B. Juan Pablo II Homilías 943


VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

MISA DE BEATIFICACIÓN DE MARÍA BERNARDINA JABLONSKA

Y MARÍA KARLOWSKA




Zakopane, viernes 6 de junio de 1997



1. Nos encontramos hoy en esta gran asamblea litúrgica al pie de la cruz, en el monte Giewont, en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Doy gracias a la divina Providencia porque me permite celebrar esta solemnidad en la patria —bajo la «Krokiew», en la tierra de Podhale— con vosotros, que en vuestra religiosidad conserváis fielmente la veneración al misterio del Corazón de Jesús. La Iglesia en Polonia ha dado una gran contribución a la introducción de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús en el calendario litúrgico. Era expresión de un profundo deseo de que se multiplicaran los magníficos frutos producidos por esa devoción en la vida de los fieles en toda la Iglesia. Y así sucedió.

¡Cuán agradecidos deberíamos estar con Dios por todas las gracias que experimentamos por mérito del Corazón de su Hijo! ¡Cuánto le debemos agradecer este encuentro! Lo hemos esperado durante mucho tiempo. Desde hacía mucho tiempo, habíais invitado al Papa en diversas ocasiones, especialmente durante vuestras frecuentes peregrinaciones a la ciudad eterna. Seguramente recordáis que os decía entonces que había que tener paciencia, que era necesario encomendar mi visita a Zakopane a la divina Providencia. Durante mi peregrinación a Eslovaquia, en Levoca leí el cartel que habíais preparado: «¡Zakopane te espera! ¡Zakopane te da la bienvenida! ». Y hoy podemos decir que Zakopane ha logrado hacer realidad su deseo, y yo también. Dios lo ha dispuesto así, y la Virgen de Levoca ha traído al Papa a Zakopane.

Os saludo a todos, especialmente a vosotros, habitantes de Zakopane. Saludo a los montañeses de Podhale, tan queridos a mi corazón. Saludo en particular al señor cardenal Franciszek; al obispo de Torun, que hoy se alegra aquí por la beatificación de su diocesana; a todos los obispos polacos, encabezados por el cardenal primado; y a todos los obispos extranjeros que participan en esta celebración. Saludo al clero, a las religiosas y, especialmente, a las religiosas Albertinas y a las religiosas Pastorcitas, para quienes este día tiene una elocuencia particular.

Saludo al alcalde de Zakopane y a las autoridades locales de Podhale. Agradezco este importante homenaje de Podhale, siempre fiel a la Iglesia y a la patria. ¡Se puede contar siempre con vosotros! Demos gracias a Dios por este día, en que ha actuado en nuestro favor. Queridos hermanos y hermanas, con espíritu de gratitud quiero meditar con vosotros en el gran misterio del Sagrado Corazón de Jesús. Es conveniente que lo hagamos en el itinerario de mi peregrinación, con ocasión del Congreso eucarístico de Wroclaw. En efecto, toda la devoción al Corazón de Jesús y todas sus manifestaciones son profundamente eucarísticas.

2. «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37). Son palabras que acabamos de escuchar. Con esta cita profética, san Juan termina su descripción de la pasión y la muerte de Cristo en la cruz. Gracias a ella sabemos que el Viernes santo, antes de la fiesta de la Parasceve, los judíos pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y retiraran sus cuerpos (cf. Jn Jn 19,31). Así hicieron los soldados con los dos malhechores crucificados con Jesús. «Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua» (Jn 19,33-34). Era la prueba de su muerte. Los soldados podían asegurar a Pilato que Jesús de Nazaret había muerto. Pero san Juan evangelista ve aquí la necesidad de un testimonio particular. Escribe así: «El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido» (Jn 19,35). Y, al mismo tiempo, afirma que al traspasar el costado de Cristo, se cumplió la Escritura, que dice: «No se le quebrará hueso alguno» y también: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,36-37).

En este pasaje evangélico se basa toda la tradición de la devoción al Sagrado Corazón. Se desarrolló de modo particular desde el siglo XVII, en relación con las revelaciones a santa Margarita María de Alacoque, mística francesa. Nuestro siglo es testigo de un intenso desarrollo de la devoción al Corazón de Jesús, como atestiguan las magníficas «Letanías del Sagrado Corazón de Jesús » así como el «Acto de consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús» y el «Acto de reparación al Sagrado Corazón de Jesús». Todo esto ha impregnado profundamente nuestra piedad polaca y forma parte de la devoción de muchos fieles que sienten la necesidad de reparación al Corazón de Jesús por los pecados de la humanidad y también de las naciones, de las familias y de las personas.

3. «Mirarán al que traspasaron»: estas palabras orientan nuestra mirada hacia la santa cruz, hacia el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la Salvación del mundo. «Pues la predicación de la cruz es necedad para el mundo; mas para nosotros, es fuerza de Dios» (cf. 1Co 1,18). Esto lo comprendieron bien los habitantes de Podhale. Cuando terminaba el siglo XIX y empezaba el nuevo, vuestros padres pusieron una cruz en la cima de Giewont. Está allí y allí permanece. Es un testigo mudo, pero elocuente, de nuestro tiempo. Se puede decir que esta cruz jubilar mira hacia Zakopane y Cracovia y, más allá, hacia Varsovia y Gdansk. Abraza toda nuestra tierra, desde los montes Tatra hasta el Báltico.

