B. Juan Pablo II Homilías 155

155 Este es precisamente, según me parece, el tema central de la liturgia de este domingo, en la que Jesús, pan de vida, se nos presenta como único y verdadero significado de la existencia humana.

1. En nuestro tiempo, por desgracia, el racionalismo científico y la estructura de la sociedad industrial, caracterizada por la ley férrea de la producción y del consumo. han creado una mentalidad cerrada dentro de un horizonte de valores temporales y terrenos, que quitan a la vida del hombre todo significado trascendente.

El ateísmo teórico y práctico que serpea ampliamente; la aceptación de una moral evolucionista desvinculada totalmente do los principios sólidos y universales de la ley moral natural y revelada, pero vinculada a las costumbres siempre variables de la historia; la insistente exaltación del hombre como autor autónomo del propio destino y, en el extremo opuesto, su deprimente humillación al rango de pasión inútil, de error cósmico, de peregrino absurdo de la nada en un universo desconocido y engañoso, han hecho perder a muchos el significado de la vida y han empujado a los más débiles y a los más sensibles hacia evasiones funestas y trágicas.

El hombre tiene necesidad extrema de saber si merece la pena nacer, vivir, luchar, sufrir y morir, si tiene valor comprometerse por algún ideal superior a los intereses materiales y contingentes, si, en una palabra, hay un "porqué" que justifique su existencia.

Esta es, pues, la cuestión esencial: dar un sentido al hombre, a sus opciones, a su vida, a su historia.

2. Jesús tiene la respuesta a estos interrogantes nuestros; El puede resolver la "cuestión del sentido" de la vida y de la historia del hombre. Aquí está la lección fundamental de la liturgia de hoy. A la muchedumbre que le ha seguido, desgraciadamente sólo por motivos de interés material, al haber sido saciada gratuitamente con la multiplicación milagrosa de los panes y de los peces, Jesús dice con seriedad y autoridad: "Procuraos no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna, el que el Hijo del hombre os da" (
Jn 6,27).

Dios se ha encarnado para iluminar, más aún, para ser el significado de la vida del hombre. Es necesario creer esto con profunda y gozosa convicción; es necesario vivirlo con constancia y coherencia; es necesario anunciar y testimoniar esto, a pesar de las tribulaciones de los tiempos y de las ideologías adversas, casi siempre tan insinuantes y perturbadoras.

Y, ¿de qué modo es Jesús el significado de la existencia del hombre? El mismo lo explica con claridad consoladora: "Mi Padre os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que bajó del cielo y da la vida al mundo... Yo soy el pan de vida; el que viene a mí, ya no tendrá más hambre y el que cree en mí, jamás tendrá sed" (Jn 6,32-35). Jesús habla simbólicamente, evocando el gran milagro del maná dado por Dios al pueblo judío en la travesía del desierto. Es claro que Jesús no elimina la preocupación normal y la búsqueda del alimento cotidiano y de todo lo que puede hacer que la vida humana progrese más, se desarrolle más y sea más satisfactoria. Pero la vida pasa indefectiblemente. Jesús hace presente que el verdadero significado de nuestro existir terreno está en la eternidad, y que toda la historia humana con sus dramas y alegrías debe ser contemplada en perspectiva eterna.

También nosotros, como el pueblo de Israel, vivimos sobre la tierra la experiencia del Éxodo; la "tierra prometida" es el cielo. Dios, que no abandonó a su pueblo en el desierto, tampoco abandona al hombre en su peregrinación terrena. Le ha dado un "pan" capaz de sustentarlo a lo largo del camino: el "pan" es Cristo. El es ante todo la comida del alma con la verdad revelada y después con su misma Persona presente en el sacramento de la Eucaristía.

¡El hombre tiene necesidad de la trascendencia! ¡El hombre tiene necesidad de la presencia de Dios en su historia cotidiana! ¡Sólo así puede encontrar el sentido de la vida! Pues bien, Jesús continúa diciendo a todos: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6); "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida" (Jn 8,12); "Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré" (Mt 11,28).

3. La reflexión ahora recae sobre cada uno de nosotros. En efecto, depende de nosotros captar el significado que Cristo ha venido a ofrecer a la existencia humana y "encarnarlo" en nuestra vida. Depende del interés de todos "encarnar" este significado en la historia humana. ¡Gran responsabilidad y sublime dignidad! Es necesario, para este fin, un testimonio coherente y valiente de la propia fe. San Pablo, escribiendo a los Efesios, traza, en este sentido, un programa concreto de vida:

156 — es necesario, ante todo, abandonar !a Mentalidad mundana y pagana: "Os digo, pues. y testifico en el Señor que no os portéis como se conducen los gentiles, en la unidad de su mente";

— después, es necesario cambiar la mentalidad mundana y terrestre en la mentalidad de Cristo; "Dejando, pues. vuestra antigua conducta, despojaos del hombre viejo, viciado por las concupiscencias seductoras";

— finalmente, es necesario aceptar todo el mensaje de Cristo, sin reducciones de comodidad, y vivir según su ejemplo: 'Renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas" (
Ep 4,17 Ep 4,20-24).

