B. Juan Pablo II Homilías 907

907 Os acompaña la oración de la comunidad cristiana, particularmente intensa en esta liturgia. Oración que se une a vuestra súplica confiada, expresada por el conmovedor rito de la postración rostro en tierra, durante el canto de las Letanías de los santos. La Iglesia pide para vosotros la gracia del sacramento del sacerdocio y la santificación, a fin de que podáis santificar a los demás. Este es un momento decisivo de vuestra existencia, que quedará grabado para siempre en vuestra mente y en vuestro corazón, como sucede a todos los sacerdotes.

También yo conservo un recuerdo vivo y emocionado de esta gran plegaria de impetración que precede al momento culminante de la ordenación, cuando el obispo impone las manos al ordenando, pronuncia la plegaria de consagración y, mediante este antiguo gesto litúrgico que se remonta a los Apóstoles, le transmite el poder sacramental del sacerdocio, introduciéndolo en el «presbyterium » de la Iglesia. Mientras se desarrolla este solemne momento se canta el Veni creator, con el que se invoca al Espíritu Santo, que es Señor y da la vida, para que venga y transfigure con su luz y su poder lo que realizamos con nuestra debilidad humana.

«Veni, creator Spiritus; mentes tuorum visita; imple superna gratia quae tu creasti pectora»: «Ven, Espíritu creador, visita nuestra mente; llena con tu gracia los corazones que has creado».

4. «Bendito el que viene en nombre del Señor» (
Ps 117,26). A través de las palabras del Salmo responsorial, que acabamos de cantar, la liturgia de este domingo insiste en mostrarnos el misterio de Cristo resucitado. Es un himno de acción de gracias; alabamos y damos gracias al Señor porque es bueno: es eterna damos gracias, porque nos ha escuchado y ha sido nuestra salvación (cf. Sal Ps 117,21). Lo alabamos, sobre todo, por Cristo, quien, con su muerte y resurrección, se ha convertido en la piedra angular de la construcción divina (cf. Sal Ps 117,22). Sobre él está edificada la Iglesia y fundado el sacerdocio real de todo bautizado y, más aún, el sacerdocio ministerial de los presbíteros.

Las palabras de este Salmo nos introducen en el misterio eucarístico que, desde este momento y durante todos los días de vuestra vida, será vuestro lote particular y vuestro don espiritual.

«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». Todos nosotros, obispos y presbíteros, celebrando el sacrificio divino, en el momento del «Sanctus» e inmediatamente antes de la consagración, repetimos esta invocación. Así, acogemos a Cristo que diariamente se hace presente en el altar, como entró en Jerusalén el domingo de Ramos, para ofrecer el sacrificio de la redención. Cuando en su nombre, in persona Christi capitis, pronunciamos las palabras de la consagración que él dijo en el cenáculo, es siempre el mismo Cristo quien, a través de nuestro ministerio, hace presente el sacrificio de la cruz.

Sacerdos, alter Christus! ¡Piensa, ministro del altar; piensa, sacerdote de Cristo, qué gran misterio es tu lote y tu herencia! ¡Cuán gran misericordia ha tenido Dios contigo! Pide a Dios la gracia de saber responder con un amor total a su amor infinito.

La Virgen María, que al pie de la cruz se unió al sacrificio de su Hijo y que él nos dio como Madre, te asista y te proteja con su intercesión, para que seas imagen fiel del buen Pastor en medio de tus hermanos. Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA CHECA



DURANTE LA MISA CON LOS JÓVENES


Plaza Grande de Hradec Králové

Sábado 26 de abril de 1997



Queridos señores cardenales, arzobispos, obispos y sacerdotes de toda Europa;
908 estimado monseñor Karel, pastor de esta diócesis:

1. Veni, Creator Spiritus. Las lecturas que hemos escuchado, amadísimos jóvenes, hablan de la efusión del Espíritu Santo. Según el evangelio de san Juan, tuvo lugar ante todo en el día mismo de la Resurrección. Cristo se aparece en el cenáculo, donde se encuentran encerrados los discípulos y, después de darse a conocer, les habla así: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (
Jn 20,22-23).

Lo que acontecerá en Pentecostés, cincuenta días después de la Resurrección, será la confirmación y la manifestación pública de esta efusión de la tarde de Pascua. Los Apóstoles, en compañía de la Madre de Jesús, esperan ese momento recogidos en oración, como nos ha recordado la primera lectura (cf. Hch Ac 1,13-14). Saben que ese acontecimiento producirá un cambio en su vida y en su misión. Y, efectivamente, la experiencia de Pentecostés marca el inicio de la misión de la Iglesia, que desde ese momento se manifiesta en público y comienza a anunciar el Evangelio.

