B. Juan Pablo II Homilías 1289


. HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Plaza del Pesebre de Belén

miércoles 22 de marzo de 2000



"Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. (...) Se llamará consejero maravilloso, Dios fuerte (...), príncipe de la paz" (Is 9,5).

Señor presidente, gracias por su presencia y por la de las demás autoridades civiles; beatitud; hermanos cardenales, obispos y sacerdotes; amadísimos hermanos y hermanas:

1290 1. Las palabras del profeta Isaías anuncian la venida del Salvador al mundo. Y esa gran promesa se cumplió aquí, en Belén. A lo largo de dos mil años, generación tras generación, los cristianos han pronunciado el nombre de Belén con profunda emoción y gozosa gratitud. Como los pastores y los Magos, hemos venido también nosotros a encontrar al Niño "envuelto en pañales y recostado en un pesebre" (Lc 2,12). Como muchos peregrinos que han venido antes que nosotros, nos arrodillamos, llenos de asombro, en adoración ante el misterio inefable que aquí se realizó.

En la primera Navidad de mi ministerio como Sucesor del apóstol Pedro expresé públicamente mi gran deseo de celebrar el inicio de mi pontificado en Belén, en la gruta de la Natividad (cf. Homilía de la misa de Nochebuena, 24 de diciembre de 1978, n. 3). Entonces no fue posible, y no ha sido posible hasta este momento. Sin embargo, hoy no puedo por menos de alabar al Dios de toda misericordia, cuyos caminos son misteriosos y cuyo amor es infinito; no puedo por menos de alabar a Dios por haberme traído, en este año del gran jubileo, al lugar en que nació el Salvador. Belén es el centro de mi peregrinación jubilar. Los senderos que he seguido me han traído a este lugar y al misterio que proclama: la Natividad.

Agradezco al patriarca Michel Sabbah sus amables palabras de bienvenida y abrazo cordialmente a todos los miembros de la Asamblea de los Ordinarios católicos de Tierra Santa. Es significativa la presencia, en el lugar donde el Hijo de Dios nació según la carne, de muchas comunidades católicas de rito oriental, que forman el rico mosaico de nuestra catolicidad. Con afecto en el Señor saludo a los representantes de las Iglesias ortodoxas y de todas las comunidades eclesiales presentes en Tierra Santa.

Expreso mi gratitud a los miembros de la Autoridad palestina que participan en nuestra celebración y se unen a nosotros en la oración por el bienestar del pueblo palestino.

2. "No temáis. Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor" (Lc 2,10-11).

La alegría que anunció el ángel no es algo del pasado. Es una alegría actual, del hoy eterno de la salvación de Dios, que abarca todos los tiempos: el pasado, el presente y el futuro. En el alba del nuevo milenio estamos llamados a comprender con mayor claridad que el tiempo tiene un sentido porque aquí el Eterno entró en la historia y permanece con nosotros para siempre. Las palabras de Beda el Venerable expresan claramente esta idea: "También hoy, y cada día hasta el fin de los tiempos, el Señor será continuamente concebido en Nazaret y dado a luz en Belén" (In Ev. S. Lucae Lc 2, PL 92, 330). Dado que en Belén siempre es Navidad, cada día es Navidad en el corazón de los cristianos. Cada día estamos llamados a proclamar el mensaje de Belén al mundo, "la buena nueva que produce una gran alegría": el Verbo eterno, "Dios de Dios, luz de luz", se hizo hombre y vino a habitar en medio de nosotros (cf. Jn Jn 1,14).

El niño recién nacido, indefenso y totalmente dependiente de los cuidados de María y José, encomendado a su amor, es toda la riqueza del mundo. Él es nuestro todo.

En este niño, el Hijo que nos ha sido dado, encontramos descanso para nuestras almas y el verdadero pan que nunca falta, el Pan eucarístico anunciado también por el nombre mismo de esta ciudad: Beth-lehem, la casa del pan. Dios se esconde en este niño; la divinidad se oculta en el Pan de vida. Adoro te devote, latens Deitas. Quae sub his figuris vere latitas.

3. El gran misterio de la kénosis divina, la obra de nuestra redención que se realiza en la debilidad, no es una verdad fácil. El Salvador nació en la noche, en medio de la oscuridad, del silencio y de la pobreza de la cueva de Belén. "El pueblo que andaba a oscuras vio una gran luz. Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló una luz", afirma el profeta Isaías (Is 9,1-2). Este lugar ha conocido el "yugo" y la "vara" de la opresión. ¡Con cuánta frecuencia se ha escuchado en estas calles el grito de los inocentes! También la gran iglesia construida sobre el lugar donde nació el Salvador aparece como una fortaleza asaltada por las luchas de los tiempos. La cuna de Jesús está siempre a la sombra de la cruz. El silencio y la pobreza del nacimiento en Belén corresponden a la oscuridad y al dolor de la muerte en el Calvario. La cuna y la cruz son el mismo misterio del amor redentor; el cuerpo que María recostó en el pesebre es el mismo cuerpo ofrecido en la cruz.

