 1999



Señor cardenal;
queridos hermanos en el episcopado:

146 1. Me alegra particularmente acogeros, obispos de la Iglesia católica en Camerún, mientras realizáis vuestra peregrinación a las tumbas de los Apóstoles, que refuerza cada vez más el vínculo que os une a la Iglesia universal. Recibís así la alegría y la valentía para vivir de modo renovado vuestro ministerio episcopal. La visita ad limina es, asimismo, el momento en que venís a reuniros con el Sucesor de Pedro y sus colaboradores, a fin de encontrar en ellos el apoyo necesario para vuestra misión pastoral.

Agradezco cordialmente al presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor André Wouking, obispo de Bafoussam, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Expresan a grandes rasgos las preocupaciones y las esperanzas actuales de la Iglesia en Camerún.

Por medio de vosotros, me dirijo a los sacerdotes, religiosos, religiosas, catequistas y a todos los fieles de vuestras diócesis. Transmitidles el recuerdo entrañable del Papa y la seguridad de su oración para que crezcan en la fe en Cristo y en la caridad al prójimo. A todos los camerunenses, cuyo espíritu de acogida y generosidad experimenté durante mis dos viajes a vuestro país, transmitidles, además, mi saludo cordial.

2. Durante los últimos años, la Iglesia católica en vuestro país ha dado prueba de una notable vitalidad apostólica, que se ha traducido sobre todo en la creación de varias nuevas diócesis y de una nueva provincia eclesiástica. Saludo particularmente a los obispos que vienen por primera vez a realizar su visita ad limina. En medio del pueblo que se os ha encomendado, sed auténticos servidores de Cristo y de su Iglesia. Conservo un grato recuerdo de mi viaje a Yaundé, con ocasión de la clausura del Sínodo africano, y deseo vivamente que la exhortación apostólica Ecclesia in Africa sea para cada uno de vosotros la carta de su propio compromiso pastoral y misionero.

Hoy las comunidades cristianas necesitan pastores que sean hombres de fe, humildes e intrépidos, capaces de discernir, con una actitud de acogida y diálogo con todos, los signos de la venida del reino de Dios y de trabajar por su difusión. En situaciones humanas a menudo difíciles, marcadas principalmente por la crisis económica y la pobreza de numerosos sectores de la población, deben ser sembradores de esperanza. Con sus palabras claras y verdaderas, sin ningún tipo de trabas, han de ser para los católicos, y también para los hombres de buena voluntad, guías seguros en la búsqueda de la verdad.

Como afirma el concilio Vaticano II, la tarea de enseñar es esencial en la misión episcopal. Los obispos, en comunión con el Romano Pontífice, son «los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo. Ellos predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica, y la iluminan con la luz del Espíritu Santo. Sacando del tesoro de la Revelación lo nuevo y lo viejo, hacen que dé frutos y con su vigilancia alejan los errores que amenazan a su rebaño» (Lumen gentium
LG 25). Al ser verdaderos educadores de los fieles de Cristo, les permitís ahondar su fe, especialmente ayudándoles a no separarla de su vida e inculcándoles un sentido profundo de la oración cristiana. Enseñadles a ponerse fielmente a la escucha del Evangelio, para darle la primacía en su existencia. De este modo, aprenderán a percibir mejor y a evitar las prácticas que están en contradicción con la fe cristiana y que les impiden vivir plenamente la gracia de su bautismo.

3. En la misión de hacer nacer y formar al pueblo de Dios, vuestros sacerdotes desempeñan un papel particular. Los saludo cordialmente y los exhorto a ser siempre y en todas las situaciones ministros creíbles y generosos de Cristo y de su Iglesia, teniendo cuidado de desarrollar incesantemente la comunión con vosotros. En la sociedad actual, la fidelidad a los compromisos asumidos el día de la ordenación encuentra numerosos obstáculos; también son muchas las dificultades que impiden considerar el sacerdocio como un servicio a Dios, a la Iglesia y al mundo. ¡Que vuestros sacerdotes no se desalienten! Que encuentren en vosotros hermanos atentos a sus dificultades y dispuestos a acogerlos, darles confianza, ayudarles en el discernimiento evangélico y sostenerlos de verdad en sus esfuerzos por lograr una mayor santidad de vida, que es la forma más eminente de testimonio entre los fieles.

