
Sacerdotalis caelibatus ES 39
39 Pero nos es también motivo de aliento para perseverar en la observancia de la disciplina en relación al celibato del clero, la apología que los padres orientales nos han dejado sobre la virginidad. Resuena en nuestro corazón, por ejemplo, la voz de san Gregorio Niseno, que nos recuerda que «la vida virginal es la imagen de la felicidad que nos espera en el mundo futuro»[27], y no menos nos conforta el encomio del sacerdocio, que seguimos meditando, de san Juan Crisóstomo, ordenado a ilustrar la necesaria armonía que debe reinar entre la vida privada del ministro del altar y la dignidad de la que está revestido, en orden a sus sagradas funciones: «a quien se acerca al sacerdocio, le conviene ser puro como si estuviera en el cielo» [28].
[27] De virginitate, 13: PG 46, 381-382.
[28] De sacerdotio, 1, 3, 4: PG 48, 642.
40 Por lo demás no es inútil observar que también en el oriente solamente los sacerdotes célibes son ordenados obispos y los sacerdotes mismos no pueden contraer matrimonio después de la ordenación sacerdotal; lo que deja entender que también aquellas venerables Iglesias poseen en cierta medida el principio del sacerdocio celibatario y el de una cierta conveniencia entre el celibato y el sacerdocio cristiano, del cual los obispos poseen el ápice y la plenitud[29].
[29] Const. dogm. Lumen gentium, n. LG 21 LG 28 LG 64.
41 En todo caso, la Iglesia de Occidente no puede faltar en su fidelidad a la propia y antigua tradición, y no cabe pensar que durante siglos haya seguido un camino que, en vez de favorecer la riqueza espiritual de cada una de las almas y del Pueblo de Dios, la haya en cierto modo comprometido; o que, con arbitrarias intervenciones jurídicas, haya reprimido la libre expansión de las más profundas realidades de la naturaleza y de la gracia.
42 En virtud de la norma fundamental del gobierno de la Iglesia Católica, a la que arriba hemos aludido (n. 15), de la misma manera que por una parte queda confirmada la ley que requiere la elección libre y perpetua del celibato en aquellos que son admitidos a las sagradas órdenes, se podrá por otra permitir el estudio de las particulares condiciones de los ministros sagrados casados, pertenecientes a Iglesias o comunidades cristianas todavía separadas de la comunión católica, quienes, deseando dar su adhesión a la plenitud de esta comunión y ejercitar en ella su sagrado ministerio, fuesen admitidos a las funciones sacerdotales; pero en condiciones que no causen perjuicio a la disciplina vigente sobre el sagrado celibato.
Y que la autoridad de la Iglesia no rehúye el ejercicio de esta potestad lo demuestra la posibilidad, propuesta por el reciente concilio ecuménico, de conferir el sacro diaconado incluso a hombres de edad madura, que viven en el matrimonio [30].
[30] Const. cit., n. LG 29.
43 Pero todo esto no significa relajación de la ley vigente y no debe interpretarse como un preludio de su abolición. Y más bien que condescender con esta hipótesis, que debilita en las almas el vigor y el amor que hace seguro y feliz el celibato, y oscurece la verdadera doctrina que justifica su existencia y glorifica su esplendor, promuévase el estudio en defensa del concepto espiritual y del valor moral de la virginidad y del celibato [31].
[31] Const. cit., n. LG 42.
44 La sagrada virginidad es un don especial, pero la Iglesia entera de nuestro tiempo, representada solemne y universalmente por sus pastores responsables, y respetando siempre, como ya hemos dicho, la disciplina de las Iglesias Orientales, ha manifestado su plena certeza en el Espíritu de "que el don del celibato, tan congruente con el sacerdocio del Nuevo Testamento, lo otorgará generosamente el Padre, con tal de que los que por el sacramento del orden participan del sacerdocio de Cristo, más aún toda la Iglesia, lo pidan con humildad e insistencia [32]
[32] Decr. Presbyter. ordinis, n. PO 16.