La Iglesia sabe que nació por obra del Espíritu Santo: como Cristo nació de María Virgen por el poder del Espíritu Santo, así también en el inicio de la Iglesia se halla la fuerza vivificante del Espíritu. Y por eso no cesa de invocar: «Envía tu Espíritu, Señor, y renovarás la faz de la tierra» (cf. Sal Ps 103,30).

2. Desde el día de Pentecostés, la obra de la salvación realizada por Cristo ha encontrado, por medio de la Iglesia, caminos siempre nuevos para difundirse por el mundo. En el siglo noveno, el Evangelio, anunciado por los santos hermanos de Salónica Cirilo y Metodio, llegó a vuestra tierra, la gran Moravia, y también a las naciones eslavas vecinas, donde halló un terreno propicio. Vuestros antepasados acogieron el cristianismo de los «apóstoles de los eslavos » y, a su vez, se convirtieron en apóstoles. Así, por ejemplo, el bautismo de Polonia está vinculado a la acción apostólica de sus vecinos checos.

De Bohemia proviene también san Adalberto, de la gran estirpe bohema de Slavník, cuya cuna se encontraba aquí, en el territorio de la diócesis de Hradec Králové, en la que nos encontramos. Con esta celebración damos gracias a Dios, en el milenario de san Adalberto, por su misión y por el testimonio que dio de Cristo hasta el sacrificio de su vida.

3. Amadísimos jóvenes de las diócesis de la República Checa; jóvenes amigos venidos de otros países de Europa; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, que los habéis acompañado; religiosos y religiosas, y todos vosotros, amadísimos fieles aquí presentes, os saludo cordialmente en esta estupenda plaza, en la que se yergue la catedral, única dedicada al Espíritu Santo, como suele recordar el querido mons. Karel Otcenášek, obispo de esta diócesis, a quien doy las gracias con nuestra antigua amistad, que él conoce muy bien, por las cordiales palabras que me ha dirigido.

Asimismo quiero expresar mi agradecimiento en particular a los ciudadanos de Hradec Králové por el vivo sentido de hospitalidad que han sabido demostrar también en esta circunstancia, cediendo sus lugares en la parte central de la plaza a los jóvenes de las diversas partes del país, reunidos aquí para el encuentro dedicado a ellos. A todos los fieles de la diócesis les manifiesto mi aprecio por la generosidad con que han colaborado, a menudo a costa de notables sacrificios, en la construcción del «Centro de nueva evangelización e inculturación », promovido por el obispo. Estoy seguro de que sabrán seguir sosteniendo también su conveniente funcionamiento.

Pero volvamos a vosotros, jóvenes. En el ámbito de las celebraciones en honor de san Adalberto, ésta es vuestra jornada, queridos jóvenes, y me agrada veros aquí en tan gran número. Hace dos años, en el mes de mayo de 1995, me reuní con muchos de vosotros en Svatý Kopecek. Padre santo, la Colina santa (Svatý Kopecek) está llena de sus ovejas. Y hoy lo está Hradecek. Recuerdo siempre con alegría ese encuentro, en el que comenté el «Padre nuestro»: fue una de las más hermosas reuniones de jóvenes en que he participado. Algunos meses después tuvo lugar la peregrinación de los jóvenes a Loreto, donde acudisteis en gran número, junto con vuestros obispos, después del encuentro de la Colina santa. Vuestros representantes tomaron parte también en los encuentros mundiales de Denver y Manila.

Os saludo a todos con afecto. Dirijo un saludo especial a cuantos no han podido venir aquí a estar con nosotros. En particular a vosotros, muchachos y jóvenes enfermos, que ofrecéis vuestros sufrimientos por los demás; y a vosotras, jóvenes monjas de clausura, que habéis elegido la vida contemplativa y oráis tanto por vuestros coetáneos.

4. «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21). San Adalberto escuchó estas palabras como si se las hubieran dirigido a él mismo. Al final del primer milenio, como primer obispo de Praga de sangre bohemia, fue heredero de las tradiciones de santidad de los mártires que lo habían precedido, especialmente de Ludmila y Wenceslao. Al mismo tiempo, miró hacia el futuro: realizó todos los esfuerzos posibles para lograr el renacimiento espiritual de Praga y de su patria, sostenido por una fe ardiente en Cristo.