A cada uno de vuestros sacerdotes les reafirmo con fuerza la urgencia de progresar en una vida espiritual sólida y marcada profundamente por un dinamismo misionero que los haga crecer en su configuración con Cristo y participar en su caridad pastoral. Recuerden que «el contenido esencial de la caridad pastoral es la entrega total de sí mismo, la entrega total a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen» (Pastores dabo vobis PDV 23).

Los sacerdotes deben expresar esta entrega total de sí mismos particularmente mediante el celibato, que es una gracia del Señor que todos deben esforzarse por vivir. En efecto, la práctica de la continencia perfecta y perpetua por el Reino «es signo y al mismo tiempo estímulo de la caridad pastoral y fuente privilegiada de fecundidad espiritual en el mundo» (Presbyterorum ordinis PO 16). Delante de los hombres, es también un testimonio de su consagración total a la misión que se les ha encomendado y un signo vivo del mundo futuro ya presente por la fe y la caridad (cf. ib.).

Invito a cada uno de vuestros sacerdotes a dar a la formación permanente el lugar privilegiado que le corresponde en su existencia sacerdotal. Es una exigencia fundamental, en cualquier edad y en cualquier condición de vida, para mantener su ser y su obrar según el espíritu de Cristo, buen Pastor. Dado que incluye las dimensiones humana, intelectual, espiritual y pastoral de la existencia, es una ayuda valiosa para lograr y sostener la unidad interior de los sacerdotes. Los animo también a colaborar entre sí y a encontrar, cuando sea necesario, formas de vida común y de participación, gracias a las cuales puedan profundizar la fraternidad sacerdotal, que es una expresión de la unidad del presbiterio en torno a su obispo.

Me consta que prestáis atención a las vocaciones sacerdotales y a la formación básica de los futuros pastores de vuestras diócesis. En los seminarios, la formación humana, intelectual y pastoral de los candidatos al sacerdocio constituye un fundamento importante y necesario de la preparación para el ministerio. Sin embargo, es sumamente importante desarrollar una formación espiritual que los introduzca en la comunión profunda con Cristo; con actitud de confianza filial en el Padre y de obediencia al Espíritu, permanecerán firmemente unidos a la Iglesia y fieles a su ministerio. Ojalá que los formadores, a quienes agradezco su servicio generoso, se preocupen siempre por preparar pastores sólidos desde el punto de vista humano y espiritual.

147 4. Es apreciable la participación de los religiosos y las religiosas en la vida de la Iglesia en vuestro país. Junto con vosotros, doy gracias al Señor por las generaciones de hombres y mujeres, procedentes de otros continentes, que han llevado el evangelio de Cristo a vuestra tierra y que desde hace más de un siglo contribuyen con valentía y desinterés, a costa de grandes sacrificios, al establecimiento de una Iglesia autóctona. Hoy, su presencia manifiesta la universalidad de la Iglesia y es una llamada a la coparticipación de los recursos humanos entre las Iglesias particulares. Los apoyo en su servicio pastoral a vuestras comunidades y en su celo por toda la población, particularmente con sus obras de asistencia sanitaria y social, así como con su actividad de educación y promoción humana, que son signos del amor de Dios a los más necesitados. Deseo de igual modo que los institutos de vida consagrada fundados en vuestras regiones se desarrollen plenamente y sean, a su vez, misioneros más allá de las fronteras de su país.

Por otra parte, para expresar el pleno arraigo del Evangelio, es de desear que la vida contemplativa, ya presente en algunas de vuestras diócesis, se difunda más ampliamente, dando un testimonio único del amor de la Iglesia al Señor y contribuyendo con una misteriosa fecundidad apostólica al crecimiento del pueblo de Dios (cf. Vita consecrata
VC 8).

5. Para que la Iglesia pueda implantarse y desarrollarse, los catequistas desempeñan un papel decisivo en la comunidad cristiana. Les agradezco vivamente su compromiso misionero, asumido en condiciones a menudo difíciles. Una preparación doctrinal y pedagógica profunda, una constante renovación espiritual y apostólica, y la necesidad de procurarles condiciones dignas de vida, son exigencias que deben estar entre las preocupaciones principales de los obispos y de los sacerdotes que los acompañan (cf. Redemptoris missio RMi 73). En efecto, dentro de las comunidades, tienen la responsabilidad de ser testigos auténticos del Evangelio con una vida personal y familiar ejemplar, que dará mayor fuerza a su enseñanza. A cada uno de ellos le deseo que tome cada vez mayor conciencia de las exigencias de su vocación y de la confianza que la Iglesia tiene puesta en él, para el bien de la comunidad cristiana.

