B. Juan Pablo II Homilías 678


VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA

EN LA EXPLANADA DEL BARRIO LA CONCORDIA




Melo (Uruguay)

679

Domingo 8 de mayo de 1988



Amadísimos hermanos y hermanas,
¡Alabado sea Jesucristo!

1. Alabado sea Jesucristo en esta región oriental del Uruguay donde viven y trabajan tantos hombres y mujeres que guardan en sus corazones, como en sagrado relicario, el tesoro de su fe católica. Que Dios bendiga vuestros hogares cristianos para que sean escuelas de virtud y de trabajo donde reinen el amor y la paz.

Saludo al Señor Presidente de la República y dignísimas autoridades.

Saludo a todos los fieles de esta diócesis de Melo, con su Pastor a la cabeza, a quien agradezco vivamente las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido.

Saludo también a los otros arzobispos y obispos aquí presentes. Este saludo va igualmente a los Pastores y a los fieles de las diócesis vecinas del Brasil que se han unido gozosamente a sus hermanos uruguayos para recibir al Papa.

Con inmensa alegría estoy aquí entre vosotros para celebrar juntos la fe en Cristo. Yo no quiero anunciaros otra cosa, mas que a Cristo Redentor; a Jesucristo, el Hijo de Dios, que trabajó con sus manos, para enseñarnos cómo debemos comportarnos en nuestro esfuerzo por construir de modo solidario un mundo mejor.

Que con la ayuda de Dios, aprendamos a conocer más y mejor la vida de trabajo de Cristo, “el hijo del carpintero” (Mt 13,5), que pasó la mayor parte de su existencia terrena compartiendo la vida de cada día con sus hermanos los hombres y ocupando sus años como un trabajador.

2. ¿No es verdad que, cuando escuchamos al Señor, percibimos que nos está hablando indudablemente de lo que El ha vivido y de lo que vivían los hombres de su tiempo? Jesús tenía que conocer a la perfección el trabajo del campo. Se refiere con detalle, por ejemplo, a los cuidados que requiere una viña (cf. Jn Jn 15,1-6) y a la suerte distinta que corren las semillas de trigo esparcidas en la tierra por el sembrador (cf. Lc Lc 8,5-8). Jesús se siente dichoso al contemplar los campos dorados, listos para la siega (cf. Jn Jn 4,35) y se enternece ante el cariño con que un pastor bueno carga sobre sus hombros la oveja que se le había perdido (cf. Lc Lc 15,4-6).

En sus enseñanzas, el Hijo de Dios toma pie del trabajo del hombre y de la mujer para darnos a conocer las verdades del reino de los cielo. Jesús sabe cómo una mujer mezcla la levadura y la harina para hacer el pan (cf. Mt Mt 13,33); cómo se remienda un vestido roto (cf. Lc Lc 5,36); cómo negocia un buscador de perlas (cf. Mt Mt 13,45-46) y también cuáles son las posibilidades de negociar con el propio dinero (cf. Ibíd. 25, 14-17). Asimismo al Señor no le resulta indiferente la suerte de los que están desocupados, a la espera de ser contratados para trabajar (cf. Mt Mt 20, 1ss..

680 3. El esfuerzo humano, la laboriosidad, la actividad creadora es un tema que encontramos ya presente en los comienzos de la Revelación divina. “La Iglesia –como señalé en la Encíclica “Laborem Exercens”– halla en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción, según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra” (Laborem Exercens LE 4), en virtud del mandato de dominar la tierra, dado por Dios a la humanidad.

Es verdad que el trabajo reclama esfuerzo y conlleva fatiga y cansancio, que son consecuencia del desorden introducido por el pecado; pero, habiendo sido asumido y practicado por Cristo, que lo convirtió así en realidad redimida y redentora, ha vuelto a ser una bendición de Dios. “Mediante su trabajo (el hombre) participa en la obra del Creador y, según sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado” (Ibíd.25).

El trabajo no es, pues, algo que el hombre debe realizar sólo para ganarse la vida; es una dimensión humana que puede y debe ser santificada, para llevar a los hombres a que se cumpla plenamente su vocación de criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios.

Por medio del trabajo, la persona se perfecciona a sí misma, obtiene los recursos para sostener a su familia, y contribuye a la mejora de la sociedad en la que vive. Todo trabajo es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación, y cualquier trabajo honrado es digno de aprecio.

Jesucristo, nuestro Señor, es también nuestro guía y modelo. “Todo lo hizo bien” (Mc 7,37), decían de El las gentes. Cada uno de nosotros –asumida por la fe nuestra condición de hijos de Dios en Cristo– hemos de esforzarnos por seguir sus huellas en el trabajo de cada día. Como leemos en el Antiguo Testamento, no se le hacen a Dios ofrendas defectuosas (cf. Lv Lv 3,1 Lv Lv 3,6 Lv Lv 3,23 Lv Lv 3,28). Los cristianos serán verdaderamente “sal de la tierra” y “luz del mundo” (Mt 5,13-14), si saben dar a su trabajo la calidad humana de una obra bien hecha, con amor de Dios y con espíritu de servicio al prójimo.

4. La obligación de trabajar, impuesta por Dios al hombre como un deber en el comienzo de la creación, sólo puede cumplirse si está asegurado el correspondiente derecho al trabajo.La importancia de esta materia me ha llevado a afirmar que “el trabajo es la clave esencial de toda la cuestión social” (Laborem Exercens LE 3), y en mi última Encíclica he vuelto a manifestar la preocupación social de la Iglesia por el desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad. Con su doctrina social, la Iglesia “intenta guiar... a los hombres para que ellos mismos den una respuesta, con la ayuda también de la razón y de las ciencias humanas, a su vocación de constructores responsables de la sociedad terrena” (Sollicitudo rei socialis SRS 1).

