B. Juan Pablo II Homilías 865

* * *

Palabras del Papa al final de la Santa Misa

Hermanos y Hermanas:

866 Deseo renovar mi alegría por haber podido volver, después de trece años, a esta hermosa nación, y por haber encontrado una atmósfera de paz. ¡No la perdáis nunca! Os deseo un progreso espiritual y material que sea dinámico y que, en él, cada uno encuentre su lugar para la construcción de la sociedad nueva y para realizarse como persona e hijo de Dios.

Os agradezco esta presencia, esta hermosa celebración, el testimonio de la fe, los cantos, las oraciones.

Llevad el saludo del Papa a vuestras casas, a todas las personas que no han podido venir, sobre todo a los enfermos, los ancianos, los niños. Llevadles mi saludo y mi bendición. Muchas gracias. Que Dios os bendiga.





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NICARAGUA, EL SALVADOR Y VENEZUELA

INAUGURACIÓN DEL NUEVO SANTUARIO

DE NUESTRA SEÑORA DE COROMOTO



Guanare, sábado 10 de febrero de 1996

«Tu eres el orgullo de nuestro pueblo» (Jdt 15,9).

1. En los numerosos santuarios marianos que se levantan en tantos lugares de la tierra, repetirnos estas palabras del Libro de Judit, para expresar nuestra alegría porque la Madre de Dios ha establecido su morada en medio de su pueblo. Hoy pronuncian estas mismas palabras los habitantes de Venezuela, que precisamente aquí, en Coromoto, se reúnen para venerarla como Patrona de su Patria.

Yo expreso también la inmensa alegría que me concede la divina Providencia al poder inaugurar hoy este Santuario Nacional de la Virgen de Coromoto, cuya imagen coroné en mi anterior viaje, encomendándole los hijos e hijas de este noble País, los cuales le tributan una gran devoción gracias a la labor de tantos hombres y mujeres que la han propagado y entre los que destaca particularmente un religioso de las Escuelas Cristianas, el Hermano Nectario María.

Desde el 8 de septiembre de 1652, Santa María de Coromoto acompaña la fe de los indios y los blancos, de los mestizos y los negros de la tierra venezolana. A Ella, la Madre tan amada, le digo una vez más: «Tú que has entrado tan adentro en los corazones de los fieles a través de la señal de tu presencia, ... vive como en tu casa en estos corazones, también en el futuro» (Homilía en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, 27 de enero de 1979).

«Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48), dijo María al visitar a su prima Isabel. Precisamente estas palabras se cumplen en tantos y tantos lugares de la tierra, y también aquí, en vuestra Patria, y de forma particular en este Santuario mariano.

Junto con los Cardenales que me acompañan, me complace saludar reverentemente al Señor Presidente de la República y demás Autoridades presentes. Agradezco al Obispo Monseñor Alejandro Figueroa Medina las palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo al Presidente y Miembros de la Conferencia Episcopal, así como a todos los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles que en tan gran número habéis venido a venerar conmigo, con amor y devoción, a la Madre y Virgen de Coromoto, Patrona de Venezuela.

2. En la Carta a los Gálatas san Pablo habla de la maternidad de María: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer» (Ga 4,4). El «cumplimiento del tiempo» indica lo que se expresa tan intensamente en el Adviento, es decir, que la venida del Hijo de Dios estuvo precedida por un período de espera y preparación.

867 Ese mismo tiempo de espera y preparación se cumplió aquí, durante la primera siembra del Evangelio a cargo de los misioneros, cuya tarea, aunque dura y difícil, encontró el terreno abonado en el corazón de los hombres y mujeres sedientos de trascendencia y de los valores superiores que dan sentido a la vida humana. En todo momento, la figura cercana y materna de María ha sido el mejor modelo a imitar y seguir. Así, a medida que sobre estas tierras se realizaba el mandato de Cristo, a medida que con la gracia del bautismo se multiplicaban por doquier los hijos de la adopción divina, aparece también la Madre (Homilía en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, 27 de enero de 1979).