45 Y hacemos en espíritu un llamamiento a todo el Pueblo de Dios, para que, cumpliendo con su deber de procurar el incremento de las vocaciones sacerdotales [33], suplique instantemente al Padre de todos, al esposo divino de la Iglesia y al Espíritu Santo, que es su alma, para que, por intercesión de la Bienaventurada Virgen y Madre de Cristo y de la Iglesia, comunique especialmente en nuestro tiempo este don divino, del cual el Padre ciertamente no es avaro, y para que las almas se dispongan a él con espíritu de profunda fe y de generoso amor.
Así, en nuestro mundo, que tiene necesidad de la gloria de Dios (cf. Rm 3,23), los sacerdotes, configurados cada vez más perfectamente con el sacerdote único y sumo, sean gloria refulgente de Cristo (2Co 8,23) y por su medio sea magnificada «la gloria de la gracia» de Dios en el mundo de hoy (cf. Ep 1,6).
[33] Decr. Optatam totius, n. OT 2; Presbyter. Ordinis, n. PO 11.
46 Sí, venerables y carísimos hermanos en el sacerdocio, a quienes amamos «en el corazón de Jesucristo» (Ph 1,8); precisamente el mundo en que hoy vivimos, atormentado por una crisis de crecimiento y de transformación, justamente orgulloso de los valores humanos y de las humanas conquistas, tiene urgente necesidad del testimonio de vidas consagradas a los más altos y sagrados valores del alma, a fin de que a este tiempo nuestro no le falte la rara e incomparable luz de las más sublimes conquistas del espíritu.
47 Nuestro Señor Jesucristo no vaciló en confiar a un puñado de hombres, que cualquiera hubiera juzgado insuficientes por número y calidad, la misión formidable de la evangelización del mundo entonces conocido; y a este «pequeño rebaño» le advirtió que no se desalentase (Lc 12,32), porque con Él y por Él, gracias a su constante asistencia (Mt 28,20), conseguirían la victoria sobre el mundo (Jn 16,33). Jesús nos ha enseñado también que el reino de Dios tiene una fuerza íntima y secreta, que le permite crecer y llegar a madurar sin que el hombre lo sepa (Mc 4,26-29). La mies del reino de los cielos es mucha y los obreros, hoy lo mismo que al principio, son pocos; ni han llegado jamás a un número tal que el juicio humano lo haya podido considerar suficiente. Pero el Señor del reino exige que se pida, para que el dueño de la mies mande los obreros a su campo (Mt 9,37-38). Los consejos y la prudencia de los hombres no pueden estar por encima de la misteriosa sabiduría de aquel que en la historia de la salvación ha desafiado la sabiduría y el poder de los hombres, con su locura y su debilidad (1Co 1,20-31).
48 Hacemos un llamamiento al arrojo de la fe para expresar la profunda convicción de la Iglesia, según la cual una respuesta más comprometedora y generosa a la gracia, una confianza más explícita y cualificada en su potencia misteriosa y arrolladora, un testimonio más abierto y completo del misterio de Cristo, nunca la harán fracasar, a pesar de los cálculos humanos y de las apariencias exteriores, en su misión de salvar al mundo entero. Cada uno debe saber que lo puede todo en aquel que es el único que da la fuerza a las almas (Ph 4,13) y el incremento a su Iglesia (1Co 3,6-7).
49 No se puede asentir fácilmente a la idea de que con la abolición del celibato eclesiástico, crecerían por el mero hecho, y de modo considerable, las vocaciones sagradas: la experiencia contemporánea de la Iglesia y de las comunidades eclesiales que permiten el matrimonio a sus ministros, parece testificar lo contrario. La causa de la disminución de las vocaciones sacerdotales hay que buscarla en otra parte, principalmente, por ejemplo, en la pérdida o en la atenuación del sentido de Dios y de lo sagrado en los individuos y en las familias, de la estima de la Iglesia como institución salvadora mediante, la fe y los sacramentos; por lo cual, el problema hay que estudiarlo en su verdadera raíz.