Queridísimos, como veis, se trata de un programa muy comprometido, bajo ciertos aspectos podría decirse, desde luego, heroico; sin embargo, debemos presentarlo a nosotros y a los demás en su integridad, contando con la acción de la gracia, que puede dar a cada uno la generosidad de aceptar la responsabilidad de las propias acciones en perspectiva eterna y para el bien de la sociedad.

Id, pues, adelante con confianza y con interés generoso, buscando cada día nuevo impulso y alegría en la devoción a Jesús Eucarístico y en la confianza en María Santísima.

Me complace concluir citándoos un pensamiento de mi venerado predecesor Pablo VI de quien mañana celebramos el primer aniversario de su piadoso tránsito: "Ante el arreciar de intereses contrastantes, dañosos para el auténtico bien del hombre, hay que proclamar de nuevo bien alto las formidables palabras del Evangelio que son las únicas que han dado luz y paz a los hombres en análogas convulsiones de la historia" (Discurso a los cardenales, 21 de junio de 1976; cf. Pablo VI, Enseñanzas al Pueblo de Dios, pág. 292).

Así, pues, queridísimos hijos, con la luz y con la paz que nos vienen de estas palabras eternas, nosotros continuemos serenamente nuestro camino.

(El Papa, al final de su homilía, hizo este comentario)

A las reflexiones hechas y a las palabras de Pablo VI yo quisiera añadir una palabra mía especial dirigida a todos vosotros. He deseado mucho este encuentro. He deseado reunirme con vosotros en torno a la Eucaristía porque la Eucaristía es un punto del universo en el cual es siempre posible encontrarse con todo lo que somos. Es un punto en el que podemos encontramos con profunda sinceridad porque nos reunimos en torno a Quien nos conoce y nos ama. Por eso me siento agradecido a vuestro asistente, a vuestros sacerdotes que me han ofrecido la posibilidad de este encuentro eucarístico con vosotros en plena y profunda sinceridad. En torno a Cristo que nos conoce y nos ama a todos. Expresando esta alegría y esta gratitud a vosotros que participáis en esta comunión eucarística, expreso también una gran esperanza: espero que este banquete eucarístico, esta celebración, esta participación, esta comunión, sea fructuosa. Solamente en comunión con Cristo cada uno de nosotros puede encontrarse a sí mismo.
* * *


(Después de la misa los jóvenes ofrecieron al Papa una representación mímica)

157 Si no me equivoco, Aristóteles decía que el arte escénico, dramático, posee una fuerza especial. El la llamaba catarsis, es decir, purificación, curación interior. Me ha venido a la mente esta idea contemplando vuestra representación: no sé cómo decirlo: no era ciertamente un drama, una tragedia en el sentido clásico; pero era una síntesis que toca la sensibilidad contemporánea, nuestra sensibilidad y que crea en nosotros, así simplemente, sin ninguna palabra, una catarsis, una purificación. Se veía que esta representación, casi escénica, procedía de una experiencia profunda y calladamente vivida; sólo con gestos lo decía todo. Quizás hay que referirse a esta fuerza de catarsis para los que tienen necesidad de la misma, para aquellos que nos están cercanos, para aquellos en favor de los cuales trabaja vuestra comunidad. Es hermoso que la llaméis solidaridad, centro de solidaridad. Es necesaria la solidaridad con cada uno de los hombres, sin excepción, especialmente con quien tiene más necesidad: solidaridad con su misma humanidad cuando ésta se encuentra en peligro, se encuentra amenazada, como lo hemos visto en este espectáculo. Cristo nos ha enseñado esta solidaridad diciéndonos que cuando somos solidarios con un hombre que se encuentra en grandísimo peligro, somos solidarios con El mismo. No os digo ahora nada más, sólo quiero desearos que este centro de solidaridad sea eficaz, que se haga presente en Roma y en cualquier sitio donde encuentre contemporáneos; especialmente los jóvenes tienen necesidad de una tal solidaridad. Por eso he rezado por vosotros celebrando la Eucaristía, y por eso he ofrecido a Cristo toda vuestra buena voluntad, todos los esfuerzos que habéis hecho hasta ahora para crear un centro y favorecer la difusión de esta solidaridad. Se ve que nuestro tiempo, nuestra época de gran progreso, tiene mucha necesidad de solidaridad con cada uno de los hombres, especialmente con cada uno de los jóvenes que se encuentre en peligro. No digo más. Gracias.



