B. Juan Pablo II Homilías 11


VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN FRANCISCO JAVIER


Domingo 3 de diciembre de 1978



Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Me encuentro aquí hoy para visitar vuestra parroquia dedicada a San Francisco Javier; lo hago con gran emoción e íntima alegría. Esta es mi primera visita a una parroquia en la diócesis de Roma, que Cristo me ha confiado, mediante la elección para Obispo de Roma, acaecida el 16 de octubre como consecuencia de la votación de los cardenales reunidos en Cónclave.

12 Al tomar posesión de la basílica de San Juan de Letrán, catedral del obispo de esta ciudad, dije que en aquel momento entraba, en cierto modo, en todas las parroquias de la diócesis de Roma. Naturalmente, esta entrada en las parroquias de Roma, durante las ceremonias de Letrán el 12 de noviembre, era más bien intencional. Las visitas efectivas a las parroquias romanas deben hacerse gradualmente y a su debido tiempo. Espero que todos lo comprendan y sepan ser indulgentes conmigo, en consideración a la ingente mole de obligaciones anejas a mi ministerio.

Es para mí una gran alegría poder visitar como primera parroquia romana, precisamente la vuestra, a la que me une un recuerdo particular. Efectivamente, en los años de la última postguerra, siendo estudiante en Roma, casi todos los domingos venía precisamente a la Garbatella, para ayudar en el servicio pastoral. Todavía están vivos en mi memoria algunos momentos de aquella época, aunque en el curso de más de treinta años, me parece que las cosas han cambiado aquí enormemente.

2. Roma entera ha cambiado. Entonces aquí había unos pocos caseríos. Hoy nos encontramos en el centro de un gran barrio habitado. Ahora ya los edificios ocupan todo el terreno del campo suburbano. Ellos mismos hablan de la gente que los habita.

Vosotros, queridos parroquianos, sois estos habitantes. Formáis el vecindario de Roma y, a la vez, una determinada comunidad del Pueblo de Dios.

Precisamente la parroquia es esta comunidad. Lo es y lo viene a ser siempre a través del Evangelio, la Palabra de Dios, que se anuncia aquí con toda regularidad, y también por el hecho de que se vive aquí la vida sacramental.

Al venir hoy entre vosotros, en el nombre de Cristo, pienso sobre todo en lo que el mismo Cristo os transmite por medio de sus sacerdotes, vuestros Pastores. Pero no sólo por medio de ellos. Pienso en cuanto Cristo obra por medio de todos vosotros.

3. ¿A quiénes va de modo particular mi pensamiento y a quiénes me dirijo?

Me dirijo a todas las familias que viven en esta comunidad parroquial y que constituyen una parte de la Iglesia de Roma.

Para visitar las parroquias, como parte de la Iglesia-diócesis, es necesario reunir a todas las "iglesias domésticas", esto es, a todas las familias; de hecho, así llamaban a las familias los Padres de la Iglesia. "Haced de vuestra casa una iglesia", recomendaba a sus fieles en un sermón San Juan Crisóstomo. Y al día siguiente repetía: "Cuando ayer os dije: haced de vuestra casa una iglesia, prorrumpisteis en aclamaciones de júbilo y manifestasteis de manera elocuente cuánta alegría inundó vuestra alma al escuchar estas palabras" (In Genesim Ser. VI, 2; VII, 1; ss.; cf. también Lumen gentium
LG 11 Apostolicam actuositatem AA 11). Por eso, al encontrarme hoy entre vosotros, delante de este altar, como Obispo de Roma, me traslado en espíritu a todas las fa­milias. Ciertamente, muchas están aquí presentes: les dirijo mi saludo cordial; pero busco a todas con el pensamiento y con el corazón.

Digo a todos los esposos y padres, jóvenes y mayores: Daos las manos como hicisteis el día de vuestra boda, al recibir gozosamente el sacramento del matrimonio. Imaginaos que vuestro Obispo os pide hoy otra vez el consentimiento, y que vosotros pronunciáis, como entonces, las palabras de la promesa matrimonial, el juramento de vuestro matrimonio.

