VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo V: MUERTE DE JOAQUÍN.

Capítulo V: MUERTE DE JOAQUÍN.

-MUERTE DE ANA. -ENTIERROS ENTRE LOS JUDÍOS. -ORFANDAD DE MARÍA. -EL CASAMIENTO ENTRE LOS JUDÍOS. -CASAMIENTO DE MARÍA Y EL PATRIARCA SAN JOSÉ. -EDAD DE AMBOS ESPOSOS.


Cerca de nueve años contaba María de su estancia en el Templo, cuando la primera nube vino a empanar el cielo purísimo de la existencia de la Hija de Joaquín y de Ana. Su padre, su amado y tierno padre, San Joaquín, cayó gravemente enfermo, y en su avanzada edad bien pronto se manifestaron los síntomas de muerte. Acudieron los parientes para consolar a los ancianos esposos y Joaquín recibió tranquilo aquellas muestras de afecto de sus deudos.

El justo Patriarca sonrió ligeramente, como Jacob, pensó que había sido largo tiempo viajante por la tierra y comprendía que necesitaba despojarse de la vestidura mortal para ir a descansar en el seno de Abraham después de su peregrinación. Como justo, no le asustaba la idea de la muerte y esperóla tranquilo y elevado su espíritu al Señor, como espera tranquilo el marino, puesta su confianza en El que mueve los vientos y los mares, la tormenta que tras el peligro ha de hacer brillar con mayor intensidad y pureza la luz del sol. Las fuerzas fueron agotándose, y cuando el justo padre de María conoció llegada su última hora, hizo pública confesión de sus pecados como era costumbre entre los hebreos, y purificado de esta suerte su espíritu, ofreció su muerte al Supremo juez en expiación de sus culpas, de las inherentes a la naturaleza humana, de las que no se halla exento el más justo y puro de los hombres.

Cumplido este deber de purificación de las culpas, libre su cuerpo de aquellas manchas que por la confesión había arrojado de sí, mandó llamar a María para darle su bendición paternal. Llegó dolorida la pura Niña ante la presencia de su padre, pero las súplicas de María no fueron oídas por Dios, en cuyos santos propósitos llevaba contadas las horas del padre de la pura y santa Niña, y Joaquín entregó su alma al Creador. Suponen algunos autores piadosos que en el momento en que Joaquín extendía las manos para bendecir a su Hija, Dios, en su suprema bondad, le hizo la revelación del glorioso destino que el cielo había señalado a su Hija, dicen que en aquellos angustiosos momentos la suprema revelación iluminó el rostro del anciano y bajando los brazos entregó su alma a Dios.

Y aun cuando ajeno a la narración de la vida de María, aun cuando pudiera parecer impertinente, diremos cuatro palabras sobre el duelo y entierro entre los judíos, punto que para muchos puede ser desconocido, y al relatarlo daremos a conocer en éste y otros extremos la vida y costumbres de aquel pueblo, lo cual explicará mejor algunos episodios de la relación, hallándose de esta suerte la conexión y enlace necesario entre las costumbres y relatos de los hechos y vida particular de la Santa Señora.

Entregada su alma por el padre de María, resonó la habitación con gritos y profundos gemidos de dolor, según práctica, las mujeres se golpeaban los senos arrancándose los cabellos, y los hombres, en medio de los sollozos, cubrían sus cabezas con ceniza, desgarrándose las vestiduras y llenándose de arañazos el rostro. Abriéronse inmediatamente todas las ventanas de la casa y encendióse junto al cadáver la lámpara funeraria de bronce, de manera que iluminase el rostro del difunto. Hecho esto, entregaron el cuerpo a los que debían lavarle y envolver en los sudarios. Para los judíos el cadáver se presentaba ante su consideración como un germen de futura vida en un nuevo cuerpo que vendrá con seguridad en el día de la resurrección de la carne.

Una mortaja envolvía el cuerpo, y el sudario los cubría, la mirra y el incienso entraban por mucho en la purificación por los aromas del cadáver, y el áloe que servía para perfumarlos. Como deber de los hijos, la Virgen cerró los ojos a su padre y ató los pies con redobladas cintas: rocióle con los aromas y perfumes citados, prescritos por las leyes mosaicas, y cubierto con el sudario fue colocado el cuerpo en el ataúd. Pasadas las horas prescritas, los amigos llevaban en hombros el cadáver, y los parientes pronunciaban lamentaciones y gemidos atronadores con gritos de dolor, dejábanse caer en el suelo hasta producirse heridas, que cuanto más duradera fuese su cicatrización, mejor demostraban el dolor.

