
VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XV: LA PURIFICACIÓN DE MARÍA Y PRESENTACIÓN DE JESÚS AL TEMPLO. -LA PROFECÍA DE SIMEÓN
Iban ya a cumplirse los cuarenta días que la ley mosaica prescribía de aislamiento y reposo después del parto a la mujer israelita, prescripción sabia consignada en el Levítico, y que demuestra el concepto de sus acertadas disposiciones, aun en el terreno de la higiene.
Urgía abandonar aquella bendita cueva, solio bendito de tanta sublime humildad y gloria, y la Familia, una vez cumplidos los preceptos de la ley, había de tornar a su modesta y pobre casa de Nazareth. Se habían cumplido las profecías y los Magos regresado a su país por distinto camino que el que llevaron, en virtud del aviso de un Ángel del Señor que les prescribió no tornaran a Jerusalem ni a visitar a Herodes. Obedeciendo el mandato del Señor, por distintos caminos volvieron a sus tierras burlando la pretensión de Herodes de conocer el sitio en que había nacido Jesús y adorarle. Sus deseos, perversos como sus actos, no pudieron realizarse por el momento, y quedó burlado en los propósitos que el infierno le inspirara.
Otro Ángel, a poco de la partida de los Reyes Magos, había avisado en sueños a José que huyeran a Egipto toda la Familia, un nuevo peligro, así nos lo dice San Mateo en su narración, les amenazaba. Pero este aviso no podía ponerse en práctica sin antes cumplir con el precepto legal de la purificación de la Madre y la presentación del Niño en el templo, y así José determinó marchar directamente a Jerusalem para que María cumpliese con los preceptos de la ley mosaica, y por tanto dejaron la bendita cueva que se había hecho ya objeto de la pública expectación de los belemitas.
Habían pasado más de veintisiete días desde la adoración de los Magos, y María, que se juzgaba en la misma situación que las demás mujeres, deseaba cumplir con la ley y con la otra del Éxodo que mandaba el Señor que le santificasen y ofreciesen todos los primogénitos, y de conformidad con José, no menos cumplidor con los preceptos de la ley, acordaron pasar como hemos dicho a Jerusalem. En la observancia de estas leyes no sólo no tuvo reparo María, sino deseo en cumplirlas, y en cuanto a sujetarse a su reconocimiento, era un deseo no sólo de obediencia, sino de humillarse, deseo siempre constante en su corazón.
Trató María con José de la jornada que habían de verificar, ordenáronla para estar en Jerusalén en el día determinado por la ley; previnieron lo necesario y después de besar el suelo de la ya santificada cueva, entregó María a José el Niño Dios y le pidió la bendición para la jornada y suplicó a José que se la permitiera hacer a pie y descalza, pues que en sus brazos había de llevar la hostia que se había de ofrecer al Eterno Padre.
No creyó prudente José el consentir con el deseo de María, pues dado el estado de su salud y el tiempo o estación por que atravesaban, era peligroso semejante propósito, que Dios lo aceptaría por su intención aun cuando no lo realizara por la causa expresada. Obediente como siempre María, atendió los consejos prudentes de su esposo y no realizó su deseo materialmente.
La narración de estos hechos se completa mutuamente entre San Mateo y San Lucas: omite el primero la presentación de Jesús en el Templo, y en cambio el segundo la relata minuciosamente; narra éste, como hemos visto, la adoración de los Reyes, y la huida a Egipto, y el otro la omite. Cada uno sigue el hilo de su relación, según el plan y propósito: la presentación del Niño Jesús en el Templo por su santa Madre y la ofrenda de la Purificación, son minuciosamente explicadas por San Lucas, a pesar de la pretendida obscuridad con que se le ha querido señalar por algunos escritores protestantes.
Dice así:
«Y pasados los días de su purificación, según la ley de Moisés, le llevaron (a Jesús) a Jerusalem para presentarle al Señor, conforme a lo que está escrito en la ley del Señor, que todo varón primogénito será consagrado al Señor, y para ofrecer en sacrificio, según lo que está mandado en la ley del Señor, dos tórtolas o pichones».
Emprendieron el viaje, primero que hacía completa la Santa Familia y en el paciente jumento, humilde compañero en las fatigas y dolores que había de experimentar aquel Santo Matrimonio, tomaron el camino de Jerusalem, llevando María en sus brazos al divino Niño Dios, que obediente a los preceptos de la ley de su Padre, iba a cumplirla para ejemplo y enseñanza de los hombres.
Caminaban ya en demanda de Jerusalem, y sucedió entonces, que Simeón, Sumo Sacerdote, fue ilustrado por el Santo Espíritu de cómo el Verbo humanado iba a presentarse en el Templo en brazos de su Madre.
Revelación que igualmente tuvo la santa viuda Ana la profetisa, hija de Fanuel, y de la pobreza y miseria en que iba a llegar aquella piadosa y santa Familia. Llamaron al mayordomo del Templo que cuidaba de lo temporal, y dándole las señas de los caminantes, saliese a la puerta del camino de Bethlén y los hospedase en su casa. Así lo hizo, y encontrando a María, al Niño y José, llevólos a su casa, en donde los hospedó decentemente.
He aquí cómo el Evangelista Lucas relata el hecho con la minuciosidad que hemos notado:
«Y he aquí que había en Jerusalem un hombre justo y timorato llamado Simeón, que esperaba el consuelo de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él.
»Había tenido revelación del Espíritu Santo de que no había de morir hasta ver el Cristo del Señor. Y movido del Espíritu Santo, vino al Templo, y cuando los Padres del Niño Jesús le llevaban para dar por Él lo que era costumbre según ley, él le tomó entre sus brazos, y bendijo a Dios diciendo: Ahora es, Señor, cuando ya vas a dejar morir en paz a tu siervo, según tu palabra. Porque al cabo han visto mis ojos al Salvador que nos habíais ofrecido y que habéis preparado a la faz de todos los pueblos como luz que ha de guiar a las gentes y ser gloria de Israel tu pueblo escogido.
»Así es que el Padre y la Madre de Jesús estaban asombrados de las cosas que se iban diciendo acerca de Él. Mas Simeón la bendijo, y dirigiéndose a María Madre de Jesús, díjole: Ve aquí que este ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel y como blanco para los tiros de la contradicción. Y aun tu alma misma será atravesada por un cuchillo de dolor para que se descubran los pensamientos de muchos corazones.