FUNERAL DEL CARDENAL ALFREDO OTTAVIANI


Basílica de San Pedro

Lunes 6 de agosto de 1979



Ecce sacerdos magnus, qui in diebus suis placuit Deo et inventus est iustus (cf. Sir 44, 16-17): Son éstas las primeras palabras que espontáneamente me vienen a los labios en el momento en que ofrecemos a Dios el sacrificio eucarístico y nos disponemos a dar el último adiós al venerado hermano cardenal Alfredo Ottaviani. Realmente ha sido un gran sacerdote, insigne por su religiosa piedad, ejemplarmente fiel en el servicio a la Santa Iglesia y a la Sede Apostólica, solícito en el ministerio y en la práctica de la caridad cristiana. Y ha sido al mismo tiempo un sacerdote romano, es decir, adornado de ese espíritu típico, quizá no fácil de definir, que quien ha nacido en Roma —como él nació diez años antes de finalizar el siglo XIX— posee como en herencia y que se manifiesta en una adhesión especial a Pedro y a la fe de Pedro e incluso en una exquisita sensibilidad por lo que es y hace y debe hacer la Iglesia de Pedro.

Por esto, he hablado de "fidelidad ejemplar", y ahora que él ha muerto, después de una larga y laboriosa jornada terrena, resulta más fácil reconocer esta fidelidad como característica constante de toda su vida. Realmente la suya fue una fidelidad a toda prueba; sin intentar recorrer las fases de su actividad en los diversos ministerios a los que le llamaron su gran talento y la confianza de los Sumos Pontífices, él se distinguió siempre por esta cualidad moral, cualidad singular, cualidad que quiere decir coherencia, dedicación, obediencia. Como Sustituto de la Secretaría de Estado y luego Asesor, Pro-Secretario, Pro-Prefecto y Prefecto de la entonces Congregación del Santo Oficio; como prelado. obispo y cardenal. demostró poseer esta cualidad como divisa que le caracterizaba y le identificaba ante los ojos de cuantos —y eran muchos, tanto dentro como fuera de Roma— lo conocían y estimaban. Siendo responsable del dicasterio al que institucionalmente está delegada le tutela del sagrado patrimonio de la fe y de la moral católica. manifestó esta misma virtud con un comportamiento de atención perspicaz, en la convicción, objetivamente fundada y en él cada vez más madura por la experiencia de las cosas y de los hombres, de que la rectitudo fidei, esto es, la ortodoxia, es patrimonio irrenunciable y condición primaria para la rectitudo morum u ortopraxis. Su elevado sentido jurídico, que ya en edad juvenil le había convertido en maestro aplaudido y escuchado por muchas generaciones de sacerdotes, lo sostuvo en el trabajo tenaz que desarrolló en defensa de la fe.

Siempre disponible, siempre pronto a servir a la Iglesia, él captó también en las reformas el signo providencial de los tiempos, de manera que supo y quiso colaborar con mis predecesores Juan XXIII y Pablo VI, como ya lo había hecho con Pío XII, e incluso antes con Pío XI. Su existencia se ha gastado literalmente por el bien de la Iglesia santa de Dios. Nuestro hermano fue en todo y siempre homo Dei, ad omne opus bonum instructus (2Tm 3,17); y esto sí, esto es una referencia de orden esencial, esto es un parámetro válido para encuadrar bien la fisonomía espiritual y moral.

Fue además un hombre de gran corazón sacerdotal: son muchos todavía los que lo recuerdan en su ministerio cotidiano en medio de los muchachos y de los jóvenes del Oratorio de San Pedro, que lo tuvieron —junto con otros sacerdotes y prelados romanos no olvidados— como amigo y hermano, y mejor diría, como padre, solícito y afectuoso. Esta presencia suya no era una evasión para superar la fatiga tediosa de los papeles de oficina y de los compromisos burocráticos, sino una exigencia que brotaba espontánea, intencionada y generosa de un programa sacerdotal: era un servicio que le exigía su vocación.

Había nacido pobre en el barrio popular del Trastévere, y a este origen hay que atribuir su tierno amor y su solicitud preferencial por los pobres, por los pequeños y por los huérfanos. Y ahora precisamente son estas almas inocentes las que —al lado de tantos sacerdotes y laicos que recibieron del cardenal Ottaviani la luz de la sabiduría, la lección de la sencillez, la medicina de la misericordia— interceden por él ante el altar del Señor, para que se le acelere el premio destinado al "siervo bueno y fiel" (cf. Mt Mt 25,21).