3. Dios envió a su Hijo nacido de Mujer. Esto tuvo lugar en la noche de Navidad, como nos lo recuerda también el Evangelio de san Lucas que acabamos de escuchar. Ahí están los pastores que, en las cercanías de Belén guardaban sus rebaños, ven a medianoche una gran luz y oyen las palabras del anuncio del ángel que les llama a acudir a aquella gruta. A continuación se dirigen allí y encuentran a María con José y el Niño, colocado en un pesebre (cf. Lc
Lc 2,8-17). Es ésta la descripción sintética del acontecimiento presentada por san Lucas.

San Pablo en la Carta a los Gálatas muestra una dimensión más profunda de este acontecimiento. «Dios envió a su Hijo nacido de una mujer ... para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá! (Padre)» (Ga 4,4-7). La plena dimensión de este misterio no es sólo de carácter histórico. Nos lo expresa san Juan en el Prólogo de su Evangelio: «El Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros ... Pero a cuantos la recibieron les da poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,14 Jn 1,12). Por eso el Nacimiento del Señor es al mismo tiempo la fiesta mariana más grande. Veneramos la divina maternidad de la Madre de Dios, mediante la cual el Verbo eterno se hizo hombre. La Sabiduría de Dios «ha echado raíces en un pueblo glorioso» (cf. Si 24,12), en el Pueblo de Dios y, por medio de él, en todas la naciones que acogen la Buena Nueva de la salvación.

4. «María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19).

María es un testigo singular del misterio divino de la Encarnación y de la Redención. Lo es como Madre. Una madre experimenta de modo único y exclusivo lo que es el nacimiento de un hijo. A su vez sigue también muy de cerca toda la vida del hijo, empezando por los años de la infancia. El Evangelio presenta, de modo sintético pero totalmente transparente, el testimonio de esta experiencia materna de María, el cual abarca no sólo los años de la infancia sino también el tiempo de su vida pública, su actividad mesiánica en Israel y después la pasión, muerte en cruz y resurrección.

Si a lo largo de los siglos se han multiplicado en tantos lugares de la tierra los santuarios marianos, si son tan numerosos en América Latina y también aquí en Venezuela, entre los que destaca éste de Coromoto donde nos reunimos hoy, es precisamente porque para la Iglesia, para todos nosotros, es muy importante el testimonio materno de María sobre Cristo. Con su solicitud acompaña la difusión del Evangelio en todas las naciones. Este testimonio de María tiene una importancia particular para el continuo crecimiento y expansión de la Iglesia. María es Madre de la Iglesia porque es la Madre de Cristo.

¡Qué profundas son pues las razones para que vuestra Nación cristiana repita en este Santuario: «Tú eres el orgullo de nuestro pueblo»! (Jdt 15,9).

5. María está presente en medio del Pueblo de Dios, convocado por la voluntad del Padre en la Iglesia. «Esta presencia de María —como escribí en la Encíclica «Redemptoris Mater»— encuentra múltiples medios de expresión en nuestros días al igual que a lo largo de la historia de la Iglesia. Posee también un amplio radio de acción: por medio de la fe y la piedad de los fieles, por medio de las tradiciones de las familias cristianas o "iglesias domésticas", de las comunidades parroquiales y misioneras, de los institutos religiosos, de las diócesis, por medio de la fuerza atractiva e irradiadora de los grandes santuarios, en los que no sólo los individuos o grupos locales, sino a veces naciones enteras y continentes buscan el encuentro con la Madre del Señor, la que es bienaventurada porque ha creído (Redemptoris Mater RMA 28).

¡María, Templo de la Nueva Alianza y Morada de Dios entre los hombres, está presente! La inauguración de este Santuario Nacional, lugar de encuentro con Dios de manos de la Madre del Redentor, es una invitación a revitalizar la fe; a amar a la Iglesia y a la humanidad con el mismo amor de Cristo; a llevar a cabo la nueva evangelización en la línea de las bienaventuranzas, con espíritu de pobreza, mansedumbre, aceptación de los sufrimientos y persecuciones, trabajando por la justicia y la paz; a comprometerse en la edificación de una sociedad más fraterna y solidaria; en definitiva, es una invitación a la santidad, «presupuesto fundamental y condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia» (Christifideles laici CL 17).

