B. Juan Pablo II Homilías 206


.VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

SANTA MISA EN EL «LOGAN CIRCLE»



Filadelfia

Miércoles 3 de octubre de 1979



Queridos hermanos y hermanas de la Iglesia de Filadelfia:

1. Supone para mí un gran gozo poder celebrar hoy la Eucaristía con vosotros. Todos nosotros nos hallamos reunidos como una comunidad, como un pueblo en la gracia y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo; estamos reunidos en la comunión del Espíritu Santo. Nos hemos reunido para proclamar el Evangelio en toda su fuerza, pues el Sacrificio eucarístico es la cumbre y sanción de nuestra proclamación:

¡Cristo ha muerto, Cristo ha resucitado, Cristo vendrá de nuevo! Desde este altar del Sacrificio se eleva un himno de alabanza y acción de gracias a Dios por medio de Jesucristo. Nosotros, que pertenecemos a Cristo, formamos parte de este himno, de este sacrificio de alabanza. El sacrificio del calvario se renueva sobre este altar, y se convierte también en ofrenda nuestra, una ofrenda en provecho de vivos y difuntos, tuna ofrenda por la Iglesia universal.

207 Reunidos en asamblea en la caridad de Cristo, todos nosotros formamos una sola cosa en su sacrificio: el cardenal arzobispo, llamado a guiar esta Iglesia por los caminos de la verdad y del amor; sus obispos auxiliares y el clero diocesano y regular, que comparte con los obispos la tarea de la proclamación de la Palabra; religiosos y religiosas que, mediante la consagración de sus vidas, muestran al mundo lo que significa ser fiel al mensaje de las bienaventuranzas; padres y madres, con su importante misión de edificar la Iglesia en el amor; todas las categorías de laicos, con su peculiar tarea en la misión eclesial de evangelización y salvación. Este Sacrificio celebrado hoy en Filadelfia es la expresión de nuestra oración comunitaria. En unión con Jesucristo, intercedemos por la Iglesia universal, por el bienestar de nuestros amigos y camaradas, y hoy, en modo particular, por la conservación de todos los valores humanos y cristianos. herencia de esta tierra, de esta región y de esta misma ciudad.

2. Filadelfia es la ciudad de la Declaración de la Independencia, aquel notable documento que contenía una solemne declaración de la igualdad de todos los seres humanos, dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables: vida, libertad y búsqueda de la felicidad, y que a la vez expresaba una "firme confianza en la protección de la divina Providencia". Estos son los profundos principios morales formulados por vuestros padres constituyentes y conservados como algo precioso a lo largo de vuestra historia. En los valores humanos y cívicos contenidos en el espíritu de esta Declaración pueden observarse fácilmente sus estrechos vínculos con los valores básicos religiosos y cristianos. Parte de su herencia está constituida por un sentido de lo que es la religión misma. La Liberty Bell que visité en otra ocasión lleva con orgullo las palabras de la Biblia: "Pregonaréis la libertad por toda la tierra" (
Lv 25,10). Esta tradición lanza un noble reto a todas las futuras generaciones de América: "Una nación sometida a Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos".

3. Como ciudadanos, debéis esforzaros por conservar estos valores humanos, por comprenderlos mejor y por definir sus consecuencias de cara a toda la comunidad, como una valiosa contribución al mundo. Como cristianos, debéis fortalecer estos valores humanos y completarlos mediante su confrontación con el mensaje evangélico, para que podáis descubrir su profundo significado y asumir así, más plenamente, vuestros deberes y obligaciones para con todos los seres humanos que os rodean, con quienes os une un destino común. Para nosotros, que conocemos a Cristo, los valores humanos y cristianos no son, en cierto sentido, más que dos aspectos de una misma realidad: la realidad del hombre, redimido por Cristo y llamado a una plenitud de vida eterna.

En mi primera Encíclica declaré esta importante verdad: «Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha penetrado en su "corazón". Justamente, pues, enseña el Concilio Vaticano II: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rm 5,14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación"» (Redemptor hominis RH 8). Es, pues, en Cristo donde todo hombre, mujer y niño es llamado a encontrar la respuesta a las cuestiones relativas a los valores que deben inspirar sus relaciones personales y sociales.