Por singular coincidencia, este rito fúnebre se desarrolla a la misma hora en que, hace exactamente un año, estaba para dejar este mundo mí amado predecesor Pablo VI. Y me complace evocar con vosotros la voz robusta y emocionada del cardenal que, el 21 de junio de 1965, anunció públicamente la elevación al Pontificado del cardenal Giovanni Battista Montini. En el tono mismo de sus palabras, que, por lo demás, repetían la acostumbrada fórmula latina del Habemus Papam, se traslucía la satisfacción del antiguo maestro que veía exaltado a un colega y amigo, tan digno de estima, que abriría en la Iglesia y para la Iglesia una época intensa, prometedora. Uno y otro, en sus respectivas situaciones de responsabilidad, con la obvia diferencia de su propia personalidad, han terminado ahora ya el ciclo de la existencia terrena, para entrar definitivamente —como todos deseamos y pedimos— en ese Reino en el que los había introducido en esperanza su ardiente e intrépida fe.

A uno y a otro conceda ahora el Señor el descanso en su luz, en su paz. Amén.

SANTA MISA PARA LAS CLARISAS DE ALBANO



Monasterio de las Clarisas, Albano

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Martes 14 de agosto de 1979



Queridísimas hermanas en el Señor:

Siento gran alegría y viva emoción al celebrar la santa Misa aquí, con vosotras y para vosotras, que vivís vuestra existencia contemplativa precisamente aquí, cerca de mi residencia veraniega.

Entre todas las personas a quienes el Papa ama y se acerca, vosotras sois ciertamente las más apreciadas, porque el Vicario de Cristo tiene suma necesidad vuestra ayuda espiritual y cuenta sobre todo con vosotras que, por vocación divina, habéis escogido "la mejor parte" (Lc 10,42), esto es: el silencio, la oración, la contemplación, el amor exclusivo a Dios.

Vosotras no habéis abandonado el mundo para no tener sus preocupaciones, para no interesaros por los problemas afligen a la humanidad; al contrario, vosotras los lleváis todos en el corazón acompañáis a la humanidad en el atormentado escenario de la historia con vuestra oración y con vuestro anhelo de perfección y salvación.

Por esta presencia vuestra, oculta pero auténtica, en la sociedad y mucho más en la Iglesia, también yo miro con confianza vuestras manos juntas y confío al ardor de vuestra caridad la misión apremiante del Supremo Pontificado.

Me complace meditar con vosotras las enseñanzas y los pensamientos que la liturgia de hoy hace brotar de la Palabra de Dios que hemos escuchado ahora mismo en el santo Evangelio.

1. Jesús nos recuerda ante todo la realidad consoladora del reino de los cielos.

La pregunta que los Apóstoles dirigen a Jesús es muy sintomática: "¿Quién será el más grande en el reino de los cielos?"

Se ve que habían discutido entre ellos sobre cuestiones de precedencia, de carrera, de méritos, con una mentalidad todavía terrena e interesada: querían saber quién sería el primero en ese reino del que hablaba siempre el Maestro.

Jesús aprovecha la ocasión para purificar el concepto erróneo que tienen los Apóstoles y para llevarlos al contenido auténtico de su mensaje: el reino de los cielos es la verdad salvífica que El ha revelado; es la "gracia", o sea, la vida de Dios que El ha traído a la humanidad con la encarnación y la redención; es la Iglesia, su Cuerpo místico, el Pueblo de Dios que le ama y le sigue; es, finalmente, la gloria eterna del Paraíso, a la que toda la humanidad está llamada.

159 Jesús, al hablar del reino de los cielos, quiere enseñarnos que la existencia humana sólo tiene valor en la perspectiva de la verdad, de la gracia y de la gloria futura. Todo debe ser aceptado y vivido con amor y por amor en la realidad escatológica que El ha revelado: "Vended vuestros bienes y dadlos en limosna; haceos bolsas que no se gastan, un tesoro inagotable en los cielos..." (Lc 12,33). "Tened ceñidos vuestros lomos y encendidas las lámparas" (Lc 12,35).

2. Jesús nos enseña el modo justo para entrar en el reino de los cielos.

Cuenta el evangelista San Mateo que "Jesús llamando a sí a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de éstos, ése será el más grande en el reino de los cielos" (Mt 18,2-4).

Esta es la respuesta desconcertante de Jesús: ¡la condición indispensable para entrar en el reino de los cielos es hacerse pequeños y humildes como niños!