¿Sabéis por qué os lo recuerdo? Porque de la observancia de estos compromisos depende la "iglesia doméstica", la calidad y santidad de la familia, la educación de vuestros hijos. Todo esto Cristo os lo ha confiado, queridos esposos, el día en que, mediante el ministerio del sacerdote, unió para siempre vuestras vidas, en el momento en que pronunciasteis las palabras que no debéis olvidar jamás: "hasta la muerte". Si las recordáis, si las observáis, mis queridos hermanos y hermanas, también sois apóstoles de Cristo y contribuís a la obra de la salvación (cf. Lumen gentium LG 35,41 Gaudium et spes GS 52).

13 4. Ahora mi pensamiento va también a vosotros, niños, a vosotros, jóvenes.

El Papa tiene una predilección especial por vosotros porque no sólo representáis, sino que sois el porvenir de la Iglesia y, por lo tanto, el porvenir de vuestra parroquia.

Sed profundamente amigos de Jesús y llevad a la familia, a la escuela, al barrio, el ejemplo de vuestra vida cristiana, límpida y alegre.

Sed siempre jóvenes cristianos, verdaderos testigos de la doctrina de Cristo. Más aún, sed portadores de Cristo en esta sociedad perturbada, hoy más que nunca necesitada de El. Anunciad a todos con vuestra vida que sólo Cristo es la verdadera salvación de la humanidad.

5. Además, me dirijo, en esta visita, a los enfermos, a los que sufren, a las personas que se encuentran en soledad, abandonadas, que necesitan comprensión, sonrisa, ayuda, solidaridad de los hermanos.

En este momento va también mi pensamiento a todos los moradores —enfermos, médicos, personal de asistencia, capellanes, hermanas— del gran hospital que se encuentra dentro de los límites de esta parroquia, el Centro Traumatológico Ortopédico.

A todos mi estímulo más afectuoso y la seguridad de mi oración.

6. Ahora que hemos abrazado con el pensamiento y el corazón a toda vuestra comunidad, quiero ocuparme de quienes en ella, de modo particular, se han entregado a Cristo.

Quiero manifestar un aprecio especial a las religiosas que viven y trabajan en esta populosa parroquia: las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, que se dedican al cuidado de los pequeños y de los pobres; las Hermanas Esclavas del Santuario, que están consagradas al apostolado de la escuela; las Hermanas Discípulas de Jesús Eucarístico, que unen a la adoración continua a Jesús Eucaristía la tarea de la educación de los muchachos; las Clarisas Capuchinas, que desde hace cuatrocientos años oran y se ofrecen por la Iglesia y por el mundo, en el silencio y en la pobreza.

¡Gracias, gracias, queridas hermanas! ¡Vuestro Esposo Jesús os recompensará el bien que hacéis! Continuad sirviendo al Señor "con alegría" y con generosa e intensa constancia.

7. Las últimas palabras os las dirijo a vosotros, queridos hermanos sacerdotes, a usted, querido párroco, y a todos sus colaboradores. Ya he tenido ocasión de encontrarme con vosotros aparte y reflexionar juntos sobre varios problemas de vuestra parroquia. Os agradezco mucho vuestra colaboración conmigo, con el cardenal Vicario de Roma, con el obispo auxiliar de vuestro sector.

14 Mediante vuestro ministerio Cristo mismo viene y vive en esta comunidad, enseña, santifica, absuelve y, sobre todo, hace un don de todos y de todo al Padre, como dice la tercera Plegaria eucarística.

No os canséis del santo ministerio, no os canséis del trabajo por vuestro Maestro. A través de vosotros llegue a todos la voz del Adviento, que suena tan clara en las palabras del Evangelio: "¡Vigilad!".

8. Vuestra parroquia celebra hoy la fiesta de su titular: San Francisco Javier, apóstol del Extremo Oriente, misionero y patrono de las misiones.

¡Cuánto mereció por esta única causa: llevar el adviento de Cristo a los corazones de quienes lo ignoraban, de aquellos a quienes no había llegado todavía su Evangelio! Vuestra parroquia piensa seguir a su Patrón, y hoy celebra su jornada misionera.

¡Que la Palabra de Dios pueda llegar a todos los confines de la tierra! ¡Que pueda abrirse camino en cada corazón humano!

Esta es la oración que elevo, jun­to con vosotros, por intercesión de San Francisco Javier, yo, vuestro Obispo: ¡Ven, Señor Jesús, Maranatha! Amén.