4. ¿Cómo puede entonces el cristiano, hombre o mujer, inspirado y guiado por el misterio de la Encarnación y Redención de Cristo, fortalecer sus propios valores y los incorporados a la herencia de esta nación? La respuesta a esta pregunta, para ser completa, debería ser larga. Permitidme, sin embargo, tocar sólo algunos de los puntos más importantes. Estos valores son fortalecidos: cuando poder y autoridad se ejercitan en el total respeto a todos los derechos fundamentales de la persona humana, cuya dignidad es la de quien ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén Gn 1,26); cuando la libertad es aceptada no como un fin absoluto en sí mismo, sino como un don que hace posible la autodonación y el servicio; cuando la familia es protegida y robustecida, cuando su unidad es preservada, y cuando se reconoce y respeta su papel de célula básica de la sociedad. Son cultivados los valores humano-cristianos cuando todos los esfuerzos van dirigidos a que ningún niño del mundo deba enfrentarse a la muerte por falta de alimento, o deba hacer frente a un potencial intelectual y físico mermado por una nutrición deficiente, o tenga que llevar durante toda su vida los estigmas de la privación. Los valores humano-cristianos triunfan cuando no se permite la implantación de un sistema que autorice la explotación de cualquier ser humano; cuando se promueve el servicio justo y la honestidad en los funcionarios públicos; cuando la administración de la justicia es favorable e idéntica para todos; cuando se hace un uso responsable de los recursos materiales y energéticos del mundo (recursos que deben ser para provecho de todos); cuando el medio ambiente se conserva intacto para las futuras generaciones. Los valores humano-cristianos triunfan cuando consideraciones de tipo político y económico se subordinan a la dignidad humana, cuando se las orienta a servir a la causa del hombre, de toda persona creada por Dios, de todo hermano y hermana redimidos por Cristo.

5. He mencionado la Declaración de la Independencia y la Liberty Bell, dos monumentos que ejemplifican el espíritu de libertad sobre el que se asienta este país. Vuestra vinculación a la libertad forma parte de vuestra herencia. Cuando la Liberty Bell (Campana de la Libertad) sonó por vez primera en 1776, fue para anunciar la liberación de vuestra nación, el comienzo de la búsqueda de un destino común, libre de toda coacción externa. Este principio de libertad es capital en el orden político y social, en las relaciones entre Gobierno y pueblo, y entre individuo e individuo. Sin embargo, la vida humana se vive también en otro orden de la realidad: en el orden de su relación con lo que es objetivamente verdadero y moralmente bueno. De este modo, la libertad adquiere un significado más profundo al referirse a la persona humana. En primer lugar, concierne a la relación del hombre consigo mismo. Toda persona humana, dotada de razón, es libre cuando es dueña de sus propias acciones, cuando es capaz de escoger el bien que está en conformidad con la razón, y, por consiguiente, con su propia dignidad humana.

La libertad nunca puede permitir una ofensa contra los derechos de los demás, y uno de los derechos fundamentales del hombre es el derecho a dar culto a Dios. En la Declaración sobre la Libertad religiosa, el Concilio Vaticano II afirmaba que «esta exigencia de libertad en la sociedad humana mira sobre todo a los bienes del espíritu humano, principalmente a aquellos que se refieren` al libre ejercicio de la religión en la . sociedad... Ahora bien, como la libertad religiosa que los hombres exigen para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (Dignitatis humanae DH 1).

6. Cristo mismo vinculó libertad con conocimiento de la verdad. "Conoceréis la verdad, y la verdad os librará" (Jn 8,32). En mi primera Encíclica, escribí a este respecto: «Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo» (Redemptor hominis RH 12).

La libertad, por tanto, nunca puede construirse sin relación a la verdad, tal como fue revelada por Cristo y propuesta por su Iglesia, ni puede servir de pretexto para una anarquía moral, porque todo orden moral debe permanecer unido a la verdad. San Pedro, en su primera Carta, dice: "Vivid como hombres libres y no como quien tiene la libertad cual cobertura de la maldad" (1P 2,16). No puede haber libertad cuando va dirigida contra un hombre en aquello que él es, o contra un hombre en su relación con los otros y con Dios.

Esto es especialmente relevante cuando uno considera el ámbito de la sexualidad humana. Aquí, como en cualquier otro campo, no puede haber auténtica libertad si no se respeta la verdad referente a la naturaleza de la sexualidad humana y del matrimonio. En la sociedad actual, observamos cantidad de tendencias perturbadoras y un gran laxismo por lo que respecta a la visión cristiana de la sexualidad; y todo ello con algo en común: recurrir al concepto de libertad para justificar todo tipo de conducta que ya no está en consonancia con el verdadero orden moral y con la enseñanza de la Iglesia. Las normas morales no luchan contra la libertad de la persona o de la pareja; por el contrario, existen precisamente de cara a esa libertad, toda vez que se dan para asegurar el recto uso de la libertad. Quienquiera que rehúse aceptar estas normas y actuar en consonancia con ellas, quienquiera (hombre o mujer) que trate de liberarse de estas normas, no es verdaderamente libre. Libre, en realidad, es la persona que modela su conducta responsablemente conforme a las exigencias del bien objetivo. Lo que he dicho aquí se refiere a la totalidad de la moralidad conyugal, pero puede aplicarse también a los sacerdotes por lo que respecta a las obligaciones de su celibato. La cohesión de libertad y ética tiene también sus consecuencias respecto a la consecución del bien común en la sociedad y a la independencia nacional proclamada por la Liberty Bell hace doscientos años.