Está claro que Jesús no quiere obligar al cristiano a permanecer en una situación de infantilismo perpetuo, de ignorancia satisfecha, de insensibilidad ante la problemática de los tiempos. Al contrario. Pero pone al niño como modelo para entrar en el reino de los cielos non el valor simbólico que el niño encierra en sí:

— ante todo, el niño es inocente, y el primer requisito para entrar en el reino de los cielos es la vida de "gracia", es decir, la inocencia conservada o recuperada, la exclusión de pecado, que siempre es un acto de orgullo y de egoísmo;

— en segundo lugar, el niño vivé de fe y de confianza en sus padres y se abandona con disposición total a quienes le guían y le aman. Así el cristiano debe ser humilde y abandonarse con total confianza a Cristo y a la Iglesia. El gran peligro, el gran enemigo es siempre el orgullo, y Jesús insiste en la virtud de la humildad, porque ante el Infinito no se puede menos de ser humildes; la humildad es verdad y es, además, signo de inteligencia y fuente de serenidad;

— finalmente, el niño se contenta con las pequeñas cosas que bastan para hacerle feliz: un pequeño éxito, una buena nota merecida, una alabanza recibida le hacen exultar de alegría.

Para entrar en el reino de los cielos es preciso tener sentimientos grandes, inmensos, universales; pero es necesario saberse contentar con las pequeñas cosas, con las obligaciones mandadas por la obediencia, con la voluntad de Dios tal como se manifiesta en el instante que huye, con las alegrías cotidianas que ofrece la Providencia; es necesario hacer de cada trabajo, aunque oculto y modesto, una obra maestra de amor y perfección.

¡Es necesario convertirse a la pequeñez para entrar en el reino de los cielos! Recordemos !a intuición genial de Santa Teresa de Lisieux, cuando meditó el versículo de la Sagrada Escritura: "El que es simple, venga acá" (Pr 9,4). Descubrió que el sentido de la "pequeñez" era como un ascensor que la llevaría más de prisa y más fácilmente a la cumbre de la santidad: «¡Tus brazos, oh Jesús, son el ascensor que me debe elevar hasta el cielo! Por esto no tengo necesidad en absoluto de hacerme grande; más bien es necesario que permanezca pequeña, que lo sea cada vez más» (Historia de un alma, Manuscrito C, cap. X).

3. Finalmente, Jesús nos infunde el anhelo del reino de los cielos.

160 "¿Qué os parece? —dice Jesús—. Si uno tiene cien ovejas y se le extravía una, ¿no dejará en el monte las noventa y nueve e irá en busca de la extraviada? Y si logra hallarla, cierto que se alegrará por ella más que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Así no es voluntad de vuestro Padre, que está en los cielos, que se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos" (Mt 18,12-14).

Son palabras dramáticas y consoladoras al mismo tiempo: Dios ha creado al hombre para hacerle partícipe de su gloria y de su. felicidad infinita; y por esto le ha querido inteligente y libre, "a su imagen y semejanza". Desgraciadamente asistimos con angustia a la corrupción moral que devasta a la humanidad, despreciando especialmente a los pequeños, de quienes habla Jesús.

¿Qué debemos hacer? Imitar al Buen Pastor y afanarnos sin tregua por la salvación de las almas. Sin olvidar la caridad material y la justicia social, debemos estar convencidos de que la caridad más sublime es la espiritual, o sea, el interés por la salvación de las almas.

Y las almas se salvan con la oración y el sacrificio. ¡Esta es la misión de la Iglesia!

¡Especialmente vosotras, monjas y almas consagradas, debéis sentiros como Abraham sobre el monte, para implorar misericordia y salvación de la bondad infinita del Altísimo! Que sea vuestra alegría saber que muchas almas se salvan precisamente por vuestra propiciación.

Queridísimas hermanas, en la suave y mística atmósfera de esta vigilia de la solemnidad de la Asunción de María Santísima al cielo. os confío a todas a sus cuidados maternos y concluyo con las palabras que Pablo VI, de venerada memoria, decía al comienzo de su pontificado: "La Virgen se nos presenta hoy más que nunca con su luz desde lo alto, Maestra de vida cristiana. Nos dice: vivid bien también vosotros; y sabed que el mismo destino que fue anticipado para mí en la hora que terminó mi camino temporal, lo será también a su tiempo pura vosotros... La Madre celeste está allá arriba, nos ve y nos espera con su mirada llena de ternura... Precisamente sus ojos dulcísimos nos contemplan amorosamente y nos animan con afecto materna" (Discurso del 15 de agosto de 1963).







SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD

DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA


Iglesia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo

Miércoles 15 de agosto de 1979

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1. Estamos en el umbral de la casa de Zacarías, en la localidad de Ain-Karin. María llega a esta casa, llevando en sí el misterio gozoso. El misterio de un Dios que se ha hecho hombre en su seno. María llega a Isabel, persona que le es muy cercana, a quien le une un misterio análogo; llega para compartir con ella la propia alegría.

