B. Juan Pablo II Homilías 403


VIAJE APOSTÓLICO A CENTRO AMÉRICA

ENCUENTRO CON LAS FAMILIAS CRISTIANAS DE PANAMÁ



Panamá, 5 de marzo de 1983



Queridos hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

1. ¡Gracia y paz a vosotros!

Con estas palabras de San Pablo, saludo en el amor de Cristo al Pastor de la Iglesia local que hoy me acoge, a los demás obispos hermanos y a todo el Pueblo de Dios reunido en este lugar o aquí presente en espíritu.

La celebración de la Eucaristía congrega hoy a tantas familias cristianas de Panamá, que representan también a las de los otros países de América Central, Belice y Haití. A ellas vengo, en esta peregrinación apostólica, para proclamar la Buena Noticia del proyecto de Dios sobre la familia que tanto importa a la Iglesia y a la sociedad.

Cada Eucaristía renueva esa alianza de amor de Cristo con su Iglesia, que San Pablo indica como modelo del amor conyugal de los cristianos (cf. Ef Ep 5,25 Ef Ep 5,29 Ef Ep 5,32). En esta Misa, que quizá os traiga a la memoria el día de vuestro matrimonio, quisiera que renovarais vuestra promesa de fidelidad mutua en la gracia del matrimonio cristiano.

404 2. La alianza matrimonial es un misterio de profunda trascendencia; es un proyecto originario del Creador, confiado a la frágil libertad humana.

La lectura del libro del Génesis nos ha llevado idealmente hasta la fuente del misterio de la vida y del amor conyugal: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra . . . Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (
Gn 1,26-27).

Dios crea al hombre y a la mujer como imagen suya, e inscribe en ellos el misterio del amor fecundo que tiene en el mismo Dios su origen. La diferencia sexual permite la complementariedad y comunión fecunda de las personas: “Sed fecundos y multiplicaos; henchid la tierra y sometida” (Gn 1,28).

Dios se ha fiado del hombre; le ha confiado las fuentes de la vida; ha llamado al hombre y a la mujer a colaborar en su obra creadora. Ha grabado para siempre en la conciencia humana su deseo de fecundidad en el marco de una unión exclusiva y estable; “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gn 2,24).

3. Las palabras del Señor que hemos leído en el Evangelio, confirman la bendición original del Creador sobre el matrimonio: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne . . . Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mt 19,5-6).

Esta enseñanza del Maestro acerca del matrimonio fue recogida por la primera comunidad cristiana como un compromiso de fidelidad a Cristo en medio de las desviaciones de un mundo pagano. La fórmula de Jesús es solemne y tajante: “Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (Mt 19,6). Palabras válidas para todo legítimo contrato matrimonial, especialmente entre los cristianos, para los cuales el matrimonio es un sacramento.

Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. No puede, no debe separar la autoridad civil lo que Dios ha sellado. No deben ni pueden separarlo los cónyuges cristianos, que ante el altar han contraído una alianza irrevocable de amor, confirmada por Dios con la gracia sacramental.

4. En la voluntad de Cristo, reflejada en sus palabras, hemos de descubrir algo más que una ley externa; en ellas está el misterioso designio de Dios sobre los esposos. El matrimonio es una historia de amor mutuo, un camino de madurez humana y cristiana. Sólo en el progresivo revelarse de las personas se puede consolidar una relación de amor que envuelve la totalidad de la vida de los esposos.

El camino es arduo, pero no imposible. Y la gracia del matrimonio comprende también la ayuda necesaria para esta superación de las inevitables dificultades. Por el contrario, la ruptura de la alianza matrimonial no sólo atenta contra la ley de Dios, sino que bloquea el proceso de madurez, la plena realización de las personas.

No es aceptable, por ello, una cierta mentalidad que se infiltra en la sociedad y que fomenta la inestabilidad matrimonial y el egoísmos en aras de una incondicionada libertad sexual.

El amor cristiano de los esposos tiene su ejemplo en Cristo, que se entrega totalmente a la Iglesia, y se inscribe en su misterio pascual de muerte y de resurrección, de sacrificio amoroso, de gozo y esperanza.