El aparato litúrgico en los entierros era muy sencillo, cuando más el Gran Sacerdote pronunciaba alguna oración fúnebre. Los sepulcros estaban fuera de las poblaciones y eran propiedad del difunto: a la tumba servía de abrigo alguna cueva que permitiese la entrada a la familia, pues las gentes profanas a ella, es decir, fuera de parentesco, no podían acercarse, ni menos tocarlas con sus cuerpos, sin que estos, por este solo contacto, no quedasen impuros.

Las leyes judías prescribían la indispensable asistencia de flautistas a los entierros, y al de Joaquín asistieron, como cumplidora exacta que era la familia de las leyes de su pueblo. En el acto tocaban sentidas composiciones, interrumpidas por las plañideras oficiales, que entonaban después de los llantos, tristes composiciones poéticas. El duelo duraba seis semanas, y durante ellas celebrábanse los banquetes con que los amigos de la familia demostraban su dolor obsequiando a los parientes del difunto. El pan de los enlutados, denomina Oseas a estos tristes banquetes, y Samuel, en el capítulo III, describe los funerales: «Romped vuestros vestidos y ceñíos de saco y doleos te Atenor». Ezequiel, añade a su vez hablando en sus profecías cómo el Señor le consolaba en la muerte de su esposa: «Hijo del hombre, he aquí yo te quito de golpe el deseo de tus ojos. No endeches, no gimas, no llores. Reprime todo suspiro, desiste de todo luto mortuorio, ajusta el turbante a la cabeza, y el pie al zapato, no te cubras con rebozo ni comas pan de duelo».

Así, pues, las gentes de la familia cumplieron con lo que mandaba la costumbre y ley hebraica, se celebró la comida como la cena pascual: estaba prescrito el número de copas que debían beberse: dos antes de sentarse a la mesa, cinco durante la comida y tres en los postres. Al volver del entierro diose la visita de pésame a Ana y María, levantándose y sentándose hasta siete veces durante aquélla. Durante los tres primeros días, la familia ni los parientes cercanos del muerto no podían ser saludados ni devolver éste, y durante siete siguientes no debían lavarse, calzarse, ni cubrirse, ni leer la Biblia: el traje durante ellos, era un saco de groseras pieles, sin mangas, atado a la cintura con una soga y cubierta la cabeza con ceniza.

Estas eran las costumbres judías en los entierros y los lutos, y así indudablemente se procedería en la familia de San Joaquín cuando su muerte, pues así lo exigía el cumplimiento de la ley mosaica, que tan exactamente era obedecida por aquella Santa Familia.

La muerte del santo Patriarca Joaquín, hemos dicho que fue la primera nube de tristeza que enturbió el puro cielo de la inocente felicidad terrenal de la niña María, y las primeras lágrimas de dolor, de honda pena, por la separación de aquel padre tan amado de la inocente Niña, primeras lágrimas que anublaron aquellos puros ojos, que tantas habían de derramar durante su terrenal existencia, por causa de los crueles tormentos a que venía llamada la que había de ser Madre del consuelo. Mas los decretos del Señor habían de cumplirse, y al pasar Joaquín al seno de Abraham, la lámpara funeral que se encendía con aquella muerte, no había de apagarse al terminar el luto con la pérdida, en lo humano, del varón justo y santo.

Solas la madre y la Hija quedaron, volvió María al Templo, y no pasaron muchos meses sin que la tierna Niña volviese a su casa, a la modesta vivienda que ya conocemos, y en donde había venido al mundo la inocente María, cuando volvió a ella para cerrar los ojos de la cariñosa madre, de Ana, tan enamorada de su Hija, y a quien iba a dejar en la más completa orfandad.

Ana, después de bendecir a su María, abandonó el mundo y ésta tuvo que cumplir con ella los tristes deberes que poco antes había cumplido con su padre. Quedó en la orfandad, y no teniendo ya en la tierra más apoyo ni familia que el de Dios, se refugió de nuevo en el Templo, concentrando en su pecho el profundo dolor y pena de la separación de sus padres. A esta época de aislamiento y de solitarias meditaciones, a esta época de concentración de su espíritu, desligada de los lazos de amor y de cariño que la unían con los que le dieron el ser, se atribuye el voto de virginidad que hizo María.