6. El compromiso de los laicos en la vida de la Iglesia y de la sociedad es una dimensión esencial de su vocación bautismal. El misterio de comunión que une a los cristianos entre sí y con su Señor los compromete a edificar comunidades unidas, donde cada uno tenga su lugar, sin distinción de origen ni de situación social; comunidades abiertas y generosas, que acepten compartir con todos las gracias recibidas. En efecto, «la dignidad cristiana, fuente de la igualdad de todos los miembros de la Iglesia, garantiza y promueve el espíritu de comunión y de fraternidad y, al mismo tiempo, se convierte en el secreto y la fuerza del dinamismo apostólico y misionero de los fieles laicos» (Christifideles laici CL 17). Así, podrá crecer la Iglesia, familia de Dios.

Por lo demás, los laicos tienen la misión de manifestar su fe en la vida social y en el servicio a la colectividad. Gracias a su influencia y su compromiso, contribuyen a transformar las mentalidades y las estructuras, para que sean más fieles a los designios de Dios sobre la familia humana. Con esta finalidad, han de recibir una formación que les ayude a llevar una vida cristiana armoniosa y a vivir las implicaciones sociales del Evangelio. Una iniciación seria en la doctrina social de la Iglesia les permitirá dar una contribución eficaz al desarrollo solidario de la nación, al que todos pueden asociarse y en el que todos pueden participar activamente. La búsqueda del bien común implica también el deber de luchar con vigor contra todas las formas de corrupción, despilfarro o malversación de lo que pertenece a toda la colectividad en beneficio de unos pocos.

7. La educación de los jóvenes debería ser la preocupación principal de todos. En efecto, como observó el concilio Vaticano II, «la verdadera educación persigue la formación de la persona humana en orden a su fin último y, al mismo tiempo, al bien de las sociedades, de las que el hombre es miembro y en cuyas obligaciones participará una vez llegado a adulto» (Gravissimum educationis GE 1). Como parte de su misión, la Iglesia debe hacer que la educación moral y religiosa sea accesible a todos los que la deseen. Por eso, las escuelas católicas desempeñan un papel especial. A pesar de las dificultades que afrontan hoy en vuestro país, están llamadas a cumplir su misión con un espíritu de apertura a todos, sin distinción de origen, condición social o religión. Otra consideración importante es la formación humana, cultural y religiosa de los educadores, ya que esta formación asegurará que se transmitan los valores. El testimonio de vida de cada uno es de por sí un elemento esencial de la verdad que enseñan las escuelas católicas.

8. En la sociedad contemporánea, el matrimonio y la familia son objeto de amenazas que tienden a destruirlos o por lo menos a deformarlos, poniendo así en peligro el equilibrio mismo de la sociedad. Por esta razón, es urgente reforzar una catequesis que ponga de relieve la grandeza y la dignidad del amor conyugal en el designio de Dios, así como las exigencias que derivan de él. Los fieles deben tomar cada vez mayor conciencia de que, con el sacramento del matrimonio, reciben una gracia particular destinada a perfeccionar su amor y fortificar la unidad y la indisolubilidad del matrimonio. Por esta gracia, cuya fuente es Cristo, se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal mediante la acogida y la educación de los hijos (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1641).

Me alegra el testimonio de fidelidad y dinamismo que da un gran número de hogares cristianos felices, convirtiéndose así, en su ambiente, en ejemplos vivos de familias unidas, abiertas a los demás y solidarias en medio de las dificultades. Por eso, junto con vuestros sacerdotes y con los animadores de la pastoral familiar de vuestras diócesis, os exhorto a proseguir vigorosamente el esfuerzo que habéis realizado para ayudar a los cristianos, particularmente a los jóvenes, a que acepten los valores de la vida matrimonial y familiar, así como para acompañarlos en su preparación al matrimonio cristiano y, después, en su vida de esposos y padres. Por otra parte, toda la comunidad eclesial tiene la responsabilidad de promover la evangelización de la familia, llamada a ser cada vez más una comunidad de vida y amor, «reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa» (Familiaris consortio FC 17).