6. A los pies de Nuestra Señora quiero depositar una vez más todas estas súplicas:

Virgen y Madre nuestra de Coromoto,
868 que siempre has preservado la fe del pueblo venezolano,
en tus manos pongo sus alegrías y esperanzas,
las tristezas y sufrimientos de todos tus hijos.

Implora sobre los Obispos y presbíteros los dones del Espíritu,
para que, fieles a sus promesas sacerdotales,
sean infatigables mensajeros de la Buena Nueva,
especialmente entre los más pobres y necesitados.

Infunde en los religiosos y religiosas
el ejemplo de tu entrega total a Dios,
para que en el servicio abnegado a los hermanos
los acompañen en sus trabajos y necesidades.

869 Madre de la Iglesia, alienta a los fieles laicos,
comprometidos en la Nueva Evangelización,
para que, con la promoción humana y
la evangelización de la cultura,
sean auténticos apóstoles en el Tercer Milenio.

Protege a todas las familias venezolanas
para que sean verdaderas iglesias domésticas,
donde se custodie el tesoro de la fe y de la vida,
se enseñe y se practique siempre la caridad fraterna.

Ayuda a los católicos a ser sal y luz para los demás,
como auténticos testigos de Cristo, presencia salvadora del Señor,
870 fuente de paz, de alegría y de esperanza.

Reina y Madre Santa de Coromoto,
ilumina a quienes rigen los destinos de Venezuela,
para que trabajen por el progreso de todos,
salvaguardando los valores morales y sociales cristianos.

Ayuda a todos y cada uno de tus hijos e hijas,
para que con Cristo, nuestro Señor y Hermano,
caminen juntos hacia el Padre
en la unidad del Espíritu Santo.

Amén.





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NICARAGUA, EL SALVADOR Y VENEZUELA

SANTA MISA POR LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS



Aeropuerto La Carlota de Caracas

871

Domingo 11 de febrero de 1996

«Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo» (Jn 17,18).

Amados hermanos en el episcopado,
queridos hijos e hijas de Venezuela:

1. Celebramos esta Santa Misa en el marco del trienio de preparación al V Centenario de la llegada de la fe cristiana a Venezuela, lo cual nos invita a renovar el compromiso por la Nueva Evangelización que, siendo nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión, conserva la fuerza de su contenido originario: Dios ama al hombre y se ha manifestado en Cristo, Verbo Encarnado y Salvador. Cada persona, acogiendo a Cristo como Redentor, recibe la filiación y
la vida divinas. La Iglesia obedece al mandato de Jesucristo y al anunciarlo continúa en el mundo su misma misión, llevando a cabo de ese modo una tarea en la que está comprometida toda la comunidad cristiana.

Me complace dirigir un reverente saludo al Señor Presidente de la República y a las Autoridades que lo acompañan. Agradezco a Monseñor Ignacio Velasco García las palabras que me ha dirigido, a las que correspondo, reconocido, con afecto. Saludo, asimismo, a todos mis hermanos en el Episcopado que participan en la Santa Misa, así como a los sacerdotes, religiosos y religiosas. Os saludo a vosotros, queridos fieles, que habéis venido tan numerosos. Sé que muchos han pasado la noche en vigilia, en este lugar, preparándose así para esta celebración. A todos los abrazo de corazón.

Esta misión, que la Iglesia ha de realizar, conservará toda su vigencia hasta el final de los tiempos. «Es el primer servicio que la Iglesia puede prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el mundo actual» (Redemptoris missio RMi 2). Se trata de un anuncio que tiene por objeto a Cristo, crucificado, muerto y resucitado, que libera del mal y del pecado (Ib., 44), transformando así desde dentro la misma humanidad (Evangelii nuntiandi EN 18). El anuncio de Cristo, en todo tiempo y lugar, es el primer paso necesario para construir el Reino de Dios en medio de cada pueblo y de cada cultura.