909 Combatió por la verdad. No aceptó que el espíritu del tiempo lo ahogase. Por esto, vivió decidido a no ceder ante ninguna presión de la sociedad de su tiempo. En el umbral del tercer milenio, del que vosotros, jóvenes, seréis los primeros protagonistas, san Adalberto se os presenta como testigo intrépido de la fe. Contemplándolo, podéis encontrar inspiración y luz para afrontar con valentía los desafíos del momento presente.

Os enseña la apertura a los demás en una entrega generosa. Vosotros tenéis una gran aspiración a la libertad y a la plenitud de vida, pero eso no se puede lograr mediante la búsqueda egoísta de beneficios propios, sino sólo con la apertura del amor. La vocación al amor es vuestra vocación fundamental. Jesús os llama a este camino: respondedle «sí», como hizo san Adalberto. Superando los confines agobiantes del egoísmo con la fuerza del amor a Cristo seréis constructores de la nueva Europa y del mundo de mañana.

5. «Envía tu Espíritu, Señor, y renovarás la faz de la tierra». De la primera comunidad cristiana, reunida en el cenáculo, recibimos esta invocación, inspirada en el Salmo, y hoy tengo la alegría de repetirla junto con vosotros, jóvenes, en el umbral del tercer milenio. Vivís en una situación que, en ciertos aspectos, es semejante a la de los primeros cristianos. El mundo que los rodeaba no conocía el Evangelio. Pero ellos no se desconcertaron. Después de recibir el don del Espíritu, se unieron en torno a los Apóstoles, amándose entre sí fraternalmente. Sabían que eran la nueva levadura, que tanto necesitaba el mundo romano en su ocaso. De esa forma unidos en el amor superaron toda resistencia.

Sed también vosotros como ellos. Sed Iglesia, para llevar al mundo de hoy el anuncio gozoso del Evangelio. San Adalberto fue un apasionado servidor de la Iglesia. Sedlo también vosotros. La Iglesia os necesita. Después de cuarenta años de intentos de amordazarla, vive, aquí entre vosotros, una gran renovación, a pesar de tantas dificultades. Cuenta con vuestras energías jóvenes, con la contribución de vuestra inteligencia y de vuestro entusiasmo. Confiad en la Iglesia, como ella confía en vosotros.

6. «Envía tu Espíritu, Señor, y renovarás la faz de la tierra». La Iglesia, que recibió el Espíritu Santo en Pentecostés, lo lleva a los hombres de todos los tiempos. Y os lo lleva también a vosotros mediante sus sacramentos, relacionados con las etapas fundamentales de vuestra vida: habéis sido bautizados con el agua y el Espíritu Santo y muchos de vosotros ya habéis recibido la confirmación, el sacramento en el que el Espíritu os capacita y os compromete a ser testigos de Cristo.

Orad al Espíritu Santo, para que manifieste su presencia en vuestra vida. A mí, la experiencia de la acción del Espíritu Santo me la transmitió de modo especial mi padre, cuando tenía vuestra edad. Si me encontraba en alguna dificultad, me recomendaba orar al Espíritu Santo; y esa enseñanza me marcó el camino que he seguido hasta hoy. Os hablo de esto porque vosotros sois jóvenes, como yo lo era entonces. Y os hablo de ello sobre la base de muchos años de vida, transcurridos en tiempos también difíciles.

7. Volvamos al cenáculo. Jesús sopla sobre los Apóstoles y les dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos » (
Jn 20,22-23). Amadísimos jóvenes, deseo que especialmente estas palabras queden grabadas en vuestra mente y en vuestro corazón. El Espíritu Santo se da a la Iglesia como manantial de fuerza para vencer el pecado. Sólo Dios tiene el poder de perdonar los pecados, porque únicamente él escruta hasta el fondo al ser humano y puede valorar plenamente su responsabilidad. El pecado, en su profundidad psicológica, sigue siendo un secreto en el que sólo Dios tiene el poder de entrar para decir al hombre con palabras eficaces: «Tus pecados te son perdonados; quedas perdonado» (cf. Mt Mt 9,2 Mt Mt 9,4 Mc 2,5 Mc 2,9 Lc 5,20 Lc 5,23).