4. Así pues, ¿dónde está el dominio del "consejero maravilloso, Dios fuerte y príncipe de la paz", del que habla el profeta Isaías? ¿Cuál es el poder al que se refiere Jesús mismo cuando afirma: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra"? (Mt 28,18). El reino de Cristo "no es de este mundo" (Jn 18,36). Su reino no es el despliegue de fuerza, de riqueza y de conquista que parece forjar nuestra historia humana. Al contrario, se trata del poder de vencer al maligno, de la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte. Es el poder de curar las heridas que deforman la imagen del Creador en sus criaturas. El poder de Cristo es un poder que transforma nuestra débil naturaleza y nos hace capaces, mediante la gracia del Espíritu Santo, de vivir en paz los unos con los otros y en comunión con Dios. "A todos los que lo acogieron, a los que creyeron en su nombre, les dio poder de hacerse hijos de Dios" (Jn 1,12). Este es el mensaje de Belén hoy y siempre. Este es el don extraordinario que el Príncipe de la paz trajo al mundo hace dos mil años.

5. Con esta paz saludo a todo el pueblo palestino, con clara conciencia de que este es un tiempo muy importante en vuestra historia. Pido a Dios que el Sínodo pastoral, recién concluido, en el que han participado todas las Iglesias católicas, os infunda valentía y fortalezca entre vosotros los vínculos de unidad y paz. Así seréis testigos cada vez más eficaces de la fe, edificando la Iglesia y contribuyendo al bien común. Doy el beso santo a los cristianos de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Saludo a la comunidad musulmana de Belén y pido por una nueva era de comprensión y cooperación entre todos los pueblos de Tierra Santa.

1291 Hoy recordamos un acontecimiento que sucedió hace dos mil años, pero espiritualmente incluimos todos los tiempos. Estamos reunidos en un lugar, pero abarcamos el mundo entero. Celebramos a un Niño recién nacido, pero abrazamos a los hombres y mujeres de todos los lugares. Hoy, desde la plaza del Pesebre, proclamamos con fuerza a todo tiempo y lugar, y a toda persona: "¡La paz esté con vosotros! ¡No temáis!". Estas palabras resuenan en todas las páginas de la Escritura. Son palabras divinas, pronunciadas por Jesús mismo después de su resurrección de entre los muertos: "¡No temáis!" (Mt 28,10). Esas mismas palabras os las dirige hoy a vosotros la Iglesia. No temáis conservar vuestra presencia y vuestra herencia cristianas en el lugar mismo en donde nació el Salvador.

En la cueva de Belén, como dice san Pablo en la segunda lectura que acabamos de escuchar, "se manifestó la gracia de Dios" (Tt 2,11). En el Niño que ha nacido, el mundo ha recibido "la misericordia prometida a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia por siempre" (cf. Lc Lc 1,54-55). Deslumbrados por el misterio del Verbo eterno que se hizo carne, abandonamos todo temor y, como los ángeles, glorificamos a Dios que da al mundo esos dones. Con el coro celestial "cantamos un cántico nuevo" (Ps 96,1).

"Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres, que él ama" (Lc 2,14).

¡Oh Niño de Belén, Hijo de María e Hijo de Dios, Señor de todos los tiempos y Príncipe de la paz, "el mismo ayer, hoy y siempre" (He 13,8): mientras entramos en el nuevo milenio, cura nuestras heridas, afianza nuestros pasos, abre nuestro corazón y nuestra mente a "las entrañas misericordiosas de nuestro Dios, que nos visitará como el astro que surge de lo alto"! (Lc 1,78).
Amén.






CAPILLA DEL CENÁCULO

Jerusalén

Jueves 23 de marzo de 2000


1. "Esto es mi Cuerpo".

Reunidos en el Cenáculo, hemos escuchado la narración evangélica de la última Cena. Hemos escuchado palabras que brotan de lo más profundo del misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Jesús toma pan, lo bendice y lo parte, y luego lo da a sus discípulos, diciendo: "Esto es mi Cuerpo". La alianza de Dios con su pueblo está a punto de culminar en el sacrificio de su Hijo, el Verbo eterno hecho carne. Las antiguas profecías están a punto de cumplirse: "Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. (...) ¡He aquí que vengo (...) a hacer, oh Dios, tu voluntad!" (He 10,5-7). En la Encarnación, el Hijo de Dios, que es uno con el Padre, se hizo hombre y recibió un cuerpo de la Virgen María. Y ahora, la víspera de su muerte, dice a sus discípulos: "Esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros".