Por lo que se refiere a la primacía del trabajo en la solución de los problemas sociales, la Iglesia tiene este convencimiento: “Si el sistema de relaciones de trabajo, llevado a la práctica por los protagonistas directos –trabajadores y empleados, con el apoyo indispensable de los poderes públicos– logra instaurar una civilización del trabajo, se producirá entonces en la manera de ver de los pueblos y incluso en las bases institucionales y políticas, una revolución pacífica en profundidad” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Conscientia, 83).

5. Instaurar una “civilización del trabajo” es una tarea que requiere la participación solidaria de toda la sociedad. Por eso, deseo hacer un llamado a todos los fieles católicos y a todos los uruguayos de buena voluntad.

Aquellos que poseen la tierra y otras clases de bienes, deben tener presente que sobre toda propiedad privada, “grava una hipoteca social” que les obliga a procurar que sus propiedades rindan en beneficio de la colectividad.

Quien tiene empleados a su servicio está moralmente obligado a velar para que tengan buenas condiciones de trabajo y una vivienda digna para cada uno con su propia familia. Asimismo debe cuidar que la remuneración sea suficiente para llevar una vida decorosa y, si es posible, que la rebase. De la misma forma, debe procurarse que los trabajadores del campo puedan acceder a unas condiciones de vida que eviten la emigración a las ciudades, causa de graves problemas humanos y sociales.

6. En medio de este extenso mundo del trabajo humano no quiero pasar por alto a quienes se dedican a la actividad empresarial, para recordarles que “la prioridad del trabajo sobre el capital convierte en un deber de justicia... anteponer el bien de los trabajadores al aumento de las ganancias. Tienen la obligación moral de no mantener capitales improductivos y, en las inversiones, mirar ante todo al bien común. Esto exige que se busque prioritariamente la consolidación o la creación de nuevos puestos de trabajo para la producción de bienes realmente útiles” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Conscientia, 83).

681 7. Con mi palabra y con mi corazón estoy también muy cerca de los que se dedican a la actividad sindical. La Iglesia ha defendido siempre el derecho de asociación en todos los niveles de la convivencia, porque es una consecuencia de la naturaleza social y comunitaria del hombre. La asociación con fines laborales, en los sindicatos, no solamente es justa, sino que –siempre dentro del respeto de los principios de la justicia– se muestra conveniente para lograr la armonía social. Merecen incondicionalmente apoyo y aliento todos aquellos que, con abnegación y sacrificio dedican sus esfuerzos por mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. Como sabéis, “la doctrina social católica no considera que los sindicatos constituyan únicamente el reflejo de la estructura de clase de la sociedad y que sean el exponente de la lucha de clases que gobierna inevitablemente la vida social. Sí, son un exponente de la lucha por la justicia social, por los justos derechos de los hombres del trabajo según las distintas profesiones... pero no es una lucha “contra los demás”... Los justos esfuerzos por asegurar los derechos de los trabajadores, unidos por la misma profesión, deben tener siempre en cuenta las limitaciones que impone la situación general del país. Las exigencias sindicales no pueden transformarse en una especie de “egoísmo” de grupo o de clase por más que puedan y deban tender también a corregir – con miras al bien común de toda la sociedad – incluso todo lo que es defectuoso en el sistema de propiedad de los medios de producción o en el modo de administrarlos o de disponer de ellos” (Laborem Exercens LE 20).

8. Y finalmente, quisiera destacar la importancia de valorar socialmente las funciones que con abnegación y entrega, desempeñan en sus casas, las madres de familia. Con esto deseo hacer patente el reconocimiento y homenaje que se debe a la mujer uruguaya.Ella ha desempeñado un papel providencial e inconfundible para conservar la fe y custodiar el perfil propio del alma cristiana en América Latina. Es justo que también su trabajo sea apreciado en lo que vale; y, si todos los trabajos son dignos delante de Dios y de la sociedad, el que a diario lleva a cabo una madre tiene una trascendencia superior. “Será un honor para la sociedad –señalaba en mi Encíclica sobre el trabajo humano– hacer posible a la madre –sin obstaculizar su libertad, sin discriminación sicológica o práctica, sin dejarla en inferioridad ante sus compañeras– dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos... La verdadera promoción de la mujer exige que el trabajo se estructure de manera que no deba pagar su promoción con el abandono del carácter específico propio y en perjuicio de la familia en la que como madre tiene un papel insustituible” (Ibíd. 19).

9. Construir una “civilización del trabajo” es un imperativo ético exigido por la vocación sobrenatural del hombre y, al mismo tiempo, es un reto a su capacidad creadora. La Iglesia no puede dejarse arrebatar por ninguna ideología o corriente política la bandera de la justicia, que es exigencia del Evangelio. Por otra parte, “la doctrina social de la Iglesia no propone ningún sistema (económico, social o político) particular, pero, a la luz de sus principios fundamentales, hace posible, ante todo, ver en qué medida los sistemas existentes resultan conformes o no a las exigencias de la dignidad humana” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Conscientia, 74). La construcción de una “civilización del trabajo” trae, pues, consigo una invitación al diálogo sereno entre los que sustentan opiniones diversas acerca de las posibles soluciones de los problemas que hay que resolver. No existe para ellos una única solución ni nadie tiene el derecho de definir como “católica” su propia solución, puesto que los principios enseñados por la Iglesia admiten pluralidad de aplicaciones prácticas (cf. (Sollicitudo rei socialis SRS 41).

También hay que decir que ninguna ideología puede abrogarse el monopolio de las soluciones a los problemas sociales. La “civilización del trabajo” exige el estudio profundo de los problemas y el estar dispuesto a aceptar la verdad; pide, asimismo, dejar de lado las ambiciones particulares o de grupo para mirar ante todo al bien común. Una “civilización del trabajo” requiere espíritu de sacrificio, espíritu de colaboración y solidaridad. Sobre todo, su realización exige un esfuerzo educativo de las jóvenes generaciones en las virtudes del trabajo y en la práctica de la espiritualidad que le es propia (Laborem Exercens LE 24-27).