7. La ley divina es el único modelo de la libertad humana, y se nos da en el Evangelio de Cristo, el Evangelio de la redención. Pero una fidelidad a este Evangelio de la redención nunca será posible sin la acción del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es quien guarda el mensaje portador de vida confiado a la Iglesia. El Espíritu Santo es quien asegura la fiel transmisión del Evangelio a las vidas de todos nosotros. Por la acción del Espíritu Santo, la Iglesia se construye día a día hasta formar un reino: un reino de verdad y vida, un reino de santidad y de gracia, un reino universal de justicia, amor y paz.

208 Hoy, por tanto, hemos venido ante el Padre a ofrecerle las peticiones y deseos de nuestros corazones, a ofrecerle alabanza y acción de gracias. Hacemos esto, desde la ciudad de Filadelfia, dirigido a la Iglesia universal y a todo el mundo. Hacemos esto como "conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ep 2,19), en unión con el sacrificio de Cristo Jesús, nuestra Piedra angular, para gloria de la Santísima Trinidad. Amén.





VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

SANTA MISA CON LOS PRESBÍTEROS



«Civic Center» de Filadelfia

Jueves 4 de octubre de 1979

Queridos hermanos sacerdotes:

1. Al celebrar esta Misa que reúne a los presidentes y directores de los senados y consejos presbiterales de todas las diócesis de Estados Unidos, el tema de reflexión que brota espontáneo es un tema vital: el sacerdocio en sí y su importancia central en la tarea de la Iglesia. En la Carta Encíclica Redemptor hominis describí dicha tarea con estas palabras: "El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas, y particularmente en la nuestra, es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la redención que se realiza en Cristo Jesús" (Redemptor hominis RH 10).

Los consejos presbiterales son en la Iglesia una nueva estructura postulada por el Concilio Vaticano II y la reciente legislación eclesiástica. Esta nueva estructura es expresión concreta de la unión del obispo y los sacerdotes en la función de pastorear la grey de Cristo y, a la vez, ayuda al obispo en su papel peculiar de gobernar la diócesis al proporcionarle el asesoramiento de los consejeros representantes del presbiterio. Nuestra concelebración de la Eucaristía hoy quiere ser signo de afirmación por el bien ya conseguido por los consejos presbiterales en estos últimos años y, al mismo tiempo, estímulo para perseguir con entusiasmo y determinación la importante meta de "fomentar la conformidad de la vida y actuación del Pueblo de Dios, con el Evangelio" (Ecclesiae Sanctae, 16). Pero más que nada quiero que esta Misa sea ocasión especial para dirigirme a través de vosotros a todos mis hermanos sacerdotes de esta nación acerca de nuestro sacerdocio. Con amor grande repito las palabras que os escribí el día de Jueves Santo: "Para vosotros soy obispo, con vosotros soy sacerdote".

Nuestra vocación sacerdotal es don del mismo Señor Jesús. Es llamada personal e individual: hemos sido llamados por el nombre como lo fue Jeremías. Es llamamiento a servir: somos enviados a predicar la Buena Nueva, a "prestar al rebaño cuidados de Pastor". Es un llamamiento a comunión de fines y acciones: formar un solo sacerdocio con Jesús y entre nosotros, exactamente como Jesús y el Padre son una unidad hermosamente simbolizada en esta Misa concelebrada.

El sacerdocio no es simplemente una tarea que se nos ha asignado; es una vocación, un llamamiento que se debe escuchar una y otra vez. Escuchar esta llamada y responder generosamente a lo que trae consigo es tarea de cada sacerdote, pero también es responsabilidad de los consejos presbiterales. Esta responsabilidad quiere decir profundizar en la comprensión del sacerdocio tal y como lo instituyó Cristo, como El quiso que fuera y siguiera siendo siempre, y tal como la Iglesia fielmente lo entiende y lo transmite. Fidelidad al llamamiento al sacerdocio significa construir este sacerdocio en unión con el Pueblo de Dios a través de una vida de servicio acorde con las prioridades apostólicas: concentrada "en la oración y el ministerio de la Palabra" (Ac 6,4).