405 Incluso cuando aumentan las dificultades, la solución no es la huida, la ruptura del matrimonio, sino la perseverancia de los esposos. Lo sabéis por experiencia vosotros, queridos esposos y esposas; la fidelidad conyugal forma y madura; revela las energías del amor cristiano; crea una familia nueva, con la novedad de un amor que ha pasado por la muerte y la resurrección; es el crisol de una relación plenamente cristiana entre los esposos, que aprenden a amarse con el amor de Cristo; es la garantía de un ambiente estable para la formación y equilibrio de los hijos.

5. El Apóstol San Pablo nos ha recordado la fuente y el modelo de este amor conyugal, que se convierte en ternura y cuidado recíprocos por parte de los esposos: “Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia. En todo caso, respecto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer que respete al marido” (
Ep 5,31-33).

Con la mirada fija en Cristo, se fortalece el afecto de los esposos en esta misteriosa economía de la gracia. “Nadie aborreció su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia” (Ep 5,29). Así los esposos aprenden a mirarse con amor verdadero que se traduce en cuidado, ternura, atención al otro. Descubren que cada uno está vinculado a Dios con una relación personal; y ambos están relacionados por la presencia de Cristo y la gracia del Espíritu, para vivir el uno para el otro; en una economía de vida que debe convertirse en entrega a los hijos y que debe ser camino de santidad en la familia. Por eso, ya en la antigüedad cristiana se daba a entender esta dimensión de gracia pintando la imagen de Cristo en medio de los esposos.

6. Pero esa gracia no ha de reflejarse sólo en el interior de la familia. Ha de ser fuente de fecundidad apostólica. Sí, los cónyuges cristianos deben abrirse a la tarea de evangelización en el campo específico de la familia. Acrisolados por la experiencia, fortalecidos en la comunión con otras familias, son evangelizados y han de convertirse en evangelizadores de la familia cristiana, en centros de acogida, en propulsores de promoción social.

Para ello habrá de cuidarse con esmero la pastoral de la familia, en la que los matrimonios presten una ayuda generosa e imprescindible a los Pastores. Múltiples son las tareas a realizar en esa pastoral familiar, como he señalado en la Familiaris Consortio (cf. IOANNES PAULUS PP. II, Familiaris Consortio FC 65-85).

Mucho podrán ayudar en tal cometido los movimientos y grupos de espiritualidad matrimonial, que son numerosos y activos en estos países, y a los que aliento cordialmente en su labor.

7. Un aspecto importante de la vida familiar es el de las relaciones entre padres e hijos. En efecto, la autoridad y la obediencia que se viven en la familia cristiana han de estar empapadas del amor de Cristo y orientadas a la realización de las personas. San Pablo lo sintetiza en una frase densa de contenido: obrar en el Señor (cf. Ef Ep 6,1-4), es decir, según su voluntad, en su presencia, pues El preside la Iglesia doméstica que es la familia (cf. Lumen Gentium LG 11). Sólo en d crisol del amor verdadero se superan los conflictos que surgen entre las generaciones. En la paciencia, en la búsqueda de la verdad, se podrán integrar esos valores complementarios de los que cada generación es portadora.

Para ello, que no falte en las familias la oración en común, según las mejores tradiciones de vuestros pueblos, a fin de ir renovándose constantemente en el bien y en el sentido de Dios. En ese clima podrán florecer las necesarias vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa, que son signo de bendición y de predilección por parte de Dios.

8. Queridos esposos y esposas: Renovad en esta Eucaristía vuestra promesa de fidelidad mutua. Asumid como servicio específico en la Iglesia la educación integral de vuestros hijos. Colaborad con vuestros obispos y sacerdotes en la evangelización de la familia.

Y recordad siempre que el cristiano auténtico, aun a riesgo de convertirse en “signo de contradicción”, ha de saber elegir bien las opciones prácticas que están de acuerdo con su fe. Por eso habrá de decir no a la unión no santificada por el matrimonio y al divorcio; dirá no a la esterilización, máxime si es impuesta a cualquier persona o grupo étnico por falaces razones; dirá no a la contracepción y dirá no al crimen del aborto que mata al ser inocente.