Construir una “civilización del trabajo” es, en fin, un ideal que está al alcance de una sociedad como la vuestra, hondamente arraigada en su histórica vocación cristiana y con un hondo sentido de la justicia y de la igualdad entre los hombres.

10. Queridos hermanos y hermanas: Al terminar nuestro encuentro, os invito a mirar nuevamente a Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, el “hijo del carpintero”. Con la Santísima Virgen, su Madre, y con San José, Jesús formó parte del hogar que es modelo para todas las familias cristianas. Santificó la noble realidad del trabajo humano, desarrollando, durante la mayor parte de su vida, la humilde labor de un artesano. Jesús nos enseñó, de este modo, a valorar el trabajo en función del amor con que lo hagamos.

Construid, pues, la “civilización del trabajo”, obrando en todo momento y lugar con amor, según la justicia y la caridad, con desprendimiento y sin perder de vista la luz eterna que alumbra nuestros pasos en la tierra. A todos los que estáis aquí, que habéis venido de los departamentos de Cerro Largo y Treinta y Tres, y de lejanos sitios, y del Brasil, os encomiendo a San José Obrero, Esposo de la Virgen Santísima, para que bajo su protección alcancéis la gloria eterna, después de trabajar por vuestros hermanos los hombres. Con afecto imparto a todos mi Bendición Apostólica.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA Y ORDENACIONES SACERDOTALES



Florida (Uruguay)

Domingo 8 de mayo de 1988



“No me habéis elegido vosotros,
sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15,16).

682 1. Jesús pronunció estas palabras mientras cenaba con sus Apóstoles reunidos en el cenáculo antes de la pasión. Eran “los suyos” (Ibíd. 13, 1), aquellos a quienes había llamado uno a uno (Mc 3,13-19), y cuyos nombres hemos escuchado en la primera lectura de la liturgia que ahora estamos celebrando.

“No me habéis elegido vosotros, sino que yo os he elegido a vosotros”.

Son palabras que llegan al corazón, porque Jesús las pronuncia hoy y aquí, en medio de nosotros, queridos hijos y hermanos. Se dirigen, en primer lugar, a los que vais a recibir la ordenación sacerdotal; por la imposición de manos y la oración recibiréis el don del Espíritu Santo que os consagrará a Dios para siempre, configurándoos con Cristo Sacerdote, ministros suyos “para que podáis obrar como en persona de Cristo Cabeza” (Presbyterorum Ordinis PO 2).

Estas palabras van dirigidas también en este día a cuantos por el sacerdocio ministerial, obispos y presbíteros, participamos jerárquicamente del sacerdocio del mismo Cristo y estamos al servicio de la Iglesia, especialmente de la Iglesia en Uruguay.

Saludo al obispo de esta diócesis y a todos los hermanos en el Episcopado, en particular al Pastor y fieles de la vecina diócesis de Canelones, que acaba de cumplir su XXV aniversario de fundación.

Quiero saludar con sincero afecto a todas las personas aquí presentes, a todo el Pueblo de Dios, a la Iglesia que peregrina en vuestras tierras y que estoy visitando estos días como Pastor de la Iglesia universal.

2. Mis queridos hermanos: En nombre y en presencia de Cristo Resucitado nos reunimos hoy para celebrar la Eucaristía. Esta es una ocasión particularmente solemne, pues en ella tiene lugar una ordenación sacerdotal. Nos acompaña además como testigo de excepción, la Purísima Virgen de los Treinta y Tres, Patrona de vuestra nación, Madre cariñosa de cada uno de los uruguayos. También yo he querido hacerme peregrino, junto con vuestro pueblo, para postrarme a sus pies aquí en Florida.

Hoy nos reunimos en cenáculo con María para celebrar una ordenación sacerdotal. Es para mí motivo de particular alegría saber que todos los aquí presentes estáis espiritualmente unidos al Papa en la oración y ofreciendo también a Dios estas primicias de juventud que serán prenda de futuras vocaciones sacerdotales y de fidelidad generosa por parte de quienes se preparan para el sacerdocio.

Cristo se dirigió en el cenáculo a los que había escogido para que fueran ministros de la Eucaristía y les dijo aquellas palabras que después de tantos siglos todavía conmueven nuestros corazones: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,14).

¿Qué es lo que Jesús manda hacer a sus discípulos? ¿Qué es lo que el Señor nos dice a todos nosotros y especialmente a vosotros, que os preparáis para recibir la ordenación sacerdotal?

Pues bien, Jesús nos transmite su mandamiento de amor, para que nosotros, sus ministros, sirvamos a los hermanos como el Buen Pastor, incluso dando la vida por ellos si fuera necesario: “Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Ibíd.15, 12). Es un mandato que nos da a modo de herencia en la víspera de su inmolación en la cruz. Nuestro sacerdocio es participación y ejercicio de esta amistad profunda de Cristo Sacerdote, que ofrece su vida de acuerdo con los designios salvíficos del Padre sobre la humanidad. Por el sacramento del orden sagrado, Cristo os hará “partícipes de su propia consagración y misión”, que es “unción del Espíritu Santo” (Presbyterorum Ordinis PO 2). Cristo os va a comunicar su amistad, una unión con El tan singular, que sus palabras serán vuestras y vuestras palabras serán suyas, su Cuerpo será vuestro y vuestro cuerpo será suyo. En vuestras manos encontraréis todos los días el signo más fuerte de la eficacia de vuestro ministerio: el pan y el vino transformados en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Seréis así instrumentos principales de su victoria sobre el pecado y la muerte, para manifestar su justicia en medio de esta nación y hasta los confines de la tierra.