»Había también una profetisa llamada Ana hija de Fanuel, de la tribu de Aser, la cual era ya de edad avanzada y había vivido siete años con su marido con quien casó siendo doncella, y había perseverado viuda hasta la edad de ochenta y cuatro años sin salir del Templo donde estaba sirviendo de noche y de día, ayunando y orando. Habiendo pues llegado ésta a la hora, alababa al Señor y hablaba de Él a todos los que esperaban la redención de Israel».
Hasta aquí el sagrado texto del Evangelista.
La misma tarde de la llegada y antes de recogerse en su hospedaje, acordó el matrimonio lo que debía hacerse. Llevaron del mismo por mano de José los dones ofrecidos por los Magos al templo, y compró las tórtolas que al siguiente día habían de ofrecerse públicamente con el Niño Jesús. Como forastero y apenas conocido José, hizo entrega de los regalos de los Magos, procurando no se advirtiese quién hacía tan gran donativo.
Llegó la mañana siguiente, el 2 de febrero, y prevenidas las tórtolas y las dos velas, tomó María al Niño, y encamináronse al Templo.
En llegando a su puerta, María sintió un estremecimiento, hijo de afectos interiores. ¡Cuántos y grandes acontecimientos habían pasado en pocos meses! Poco tiempo hacía que había salido virgen del Templo para casarse con un varón tan justo y casto como José, y ahora volvía a entrar en el Templo virgen también y con un hijo en sus brazos. ¡Cuán grande es el Señor en sus altísimos misterios!
Pero, ¿a qué iba María al Templo? A adorar y agradecer al Señor tantas bondades, pues iba sobre todo a cumplir, a humillarse y sujetar a su Hijo a una ley que propia y verdaderamente no le correspondía. María pudo haber excusado la humillante ceremonia de la purificación, siendo, como era, Madre de toda pureza, pero esto sólo lo sabía Ella y su esposo José y nadie más; causa era bastante para tranquilizar su conciencia, mas no para evitar el escándalo que pudiera producir la infracción de la ley. Además, María era enemiga de privilegios y de singularizarse y que encubría la santidad más eminente bajo las más vulgares apariencias; ¿había de llamar la atención eximiéndose de cumplir la ley? ¿Su Hijo Dios se había sometido a la ley de la circuncisión, más dolorosa y humillante, y Ella había de querer exceptuarse del precepto de la purificación después del parto? ¿Había de querer privar a Dios del homenaje de presentarle a su Primogénito, siquiera éste fuera Dios, y al Templo santo de sus rentas y tributos? Creo que estas razones que a nosotros nos ocurren, ni siquiera pasaron por la mente de María, pues que en su humildad altísima, ni aun se le ocurriría que pudiera quedar exceptuada de la ley común.
«La Iglesia, dice D. Vicente Lafuente, en el oficio de este día no añade noticia alguna a las del Evangelista San Lucas. En sus primeras lecciones recuerda los capítulos del Éxodo y del Levítico que imponían en él la presentación a Dios de todos los Primogénitos y hasta la ofrenda de los animales primogénitos a título de primicias; este otro (cap. XII) a la mujer el retiro de la purificación y la ofrenda y rito consiguientes para terminar aquél y conseguir ésta. Las tres lecciones tomadas del sermón 13 de San Agustín (de Tempore), nada tampoco añaden al texto evangélico. A Simeón le llama anciano famoso (es decir, de buena fama y gran reputación), de muchos años probado y coronado. En láminas y cuadros suele representársele revestido de paramentos pontificales, como Sumo Sacerdote. ¿Dónde consta que ni siquiera fuese sacerdote, cuando ni el Evangelio lo dice ni la Iglesia lo consiente?»
Tomó Simeón al Niño y ofreciólo al Señor y profetizó aquel dolor de que hemos hecho mérito al citar el texto evangélico. En medio de la gran satisfacción de María en tan solemne acto de su purificación, de su vuelta al Templo que le recordaba los días hermosos y tranquilos de su niñez, el encuentro de Ana la viuda a quien recordaba de los tiempos de su estancia en aquél, el reconocimiento de Simeón y su melancólico canto de profecía que debió herir lo hondo del alma pura de María, la volvieron a la realidad del mundo y a la de un porvenir sombrío y anublado de dolores.
Simeón ha dicho que aquel Niño que tiene en sus manos, es el Salvador del mundo que Dios envía, es el ofrecido a nuestros pecadores padres en el momento de su expulsión del Paraíso, es el esperado durante cuatro mil años por los pueblos y generaciones y que viene ahora a predicar la buena nueva, la luz del Evangelio, la luz verdadera de filosofía a todas las gentes, naciones, razas y colores, y completar la promesa hecha a Abraham y su descendencia que había de tener la gloria de que el Mesías naciese de ella.
Lleno de ternura y de gratitud es el cántico del anciano que se despide del mundo sin mirar más que a su Dios que nace y es el último canto de los cánticos e himnos de la Biblia: cántico de despedida, epílogo de esa incomparable poesía bíblica y que mirando a lo pasado, ve cumplidas las profecías y pronuncia un ¡todo está consumado! como treinta y tres años más tarde lo pronunciará aquel desde la cruz redimiendo con su sangre y martirio al mundo y donando a sus verdugos.
Al ver en el patio del templo Simeón al Niño Jesús, sus años, su conocimiento de la humanidad, le ha hecho recorrer de una mirada la historia de los cuatro mil años de vida de la humanidad. Lo que Dios ofreció, cumplido está: pero al ver a María la noche del porvenir rásgase ante su mirada, y ve la trabajosa y penosa vida de este inocente Niño y de su pura Madre, los crueles dolores que les esperan. Entonces Simeón habla y profetiza desgracias: el que ha nacido en una cueva, morirá en un monte; al que han adorado los sabios monarcas guiados por una estrella, lo verá su Madre atravesada del más terrible dolor, ¡el dolor de Madre! morir en un patíbulo, escarnecido e injuriado, martirizado y herido por las maldiciones de la aristocracia de su nación y la hez del pueblo. ¡Ah, dulce María, que el sitio de la muerte de ese inocente Niño no está lejos, desde los patios, del Templo puede verse!