El cristiano cree en la vida y en el amor. Por eso dirá al amor indisoluble del matrimonio; a la vida responsablemente suscitada en el matrimonio legítimo; a la protección de la vida; a la estabilidad de la familia; a la convivencia legítima que fomenta la comunión y favorece la educación equilibrada de los hijos, al amparo de un amor paterno y materno que se complementan y se realizan en la formación de hombres nuevos.

406 El del Creador, asumido por los hijos de Dios, es un al hombre. Nace de la fe en el proyecto original de Dios. Es una auténtica aportación a la construcción de una sociedad donde prevalezca la civilización del amor sobre el consumismo egoísta, la cultura de la vida sobre la capitulación ante la muerte.

A la Virgen nuestra Señora, que vosotros llamáis con sencillez y fervor Santa María, encomiendo vuestras personas, vuestras familias; sobre todo a los niños y a vuestros enfermos. Que Ella haga de vuestras familias un santuario de Dios, hogar del amor cristiano, baluarte de la defensa y dignidad de la vida. Así sea con la gracia del Señor y con mi cordial Bendición.





VIAJE APOSTÓLICO A CENTRO AMÉRICA

SANTA MISA EN MANAGUA



Managua, viernes 4 de marzo de 1983



Queridos hermanos en el Episcopado,
amados hermanos y hermanas:

1. Nos hallamos aquí reunidos junto al altar del Señor. ¡Qué alegría encontrarme entre vosotros, mis queridos sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos ?congregados en torno a vuestros Pastores? de esta amada tierra de Nicaragua, tan probada, tan heroica ante las calamidades naturales que la han azotado; tan vigorosa y activa para responder a los desafíos de la historia y procurar edificar una sociedad a la medida de las necesidades materiales y de la dimensión trascendente del hombre!

Saludo en primer lugar, con sincero afecto y estima, al Pastor y arzobispo de esta ciudad de Managua, a los otros obispos, a todos y cada uno de vosotros, ancianos y jóvenes, ricos y pobres, obreros y empresarios, porque en todos vosotros está presente Jesucristo, “primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,29); de El “habéis sido revestidos” en vuestro bautismo (cf. Gal Ga 3,27); así “todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (cf. Gal Ga 3,28).

2. Los textos bíblicos que acaban de ser proclamados en esta Eucaristía nos hablan de la unidad.

Se trata, ante todo, de la unidad de la Iglesia, del Pueblo de Dios, del “rebaño” del único Pastor. Pero también, como enseña el Concilio Vaticano II, de la “unidad de todo el género humano”, de la cual, como de la “intima unión” de todo hombre “con Dios”, la Iglesia una es “como un sacramento o signo” (cf. Lumen Gentium LG 1).

La triste herencia de la división entre los hombres, provocada por el pecado de soberbia (cf. Gen Gn 4,4 Gen Gn 4,9), perdura a lo largo de los siglos. Las consecuencias son las guerras, opresiones, persecuciones de unos por otros, odios, conflictos de toda clase.

Jesucristo, en cambio, vino para restablecer la unidad perdida, para que hubiera “un solo rebaño” y “un solo pastor” ”(Gv 10, 16); un pastor cuya voz “conocen” las ovejas, mientras no conocen la de los extraños (Gv 10, 4-5); El, que es la única “puerta”, por la cual hay que entrar (Gv 10, 1).

407 La unidad es hasta tal punto motivo del ministerio de Jesús, que él vino a morir “para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Gv 11, 52). Así nos lo enseña el Evangelista San Juan, quien nos muestra a Jesús orando al Padre por la unidad de la comunidad que confiaba a sus apóstoles (Gv 17, 11-12).

Jesucristo, con su muerte y resurrección, y con el don de su Espíritu, ha restablecido la unidad entre los hombres, la ha dado a su Iglesia y ha hecho de ésta, según dice el Concilio, “como un sacramento o signo de la unión intima con Dios y la unidad de todo el género humano” (Lumen Gentium
LG 1).