683 3. Cristo nos llama a ser servidores y dispensadores de la Eucaristía como un día llamó a los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén. Nos llama a ser portadores de la amistad divina a todos los hermanos y, ¿cómo no recordar que esta amistad es una llamada a entrar en la intimidad de Cristo para vivir personalmente del misterio de su encarnación y redención?

Debemos adentrarnos más y más en el misterio eucarístico de Cristo, esto es, de entrega al sacrificio, llevados sólo de su amor. Y, como sacerdotes de la Nueva Alianza, hemos de celebrar este misterio como pacto y sacrificio de amor bajo signos sacramentales, es decir, bajo las especies de pan y vino, conforme a la institución del Señor durante la última Cena.

Si celebramos este sacrificio de Cristo, que es el sacrificio del Hijo de Dios hecho hombre, es que somos amigos suyos de un modo particular, pues sólo a los amigos íntimos se confía aquello que constituye la expresión y el fruto del propio amor, lo más querido. En efecto, Jesús deja en nuestras débiles manos su inmolación de Buen Pastor, el precio de las almas, la garantía de la gloria de Dios y de la salvación del mundo. ¿No vale, pues, la pena, aceptar cualquier sacrificio y renuncia a cambio de ser consecuentes con este amor que lo da todo y que por ello puede exigirlo todo?

4. “No os llamo siervos... A vosotros os he llamado amigos” (
Jn 15,15).

Precisamente porque somos amigos del Señor y Redentor del mundo, hemos de ser los servidores del Pueblo de Dios. Por esto nuestro sacerdocio, sin dejar de ser jerárquico, es sacerdocio ministerial, es decir, de servicio. Nuestra misión es la de “servir a Cristo, Maestro, Sacerdote y Rey” (Presbyterorum Ordinis PO 1), que se prolonga en la Iglesia y nos espera en los hermanos, particularmente en los más necesitados.

Nosotros, queridos ordenandos, no somos ministros de la Iglesia para servirnos de ella, sino para servirla sin esperar premios ni ventajas temporales. Somos ministros y heraldos del Evangelio, que debemos predicar “a tiempo y a destiempo” (2Tm 4,2) –como recomienda San Pablo– con toda fidelidad, en comunión con el Magisterio de la Iglesia. Se os encomienda la fe del pueblo cristiano, para que lo instruyáis en la verdad del Evangelio y en el camino de la salvación. Para santificar de veras al pueblo –especialmente por la celebración de los santos sacramentos, la vida litúrgica, la oración– debéis presidir los divinos misterios según las normas de la Iglesia, uniéndoos con la ofrenda de Cristo por la salvación del mundo. Vuestra alegría más profunda, por ser “gozo pascual” (Presbyterorum Ordinis PO 11), es y será siempre la de pertenecer totalmente a Cristo que os ha llamado, que os envía, que os acompaña y que os espera en los hermanos. “Os he llamado amigos porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15). Como cristianos, y especialmente como sacerdotes, somos fiduciarios y transmisores de la Palabra que viene de Dios vivo. Es la Palabra del Padre, pronunciada eternamente en el amor del Espíritu Santo. Es el Verbo Encarnado, hecho hombre en las entrañas de la Virgen María, presente en los signos pobres de la Iglesia. Es la Palabra del amor más grande que existe: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de El” (1Jn 4,9).

¡Vivir por El y para El! Ese es nuestro ideal y nuestra razón de ser como sacerdotes, según sus palabras en la última Cena: “Vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio” (Jn 15,27). Dios nos ha enviado a su Hijo para que tuviéramos vida abundante, gracias al sacrificio de la cruz, gracias a la Eucaristía que nos alimenta y santifica.

5. ¡Queridos hermanos y hermanas, todos los que me escucháis, todos los que vivís en esta tierra uruguaya! “¡Dios es Amor!”. Vuestra vida será verdaderamente humana y cristiana si se hace donación a imitación de Dios Amor.

¡Queridos hermanos en el sacerdocio ministerial! Vosotros los que hoy recibís la ordenación sacerdotal y también vosotros, los que con abnegación y sacrificio trabajáis en la viña del Señor: Habéis de ser testigos de este Dios que es Amor y que en Cristo su Hijo se manifiesta como el Buen Pastor que da la vida por amor. Debéis ser servidores del amor que Dios infunde en nuestros corazones por el “sello” indeleble del Espíritu de amor, en nombre de esta amistad con la que Cristo os ha marcado, no declinéis esta hermosa incumbencia de ser servidores del Amor.

Cuidad la unidad de la familia cristiana en la caridad, buscad la oveja perdida, alentad al débil, con paciencia, sabiendo que también vosotros estáis expuestos a la debilidad, aunque seáis sacerdotes (cf He 5,2). Vuestra tarea es inmensa. Estáis en el centro del diálogo de la salvación, entre Dios y los hombres. Por eso, la fidelidad del sacerdote es signo de la fidelidad de Dios que ofrece su gracia en la Iglesia, Esposa de Cristo. Poned en El toda vuestra confianza, porque El os ha elegido y os ha destinado para que vayáis y deis mucho fruto y vuestro fruto permanezca (cf. Jn Jn 15,16).

Os encomiendo a Jesús, Buen Pastor, por mediación de su Madre, que es también nuestra Madre. Que Ella os acompañe en todo momento. Recurrid a María, confiaos a su protección, pues el Señor desde la cruz nos la entregó como Madre en la persona del discípulo amado. «Que cada uno de nosotros permita a María que ocupe un lugar “en la casa” del propio sacerdocio ministerial, como madre y mediadora de aquel “gran misterio” (cf. Ef Ep 5,32), que todos deseamos servir con nuestra vida» (Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 25 de marzo de 1988).

684 6. Y después de este mensaje sacerdotal, me dirijo ahora a todos los aquí presentes, para compartir la alegría de sentirnos Pueblo de Dios bajo la mirada maternal de María y ante la imagen santa de la Purísima Virgen de los Treinta y Tres.