En verdad que en ninguna parte se encuentra vestigio de que ese voto fuera conocido de Joaquín ni de Ana, pues según la ley civil mosaica, no era válido sin el consentimiento de los padres. Antes de la muerte de aquéllos no podía prescindir de la obediencia que era debida a los padres por el cuarto Mandamiento, ley divina que le mandaba honrarlos con aquélla.

Mas a este voto de consagración a Dios, hubo otro más transcendental y al hablar de él dejamos la palabra al tantas veces citado escritor: «Acompaña a este voto de perfección y de entera sumisión a Dios, otro voto singular, importantísimo transcendental e indudable, cual fue el voto de perpetua continencia y la dedicación de su virginidad a Dios, voto singular, por ser el primero de este género que se hizo, importantísimo y transcendental, porque habiendo de ser María el símbolo de las mujeres cristianas con su triple estado de doncella, casada y viuda, Ella fue la que dio el ejemplo de virginidad perpetua ofrecida a Dios con solemne voto, que luego imitaron millones y millones de doncellas cristianas, marchando por sus huellas, cual David la vio en el salmo epitalámico, donde describe las solemnes bodas del Rey de los siglos, inmortal e invisible. Después de describir al regio Esposo, más bello que todos los hombres de la tierra, con la sonrisa en sus labios, con la espada ceñida y empuñando el cetro, vara de dirección y gobierno, introduce a la virginal Esposa seguida de otras vírgenes y castas doncellas.

»Oye, Hija mía, y mira todo esto: olvídate ya de tu pueblo y de la casa de tu padre, porque el Rey se va a prendar mucho de tu hermosura, y él es tu mismo Dios a quien adorarán los pueblos.....

»En pos de Ella vendrán numerosas vírgenes, y sus allegadas te serán traídas, y traídas con regocijo y alegría para llevarlas al templo santo del Rey».

Como se ve por estos hermosos pasajes, David, en este salmo, canta el místico desposorio de Cristo con su Iglesia bajo la figura del matrimonio de su hijo Salomón con la hija de Faraón; pero los oradores sagrados lo han adoptado, y con razón, para significar en sentido análogo el místico desposorio de María con el Espíritu Santo al ofrecer a Dios su virginidad, pues la hermosísima frase adducentur Regi virgines post eam, se presenta en nuestra imaginación con la inmensa y bella cohorte de sagradas doncellas, que imitando a la Santísima Virgen, vienen consagrando a Dios su virginidad y su pureza como ofrenda de una vida de mortificación y privaciones para conservar el tesoro de la pureza.

De aquí, con santa y hermosa inspiración, dice el beato Alberto Magno las siguientes palabras: «Con razón se llama a María Virgen de las Vírgenes, porque siendo Ella la primera, que sin consejo ni ejemplar previo, ofreció a Dios su virginidad, ha servido después modelo a todas las vírgenes que la han imitado».

San Ambrosio también se expresa, al hablar de la virginidad de María, con hermosa y poética frase y dice, al hablar de ella, que María fue la que enarboló el estandarte de la virginidad, y San Bernardo, dirigiéndose a la pura y santa Virgen en místico coloquio: «¿Quién os enseñó, Santísima Virgen, a complacer a Dios con la virginidad y a vivir en la tierra con la vida de los Ángeles?»

Presentan algunos autores dudas acerca de la época en que María Santísima hizo su voto de virginidad perpetua, y aun cuando lo más común es el creer que este voto debió hacerlo la pura Señora antes de su matrimonio con el santo Patriarca José, no faltan, por otra parte, autores respetabilísimos que suponen que el citado voto lo hizo después de sus desposorios y de conformidad entre ambos esposos. Posible es que el voto, por parte de la Virgen María, después de su matrimonio, no fuera sino una ratificación del primero, lo cual concilia ambas opiniones.

Si nos fijamos en los hechos de la historia de la huérfana María, vienen en cierta manera a comprobar los hechos. A poco de quedar huérfana María, trataron los Sacerdotes de casarla con uno de sus próximos parientes de la misma tribu. Al efecto copiaremos lo que dice el abate Orsini, en su Vida de María, en la que brilla por su poético estilo, que hace tan agradable la lectura de dicha obra:

«Sea que Joaquín en su lecho de muerte hubiese puesto a la Virgen bajo la protección especial del Sacerdocio, o sea que los magistrados que cuidaban de amparar a los huérfanos le hubiesen nombrado tutores de entre la poderosa familia de Arón, a la que Ella pertenecía por parte de madre, o bien sea que la tutela de los niños dedicados al servicio del Templo correspondiese de derecho a los Levitas, parece cierto que después de la muerte de los piadosos autores de sus días, María tuvo tutores del linaje sacerdotal. Si nos fuera permitido aventurar una conjetura, diríamos ser verosímil que los cuidados de esa tutela fueron confiados especialmente al piadoso marido de Santa Isabel, cuya alta reputación de virtud y su título de cercano pariente, parecía indicarle para este cargo protector».