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA MAYOR


Viernes 8 de diciembre de 1978



1. Mientras cruzo el umbral de la basílica de Santa María la Mayor. por primera vez, como Obispo de Roma, se me presenta ante los ojos el acontecimiento que viví aquí, en este mismo lugar, el 21 de noviembre de 1964. Era la clausura de la III Sesión del Concilio Vaticano II, después de la solemne proclamación de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, que comienza con las palabras Lumen gentium (Luz de las gentes). Ese mismo día el Papa Pablo VI había invitado a los padres conciliares a encontrarse precisamente aquí, en el más venerado templo mariano de Roma, para manifestar el gozo y la gratitud por la obra terminada en aquel día.

La Constitución Lumen gentium es el documento principal del Conci­lio. documento "clave" de la Iglesia de nuestro tiempo, piedra angular de toda la obra de renovación que el Vaticano II emprendió y de la que trazó las directrices.

El último capítulo de esta Cons­titución lleva como título: "La Santísima Virgen María Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia". Pablo VI, hablando aquella mañana en la basílica de San Pedro, con el pensamiento fijo en la importancia de la doctrina expresada en el último capítulo de la Constitución Lumen gentium. llamó por primera vez a María "Madre de la Iglesia". La llamó así de modo solemne, y comenzó a llamarla con este nombre, con este título; pero, sobre todo, a invocarla para que participase como Madre en la vida de la Iglesia, de esta Iglesia que, durante el Concilio, tomó conciencia más profunda de su propia naturaleza y de su propia misión.

Para dar mayor realce a la citada expresión, Pablo VI, junto con los padres conciliares, vino precisamente aquí, a la basílica de Santa María la Mayor, donde desde hace tantos siglos María está rodeada de particular veneración y amor, bajo la advocación de Salus Populi romani.

15 2. También yo vengo aquí, siguiendo las huellas de este gran predecesor, que fue para mí un verdadero padre. Después del solemne acto de la plaza de España, cuya tradición se remonta al 1856, llego aquí secundando la cordial invitación que me hicieron el eminentísimo arcipreste de esta basílica, el cardenal Confalonieri, Decano del Sacro Colegio, y el cabildo entero.

Pero pienso que, juntamente con él, me invitan a venir aquí todos mis predecesores en la Cátedra de San Pedro: el Siervo de Dios Pío XII, el Siervo de Dios Pío IX; todas las generaciones de romanos; todas las generaciones de cristianos y todo el Pueblo de Dios. Parecen decirme: ¡Ve! Honra el gran misterio escondido desde la eternidad en Dios mismo. ¡Ve, y da testimonio de Cristo, Salvador nuestro, Hijo de María! Ve, y anuncia este momento tan especial; el momento que señala en la historia el rumbo nuevo de la salvación del hombre.

Este momento decisivo en la historia de la salvación es precisamente la "Inmaculada Concepción". Dios en su amor eterno eligió desde la eternidad al hombre: lo eligió en su Hijo. Dios eligió al hombre para que pueda alcanzar la plenitud del bien, mediante la participación en su misma vida: Vida divina, a través de la gracia. Lo eligió desde la eternidad, e irreversiblemente. Ni el pecado original, ni toda la historia de culpas personales y de pecados sociales han podido disuadir al Eterno Padre de este plan de amor. No han podido anular la elección de nosotros en el Hijo, Verbo consustancial al Padre. Porque esta elección debía tomar forma en la Encarnación y porque el Hijo de Dios debía hacerse hombre por nuestra salvación; precisamente por eso el Padre Eterno eligió para El, entre los hom­bres, a su Madre. Cada uno de nosotros es hombre por ser concebido y nacer del seno materno. El Padre Eterno eligió el mismo camino para la humanidad de su Hijo Eterno. Eligió a su Madre del pueblo al que, desde siglos, había confiado particularmente sus misterios y promesas. La eligió de la estirpe de David y al mismo tiempo de toda la humanidad. La eligió de estirpe real y a la vez de entre la gente pobre.

La eligió desde el principio, desde el primer momento de su concepción, haciéndola digna de la maternidad divina, a la que sería llamada en el tiempo establecido. La hizo la primera heredera de la santidad de su propio Hijo. La primera entre los redimidos con su Sangre, recibida de Ella, humanamente hablando. La hizo inmaculada en el momento mismo de la concepción.

La Iglesia entera contempla hoy el misterio de la Inmaculada Concepción y se alegra en él. Este es un día singular en el tiempo de Adviento.