2. El texto de Ezequiel que hemos escuchado nos muestra la transformación interior que realiza la evangelización. Transmitiendo las palabras inspiradas por Dios, escribe el Profeta: «Os reuniré de entre los pueblos, os recogeré de los países en los que estabais dispersos y os daré la tierra de Israel» (Ez 11,17). Y añade: «Les daré un corazón íntegro e infundiré en ellos un espíritu nuevo» (Ib., 11, 19). ¿Qué quiere decir un corazón íntegro? Significa la superación de la idolatría y la adhesión al único Dios verdadero. Éste es un tema fundamental en el Antiguo Testamento. Y continúa Ezequiel: «Les arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que sigan mis leyes y pongan por obra mis mandatos; serán mi pueblo y yo seré su Dios» (Ib., 11, 19-20).

Aunque el texto de Ezequiel haya sido escrito en un determinado contexto histórico, refiriéndose al retorno del exilio de Babilonia y anunciando la liberación de la esclavitud y el reencuentro de Israel como pueblo de Dios, sin embargo para nosotros tiene un significado muy directo con el tema de la evangelización. En efecto, la misión evangelizadora lleva al hombre a superar las idolatrías concretas y a formar parte plenamente del pueblo elegido de Dios.

La renuncia a los ídolos significa aceptar a Dios como centro de la propia vida, cambiando el corazón y haciéndolo más humano. Ídolos de hoy son, entre otros, el materialismo y el egoísmo con sus secuelas de sensualismo y hedonismo, la violencia y la corrupción. La Iglesia transmite a todos la fuerza del Evangelio, que es capaz de transformar las relaciones humanas, de modo que «los hombres aprenden a amarse, a perdonarse y a servirse mutuamente» (Redemptoris missio RMi 15).

872 Para la tan deseada renovación de la sociedad venezolana y la superación de las crisis y dificultades, es necesario que las personas, los hogares y los diversos sectores de la Nación participen de la fuerza del Evangelio. De ese modo se favorecerá el ambiente propicio para la vivencia de los valores humanos y evangélicos como son la fraternidad, la solidaridad, la justicia y la verdad, tanto en cada uno de los miembros de la sociedad como en la sociedad misma.

3. En la segunda lectura, tomada del Apocalipsis de san Juan, el Apóstol tiene la visión de «un cielo nuevo y una tierra nueva» (
Ap 21,1). Él ve la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que desciende del cielo y que está «arreglada como una novia que se adorna para su esposo» (Ib., 21, 2). De ese modo, el autor sagrado relaciona tres temas: la renovación, la esposa y la Ciudad Santa. Entonces Juan oye una voz que proviene del trono de Dios: «Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado» (Ib., 21, 3-4). Aquel que está sentado en el trono lo confirma con su palabra: «Ahora hago el universo nuevo. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Los sedientos beberán de balde de la fuente de agua viva... Yo seré su Dios y él será mi hijo» (Ib., 21, 5-7).

Se puede decir que el Apocalipsis abre la dimensión escatológica de la evangelización de las naciones. Por medio de la evangelización los hombres y los pueblos entran en la Ciudad Santa, en la nueva Jerusalén, que desde Dios ha bajado a la tierra junto con Cristo y que, continuamente, se hace presente mediante la acción del Espíritu Santo. Gracias a esta acción surge la Iglesia, y en ella, como en su casa, Dios vive con los hombres, se entretiene con ellos como el Padre con su Hijo. Los hombres participan de la filiación de Cristo, el Hijo unigénito de Dios, y permanecen en esta casa que Él mismo ha construido con su sacrificio pascual.

4. En la llamada « oración sacerdotal », que forma parte del discurso de despedida en el Cenáculo, y que hemos escuchado en el Evangelio de hoy, Jesús dice al Padre: «Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo. Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad ... Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad» (Jn 17,18-19). Este texto tiene un carácter misionero, y el momento en que Jesús lo pronuncia, la víspera de su pasión, le confiere una elocuencia particular. En esa ocasión el Señor Jesús ora al Padre para que conserve a los discípulos en el momento de la prueba que tienen delante. Esta prueba es la pasión, a la cual seguirá aquella otra que es su marcha de esta tierra en la Ascensión. En cierto modo, los Apóstoles serán dejados a sus propias fuerzas, aunque cuenten con el gran patrimonio recibido de Jesús: «Yo les he dado tu palabra» (Ib., 17, 14). Con esta palabra Cristo les descubre que el Reino de Dios no es de este mundo.