Con profunda emoción escuchamos, una vez más, estas palabras, pronunciadas aquí, en el Cenáculo, hace dos mil años. Desde entonces, han sido repetidas, de generación en generación, por quienes participan del sacerdocio de Cristo a través del sacramento del orden sagrado. De este modo, Cristo mismo repite continuamente estas palabras, mediante la voz de sus sacerdotes en todos los rincones del mundo.

2. "Este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía".

1292 Obedeciendo al mandamiento de Cristo, la Iglesia repite estas palabras todos los días en la celebración de la Eucaristía. Estas palabras brotan de lo más profundo del misterio de la Redención. Durante la celebración de la cena pascual en el Cenáculo, Jesús tomó el cáliz lleno de vino, lo bendijo y lo dio a sus discípulos. Esto formaba parte del rito pascual en el Antiguo Testamento. Pero Cristo, el Sacerdote de la alianza nueva y eterna, usó esas palabras para proclamar el misterio salvífico de su pasión y muerte. Bajo las especies del pan y del vino instituyó los signos sacramentales del sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre.

"Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor. Tú eres el Salvador del mundo". En toda santa misa proclamamos este "misterio de la fe", que durante dos milenios ha alimentado y sostenido a la Iglesia en su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. Lumen gentium
LG 8). En cierto sentido, Pedro y los Apóstoles, en la persona de sus sucesores, han vuelto hoy al Cenáculo para profesar la fe perenne de la Iglesia: "Cristo murió, Cristo resucitó, Cristo volverá de nuevo".

3. De hecho, la primera lectura de la liturgia de hoy nos remonta a la vida de la primera comunidad cristiana. Los discípulos "acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Ac 2,42).

Fractio panis. La Eucaristía es un banquete de comunión en la alianza nueva y eterna, y también el sacrificio que hace presente el poder salvífico de la cruz. Y ya desde el inicio el misterio eucarístico siempre ha estado unido a la enseñanza y a la comunión de los Apóstoles, y a la proclamación de la palabra de Dios, anunciada primero por los profetas y ahora, una vez para siempre, por Jesucristo (cf. Hb He 1,1-2). Dondequiera que se pronuncien las palabras "Esto es mi Cuerpo" y la invocación del Espíritu Santo, la Iglesia se fortalece en la fe de los Apóstoles y en la unidad cuyo origen y vínculo es el Espíritu Santo.

4. San Pablo, el Apóstol de los gentiles, comprendió claramente que la Eucaristía, como participación nuestra en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es también un misterio de comunión espiritual en la Iglesia. "Aun siendo muchos, (...) somos un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1Co 10,17). En la Eucaristía, Cristo, el buen Pastor, que dio la vida por sus ovejas, sigue presente en su Iglesia. La Eucaristía es la presencia sacramental de Cristo en todos los que participan de un solo pan y de un solo cáliz. Esta presencia es la mayor riqueza de la Iglesia.

A través de la Eucaristía, Cristo construye la Iglesia. Las manos que partieron el pan para los discípulos en la última Cena se iban a extender en la cruz para reunir a todos en torno a él en el reino eterno de su Padre. Mediante la celebración de la Eucaristía, Cristo impulsa sin cesar a hombres y mujeres a ser miembros efectivos de su Cuerpo.

5. "Cristo murió, Cristo resucitó, Cristo volverá de nuevo".

Este es el "misterio de la fe" que proclamamos en toda celebración de la Eucaristía. Jesucristo, el Sacerdote de la alianza nueva y eterna, redimió el mundo con su sangre. Resucitado de entre los muertos, fue a prepararnos un lugar en la casa de su Padre. En el Espíritu que nos ha hecho hijos amados de Dios, en la unidad del Cuerpo de Cristo, aguardamos su vuelta con gozosa esperanza.

Este año del gran jubileo es una oportunidad especial para que los sacerdotes acrecienten su aprecio por el misterio que celebran en el altar. Por esta razón, deseo firmar la Carta a los sacerdotes para el Jueves santo de este año aquí, en el Cenáculo, donde se instituyó el único sacerdocio de Jesucristo, en el que todos participamos.

Al celebrar esta Eucaristía en el Cenáculo de Jerusalén, nos unimos a la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares. Unidos a la Cabeza, estamos en comunión con Pedro, con los Apóstoles y sus sucesores, a lo largo de los siglos. En unión con María, con los santos, con los mártires y con todos los bautizados que han vivido en la gracia del Espíritu Santo, exclamamos: ¡Marana tha!, "¡Ven, Señor Jesús!" (cf. Ap Ap 22,17). Llévanos a nosotros, y a todos tus elegidos, a la plenitud de gracia en tu reino eterno. Amén.