Del parentesco de la Virgen con Santa Isabel, han querido deducir algunos escritores enemigos del cristianismo, como Celso, Porfirio, Fausto y en general los judíos y los racionalistas, que María era de la tribu de Leví y no descendiente de la de David, y por tanto que tampoco lo era Jesucristo, según la carne; pero los católicos combatimos este error, fundados en las palabras de San Mateo, quien afirma la descendencia de Jesús de la raíz de Jessé y David, según la carne. Pero esta duda de los anticatólicos no tiene fundamento, y se desvanece con poco esfuerzo. No es cierto que todas las jóvenes tuvieran obligación de casarse con personas de su familia y tribu, sino solamente las huérfanas herederas de los bienes paternos. Tenía, por tanto, obligación la Virgen María de casarse con persona de la tribu de Judá y de la familia de David, de la cual descendía por parte de San Joaquín; pero no teniendo éste obligación de casarse con mujer de su familia, se había desposado con Santa Ana, que era de familia levítica y sacerdotal.

Esto en cuanto respecta a lo concerniente del voto de la Santísima Virgen. Todavía desde su orfandad pasó María algunos años en el Templo, pero cuando llegó a la edad de los quince años, según los más concienzudos historiadores, fue cuando los Sacerdotes pensaron en dar estado a aquella hermosa Niña, confiada a su cuidado en el Templo.

Y aquí viene a confirmarse lo que hemos dicho anteriormente, es decir, que siendo María huérfana y heredera de bienes paternos, su matrimonio debía verificarse con individuo de su tribu propia cual era la de Judá.

Así, pues, sus tutores determinaron el casamiento de María, teniendo en cuenta, como no podían menos, de acatar las prescripciones y costumbres del pueblo judío. Esta resolución de los tutores contrariaba, como se ve, a su voto de virginidad, voto que no podían los Sacerdotes reconocer ni eludir la Virgen María.

El deseo de aquella pura Niña y el voto hecho por la que había de ser Madre de Dios, no podía ser respetado por los Sacerdotes ni los tutores, para quienes, según la ley judía, era un oprobio la esterilidad y la maternidad una señal divina de protección y bendición. Los israelitas denominaban Fruto de bendición a los hijos, y aún hoy, entre los católicos, como por recuerdo de la ley antigua y forma poética, así se denominan a los hijos, y aún hoy el israelita se considera más feliz y protegido por Jehová cuanto más hijos tiene, y así nos lo dice el Rey David, que interpretaba los sentimientos de su pueblo, fundados en la felicidad del trabajo, en laboriosidad y en el cumplimiento de aquella ley del trabajo que denominamos santa, pues que con ella, con el que es ofrecido al Señor, el espíritu se eleva y reconoce la gran misericordia de Aquel que nos ha creado, patrimonio de la verdadera felicidad doméstica en las familias honradas y laboriosas.

David, en su poético estilo nos lo ha dicho, quien comenzó su vida siendo pastor y terminó siendo Rey, nos pinta esa felicidad fundada en el trabajo.

1ª. Bienaventurados todos los que temen al Señor y marchan por sus caminos.
2ª. Feliz serás porque comes del trabajo de tus manos; así te irá bien.
3ª. Tu esposa será como vid frondosa y fructífera apoyada en las paredes de tu casa. Y tus hijos, creciendo como los empeltres de los olivos, vendrán a sentarse alrededor de tu mesa.
4ª. Así será bendecido el hombre que teme a Dios con santo temor filial.
5ª. Que Dios te bendiga a ti desde Sión y veas los bienes de Jerusalem durante todos los días de tu vida.
6ª. Y que veas así también prosperar y aumentarse los hijos de tus hijos con la paz de Israel.

Con las palabras antedichas se pinta por David el ideal de felicidad de los israelitas; bello ideal al que debíamos aspirarlos verdaderos católicos, a la santa paz de la familia, la paz doméstica con el amor de los hijos, separándonos de las ambiciones humanas, de las concupiscencias del lujo y de la corruptora atmósfera de una sociedad dominada por las ambiciones, el orgullo y el deseo de una vida material, de abundancia, separada del cumplimiento de la santa ley del trabajo, que si lleva la felicidad a los tranquilos hogares cristianos, no enriquece para cubrir las necesidades del lujo y del orgullo.