Una estrella guió a los Magos; luz brillante cual la alegría proclamaban los astros por el nacimiento de este hermoso Niño, y esos mismos astros se esconderán y apagarán sus luces por no verle morir. Y entonces esta luz, aún niña, esta madre hermosa, pura y con los encantos de la juventud, teme, y no obstante, luego matrona llena de majestad, le verá morir y no se apartará del patíbulo; allí le verá emitir su espíritu al Padre, y abrazada al instrumento del martirio de su Hijo, a la santa, en aquel momento infamante cruz, resistirá dolorosamente prueba tan dura, tan cruel, y aterrada verá temblar de espanto y convulsionarse la tierra y los elementos ante la muerte del justo. ¡Pobre María! El profeta es el órgano por el que habla Dios, mueve sus labios, y el anciano sólo abre su boca para pronunciar palabras tristes y fatídicas que taladran el corazón de María para hacerla vislumbrar allí cerca, en el Gólgota, un terrible sacrificio para su Hijo y su corazón. ¡Terrible redención de la pecadora humanidad que ha de necesitar de la sangre del Hijo de Dios para que se laven sus culpas!
Y José, el casto y honesto esposo de la Virgen, también logra entrever algo de ese triste y sombrío porvenir para el inocente Niño, para aquel hermoso infante que había venido a ser la alegría y el consuelo de su corazón, endulzado por el consuelo del Ángel cuando su lucha terrible en la duda de la pureza y honestidad de María. Aquellas palabras de Simeón han herido su alma, han traspasado también su tierno corazón. Toma al Niño en sus brazos y pasa con él al patio de los sacrificios donde no llegan las mujeres, y por tanto María no entra con él. La escena relativa a la profecía de Simeón, como hemos dicho, tuvo lugar antes de entrar en el Templo, según la relata San Lucas, y antes de la ofrenda señalada y prescripta por la ley de Moisés.
Entonces José entrega los siclos de plata a los sacerdotes de turno en aquel día, y cuyas monedas eran el rescate del primogénito que pasaba ante los ojos del mundo por hijo suyo, y las dos tórtolas ofrenda de los pobres.
Ya sabemos que los Magos ofrecieron oro al Niño en la cueva de Bethlén, y con aquel dinero pudo ofrecer un cordero, como era la ofrenda de los ricos y de los nobles cual a él le correspondía como descendiente de David, pero como en esto pudiera interpretarse a orgullo, y el santo matrimonio tenía por nobleza la humildad, no quisieron dar lugar a suposiciones de los hombres. En tanto la ofrenda del niño se verificaba, María introdujo modestamente en el arca de las limosnas el oro regalo de los Magos a su Hijo, y... cuando los sacerdotes abrieron el arca y hallaron el oro de la Arabia, ¿cómo habían de presumir que aquel oro, aquellas monedas venían de mano de María, de la esposa del pobre carpintero de Nazareth? ¡Ah, y cuántas veces los cálculos y presunciones del hombre se equivoca en sus juicios creyendo que las grandes limosnas vienen de los grandes ricos y son obra de la pobreza! Ricos eran los Magos, pero su oro no viene al Templo por su mano, sino por las de unos pobres. ¡Cuán feliz debe ser el rico que si no está en contacto con el pobre, busca, sin embargo, al humilde, para que sus limosnas lleguen a aquél por mano del último, tan grande a los ojos de Dios!
El acto de la purificación de María y de la ofrenda del Hijo a Dios había terminado: la ley estaba cumplida por la Madre y el Salvador del mundo, y el puro matrimonio se retiró del Templo. Determinaron pasar nueve días en Jerusalem, presentándose María con el Niño, visitando la casa del Dios de Jehová. Así lo cumplían, pero al quinto día el Señor dijo a María mientras oraba en el Templo, que sus deseos le eran gratos, pero que no podía proseguir cumpliendo su promesa, pues es necesario que para salvar la vida de tu Hijo, pases con tu esposo a Egipto, en donde estaréis hasta que os ordene volver, porque Herodes intenta dar muerte al Niño.
María, llorosa, salió del Templo regresando a su posada y sin manifestar a José la causa de su dolor. Turbóse el santo patriarca ante el dolor de su esposa y ante aquellos ojos anublados por las lágrimas, pero nada le preguntó: quedó turbado y confuso sin saber a qué atribuir aquella pena. Esta turbación y estado de duda fue causa para que Dios, por boca del Ángel, le hablara en sueños mientras descansaba.
-Levántate, le dijo, y con el Niño y su Madre huye a Egipto, y allí estarás hasta que yo vuelva a darte otro aviso; pues Herodes ha de buscar al Niño para quitarle la vida.
Levantóse José lleno de angustia y de temor por María y el inocente Jesús, y comunicó a María el aviso del Ángel del Señor. Acordado el cumplimiento del mandato del Señor, dispusieron la marcha inmediata, y llegándose a donde Jesús dormía, le tomaron en su brazos y cogiendo el jumentillo salieron a media noche de Jerusalem tomando la dirección de Egipto.
Al llegar a este punto y dejando a los pobres viajeros en su precipitada marcha, réstanos, para terminar este capítulo, hacer algunas aclaraciones sobre la interpretación que se da para concordar a los Evangelistas en sus narraciones que aparecen disconformes según algunos autores. Y en efecto, no hay tal disconformidad ni desacuerdo, basta sólo leer lo que acerca de este punto dice la venerable Ágreda, para ver de qué manera tan natural, clara y verdadera, esta santa escritora demuestra como por inspiración divina la íntima unión y verdad de los Evangelistas en su narración.
Dicen algunos que San Mateo no habla de los maravillosos sucesos de la presentación en el Templo, con San Lucas que nada dice del degüello de los Inocentes y de la huida a Egipto, San Juan Crisóstomo dice: «¿Qué diremos nosotros para conciliar estos dos Evangelistas, sino es que el regreso a Nazareth precedió a la huida a Egipto? Porque Dios no mandó a José y a María el huir a Egipto antes de la Purificación a fin de que la ley no fuese en nada violada. Pero llenado este deber, ellos volvieron espontáneamente a Nazareth, donde recibieron la orden de huir a Egipto».