Vuestros padres querían que la cruz de Cristo reinara de modo particular en este hermoso rincón de Polonia. Y así sucedió. Se puede decir que vuestra ciudad se ha extendido al pie de la cruz; tanto Zakopane como Podhale viven y se desarrollan en su radio. Lo demuestran a lo largo de los caminos las capillas tan hermosas, esculpidas y conservadas con cuidado. Este Cristo os acompaña en vuestro trabajo diario, o en el itinerario de vuestros paseos por las montañas. Hablan de él las iglesias de esta ciudad, sea las antiguas y monumentales, que encierran todo el misterio de la fe y la piedad humana, sea las recientes, que han surgido gracias a vuestra generosidad, como por ejemplo la iglesia parroquial de la Santa Cruz, en la parroquia de la Virgen de Fátima, que nos acoge.

944 Queridos hermanos y hermanas, no os avergoncéis de esta cruz. Tratad de aceptarla cada día y de corresponder al amor de Cristo. Defended la cruz, no permitáis que se ofenda el nombre de Dios en vuestro corazón, en la vida familiar o social. Demos gracias a la divina Providencia porque el crucifijo ha vuelto a las escuelas, a las oficinas públicas y a los hospitales. ¡Ojalá que permanezca allí! Que nos recuerde nuestra dignidad cristiana y también la identidad nacional, lo que somos, a dónde vamos y dónde están nuestras raíces. Que nos recuerde el amor de Dios al hombre, que en la cruz encontró su más profunda expresión.

El amor se asocia siempre al corazón. El Apóstol lo asoció precisamente al Corazón que fue traspasado por la lanza del centurión en el Gólgota. En ese gesto se reveló hasta el fondo el amor con que el Padre amó al mundo. Lo amó tan intensamente, «que dio a su Hijo único» (
Jn 3,16). En ese corazón traspasado encontró su expresión externa la dimensión del amor que es más grande que cualquier amor creado. En él se manifestó el amor salvífico y redentor. El Padre dio «a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Por eso, san Pablo escribe: «Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ep 3,14-15), las doblo para expresarle mi agradecimiento por la revelación de su amor, que manifestó en la muerte redentora de su Hijo. Al mismo tiempo, doblo mis rodillas para que Dios «os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior» (Ep 3,16). El corazón es, precisamente, «el hombre interior». Para el Apóstol, el Corazón del Hijo de Dios se transforma en fuente de fuerza para todos los corazones humanos. Todo esto se ha expresado magníficamente en muchas invocaciones de las «Letanías del Sagrado Corazón de Jesús».

4. El Corazón de Jesús se convirtió en fuente de fuerza para las dos mujeres que la Iglesia eleva hoy a la gloria de los altares. Gracias a esa fuerza, alcanzaron la cima de la santidad. María Bernardina Jablonska, hija espiritual de san Alberto Chmielowski, colaboradora y continuadora de su obra de misericordia, viviendo la pobreza se consagró al servicio de los más pobres. La Iglesia nos pone hoy como ejemplo a esta religiosa piadosa, cuyo lema de vida eran las palabras: «Dar, eternamente dar». Con su mirada fija en Cristo, lo seguía fielmente, imitándolo en el amor. Quería escuchar toda petición de su prójimo, enjugar toda lágrima, y consolar, por lo menos con la palabra, a toda alma que sufría. Quería ser siempre buena con todos, pero más aún con los más probados por el destino. Solía decir: «El dolor de mi prójimo es mi dolor». Junto con san Alberto fundó hospicios para los enfermos y para los que habían quedado sin hogar a causa de la guerra.

Ese amor grande y heroico maduraba en la oración y en el silencio de la cercana ermita de Kalatówki, donde vivió durante algún tiempo. En los momentos más difíciles de su vida, en sintonía con las recomendaciones de quien la dirigía espiritualmente, se encomendaba al Sagrado Corazón de Jesús. A él le ofrecía todo lo que poseía, y especialmente sus sufrimientos interiores y sus dolores físicos. ¡Todo por amor a Cristo! Como superiora general de la congregación de las religiosas Siervas de los Pobres de la tercera orden de san Francisco, las Albertinas, daba continuamente a sus religiosas ejemplo del amor que brota de la unión del corazón humano con el Sagrado Corazón del Salvador. El Corazón de Jesús era su consuelo en el heroico servicio a los más necesitados.

Es conveniente que su beatificación se realice en Zakopane, porque es una santa de Zakopane. Aunque no nació en este lugar, aquí se desarrolló espiritualmente para alcanzar la santidad a través de la experiencia eremítica de fray Alberto, en los montes Kalatówki.

Al mismo tiempo, en los territorios ocupados por Prusia, otra mujer, María Karlowska, desempeñaba una actividad de auténtica samaritana entre las mujeres que sufrían una gran miseria material y moral. Su santo celo atrajo en seguida a un grupo de discípulas de Cristo, con quienes fundó la congregación de las religiosas Pastorcitas de la Divina Providencia. Estableció para ella y para sus religiosas la siguiente finalidad: «Debemos anunciar el Corazón de Jesús, es decir, vivir de él y en él y para él, de modo que lleguemos a ser semejantes a él y que él sea más visible en nuestra vida que nosotras mismas». Su entrega al Sagrado Corazón del Salvador dio como fruto un gran amor a los hombres. Sentía una insaciable hambre de amor. Según la beata María Karlowska, un amor de este tipo nunca dirá basta, nunca se detendrá en el camino. Era precisamente esto lo que le sucedía, porque estaba impulsada por la corriente del amor del divino Paráclito. Gracias a ese amor, devolvió a muchas almas la luz de Cristo y les ayudó a recuperar la dignidad perdida.