SANTA MISA PARA LOS JÓVENES

Monte de las Bienaventuranzas

1293

Viernes 24 de marzo




"¡Mirad, hermanos, vuestra vocación!" (1Co 1,26).

1. Hoy estas palabras de san Pablo se dirigen a todos los que hemos venido aquí, al monte de las Bienaventuranzas. Estamos sentados en esta colina como los primeros discípulos, y escuchamos a Jesús. En silencio escuchamos su voz amable y apremiante, tan amable como esta tierra y tan apremiante como una invitación a elegir entre la vida y la muerte.

¡Cuántas generaciones antes que nosotros se han sentido conmovidas profundamente por el sermón de la Montaña! ¡Cuántos jóvenes a lo largo de los siglos se han reunido en torno a Jesús para aprender las palabras de vida eterna, como vosotros estáis reunidos hoy aquí! ¡Cuántos jóvenes corazones se han sentido impulsados por la fuerza de su personalidad y la verdad apremiante de su mensaje! ¡Es maravilloso que estéis aquí!

Gracias, arzobispo Butros Mouallem, por su amable acogida. Le ruego que transmita mis saludos cordiales a toda la comunidad greco-melquita que usted preside. Extiendo mi saludo fraterno a los numerosos cardenales, al patriarca Sabbah, así como a los obispos y sacerdotes presentes aquí. Saludo a los miembros de las comunidades latina, incluidos los fieles de lengua hebrea, maronita, siria, armenia, caldea y a todos nuestros hermanos y hermanas de las demás Iglesias cristianas y comunidades eclesiales. En particular, doy las gracias a nuestros amigos musulmanes, a los miembros de fe judía, así como a la comunidad drusa.

Este gran encuentro es como un ensayo general de la Jornada mundial de la juventud que se celebrará en Roma en el mes de agosto. El joven que ha hablado ha prometido que tendréis otra montaña, el monte Sinaí.

2. Hace precisamente un mes, tuve la gracia de ir allí, donde Dios habló a Moisés y le entregó la Ley, "escrita por el dedo de Dios" (Ex 31,18) en tablas de piedra. Estos dos montes, el Sinaí y el de las Bienaventuranzas, nos ofrecen el mapa de nuestra vida cristiana y una síntesis de nuestras responsabilidades ante Dios y ante nuestro prójimo. La Ley y las bienaventuranzas señalan juntas la senda del seguimiento de Cristo y el camino real hacia la madurez y la libertad espiritual.
Los diez mandamientos del Sinaí pueden parecer negativos: "No habrá para ti otros dioses delante de mí. (...) No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso..." (Ex 20,3 Ex 20,13-16). Pero, de hecho, son sumamente positivos. Yendo más allá del mal que mencionan, señalan el camino hacia la ley del amor, que es el primero y el mayor de los mandamientos: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. (...) Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22,37 Mt 22,39). Jesús mismo dice que no vino a abolir la Ley, sino a cumplirla (cf. Mt Mt 5,17). Su mensaje es nuevo, pero no cancela lo que había antes, sino que desarrolla al máximo sus potencialidades. Jesús enseña que el camino del amor hace que la Ley alcance su plenitud (cf. Ga Ga 5,14). Y enseñó esta verdad tan importante aquí, en este monte de Galilea.

3. "Bienaventurados -dice- los pobres de espíritu, los mansos, los misericordiosos, los que lloráis, los que tenéis hambre y sed de justicia, los limpios de corazón, los que trabajáis por la paz y los perseguidos". ¡Bienaventurados! Pero las palabras de Jesús pueden resultar extrañas. Es raro que Jesús exalte a quienes el mundo por lo general considera débiles. Les dice: "Bienaventurados los que parecéis perdedores, porque sois los verdaderos vencedores: es vuestro el reino de los cielos". Estas palabras, pronunciadas por él, que es "manso y humilde de corazón" (Mt 11,29), plantean un desafío que exige una profunda y constante metánoia del espíritu, un gran cambio del corazón.

Vosotros, los jóvenes, comprendéis por qué es necesario este cambio del corazón. En efecto, conocéis otra voz dentro de vosotros y en torno a vosotros, una voz contradictoria. Es una voz que os dice: "Bienaventurados los orgullosos y los violentos, los que prosperan a toda costa, los que no tienen escrúpulos, los crueles, los inmorales, los que hacen la guerra en lugar de la paz y persiguen a quienes constituyen un estorbo en su camino". Y esta voz parece tener sentido en un mundo donde a menudo los violentos triunfan y los inmorales tienen éxito. "Sí", dice la voz del mal, "ellos son los que vencen. ¡Dichosos ellos!".