María de Ágreda, como hemos dicho, nos resolverá esta duda. Dice la respetada y respetable escritora:
«Y para concluir este (capítulo), se me ha dado a entender la concordia de los dos Evangelistas, San Mateo y San Lucas, sobre este misterio. Porque como escribieron todos con la asistencia y luz del Espíritu Santo, con ella misma conocía cada uno lo que escribía los otros tres y lo que dejaban de decir. Y de aquí es, que por la divina voluntad escribieron todos cuatro algunas mismas cosas y sucesos de la vida de Cristo Señor Nuestro, y de la historia evangélica: y en otras cosas escribieron unos lo que omitieron otros; como consta del Evangelio de San Juan y de los demás. San Mateo escribió la adoración de los Reyes y la fuga a Egipto, y no la escribió San Lucas. Y éste escribió la circuncisión, la presentación y purificación, que omitió San Mateo. Y así como San Mateo, en refiriendo la despedida de los Reyes Magos entra luego contando que el Ángel habló a San José para que huyese a Egipto, sin hablar de la presentación; y no por esto se sigue que no presentaron primero al Niño Dios, porque es cierto que se hizo después de pasados los Reyes y antes de salir de Egipto, como lo cuenta San Lucas, tras de la presentación y purificación, escribe que se fueron a Nazareth, no por eso se sigue que no fueron primero a Egipto; porque sin duda fueron como lo escribe San Mateo. Y fue inmediatamente después de la presentación, sin que María Santísima y José volvieran primero a Nazareth. Y no habiendo de escribir San Lucas esta jornada, era forzoso, para continuar el hilo de su historia, que tras la presentación escribiera la vuelta a Nazareth. Y decir, que acabado lo que mandaba la ley se volvieron a Galilea, no fue negar que fueron a Egipto, sino continuar la narración, dejando de contar la huida de Herodes. Y del mismo texto de San Lucas se colige que la ida a Nazareth fue después que volvieron de Egipto: porque dice que el Niño crecía y era confortado con sabiduría y se conocía en él la gracia; lo cual no podía ser antes de los años cumplidos de la infancia, que era después de la venida de Egipto, y cuando en los niños se descubre el principio del uso de la razón».
He aquí pues, de qué manera más clara la ilustre escritora demuestra la conformidad de los Evangelios y la trabazón que entre ellos existe en la unidad histórica diciendo unos lo que otros no han dicho y completándose en un conjunto todo de unidad, verdad y belleza que demuestra el divino espíritu que los inspiró y realizó como admirable obra del talento humano dirigido por la voluntad y sabiduría del Omnipotente.
¿No tuvo Dios otros fines en el destierro a Egipto de la santa familia y del Verbo humanado que libertarle de la ira de Herodes? No, fue un medio que tomó el Señor para obrar allí las maravillas que acompañaron a su estancia y de que hablaron los antiguos profetas Oseas y Ezequiel y en especial Isaías, cuando dijo que el Señor subiría sobre una nube ligera y entraría en Egipto y se moverían los simulacros delante de su cara, y se turbaría el corazón de los egipcios en medio de ellos, y demás acontecimientos que sucedieron al tiempo del nacimiento del esperado Jesús.
-HUIDA A EGIPTO POR ORDEN DE DIOS, SU VIAJE POR GALILEA, PELIGROS Y TRADICIONES ACERCA DE ESTA MARCHA. -EL DESIERTO, SU LLEGADA EGIPTO.
Dejemos a la Santa Familia por unos momentos en su viaje de huida en demanda de la tierra de Egipto para salvar la vida del inocente Jesús, perseguido ya en la cuna por la perfidia de Herodes, a quien habían puesto en recelo y en cobarde temor, como sucede al sanguinario y cruel, las palabras de los Magos. Ya el usurpador monarca temblaba creyéndose destronado por un inocente niño, y en sus noches de angustia y de temor, se creía; atado, perseguido y su infame cabeza junto al tajo sobre el que el vencedor había de separar su cabeza del cuerpo. Como cruel y sanguinario, no soñaba más que con la sangre, y era el precursor de aquellos monarcas romanos que quisieron ahogar en sangre la doctrina de Jesucristo, que les había de ahogar a ellos en inmensa florescencia producida por la fecunda semilla que con aquélla hicieron fructificar los mártires.
- Herodes creía poder aniquilar a aquel incógnito destronador mandando matar a todos los niños de su reino; creyó, en una disposición general, ahogar al niño revolucionario que temía y veía aparecérsele en sus sueños de cobardía, y así, su mandato cruel y sanguinario hizo exclamar a Augusto, el romano emperador, al tener noticia de aquella bárbara matanza de inocentes niños: «Preferible es ser cerdo a ser el hijo de Herodes»; pues el bárbaro monarca, en su cobarde crueldad, ni aun exceptuaba a su hijo, temiendo que aquél pudiera ser su destronador. ¡A tan cobarde y cruel barbarie, llegó su temor y orgullo en tener que ceder a otro el trono que como criado de Roma ocupaba, siendo su esclavo coronado!
Los racionalistas han querido sacar partido del silencio de los Evangelistas, excepción de San Mateo, del que nada dicen de este hecho bárbaro, ni le nombran Josefo, ni Tácito, ni Suetonio, para defender a Herodes. Y es natural por su parte la defensa de aquel tirano; obrar de otra suerte no sería portarse como amigos; pero no citan en cambio, además de San Mateo, a un texto de Macrobio que no admite dudas y que dice así: «Sabedor Augusto de que había Herodes, rey de los judíos, ordenado la degollación en Siria de numerosos niños comprendidos en la edad de dos años abajo, sin excepción de su propio hijo, exclamó: «Preferible es ser cerdo a ser hijo de Herodes».
Este párrafo les parece a los modernos racionalistas una falsedad, pues que Antipater, hijo de Herodes, no tenía la edad que le atribuye Macrobio (sin duda estos críticos poseen la partida de fecha del registro civil del nacimiento del hijo del sanguinario monarca); pero a pesar de ello, a pesar de que los historiadores protestantes reconocen la verdad del hecho, a pesar del texto de Macrobio, queda el Evangelio de San Mateo, que tiene la fuerza de la verdad como inspiración divina, superior a cuanto los sabios críticos pueden interpretar y suponer en su magna ciencia.