La esterilidad en la mujer, hemos dicho, y dicen autores respetabilísimos, era una maldición del Eterno, como lo es la esterilidad en los campos, a los que se mira con repugnancia y horror. Así es que entonces, los Sacerdotes mismos y los Levitas, servidores del templo, y el Sumo Sacerdote, se casaban para cumplir la necesidad de perpetuar la raza. ¿Siendo tales las costumbres, tales las prácticas, cómo habían de consentir ellos, cumplidores y encargados de hacer cumplir la ley, que María se condenase (en su concepto) a la maldecida esterilidad como consecuencia de la virginidad prometida por aquélla?

San Gregorio Niceno refiere que un autor, que no nombra, ni tampoco lo hace el abate Orsini, dice que la Virgen se resistió por mucho tiempo, aunque con gran modestia, al enlace que se le intimaba, y que suplicó humildemente a su familia que consintiera en que continuase en el Templo una vida inocente, oculta y libre de todos lazos, excepto los del Señor. Su petición sorprendió en gran manera a todos los que disponían de su suerte. Lo que Ella imploraba como una gracia, era la esterilidad, el oprobio, estado maldecido por la ley de Moisés; era el celibato, es decir, la extinción total del nombre de su padre, idea casi impía entre los judíos, que miraban como una insigne desgracia que su nombre no se perpetuase en Israel.

No obstante, otros autores no menos atendibles y respetables, suponen que entregada María y confiada en la voluntad divina, no opuso resistencia alguna, y como modesta y virtuosa, antepuso la obediencia a la voluntad propia, y a su propósito el sacrificio.

Ateniéndonos nosotros en este punto, a los textos que aceptan los escritores católicos como los más conformes con el espíritu de nuestra religión, y siendo lo que dice la venerable Sor María de Ágreda lo que han admitido los escritores tan conspicuos como D. José María Quadrado en su preciosísimo libro Flores de mayo y D. Vicente Lafuente, copiaremos lo que acerca de este punto dice la venerable escritora en el capítulo V de su Vida de la Virgen María:

«Había celebrado el Altísimo con la divina princesa María solemne desposorio, cuando fue llevada al Templo, confirmándole con la aprobación del voto de castidad que hizo, y con la gloria y presencia de todos los espíritus angélicos. Habíase despedido la candidísima paloma de todo humano comercio, sin atención, sin cuidado, sin esperanza y sin amor a ninguna criatura, convertida toda y transformada en el amor casto y puro de aquel sumo bien que nunca desfallece, sabiendo que sería más casta con amarlo, más limpia con tocarle y más virtuosa con recibirle. Hallándola en esta confianza, el mandato del Señor que recibiese esposo terreno y varón, sin manifestarle luego otra cosa, ¿qué novedad y admiración haría en el pecho inocentísimo de esta divina doncella, que vivía segura de tener esposo a sólo el mismo Dios que se lo mandaba? mayor fue esta prueba que la de Abraham; pues no amaba él tanto a Isaac, cuanto María Santísima amaba la inviolable castidad».

«Turbóse algún poco la castísima doncella María, según la parte inferior, como sucedió después con la embajada del Arcángel San Gabriel; pero aunque sintió alguna tristeza, no le impidió la más heroica obediencia, que hasta entonces había tenido, aunque se resignó toda en manos del Señor».

Pasaremos ahora a relatar lo ocurrido respecto de la elección de esposo a María Santísima, por medio de intervención divina, y sobre este punto transcribiremos lo que dice la citada Venerable escritora:

«En el ínterin que nuestra gran Princesa se ocupaba cuidadosa con esta operación, ansias y congojas rendidas y prudentes, habló Dios en sueños al Sumo Sacerdote, que era el santo Simeón, y le mandó que dispusiese cómo dar esposo de casada a María, hija de Joaquín y Ana, de Nazareth; porque Su Majestad la miraba con especial cuidado, y amor. El santo sacerdote respondió a Dios preguntándole su voluntad en la persona con quien la doncella María tomaría estado dándosela por esposa. Ordenóle el Señor que juntase a los otros sacerdotes y letrados, y les propusiese como aquella doncella era sola y huérfana, y no tenía voluntad en casarse; pero que según la costumbre de no salir del Templo las primogénitas sin tomar estado, era conveniente hacerlo con quien más a propósito les pareciese».