En el umbral de la casa de Zacarías le espera una bendición, que es la continuación de lo que ha oído de los labios de Gabriel: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre... Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor" (
Lc 1,42-45).

Y en ese instante, desde lo profundo de la intimidad de María, desde lo profundo de su silencio, brota ese cántico que expresa toda la verdad del gran Misterio. Es el cántico que anuncia la historia de la salvación y manifiesta el corazón de la Madre: "Mi alma engrandece al Señor..." (Lc 1,46).

2. Hoy no nos encontramos ya en el umbral de la casa de Zacarías en Ain-Karin. Nos encontramos en el umbral de la eternidad. La vida de la Madre de Cristo ahora ya ha terminado sobre la tierra. En Ella debe cumplirse esa ley que el Apóstol Pablo proclama en su Carta a los Corintios: la ley de la muerte vencida por la resurrección de Cristo. En realidad, "Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen... Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados. Pero cada uno en su propio rango" (1Co 15, 20, 22-25). En este rango María es la primera. En efecto, ¿quién "pertenece a Cristo" más que Ella?

Y he aquí que en el momento en que se cumple en Ella la ley de la muerte, vencida por la resurrección de su Hijo, brota de nuevo del corazón de María el cántico, que es cántico de salvación y de gracia: el cántico de la asunción al cielo. La Iglesia pone de nuevo en boca de la Asunta, Madre de Dios, el "Magníficat".

3. ¡En esta nueva verdad resuenan las siguientes palabras que un día pronunció María durante la visita a Isabel!:

"Exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador...

Porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso" (Lc 1,47-49).

Las ha hecho desde el principio. Desde el momento de su concepción en el seno de su madre, Ana, cuando, habiéndola elegido como Madre del propio Hijo, la ha liberado del yugo de la herencia del pecado original. Y luego, a lo largo de los años de la infancia cuando la ha llamado totalmente para sí, a su servicio, como la Esposa del Cantar de los Cantares. Y después: a través de la Anunciación, en Nazaret, y a través de la noche de Belén, y a través de los treinta años de la vida oculta en la casa de Nazaret. Y sucesivamente, mediante las experiencias de los años de enseñanza de su Hijo Cristo y mediante los horribles sufrimientos de la cruz y la aurora de la resurrección...

En realidad "ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es Santo" (Lc 1,49).

En este instante se cumple el último acto en la dimensión terrestre, acto que es, al mismo tiempo, el primero en la dimensión celeste. En el seno de la eternidad.

María glorifica a Dios, consciente de que a causa de su gracia la habían de glorificar todas las generaciones, porque "su misericordia se derrama de generación en generación" (Lc 1,50),

4. También nosotros, queridísimos hermanos y hermanas, alabamos juntos a Dios por todo lo que ha hecho por la humilde Esclava del Señor. Le glorificamos, le damos gracias. Reavivamos nuestra confianza y nuestra esperanza, inspirándonos en esta maravillosa fiesta mariana.

En las palabras del "Magníficat" se manifiesta todo el corazón de nuestra Madre. Son hoy su testamento espiritual. Cada uno de nosotros debe mirar, en cierto modo con los ojos de María, la propia vida, la historia del hombre. A este propósito son muy hermosas las palabras de San Ambrosio, que me complazco en repetiros hoy: "Esté en cada uno el alma de María para engrandecer al Señor, esté en cada uno el espíritu de María para exultar en Dios; si, según la carne, es una sola la Madre de Cristo, según la fe, todas las almas engendran a Cristo: en efecto, cada una acoge en sí al Verbo de Dios" (Exp. ev. sec. Lucam II, 26).

162 Y además, queridas hermanas y hermanos, ¿acaso no deberemos repetir también nosotros como María: ha hecho cosas grandes en mí? Porque lo que ha hecho en Ella, lo ha hecho para nosotros y, por lo tanto, también lo ha hecho en nosotros. Por nosotros se ha hecho hombre, nos ha traído la gracia y la verdad. Hace de nosotros hijos de Dios y herederos del cielo.

Las palabras de María nos dan una nueva visión de la vida. Visión de una fe perseverante y coherente. Fe que es la luz de la vida cotidiana. De esos días a veces tranquilos, pero frecuentemente tempestuosos y difíciles. Fe que, finalmente, ilumina las tinieblas de la muerte de cada uno de nosotros.

Sea esta mirada sobre la vida y la muerte el fruto de la fiesta de la Asunción.

5. Me siento feliz de poder vivir junto con vosotros, en Castelgandolfo, esta fiesta, hablando de la alegría de María y proclamando su gloria a todos a quienes les resulta querido y familiar el nombre de la Madre de Dios y de los hombres.