También es conveniente que su beatificación se realice en Zakopane, porque la cruz de Giewont mira a toda Polonia, mira hacia el norte, hacia la Pomerania y la ciudad de Plock, mira hacia todos los lugares donde viven los frutos de su santidad, sus religiosas y su servicio a los necesitados.

Queridos hermanos y hermanas, estas dos religiosas heroicas, al realizar sus obras santas en condiciones muy difíciles, manifestaron con plenitud la dignidad de la mujer y la grandeza de su vocación. Manifestaron el «genio femenino », que se revela mediante una profunda sensibilidad ante el sufrimiento humano, mediante la delicadeza, la apertura y la disponibilidad a ayudar y también mediante otras cualidades propias del corazón femenino. A menudo se manifiesta sin clamor y, por eso, a veces lo subestiman. ¡Cuánto lo necesita el mundo actual y nuestra generación! ¡Cuánta necesidad hay de esta sensibilidad femenina en las cosas de Dios y de los hombres, para que nuestras familias y toda la sociedad tengan afecto cordial, benevolencia, paz y alegría! ¡Cuán necesario resulta este «genio femenino», para que el mundo actual aprecie el valor de la vida, de la responsabilidad y de la fidelidad; para que conserve el respeto a la dignidad humana! En efecto, Dios, en su designio eterno, atribuyó un lugar determinado a la mujer, creando al ser humano «varón y mujer», a su «imagen y semejanza».

5. En la carta a los Efesios, san Pablo hace casi una confesión personal. Escribe: «A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas» (Ep 3,8-9). Así pues, por medio del Corazón de Jesús crucificado y resucitado, leemos el plan eterno de Dios para la salvación del mundo. En cierto sentido, el Corazón divino se transforma en el centro de este plan, que es misterioso y da la vida. En él se realiza este plan. Como escribe el Apóstol: «Para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada (...), mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que [Dios] realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro, quien, mediante la fe en él, nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios» (Ep 3,10-12).

Todo está contenido aquí. Cristo es el cumplimiento del designio divino del amor redentor. En virtud de este plan, como criatura con respecto a su Creador, sino también como hijo con respecto a su Padre. Por tanto, el cristianismo significa una nueva creación, una nueva vida, la vida en Cristo, mediante la cual el hombre puede decir a Dios: ¡Abbá, Padre mío, Padre nuestro! Por consiguiente, la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús es, en cierto sentido, un magnífico complemento de la Eucaristía, y por eso la Iglesia, guiada por una profunda intuición de fe, celebra esta fiesta del Corazón divino al día siguiente de la conclusión de la octava del Corpus Christi.

Te alabamos, Cristo, nuestro Salvador, porque de tu Corazón ardiente de amor derramas sobre nosotros los manantiales de gracias. Te agradecemos estas gracias, mediante las cuales multitudes de santos y beatos han podido llevar al mundo el testimonio de tu amor. Te damos gracias por las beatas religiosas María Bernardina y María, que en tu Corazón amoroso encontraron la fuente de su santidad.

945 Sagrado Corazón de Jesús, ¡ten piedad de nosotros!

Corazón de Jesús, Hijo del Padre eterno; Corazón de Jesús, formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre; Corazón de Jesús, unido sustancialmente al Verbo de Dios; Corazón de Jesús, en quien residen todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, ¡ten piedad de nosotros!
* * *


Después de impartir la bendición, Su Santidad añadió:

«Hoy he dado gracias a Dios por la cruz que vuestros padres alzaron en el monte Giewont. Esa cruz mira a Polonia entera, desde los montes Tatra hasta el Báltico, diciendo: “Sursum corda!”: ¡Arriba los corazones!, a fin de que toda Polonia, mirando a la cruz de Giewont, pueda escuchar y repetir: “Sursum corda”. ¡Arriba los corazones! Amén»

VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

CONSAGRACIÓN DE LA IGLESIA

DEL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA




Zakopane, Sábado 7 de junio de 1997



<1. Hoy, en la memoria litúrgica del Corazón inmaculado de la santísima Virgen María, nos encontramos en Krzeptówki, para bendecir esta iglesia parroquial, es decir, para consagrarla. No basta que un templo esté construido; es necesario dedicarlo al Altísimo con un acto litúrgico. Doy gracias a Dios porque me brinda la oportunidad de realizar hoy la consagración de vuestra iglesia. He sido invitado cordialmente varias veces a hacerlo. Agradezco a la divina Providencia el haber podido venir hoy a vosotros, respondiendo a vuestra invitación. Os saludo con amor paterno. Saludo a todos los habitantes de Skalne Podhale, reunidos aquí y en torno a la iglesia.

¿Qué quiere decir realizar un acto de dedicación o consagración de una iglesia? La mejor respuesta a esa pregunta nos la ofrecen las lecturas litúrgicas. La primera lectura, tomada del libro del profeta Nehemías, recuerda el conocido acontecimiento del Antiguo Testamento, cuando los israelitas, al volver de la esclavitud de Babilonia, se dedicaron a reconstruir el templo de Jerusalén. Construido en tiempos de los grandes reyes, había vivido los períodos de esplendor y de decadencia del pueblo elegido; fue testigo de la deportación a la esclavitud de los hijos e hijas de Israel; luego, había sido destruido; y entonces debía ser reconstruido. El pueblo elegido vivía profundamente ese momento. La gran obra comenzó en medio del llanto, pero su tristeza se convirtió en alegría (cf. Ne Ne 8,2-11).