Acogiendo esta palabra y anunciándola a los otros, también los Apóstoles manifiestan que no son de este mundo, como su Maestro no es de es-te mundo. Su tarea es difícil. El mundo los odiará porque no son del mundo. Los odiará por el mismo motivo que ha odiado a Cristo. Para que pudieran cumplir la misión que les había sido confiada, tenían necesidad de una fuerza que viniera de Dios: ésta es la «consagración en la verdad» (cf. Jn Jn 17,17). Como los Apóstoles, los misioneros de todos los tiempos y en todos los lugares de la tierra tienen también necesidad de esa «consagración en la verdad», fuerza santificadora del Espíritu, para llevar a cabo la evangelización de las naciones.

5. Como señalé en la apertura de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, «condición indispensable para la Nueva Evangelización es poder contar con evangelizadores numerosos y cualificados» (Discurso inaugural de la IV Conferencia general del episcopado latinoamericano, 12 de octubre de 1992). Éstos, bajo la guía del Espíritu Santo, que es el verdadero protagonista de la misión, y en comunión con toda la Iglesia, contribuyen al crecimiento del Reino de Dios, hacen brillar la luz del Evangelio y proclaman a tiempo y a destiempo (cf 2Tm 4,2) la Palabra de la Vida.

En estos últimos cinco siglos, Venezuela ha recibido la presencia de muchos misioneros que, con su palabra y su testimonio, han hecho de la Nación una tierra de profundas raíces cristianas. Fruto de esa acción son los numerosos cristianos que en esos casi 500 años han vivido su fe y su confianza en Dios con un amor entrañable a la Iglesia. El año pasado tuve la dicha, compartida con todos vosotros, de beatificar a la Madre María de San José. Ella es un claro ejemplo de «los innumerables testimonios de santidad de hombres y mujeres, clérigos y laicos, a lo largo de los cinco siglos de Evangelización de esa noble tierra». Su vida «interpela a todos los miembros de la sociedad venezolana. A los jóvenes se presenta como modelo de generosidad, a los adultos como ejemplo de confianza en Dios y de ayuda a los necesitados. La nueva Beata es, para la mujer venezolana, un llamado a desarrollar con verdadera entrega su misión específica en la Iglesia y en la sociedad civil» (Discurso a los fieles que participaron en la beatificación de la madre María de San José, 8 de mayo de 1995).

Con la mirada puesta en el futuro, la Iglesia en Venezuela ha de esforzarse en preparar auténticos apóstoles en todos los campos, lo cual exige tanto una intensa pastoral vocacional como una verdadera promoción del laicado, de forma que éste, asumiendo el propio compromiso bautismal, sea verdadero fermento de la sociedad. Pero, por encima de todo, se ha de presentar el ideal de la santidad, que lleve a dar un decidido y auténtico testimonio de vida en Cristo, pues « el hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina; en la vida y los hechos que en las teorías » (Redemptoris missio RMi 42).

6. Queridos venezolanos: los evangelizadores, con el testimonio de su vida, con su amor abierto a todos y de modo preferencial a los pobres, con su acción misionera, con su peregrinación hacia la Nueva Jerusalén, van contribuyendo a que en la sociedad terrena se haga más presente el Reino de Dios. Ésa es la vocación a la que hemos sido llamados. La Iglesia en Venezuela, heredera de cinco siglos de evangelización, tiene que vivir el gozoso mensaje de Jesucristo y transmitirlo, dentro y fuera de sus confines, al hombre actual y a las futuras generaciones.

Que María, Madre de la Iglesia, a la que ayer veneramos con amor en su Santuario de Coromoto, nos ayude con su maternal intercesión para llevar adelante el plan de Dios a través de la Nueva Evangelización. Amén.

¡Muchas gracias!
873
                                                                           1997




SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE MARÍA, MADRE DE DIOS



Miércoles 1 de enero de 1997



1. «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,31). Jesús quiere decir: «Dios que salva».

Jesús, nombre que le dio Dios mismo, significa que «en ninguno otro hay salvación » (Ac 4,12) excepto en Jesús de Nazaret, que nació de María, la Virgen. En él Dios se hizo hombre, saliendo así al encuentro de todo ser humano.

«Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (He 1,1-2). Este Hijo es el Verbo eterno, de la misma naturaleza del Padre, que se hizo hombre para revelarnos al Padre y para hacer que pudiéramos comprender toda la verdad sobre nosotros. Nos habló con palabras humanas, y también con sus obras y con su misma vida: desde el nacimiento hasta la muerte en cruz y la resurrección.

Todo ello, desde el inicio, despierta estupor. Ya se asombraron de lo que vieron los pastores que acudieron a Belén, y los demás se maravillaron al escuchar lo que ellos les relataron acerca del Niño recién nacido (cf. Lc Lc 2,18). Guiados por la intuición de la fe, reconocieron al Mesías en el niño que se hallaba recostado en el pesebre y el nacimiento pobre del Hijo de Dios en Belén los impulsó a proclamar con alegría la gloria del Altísimo.

2. El nombre de Jesús pertenecía ya desde el inicio a aquel que fue llamado así el octavo día después de su nacimiento. En cierto sentido, ya al venir al mundo trajo consigo este nombre, que expresa de modo admirable la esencia y la misión del Verbo encarnado.

Jesús vino al mundo para salvar a la humanidad. Por eso, cuando le pusieron este nombre, se reveló al mismo tiempo quién era él y cuál iba a ser su misión. Muchos en Israel llevaban ese nombre, pero él lo llevó de modo único, realizando en plenitud su significado: Jesús de Nazaret, Salvador del mundo.

3. San Pablo, como hemos escuchado en la segunda lectura, escribe: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, (...) para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4,4-5). El tiempo está unido al nombre de Jesús ya desde el inicio. Este nombre lo acompaña en su historia terrena, inmersa en el tiempo, pero sin que él esté sujeto a ella, dado que en él se halla la plenitud de los tiempos. Más aún, en el tiempo humano Dios introdujo la plenitud al entrar con ella en la historia del hombre. No entró como un concepto abstracto. Entró como Padre que da la vida —una vida nueva, la vida divina— a sus hijos adoptivos. Por obra de Jesucristo todos podemos participar en la vida divina: hijos en el Hijo, destinados a la gloria de la eternidad.

San Pablo, a continuación, profundiza esta verdad: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6). En nosotros, los hombres, la filiación divina procede de Cristo y se hace realidad por obra del Espíritu Santo. El Espíritu viene a enseñarnos que somos hijos y, al mismo tiempo, a hacer efectiva en nosotros esta filiación divina. El Hijo es quien con todo su ser dice a Dios: «¡Abbá, Padre!».

Estamos tocando aquí el culmen del misterio de nuestra vida cristiana. En efecto, el nombre «cristiano» indica un nuevo modo de ser: existir a semejanza del Hijo de Dios. Como hijos en el Hijo, participamos en la salvación, la cual no es sólo liberación del mal, sino, ante todo, plenitud del bien: del sumo bien de la filiación de Dios. Y es el Espíritu de Dios quien renueva la faz de la tierra (cf. Sal Ps 104,30). En el primer día del año nuevo la Iglesia nos invita a tomar cada vez mayor conciencia de esta verdad. Nos invita a considerar a esa luz el tiempo humano.

874 4. La liturgia de hoy celebra la solemnidad de la Madre de Dios. María es la mujer predestinada para ser Madre del Redentor, compartiendo íntimamente su misión. La luz de la Navidad ilumina el misterio de su maternidad divina. María, Madre de Jesús que nace en la cueva de Belén, es también Madre de todo hombre que viene al mundo. ¿Cómo no encomendarle a ella el año que comienza, para implorar que sea un tiempo de serenidad y de paz para toda la humanidad? El día en que se inicia este nuevo año bajo la mirada y la bendición de la Madre de Dios, invoquemos para cada uno y para todos el don de la paz.

5. En efecto, ya desde hace muchos años, el día 1 de enero, por iniciativa de mi venerado predecesor el Papa Pablo VI, se celebra la Jornada mundial de la paz. Nos encontramos aquí, en la basílica vaticana, también este año, a fin de implorar el don de la paz para las naciones del mundo entero.

En esa perspectiva, es significativa la presencia de los ilustres señores embajadores ante la Santa Sede, a los que saludo cordialmente. Saludo con afecto también al cardenal Roger Etchegaray, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, y a todos sus colaboradores, a la vez que les agradezco la valiosa contribución que prestan a la difusión del mensaje de paz que la Iglesia no se cansa de repetir.