3. La Iglesia romana exulta con este misterio y yo, como nuevo Obispo de esta Iglesia, participo por vez primera de tal alegría.

Por eso deseaba tanto venir aquí, a este templo, donde desde hace siglos María es venerada corno Salus Populi romani. Este título, esta advocación, ¿no nos dice, quizá, que la salvación (salus) ha sido herencia singular del Pueblo romano (Populi rornani)? ¿No es ésta, quizá, la salvación que Cristo nos ha traído y que Cristo, El sólo, nos trae constantemente? Y su Madre, que precisamente como Madre, ha sido redimida de modo excepcional "más eminente" (Pablo VI, Credo), por El, su Hijo, ¿no está llamada Ella, quizá —por El, su Hijo—, de modo más explícito, sencillo y poderoso a la vez, a participar en la salvación de los hombres, del Pueblo romano, de toda la humanidad?

María está llamada a llevar a todos al Redentor. A dar testimonio de El, aun sin palabras, sólo con el amor, en el que se manifiesta "la índole de la madre". A acercar incluso a quienes oponen más resistencia, para los que es más difícil creer en el amor; que juzgan al mundo como un gran campo "de lucha de todos contra todos" (como ha dicho uno de los filósofos del pasado). Está llamada para acercar a todos, es decir, a cada uno, a su Hijo. Para revelar el primado del amor en la historia del hombre. Para anunciar la victoria final del amor. ¿Acaso no piensa la Iglesia en esta victoria cuando nos recuerda hoy las palabras del libro del Génesis: "Este (el linaje de la mujer) aplastará la cabeza de la serpiente" (cf. Gén
Gn 3,15)?

4. Salus Populi romani!

El nuevo Obispo de Roma cruza hoy el umbral del templo mariano de la Ciudad Eterna, consciente de la lucha entre el bien y el mal, que invade el corazón de cada hombre, que se desarrolla en la historia de la humanidad y también en el alma del "pueblo romano". He aquí lo que a este respecto nos dice el último Concilio: "Toda la historia humana está invadida por una tremenda lucha contra el poder de las tinieblas que, iniciada desde el principio del mundo, durará hasta el último día, como dice el Señor. Metido en esta batalla el hombre debe luchar sin tregua para adherirse al bien, y no puede conseguir su ínti­ma unidad sino a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de Dios" (Gaudium et spes, 37).

Y por esto el Papa, en los comienzos de su servicio episcopal en la Cátedra de San Pedro en Roma, desea confiar la Iglesia de modo particular a Aquella en quien se ha cumplido la estupenda y total victoria del bien sobre el mal, del amor sobre el odio, de la gracia sobre el pecado; a Aquella de quien dijo Pablo VI que es "inicio del mundo mejor", a la Inmaculada. El Papa confía a la Virgen su propia persona, como siervo de los siervos, y le confía a todos a quienes sirve y a todos los que sirven con él. Le confía la Iglesia romana, como prenda y principio de todas las Iglesias del mundo, en su universal unidad. ¡Se la confía y se la ofrece como propiedad suya!

16 Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia (Soy todo tuyo, y todas mis cosas tuyas son. Sé Tú mi guía en todo).

Con este sencillo y a la vez solemne acto de ofrecimiento, el Obispo de Roma, Juan Pablo II, desea reafirmar una vez más su propio servicio al Pueblo de Dios, que no puede ser otra cosa que la humilde imitación de Cristo y de Aquella que dijo de Sí misma: "He aquí a la sierva del Señor" (
Lc 1,38).

Sea este acto signo de esperanza, como signo de esperanza es el día de la Inmaculada Concepción sobre la perspectiva de todos los días de nuestro Adviento.

Palabras del Papa desde el balcón central de la basílica

Quiero agradecer al cardenal arcipreste de la basílica, Carlo Confalonieri la invitación que me ha hecho, y quiero deciros que me siento conmovido y os agradezco el que hayáis participado en este encuentro, no obstante la lluvia. Pero la lluvia está prevista por la liturgia misma del Adviento: Rorate coeli desuper... Menos mal que la mayoría tenéis paraguas.

Ahora una breve visita al Seminario Lombardo y luego regreso al Vaticano. Hasta la próxima vez. Alabado sea Jesucristo y la Virgen Inmaculada.

VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA DEL VATICANO



Domingo 10 de diciembre de 1978



1. "Vobis... sum Episcopus, vobiscum sum christianus: Para vosotros... soy Obispo, con vosotros soy cristiano". Estas palabras de San Agustín hallaron eco profundo en los textos del Concilio Vaticano II, en su Magisterio. Me vienen a la mente precisamente hoy, mientras visito la parroquia de Santa Ana, parroquia de la Ciudad del Vaticano. En efecto, ésta es mi parroquia. Tengo residencia fija en este territorio, como mis venerados predecesores, y también como vosotros, venerables hermanos cardenales, arzobispos, obispos, sacerdotes, y vosotros, queridos hermanos y hermanas, coparroquianos míos. Aquí, en esta iglesia, puedo repetir de modo muy particular las palabras que S. Agustín dirigía a sus fieles en el aniversario de su ordenación episcopal: "Pero vosotros ayudadme a mí, para que, según el precepto del Apóstol, llevemos los unos las cargas de los otros, y así cumplamos la ley de Cristo (Ga 6,2)... Si me asusta lo que soy para vosotros, me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy Obispo, con vosotros soy cristiano. Aquel nombre expresa un deber, éste, una gracia; aquél indica un peligro, éste, la salvación" (Serm. 340, 1; PL 38, 1483).

Efectivamente, la verdad de que cada uno de nosotros —vosotros, venerables hermanos y queridos hijos, y yo— seamos "cristianos", es el primer manantial de nuestra alegría, de nuestro noble y sereno orgullo, de nuestra unión y comunión.

"¡Cristiano!": ¡Qué significado tan grande tiene esta palabra y qué riqueza contiene! Los discípulos fueron llamados por vez primera cristianos, en Antioquía, como leemos en los Hechos de los Apóstoles, cuando describen los sucesos del período apostólico en aquella ciudad (cf. Hch Ac 11,26). Cristianos son los que han recibido el nombre de Cristo; los que llevan en sí su misterio; los que le pertenecen con su humanidad entera; los que con plena conciencia y libertad "consienten" que El grabe en su ser humano la dignidad de hijos de Dios. ¡Cristianos!

La parroquia es una comunidad de cristianos. Comunidad fundamental.

17 2. Nuestra parroquia vaticana está dedicada a Santa Ana. Como es sabido, fue nuestro predecesor Pío XI, con la Constitución Apostólica Ex Lateranensi pacto de fecha del 30 de mayo de 1929, quien dio una peculiar fisonomía religiosa a la Ciudad del Vaticano: el Obispo Sacristán, cargo que desde 1352 fue confiado por Clemente VI a la Orden de San Agustín, era nombrado Vicario General de la Ciudad del Vaticano; la iglesia de Santa Ana, ya desde hace tiempo encomendada a los solícitos padres agustinos, fue erigida parroquia. Más tarde, Su Santidad Pablo VI, de venerada memoria, con el "Motu proprio" Pontificalis domus, del 28 de marzo de 1968, abolía el título de "Sacristán", dejando, con todo, intacta la función que se conserva con el nombre de "Vicario General de Su Santidad para la Ciudad del Vaticano".

Por tanto, deseo dirigir un paternal y afectuoso saludo a mi Vicario General y a sus inmediatos colaboradores; al párroco, a los celosos padres que tanto se dedican al cuidado de la parroquia y al decoro de las distintas capillas del Vaticano; a los demás religiosos y religiosas que desarrollan su laborioso y meritorio servicio a la Santa Sede; a todos los feligreses, hombres y mujeres, de esta especial comunidad.

Ya desde el comienzo de mi pontificado, tenía mucho deseo de visitar "mi parroquia", como una de las primeras parroquias de la diócesis de Roma. Estoy contento de que esto se realice precisamente en el tiempo de Adviento.

La figura de Santa Ana, en efecto, nos recuerda la casa paterna de María, Madre de Cristo. Allí vino María al mundo, trayendo en Sí el extraordinario misterio de la Inmaculada Concepción. Allí estaba rodeada del amor y la solicitud de sus padres Joaquín y Ana. Allí "aprendía" de su madre precisamente, de Santa Ana, a ser madre. Y, aunque desde el punto de vista humano, Ella hubiese renunciado a la maternidad, el Padre celestial, aceptando su donación total, la gratificó con la maternidad más perfecta y más santa. Cristo, desde lo alto de la cruz, traspasó, en cierto sentido, la maternidad de su Madre al discípulo predilecto, y asimismo la extendió a toda la Iglesia, a todos los hombres. Así, pues, cuando como `"herederos de la promesa" divina (cf. Gál
Ga 4,28 Gál Ga 4,31), nos encontramos en el radio de esta maternidad y cuando sentimos de nuevo su santa profundidad y plenitud, pensamos entonces que fue precisamente Santa Ana la primera que enseñó a María, su Hija, a ser Madre.