Dejemos el hecho como de sagrada historia, de veracidad indudable e indiscutible, como hija del Evangelio; dejemos la fuente sagrada de la que debemos tomar la relación como obra del Evangelista, y acudamos a las fuentes humanas, a la historia del hombre, como producto de su inteligencia y relación de los hechos y apreciación, humana de los actos, y veremos cómo opinan, juzgan y califican al tirano y sanguinario Herodes, y si dados otros hechos de su vida pudiera aparecer dudoso aquel acto. Para los judíos siempre fue Herodes un tirano pecaminoso, y por consecuencia, los hechos que se le atribuyen por tradición humana, no ya religiosa solamente, concuerdan mucho con la impresión profunda de su triste renombre y su recuerdo en la conciencia y en la historia. La arbitrariedad y cruel conducta que observó con los judíos que protestaron del atropello d respeto al Templo cuando mandó poner el águila imperial sobre pórticos de aquél, señalan su cobarde y aduladora conducta al profanar el santuario de Dios y del pueblo judío. Como a la protesta siguió el arrancar el símbolo imperial, ante aquel insulto, Herodes cogió a cuarenta de los celosos y dignos judíos que no consintieron tal profanación, y los mandó quemar vivos en los jardines de su palacio de Jericó. ¿Se podrá dudar, después de este hecho histórico, de la degollación de los inocentes niños por quien de tal manera procedió?
Herodes era idumeo, y en la tierra de Judá nunca el idumeo fue bien visto ni olió a justo ni humano: eran repugnantes a los hijos de la tierra prometida, a los descendientes de David y de Salomón, y de aquí que viviera aquél más en Jericó, pues conocía las ningunas simpatías que conseguía de los judíos. El acto de feroz crueldad se ejecutó y los inocentes niños fueron sacrificados en aras del sanguinario Herodes, burlado en sus esperanzas de que los Magos le hubieran indicado a su regreso el punto y señales en donde se encontraba y quién era el recién nacido.
Ahora bien; véase lo que Lafuente dice al ocuparse de este hecho:
«En el carácter astuto y violento de Herodes el viejo (que en el momento de la degollación se hallaba en Jericó enfermo), no es probable que tardase un mes en mandar matar a los niños inocentes, y si tardaron los padres de Jesús veinte o veinticinco días en salir de Belén, después de la adoración de los Magos, tuvo tiempo más que suficiente, para convencerse de la vuelta de aquéllos sin contar con él, dar la orden para aquellos asesinatos y principiar a cumplirla así que salió Jesús de aquel pueblo. Y como los prodigios vistos por los pastores y la adoración de los Magos, acontecimiento ruidoso en un pueblo pequeño como Belén, había hecho fijar la atención sobre aquellos humildes nazarenos a quienes Dios distinguía de tal modo, y que ahora eran causa ocasional de la matanza de sus hijos, era muy fácil a los sablistas de Herodes seguirlos a Jerusalem y después buscarlos en Nazareth, por lo cual, respetando mucho el pensar de San Juan Crisóstomo y los que opinan que la Santa Familia marchó de Jerusalem a Nazareth y de aquí a Egipto, parece lo más probable que marchase a este punto desde Jerusalem sin demora. Y que urgía la fuga y no admitía dilación, lo explican las palabras mismas de San Mateo en medio de su gran sobriedad: «Levántase, coge al Niño y a la Madre de noche y se fue a Egipto». Todo esto indica prisa, premura, terror y ¿cabe esto con la calmosa vuelta a Nazareth?»
Creemos acertado el juicio de este católico escritor, tanto más, cuanto que conociendo la situación topográfica de ambas ciudades, la vuelta a Nazareth, después del aviso del Ángel, era un retraso para deshacer el camino hecho y encaminarse a Egipto.
Llegamos a uno de los puntos más hermosos de la historia de María y de la sacra Familia, no por los sufrimientos y padeceres que experimentó en su largo y penoso viaje a través de arenales, desiertos, y del peligro inminente de las fieras y seres venenosos, del hambre y sed que padecieron, sino porque todos estos tormentos han sido embellecidos por la leyenda poética, tierna y sentida como hija del amor, veneración y encanto con que la poesía ha rodeado, junto con la fe a la errante Familia y los sufrimientos de aquellos pobres y perseguidos nazarenos, como providencial manifestación de la protección divina que los sacaba incólumes de la perversidad de los hombres e inclemencia de los elementos.
Así es, que las tradiciones populares, inspiradas en estos sentimientos, han revestido la fuga con leyendas más o menos románticas como la del bandido que con su cuadrilla sale a robar a los pobres viajeros y en vez de hacerlo así, los ampara, acompaña y da alimentos. Otra es la de Dimas el buen ladrón, que les sale al camino y al caer en sus manos los acompaña hasta dejarlos en las fronteras de la Arabia: leyenda que aprovechó D. Juan E. Hartzembusch en su drama El mal Apóstol y el Buen ladrón.
Ya es la del baño del hijo del bandido que estaba enfermo con el agua en que la Virgen había lavado los pañales del niño Jesús y la curación maravillosa de aquél: ya también la de la Virgen devolviendo la vista a un ciego que en recompensa les da naranjas para aplacar la sed y la de los sembrados anticipando su sazón al paso de la Virgen y de Jesús.
Orsini, en su estilo pintoresco y casi novelesco en algunos Pasajes, después de citar uno de San Buenaventura, recapitula estas leyendas diciendo:
«La tradición calla sobre una gran parte de ese interesante y peligroso itinerario. Sin duda los santos viajeros hicieron marchas largas y penosas a través de las montañas aprovechando las primeras horas del día y aguardando también con frecuencia para partir a la salida de la luna. Mientras que atravesaron la Galilea, las grutas profundas que hay en ella, llenas de sinuosidades desconocidas, en que es muy fácil ocultarse a todas las miradas, les ofrecieron un lugar de reposo y abrigo; pero también estas cuevas, con sus huecos o cavernas, tenían sus peligros, porque bandas numerosas de ladrones, que largo tiempo tuvieron ocupadas todas las fuerzas del reino, y a quienes la enfermedad de Herodes animaba a comparecer de nuevo, las escogían o preferían para plazas de seguridad: el temor de penetrar sin saberlo en una de estas guaridas de asesinos, debió más de una vez hacer vacilar a José en la entrada protectora de esas retiradas cavernas».