3. La Iglesia es la familia de Dios (cf. Puebla, 238-249). Como en una familia debe reinar la unidad en el orden, también en la Iglesia. En ella, ninguno tiene más derecho de ciudadanía que otro: ni los judíos, ni los griegos, ni los esclavos, ni los libres, ni los hombres, ni las mujeres, ni los pobres, ni los ricos, porque todos “somos uno en Cristo Jesús” (cf. Gal Ga 3,28).

Esa unidad se funda en “un solo Señor, una sola fe, un solo Dios y Padre que está sobre todos, por todos y en todos”, como dice el texto de la Carta a los Efesios que acabamos de escuchar (Ep 4,5-6), y como soléis cantar en vuestras celebraciones.

Hemos de apreciar la profundidad y solidez de los fundamentos de la unidad de que disfrutamos en la Iglesia universal, en la de toda América Central, y a la que debe tender indeclinablemente esta Iglesia local de Nicaragua. Precisamente por eso hemos de valorar también justamente los peligros que la amenazan, y la exigencia de mantener y profundizar esa unidad, don de Dios en Jesucristo.

Porque, como decía en mi carta a los obispos de Nicaragua del mes de agosto último (cf. JUAN PABLO II, Epistula ad Episcopos Nicaraguenses, 6 de agosto de 1982: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V/3 [1982] 172 ss.), este “don” es quizás más precioso precisamente porque es “frágil” y está “amenazado”.

4. En efecto, la unidad de la Iglesia es puesta en cuestión cuando a los poderosos factores que la constituyen y mantienen, la misma fe, la Palabra revelada, los sacramentos, la obediencia a los obispos y al Papa, el sentido de una vocación y responsabilidad común en la tarea de Cristo en el mundo, se anteponen consideraciones terrenas, compromisos ideológicos inaceptables, opciones temporales, incluso concepciones de la Iglesia que suplantan la verdadera.

Sí, mis queridos hermanos centroamericanos y nicaragüenses: cuando el cristiano, sea cual fuere su condición, prefiere cualquier otra doctrina o ideología a la enseñanza de los Apóstoles y de la Iglesia; cuando se hace de esas doctrinas el criterio de nuestra vocación; cuando se intenta reinterpretar según sus categorías la catequesis, la enseñanza religiosa, la predicación; cuando se instalan “magisterios paralelos”, como dije en mi alocución inaugural de la Conferencia de Puebla (Eiusdem Allocutio ad Episcopos in urbe “Puebla” aperiens III Coetum Generalem Episcoporum Americae Latinae habita, 28 de enero de 1979: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II [1979] 188 ss.), entonces se debilita la unidad de la Iglesia, se le hace más difícil el ejercicio de su misión de ser “sacramento de unidad” para todos los hombres.

La unidad de la Iglesia significa y exige de nosotros la superación radical de todas estas tendencias de disociación; significa y exige la revisión de nuestra escala de valores. Significa y exige que sometamos nuestras concepciones doctrinales y nuestros proyectos pastorales al magisterio de la Iglesia, representado por el Papa y los obispos. Esto se aplica también en el campo de la enseñanza social de la Iglesia, elaborada por mis predecesores y por mi mismo.

Ningún cristiano, y menos aún cualquier persona con título de especial consagración en la Iglesia, puede hacerse responsable de romper esa unidad, actuando al margen o contra la voluntad de los obispos “a quienes el Espíritu Santo ha puesto para guiar la Iglesia de Dios” (At 20, 28).

Ello es válido en toda situación y país, sin que cualquier proceso de desarrollo o elevación social que se emprendan pueda legítimamente comprometer la identidad y libertad religiosa de un pueblo, la dimensión trascendente de la persona humana y el carácter sagrado de la misión de la Iglesia y de sus ministros.

408 5. La unidad de la Iglesia es obra y don de Jesucristo. Se construye por referencia a El y en torno a El. Pero Cristo ha confiado a los obispos un importantísimo ministerio de unidad en sus Iglesias locales (cf. Lumen Gentium LG 26). A ellos, en comunión con el Papa y nunca sin él (cf. Ivi 22), toca promover la unidad de la Iglesia, y de tal modo, construir en esa unidad las comunidades, los grupos, las diversas tendencias y las categorías de personas que existen en una Iglesia local y en la gran comunidad de la Iglesia universal. Yo os sostengo en ese esfuerzo unitario, que se reforzará con vuestra próxima visita ad Limina.