Queridos amigos, quiero que lo recordéis. Como sabemos, existen los así llamados «pecados sociales», pero, en definitiva, todo pecado depende de la responsabilidad de un hombre concreto. Este hombre concreto lucha con el pecado, lo vence o es derrotado. El hombre concreto, si es derrotado por el pecado, sufre. Sí, los remordimientos de conciencia constituyen un sufrimiento. No se pueden eliminar. Antes o después, es preciso buscar el perdón. Si el mal que hemos cometido concierne a otros hombres, hay que pedirles también perdón a ellos, pero, para que la culpa sea realmente perdonada, siempre es necesario obtener el perdón de Dios.

El sacramento de la reconciliación constituye un gran regalo de Cristo. Si lo sabemos vivir con fidelidad, se transforma en fuente inagotable de vida nueva. No lo olvidéis. Acudid con confianza a este manantial para obtener la gracia, la curación, la alegría y la paz, a fin de participar en la vida misma de Cristo, que es vida del Padre comunicada en el Espíritu Santo.

8. Queridos amigos, a vosotros os encomiendo la misión de contribuir de modo decisivo a la evangelización de vuestro país, el país checo. Llevad a Cristo al tercer milenio. Confiad en él. Su promesa atraviesa los siglos: «Quien pierda su vida por mi causa y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). ¡No tengáis miedo! ¡No tengáis miedo! La vida con Cristo es una aventura estupenda. Sólo él puede dar sentido pleno a la vida; sólo él es el centro de la historia. Vivid de él. Con María. Con vuestros santos.

Pedid a Cristo el don del Espíritu, pues precisamente el Espíritu Santo es la Persona divina que tiene la misión de sanar, purificar, santificar las conciencias de los hombres y así renovar la faz de la tierra. Deseo de todo corazón que esto se realice en vosotros, en vuestra nación, en todos los que forman parte de la milenaria herencia de san Adalberto, y en los hombres del mundo entero. Ojalá que se cumplan en vosotros las palabras anunciadas con tanta fuerza por la Iglesia en la liturgia de hoy: Veni, Sancte Spiritus. ¡Ven, Espíritu Santo! En ti está la fuente de la luz y de la vida. En ti está la llama del amor perenne.

910 En ti está el secreto de la esperanza que no defrauda. ¡Ven, Espíritu Santo! Amén.

VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA CHECA



DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA EXPLANADA DE LETNÁ


Domingo 27 de abril de 1997



1. «El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10,11).

Estamos reunidos en esta amplia explanada para cantar juntos el solemne Te Deum por el milenario del nacimiento para el cielo de san Adalberto, obispo de Praga, apóstol del Evangelio en el corazón de Europa y testigo de Cristo hasta el supremo sacrificio de su vida.

Él, como el buen Pastor, ya desde el comienzo dio su vida por la grey, y la dio definitivamente con el martirio sufrido entre los prusianos, cuando aún seguían las religiones paganas. Por tanto, es el celoso pastor que la Providencia puso al comienzo de la historia de las naciones eslavas de Europa central, de los checos, de los polacos, de los eslovacos, y también de la nación húngara.

Este año recordamos el milenio de su martirio, un acontecimiento que todas las Iglesias particulares, que desde hace más de diez siglos viven y anuncian el Evangelio precisamente en estas naciones, se sienten comprometidas a celebrar con particular intensidad, empezando por esta tierra de Bohemia, donde nació este ilustre santo.

2. El ministerio de san Adalberto, a quien el Sucesor de Pedro llamó al servicio episcopal de la sede de Praga, en Bohemia, fue difícil. Frente a la resistencia que encontró en sus mismos compatriotas, debió abandonar su sede episcopal e irse a Roma, donde, en la colina del Aventino, comenzó su vida monástica según la tradición benedictina.

Volvió a Praga cuando las circunstancias parecían más favorables; sin embargo, la oposición de sus compatriotas lo obligó a abandonar de nuevo su patria. Vivió el resto de su vida como misionero, primero en la llanura de Panonia —hoy Hungría—, y después fue acogido como huésped en Gniezno, en la corte de Boleslao, el Intrépido. Sin embargo, ni siquiera ahí se detuvo. Partió nuevamente como misionero del Evangelio, dirigiéndose hacia el Báltico, donde encontró el martirio. Boleslao, el Intrépido, pagó un elevado precio para rescatar los restos mortales de su amigo obispo y los trasladó a Gniezno.