En el Evangelio de San Marcos, el llamamiento al sacerdocio de los doce Apóstoles es como un brote que al florecer desarrolla toda una teología del sacerdocio. Leemos que en medio de su ministerio, Jesús "subió a un monte y, llamando a los que quiso, vinieron a El, y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar la Buena Nueva (Mc 3,13-14). El pasaje da a continuación la lista de nombres de los Doce. Vemos aquí tres aspectos significativos de la llamada que hace Jesús: llama a sus primeros sacerdotes individualmente y por su nombre; les llama al servicio de su palabra, a predicar el Evangelio; y los hace compañeros suyos introduciéndolos en la unidad de vida y acción que El tiene con el Padre en la vida misma de la Trinidad.

2. Exploremos estas tres dimensiones de nuestro sacerdocio reflexionando sobre las lecturas bíblicas de hoy. Pues es dentro de la tradición de la llamada profética donde el Evangelio sitúa el llamamiento sacerdotal de Jesús a los doce Apóstoles. Cuando el sacerdote medita sobre el llamamiento hecho a Jeremías para que fuera profeta, se siente a la vez tranquilizado y turbado. "No temas... que yo estaré contigo para protegerte", dice el Señor a aquel a quien llama. "Mira que yo pongo en tu boca mis palabras". ¿Quién no se sentirá animado oyendo esta afirmación divina? Pero cuando pensamos en por qué se ha hecho necesaria esta afirmación, ¿acaso no vemos en nosotros la misma repugnancia que hay en la respuesta de Jeremías? Como para él, también para nosotros el concepto que tenemos del ministerio es a veces demasiado de tejas abajo; nos falta confianza en quien nos llama. Podemos limitarnos asimismo a nuestra visión del ministerio pensando que depende demasiado de nuestros talentos y habilidades, olvidando a veces que es Dios quien llama, como llamó a Jeremías desde el seno. No es nuestro trabajo o habilidad lo primordial; estamos llamados a decir las palabras de Dios y no las nuestras; a administrar los sacramentos que El ha dado a su Iglesia; y a convocar a la gente a un amor que El mismo hizo posible anteriormente.

De aquí que la entrega al llamamiento de Dios pueda hacerse con inmensa confianza y sin reservas. Nuestra entrega a la voluntad de Dios debe ser total; nuestro "sí" está dado una vez por todas, y tiene su modelo en el "si" dicho por Jesús mismo. Como dice San Pablo: "Dios me es fiel testigo de que nuestra palabra con vosotros no es 'sí' y 'no'. Porque Cristo Jesús... no ha sido 'sí' y 'no', antes ha sido 'sí' " (2Co 1,18-19).

209 Este llamamiento de Dios es gracia: es un don, un tesoro "...que llevamos en vasos de barro para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra" (2Co 4,7). Pero este don no está destinado al sacerdote primordialmente; es más bien don de Dios para toda la Iglesia y para su misión en el mundo. El sacerdocio es un signo sacramental permanente que expresa cómo el amor del Buen Pastor a su rebaño no faltará jamás. En mi Carta del pasado Jueves Santo a vosotros los sacerdotes, desarrollé este aspecto de don de Dios, del sacerdocio; dije que nuestro sacerdocio "constituye un ministerium particular, es decir, es 'servicio' respecto a la comunidad de los creyentes. Sin embargo, no tiene su origen en esta comunidad, como si fuera ella la que 'llama' o 'delega'. Es, en efecto, nuestro sacerdocio un don para la comunidad y procede de Cristo mismo, de la plenitud de su sacerdocio" (Nb 5). En este don otorgado al pueblo es el Donante divino quien toma la iniciativa; es El quien llama a quienes. "El mismo ha decidido llamar".

Por tanto, cuando reflexionamos sobre la intimidad entre el Señor y su profeta, su sacerdote —una intimidad que surge como resultante del llamamiento que partió de El—, podemos entender mejor ciertas características del sacerdocio y captar su adecuación a la misión de la Iglesia, tanto hoy como en tiempos pasados.

a) El sacerdocio es para siempre —tu es sacerdos in aeternum—,no reclamamos el don una vez dado. No puede ser que Dios, el cual dio el impulso para decir "sí", ahora desee oír "no".

b) No debiera sorprender al mundo que la llamada de Dios a través de su Iglesia siga ofreciéndonos un ministerio célibe de amor y servicio según el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo. El llamamiento de Dios sacudió hasta lo más profundo de nuestro ser. Y después de siglos de experiencia, la Iglesia sabe cuán profundamente oportuno es que los sacerdotes den esta respuesta concreta en su vida para manifestar la totalidad del "sí" que han dicho al Señor, que les llama nominalmente a este servicio.

c) El hecho de que haya una llamada personal individual al sacerdocio hecha por el Señor, a los hombres "a quienes El ha decidido llamar", está de acuerdo con la tradición profética. Esto debería ayudarnos a comprender también que la decisión tradicional de la Iglesia de llamar a hombres al sacerdocio y no llamar a mujeres, no entraña ninguna afirmación acerca de los derechos humanos, ni es exclusión de las mujeres de la santidad y misión de la Iglesia. Esta decisión expresa bien la convicción de la Iglesia acerca de esta dimensión particular del don del sacerdocio, por cuyo medio Dios ha elegido pastorear a su grey.