4. Jesús presenta un mensaje muy diferente. No lejos de aquí, Jesús llamó a sus primeros discípulos, como os llama ahora a vosotros. Su llamada ha exigido siempre una elección entre las dos voces que compiten por conquistar vuestro corazón, incluso ahora, en este monte: la elección entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. ¿Qué voz elegirán seguir los jóvenes del siglo XXI? Confiar en Jesús significa elegir creer en lo que os dice, aunque pueda parecer raro, y rechazar las seducciones del mal, aunque resulten deseables o atractivas.

1294 Además, Jesús no sólo proclama las bienaventuranzas; también las vive. Él encarna las bienaventuranzas. Al contemplarlo, veréis lo que significa ser pobres de espíritu, ser mansos y misericordiosos, llorar, tener hambre y sed de justicia, ser limpios de corazón, trabajar por la paz y ser perseguidos. Por eso tiene derecho a afirmar: "¡Venid, seguidme!". No dice simplemente: "Haced lo que os digo". Dice: "¡Venid, seguidme!".

Escucháis su voz en este monte, y creéis en lo que os dice. Pero, como los primeros discípulos en el mar de Galilea, debéis dejar vuestras barcas y vuestras redes, y esto nunca es fácil, especialmente cuando afrontáis un futuro incierto y sentís la tentación de perder la fe en vuestra herencia cristiana. Ser buenos cristianos puede pareceros algo superior a vuestras fuerzas en el mundo actual. Pero Jesús no está de brazos cruzados; no os deja solos al afrontar este desafío. Está siempre con vosotros para transformar vuestra debilidad en fuerza. Confiad en él cuando os dice: "Mi gracia te basta, pues mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza" (2 Co 12, 9).

5. Los discípulos pasaron algún tiempo con el Señor. Llegaron a conocerlo y amarlo profundamente. Descubrieron el significado de lo que el apóstol san Pedro dijo una vez a Jesús: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (
Jn 6,68). Descubrieron que las palabras de vida eterna son las palabras del Sinaí y las palabras de las bienaventuranzas. Este es el mensaje que difundieron por todo el mundo.

En el momento de su Ascensión, Jesús encomendó a sus discípulos una misión y les dio una garantía: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes. (...) Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,18-20). Desde hace dos mil años los seguidores de Cristo han cumplido esta misión.
Ahora, en el alba del tercer milenio, os toca a vosotros. Toca a vosotros ir al mundo a predicar el mensaje de los diez mandamientos y de las bienaventuranzas. Cuando Dios habla, habla de cosas que son muy importantes para cada persona, para todas las personas del siglo XXI, del mismo modo que lo fueron para las del siglo I. Los diez mandamientos y las bienaventuranzas hablan de verdad y bondad, de gracia y libertad: de todo lo que es necesario para entrar en el reino de Cristo. ¡Ahora os corresponde a vosotros ser apóstoles valientes de este reino!

Jóvenes de Tierra Santa, jóvenes del mundo, responded al Señor con un corazón dispuesto y abierto. Dispuesto y abierto, como el corazón de la más grande de las hijas de Galilea, María, la madre de Jesús. ¿Cómo respondió ella? Dijo: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).

Oh, Señor Jesucristo, en este lugar que conociste y amaste tanto, escucha a estos corazones jóvenes y generosos. Sigue enseñando a estos jóvenes la verdad de los mandamientos y de las bienaventuranzas. Haz que sean testigos gozosos de tu verdad y apóstoles convencidos de tu reino. Permanece siempre junto a ellos, especialmente cuando seguirte a ti y tu Evangelio sea difícil y exigente. Tú serás su fuerza, tú serás su victoria.

Oh, Señor Jesús, tú has hecho de estos jóvenes tus amigos: mantenlos siempre junto a ti.
Amén.





SANTA MISA EN LA BASÍLICA DE LA ANUNCIACIÓN

Nazaret, sábado 25 de marzo




"He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Ángelus).

Beatitud;
1295 hermanos en el episcopado;
padre custodio;
queridos hermanos y hermanas:

1. 25 de marzo del año 2000, solemnidad de la Anunciación en el año del gran jubileo: hoy los ojos de toda la Iglesia se dirigen a Nazaret. He deseado volver a la ciudad de Jesús para sentir una vez más, en contacto con este lugar, la presencia de la mujer de quien san Agustín escribió: "Él eligió a la madre que había creado; creó a la madre que había elegido" (Sermo 69, 3, 4). Aquí es muy fácil comprender por qué todas las generaciones llaman a María bienaventurada (cf. Lc
Lc 1,48).