En el fondo de esta descripción podemos comprender aún mejor las palabras de la segunda lectura, tomada de la primera carta de san Pedro, e incluso el pasaje evangélico, que acabamos de proclamar: «Sobre ti edificaré mi Iglesia», dice Cristo a Pedro, cuando el Apóstol confiesa su fe en el Hijo de Dios. «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,17-18).

La Iglesia no es sólo un edificio sagrado. El Señor Jesús dice que la Iglesia está construida sobre piedra, y la piedra es la fe de Pedro. La Iglesia es una comunidad de creyentes, que profesan su fe en el Dios vivo y testimonian, como Pedro, que Cristo es el Hijo de Dios, el Redentor del mundo.Vosotros, queridos hermanos y hermanas, sois una pequeña parte de esta gran comunidad de la Iglesia edificada sobre la fe de Pedro. Juntamente con vuestro obispo y con el Papa, anunciáis y profesáis la fe en el Hijo de Dios, y sobre esta fe basáis toda vuestra vida personal, familiar y profesional. De este modo, participáis en el reino de Dios. En efecto, Cristo dijo a Pedro: «A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16,19).

Este santuario en Krzeptówki, que hoy es consagrado a Dios, debe servir a la Iglesia, a la comunidad, a las personas vivas. Eso nos lo explica de forma aún más profunda el pasaje de la carta de san Pedro que hemos escuchado. En él el Apóstol se refiere a la Iglesia como un edificio de piedras vivas. Somos nosotros esta construcción; somos nosotros los que constituimos las piedras vivas que forman el templo espiritual. La piedra angular del mismo es Cristo crucificado y resucitado. Fue precisamente él quien se convirtió en piedra angular de la Iglesia, la gran comunidad del pueblo de Dios de la nueva alianza. Esta comunidad, como escribe el apóstol Pedro, constituye el sacerdocio santo (cf. 1P 2,5).

946 Unida a Cristo, es «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para anunciar las hazañas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (cf. 1P 2,9). Vuestro hermoso templo, que habéis construido en colaboración con vuestros pastores, debe servir a la comunidad de la Iglesia y, por eso, es preciso bendecirlo, consagrarlo y destinarlo a Dios mismo como un lugar en el que se reúne y ora el pueblo de Dios. No solamente el pueblo de Dios de Krzeptówki y de Zakopane, sino también de varias partes de Polonia, que viene acá para unos días de descanso en la montaña. A todos los turistas y veraneantes les deseo que el contacto más íntimo con la naturaleza se transforme en ocasión para un contacto de oración con Dios.

2. Al contemplar vuestro templo, adornado con esmero, me han venido a la memoria las iglesias de madera, cada vez más raras, que surgían en todo el territorio de Polonia, pero sobre todo en Podhale y en Podkarpacie: se trataba de auténticos tesoros de la arquitectura popular. Todas surgieron, como la vuestra, gracias a la colaboración de los pastores y los fieles de las diversas parroquias. Eran construidas con un esfuerzo común, para que se pudiera celebrar en ellas el santísimo sacrificio, para que Cristo en la Eucaristía estuviera al lado de su pueblo día y noche, tanto en los momentos de alegría y júbilo, como en los de pruebas, sufrimientos y desgracias, y también en los días grises. Al Congreso eucarístico internacional de Wroclaw es preciso añadirle todo este gran capítulo de la presencia sacramental de Cristo, que cada iglesia del territorio polaco encierra en su interior.

Las iglesias son también lugares donde se viven celebraciones solemnes: la Navidad del Señor, la Pascua, Pentecostés, el Corpus Christi, las fiestas marianas. Aquí los fieles se reúnen para las funciones de los meses de mayo y junio, para el rosario. Por último, las iglesias son un lugar donde se conserva el recuerdo de los difuntos. Como el inicio de la vida religiosa de todo creyente está relacionado con la pila bautismal, así también su término, la muerte y el funeral, se realizan a su sombra. Con frecuencia, incluso los cementerios parroquiales se encuentran al lado de la iglesia. Así pues, en estos templos se halla inscrita la historia de todos los hombres e indirectamente de toda la nación, de las comunidades, de las parroquias, de las familias y de las personas.

La Iglesia es un lugar de recuerdo y, al mismo tiempo, de esperanza: conserva con fidelidad el pasado y, a la vez, abre constantemente al hombre hacia el futuro, no sólo al temporal, sino también al de ultratumba. En las iglesias profesamos la fe en el perdón de los pecados, en la resurrección de los cuerpos y en la vida futura. Aquí vivimos cada día el misterio de la comunión de los santos, pues cada iglesia tiene su patrono o patrona, y numerosísimas están dedicadas a la Virgen. Me alegra que en Zakopane y en Podhale se hayan construido nuevas iglesias, magníficos monumentos de la fe viva de los habitantes de esta región. Su belleza corresponde a la belleza de los montes Tatra y es el reflejo de la misma belleza a la que aluden las palabras escritas en la cruz de Wincenty Pol, en el valle Koscieliska: «Y nada supera a Dios».