3. Queridos hermanos: "El rebaño de Dios está entre vosotros, prestadle cuidados de pastor". Qué cerca de la esencia de nuestra idea del sacerdocio está el papel de pastor; a lo largo de la historia de la salvación es imagen frecuente del cuidado de Dios sobre su pueblo. Y sólo en el rol de Jesús, Buen Pastor, puede entenderse nuestro ministerio pastoral de sacerdotes. Recordad que Jesús al llamar a los Doce los convocó a ser compañeros suyos, precisamente para "enviarles a predicar la Buena Nueva". El sacerdocio es misión y servicio, es "ser enviados" por Jesús para "prestar a su rebaño cuidados de pastor". Esta característica del sacerdote muestra el sentido auténtico de lo que significa "cuidados de pastor" al aplicarle una frase estupenda que califica a Jesús de "hombre para los demás". Significa atraer la mente de la humanidad hacia el misterio de Dios, hacia la profundidad de la redención que se realiza en Cristo Jesús. El ministerio sacerdotal es misionero en su mismo meollo; significa ser enviado para los otros al igual que Cristo, enviado del Padre por la causa del Evangelio, y ser enviado a evangelizar. Según las palabras de Pablo VI "evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad... y renovar a la misma humanidad" (Evangelii nuntiandi EN 18). En la base y centro de su dinamismo, la evangelización contiene la proclamación clara de que la salvación está en Jesucristo, Hijo de Dios. Son su nombre, sus enseñanzas, su vida, sus promesas, su reino y su misterio lo que proclamamos ante el mundo. Y la eficacia de nuestra proclamación y, por tanto, el verdadero éxito de nuestro sacerdocio dependen de nuestra fidelidad al Magisterio a través del cual la Iglesia guarda "el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo que mora en nosotros" (2Tm 1,14).

En cuanto modelo de todo ministerio y apostolado en la Iglesia, el ministerio sacerdotal no puede concebirse jamás en términos de adquisición; desde el momento en que es don, es don que se ha de proclamar y compartir con otros. ¿Acaso no lo vemos claramente en las enseñanzas de Jesús cuando la madre de Santiago y Juan pidió que sus hijos se sentaran uno a su derecha y otro a su izquierda en el Reino? "Vosotros sabéis que los príncipes de las naciones las subyugan y que los grandes imperan sobre ellas. No ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que entre vosotros quiera llegar a ser grande, sea vuestro servidor, y el que entre vosotros quiera ser el primero, sea vuestro siervo, así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos" (Mt 20,25-28).

Precisamente porque Jesús fue a la perfección "hombre para los demás" al entregarse totalmente en la cruz, por esto mismo el sacerdote es más que nada siervo y "hombre para los demás" cuando actúa in persona Christi en la Eucaristía, guiando a la Iglesia en dicha celebración en la que se renueva el Sacrificio de la cruz. Porque en el culto eucarístico diario de la Iglesia se predica la "Buena Nueva" que los Apóstoles fueron enviados a proclamar en toda su plenitud; la obra de nuestra redención se actúa de nuevo.

Cuán perfectamente captaron esta verdad fundamental los padres del Concilio Vaticano 1I en el Decreto sobre el ministerio y vida sacerdotal: "Los demás sacramentos, como todos los ministerios eclesiásticos y las tareas apostólicas, están todos vinculados con la Sagrada Eucaristía y ordenados a ella... Por lo cual aparece la Eucaristía como fuente y cumbre de toda evangelización" (Presbyterorum ordinis PO 5). Al celebrar la Eucaristía, los sacerdotes nos hallamos en el corazón mismo de nuestro ministerio de servicio, de "prodigar al rebaño de Dios cuidados de pastor". Todos nuestros afanes pastorales resultan incompletos hasta que nuestro pueblo no sea llevado a participar plena y activamente en el Sacrificio eucarístico.

4. Recordemos que Jesús llamó a los Doce a ser compañeros suyos. El llamamiento al servicio sacerdotal incluye la invitación a una intimidad especial con Cristo La experiencia vivida de sacerdotes de todas las generaciones, les ha llevado a descubrir en la propia vida y ministerio la centralidad absoluta de su unión personal con Jesús, el hecho de ser compañeros suyos. Nadie puede proclamar con eficacia la Buena Nueva de Jesús ante los otros, si no ha sido primeramente él compañero constante suyo en la oración personal, si no he aprendido del mismo Jesús el misterio que ha de anunciar.