9. Vuestras diócesis ya han realizado importantes esfuerzos para inculturar la fe cristiana, principalmente en los campos de la liturgia y la catequesis. La manera de vivir la fe está impregnada siempre de la cultura de su propio ambiente. También puede afirmarse que «el desafío de la inculturación en África es hacer que los discípulos de Cristo puedan asimilar cada vez mejor el mensaje evangélico, permaneciendo fieles a todos los valores africanos auténticos» (Ecclesia in Africa ). Esta tarea es un deber diario que hay que cumplir con perseverancia, para lograr que todos acojan el Evangelio en lo más íntimo de su ser y dejen que produzca frutos abundantes.

Camerún es una tierra de encuentro, en la que hay diferentes culturas. El anuncio del Evangelio a cada una de ellas exige también que los cristianos estén dispuestos a llevarles la verdad revelada por Dios mediante su Hijo, que vino para compartir nuestra humanidad. Eso no impide que las culturas conserven su identidad propia, y tampoco crea divisiones en su seno, puesto que la fe cristiana favorece en ellas lo que está abierto a la acogida de la verdad plena. Asimismo, invita a respetar su diversidad, viendo en ellas un signo de la abundancia de los dones que Dios ha dado a cada pueblo.

Desde este punto de vista, la realización de una auténtica pastoral del mundo de la cultura es decisiva para el anuncio del Evangelio en la sociedad. En una época que experimenta frecuentemente la pérdida del sentido de los valores morales y la inquietud ante el futuro, la Iglesia tiene la misión de manifestar la fecundidad de la fe en la evolución de las culturas. En particular, esforzaos por anunciar el Evangelio en los ambientes culturales, universitarios e intelectuales de vuestro país, a fin de que en ellos pueda ser una fuente de renovación y crecimiento espiritual para el bien de todos.

148 10. En la carta apostólica Tertio millennio adveniente, expresé el deseo de que el tercer año de preparación para el gran jubileo del año 2000, dedicado a Dios Padre, permita una profundización del diálogo interreligioso, según las orientaciones de la declaración conciliar Nostra aetate (cf. n. 53). En vuestro país, las relaciones con las demás tradiciones religiosas son generalmente pacíficas. Conviene, pues, aprovechar este tiempo favorable para que entre los católicos y los que no comparten su fe, particularmente los creyentes del islam, crezca un espíritu realmente fraterno y respetuoso, que les permita trabajar juntos al servicio del desarrollo integral y de la justicia. Ojalá que este espíritu de convivencia anime también las relaciones con los seguidores de la religión tradicional africana. En efecto, «la luz de Cristo trae una vida nueva y abre el corazón de las personas. Animados por el amor que viene de Dios, los cristianos tratan a todos sus hermanos y hermanas con auténtica estima y amistad» (Discurso en Yaundé, 15 de septiembre de 1995, n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de septiembre de 1995, p. 8). Con este espíritu, resulta más evidente aún que el reconocimiento efectivo por parte de todos del derecho a la libertad religiosa, que es el fundamento de los demás derechos de la persona humana, no puede menos de favorecer la construcción de una nación solidaria y fraterna, y contribuir al mantenimiento de la paz y la concordia entre todas las comunidades que la componen.

11. Queridos hermanos en el episcopado, al término de este encuentro, deseo vivamente invitar a los jóvenes camerunenses a no desalentarse ante el futuro, recordándoles la exhortación que he dirigido frecuentemente a los jóvenes de África: preocupaos del desarrollo de vuestra nación, amad la cultura de vuestro pueblo y trabajad para vivificarla, siendo fieles a vuestra herencia cultural, perfeccionando vuestro espíritu científico y técnico, y sobre todo dando testimonio de vuestra fe cristiana (cf. Ecclesia in Africa ). Y vosotros, adultos, ayudadles a ocupar su lugar en la vida de la nación y de la Iglesia.