Este año el tema del mensaje para esta Jornada es: «Ofrece el perdón, recibe la paz». ¡Cuán necesario es el perdón para lograr que la paz reine en el corazón de todo creyente y de toda persona de buena voluntad! Paz y perdón constituyen un binomio inseparable. Toda persona de buena voluntad, deseosa de contribuir incansablemente a la construcción de la civilización del amor, debe hacer suya esta invitación: ofrece el perdón, recibe la paz.

6. La Iglesia ora y trabaja por la paz en todas sus dimensiones: por la paz de las conciencias, por la paz de las familias y por la paz entre las naciones. Siente solicitud por la paz en el mundo, pues es consciente de que sólo en la paz se puede desarrollar de modo auténtico la gran comunidad de los hombres.

Al acercarnos al final de este siglo, en el que el mundo, y especialmente Europa, han experimentado no pocas guerras y sufrimientos, ¡cuánto desearíamos que todos los hombres pudieran cruzar el umbral del año 2000 con el signo de la paz! Por esto, pensando en la humanidad llamada a vivir otro año de gracia, repetimos con Moisés las palabras de la antigua alianza: «El Señor te bendiga y te guarde; el Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (
NM 6,24-26). Y repetimos también con fe y esperanza las palabras del Apóstol: «Cristo es nuestra paz» (cf. Ef Ep 2,14). Confiamos en la ayuda del Señor y en la protección maternal de María, Reina de la paz. Fundamos esta esperanza en Jesús, nombre de salvación dado a los hombres de toda lengua y raza. Proclamando su nombre, caminamos seguros hacia el futuro, con la certeza de que no quedaremos defraudados si confiamos en el santísimo nombre de Jesús.

In te, Domine, speravi. Non confundar in aeternum. Amén.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA



Basílica de San Pedro

Lunes 6 de enero de 1997



1. «Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti» (Is 60,1).

En este día, solemnidad de la Epifanía, resuenan así las palabras del profeta. El antiguo y sugestivo oráculo de Isaías anuncia de algún modo la luz que, en la noche de Navidad, brilló sobre la cueva de Belén, anticipando el canto de los ángeles: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que Dios ama» (Lc 2,14). El profeta, señalando la luz, en cierto sentido señala a Cristo. Como sucedió a los pastores que buscaban al Mesías recién nacido, hoy esta luz resplandece en el camino de los Magos llegados de Oriente para adorar al Rey de los judíos recién nacido.

875 Los Magos representan a los pueblos de toda la tierra que, a la luz de la Navidad del Señor, avanzan por el camino que lleva a Jesús y constituyen, en cierto sentido, los primeros destinatarios de la salvación inaugurada por el nacimiento del Salvador y llevada a plenitud en el misterio pascual de su muerte y resurrección.

Al llegar a Belén, los Magos adoran al divino Niño y le ofrecen dones simbólicos, convirtiéndose en precursores de los pueblos y de las naciones que, a lo largo de los siglos, no cesan de buscar y encontrar a Cristo.

2. En la segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los Efesios, el Apóstol comenta con intenso asombro el misterio que celebramos en esta solemnidad: «Habéis oído hablar de la distribución de la gracia de Dios que se me ha dado en favor vuestro. Ya que se me dio a conocer por revelación el misterio que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio » (
Ep 3,2-3 Ep 3,5-6). Pablo, hijo de la nación elegida, convertido por Cristo, se hizo partícipe de la Revelación divina, después de los demás Apóstoles, para transmitirla a las naciones del mundo entero. Como fruto de ese gran cambio de su vida, comprende que la elección se extiende a todos los pueblos y que todos los hombres están llamados a la salvación, porque son «partícipes de la Promesa (...), por el Evangelio» (Ep 3,6). En efecto, la luz de Cristo y la llamada universal a la salvación están destinadas a los pueblos de toda la tierra. «Este carácter de universalidad que distingue al pueblo de Dios es un don del mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores, bajo Cristo como cabeza, en la unidad de su Espíritu » (Lumen gentium LG 13).