En este domingo memorable, lleno de gozo pascual, yo, Sucesor del Apóstol Pedro en la sede de Roma y huésped vuestro, lanzo mi llamada a esta tierra uruguaya gritando con las palabras del salmista a todos los aquí presentes y a cuantos en el Uruguay están unidos espiritualmente a nosotros: “Cantad al Señor un cántico nuevo” (
Ps 98 [97], 1). En Cristo Resucitado, “el Señor ha dado a conocer su salvación” (Ibíd. 2), anunciando la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.

Tal como acabamos de proclamar, asociando nuestras voces al canto del Salmo, “el Señor ha revelado a los pueblos su justicia” (Ibíd.). La justicia del Padre no es otra cosa que su misericordia y su fidelidad en todo tiempo y en favor de todos los pueblos; es la salvación que nos ha dado en su Hijo Jesucristo y que nosotros ya hemos recibido. Nosotros ya hemos conocido que esta salvación y justicia de Dios se expresan en el amor, porque Dios es Amor.

7. “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios” (Ps 98 [97], 3). También a esta tierra uruguaya, desde hace siglos, se ha revelado la justicia salvadora de Dios, por medio de la predicación de la Iglesia. En medio de vosotros se ha proclamado el perdón que viene de Dios el cual comunica su amor, su misma vida y a todos llama a participar de su propia santidad. Los hijos y hijas de esta tierra ya caminan desde hace siglos en la luz de Cristo.

“Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios” (Ibíd.). Esa victoria de Cristo Resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, brilla en la Purísima Virgen María. Ella misma lo proclamó en las palabras del Magníficat: “Dios mi Salvador... ha puesto los ojos en la humildad de su esclava... ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre” (Lc 1,47-49).

Con vosotros contemplo esta imagen de María Inmaculada, que es vuestra Patrona, y veo en Ella la victoria de nuestro Dios. María es para nosotros “el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios” (Redemptoris Mater RMA 11). De esta forma, también en nosotros se cumplen las palabras proféticas que brotaron de sus labios: “Desde ahora todas las generaciones me llamerán bienaventurada” (Lc 1,48).

Sí, esta imagen nos pone en ininterrumpida conexión con las generaciones de vuestro pueblo que han ensalzado a María, que han acudido a su protección, que se han dejado guiar por su ejemplo. Esta imagen de la Virgen es una llamada y a la vez un signo de la presencia de la Madre de Dios desde los origines de vuestra nación.Gracias a Ella, ¡cuántas familias han mantenido la unión y el amor!, ¡cuántos jóvenes han encontrado su camino vocacional!, ¡cuántas personas han recuperado la paz y la serenidad!

Su talla en madera de vuestros montes es fruto de esta tierra uruguaya. Manos indias la labraron y trajeron por estos parajes. Amor de indios, blancos y mestizos, le hicieron una pequeña hornacina y le ofrecieron sus tierras. Ahora es ya como un memorial de la historia de cada uno de vosotros, de cada familia, de todo el Uruguay.

Esta imagen nos trae a la memoria la devoción de vuestros mayores a la Madre de Dios, así como su fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. Recordamos a vuestro prócer nacional, José Artigas, que puso bajo la protección de María a las poblaciones de Carmelo y Purificación, y que en los últimos años de su vida os dejó el testimonio humilde del rezo cotidiano del santo rosario.

Vosotros bien sabéis que la historia de vuestra patria está ligada a esta santa imagen. Con su mismo nombre, “La Virgen de los Treinta y Tres”, el pueblo ha querido recordar a los héroes que se pusieron bajo su amparo. Por esto, con toda razón, los uruguayos la ensalzan como Estrella del alba y la proclaman Capitana y Guía por las sendas de la paz y el amor.

8. María Santísima, que llevó en su seno a Cristo, Sacerdote y Redentor, nos invita a apreciar este gran don que nos dejó Jesús: el ministerio sacerdotal. Por esto, amad a vuestros sacerdotes, orad por ellos y encomendadlos a la Virgen. Escuchad sus enseñanzas, acercaos a recibir la vida de Cristo en los sacramentos, especialmente en los de la reconciliación y de la Eucaristía.

685 Vuestro pueblo, lo sabéis bien, necesita más sacerdotes. Esta preocupación por el fomento de las vocaciones sacerdotales espera la solidaridad de los laicos, ya que ha de ser tarea de todos los bautizados. Pedid pues a María que el Señor os envíe santos sacerdotes: que vuestras familias y comunidades eclesiales sean el ambiente adecuado en que se escuche el llamado de Dios y vuestros hijos se sientan alentados a seguirlo.

Vosotros, jóvenes, pedidle al Señor que os haga oír su voz, que escuchéis el llamado que os tiene quizá reservado a vosotros. Haced de vuestra vida un seguimiento del Maestro y sed generosos en darle vuestro corazón. Y si os llamara al sacerdocio o a la vida consagrada no temáis, confiad en El, que es el amigo que nunca defrauda.

Jesucristo es el Maestro que nos enseña la verdad sin engaño y el amor auténtico. El Señor no quiere comunicarnos menos de lo que El tiene: “Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado” (
Jn 15,11). No tengáis miedo. El os llama al gozo y felicidad verdadera, y os señala el camino seguro. El os da la fuerza. Acudid a El en la oración. Escuchad su palabra. Recibid el perdón de Cristo y la gracia de la conversión por medio de la confesión frecuente. Alimentaos con la Eucaristía.

Uníos, queridos jóvenes uruguayos, para renovar vuestra patria en un esfuerzo común de solidaridad, de honestidad, de verdad y de amor. Poneos al servicio de los demás, especialmente de los pobres y de los que sufren.