De esta suerte es como relata la Venerable Ágreda la determinación de dar estado de casada a María, según la práctica y costumbre del pueblo judío de casar a las primogénitas.

Una tradición, ya narrada por San Jerónimo, supone que para la elección de esposo se acudió al medio usado para la elección de Arón, que se refiere en el libro de los Números, y que para este fin, se procedió por los parientes y aspirantes a la mano de María, a depositar en todos ellos, jóvenes, ricos y de noble estirpe, que deseaban el enlace, una señal.

Sonó la trompeta por toda la Judea declarando la voluntad del Sumo Sacerdote, siguiendo la inspiración que el ángel del Señor había puesto en su mente. Convocó a los de la tribu de Judá, que estaban con disposición de casarse, y que cada uno traiga en su mano una vara de almendro y María será dada en desposorio a aquel en cuya vara se mostrase cierta señal.

Convocados los jóvenes y parientes de la tribu de Judá, acudieron al templo numerosos jóvenes y aun algunos otros, ya en edad mayor, con su correspondiente vara de almendro, desnuda de hojas y de flores, pues aún no había llegado la estación primaveral. Llegaron en el día señalado los aspirantes a la mano de María y depositaron en el templo, en manos del Sumo Sacerdote, las consabidas varas: entre ellos, y en última fila, quedaba un hombre, de rostro simpático y bondadoso, un artesano, que a pesar de su edad viril, había vivido sin tomar esposa, y que ganaba el pan de su vida con el honrado trabajo de carpintero, y que era vecino de Nazareth, hijo de Jacob de la casa de David.

En la festividad de los Desposorios de la Santísima Virgen, que celebra la Iglesia el día 23 de enero, sólo expresa en algunas lecciones, lo que dice San Bernardo en su segunda homilía sobre las palabras Missus est, explica los motivos que Dios tuvo para hacer que se casara su Madre María Santísima, siendo virgen y habiendo de serlo. «Convenía, dice, que el secreto de esta disposición divina quedase oculto por algún tiempo al príncipe del mundo (Satanás), no porque a Dios le importase nada el que lo supiera, puesto que no podía impedirlo si Él hubiese querido hacerlo a las claras, sino porque Dios, que hizo todas las cosas, no solamente con altísimo poderío, sino también con gran maestría, quiso también ostentar en esta su obra tan magnífica de nuestra reparación, no solamente su poderío, sino también su altísima sabiduría, al modo que acostumbró conservar en todas sus obras ciertas congruencias de cosas y tiempos en razón de la belleza del buen orden.

»Era, pues, conveniente que dispusiera suavemente todas estas cosas, no sólo en lo celestial, sino también en lo terrenal, para que al lanzar de allí al revolvedor, dejase a los demás en paz, y al combatir aquí al envidioso, nos diese a nosotros un ejemplo de su humildad y mansedumbre.

»Por eso fue preciso que María se desposase con Josef, puesto que de este modo quedó oculto el misterio santo a los canes infernales y comprobada su virginidad por su esposo, y se miró tanto por el pudor de la Virgen, cuanto por su decoro y buena fama. ¡Qué cosa más sabia y más digna de la Providencia Divina!» De ta manera es como San Bernardo nos da cuenta de este santo hecho y que la Iglesia acepta y hace como suyas, y para nosotros, los católicos, son las más seguras, eficaces y positivas.

La Iglesia, en la fiesta de los Desposorios, nada dice sobre el milagro de la vara floreciente con las puras y nítidas del almendro, pero no ha puesto reparo en que la imagen de San José figure con la vara en flor, como se le representa, nada dice y lo consiente, pero seguros estamos que si fuera contraria a los textos sagrados no la hubiera permitido ni la consentiría si en algo se opusiera a las creencias y doctrina consignada en los libros.