"Ana" en hebreo significa "Dios (sujeto sobreentendido) realizó la gracia". Reflexionando sobre este significado del nombre de Santa Ana, exclamaba así San Juan Damasceno: "Ya que debía suceder que la Virgen Madre de Dios naciese de Ana, la naturaleza no se atrevió a preceder al germen de la gracia, sino que quedó sin el propio fruto para que la gracia produjera el suyo. En efecto, debía nacer la primogénita, de la que nacería el Primogénito de toda criatura" (Serm. VI, De nativa B. V. M., 2; ).

Mientras hoy venimos aquí todos nosotros, feligreses de Santa Ana en el Vaticano, dirijamos nuestros corazones a ella y, por medio de ella, a María, Hija y Madre, y repitamos: "Mostra Te esse Matrem / sumat per te preces / qui pro nobis natus / tulli esse tuus: Muestra que eres Madre, reciba por tu medio nuestras súplicas, el que nacido por nosotros, quiso ser tu Hijo".

En el segundo domingo de Adviento estas palabras parecen recobrar un particular significado.

PRIMERA VISITA A LA BASÍLICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS



Domingo 17 de diciembre de 1978



1. Después de la toma de posesión de la basílica de San Juan de Letrán, que es la catedral del Obispo de Roma, después de la emocionante visita a la basílica de Santa María la Mayor en el Esquilino, donde he podido expresar, en los comienzos de mi pontificado, toda mi confianza y completo abandono en manos de María, Madre de la Iglesia, hoy me ha sido dado venir aquí.

La basílica de San Pablo Extramuros —uno de los cuatro templos más importantes de la Ciudad Eterna— evoca pensamientos y sentimientos especiales en el corazón de quien, como Obispo de Roma, ha llegado a ser el Sucesor de San Pedro. La vocación de Pedro —única por voluntad del mismo Cristo— está unida con vínculo singular a la persona de Pablo de Tarso. Ambos, Pedro y Pablo, se encontraron aquí, en Roma, al final de su peregrinar terreno; ambos vinieron aquí para el mismo fin: dar testimonio de Cristo. Ambos sufrieron la muerte aquí por la misma causa y, como cuenta la tradición, el mismo día. Los dos constituyen el fundamento de esta Iglesia que los invoca, recordándolos juntos como sus Patronos. Y aunque Roma sea la Cátedra de Pedro, todos nos damos cuenta de lo profundamente que está inserto Pablo en los comienzos de esta Cátedra, en sus fundamentos: su conversión, su persona, su misión.

El hecho de que San Pedro se haya encontrado en Roma, que haya venido de Jerusalén, a través de Antioquía, que aquí haya cumplido su mandato pastoral, que aquí haya terminado su vida, era expresión de la universalidad del Evangelio, de la cristiandad, de la Iglesia, de la que San Pablo fue heraldo intrépido y decidido desde sus comienzos. En el momento de su conversión de perseguidor, oímos resonar las palabras: «Es éste para mí vaso de elección, para que lleve mi nombre ante las naciones y los reyes y los hijos de Israel» (Ac 9,15).

18 Roma no fue la única meta de la vida apostólica y del peregrinar de Pablo de Tarso. Hay que decir sobre todo que su objetivo fue el universum del Imperio Romano de entonces (como atestiguan sus viajes y sus cartas). Roma fue la última etapa de estos viajes. Pablo llegó aquí ya como prisionero, metido en la cárcel por la causa a la que se había dedicado totalmente: la causa del universalismo, aquella causa que conmovía las bases mismas de cierta visión rabínica del Pueblo elegido y de su Mesías. Sometido a juicio precisamente por causa de su actividad, Pablo había apelado al César como ciudadano romano: «Has apelado al César; al César irás» (Ac 25,12). Y así Pablo se encontró en Roma como prisionero en espera de la sentencia del César. Se encontró aquí cuando el principio de la universalidad de la Iglesia, del Pueblo de Dios de la Nueva Alianza, estaba ya suficientemente afirmado, más aún, consolidado de manera irreversible en la vida de la misma Iglesia. Y entonces Pablo, que al principio de su misión, después de la conversión, había juzgado su deber particular «videre Petrum, ver a Pedro», podía llegar aquí, a Roma, para encontrarse de nuevo con Pedro: aquí, en esta ciudad, en la que la universalidad de la Iglesia ha encontrado en la Cátedra de Pedro su baluarte por siglos y milenios.