A todos los que moráis en estas benditas tierras os invito a hacer de vuestras vidas un testimonio de la victoria de Cristo Redentor que, desde la Cruz, nos entregó a su Santísima Madre para que fuera también Madre nuestra.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

SANTA MISA EN EL «PARQUE MATTOS NETO»



Salto (Uruguay) - Lunes 9 de mayo de 1988



“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los que sufren” (Is 61,1).

1. Estas palabras del profeta Isaías que acabamos de escuchar fueron escritas varios siglos antes de la venida de Cristo.

El mismo día en que daba comienzo a su actividad mesiánica, –como nos narra el evangelista San Lucas– Jesús, tomando el volumen del profeta Isaías en la sinagoga de Nazaret leyó estas mismas palabras. Ante la gente de su misma ciudad, con quien había vivido durante treinta años, declaró: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”(Lc 4,21).

El Señor se presenta abiertamente como Aquél a quien el Padre “ha ungido” (Is 61,1) y “ha enviado” (Ibíd.) al mundo; el que viene con la potencia del Espíritu de Dios para anunciar la Buena Nueva: la Buena Nueva del Evangelio.

Las palabras del profeta Isaías que Jesús aplicó a sí mismo en la sinagoga de Nazaret señalan el comienzo de la proclamación del Evangelio: el comienzo de la evangelización.

686 Jesucristo es el primer evangelizador; y así, dondequiera que se anuncia la Buena Nueva en nombre de Cristo, allí mismo actúa El como mensajero de salvación. Esta es la salvación que toda la asamblea ha invocado dirigiéndose a Dios, “¡Muéstranos, Señor, tu misericordia, y danos tu salvación!” (Ps 85 [84], 8).

El Evangelio es la revelación de Dios, el cual tanto amó al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que el hombre tenga la vida eterna (cf. Jn Jn 3,16). Y es también la revelación de la verdad sobre el hombre, sobre su dignidad, sobre su vocación suprema y definitiva.

Nosotros lo llamamos Buena Nueva o “Feliz anuncio”, porque lleva la consolación a todos los afligidos (cf. Is Is 61,1); porque anuncia la liberación a aquellos que se encuentran en la esclavitud del pecado y de la muerte (cf. ibíd.); porque sana las llagas del corazón destrozado (cf. ibíd.) y proclama “el año de gracia del Señor” (cf. ibíd. 61, 2), es decir, la vida de Dios en los corazones humanos.

2. Jesucristo, a la vez que dio el Evangelio a la Iglesia, ordenó a los Apóstoles –a ellos en primer lugar–, pero con ellos a todos nosotros: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación”(Mc 16,15); “hasta los confines de la tierra” (Ac 1,8).

Se acerca, hermanos míos, el año en el que el continente americano –y particularmente América Latina– dará gracias a la Santísima Trinidad por los quinientos años de evangelización, es decir, por los quinientos años de la llegada de la “Buena Nueva” hasta lo que entonces eran “los confines de la tierra”. Discípulos de Cristo proclamaron el Evangelio en las tierras recién descubiertas. Entonces, como ahora, seguían teniendo vigencia las palabras que había pronunciado el Maestro: “El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea se condenará” (Mc 16,16). Conscientes de ello, los primeros evangelizadores, movidos por la fe en esas palabras de Cristo y por su amor a las almas, realizaron una labor admirable para acercar a Cristo a los pueblos recién conocidos. Al mismo tiempo, llevaron a cabo un ingente trabajo de promoción social y cultural que hoy es orgullo y patrimonio de todo el continente, y forma parte del ser nacional de todos estos países. Monumentos artísticos y literarios, gramáticas y catecismos en las principales lenguas indígenas, las ordenanzas y leyes de Indias, son algunos de los frutos de esa obra de civilización. La “Buena Nueva” se extendió, en muchas ocasiones, antes de que se instalaran de manera permanente los pobladores europeos y fue siempre un factor de armonía y defensa de los derechos de los más débiles.

3. Este proceso –con sus variaciones locales– tuvo lugar también en el Uruguay. En efecto, las reducciones guaraníticas de los padres jesuitas en el norte, y las funciones de los padres franciscanos en las desembocaduras de los ríos Negro y Uruguay, precedieron en vuestro país a los nuevos asentamientos urbanos. Indios y misioneros, procedentes de aquellas históricas instituciones, participaron activamente en el establecimiento, construcción y defensa de las poblaciones que fueron apareciendo sucesivamente. La Iglesia estuvo también presente en Montevideo desde su nacimiento como ciudad, cuando fue fundada, bajo el patrocinio de los Santos Felipe y Santiago, por familias venidas de las Islas Canarias en el navío “Nuestra Señora de la Encina”, siendo acompañadas por algunos eclesiásticos. Es motivo de sano orgullo para los uruguayos reconocer la presencia constante de Nuestra Señora de los Treinta y Tres en la configuración de esta tierra como nación.

El trabajo denodado de tantos sacerdotes, religiosos y laicos, y la llama de la fe siempre viva en las familias cristianas, verdaderas iglesias domésticas, hicieron posible la continuidad de aquella primera evangelización, y la gozosa realidad de vida cristiana que he comprobado durante mi estancia entre vosotros. Vuestra presencia aquí es una muestra clara de ese “fruto” (Ps 85 [84], 13) que ha dado la “tierra” (Ibíd.), regada por la lluvia del Señor. Todos los que me acompañáis en esta Eucaristía sois parte de esa corona y de esas joyas (cf. Is Is 61,10) con que Dios adorna a los que son fieles, a cuantos no cesan en su empeño por mantener la fe en este país. Por eso, es para mí motivo de alegría estar en Salto entre vosotros. A todos saludo con entrañable afecto: al obispo de esta diócesis, a las autoridades, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a todos los fieles. Saludo también a todos los hermanos en el Episcopado aquí presentes, y en particular al obispo y a los fieles de Tacuarembó, así como a los venidos de otros lugares del Uruguay, y a los llegados de regiones limítrofes de Argentina y Brasil.