Esta unión con Jesús modelada en la unicidad con el Padre tiene además una dimensión intrínseca, como lo revela su misma oración de la última Cena: "que sean uno, Padre, como nosotros" (Jn 17,11). Su sacerdocio es uno y esta unidad debe ser actual y efectiva entre los compañeros que se ha elegido. De aquí que la unión entre los sacerdotes vivida en fraternidad y amistad, resulte exigencia y parte integral de la vida del sacerdote.

210 La unión, entre los sacerdotes no es unión y fraternidad centradas en sí mismas. Son para el Evangelio, para que al vivirlas los sacerdotes quede simbolizada la dirección esencial hacia la que el Evangelio llama al pueblo, es decir, la unión de amor con El y entre nosotros. Y sólo esta unión puede garantizar paz y justicia y dignidad a cada ser humano. Ciertamente éste es el sentido fundamental de la oración de Jesús cuando sigue diciendo: "Ruego también por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti" (Jn 17,20-21), Y está claro; ¿cómo puede el mundo llegar a creer que el Padre ha enviado a Jesucristo si no percibe de modo visible que quienes han creído en Jesús han captado el mandamiento de "amaos unos a otros"? Y, ¿cómo recibirán los creyentes testimonio de que tal amor es posible en la vida concreta, si no lo ven en el ejemplo de la unión de sus ministros sacerdotes, de aquellos a quienes el mismo Jesús integra en un mismo sacerdocio como compañeros suyos?

Hermanos míos sacerdotes: ¿No hemos tocado aquí el meollo del asunto, es decir, nuestro celo por el sacerdocio mismo? Es inseparable de nuestro celo por servir al pueblo. Esta Misa concelebrada, que simboliza tan bellamente la unidad de nuestro sacerdocio, da testimonio al mundo entero de la unión que pidió Jesús a su Padre en nuestro nombre. Pero no puede reducirse a manifestación meramente transitoria que dejaría sin fruto la oración de Jesús. Cada Eucaristía renueva esta oración por la unidad: "Señor, acuérdate de toda tu Iglesia esparcida por el mundo; concédenos crecer en el amor con tu servidor el Papa Juan Pablo..., nuestro obispo y todo el clero".

Vuestros consejos presbiterales, estructuras nuevas en la Iglesia, brindan la oportunidad maravillosa de dar testimonio visible del único sacerdocio que compartís con vuestros obispos y entre sí; y de demostrar lo que debe estar en el corazón de la renovación de cada estructura de la Iglesia: la unión por la que oró Jesús.

5. Al comienzo de esta homilía os recomendé que asumierais la responsabilidad de vuestro sacerdocio, tarea personal de cada uno, tarea que ha de ser compartida con todos los sacerdotes y debe ser también preocupación de vuestros consejos presbiterales. La fe de toda la Iglesia necesita tener claramente enfocada la concepción auténtica del sacerdocio y de su puesto en la misión de la Iglesia. De modo que la Iglesia depende de vosotros para comprenderlo cada vez con mayor profundidad; y para llevarlo a la práctica en vuestra vida y ministerio; en otras palabras, para compartir el don de vuestro sacerdocio con la Iglesia, renovando la respuesta que ya disteis a la invitación de Cristo —"ven y sígueme"— entregándoos tan totalmente como El se entregó.

A veces oímos estas palabras: "Rogad por los sacerdotes". Y hoy repito estas palabras como un reclamo, una súplica a todos los fieles de la Iglesia de Estados Unidos. Orad por los sacerdotes, para que todos y cada uno digan una y otra vez sí al llamamiento que han recibido, sigan predicando constantemente el mensaje del Evangelio y sigan siendo siempre compañeros fieles de nuestro Señor Jesucristo.

Queridos hermanos sacerdotes: Al renovar el misterio pascual y situándonos como discípulos al pie de la cruz con María la Madre de Jesús, confiemos en Ella. En su amor encontraremos fuerza para nuestras debilidades y gozo para el corazón.



VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

SANTA MISA EN LA EXPLANADA DEL «LIVING HISTORY FARMS»



De Moines

Jueves 4 de octubre de 1979



Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Aquí, en el corazón geográfico de América, en medio de estos fértiles campos en plena cosecha, vengo a celebrar la Eucaristía. Ahora que estoy en vuestra presencia, en este período de la recolección otoñal, creo que son apropiadas las palabras que se repiten cuando el pueblo se reúne a celebrar la Eucaristía: "Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan y este vino, fruto de la tierra y del trabajo del hombre".

Como quien ha vivido siempre cerca de la naturaleza, permitidme hablaros hoy de la tierra, del campo, y de lo "que es fruto de la tierra y del trabajo del hombre".