Bien poco es cuanto he dicho sobre Pablo de Tarso, Apóstol de las Gentes y gran Santo. Se podría y debería decir mucho más, pero por necesidad debo limitarme a estas alusiones.

2. Y ahora, séame permitido hablar del Pontífice que eligió el nombre del Apóstol de las Gentes: de Pablo VI. Las circunstancias del tiempo y del lugar me impulsan de modo particular a hablar de él. Pero, sobre todo, es una exigencia del corazón: efectivamente, deseo hablar de quien con todo derecho considero no sólo como mi predecesor, sino como verdadero Padre. Y de nuevo siento que podría y debería hablar largamente, pero también ahora, por la tiranía del tiempo, mi discurso deberá ser breve. Deseo dar las gracias a todos los que honran la memoria de este gran Pontífice. Deseo dar las gracias a sus conciudadanos de Brescia por el reciente acto solemne dedicado a su memoria, y deseo dar las gracias al cardenal Pignedoli por haber participado en él. Más de una vez volveremos sobre cuanto él hizo y sobre lo que era.

¿Por qué eligió el nombre de Pablo? (después de muchos siglos volvió a entrar este nombre en el anuario de los Obispos de Roma). Ciertamente porque intuyó una gran afinidad con el Apóstol de las Gentes. ¿Acaso no testimonia el pontificado de Pablo VI cómo él fue profundamente consciente, a semejanza de San Pablo, de la nueva llamada de Cristo al universalismo de la Iglesia y de la cristiandad según la medida de nuestros tiempos? ¿Acaso no escrutaba él, con penetración extraordinaria, los signos de los tiempos de esta época difícil, como lo hizo Pablo de Tarso? ¿No se sentía él llamado, como este Apóstol, a llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra? ¿Acaso no conservaba, como San Pablo, la paz interior también cuando «la nave fue arrastrada por la tempestad, sin que pudiera resistir al viento» (cf. Act Ac 27,15)?

Pablo VI, Siervo de los siervos de Dios, Sucesor de Pedro, que había elegido el nombre del Apóstol de las Gentes, había heredado con el nombre su carisma.

3. Al venir hoy a la basílica de San Pablo deseo unirme con nuevos vínculos de amor y de unidad eclesial a la comunidad de padres benedictinos que, desde hace siglos, cuidan este lugar con la oración y el trabajo.

Deseo, además, como nuevo Obispo de Roma, visitar la parroquia que tiene su sede en la basílica de San Pablo.

En efecto, esta antigua y venerada basílica que, a lo largo de los siglos y siempre, ha sido meta de peregrinaciones y que estaba fuera de los muros de Roma, en estos últimos decenios —a consecuencia del desarrollo urbanístico de la ciudad— ha sido erigida parroquia, viniendo a ser de este modo el centro de la vida religiosa de los habitantes de este sector.

Y así tenemos aquí tres aspectos que, aunque bien distintos entre sí, constituyen otras tantas facetas de la misma realidad: abadía, basílica, parroquia, tres entidades que se nutren recíprocamente, dando a los fieles copiosos frutos espirituales.

Extiendo, pues, mi saludo a las distintas asociaciones que colaboran con la parroquia en el plano pastoral; saludo a los catequistas, saludo, con paternal afecto, a los religiosos y a las religiosas que desarrollan su actividad en el ámbito de la parroquia, con especial atención a quienes prestan su colaboración en el Pontificio Oratorio de San Pablo, que promueve una acción interparroquial en favor de la juventud.

A todos los fieles mi más cordial saludo, mi bendición y mi estímulo para que amen a su parroquia. Finalmente dirijo mi pensamiento particular a los que sufren, bien sea afligidos por la enfermedad, bien sea angustiados por la falta de trabajo, asegurándoles mi recuerdo especial en la oración.