SANTA MISA PARA EL OPUS DEI


Castelgandolfo

Domingo 19 de agosto de 1979



Queridísimos jóvenes universitarios y profesores del "Opus Dei":

Habéis querido encontraros con el Papa en torno a la Mesa Eucarística, mientras os halláis en Roma, provenientes de diversos Ateneos de Italia, para participar en cursos de actualización doctrinal y de formación espiritual. Y os agradezco este testimonio de fe y amor a la Eucaristía y al Papa, Vicario de Cristo en la tierra.

Vuestra institución tiene como finalidad la santificación de la vida permaneciendo en el mundo, en el propio puesto de trabajo y de profesión: vivir el Evangelio en el mundo, viviendo ciertamente inmersos en el mundo, pero para transformarlo y redimirlo con el propio amor a Cristo. Realmente es un gran ideal el vuestro, que desde los comienzos se ha anticipado a esa teología del laicado, que caracterizó después a la Iglesia del Concilio y del postconcilio.

En efecto, este es el mensaje y la espiritualidad del "Opus Dei": vivir unidos a Dios en el mundo, en cualquier situación, tratando de mejorarse a sí mismos con la ayuda de la gracia y dando a conocer a Jesucristo con el testimonio de la vida.

Y ¿qué hay más bello y más entusiasmante que este ideal? Vosotros, insertos y mezclados en esta humanidad alegre y dolorosa, queréis amarla, iluminarla, salvarla: ¡benditos seáis y siempre animosos en este vuestro intento!

163 Os saludo desde lo más íntimo de mi corazón, recordando la profunda y conmovedora exhortación que San Pablo escribía a los Efesios: "Llenaos del Espíritu, hablando entre vosotros con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todas las cosas a Dios Padre en nombre de nuestro Señor Jesucristo" (Ep 5,19-20).

Nosotros precisamente queremos entretenernos aquí, en oración con Cristo, en Cristo y por Cristo: queremos gozar de la alegría que proviene de la verdad; queremos alabar juntos al Señor, que en el inmenso misterio de su amor no sólo ha querido encarnarse, sino que ha querido permanecer con nosotros en la Eucaristía. Efectivamente, la liturgia de hoy está toda centrada en este supremo misterio, y el mismo Jesús es el Maestro divino que nos enseña cómo debemos entender y vivir este sublime e incomparable sacramento.

1. Ante todo, Jesús afirma que la Eucaristía es una realidad misteriosa, pero auténtica.

Jesús, en la Sinagoga de Cafarnaún, afirma claramente: "Yo soy el pan bajado del cielo... El pan que yo daré es mi carne, vida del mundo... Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida... Este es el pan bajado del cielo; no como el pan que comieron los padres y murieron" (cf. Jn Jn Jn 6).

Jesús dice precisamente: "carne" y "sangre", "comer" y "beber", aun sabiendo que chocaba con la sensibilidad y la mentalidad de los judíos. Es decir, Jesús habla de su Persona real, toda entera, no simbólica, y hace entender que la suya es una ofrenda "sacrificial", que se realizará por vez primera en la "Ultima Cena", anticipando místicamente el sacrificio de la cruz, y será transmitido a todos los siglos mediante la Santa Misa. Es un misterio de fe, ante el cual no podernos más que arrodillarnos en adoración, en silencio, en admiración.

La Imitación de Cristo nos pone en guardia ante la investigación curiosa e inútil, que incluso puede ser peligrosa, de este sacramento insondable: Qui scrutator est maiestatis, opprimetur a gloria" (Libro IV, cap. XVIII, 1).

Pablo VI, de venerada memoria, en el "Credo del Pueblo de Dios", haciendo una síntesis de la doctrina específica del Concilio de Trento y de su Encíclica Mysterium fidei, dijo: «En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia del vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino, que percibimos con nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la Santa Iglesia conveniente y propiamente "transustanciación" »(Insegnamenti di Paulo VI, vol. VI, 1968, pág. 508).

Todos los Padres de la Iglesia han afirmado siempre la realidad de la Presencia divina; recordemos sólo al filósofo Justino que, en la "Apología" exhorta a la adoración humilde y gozosa: «Terminadas las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo: ¡Amén! "Amén" en hebreo quiere decir "así sea"... Porque no tomamos estas cosas como pan común y bebida ordinaria, sino que, a la manera que Jesucristo, nuestro Salvador hecho carne por virtud de la Palabra de Dios, tuvo carne y sangre por nuestra salvación; así se nos ha enseñado que por virtud de la oración ,al Verbo que de Dios procede, el alimento sobre el que fue dicha la acción de gracias —alimento de que, por transformación, se nutren nuestra sangre y nuestra carne— es la carne y la sangre de Aquel mismo Jesús encarnado» (Primera Apología, 65-67).