211 1. La tierra es un don de Dios, confiado al hombre desde el principio. Es un don de Dios, dado por un Creador amante como medio de sustentar la vida que El ha creado. Pero la tierra no es sólo don de Dios; es también una responsabilidad del hombre. El hombre, creado él mismo del polvo de la tierra (cf. Gén Gn 3,7), fue constituido como su dueño y señor (cf. Gén Gn 1,26). En orden a producir fruto, la tierra iba a depender del genio y la maestría, del sudor y del trabajo de la gente a la que Dios se la iba a confiar. Así, fue deseo de Dios que el alimento que iba a mantener la vida en la tierra fuese a la vez lo "que es fruto de la tierra y del trabajo del hombre".

A todos los que sois granjeros y a todos los que os halláis asociados a la producción agrícola os quiero decir esto: la Iglesia tiene en alta estima vuestro trabajo. Cristo mismo mostró su estima por la vida agrícola al describiros a Dios su Padre como "viñador" (Jn 15,1). Vosotros cooperáis con el Creador, el "viñador", al conservar y nutrir la vida. Vosotros cumplís el mandamiento dado por Dios al principio: "Henchid la tierra; sometedla" (Gn 1,28). Aquí, en el corazón de América, los valles y colinas han sido cubiertos de grano, los hatos y rebaños se han multiplicado continuamente. Trabajando duramente os habéis convertido en dueños de la tierra y la habéis sometido. Gracias a la abundante fertilidad que las modernas técnicas agrícolas han hecho posible, mantenéis la vida de millones de personas que no trabajan la tierra, pero que viven de lo que producís. Consciente de esto, hago mías las palabras de mi amado predecesor Pablo VI: "Hay que proclamar y promover sin descanso la dignidad de los agricultores, la de todos los que trabajan a diferentes niveles en la investigación y en la acción dentro del campo del desarrollo agrícola" (Alocución a la Conferencia mundial de la Alimentación, 9 de noviembre de 1974, núm. Nb 7).

¿Cuáles son, pues, las actitudes que deben permear las relaciones del hombre con la tierra? Como siempre, debemos buscar la respuesta empezando por Jesús, porque, como dice San Pablo: "Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (FIp 2, 5). En la vida de Jesús observamos una real cercanía a la tierra. En su enseñanza hacía referencia a las "aves del cielo" (Mt 6,26), los "lirios del campo" (Mt 6,28). Hablaba del agricultor que salió a sembrar su semilla (cf. Mt Mt 13,4 ss.); llamaba a su Padre celestial "viñador" (Jn 15,1), y a Sí mismo se denominaba "buen pastor" (Jn 10,14). Esta cercanía a la naturaleza, esta espontánea conciencia de la creación como don de Dios, así como la bendición de la familia estrechamente unida (características todas ellas de la vida agrícola en todas las épocas, incluida la nuestra), todo ello formaba parte de la vida de Jesús. Por consiguiente, os invito a que vuestras actitudes sean siempre las de Cristo Jesús.

2. Tres son, en particular, las actitudes apropiadas a la vida rural. En primer lugar: gratitud. Recordad las primeras palabras de Jesús en el Evangelio que acabamos de escuchar: "Te alabo, Padre, Señor de cielos y tierra". Que ésta sea siempre vuestra actitud. Diariamente se le recuerda al agricultor cuánto depende de Dios. De los cielos viene la lluvia, el viento y el calor. Todo ello sucede al margen de las órdenes o el control del agricultor. El agricultor prepara la tierra, siembra la semilla y trabaja la cosecha. Pero Dios hace que crezca; sólo El es fuente de vida. Incluso los desastres naturales, tales como granizadas y sequías, tornados o avenidas, recuerdan al granjero que depende de Dios. Fue seguramente esta convicción lo que empujó a los primitivos peregrinos llegados a América a establecer la fiesta llamada de "Acción de gracias". Después de cada cosecha, independientemente de lo que haya producido ese año, los agricultores hacen suya, con humildad y agradecimiento, la oración de Jesús: "Te alabo., Padre, Señor de cielos y tierra".

En segundo lugar, la tierra debe conservarse con cuidado, puesto que se pretende que sea fructífera de generación en generación. A vosotros, que vivís en el corazón de América, se os ha confiado una parte de la mejor tierra del mundo: un suelo rico en minerales, un clima favorable para la producción de cosechas fértiles, agua fresca y aire limpio disponibles a vuestro alrededor. Sois siervos de algunos de los más importantes recursos con que ha dotado Dios al mundo. Conservad, por consiguiente, bien la tierra, para que los hijos de vuestros hijos y las generaciones que les sigan puedan heredar una tierra todavía más rica que la que os fue confiada. Pero recordad, al mismo tiempo, cuál es el núcleo de vuestra vocación. Es verdad que la agricultura, hoy y aquí, suministra al agricultor unos medios de vida económicos; sin embargo, eso siempre será algo más que una empresa de simple lucro. Mediante la agricultura cooperáis con el Creador en la conservación misma de la vida en la tierra.