3. Queridos hermanos y hermanas, siento un cariño particular por vuestro santuario en Krzeptówki. En él veneráis a la Virgen de Fátima en su imagen. A la historia de este santuario está unido también el acontecimiento que tuvo lugar en la plaza de San Pedro el 13 de mayo de 1981.En esa ocasión experimenté el peligro de muerte y el sufrimiento, y, al mismo tiempo, la gran misericordia de Dios. Por intercesión de la Virgen de Fátima Dios me devolvió la vida. Durante mi permanencia en el hospital policlínico Gemelli fui objeto de una amplia manifestación de benevolencia humana de todo el mundo, sobre todo mediante la oración. Ante los ojos tenía entonces la escena de los primeros cristianos, que «oraban insistentemente a Dios» (cf. Hch Ac 12,5), cuando la vida de Pedro se hallaba expuesta a un grave peligro.

Sé que en esa oración de la Iglesia en todo el mundo para que recuperara la salud y pudiera volver al ministerio de Pedro participaba también Zakopane.Sé que os reuníais en vuestras iglesias parroquiales, y también en la capilla de la Virgen de Fátima en Krzeptówki, para rezar el rosario y así obtener la gracia de que yo recuperara la salud y las fuerzas. Entonces nació también el proyecto de construir en este lugar, al pie del monte Giewont, un santuario a la Virgen de Fátima, como voto de acción de gracias por la salvación de mi vida. Sé que este santuario, que hoy puedo consagrar, fue construido con muchas manos y muchos corazones unidos por el trabajo, el sacrificio y el amor al Papa. Me resulta difícil referirme a ello sin conmoverme.

Queridos hermanos y hermanas, he venido a vosotros para agradeceros vuestra bondad, vuestro recuerdo y vuestra oración, que prosigue. Fui vuestro pastor, como metropolitano de Cracovia, durante veinte años; hoy vengo a vosotros como Sucesor de san Pedro. Siempre me habéis ayudado. Estabais conmigo y comprendíais mis preocupaciones. Lo percibía. Era para mí un gran apoyo. Hoy os agradezco de todo corazón esta actitud de fe y entrega a la Iglesia. Siempre aquí, en esta tierra de Podhale, el obispo encontraba en vosotros un apoyo. Aquí tenía un apoyo la patria, especialmente en los momentos difíciles de su historia.

He venido para deciros, por todo ello: «¡Que Dios os lo pague!». Aquí, juntamente con vosotros, quiero dar una vez más las gracias a la Virgen de Fátima, como hice en Fátima hace quince años, por el don de haberme salvado la vida. Totus tuus... A todos doy las gracias por este templo. Contiene vuestro amor a la Iglesia y al Papa. En cierto sentido, es la continuación de mi gratitud a Dios y a su Madre. Juntamente con vosotros me alegro mucho por este don.

Con palabras de profunda gratitud me dirijo también a todos mis compatriotas y a los fieles de la Iglesia, especialmente a los enfermos y a los que sufren, que piden por el Papa y ofrecen por él su cruz de cada día. El sufrimiento vivido con Cristo es el don más precioso y la ayuda más eficaz en el apostolado. «En el cuerpo de Cristo, que crece incesantemente desde la cruz del Redentor, precisamente el sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacrificio de Cristo, es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención » (Salvifici doloris, 27).

Agradeciendo el don de la oración y del sacrificio, dirijo una vez más a todos la cordial petición que hice el día de la inauguración de mi pontificado: «Orad por mí. Ayudadme, para que pueda prestaros mi servicio». Yo también rezo todos los días por vosotros.

4. Vuestro santuario en Krzeptówki está unido por estrechos vínculos espirituales con Fátima, en Portugal. Por este motivo aprecio tanto la presencia del obispo de Fátima en esta celebración. De ese santuario llegó también la estatua de la Virgen que veneráis. El mensaje de Fátima, que María transmitió al mundo por medio de tres niños pobres, consiste en la invitación a la conversión, a la oración, especialmente a la del rosario, y a la reparación por los propios pecados y por los de todos los hombres.

947 Ese mensaje brota del Evangelio, de las palabras que Cristo pronunció inmediatamente al inicio de su actividad pública: «Convertíos y creed en el Evangelio » (Mc 1,15). Se orienta a la transformación interior del hombre, a la derrota del pecado en él, a la consolidación del bien y a la consecución de la santidad. Este mensaje está destinado, de modo particular, a los hombres de nuestro siglo, marcado por las guerras, el odio, la violación de los derechos fundamentales del hombre, el enorme sufrimiento de hombres y naciones, y, por último, la lucha contra Dios, llevada incluso hasta la negación de su existencia. El mensaje de Fátima infunde el amor del Corazón de la Madre, que siempre está abierto al hijo, nunca lo pierde de vista, siempre piensa en él, incluso cuando el hijo se aleja del camino recto y se transforma en «hijo pródigo» (cf. Lc Lc 15,11-32).

El Corazón inmaculado de María, que hoy recordamos en la liturgia de la Iglesia, se abrió hacia nosotros en el Calvario por las palabras que pronunció Jesús, mientras agonizaba: «"Mujer, he ahí a tu hijo". Luego dijo al discípulo: "He ahí a tu madre". Y desde ese momento el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,26-27). Al pie de la cruz, María se convirtió en madre de todos los hombres redimidos por Cristo. Bajo su maternal protección acogió a Juan y acogió a todo hombre. Desde entonces la mayor solicitud de su Corazón inmaculado es la salvación eterna de todos los hombres.