Una prueba de la unidad de la Iglesia en un determinado lugar es el respeto a las orientaciones pastorales dadas por los obispos a su clero y fieles. Esa acción pastoral orgánica es una poderosa garantía de la unidad eclesial. Un deber que grava especialmente sobre los sacerdotes, religiosos y demás agentes de la pastoral.

Pero el deber de construir y mantener la unidad es también una responsabilidad de todos los miembros de la Iglesia, vinculados por un único bautismo, en la misma profesión de fe, en la obediencia al propio obispo y fieles al Sucesor de Pedro.

Queridos hermanos: tened bien presente que hay casos en los cuales la unidad sólo se salva cuando cada uno es capaz de renunciar a ideas, planes y compromisos propios, incluso buenos ?¡cuánto más cuando carecen de la necesaria referencia eclesial! ?por el bien superior de la comunión con el obispo, con el Papa, con toda la Iglesia.

Una Iglesia dividida, en efecto, como ya decía en mi carta a vuestros obispos, no podrá cumplir su misión “de sacramento, es decir, señal e instrumento de unidad en el país”. Por ello alertaba allí sobre “lo absurdo y peligroso que es imaginarse como al lado ?por no decir contra ?de la Iglesia construida en torno al obispo, otra Iglesia concebida sólo como “carismática” y no institucional, “nueva” y no tradicional, alternativa y, como se preconiza últimamente, una “Iglesia popular”. Quiero hoy reafirmar estas palabras, aquí delante de vosotros.

La Iglesia debe mantenerse unida para poder contrarrestar las diversas formas, directas o indirectas, de materialismo que su misión encuentra en el mundo.

Ha de estar unida para anunciar el verdadero mensaje del Evangelio ?según las normas de la Tradición y del Magisterio ?y que esté libre de deformaciones debidas a cualquier ideología humana o programa político.

El Evangelio así entendido conduce al espíritu de verdad y de libertad de los hijos de Dios, para que no se dejen ofuscar por propagandas antieducadoras o coyunturales, a la vez que educa al hombre para la vida eterna.

6. La Eucaristía que estamos celebrando es en sí misma signo y causa de unidad. Somos todos uno, siendo muchos, “los que participamos de un solo pan” (1Co 10,17) que es el cuerpo de Cristo. En la plegaria eucarística que pronunciaremos dentro de unos instantes, pediremos al Padre que, por la participación del cuerpo y de la sangre de Cristo, haga de nosotros “un solo cuerpo y un solo espíritu” (Prex eucharistica III).

Para lograr esto se requiere un compromiso serio y formal de respetar el carácter fundamental de la Eucaristía como signo de unidad y vinculo de caridad.

La Eucaristía, por ello, no se celebra sin el obispo ?o el ministro legítimo, es decir, el sacerdote que es en su diócesis el presidente nato de una celebración eucarística digna de tal nombre (cf. Sacrosanctum Concilium SC 41). Ni se celebra adecuadamente cuando esta referencia eclesial se pierde o se pervierte porque no se respeta la estructura litúrgica de la celebración, tal como ha sido establecida por mis predecesores y por mí mismo. La Eucaristía que se pone al servicio de las propias ideas y opiniones o para finalidades ajenas a ella misma, no es ya una Eucaristía de la Iglesia. En lugar de unir, divide.

409 Que esta Eucaristía que yo mismo, sucesor de San Pedro y “fundamento de la unidad visible” (cf. Lumen Gentium LG 18) presido, y en la que participan vuestros obispos en torno al Papa, os sirva de modelo y renovado impulso en vuestro comportamiento como cristianos.

Amados sacerdotes: renovad así la unidad entre vosotros y con vuestros obispos, a fin de conservarla y acrecentarla en vuestras comunidades. Y vosotros, religiosos, estad siempre unidos a la persona y a las directrices de vuestros obispos. Sea el servicio de todos a la unidad, un verdadero servicio pastoral a la grey de Jesucristo y en su nombre. Y vosotros, obispos, estad muy cercanos a vuestros sacerdotes.