En tercer lugar, os quiero hablar de la generosidad, de una generosidad que nace del hecho de que "Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa, bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad" (Gaudium et spes GS 69). Vosotros, agricultores de hoy, sois siervos de un don de Dios que se quiso fuera para el bien de toda la humanidad. Tenéis la capacidad de proveer de alimento a millones de personas que no tienen nada que comer y de contribuir, así, a librar al mundo del hambre. Os dirijo la misma pregunta que formuló Pablo VI hace cinco años: "...Si el potencial de la naturaleza es inmenso, si el del dominio del espíritu humano sobre el universo parece casi ilimitado, ¿qué falta muchas veces para que actuemos con equidad... con esta generosidad, esta inquietud que suscita la vista de los sufrimientos y de las miserias de los pobres, esta profunda convicción de que toda la familia sufre cuando uno de sus miembros está en la aflicción?" (Alocución a la Conferencia mundial de la Alimentación, 9 de noviembre de 1974, Nb 9).

Recordad cuando Jesús vio a la multitud hambrienta reunida en la montaña. ¿Cuál fue su respuesta? No se contentó con manifestar su compasión. Les dio a sus discípulos esta orden: "Dadles vosotros de comer" (Mt 14,16). ¿No proyectó esas mismas palabras hacia nosotros hoy; hacia nosotros que vivimos en la última etapa del siglo XX, hacia nosotros que tenemos medios capaces para alimentar a los hambrientos del mundo? Respondamos generosamente a su mandato compartiendo el fruto de nuestro trabajo, haciendo partícipes a otros de los conocimientos que hemos adquirido, siendo en todas partes los promotores del desarrollo rural y defendiendo el derecho al trabajo de la población rural, puesto que toda persona tiene derecho a un empleo adecuado.

3. Los agricultores suministran pan a toda la humanidad, pero sólo Cristo es pan de vida. Sólo El satisface la más profunda hambre de la humanidad. Como dice San Agustín: "Nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en Ti" (Confesiones I, 1). A la vez que somos conscientes del hambre físico de millones de hermanos y hermanas nuestros en todos los continentes, recordamos en esta Eucaristía que el hambre más profunda se halla en el fondo del alma humana. A todos aquellos que son conscientes de esa hambre en ellos mismos, Jesús les dice: `"Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré". Hermanos y hermanas en Cristo: Escuchemos estas palabras con todo nuestro corazón. Van dirigidas a cada uno de nosotros. A cuantos cultivan la tierra, a cuantos se benefician del fruto de su trabajo, a todos los hombres y mujeres de la tierra Jesús dice: "Venid a mí... que yo os aliviaré". Aunque todos los hambrientos físicos del mundo fueran saciados, aunque todos los que padecen hambre (mujeres y hombres) fuesen nutridos por su propio trabajo o por la generosidad de los demás, esa hambre más profunda del hombre persistiría todavía.

En la Carta de San Pablo a los Gálatas se nos recuerda: "Lo que importa, en definitiva, es que uno sea creado de nuevo". Sólo Cristo puede recrearnos; y esta nueva creación empieza sólo en su cruz y resurrección. Sólo en Cristo es donde toda la creación es restaurada en su propio orden. Por eso os digo: Venid todos vosotros a Cristo. El es el pan de vida. Venid a Cristo y nunca volveréis a tener hambre.

Traed con vosotros a Cristo el producto de vuestras manos, el fruto de la tierra, lo "que es fruto de la tierra y del trabajo del hombre". En este altar, estos dones serán transformados en Eucaristía del Señor.

Traed con vosotros vuestros esfuerzos por hacer una tierra fértil, vuestro trabajo y vuestra fatiga. En este altar, a causa de la vida, muerte y resurrección de Cristo, queda santificada, elevada y colmada toda actividad humana.

212 Traed con vosotros al pobre, al enfermo, al exiliado y al hambriento; traed a cuantos están fatigados o llevan una vida agobiante. En este altar serán reconfortados, porque su yugo es suave y su carga ligera.

Pero sobre todo traed a vuestras familias y dedicadlas nuevamente a Cristo, para que puedan continuar siendo esa comunidad laboriosa, viva y amante donde se respeta la naturaleza, donde se comparten las cargas y donde el Señor es alabado con gratitud.



B. Juan Pablo II Homilías 206