Vuestro santuario, desde el inicio, anuncia el mensaje de Fátima y vive de él. Tenéis una devoción particular al Corazón inmaculado de María Virgen, hacéis la Cruzada del rosario de las familias; pedís en vuestra oración por los problemas más importantes de la Iglesia, del Papa, del mundo, de la patria, por las almas del purgatorio y por los que han abandonado el amor de Dios, rompiendo la alianza establecida con él en el bautismo. Rezad con perseverancia por la gracia de su conversión. Dirigíos con confianza a María, «Refugio de los pecadores», para que los defienda contra la obstinación en el pecado y contra la esclavitud de Satanás. Rezad con fe, para que los hombres conozcan y reconozcan «al único Dios verdadero y a su enviado, Jesucristo» (cf. Jn 17,3). En esta oración se expresa vuestro amor a los hombres, que desea el mayor bien a cada uno.

«En ningún momento y en ningún período histórico —especialmente en una época tan crítica como la nuestra— la Iglesia puede olvidar la oración que es un grito a la misericordia de Dios ante las múltiples formas de mal que pesan sobre la humanidad y la amenazan» (Dives in misericordia DM 15).

¡Madre, ruega! ¡Madre, implora! Oh María, Madre de Dios, ¡intercede por nosotros!

VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

MISA DE CANONIZACIÓN DE LA BEATA EDUVIGIS, REINA DE POLONIA



Cracovia, domingo8 de junio de 1997



1. Gaude, mater Polonia! Repito hoy esta exhortación a la alegría, que durante siglos los polacos cantaban en recuerdo de san Estanislao. La repito, porque el lugar y la circunstancia impulsan a hacerlo de modo particular. En efecto, debemos volver nuevamente a la colina de Wawel, a la catedral real y situarnos ante las reliquias de la Reina, Señora de Wawel. Ha llegado el gran día de su canonización. Por eso, cantamos:

«Gaude, mater Polonia.
Prole fecunda nobili,
Summi Regis magnalia
Laude frequenta vigili».

948 Eduvigis, ¡has esperado tanto tiempo este día solemne! Han transcurrido casi seiscientos años desde tu muerte, en plena juventud. Amada por toda la nación, tú, que estás en el origen de la época de los Jaguellones, iniciadora de la dinastía, fundadora de la Universidad Jaguellónica en la antiquísima Cracovia, has esperado largo tiempo el día de tu canonización, el día en que la Iglesia proclamaría solemnemente que tú eres la santa patrona de Polonia en su dimensión hereditaria, de la Polonia unida por obra tuya con Lituania y con la Rus’: de la República de tres naciones.

Hoy ha llegado este día. Muchos han deseado presenciar este momento y no lo han logrado. Han transcurrido los años y los siglos, y parecía que tu canonización era, incluso, imposible. Que este día sea un día de alegría no solamente para nosotros, los que vivimos en estos tiempos, sino también para todos los que no han llegado a él en esta tierra. Que sea el gran día de la comunión de los santos. Gaude, mater Polonia!

2. El evangelio de hoy orienta nuestro pensamiento y nuestro corazón hacia el bautismo. Nos encontramos, una vez más, en Galilea, desde donde Cristo envía a sus Apóstoles al mundo entero: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (
Mt 28,18-20). Se trata del mandato misionero que los Apóstoles cumplieron, comenzando desde el día de Pentecostés. Lo cumplieron y lo transmitieron a sus sucesores. Por medio de ellos, el mensaje apostólico alcanzó poco a poco al mundo entero. Y, hacia el final del primer milenio, llegó el tiempo en que los apóstoles de Cristo evangelizaran las tierras de los Piast. Entonces Mieszko I recibió el bautismo, y eso, según la convicción de esa época, constituía a la vez el bautismo de Polonia. En 1996 celebramos el milenio de ese bautismo.

¡Cuánto habría gozado hoy el Primado del milenio, el siervo de Dios cardenal Stefan Wyszynski, si hubiera tenido la oportunidad de participar, junto con nosotros, en este gran día de la canonización. Era una ilusión que tenía, al igual que los grandes metropolitanos de Cracovia, el príncipe cardenal Adam Stefan Sapieha y todo el Episcopado de Polonia. Todos intuían que la canonización de la reina Eduvigis constituiría la coronación del milenio del bautismo de Polonia. Lo es también porque, por obra de la reina Eduvigis, los polacos, bautizados en el siglo X, cuatro siglos después emprendieron la misión apostólica y contribuyeron a la evangelización y al bautismo de sus vecinos. Eduvigis estaba convencida de que su misión consistía en llevar el Evangelio a sus hermanos lituanos. Y lo hizo, juntamente con su esposo el rey Ladislao Jaguellón. En el Báltico surgió un nuevo país cristiano, renacido en las aguas del bautismo, como en el siglo X esas mismas aguas habían hecho renacer a los hijos e hijas de la nación polaca.

Sit Trinitati gloria, laus, honor, iubilatio (...). Hoy damos gracias a la santísima Trinidad por tu sabiduría, Eduvigis. El autor del libro de la Sabiduría pregunta: «¿Quién habría conocido tu voluntad, oh Dios, si tú no le hubieses dado la sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu Espíritu Santo?» (cf. Sb Sg 9,17). Así pues, damos gracias a Dios Padre, al Hijo y al Espíritu Santo por tu sabiduría, Eduvigis; porque reconociste el plan de Dios no sólo con respecto a tu propia vocación, sino también con respecto a la de las naciones: con respecto a nuestra vocación histórica y a la vocación de Europa que, por obra tuya, completó el cuadro de la evangelización en su continente, para poder después emprender la evangelización de otros países y de otros continentes en todo el mundo.