19 4. «Gaudete in Domino semper: iterum dico vobis, gaudete... Alegraos siempre en el Señor: de nuevo os digo, alegraos». Estas palabras de la liturgia de hoy, es decir, del III domingo de Adviento, están tomadas de San Pablo. Estas mismas palabras repitió Pablo V1 en la Exhortación que publicó sobre la alegría cristiana (cf. Gaudete in Domino; AAS 67, 1975, págs. 289-322 L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 25 de mayo de 1975, págs. 1-7).

Hoy me uno a los dos con todo el corazón y os grito a vosotros queridos hermanos y hermanas: «Iterum dico vobis, gaudete, Os lo repito, alegraos».

«Dominus... prope est, ¡El Señor está cerca!».



MISA DE NOCHEBUENA



Basílica de San Pedro

Domingo 24 de diciembre de 1978



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Nos hallamos en la basílica de San Pedro, a esta hora insólita. Nos hace de marco la arquitectura dentro de la cual enteras generaciones, a través de los siglos, han expresado su fe en el Dios encarnado, siguiendo el mensaje traído aquí a Roma por los Apóstoles Pedro y Pablo. Todo cuanto nos rodea habla con la voz de los dos milenios que nos separan del nacimiento de Cristo. El segundo milenio se está acercando rápidamente a su fin. Permitidme que, así como estamos, en este contexto de tiempo y de lugar, yo vaya con vosotros a aquella gruta en las cercanías de la ciudad de Belén, situada al sur de Jerusalén. Hagámoslo de manera que estemos todos juntos más allí que aquí: allí, donde "en el silencio de la noche" se ha oído el vagido del recién nacido, expresión perenne de los hijos de la tierra. En este mismo tiempo se ha hecho oír el cielo, "mundo" de Dios que habita en el tabernáculo inaccesible de la gloria. Entre la majestad de Dios eterno y la tierra-madre, que se hace presente con el vagido del Niño recién nacido, se deja entrever la perspectiva de una nueva paz, de la reconciliación, de la Alianza:

«Nos ha nacido el Salvador del mundo: todos los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios».

2. No obstante, en este momento, a esta hora insólita, los confines de la tierra quedan distantes. Están invadidos por un tiempo de espera, lejos de la paz. El cansancio llena más bien los corazones de los hombres que se han adormecido, lo mismo que se habían adormecido no lejos los pastores, en los valles de Belén. Lo que ocurre en el establo, en la gruta de roca, tiene una dimensión de profunda intimidad: es algo que ocurre entre la Madre y el Niño que va a nacer. Nadie de fuera tiene entrada. Incluso José, el carpintero de Nazaret, permanece como un testigo silencioso. Ella sola es plenamente consciente de su Maternidad. Y sólo Ella capta la expresión propia del vagido del Niño. El nacimiento de Cristo es ante todo su misterio, su gran día. Es la fiesta de la Madre.

Es una fiesta extraña: sin ningún signo de la liturgia de la sinagoga, sin lecturas proféticas y sin canto de los Salmos. «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo» (He 10,5), parece decir, con su vagido, el que siendo Hijo Eterno, Verbo consustancial al Padre, «Dios de Dios, Luz de luz», se ha hecho carne (cf. Jn Jn 1,14). El se revela en aquel cuerpo como uno de nosotros, pequeño infante, en toda su fragilidad y vulnerabilidad. Sujeto a la solicitud de los hombres, confiado a su amor, indefenso. Llora y el mundo no lo siente, no puede sentirlo. El llanto del niño recién nacido apenas puede oírse a pocos pasos de distancia.

3. Os ruego por tanto, hermanos y hermanas que llenáis esta basílica: tratemos de estar más presentes allí que aquí. No hace muchos días manifesté mi gran deseo de hallarme en la gruta de la Navidad, para celebrar precisamente allí el comienzo de mi pontificado. Dado que las circunstancias no me lo consienten, y encontrándome aquí con todos vosotros, trato de estar más allí espiritualmente con vosotros todos, para colmar esta liturgia con la profundidad, el ardor, la autenticidad de un intenso sentimiento interior. La liturgia de la noche de Navidad es rica en un realismo particular: realismo de aquel momento que nosotros renovamos y también realismo de los corazones que reviven aquel momento. Todos, en efecto, nos sentimos profundamente emocionados y conmovidos, por más que lo que celebramos haya ocurrido hace casi dos mil años.


B. Juan Pablo II Homilías 11