¿Cuál fue el itinerario que la perseguida Familia llevó hasta unirse a alguna caravana de las que se formaban en las ciudades marítimas de los Filisteos para atravesar el desierto? Si se consultan los cálculos de los eruditos cronologistas que no admiten intervalos en este viaje, los santos Esposos debieron encontrar una caravana que estaba de partida en las costas de Siria. Esto es tanto más verosímil cuanto que estaba cerca del equinoccio de primavera (del 3 de febrero en que emprendieron la huida al 21 de marzo, faltaba mes y medio), y cada uno quería anticiparse a la estación en que el Simoun ejerce su imperio en el desierto y revuelve su mar de arenas tan pérfidas como las mismas olas.
No tenemos noticias ciertas y precisas de la marcha, ruta o itinerario que llevarían María y José, las condiciones de su viaje eran tan especiales como su huida, cual propiamente lo era de la persecución de Herodes, que evitarían cual es consiguiente la comunicación con los del país a fin de evitar una delación que los pusiera en manos de su enemigo.
Sabemos, sí, que estuvieron en Ramla y en Gaza, y es indudable, históricamente, que se unirían, como hemos dicho, a alguna de las caravanas para atravesar el desierto, que de otra suerte les era imposible franquear solos aislados y sin quien pudiera socorrerlos en caso de necesidad.
Partiendo de Gaza, cuyas torres medio arruinadas, resonaban sordamente al estrellarse contra sus piedras las rumorosas olas que producían una tristeza y melancolías profundas, sobre todo durante la noche, en que su rumor aumenta, los pobres padres de Jesús pasarían noches de angustias y de insomnio creyendo oír llegar a cada momento los soldados de Herodes. Partieron de aquella triste ciudad incorporados a la caravana, y ya ante su vista no hallaron sino la inmensa sábana del desierto, vasta soledad de arena y cielo, sin un árbol que prestara su benéfica sombra a aquel sol abrasador, rojizo en su luz y que envolvía en nubes de fuego aquellas llanuras desoladas, sin más accidentes que los movedizos montículos de arena que arrebataba el viento del desierto trasladándolos con su hálito abrasador y mortífero. Secos matorrales abrasados y requemados por aquella luz de fuego, sin una gota de agua, ni un manantial en que poder refrescar los abrasados labios y un horizonte sin límites que se unía con la cúpula de un cielo apagado en su azul, y en el que no se manifestaba la más tenue ni ligera nubecilla, he ahí el cuadro, el paisaje por el que durante algunos días hablan de viajar nuestros peregrinos nazarenos.
Después de algunas marchas, después de sufrimientos sin relato, la caravana solía encontrar algún pequeño manantial perdido en el vasto desierto de arena, y que apenas brotaba su salobre agua, era absorbida por la sedienta arena; entonces, qué gozo para la caravana, qué alegría para María, que podía llevar a sus secos labios agua, agua que refrescara sus abrasadas fauces, aquella agua que ya quedaba turbia después de haber sido removida por los ricos mercaderes, señores de la caravana, era recogida por José, que como pobres seguían comitiva, sin que los poderosos hiciesen caso de ellos, ¡qué rico presente en tal necesidad! ¡qué alegría para María que con ella podía refrescar el abrasado rostro de su querido Jesús!
Así se caminaba días y días en medio de aquel tormento inconcebible: cuanto más iban alejándose de la Siria más escasas eran las fuentes y más cruel y desolante el inmenso desierto. Ya durante la marcha preséntase el fenómeno del espejismo, de esa engañosa ilusión de la vista en medio de aquellos terribles arenales. Allá a lo lejos descubríase un lago azul y transparente, cercado de palmeras, aspecto de una ciudad encantadora, entonces, entonces el ánimo se reanimaba, la esperanza de un lago en que poder beber y bañarse, devolviendo agilidad al cuerpo enardecido, se presentaba animando a la caravana y haciendo apresurar el paso a los camellos y viajeros. Pero ¡ah! que aquella mentida dicha era solo ilusión de los sentidos, avanzábase, se creía llegar ya a las orillas de aquel lago y sentir el contacto bienhechor de sus aguas, y aquel encanto, aquella ilusión desaparecía cual muchas de las que en el mundo existen, y se borran, desaparecen y anulan, cuando creemos tocarlas, cogerlas con nuestras manos.
Ante aquella engañosa ilusión, María, reanimada con las palabras de José, levantaba la desfallecida cabeza, abría los secos y abrasados labios y contemplaba sonriente al Niño Dios cobijado del ardiente sol bajo el amparo de su pobre manto. Dirigía su hermosa mirada a aquel consolador espectáculo que en lontananza se presentaba, cuando de repente aquella fresca esperanza de agua y sombra desaparecía y sólo se hallaba la triste realidad de una atmósfera de fuego, de un sol deslumbrador y las angustias y sufrimientos de una sed imposible de apagar en aquellos momentos. Y así trascurrían los días en continua, penosa y fatigosa marcha a través de aquel océano de arena, no menos terrible en sus oleadas de arena que las salobres del mar embravecido.
Tras un penoso día de marcha, la llegada de la noche era un consuelo para los pobres viajeros: a la llegada de ésta la caravana se detenía y acampaba: descargábanse los camellos: atábanse éstos en torno de los viajeros que comían sus raciones de dátiles, leche de las camellas, y cobijados por sus tiendas de cuero descansaban esperando la salida de la luna para continuar la pesada marcha.
En otro lado los criados, los esclavos, los viajeros pobres que se unían a las caravanas para contar con su compañía y auxilio en el desierto, formaban otro campamento sin más techumbre que los resguardara de la humedad de la noche que sus mantos y capas. Allí, tendidos sobre esterillas de junco, descansaban de las fatigas del día gozando en parte con el fresco húmedo de la noche que devolvía algún consuelo a sus abrasados miembros. Entre aquellos pobres y míseros esclavos, desheredados de la fortuna y nacidos para la servidumbre, sin patria, hogar ni familia, descansaban y comían su pobre ración José, María y el Hijo de Dios, aquel Jesús rey de cielos y tierra, que venía al mundo para establecer la verdadera libertad del hombre y sentar la doctrina de la igualdad ante Dios, sellando con su sangre la redención del hombre, la liberación de la esclavitud del pecado.