En efecto, Cristo había dicho: «Id (...) y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28,18). Hoy nos alegramos por tu elevación a la gloria de los altares. Nos alegramos en nombre de todas las naciones, de las que te has convertido en madre en la fe. Nos alegramos por la gran obra de sabiduría. Y damos gracias a Dios por tu santidad, por la misión que realizaste en nuestra historia; por tu amor a la nación y a la Iglesia, por tu amor a Cristo crucificado y resucitado. Gaude, mater Polonia!

3. Lo más grande es el amor. «Nosotros sabemos —escribe el evangelista san Juan— que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1Jn 3,14). Y, por tanto, quien ama participa en la vida, en la vida que viene de Dios. «En esto hemos conocido lo que es amor —prosigue san Juan—: en que él (Cristo) dio su vida por nosotros» (1Jn 3,16). Por eso también nosotros deberíamos dar la vida por nuestros hermanos (cf. ib.). Cristo nos dijo que así, entregando la vida por nuestros hermanos, manifestamos el amor. Y este es el amor más grande (cf. 1Co 13,13).

Y nosotros hoy, poniéndonos a la escucha de las palabras de los Apóstoles, queremos decirte, nuestra reina santa, que tú, como pocos, comprendiste esta enseñanza de Cristo y de los Apóstoles. En muchas ocasiones te arrodillaste a los pies del Crucifijo de Wawel para aprender de Cristo mismo ese amor generoso. Y lo aprendiste. Supiste demostrar con tu vida que lo más grande es el amor. En un antiquísimo canto polaco cantamos:

«¡Oh cruz santa,
árbol único en nobleza!
Jamás el bosque dio mejor tributo
949 que este que da a Dios mismo (...).
Inaudita bondad es morir
en cruz por otro.
¿Quién puede hacerlo hoy?
¿Por quién dar la propia vida?
Sólo el Señor Jesús lo hizo,
porque nos amó fielmente»
(cf. Crux fidelis, siglo XVI).

De este Cristo crucificado de Wawel, de este Crucifijo negro, al que los habitantes de Cracovia vienen cada año en peregrinación el Viernes santo, aprendiste, reina Eduvigis, a dar la vida por tus hermanos. Tu profunda sabiduría y tu intensa actividad brotaban de la contemplación, del vínculo personal con el Crucifijo. Aquí la contemplación y la vida activa encontraban el justo equilibrio. Por eso, nunca perdiste la «parte mejor », la presencia de Cristo. Hoy queremos arrodillarnos junto contigo, Eduvigis, a los pies del Crucifijo de Wawel, para oír el eco de esa lección de amor, que tu escuchabas. Queremos aprender de ti el modo de actuarla en nuestros tiempos.

4. «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor» (
Mt 20,25-26) Estas palabras de Cristo penetraron profundamente en la conciencia de la joven reina de la estirpe de los Anjou. La más profunda característi- ca de su breve vida y, al mismo tiempo, la medida de su grandeza fue el espíritu de servicio. Puso su posición social, sus talentos y toda su vida privada completamente al servicio de Cristo y, cuando le correspondió gobernar, dedicó su vida también al servicio del pueblo que se le había confiado.

El espíritu de servicio animaba su compromiso social. Con gran esmero se consagró a la vida política de su época. Y, además, ella, que era hija del rey de Hungría, supo unir la fidelidad a los principios cristianos con la coherencia en la defensa de la razón de Estado polaca. Emprendiendo grandes obras, tanto en el ámbito estatal como en el internacional, no deseaba nada para sí misma. Enriquecía con liberalidad a su segunda patria con todo tipo de bienes materiales y espirituales. Experta en el arte de la diplomacia, puso los cimientos de la grandeza de la Polonia del siglo XV. Impulsó la cooperación religiosa y cultural entre las naciones y su sensibilidad con respecto a las injusticias sociales fue a menudo alabada por sus súbditos.

950 Con una claridad que hasta hoy ilumina a toda Polonia, sabía que, tanto la fuerza del Estado como la de la Iglesia tienen su fuente en una esmerada instrucción de la nación; que el camino para el bienestar del Estado, para su soberanía y su reconocimiento en el mundo, pasa por las activas universidades. Eduvigis sabía también que la fe promueve la comprensión racional; que la fe necesita la cultura y forma la cultura; y que la fe vive en el espacio de la cultura. E hizo todo lo posible por enriquecer a Polonia con todo el patrimonio espiritual de los tiempos antiguos y del Medioevo. Dio a la universidad incluso su cetro de oro, y ella utilizó uno de madera dorada. Este hecho, aunque tuvo un significado concreto, es sobre todo un gran símbolo.

Durante su vida, su prestigio y la estima de que gozaba no venían de las insignias reales, sino de la fuerza de su espíritu, de la profundidad de su mente y de la sensibilidad de su corazón. Después de su muerte, su obra siguió dando frutos con la riqueza de sabiduría y con el florecimiento de una cultura arraigada en el Evangelio. Por todo esto damos gracias a la reina Eduvigis, mientras recordamos con orgullo esos seiscientos años que nos separan de la fundación de la facultad de teología y de la renovación de la universidad de Cracovia; unos años —podríamos decir— de incesante esplendor de la ciencia polaca.

Y si pudiéramos visitar los hospitales medievales en Biecz, en Sandomierz, en Sacz, en Stradom, veríamos con admiración las numerosas obras de misericordia que fundó esta reina polaca. En ellas se realizó de una forma muy elocuente la exhortación a amar «con obras y según la verdad» (
1Jn 3,18).