En el año 1000, precisamente ante las reliquias del mártir, se celebró un importante encuentro, durante el cual se tomaron decisiones destinadas a influir significativamente en las características de la vida nacional y eclesial en la Polonia de los Piast. Por ello, los cristianos de esa nación veneran a san Adalberto como uno de sus principales patronos, viendo en él un signo elocuente del vínculo de afinidad que, ya desde el comienzo, unió a las naciones limítrofes de Bohemia y Polonia.

En tierra polaca, el recuerdo de san Adalberto se asocia, sobre todo, a la Iglesia de Gniezno. Aún hoy, con frecuencia, los fieles vienen en peregrinación a Praga. En efecto, aquí empezó la misión del santo, que mantuvo profundos vínculos espirituales con los patronos de la Iglesia que está en Bohemia: san Wenceslao y santa Ludmila, los primeros de una larga serie de santos nacidos en vuestra tierra.

3. En el pasaje de la carta a los Colosenses que hemos escuchado, san Pablo afirma: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).

911 Es difícil encontrar palabras que expresen mejor el significado del martirio de san Adalberto. Fue ministro del Evangelio y servidor de Cristo vivo en la Iglesia. Como los Apóstoles, se convirtió en testigo claro y valiente del misterio de Cristo: «El misterio —como escribe san Pablo— escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles» (Col 1,26-27).

4. Se trata de un misterio destinado a todos los pueblos, tanto a los que en el mundo antiguo visitó san Pablo durante sus viajes apostólicos, como a los que la Iglesia ha dirigido su actividad misionera durante estos dos milenios. Entre el primero y el segundo milenio, san Adalberto hizo suyo este esfuerzo apostólico por llevar el misterio de Cristo a las naciones paganas del centro de Europa.

Hoy, al final del segundo milenio, mientras celebramos los mil años del martirio nos habla con las palabras de la carta a los Colosenses: «Vivid, pues, según Cristo Jesús, el Señor, tal como le habéis recibido; enraizados y edificados en él; apoyados en la fe, tal como se os enseñó, rebosando en acción de gracias» (Col 2,6-7). El texto paulino nos advierte del peligro de toda ciencia y filosofía fundada, como escribe el Apóstol, en «los elementos del mundo» (Col 2,8), es decir, en una tradición únicamente humana, y no en Cristo. Podríamos decir, con lenguaje moderno, que san Pablo nos pone en guardia contra la laicización y la secularización. Se trata de una advertencia muy actual en esta circunstancia jubilar.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, ¡qué gran alegría siento al poder celebrar hoy, junto con todos vosotros, el milenario de san Adalberto! Doy gracias al Señor porque nos brinda la oportunidad de encontrarnos aquí, en la explanada de Letná, exactamente como hace siete años.

Dirijo un saludo cordial y fraterno ante todo al querido cardenal arzobispo de Praga Miloslav Vlk, sucesor de san Adalberto. Saludo, también, a los obispos de la República Checa y a los cardenales y obispos de toda Europa; a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas. Asimismo, saludo a los representantes del mundo de la política, la cultura y la ciencia que, con su presencia, testimonian la importancia social, y no sólo religiosa, de este aniversario.

Os saludo cordialmente a vosotros, queridos fieles de Bohemia, Moravia y Silesia, y a todos vosotros, hermanos y hermanas que habéis venido de Eslovaquia, de Polonia y de otras naciones de Europa, y que hoy sois huéspedes gratos en esta solemne celebración.

Recuerdo con emoción al cardenal František Tomášek, que promovió el decenio de renovación espiritual como preparación para el milenario del martirio de san Adalberto, a fin de redescubrir las raíces históricas del país y sus profundas tradiciones cristianas. En la perspectiva del gran jubileo del año 2000, esta celebración plantea algunos interrogantes precisos no sólo a los ciudadanos de la nación checa, sino también a todos los que veneran al santo mártir como padre en la fe: ¿qué ha sucedido con el patrimonio espiritual que dejó? ¿Qué frutos ha dado? ¿Sabrán los cristianos de hoy encontrar inspiración y estímulo en las enseñanzas y en el ejemplo de su gran patrono, para contri buir eficazmente a la edificación de la nueva civilización del amor?

6. San Adalberto ejerce aún hoy una fascinación particular con su gran personalidad unificada, dotada de una firmeza granítica y abierta a las necesidades espirituales y materiales de sus hermanos. Muchos lo reconocen como un digno representante no sólo de la nación checa, sino también de la tradición cristiana aún felizmente indivisa.