Ahora que se acerca la celebración del gran jubileo del año 2000, exhorto a todos los fieles de Camerún, unidos a sus obispos en la fe y en la caridad, a hacer que este tiempo de gracia sea un tiempo de intensa renovación espiritual y de vigoroso compromiso misionero, para que el amor de Dios Padre, manifestado en su Hijo Jesús, en la comunión del Espíritu Santo, se anuncie a toda la humanidad.

Encomiendo a cada una de vuestras diócesis y a toda vuestra nación a la intercesión de la Virgen María, Madre de Cristo y Madre de los hombres, para que os guíe por los caminos que conducen a su Hijo divino. De todo corazón os imparto la bendición apostólica, que extiendo a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a los catequistas y a todos los fieles laicos de vuestras diócesis.









MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


AL CONGRESO INTERNACIONAL


DE MOVIMIENTOS ECLESIALES


CELEBRADO EN ESPIRA (ALEMANIA)




Amadísimos hermanos y hermanas:

1. El amor de Dios Padre, la gracia de nuestro Señor Jesucristo y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros.

Con estas palabras os saludo a todos vosotros, que participáis en el Congreso internacional de los movimientos y de las nuevas comunidades eclesiales, que se está celebrando en Espira. Dirijo un saludo particular a monseñor Anton Schlembach, que os ha acogido generosamente en su diócesis, a su eminencia el cardenal Miloslav Vlk, y a los demás obispos y sacerdotes, amigos de los movimientos, que os acompañan durante estos días. Saludo cordialmente también a los promotores del congreso: Chiara Lubich, Andrea Riccardi y Salvador Martínez.

Habéis querido reuniros, los representantes de diversos movimientos y nuevas comunidades, un año después del encuentro organizado por el Consejo pontificio para los laicos en la plaza de San Pedro, en la vigilia de Pentecostés de 1998. Aquel acontecimiento fue un gran don para toda la Iglesia. En un clima de ferviente oración, pudimos experimentar la presencia del Espíritu Santo. Una presencia palpable gracias al «testimonio común» de profunda armonía y unidad, que los movimientos supieron dar, respetando la diversidad de cada uno. Fue una significativa epifanía de la Iglesia, rica en carismas y dones, que el Espíritu no cesa de otorgar.

2. Sabéis bien que todo don del Señor interpela nuestra responsabilidad, y no puede menos de transformarse en compromiso para una tarea que hay que realizar fielmente. Por otra parte, ésta es precisamente la motivación fundamental del Congreso de Espira. Escuchando lo que el Espíritu dice a las Iglesias (cf. Ap Ap 2,7) en vísperas del gran jubileo de la Redención, queréis asumir directamente, y junto con los demás movimientos, la responsabilidad del don recibido aquel 30 de mayo de 1998. La semilla, esparcida abundantemente, no puede perderse; al contrario, debe producir fruto dentro de vuestras comunidades, en las parroquias y en las diócesis. Es hermoso y da alegría ver cómo los movimientos y las nuevas comunidades sienten la exigencia de convergir en la comunión eclesial, y se esfuerzan con gestos concretos por comunicarse los dones recibidos, sostenerse en las dificultades y cooperar para afrontar juntos los desafíos de la nueva evangelización. Éstos son signos elocuentes de madurez eclesial, que espero caracterice cada vez más a todos los componentes y organismos de la comunidad eclesial.

3. Durante estos años he podido constatar cuán importantes son los frutos de conversión, de renovación espiritual y de santidad que los movimientos producen en la vida de las Iglesias particulares. Gracias al dinamismo de estas nuevas asociaciones eclesiales, muchos cristianos han redescubierto la vocación arraigada en el bautismo y se han dedicado con extraordinaria generosidad a la misión evangelizadora de la Iglesia. A gran número de ellos les han brindado la ocasión de redescubrir el valor de la oración, a la vez que la palabra de Dios se ha convertido en su pan de cada día y la Eucaristía en el centro de su existencia.

En la encíclica Redemptoris missio recordé, como novedad surgida en numerosas Iglesias en tiempos recientes, el gran desarrollo de los «movimientos eclesiales», dotados de dinamismo misionero: «Cuando se integran con humildad en la vida de las Iglesias locales -escribí- y son acogidos cordialmente por obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales, los movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha. Por tanto, recomiendo difundirlos y valerse de ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida cristiana y a la evangelización, con una visión pluralista de los modos de asociarse y de expresarse» (n. 72).


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