Al llegar a este punto de las bodas de San José y María Santísima, diremos la manera con que aquéllas se celebraban, para que nuestros lectores tengan conocimiento de cómo este trascendental acto para la familia, tenía lugar entre los hebreos. Y al hacer la descripción de cómo aquéllas se celebraban, no hemos de decir que todas se hicieran con la misma fastuosidad y lujo oriental en ellas empleado; no porque éstas se celebraran de este modo hemos de decir que de igual manera se celebraban las del potentado que las del pobre jornalero o menestral, así como hoy, las bodas de un príncipe o de un banquero no se realizan como las de un pobre artesano por más que las ceremonias del Sacramento sean las mismas, hemos de deducir que en el presente siglo se celebran los matrimonios con el lujo y detalles que se conmemoraban los de los primeros, para creer que el pobre artesano hacía los mismos lujosos dispendios que en los del potentado. Por eso al describir unas bodas del pueblo judío lo haremos tomando el cuadro de unas de lujo y ostentación y bien se comprenderá por ello que no hubieran de ser así las de María y José, sino como de un artesano y de una pura doncella enemiga de singularizarse y más amiga de la modestia, del recogimiento y deseo de pasar desapercibida, serían más modestas.

Así, pues, cuanto digamos de las bodas judías, será como mera ilustración para el lector y no para pintar que las de José y María fueron, atendida su modesta posición, con aquel fausto y oropel con que por costumbre se celebraban entre las clases ricas y poderosas,

Siempre los matrimonios se han celebrado en Oriente con grande fausto y aparatosa magnificencia: los hebreos circunscribían estas solemnidades de la familia a fiestas religiosas, conservando este carácter, como es sabido, hasta en los actos del derecho civil. Precedía al casamiento el acto de los esponsales, presentándose los futuros esposos, los prometidos, ante el Sacerdote, y poniendo en el dedo de la esposa un anillo, le decía el esposo: «Por este anillo eres mi esposa». A lo que contestaba aquélla: «Por este anillo quedo esposa vuestra ante Israel para que la voluntad de Jehová se cumpla en nosotros».

Pasados algunos meses de la promesa de matrimonio, el día designado para la celebración de aquél, un día, después de salido el sol, dirigíanse una porción de mujeres, rica y ostentosamente engalanadas, a la casa de la esposa, llevando en sus manos ramas de abeto oloroso encendidas los esclavos o criados de las mismas. Como resto de costumbres persas, el uso de los afeites del tocador, llevaban pintadas las cejas y pestañas lo propio que las puntas de los dedos de rojo, simulando los botones del rosal silvestre. Penetraban en la cámara de la desposada, en la cual, rodeada de matronas de su familia, esperaba el momento de la ceremonia y bendecían todas a Jehová que le daba esposo y protector. La novia, engalanada con ricas preseas y la túnica roja de púrpura de Tiro constituía su traje; ricos medallones, pendientes, esclavas y collares de perlas, diamantes, embellecían a la esposa, según la posición del esposo, causa de aquellos aderezos hijos de sus obsequios. En la cabeza llevaban una corona de oro en forma de almenas en las clases ricas, y en las humildes una corona de mirto y rosas: un velo sencillo o rico, liso o bordado en oro y plata, cubría por completo la figura de la novia.

Fuera de la casa, en la puerta, esperaba a la desposada un palio de rica tela, estofado o sencillo, sostenido por cuatro jóvenes. Cobijada por aquél, marchaban la novia y las matronas, sus compañeras, a las que seguían los arpistas, tamboriles y flautas y el resto del séquito nupcial agitando palmas y ramas de mirto. El esposo, que había acudido a la casa de la prometida, sin entrar en ella, llevaba la cabeza ceñida por una corona de una materia parecida al cristal, y peculiar del pueblo judío, abría la marcha acompañado de sus amigos, que cantaban y danzaban para significar su alegría lanzando exaños gritos prolongados parecidos al grito de alegría del caballo y que todavía hoy resuenan en los pueblos de las huertas de Valencia, entre los mozos, que los lanzan al pasar por delante de las casas de sus novias.

Las mujeres que se agrupaban al paso de la comitiva derramaban esencia de la preciada rosa de Judea sobre la novia. Llegado el cortejo a la casa nupcial, gritaban los amigos y las amigas: ¡bendito que viene! y penetrando en ella, cubiertos por el palio se sentaban juntos los esposos, y nuevamente él ponía el anillo en el dedo de la posa, pronunciando estas palabras:

-Tú eres mi mujer, según el rito de Moisés y de Israel.

Levantábase el marido y quitándose el taled, especie de capa, cubría con él a su mujer, como recuerdo del acto del matrimonio de Ruth con Booz, diciendo ella las palabras de Ruth:

-Extiende el lienzo de tu taled sobre tu sirvienta.