7. En este contexto se debe insertar igualmente el verdadero ecumenismo, o sea el empeño por la unidad entre todos los cristianos y todas las comunidades cristianas. Una vez más os digo que esa unidad se puede fundar solamente en Jesucristo, en el único bautismo (cf. Ef Ep 4,5) y en la común profesión de fe. La tarea de reconstruir la plena comunión entre todos los cristianos no puede tener otra referencia y otros criterios y ha de usar siempre métodos de leal colaboración y búsqueda. No puede servir más que para dar testimonio de Jesucristo “para que el mundo crea” (cf. Gv 17, 21).

Otra finalidad u otro uso del empeño ecuménico no puede llevar más que a crear unidades ilusorias y, en última instancia, a causar nuevas divisiones. ¡Qué penoso sería que lo que debe ayudar a reconstruir la unidad cristiana y constituye una de las prioridades pastorales de la Iglesia en este momento de la historia, se convierta, por miopía de los hombres, en virtud de criterios errados, en fuente de nuevas y peores rupturas!

San Pablo nos exhorta por ello, en el pasaje recién leído, a “conservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Ep 4,3). Yo os repito esta exhortación y os señalo una vez más las bases y la meta de esa unidad. “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (Ep 4,4-6).

8. Amados hermanos: Os he hablado de corazón a corazón. Os he encarecido y encomendado esta vocación y misión de la unidad eclesial. Estoy cierto de que vosotros, pueblo de Nicaragua, que habéis sido siempre fieles a la Iglesia, continuaréis siéndolo también en el futuro.

El Papa, la Iglesia, así lo esperan de vosotros. Y esto pido a Dios para vosotros, con gran afecto y confianza. Que la intercesión de María, la Purísima, como vosotros la llamáis con tan hermoso nombre, que ella que es la Patrona de Nicaragua, os ayude a ser siempre constantes a esta vocación de unidad y fidelidad eclesial. Así sea.





VIAJE APOSTÓLICO A CENTRO AMÉRICA

ORACIÓN EN EL PARQUE METROPOLITANO DE LA SABANA



San José de Costa Rica, 3 de marzo de 1983



Amados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas,

1. Con profunda alegría acudo a esta cita de oración en el parque metropolitano de la Sabana, para encontrarme con vosotros, fieles de la hermosa ciudad de San José, de toda Costa Rica y de las demás Repúblicas hermanas de esta área geográfica, tan numerosos y entusiastas como para dejar bien claro que queréis acoger con cariño la presencia del Papa en este hermoso y noble país.

410 Vengo a veros como el hermano mayor a sus hermanos; como el padre en la fe a sus hijos; como el Sucesor de Pedro a la grey a él confiada; como el peregrino apostólico a aquellos “a quienes es deudor” (cf. Rm Rm 1,14) de su palabra y de su afecto.

Recibid ante todo mi saludo más cordial, que se dirige al Pastor y arzobispo de esta ciudad, a los demás obispos, personas consagradas e hijos e hijas de la Iglesia. Saludo también al Señor Presidente y a las autoridades aquí presentes.

2. “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella” (Ep 5,25), acabamos de escuchar en el primer texto bíblico de esta Misa.

Tales palabras condensan la naturaleza y los fines de mi visita apostólica: anunciar el mensaje del Evangelio y alentar al amor a Cristo y a la Iglesia.

Sí, hermanos míos: en este encuentro deseo que nos sintamos nuevamente llamados a proclamar e incrementar nuestro amor a la Santa Iglesia católica, Esposa de Cristo, a quien El amó “hasta la muerte”. Este encuentro de fe junto al altar es ya una prueba de amor a la Iglesia.

En efecto, si estáis aquí reunidos en el nombre de Cristo; si he venido desde Roma a América Central y a este amado país; si vuestros obispos, que fraternalmente me invitaron, se proponen hacer de esta visita y de vuestra respuesta generosa a ella, un punto de partida hacia una creciente renovación de la vida cristiana, es porque amamos a la Iglesia, a ejemplo de Jesucristo que la amó hasta la muerte.