Por tanto os digo: sed adoradores convencidos de la Eucaristía, con pleno respeto de las normas litúrgicas, con seriedad devota y consciente, que nada quita a la familiaridad y a la ternura.

2. Jesús afirma luego que la Eucaristía es una realidad salvífica:

Jesús, continuando su discurso sobre el "Pan de vida", añade: "Si alguno come de este pan, vivirá para siempre... Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros... El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día".

164 En este contexto Jesús habla de "vida eterna", de "resurrección gloriosa", del "último día". ¡No es que Jesús olvide o desprecie la vida terrena; todo lo contrario! Jesús mismo habla de los talentos que cada uno debe negociar y se complace en las obras de los hombres para la liberación progresiva de las diversas esclavitudes y opresiones y para el mejoramiento de la existencia humana. Pero no es necesario caer en el equívoco de la inmanencia histórica y terrena; es necesario pasar a través de la historia para alcanzar la vida eterna y gloriosa: paso fatigoso, difícil, ambiguo, porque debe ser meritorio. Jesús, pues, está vivo, presente en nuestro camino cotidiano, para ayudarnos a realizar nuestro verdadero destino, inmortal y feliz.

¡Sin Cristo es inevitable extraviarse, confundirse, incluso desesperarse! Lo había intuido con claridad lúcida Dante Alighieri, hombre de mundo y de fe, genio de la poesía y experto en teología, cuando en la paráfrasis del "Padre nuestro", rezado por las almas del Purgatorio, enseñó que en el áspero desierto de la vida, sin la unión íntima con Jesús, "maná" del Nuevo Testamento; "Pan bajado del cielo", el hombre que quiere seguir adelante sólo con sus fuerzas, en realidad va hacia atrás:

"Danos hoy el maná de cada día / sin el cual por este áspero desierto / va hacia atrás quien más en caminar se afana". (Purgatorio, XI, 13-15).

Sólo mediante la Eucaristía es posible vivir las virtudes heroicas del cristianismo: la caridad hasta el perdón de los enemigos, hasta el amor a quien nos hace sufrir, hasta el don de la propia vida por el prójimo; la castidad en cualquier edad y situación de la vida; la paciencia, especialmente en el dolor y cuando se está desconcertado por el silencio de Dios en los dramas de la historia o de la misma existencia propia. ¡Por esto, sed siempre almas eucarísticas, para poder ser cristianos auténticos!

3. Finalmente, Jesús afirma además que la Eucaristía debe ser una realidad transformante.

Es la afirmación más impresionante y comprometida: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí". ¡Palabras serias! ¡Palabras exigentes! La Eucaristía es una transformación, un compromiso de vida: "¡Ya no vivo yo —decía San Pablo—, es Cristo quien vive en mil" ¡Es Cristo crucificado! (
Ga 2 Ga 20 1Co 2,2). Recibir la Eucaristía significa transformarse en Cristo, permanecer en El, vivir para El! El cristiano, en el fondo, debe tener una sola preocupación y una sola ambición: vivir para Cristo, tratando de imitarlo . en la obediencia suprema al Padre, en la aceptación de la vida y de la historia, en. la total dedicación a la caridad, en la bondad comprensiva y sin embargo austera. Por esto, la Eucaristía se convierte en programa de vida.

Queridísimos:

Al finalizar esta meditación, os confío a María Santísima: Ella, que durante 33 años pudo gozar de la presencia visible de Jesús y trató a su divino Hijo con el máximo cuidado y delicadeza, os acompañe siempre a la Eucaristía: os dé sus mismos sentimientos de adoración y de amor.

Después de este místico y fraterno encuentro, volved a vuestro trabajo con propósito renovado de vivir intensamente vuestra espiritualidad:

— sed en todas partes irradiadores de luz con la total y convencida ortodoxia de la doctrina cristiana y católica, con humildad pero con valentía, en la perfecta competencia de vuestra profesión;

— sed portadores de paz, con vuestro amor para con todos, hecho de comprensión, de respeto, de sensibilidad, de paciencia, pensando que cada hombre lleva en sí un dolor y un misterio;

165 — finalmente, sed sembradores de alegría con vuestra caridad concreta y vuestro sereno abandono en la Providencia, recordando lo que afablemente dijo Juan Pablo I, de venerada memoria: "Sabemos que Dios tiene siempre los ojos fijos sobre nosotros, también cuando nos parezca que es de noche" (10 de septiembre de 1978).

Os acompañe mi paterna y propicia bendición apostólica.

B. Juan Pablo II Homilías 155