3. Así comprendemos el sentido pleno de la Epifanía, que Pablo presenta del modo en que él mismo lo entendió y actuó. Es tarea del Apóstol difundir en el mundo el Evangelio, anunciar a los hombres la redención realizada por Cristo, llevar a la humanidad entera por el camino de la salvación, manifestada por Dios desde la noche de Belén. La actividad misionera de la Iglesia, a lo largo de sus múltiples etapas en el decurso de los siglos, encuentra en la fiesta de la Epifanía su inicio y su dimensión universal.

Precisamente para subrayar esta dimensión universal de la misión de la Iglesia, nació hace muchos años la costumbre según la cual, en la fiesta de la Epifanía, el Obispo de Roma impone las manos e invoca al Espíritu Santo para el servicio episcopal sobre algunos presbíteros, procedentes de varias naciones. Hoy son doce los hermanos a los que tengo la alegría de conferir la plenitud del sacerdocio. Durante la consagración episcopal se les pondrá sobre la cabeza el libro del Evangelio para subrayar que llevar la buena nueva es su misión fundamental, misión llena de alegría y, al mismo tiempo, de empeño para cuantos trabajan por realizarla con responsabilidad y fidelidad. Oremos todos para que la luz que iluminó a los Magos en su camino hacia Belén acompañe también a estos nuevos elegidos para el episcopado.

4. Queridos hermanos escogidos por Dios para el ministerio episcopal, a cada uno de vosotros deseo la riqueza y la plenitud de la Epifanía de Cristo. Te la deseo a ti, mons. Luigi Pezzuto, que serás representante pontificio en el Congo y en el Gabón, en el centro del continente africano, al que tanto quiero. Pido por ti, mons. Paolo Sardi, que, al ser nombrado nuncio apostólico con encargos especiales, seguirás trabajando aún a mi lado en la Secretaría de Estado; dándote gracias por el servicio realizado hasta ahora, te deseo que sigas así, con el mismo celo. Te saludo, mons. Varkey Vithayathil, a quien se ha confiado la misión importantísima de administrar el arzobispado mayor de Ernakulam-Angamaly de los siro-malabares, en el Estado de Kerala, en la India. Deseo que la Epifanía de Cristo brille en plenitud para ti, mons. Delio Lucarelli, pastor de la diócesis de Rieti; para ti, mons. Ignace Sambar-Talkena, obispo de Kara, en Togo; y para ti, mons. Luciano Pacomio, pastor de la diócesis de Mondovì. Que la luz del Espíritu Santo te guíe a ti, mons. Angelo Massafra, primer obispo de Rrëshen y administrador apostólico de Lezhë en Albania, y a ti, mons. Florentin Crihalmeanu, llamado a colaborar como auxiliar con el obispo de tu diócesis de Cluj-Gherla en Rumanía. El Señor te sostenga, mons. Jean-Claude Périsset, en tu cargo de secretario adjunto del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y a ti, queridísimo mons. Piotr Libera, que colaborarás como auxiliar con mi hermano el arzobispo de Katowice, en Polonia. Que te acompañe a ti, mons. Basilio do Nascimento, enviado a los fieles de la nueva diócesis de Baucau, en Timor oriental; y a ti, mons. Hil Kabashi, a quien la Providencia envía al sur de Albania, te acompañe el mismo Espíritu Santo y su gracia.

5. Queridos y venerados hermanos, en este momento me complace imaginaros al lado de los Magos, mientras adoráis al Rey de la paz, al Salvador del mundo, y ver la mano del Niño Jesús, guiada por la de su Madre santa, en el gesto de bendeciros a cada uno de vosotros. Es el Cordero de Dios, el Pastor de los pastores, quien os pide que continuéis y difundáis su caridad en el admirable cuerpo de la Iglesia y en todo el mundo, en estos años de preparación para el gran jubileo del año 2000. Con la fuerza de su ayuda, partid sin vacilación; sed apóstoles fieles y valientes de Cristo, anunciando y dando testimonio del Evangelio, luz que ilumina a todos los pueblos. ¡No temáis! Cristo está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt Mt 28,20). «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (He 13,8). Amén.

B. Juan Pablo II Homilías 865