Saludo con afecto a Su Beatitud el patriarca Michel Sabbah, y le agradezco sus amables palabras de presentación. Junto con el arzobispo Butros Mouallem y todos vosotros, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, me alegro por la gracia de esta solemne celebración. Me complace tener la oportunidad de saludar al ministro general franciscano, padre Giacomo Bini, que me ha dado la bienvenida a mi llegada, y expresar al custodio, padre Giovanni Battistelli, así como a los frailes de la Custodia la admiración de toda la Iglesia por la devoción con que realizáis vuestra vocación única. Con gratitud rindo homenaje a vuestra fidelidad a la tarea que os confió san Francisco mismo y que han confirmado los Papas a lo largo de los siglos.

2. Nos hallamos reunidos para celebrar el gran misterio realizado aquí hace dos mil años. El evangelista san Lucas sitúa claramente el acontecimiento en el tiempo y en el espacio: "A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José; (...) la virgen se llamaba María" (Lc 1,26-27). Pero para comprender lo que sucedió en Nazaret hace dos mil años, debemos volver a la lectura tomada de la carta a los Hebreos. Este texto nos permite escuchar una conversación entre el Padre y el Hijo sobre el designio de Dios desde toda la eternidad: "Tú no has querido sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo. No has aceptado holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: (...) "Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad"" (He 10,5-7). La carta a los Hebreos nos dice que, obedeciendo a la voluntad del Padre, el Verbo eterno viene a nosotros para ofrecer el sacrificio que supera todos los sacrificios ofrecidos en la antigua Alianza. Su sacrificio eterno y perfecto redime el mundo.

El plan divino se reveló gradualmente en el Antiguo Testamento, de manera especial en las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: "El Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel" (Is 7,14).
Emmanuel significa "Dios-con-nosotros". Con estas palabras se anuncia el acontecimiento único que iba a tener lugar en Nazaret en la plenitud de los tiempos, y es el acontecimiento que estamos celebrando aquí con alegría y felicidad intensas.

3. Nuestra peregrinación jubilar ha sido un viaje espiritual, que empezó siguiendo los pasos de Abraham, "nuestro padre en la fe" (Canon romano; cf. Rm Rm 4,11-12). Este viaje nos ha traído hoy a Nazaret, donde nos encontramos con María, la hija más auténtica de Abraham. María, más que cualquier otra persona, puede enseñarnos lo que significa vivir la fe de "nuestro padre". En muchos aspectos, María es claramente diferente de Abraham; sin embargo, de un modo más profundo, "el amigo de Dios" (cf. Is Is 41,8) y la joven de Nazaret son muy parecidos.

Dios hace a ambos una maravillosa promesa. Abraham se convertiría en padre de un hijo, de quien nacería una gran nación. María se convertiría en madre de un Hijo que sería el Mesías, el Ungido. Gabriel le dice: "Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo. (...) El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, (...) y su reino no tendrá fin" (Lc 1,31-33).

Tanto para Abraham como para María la promesa divina es algo completamente inesperado. Dios altera el curso diario de su vida, modificando los ritmos establecidos y las expectativas comunes. Tanto a Abraham como a María la promesa les parece imposible. La mujer de Abraham, Sara, era estéril, y María no estaba aún casada: "¿Cómo será eso -pregunta-, pues no conozco varón?" (Lc 1,34).

1296 4. Como a Abraham, también a María se le pide que diga "sí" a algo que nunca antes había sucedido. Sara es la primera de las mujeres estériles de la Biblia que concibe por el poder de Dios, del mismo modo que Isabel será la última. Gabriel habla de Isabel para tranquilizar a María: "Ahí tienes a tu parienta Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo" (Lc 1,36).

Como Abraham, también María debe caminar en la oscuridad, confiando plenamente en Aquel que la ha llamado. Sin embargo, incluso su pregunta: "¿Cómo será eso?", sugiere que María está dispuesta a decir "sí", a pesar de su temor y de su incertidumbre. María no pregunta si la promesa es posible, sino únicamente cómo se cumplirá. Por eso, no nos sorprende que finalmente pronuncie su "sí": "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Con estas palabras, María se presenta como verdadera hija de Abraham, y se convierte en Madre de Cristo y en Madre de todos los creyentes.

5. Para penetrar más a fondo en este misterio, volvamos al momento del viaje de Abraham, cuando recibió la promesa. Sucedió en el momento en que acogió en su casa a tres misteriosos huéspedes (cf. Gn Gn 18,1-15), y les rindió la adoración debida a Dios: tres vidit et unum adoravit.Aquel misterioso encuentro prefigura la Anunciación, cuando María es fuertemente impulsada a la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Mediante el "sí" que María pronunció en Nazaret, la Encarnación se convirtió en el maravilloso cumplimiento del encuentro de Abraham con Dios. Así, siguiendo los pasos de Abraham, hemos llegado a Nazaret para alabar a la mujer "por quien la luz ha brillado en el mundo" (himno Ave Regina caelorum).