.5. Ergo, felix Cracovia,
Sacro dotata corpore,
Deum, qui fecit omnia,
Benedic omni tempore.

«¡Alégrate hoy, Cracovia!». Alégrate, porque ha llegado, por fin, el momento en que todas las generaciones de tus habitantes pueden rendir homenaje de gratitud a la santa Señora de Wawel. Tú, sede real, debes a la profundidad de su mente el hecho de haberte convertido en un importante centro de pensamiento en Europa, en cuna de la cultura polaca y en puente entre el Occidente cristiano y el Oriente, dando una incalculable contribución a la formación del espíritu europeo.

En la Universidad Jaguellónica se educaron y enseñaron personas que hicieron famoso en todo el mundo el nombre de Polonia y de esta ciudad, participando con pericia en los debates más importantes de su época. Basta recordar al gran rector del Ateneo de Cracovia, Pawel Wlodkowic, quien, ya al inicio del siglo XV, ponía las bases de la teoría moderna de los derechos del hombre; o Nicolás Copérnico, cuyos descubrimientos impulsaron una nueva visión del mundo creado.

¿No debería Cracovia, y con ella toda Polonia, dar gracias por esa obra que dio magníficos frutos, los frutos de la vida de santos estudiantes y profesores? Así pues, se presentan hoy ante nosotros estas grandes figuras de hombres y mujeres de Dios, de todas las generaciones, desde Juan de Kety y Estanislao Kazimierczyk hasta el beato José Sebastián Pelczar y el siervo de Dios Józef Bilczewski, para entrar en nuestro himno de alabanza a Dios porque, gracias a la obra generosa de la reina Eduvigis, esta ciudad se ha convertido en cuna de santos.

¡Alégrate, Cracovia! Me complace poder compartir hoy tu alegría, aquí, en Blonia Krakowskie, en compañía de tu arzobispo, el cardenal Franciszek Macharski, los obispos auxiliares y los eméritos, los cabildos de la catedral y de la colegiata de Santa Ana, los sacerdotes, las personas de vida consagrada y todo el pueblo de Dios.

951 ¡Cuánto deseaba venir a ti, Cracovia, mi amada ciudad, y, en nombre de la Iglesia, asegurarte solemnemente que no errabas cuando venerabas como santa, desde hace siglos, a la reina Eduvigis. Doy gracias a la divina Providencia porque me ha sido posible, porque me concede el poder contemplar, juntamente con vosotros, esta figura que brilla con el resplandor de Cristo y aprender lo que quiere decir «lo más grande es el amor».

Doy las gracias a todos los obispos polacos, a todo el Episcopado, encabezado por el cardenal primado, al igual que a todos los obispos huéspedes nuestros. Doy las gracias a los cardenales y a los obispos que han venido de Roma y de los países vecinos, en particular de Hungría, República Checa, Eslovaquia y Lituania. Queridos hermanos, vuestra presencia en este día es para nosotros muy apreciada.

6. «No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18), así escribe el Apóstol. Hermanos y hermanas, aprendamos de la reina santa Eduvigis cómo se cumple el mandamiento del amor. Reflexionemos en la «verdad polaca». Reflexionemos si se respeta en nuestras casas, en los medios de comunicación social, en las oficinas públicas, en las parroquias. ¿No se nos pierde a veces bajo la presión de las circunstancias? ¿No es distorsionada o simplificada? ¿Está siempre al servicio del amor?

Reflexionemos en la «praxis polaca». Meditemos si se pone por obra con prudencia. ¿Es sistemática y perseverante? ¿Es valiente y magnánima? ¿Une o divide a los hombres? ¿No perjudica a alguien con odio o con desprecio? ¿O, tal vez, tiene demasiado poco de praxis de amor, de amor cristiano? (cf. St. Wyspianski, Wesele).

«No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad».

Hace diez años, en una encíclica sobre los problemas del mundo contemporáneo, escribí que toda nación «debe descubrir y aprovechar lo mejor posible el espacio de su propia libertad» (Sollicitudo rei socialis
SRS 44). Entonces nos enfrentábamos al problema del «descubrimiento de la libertad». Ahora, la divina Providencia nos encomienda una tarea nueva: amar y servir. Amar con las obras y según la verdad.

La reina santa Eduvigis nos enseña a usar precisamente así el don de la libertad. Ella sabía que la plenitud de la libertad es el amor, gracias al cual el hombre está dispuesto a consagrarse a Dios y a sus hermanos, y dispuesto a pertenecerles. Por eso, consagró su vida y su reino a Cristo y a las naciones, que quería llevar hacia él. Dio a toda la nación ejemplo de amor a Cristo y al hombre, a un hombre sediento de fe y de ciencia, así como de pan de cada día y de vestido. Quiera Dios que también hoy se siga ese ejemplo, para que la alegría del don de la liberad sea plena.

Santa Eduvigis, reina nuestra, enséñanos hoy, en el umbral del tercer milenio, la sabiduría y el amor que constituyeron la senda de tu santidad. Llévanos a todos, reina Eduvigis, ante el Crucifijo de Wawel para que, como tú, conozcamos lo que significa amar con las obras y según la verdad, lo que significa ser realmente libres. Toma bajo tu protección a tu nación y a la Iglesia que la sirve, e intercede por nosotros ante Dios, para que nuestra alegría sea incesante. ¡Alégrate, madre Polonia! Gaude, mater Polonia!

B. Juan Pablo II Homilías 943