Jesucristo es, sin duda, el único fundamento (cf. 1Co 3,12), el Supremo Pastor (cf. Gv 10; 1 Pt 5, 4) y la Cabeza de la Iglesia (cf. 1Co 12,12 Col 1,18). El la fundó sobre Pedro y sus Sucesores. El la gobierna y la vivifica constantemente.

La Iglesia es su obra, en la cual El se prolonga, se refleja y está siempre presente en el mundo. Ella es su Esposa, a la que se ha entregado en plenitud, la ha elegido para Si, la ha hecho y la mantiene siempre viva. Es más: dio su vida para que ella viva. Por eso, en el costado abierto de Jesús en la cruz ?como acabamos de leer en el Evangelio?se ve el origen de la Iglesia, como Eva nace del costado de Adán.

Hermanos, seamos bien conscientes de esta verdad: Jesucristo “amó” y ama a la Iglesia. Es, en realidad, el mismo amor del Padre por el “mundo”, por los hombres, por nosotros, que lo movió misteriosamente a entregar a su Hijo único “a la muerte, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna” (Gv 3, 16).

Si Jesucristo amó, pues, a la Iglesia hasta morir por ella, esto significa que ella es digna de ser amada también por nosotros.

3. Sin embargo, algunos cristianos miran a veces a la Iglesia como si estuvieran fuera, al margen de ella. La critican como si nada tuvieran que ver con ella. Toman distancias de la Iglesia, como si la relación de ella con Jesucristo, su Fundador, fuera accidental y ella hubiera surgido como mera consecuencia ocasional de su vida y de su muerte; como si El no estuviera vivo en la Iglesia, en su enseñanza y en su acción sacramental; como si ella no fuera el misterio mismo de Cristo confiado a los hombres.

411 A otros, la Iglesia les resulta indiferente, ajena. En cambio, para los cristianos conscientes, que saben “de qué espíritu son” (cf. Lc Lc 9,55), la Iglesia es Madre.

Sí, queridos hermanos: la Iglesia es vuestra madre; es la madre de todos los cristianos. Ella nos ha engendrado a la vida eterna por el bautismo, sacramento del nuevo nacimiento (cf. Gv 3, 5). Nos ha llevado a la madurez de los hijos de Dios en el sacramento de la confirmación. Nos alimenta constantemente con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, cuando celebra el misterio de la muerte y resurrección del Señor. Ella, por el sacramento de la penitencia, nos reconcilia con el Padre y consigo misma, en virtud de la reconciliación operada por Cristo en su muerte (cf. 2Co 5,19).

De este modo la Iglesia nos pone en el camino que conduce al Padre mediante Jesucristo; acompaña nuestros pasos con su magisterio, su predicación y la acción de sus ministros.

La Iglesia es también vuestra madre, hijos de Costa Rica y de los pueblos de América Central, porque vuestra cultura y civilización vieron la luz y se han desarrollado bajo su presencia y acción. Ella pudo integrar armoniosamente la herencia rica de las tradiciones indígenas y el Evangelio, creando así una nueva familia, la familia de Dios en su Iglesia.

4. Esta Iglesia, con su doctrina y ejemplo, el de sus santos y maestros, nos exhorta a ocuparnos no sólo de las cosas del espíritu, sino también de las realidades de este mundo y de la sociedad humana de la que somos parte. Nos exhorta a comprometernos en la eliminación de la injusticia, a trabajar por la paz y superación del odio y la violencia, a promover la dignidad del hombre, a sentirnos responsables de los pobres, de los enfermos, de los marginados y oprimidos, de los refugiados, exiliados y desplazados, así como de tantos otros a los que debe llegar nuestra solidaridad.

Conozco el ambiente de trabajo y de paz que os distingue, amados hijos de Costa Rica. La Iglesia, con vuestros obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas a la cabeza, ha sido continuamente ejemplo y estímulo para lograrlo.