Entonces un pariente cercano ponía vino en una copa, y gustándolo, pasaba la copa al matrimonio, le bebían bendiciendo a Jehová por haber criado al hombre y a la mujer y establecido el matrimonio. Hecho esto arrojaban un puñado de trigo, como símbolo de la abundancia, y un niño tomando la copa la rompía. La reunión que con antorchas encendidas rodeaba a los novios, bendecía igualmente a Dios, y pasaban a la sala del festín. Las fiestas duraban siete días como en tiempo de los Patriarcas, y pasada la semana de festines terminaban las bodas.

¿Creemos que José el pobre carpintero y la modestísima María, celebrarían sus bodas con tal aparato? No; creemos sí que los ritos de la ley se cumplirían, pero que ni el fausto ni esplendor de que tan enemigos eran los Santos Esposos tendría lugar, dado su modestísimo carácter y pobre posición material de José.

Y al llegar a este punto, es tanto lo que se ha dicho respecto de la edad del Esposo de María, de tan diversas edades le hemos visto y le vemos representado, ya como un hombre rayano en la vejez, ya anciano de blanca barba y calva cabeza, tanto más viejo que el padre de María, se le ha representado, que creemos deber decir cuatro palabras apoyadas en el parecer de dignísimos y católicos escritores, para asentar sobre una base más fija esta diversa representación del Padre putativo de Jesús y Esposo de la Inmaculada María. Nada diremos por nuestra parte, y dejaremos la palabra a un sesudo historiador de la Vida de María, ya diferentes veces citado en esta obra. Dice Don Vicente Lafuente:

«Créese que la Virgen María tenía catorce años cuando se casó. Si nació en el año 734 de la fundación de Roma, según la opinión de Tillemont, que es la más seguida y aceptada, el casamiento debió hacerse en el 748 de la fundación de aquella ciudad.

»Por lo que hace a su Esposo, créese que tuviera alguna edad más, pero que también fuese joven todavía y en edad lozana. Su matrimonio había de ser el modelo de las familias y de los matrimonios cristianos, y no es probable, por tanto, ni que San José fuese viejo, dando idea de casarse viejos con jóvenes, ni mucho menos que fuese viudo, cuando la Iglesia consiente las segundas nupcias, pero está muy lejos de aplaudirlas.

»Los editores de la Vida de la Virgen por Orsini, edición de la Librería Religiosa, Barcelona 1867, página 215, se sublevan contra la idea de que San José fuese viejo, y hacen bien. San Epifanio, que bebió algunas veces como otros varios escritores orientales en las malas fuentes de los Evangelios apócrifos, llega a dar a San José ochenta años. ¿Pero cómo habían de consentir los Sacerdotes un matrimonio tan disparatado, cuando la Ley vituperaba tales enlaces? El P. Perrone (citado por Orsini) le da cincuenta años. ¿De dónde consta? Aun esa edad sería de gran desigualdad para un matrimonio modelo de futuros matrimonios».

Vemos, pues, que nada consta acerca de este punto de la edad de San José al contraer el matrimonio, pero si consta que la Ley repugnaba esos matrimonios desiguales por cuanto que siendo el principio de la sucesión y de la familia, autorizarlos y no vituperarlos la Ley, era tanto como dejar incumplido el precepto de la ley Mosaica. Además, siendo el principio de la herencia y de la familia el que informaba las costumbres del pueblo judío, y considerada la esterilidad como un castigo, ¿cómo los sacerdotes habían de autorizar el matrimonio de María condenándola a la esterilidad con un viejo de cincuenta años, cuando la casaban contra su deseo y voto de virginidad?

No creemos aventurar opinión contraria a la de la Iglesia al decir que en nuestro entender, y atendidas las costumbres mosaicas, si el matrimonio de la mujer era permitido a los catorce años, por una ley de relación debía tener San José de los veinte a veinticinco cuando su matrimonio con María Santísima. Además, aun cuando tuviese los cincuenta años que le da el P. Perrone, ¿pudo un anciano a esos años hacer con su esposa a pie al lado de la jumenta bíblica su huida a Egipto? Por esa y otras razones creemos que la edad de San José mediaría entre la que hemos citado. De aquí, de esta divergencia de opiniones, han nacido las diferentes representaciones de edad dadas los artistas en sus cuadros, y de que creemos como la más acertada que el inmortal Murillo le dio en su hermoso cuadro de la Sacra Familia, pues allí viene a representar unos treinta a treinta y cinco años, hermosa representación del amparo y protector seguro de María y Padre putativo del Verbo humanado.


VIDA DE LA VIRGEN MARÍA-JOAQUIN CASAÑ - Capítulo V: MUERTE DE JOAQUÍN.