4. Del profeta Isaías hemos escuchado: “Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos” (Ibíd. 21, 11).

En el año 1992 daremos gracias a Dios, de modo particular, por los continuos “brotes” y las continuas “semillas” que ha producido la evangelización iniciada cinco siglos atrás. Recordaremos también con gratitud a aquellos que incansablemente han proclamado aquí la “Buena Nueva”, generación tras generación. Llegaremos, en fin, con grata memoria, hasta aquellos “primeros cristianos” de América Latina que fueron como tierra buena, en la cual la semilla enraizó y dio “fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta” (cf Mt 13,8).

Dispongamos ahora nuestro espíritu para celebrar ese V centenario, llevando a cabo en todo el continente americano, y en Uruguay en particular, “una evangelización nueva”. “Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”. (Discurso a la Asamblea del Celam, Port-au-Prince, 9 de marzo de 1983)

Será “nueva en su ardor” si a medida que se va obrando, corroboráis más y más la unión con Cristo, primer evangelizador.

687 “Dios anuncia la paz / a su pueblo y a sus amigos, / a los que se convierten de corazón” (Ps 85 [84], 9).

“Dios anuncia la paz... a los que se convierten de corazón”. El tiempo nuevo de evangelización se inicia por la conversión del corazón. “Dios enuncia la paz... a sus amigos”. Para entender este anuncio de paz hemos de ser sus amigos, hemos de descubrir nuevamente que la vocación cristiana es vocación a la santidad (cf. Lumen gentium LG 11), pues Cristo dijo a todos: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). Como ya indicó mi venerable predecesor el Papa Pablo VI, el Concilio Vaticano II “ha exhortado con solícita insistencia a todos los fieles, de cualquier condición o grado, a alcanzar la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad. Esta fuerte invitación a la santidad puede ser considerada como el elemento más característico de todo el Magisterio conciliar, y por así decir, su fin último” (Sanctitatis clarior, 19 de marzo de 1969). Es la clave del ardor renovado de la nueva evangelización.

5. Vuestra patria, como os recordé el año pasado en la explanada Tres Cruces, nació católica y ha dado muchos frutos de apostolado. Ahora ha llegado el momento de la maduración de vuestra fe y el tiempo de una “nueva evangelización”.

El renovado ardor apostólico que se requiere en nuestros días para la evangelización, arranca de un reiterado acto de confianza en Jesucristo: porque El es quien mueve los corazones; El es el único que tiene palabras de vida para alimentar a las almas hambrientas de eternidad; El es quien nos transmite su fuego apostólico en la oración, en los sacramentos y especialmente en la Eucaristía. “He venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?” (Lc 12,49). Estas ansias de Cristo siguen vivas en su Corazón.

La evangelización, que tiene como proyección necesaria también la preocupación por el bienestar material del prójimo y por hallar remedio a sus necesidades, será eficaz si culmina en la práctica sacramental, que es el cauce por donde discurre la nueva vida que Cristo ofrece como fruto de la redención. A este propósito, aliento vivamente la iniciativa pastoral de vuestros obispos al haber convocado un Año Eucarístico para que la virtud del amor de Cristo, que se nos entrega como alimento, sea la fuente de donde broten los nuevos apóstoles que necesita el Uruguay de hoy.

Sentir ardor apostólico significa tener hambre de contagiar a otros la alegría de la fe. Ciertamente respetando la libertad del prójimo, lo cual no quiere decir indiferencia respecto a la verdad que Dios nos ha revelado. “La palabra que oís no es mía, sino de Aquel que me ha enviado” (Jn 14,24). El cristiano, por tanto, no da testimonio de un hallazgo humano, sino de una certeza que procede de Dios. Por eso, en un clima de diálogo sincero y de amistad, no puede ocultar nunca su fe o prescindir de ella en el enfoque y en la resolución de las distintas cuestiones que plantea la convivencia entre los hombres. El ardor apostólico no es, pues, fanatismo, sino coherencia de vida cristiana. Sin juzgar las intenciones ajenas debemos llamar bien al bien y mal al mal. Es de sobra sabido que desfigurando la verdad no se solucionan los problemas. Es la apertura a la verdad de Cristo la que trae la paz a las almas. ¡No tengáis miedo a las dificultades ni a las incomprensiones tantas veces inevitables que produce en el mundo el esfuerzo por ser fieles al Señor! Ya sabemos que el cristianismo nunca fue un camino comodo. Y también sabemos que vale la pena gastar la vida, día a día, en un trabajo constante por ser coherentes con la fe que hemos recibido. ¡Abrid a Cristo las puertas de vuestros corazones para que os transforme en propagadores de su Evangelio!

6. La evangelización será “nueva en sus métodos” si cada uno de los miembros de la Iglesia se hace protagonista de la difusión del mensaje de Cristo.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor... me ha enviado para dar la Buena Noticia” (Is 61,1).

Cada cristiano, cada uno de vosotros puede repetir estas palabras del profeta. Cada uno puede escuchar también, como dirigidas a él, las palabras que Cristo decía a los Apóstoles poco antes de la Ascensión: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación”. (Mc 16,15)

“Todos los fieles” –os digo con palabras del Concilio Vaticano II– “tienen el deber de hacer apostolado, según su condición y capacidad” (Apostolicam actuositatem AA 6).

La evangelización es pues tarea de todos los miembros de la Iglesia. Todos los fieles, bajo la guía de sus Pastores, han de ser verdaderos apóstoles.

688 Se trata de un apostolado que está al alcance de todos los cristianos en su entorno familiar, laboral y social. Es un apostolado que tiene como principio imprescindible el buen ejemplo en la conducta diaria – a pesar de las propias limitaciones personales – y que debe continuarse con la palabra, cada uno de acuerdo con su situación en la vida privada y en la vida pública.