Y Aquel poderoso Señor, quedaba relegado a descansar entre los esclavos, separado de los ricos y sufría con sus santos padres los sufrimientos de la miseria. El creador de los elementos, sufría sus inclemencias, y allí, en brazos de su pura Madre, acompañado del justo varón José su padre, contemplaría desde el regazo de María la estrellada bóveda de los espacios infinitos en que asienta su trono entre el fulgor de los millares de astros que le iluminan y son jeroglíficos que escriben con signos de radiante luz su grandeza incomparable, tan grande como su misericordia. En aquel inmenso arenal, camino penoso, sin horizontes, camino cual el de la vida, lleno de peligros y asechanzas, de ataques y de sufrimientos, descansaban puestos los ojos en las brillantes constelaciones que temblaban en su insensibilidad material ante los sufrimientos de su Creador, bajo la mirada de aquellas estrellas, luna y sol que habían de temblar y anublarse de espanto y consternación el día de la muerte de aquel Niño que hoy contemplaban hermoso y sonriente y como encantado con el espléndido cuadro de una noche serena y de un cielo azul intenso obscuro, profundo, tachonado de brillantes constelaciones, pasaban en grato reposo hasta que se daba la voz de marcha para emprender un nuevo avance en la soledad del desierto la santa Familia, el Hijo de Dios.
¡Quién había de decir a aquellos pobres esclavos que fatigados dormían llevando sobre sus hombros la pesada carga de la vida, sin libertad, goces, familia ni afecciones, verdaderas bestias humanas al lado de sus señores, que aquel Niño que junto a ellos dormía, que aquel hijo de tan pobres padres era su Salvador, el que había venido para romper sus cadenas y proclamar su hermandad para con demás hombres!
Y así pasaban la noche los pobres viajeros hasta que la voz del jefe disponía y mandaba emprender nuevamente la marcha; pero siempre la tranquilidad reinaba, en el campamento en medio de soledad del desierto, en donde el silencio es tan inmenso cual su extensión; en donde nada se oye, nada se escucha si no es el latir apresurado del corazón, temeroso de ignotos peligros. Noches había que cuando mayor era si cabe el silencio, un grito de alarma del vigilante que guardaba el campo hacía levantarse precipitadamente; ya era el rugido del león o del tigre que olían carnicera presa rondando el campamento para caer sobre él; entonces el espanto, la alarma, sucedían al silencio, al reposo, y todos se preparaban para la defensa.
Ya en otras noches, no era el peligro de las fieras carniceras, era el peligro de la fiera humana, era la cuadrilla de árabes errantes, ladrones del desierto, que rondaban el campamento para caer sobre él y saquearlo, apresar a los viajeros y venderlos como esclavos. Entonces el espanto era mayor, no era ya el animal feroz quien atacaba, era la fiera humana, cien veces más terrible y más cruel y sanguinaria que el león y el tigre. Entonces, entre ayes y voces de temor, el campamento se levantaba, las flechas cruzaban el espacio y la caravana emprendía la marcha sosteniendo una retirada ante el ataque de los ladrones.
¡Qué espanto, qué temores y sobresaltos para la inocente María y el pacífico José, en medio de aquellos peligros, y temerosos más por la vida de Jesús que por la suya! Por la vida de Aquél que habían anunciado y adorado los Ángeles, reyes y pastores, expuesto a traidora flecha. Renunciamos a pintar lo que por el corazón de María pasaría en aquellos momentos, pues no hay pluma que con verdad, fuego y calor pueda reproducir el espanto y el terror de una madre ante los peligros y sufrimientos de un hijo.
A estos temores sucedíanse noches de calma, tranquilas y sosegadas, en que el descanso no era interrumpido: la caravana gozaba entonces con el fresco de la noche, tanto cuanto el sol abrasador y el seco calor del día arrollaba los cuerpos con su caldeado soplo. La brisa nocturna corría entonces sobre aquel mar de arena sin ruido, silenciosa, sin un matorral ni un árbol en que producir armonías con sus hojas, brisas que corrían por aquel blanco suelo como correrían por la inmensidad de los espacios sin límites, sin murmullo y muy majestuosamente solemnes cual la inmensidad de su Creador.
Vislumbrábase claridad en la unión de cielo y arena, es la luna que va a aparecer en el horizonte y entonces la caravana levanta las tiendas y emprende la marcha al amparo de la luz del astro de la noche. ¡Y así un día y otro día, noche tras noche, siempre avanzando en aquel océano de arena, sin límites al parecer, y repitiéndose los peligros, temores y asechanzas de alimañas y de los hombres!
Y así atravesó la errante familia el desierto, sufriendo hambre, sed y el espantoso calor y el reflejo y reverberación de aquella inmensa soledad, los ataques de las fieras y los aún más temibles de los hombres, llegando a vislumbrar las riberas del Nilo y sus bosques de papirus, lo cual debió ser de una inmensa alegría la vista de agua y vegetación a los fatigados viajeros, tostados y abrasados por el ambiente desolador del desierto.
No queremos privar a nuestros lectores de la descripción que del viaje hace la venerable Ágreda, a quien tenemos que seguir en muchos puntos, no sólo por su doctrina, sino también por lo sentido de la composición y color que sabe imprimir a sus descripciones:
«Salieron de Jerusalem a su destierro nuestros peregrinos divinos, encubiertos con el silencio y obscuridad de la noche, pero llenos del cuidado que se debía a la prenda del cielo que consigo llevaban a tierra extraña y para ellos no conocida. Sabía la Reina del cielo el intento de Herodes para degollar los niños, aunque no le manifestó entonces.
»En la ciudad de Gaza descansaron dos días por haberse fatigado algo San José y el jumentillo en que iba la Reina. El día tercero, después que nuestros peregrinos llegaron a Gaza, partieron de aquella ciudad para Egipto. Y dejando luego los poblados de Palestina, se metieron en los desiertos arenosos que llaman de Betsabé, encaminándose por espacio de sesenta leguas y más de despoblados, para llegar a tomar asiento en la ciudad de Heliópolis, que ahora se llama el Cairo de Egipto. En este desierto peregrinaron algunos días; porque las jornadas eran cortas, así por la descomodidad del camino tan arenoso, como por el trabajo que padecieron con la de abrigo y de sustento.