En esta perspectiva, san Adalberto es un testigo, podríamos decir, poliédrico, que Dios dio a la comunidad cristiana del pasado y del presente. Es un signo de la armonía y la colaboración que deben existir entre la Iglesia y la sociedad. Es un signo del vínculo existente entre las naciones checa y polaca. Digo esto con gran satisfacción, ya que, si Dios quiere, dentro de un mes estaré entre mis compatriotas para celebrar con ellos el milenario de vuestro santo. También gracias a él el cristianismo se ha desarrollado bien en Polonia. Un número considerable de sacerdotes polacos, fruto de la sangre de este gran mártir, vienen actualmente a las diócesis checas, para colaborar en el trabajo pastoral de vuestras comunidades, en esta fase de esperanza, después del largo período de violencia y represión.

San Adalberto es un santo para los cristianos de hoy: los invita a no encerrarse en sí mismos, guardándose el tesoro de las verdades que poseen, con una actitud de estéril defensa ante el mundo. Al contrario, les pide que se abran a la sociedad actual, buscando todo lo bueno y valioso que ésta posee, para elevarlo y, si fuera necesario, purificarlo a la luz del Evangelio.

7. «El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10,11).

912 La liturgia de la Palabra de esta solemnidad encuentra, en cierto sentido, su coronamiento en el pasaje del evangelio según san Juan. La parábola del «buen pastor» se centra en la persona y la misión de Cristo. Él es precisamente el buen Pastor, que da su vida por las ovejas, como sucedió en el Calvario con la pasión y la muerte en la cruz.

En el momento en el que se entrega, Cristo tiene clara conciencia del valor universal que posee su sacrificio. Dice: «Doy mi vida por las ovejas» (
Jn 10,15). Y añade enseguida, pensando en todos aquellos por quienes se entrega: «Tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10,16). En el Gólgota ya están presentes espiritualmente los pueblos y las naciones de la tierra, llamados todos a la salvación.

8. El Evangelio está destinado a todos los hombres, puesto que todos han sido redimidos por la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Todos; por tanto, también los pueblos a los que hace mil años les fue enviado san Adalberto como testigo del misterio de Cristo.

Después de mil años, mientras recordamos el martirio y toda la vida evangélica de san Adalberto, cantamos con toda la comunidad cristiana: Te Deum laudamus... «Te alabamos, oh Dios. Te proclamamos Señor. Te aclama el cándido ejército de los mártires».

Al mismo tiempo, encomendamos a la divina Providencia la tierra natal del santo obispo, la ilustre nación en donde nació, así como los pueblos eslavos que, al comienzo de su historia, experimentaron los frutos de su misión. Salvum fac populum tuum, Domine... «Salva a tu pueblo, Señor; bendice y protege a tus hijos».

Salvum fac! Quiera Dios que la obra de la salvación, que san Adalberto empezó en esta tierra, se mantenga firme y fructifique abundantemente entre vosotros, sus compatriotas, así como entre aquellos a quienes fue enviado. Amén.

SOLEMNE CEREMONIA DE BEATIFICACIÓN

FLORENTINO ASENSIO BARROSO,

CEFERINO GIMÉNEZ MALLA,

GAETANO CATANOSO,

ENRICO REBUSCHINI

Y MARÍA ENCARNACIÓN ROSAL


VI Domingo de Pascua 4 de mayo de 1997



1. «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado » (Jn 15,12).

La liturgia de este sexto domingo de Pascua nos invita a reflexionar en el gran mandamiento del amor, a la luz del misterio pascual. Precisamente la meditación del nuevo mandamiento, corazón y síntesis de la enseñanza moral de Cristo, nos introduce en esta celebración, particularmente solemne y sugestiva por la proclamación de cinco nuevos beatos.

En la segunda lectura y en el pasaje evangélico se nos presenta la ley de la caridad como el testamento de Jesús en la víspera de su pasión. «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud » (Jn 15,11): así concluye su discurso a los Apóstoles durante la última cena.

El amor a Dios es, pues, la fuente de la verdadera alegría. Es lo que experimentaron personalmente estos hermanos nuestros en la fe, que hoy se presentan a la Iglesia como modelos de adhesión generosa al mandamiento del Señor. Son «beatos». En su existencia terrena vivieron de un modo muy particular el amor a Dios y, precisamente por eso, pudieron gozar de la plenitud de la alegría prometida por Cristo.

913 Hoy son propuestos a nuestra veneración como testigos privilegiados del amor a Dios. Con su ejemplo y su intercesión, indican el camino hacia la plena felicidad, que constituye la aspiración profunda del corazón humano.