7. Para que la evangelización sea “nueva” también “en su expresión”, debéis estar con los oídos atentos a lo que dice el Señor, esto es, siempre en actitud de escucha a lo que el mismo Señor puede sugerir en cualquier momento.

“Muéstranos, Señor, tu misericordia / y danos tu salvación. / Voy a escuchar lo que dice el Señor” (
Ps 85 [84], 8-9).

Cada hombre y cada mujer cristianos ha de adquirir un sólido conocimiento de las verdades de Cristo –adecuado a su propia formación cultural e intelectual–, siguiendo las enseñanzas de la Iglesia. Cada uno ha de pedir al Espíritu Santo que le permita llevar el “alegre anuncio”, la “Buena Nueva”, a todos los ambientes en que se desarrolla su existencia. Esa profunda formación cristiana le permitirá verter “el vino nuevo” de que nos habla el Evangelio, en “odres nuevos” (Mt 9,17): anunciar la Buena Nueva con un lenguaje que todos puedan entender.

Los grupos y asociaciones apostólicas han de mostrar particular interés en una mayor profundización de la vida cristiana, en un conocimiento más hondo de la fe católica, así como una participación más frecuente y activa en la vida litúrgica de la Iglesia.

Por su parte, los diversos movimientos, de apostolado en el Uruguay, los grupos de reflexión y oración, las comunidades de base y asociaciones eclesiales han dado y continuarán dando, con la gracia de Dios, frutos que manifiestan la vitalidad propia de la Iglesia. A todos deseo recordarles que “deben ser destinatarios especiales de la evangelización y al mismo tiempo evangelizadores” (Evangelii Nuntiandi EN 58), mostrando en todo momento su genuina fidelidad al Magisterio de la Iglesia, al Papa y a los obispos, así como su proyección universalista y misionera, y un decidido compromiso por la justicia.

8. La lectura de hoy, tomada del Evangelio de San Marcos, nos muestra a Jesús que siente compasión por la muchedumbre, y que realiza la multiplicación de los panes.

Nos dice el texto sagrado que, cuando se hizo tarde, se acercaron los discípulos de Jesús a decirle: “Despídelos..., que vayan a los cortijos y aldeas de alrededor y se compren de comer” (Mc 6,36). El Señor respondió: “Dadles vosotros de comer” (Ibíd. 6, 37). Y cuando se vio que las provisiones eran insuficientes, Cristo tomó lo poco que tenían, mandó que se sentaran todos sobre la hierba y se produjo el milagro: cinco panes y dos peces fueron suficientes para saciar el hambre de cinco mil hombres (cf. Ibíd. 6, 44). San Marcos añade que sobraron “doce cestos de pan y de... peces” (Ibíd. 6, 43).

Este acontecimiento es un testimonio elocuente de que la preocupación por el pan para el hombre acompaña siempre a la evangelización. Y el pan es símbolo de sus necesidades temporales. La Iglesia ha entendido así la evangelización a lo largo de la historia y, por eso, junto con la proclamación de la Buena Nueva, se emprendían iniciativas que buscaban satisfacer tales necesidades. Como bien señalaba mi predecesor Pablo VI, de feliz memoria, «evangelizar para la Iglesia es llevar la Buena Nueva a todos los estratos de la humanidad, es, con su influjo, transformar desde dentro, hacer nueva la humanidad misma: “Mira que hago un mundo nuevo” (Ap 21,5)» (Evangelii Nuntiandi EN 18).

La nueva evangelización, impulsada por el mandamiento del amor, hará brotar la deseada promoción de la justicia y el desarrollo en su sentido más pleno, así como la justa distribución de las riquezas y el respeto de la dignidad de la persona, como imperativo ineludible para todos y cada uno de los uruguayos. Y “en este empeño –como he indicado en la Encíclica “Sollicitudo Rei Socialis” –deben ser ejemplo y guía los hijos de la Iglesia, llamados, según el programa enunciado por el mismo Jesús en la sinagoga de Nazaret, a anunciar a los pobres la Buena Noticia..., a proclamar la liberación de los cautivos, la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (Lc 4,18-19)” (Sollicitudo Rei Socialis SRS 47).

9. Leemos también en el libro de Isaías:

689 “Desbordo de gozo en el Señor, y me alegro con mi Dios: /porque me ha vestido un traje de gala / y me ha envuelto en un manto de triunfo” (Is 61,10).

Así habla la Iglesia a Cristo. En efecto, Cristo es Esposo de la Iglesia, según leemos en la carta a los Efesios (cf. Ef Ep 5,25-27 Ef Ep 5,32). Como Esposo se preocupa de que su Esposa sea revestida con el manto de salvación.

Dios, en efecto, ha amado tanto al mundo que le dio su Hijo unigénito “para que el mundo se salve por El” (Jn 3,17). El Hijo de Dios se ha dado a sí mismo para restituir al hombre la belleza de la imagen y de la semejanza de Dios. En la Cruz de Cristo y en su resurrección encuentra su fuente el “Evangelio de los pobres” y el “pan de la Eucaristía”, así como la fuerza curativa del Sacramento de la Reconciliación, “para vendar los corazones desgarrados” (Is 61,1).

Y, por más que en el camino de la evangelización a lo largo de la historia de la Iglesia –también en este continente– no falten las huellas propias de la debilidad y del pecado del hombre –del pecado multiforme–, a pesar de todo, elevemos nuestros ojos con gratitud a Aquel que nos “amó hasta el extremo” (Jn 13,1), y nos ha revestido con el manto de salvación (cf. Is Is 61,10). Démosle gracias por el amor, por la redención, por la Alianza con Dios en su Sangre. Por la fe y por la vida de fe. Agradezcamos al Señor los cinco siglos de evangelización en toda la América Latina.

¡Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo!

B. Juan Pablo II Homilías 678