»Era forzoso en aquel desierto pasar las noches al sereno y sin abrigo en todas las sesenta leguas de despoblado; y esto en tiempo de invierno, porque la jornada sucedió en el mes de febrero, comenzándola seis días después de la Purificación. La primera noche que se hallaron solos en aquellos campos, se arrimaron a la falda de un montecillo, que fue sólo el refugio que tuvieron. Y la Reina del cielo, con su Niño en los brazos, se asentó en la tierra y allí tomaron algún alimento y cenaron de lo que llevaban desde Gaza. La Emperatriz del cielo dio el pecho a su infante Jesús, y su Majestad, con semblante apacible, consoló a la Madre y su esposo: cuya diligencia, con su propia capa y unos palos, formó un tabernáculo o pabellón para que el Verbo Divino y María Santísima se defendiesen algo del sereno, abrigándoles con aquella tienda de campo tan estrecha y humilde.
»Prosiguieron al día siguiente su camino, y luego les faltó en el viaje la prevención de pan y algunas frutas que llevaban, con que la Señora de cielo y tierra y su santo esposo llegaron a padecer grande y extrema necesidad, y a sentir el hambre. Y aunque la padeció mayor San José, pero entrambos la sintieron con harta aflicción. Un día sucedió que, a las primeras jornadas, que pasaron hasta las nueve de la noche sin haber cenado cosa alguna de sustento, aun de aquel pobre y grosero mantenimiento que comían, después del trabajo y molestias del camino, cuando necesitaba más la naturaleza de ser refrigerada».
La tradición llena de milagros y hechos asombrosos la llegada a Egipto de los pobres desterrados, hundimiento de templos y de ídolos, sacudidas de alegría en los montes, y multitud de leyendas fantásticas creadas por la imaginación popular, que llena muchas veces de aberraciones y absurdos los más sencillos y hermosos hechos en los asuntos de nuestra religión. Absurdos que nadie se ha tomado cuidado de corregir, ya que no sea posible el desterrarlos, encauzándolos en un sentido estéticamente poético.
Augusto Nicolás, con su criterio tan superior, fustiga duramente estas tradiciones, que califica de invenciones pueriles. «El Evangelio desdeña tales invenciones para atenerse a lo verdadero, que es mucho más sublime».
Es verdad, el Evangelio calla, pero no desdeña; el mismo San Juan nos dice al concluir el suyo, que no cabrían en el mundo los libros en que se escribiese todo lo que hizo Jesucristo si hubiese de escribirse. Creemos lo del Evangelio como cierto e indudable, y dejamos correr las tradiciones populares sin afirmarlas ni negarlas, ni ponerlas al nivel de los textos indudables. Hay que tener en cuenta que la imaginación y sus obras poéticas tienen un fin alto, cual es la belleza, y como la belleza suprema es Dios, de aquí, que cuanto tienda a la verdadera representación de aquélla, es un tributo presentado a la omnipotencia de Dios. Con lo que desechan los críticos hacen los poetas hermosos castillos que encantan deleitando, dice Lafuente, y si llevan las almas a Dios, ¿por qué los hemos de demoler?
Los Evangelios apócrifos están llenos de estas leyendas y tradiciones acerca de María y de Jesús; Evangelios denominados así, por no constar su autenticidad, y la Iglesia desde antiguo no los admitió como libros sagrados, sino como elementos histórico-poéticos; de ellos proceden estas leyendas, puras en su tradición unas, adulteradas por el pueblo otras. Así vemos con respecto a la entrada de los desterrados en Egipto, la tradición de que hemos hecho mérito antes, el ídolo egipcio redúcese a polvo en cuanto vislumbra la Santa Familia que se acerca. El habitante de aquellas regiones, dispuesto a vivir y enterrarse con sus antiguas creencias, huye así que ve hundirse en el polvo sus tradicionales altares.
María y Jesús con el bondadoso José, no saben sino hacer bien; hay allí un muchacho endemoniado a quien atosigan y martirizan los espíritus malos, y su madre se procura un pañal de aquel niño extranjero, Jesús, y con solo ceñírselo a la cabeza a modo de turbante, los demonios huyen, y queda sano y libre de sus enemigos.
En vano los esbirros de Herodes quieren perseguir a la Santa Familia, y en caballos ligeros como el viento del desierto, en dromedarios de largo paso y sostenida marcha, persiguen a Jesús y María montados en el pesado borriquillo de lento paso y escasa resistencia, y son perseguidos por aquellos bien montados jinetes. Ya casi los ven, ya los van en su alcance, próximos los perseguidores a darles ya un rosal, ya un jazmín o tamarindo, abren sus ramas, envuelven entre ellas, librando a la Santa Familia de sus perseguidores.
Ya también, la hermosa, de la necesidad del hambre que acosa a los fugitivos sin recurso de comida cuando una palmera cargada del nutritivo y dulce fruto se presenta a su vista, ¿mas cómo llegar a la altura en que se cimbrean aquellos dorados racimos? El Niño Jesús tiende a ellos sus manos, y entonces la palmera doblega su erguido tronco, hasta con sus ramas formar una verde y fresca tienda en que descansen los fatigados y hambrientos viajeros, poniendo al alcance de sus manos los preciados tesoros de sus frutos.
Y si fuéramos a seguir el inmenso número de tradiciones que, en la región egipcia y especialmente entre los cristianos coptos y al abisinios se conservan, formaríamos un hermoso volumen de estos hechos del viaje de la desterrada Familia, de su estancia en la región. del Nilo y de la infancia y juventud de Jesús. Basta con lo indicado para que se comprenda cuán hermosa es la tradición cuando se cimenta en hechos tan hermosos, embellecidos por tan poéticas como tiernas creaciones. Allí son numerosísimas, y allí entre ellos, según testimonio de algunos autores, allí nació la devoción a San José, cuya fiesta celebran los coptos en el día 26 de julio. Pero, Variot, sabio doctor francés que tanto ha escrito sobre los Evangelios apócrifos, cree nacida en Occidente esta devoción, y su promotor a Jerson, alma del Concilio de Constanza.
Dejemos descansar unos momentos a la Familia Santa ya en tierra de Egipto libre de la persecución de Herodes, tranquila María de enemigos que pudieran atentar contra la vida de su precioso Hijo y dedicarse ya su Esposo a los trabajos necesarios para la sustentación de la Familia en los de su oficio de carpintería.
VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo XV: LA PURIFICACIÓN DE MARÍA Y PRESENTACIÓN DE JESÚS AL TEMPLO. -LA PROFECÍA DE SIMEÓN