Seguid adelante. No os desalentéis ante las dificultades. No olvidéis los valores cristianos que os distinguen y que os han ayudado hasta el presente. Sed fieles a vuestra tradición y aspirad a ser modelo de organización social justa, en momentos de profundos cambios y graves desafíos.

5. Pero hemos de pensar también en los deberes que tenemos para con la Iglesia.

En primer término, todos somos responsables de la Iglesia. Porque somos sus miembros y sus hijos. Siendo miembros vivos del Cuerpo de Cristo, todos tenemos que ofrecer nuestro aporte al crecimiento de ese Cuerpo. A ello nos invita la enseñanza de San Pablo (cf. 1Co 12,15-16), basada en la sugestiva imagen del cuerpo y de sus miembros.

Cada miembro, es verdad, tiene en la Iglesia su propia función, su responsabilidad propia: “¿Acaso todos son apóstoles? ¿O todos profetas? ¿Todos maestros?”, se pregunta San Pablo. No, cada uno tiene y ejerce su propia función, dentro del respeto a los demás, de la unidad y estructura jerárquica de la Iglesia.

Pero nadie puede decir: la Iglesia, su santidad, su misión en el mundo, su culto a Dios, no son cosa mía. A todos nos corresponde, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos, cada uno en su lugar, edificar la Iglesia, o mejor, servir de instrumentos activos al Señor que la construye por su Espíritu (cf. Ef Ep 2,20-21). ¿Y cómo se construye la Iglesia?

412 6. Construye la Iglesia quien, fiel a su bautismo, vive santamente, renuncia al pecado, lleva su cruz con Cristo, muestra en su conducta a los hermanos la realidad exigente y gozosa del Evangelio.

Construyen la Iglesia quienes, unidos como esposos por el sacramento del matrimonio, hacen de su familia una verdadera iglesia doméstica, ejemplar para todos, estable en su unión, fiel a los compromisos adquiridos de unidad y fidelidad, de respeto absoluto a la vida desde su concepción, y de rechazo por tanto del crimen del aborto; de transmisión de la fe y educación cristiana de sus hijos.

Construyen la Iglesia quienes se preocupan por el prójimo, especialmente el pobre y abandonado, el marginado y oprimido; quienes son fieles al deber de solidaridad, sobre todo en las crisis económicas que sacuden actualmente a las sociedades.

La construyen quienes se empeñan en mejorar o cambiar lo que obstaculiza o ahoga el pleno des arrollo del hombre y de todos los hombres.

Construyen la Iglesia quienes ejercen fielmente los ministerios y servicios que les confían sus obispos. Pienso en los catequistas, los ministros extraordinarios de la Eucaristía, en los delegados de la Palabra, en los que preparan a sus hermanos para la digna recepción de los sacramentos y los que se empeñan en los diversos movimientos de apostolado.

Construyen la Iglesia los jóvenes para quienes Cristo es el ideal, y con generosidad, entusiasmo y limpieza de corazón se entregan al servicio de los demás, siendo fermento renovador de una sociedad a menudo envejecida y triste.

En una palabra: construimos la Iglesia, cuando nos esforzamos por ser santos; por cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios, para que ella, aun compuesta por hombres pecadores, sea cada vez más fiel a su vocación de santidad. Esta es la mejor prueba de nuestro amor a la Iglesia.

7. Queridos hermanos y hermanas: Amemos siempre a la Iglesia. Sintámonos responsables de ella, de su fidelidad a la Palabra de Dios, a la misión que Cristo le confió, a su vocación de ser “como sacramento; es decir, signo e instrumento de la intima unión con Dios y de la unidad del género humano” (cf. Lumen Gentium
LG 1).

Amémosla como a nuestra Madre; como amamos a María Santísima, a la que vosotros llamáis con el cariñoso nombre de “la Negrita de los Ángeles” en su santuario de Cartago.

Amémosla sobre todo como Cristo la amó, hasta dar por ella su misma vida. Y pidámosle a El en esta Eucaristía que celebramos, que el amor a la Iglesia sea la característica de vuestra vida cristiana, hijos fieles de Costa Rica y de América Central. Así sea.

B. Juan Pablo II Homilías 403