6. Pero hemos venido también a implorarle. ¿Qué pedimos nosotros, peregrinos en nuestro itinerario hacia el tercer milenio cristiano, a la Madre de Dios? Aquí, en la ciudad que Pablo VI, cuando visitó Nazaret, definió "la escuela del Evangelio", donde "se aprende a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplicísima, humildísima y bellísima manifestación del Hijo de Dios" (Homilía en Nazaret, 5 de enero de 1964), pido, ante todo, una gran renovación de la fe de todos los hijos de la Iglesia. Una profunda renovación de la fe: no sólo una actitud general de vida, sino también una profesión consciente y valiente del Credo: "Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine, et homo factus est".

En Nazaret, donde Jesús "crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2,52), pido a la Sagrada Familia que impulse a todos los cristianos a defender la familia contra las numerosas amenazas que se ciernen actualmente sobre su naturaleza, su estabilidad y su misión. A la Sagrada Familia encomiendo los esfuerzos de los cristianos y de todos los hombres de buena voluntad para defender la vida y promover el respeto a la dignidad de todo ser humano.

A María, la Theotókos, la gran Madre de Dios, consagro las familias de Tierra Santa, las familias del mundo.

En Nazaret, donde Jesús comenzó su ministerio público, pido a María que ayude a la Iglesia por doquier a predicar la "buena nueva" a los pobres, como él hizo (cf. Lc Lc 4,18). En este "año de gracia del Señor", le pido que nos enseñe el camino de la obediencia humilde y gozosa al Evangelio para servir a nuestros hermanos y hermanas, sin preferencias ni prejuicios.
"No desprecies mis súplicas, oh Madre del Verbo encarnado, antes bien dígnate aceptarlas y favorablemente escucharlas. Así sea" (Memorare).






MISA EN LA BASÍLICA DEL SANTO SEPULCRO DE JERUSALÉN

Domingo 26 de marzo de 2000

:"Creo en (...) Jesucristo (...), que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado (...), al tercer día resucitó de entre los muertos".

1. Siguiendo el camino de la historia de la salvación, tal como se narra en el Símbolo de los Apóstoles, mi peregrinación jubilar me ha traído a Tierra Santa. De Nazaret, donde Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, he llegado a Jerusalén, donde "padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado". Aquí, en la basílica del Santo Sepulcro, me arrodillo ante el lugar de su sepultura: "He aquí el lugar donde lo pusieron" (Mc 16,6).

1297 La tumba está vacía. Es un testigo silencioso del acontecimiento central de la historia humana: la resurrección de nuestro Señor Jesucristo.Durante casi dos mil años la tumba vacía ha dado testimonio de la victoria de la Vida sobre la muerte. Con los Apóstoles y los evangelistas, con la Iglesia de todos los tiempos y lugares, también nosotros damos testimonio y proclamamos: "¡Cristo resucitó! Una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte no tiene ya señorío sobre él" (cf. Rm Rm 6,9).

"Mors et vita duello conflixere mirando; dux vitae mortuus, regnat vivus" (Secuencia pascual latina Victimae paschali). El Señor de la vida estaba muerto; ahora reina, victorioso sobre la muerte, fuente de vida eterna para todos los creyentes.

2. En esta basílica, "la madre de todas las Iglesias" (san Juan Damasceno), dirijo mi afectuoso saludo a Su Beatitud el patriarca Michel Sabbah, a los Ordinarios de las demás comunidades católicas, al padre Giovanni Battistelli y a los frailes franciscanos de la Custodia de Tierra Santa, así como a los sacerdotes, los religiosos y los laicos.

Con estima y afecto fraternos saludo al patriarca Diodoros de la Iglesia greco-ortodoxa y al patriarca Torkom de la Iglesia armenia ortodoxa, a los representantes de las Iglesias copta, siria y etiópica, así como a los de las comunidades anglicana y luterana.

Aquí, donde nuestro Señor Jesucristo murió para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos (cf. Jn Jn 11,52), el Padre de las misericordias fortalezca nuestro deseo de unidad y paz entre todos los que han recibido el don de la vida nueva en las aguas salvíficas del bautismo.

3. "Destruid este templo y en tres días lo levantaré" (Jn 2,19).

El evangelista san Juan nos narra que, después de la resurrección de Jesús de entre los muertos, los discípulos recordaron estas palabras y creyeron (cf. Jn Jn 2,22). Jesús las pronunció a fin de que fueran un signo para sus discípulos. Cuando fue al templo con sus discípulos, expulsó a los cambistas y a los vendedores del lugar santo (cf. Jn Jn 2,15). En el momento en que los presentes protestaron, preguntándole: "¿Qué señal nos muestras para obrar así?", Jesús les replicó: "Destruid este templo y en tres días lo levantaré". El evangelista anota que "él hablaba del templo de su cuerpo" (Jn 2,18-21).