2. Como hemos repetido en el Salmo responsorial que acabamos de cantar, todo el mundo está invitado a alegrarse por las maravillas del Señor: «Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad » (
Ps 97,4). Hoy, desde diferentes lugares del mundo, y en especial desde donde vivieron y actuaron los nuevos beatos, sube hacia Dios un intenso cántico de alabanza y acción de gracias por la beatificación de Florentino Asensio Barroso, obispo y mártir; Ceferino Giménez Malla, mártir; Gaetano Catanoso, presbítero, fundador de la congregación de las religiosas Verónicas de la Santa Faz; Enrico Rebuschini, presbítero, de la orden de los Clérigos Regulares Ministros de los Enfermos; y María Encarnación Rosal, religiosa, reformadora del Instituto de las Hermanas Bethlemitas.

3. «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). El obispo Florentino Asensio Barroso permaneció en el amor de Cristo. Como él, se entregó al servicio de los hermanos, especialmente en el ministerio sacerdotal, desempeñado generosamente durante años en Valladolid primero, y después en su corto espacio de tiempo como obispo administrador apostólico de Barbastro, sede para la que había sido elegido pocos meses antes del inicio de la deplorable Guerra civil de 1936. Para un ministro del Señor el amor se vive en la caridad pastoral y por eso, ante los peligros que se veían venir, no abandonó su grey, sino que, al estilo del buen Pastor, ofreció su vida por ella.

El obispo, como maestro y guía en la fe para su pueblo, está llamado a confesarla con las palabras y las obras. Mons. Asensio llevó hasta sus últimas consecuencias su responsabilidad de pastor al morir por la fe que vivía y predicaba. En los últimos momentos de su vida, tras haber sufrido vejatorios y lacerantes tormentos, ante la pregunta de uno de sus verdugos sobre si conocía el destino que le esperaba, contestó con serenidad y firmeza: «Voy al paraíso». Proclamaba así su inquebrantable fe en Cristo, vencedor de la muerte y dador de vida eterna. Al ser elevado hoy a la gloria de los altares, el beato Florentino Asensio Barroso sigue alentando con su ejemplo la fe de los fieles de esa amada diócesis aragonesa y vela por ella con su intercesión.

4. «A vosotros os llamo amigos» (Jn 15,15). También en Barbastro el gitano Ceferino Giménez Malla, conocido como «el Pelé», murió por la fe en la que había vivido. Su vida muestra cómo Cristo está presente en los diversos pueblos y razas y que todos están llamados a la santidad, la cual se alcanza guardando sus mandamientos y permaneciendo en su amor (cf. Jn Jn 15,11). El Pelé fue generoso y acogedor con los pobres, aun siendo él mismo pobre; honesto en su actividad; fiel a su pueblo y a su raza calé; dotado de una inteligencia natural extraordinaria y del don de consejo. Fue, sobre todo, un hombre de profundas creencias religiosas.

La frecuente participación en la santa misa, la devoción a la Virgen María con el rezo del rosario, la pertenencia a diversas asociaciones católicas le ayudaron a amar a Dios y al prójimo con entereza. Así, aun a riesgo de la propia vida, no dudó en defender a un sacerdote que iba a ser arrestado, por lo que le llevaron a la cárcel, donde no abandonó nunca la oración, siendo después fusilado mientras estrechaba el rosario en sus manos. El beato Ceferino Giménez Malla supo sembrar concordia y solidaridad entre los suyos, mediando también en los conflictos que a veces empañan las relaciones entre payos y gitanos, demostrando que la caridad de Cristo no conoce límites de razas ni culturas. Hoy «el Pelé» intercede por todos ante el Padre común, y la Iglesia lo propone como modelo a seguir y muestra significativa de la universal vocación a la santidad, especialmente para los gitanos que tienen con él estrechos vínculos culturales y étnicos.

5. El padre Gaetano Catanoso siguió a Cristo por el camino de la cruz, haciéndose con él víctima de expiación por los pecados. Repetía a menudo que quería ser el cireneo que ayuda a Cristo a llevar la cruz, más gravosa por los pecados que por el peso material de la madera.

Verdadera imagen del buen Pastor, se prodigó incansablemente por el bien de la grey que el Señor le había confiado, en la vida parroquial y en la asistencia a los huérfanos y a los enfermos, en el consejo espiritual a los seminaristas y a los jóvenes sacerdotes, así como en la animación de las religiosas Verónicas de la Santa Faz, que él fundó.