La profecía encerrada en las palabras de Jesús se cumplió en la Pascua, cuando "al tercer día resucitó de entre los muertos". La resurrección de nuestro Señor Jesucristo es el signo de que el Padre eterno es fiel a su promesa y hace nacer nueva vida de la muerte: "la resurrección del cuerpo y la vida eterna". El misterio se refleja claramente en esta antigua iglesia de la Anástasis, que contiene tanto el sepulcro vacío, signo de la Resurrección, como el Gólgota, lugar de la crucifixión. La buena nueva de la Resurrección no puede separarse nunca del misterio de la cruz.San Pablo nos lo dice en la segunda lectura de hoy: "Nosotros predicamos a Cristo crucificado" (1Co 1,23). Cristo, que se ofreció a sí mismo como sacrificio vespertino en el altar de la cruz (cf. Sal Ps 141,2), se revela ahora como "fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1Co 1,24). Y en su resurrección, los hijos y las hijas de Adán han sido hechos partícipes de su vida divina, que tenía desde toda la eternidad, con el Padre, en el Espíritu Santo.

4. "Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la esclavitud" (Ex 20,2).
La liturgia cuaresmal de hoy nos presenta la Alianza que Dios selló con su pueblo en el monte Sinaí, cuando entregó los diez mandamientos de la Ley a Moisés. El Sinaí representa la segunda etapa de la gran peregrinación de fe que comenzó cuando Dios dijo a Abraham: "Sal de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré" (Gn 12,1).

La Ley y la Alianza son el sello de la promesa hecha a Abraham. Mediante el Decálogo y la ley moral inscrita en el corazón del hombre (cf. Rm Rm 2,15), Dios desafía radicalmente la libertad de cada hombre y cada mujer. Responder a la voz de Dios que resuena en lo más profundo de nuestra conciencia y elegir el bien es la opción más sublime de la libertad humana. Equivale, realmente, a elegir entre la vida y la muerte (cf. Dt Dt 30,15). Caminando por la senda de la Alianza con Dios santísimo, el pueblo se convierte en heraldo y testigo de la promesa, la promesa de una auténtica liberación y de la plenitud de vida.

1298 La resurrección de Jesús es el sello definitivo de todas las promesas de Dios, el lugar de nacimiento de una humanidad nueva y resucitada, la prenda de una historia caracterizada por los dones mesiánicos de paz y alegría espiritual. En el alba de un nuevo milenio, los cristianos pueden y deben mirar al futuro con firme confianza en el poder glorioso del Resucitado de renovar todas las cosas (cf. Ap Ap 21,5). Él es el único que libra a toda la creación de la servidumbre de la corrupción (cf. Rm Rm 8,20). Con su resurrección, abre el camino al gran descanso del sabbath, el octavo día, cuando la peregrinación de la humanidad llegue a su fin y Dios sea todo en todos (cf. 1Co 15,28).

Aquí, en el Santo Sepulcro y en el Gólgota, a la vez que renovamos nuestra profesión de fe en el Señor resucitado, ¿podemos dudar de que con el poder del Espíritu de vida recibiremos la fuerza para superar nuestras divisiones y trabajar juntos a fin de construir un futuro de reconciliación, unidad y paz? Aquí, como en ningún otro lugar de la tierra, oímos una vez más al Señor que dice a sus discípulos: "¡Ánimo!: yo he vencido al mundo" (Jn 16,33).

6. "Mors et vita duello conflixere mirando; dux vitae mortuus, regnat vivus".

El Señor resucitado, resplandeciente por la gloria del Espíritu, es la Cabeza de la Iglesia, su Cuerpo místico. Él la sostiene en su misión de proclamar el Evangelio de la salvación a los hombres y mujeres de cada generación, hasta que vuelva en la gloria.

En este lugar, donde se dio a conocer la Resurrección primero a las mujeres y luego a los Apóstoles, invito a todos los miembros de la Iglesia a renovar su obediencia al mandato del Señor de anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En el alba de un nuevo milenio es muy necesario proclamar desde los tejados la buena nueva de que "tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). "Señor, (...) tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68). Hoy, como indigno Sucesor de Pedro, deseo repetir estas palabras mientras celebramos el sacrificio eucarístico en este lugar, el más santo de la tierra. Con toda la humanidad redimida, hago mías las palabras que Pedro, el pescador, dirigió a Cristo, Hijo del Dios vivo: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna".
Christós anésti.

¡Jesucristo ha resucitado! ¡En verdad, ha resucitado! Amén.





B. Juan Pablo II Homilías 1289