Cultivó y difundió una gran devoción a la Faz ensangrentada y desfigurada de Cristo, que veía reflejada en la faz de cada hombre que sufre. Todos los que se encontraban con él percibían en su persona el buen olor de Cristo; por esto solían llamarlo «padre», y así lo sentían realmente, pues era un signo elocuente de la paternidad de Dios.

6. También el beato Enrico Rebuschini caminó decididamente, durante su existencia, hacia la perfección de la caridad, que constituye el tema dominante de la liturgia de la Palabra de este domingo. Siguiendo las huellas de su fundador, san Camilo de Lelis, testimonió la caridad misericordiosa, practicándola en todos los ambientes en los que trabajó. Su firme propósito de «consumir su vida para dar a Dios al prójimo, viendo en él el rostro mismo del Señor», lo comprometió en un arduo camino ascético y místico, caracterizado por una intensa vida de oración, un amor extraordinario a la Eucaristía y una entrega incansable a los enfermos y a los que sufrían.

Se ha convertido en un punto de referencia seguro para los Clérigos Regulares Ministros de los Enfermos y para la comunidad cristiana de Cremona. Su ejemplo constituye para todos los creyentes una apremiante invitación a estar atentos a los que sufren y a los enfermos en el cuerpo y en el espíritu.

914 7. «Yo os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). La madre María Encarnación Rosal, primera guatemalteca beatificada, fue elegida para continuar el carisma del beato Pedro de San José Betancourt, fundador de la Orden Bethlemita, la primera latinoamericana. Hoy su fruto perdura en las Hermanas Bethlemitas que, junto con todos los miembros de la gran familia de la Asociación de laicos, trabajan en poner en práctica su carisma evangelizador al servicio de la Iglesia.

Mujer constante, tenaz y animada sobre todo por la caridad, su vida es fidelidad a Cristo —su confidente asiduo a través de la oración— y a la espiritualidad de Belén. Ello le acarreó múltiples sacrificios y sinsabores, teniendo que peregrinar de un lugar a otro para poder afianzar su Obra. No le importó renunciar a muchas cosas con tal de salvar lo esencial, afirmando: «Que se pierda todo, menos la caridad».

Desde lo aprendido en la escuela de Belén, es decir, el amor, la humildad, la pobreza, la entrega generosa y la austeridad, vivió una espléndida síntesis de contemplación y acción, uniendo a las obras educativas el espíritu de penitencia, adoración y reparación al Corazón de Jesús. Que su ejemplo perdure entre sus hijas, y que su intercesión acompañe la vida eclesial del Continente americano, que se dispone con esperanza a cruzar el umbral del tercer milenio de la era cristiana.

8. La santidad es una llamada que Dios dirige a todos, pero sin forzar a nadie. Dios pide y espera la libre adhesión del hombre. En el ámbito de esta vocación universal a la santidad, Cristo elige para cada uno una tarea específica y, si encuentra correspondencia, él mismo provee a llevar a cumplimiento la obra iniciada, haciendo que el fruto permanezca.

«Como el Padre me ha amado, así os he amado yo (...). Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,9 Jn 15,14), sigue repitiendo el Señor y espera nuestra respuesta, como hizo con los nuevos beatos. Su ejemplo nos recuerda que todos, cada uno de modo diferente, estamos comprometidos a dar fruto no sólo para nuestro bien, sino también para el de toda la comunidad.

Hoy exultamos por el don de estos nuevos beatos. Demos gracias a Dios por lo que realizaron y por las obras de bien que dejaron a su paso por la tierra. Oremos para que muchos sigan su ejemplo y aumente el número de los obreros en la viña del Señor.

Que se renueve la faz de la tierra (cf. Sal Ps 103,30) mediante el poder del Espíritu Santo, y en todo rincón del mundo resuene el cántico de alegría, resuene el anuncio del amor divino.

Dios es amor: él ha sido el primero en amarnos. Nuestra tarea ahora consiste en amarnos unos a otros como él nos ha amado. Por esto nos reconocerán como sus discípulos. De aquí nace nuestra responsabilidad: ser testigos creíbles. Los nuevos beatos lo fueron. Que ellos nos obtengan también a nosotros la gracia de serlo, para que este mundo que amamos sepa reconocer en Cristo al único Salvador verdadero.

B. Juan Pablo II Homilías 907