50 La Iglesia, como más arriba decíamos (cf. n. 10), no ignora que la elección del sagrado celibato, al comprender una serie de severas renuncias que tocan al hombre en lo íntimo, lleva también consigo graves dificultades y problemas, a los que son especialmente sensibles los hombres de hoy. Efectivamente, podría parecer que el celibato no va de acuerdo con el solemne reconocimiento de los valores humanos, hecho por parte de la Iglesia en el reciente concilio; pero una consideración más atenta hace ver que el sacrificio del amor humano, tal corno es vivido en la familia, realizado por el sacerdote por amor de Cristo, es en realidad un homenaje rendido a aquel amor. Todo el mundo reconoce en realidad que la criatura humana ha ofrecido siempre a Dios lo que es digno del que da y del que recibe
51 Por otra parte, la Iglesia no puede y no debe ignorar que la elección del celibato, si se la hace con humana y cristiana prudencia y con responsabilidad, está presidida por la gracia, la cual no destruye la naturaleza, ni le hace violencia, sino que la eleva y le da capacidad y vigor sobrenaturales. Dios, que ha creado al hombre y lo ha redimido, sabe lo que le puede pedir y le da todo lo que es necesario a fin de que pueda realizar todo lo que su creador y redentor le pide. San Agustín, que había amplía y dolorosamente experimentado en sí mismo la naturaleza del hombre, exclamaba: «Da lo que mandes y manda lo que quieras« [34]
[34] Confes., 1, 29, 40: PL 32, 796.
52 El conocimiento leal de las dificultades reales del celibato es muy útil, más aún, necesario, para que con plena conciencia se dé cuenta perfecta de lo que su celibato pide para ser auténtico y benéfico; pero con la misma lealtad no se debe atribuir a aquellas dificultades un valor y un peso mayor del que efectivamente tienen en el contexto humano y religioso, o declararlas de imposible solución.
53 No es justo repetir todavía (cf. n. 10), después de lo que la ciencia ha demostrado va, que el celibato es contra la naturaleza, por contrariar a exigencias físicas, psicológicas y afectivas legítimas, cuya realización sería necesaria para completar y madurar la personalidad humana: el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-27), no es solamente carne, ni el instinto sexual lo es en él todo; el hombre es también, y sobre todo, inteligencia, voluntad, libertad; gracias a estas facultades es y debe tenerse como superior al universo; ellas le hacen dominador de los propios apetitos físicos, psicológicos y afectivos.
54 El motivo verdadero y profundo del sagrado celibato es, como ya hemos dicho, la elección de una relación personal más íntima y completa con el misterio de Cristo y de la Iglesia, a beneficio de toda la humanidad; en esta elección no hay duda de que aquellos supremos valores humanos tienen modo de manifestarse en máximo grado.
55 La elección del celibato no implica la ignorancia o desprecio del instinto sexual y de la afectividad, lo cual traería ciertamente consecuencias dañosas para el equilibrio físico o psicológico, sino que exige lúcida comprensión, atento dominio de sí mismo y sabia sublimación de la propia psiquis a un plano superior. De este modo, el celibato, elevando integralmente al hombre, contribuye efectivamente a su perfección.
56 El deseo natural y legítimo del hombre de amar a una mujer y de formarse una familia son, ciertamente, superados en el celibato; pero no se prueba que el matrimonio y la familia sean la única vía para la maduración integral de la persona humana. En el corazón del sacerdote no se ha apagado el amor. La caridad, bebida en su más puro manantial (cf. 1Jn 4,8-16), ejercitada a imitación de Dios y de Cristo, no menos que cualquier auténtico amor, es exigente y concreta (cf. 1Jn 3,16-18), ensancha hasta el infinito el horizonte del sacerdote, hace más profundo amplio su sentido de responsabilidad -índice de personalidad madura, educa en él, como expresión de una más alta y vasta paternidad, una plenitud y delicadeza de sentimientos [35], que lo enriquecen en medida superabundante.
[35] Cf. 1Th 2,11 1Co 4,15 2Co 6,13 Ga 4,19 1Tm 5,1-2.
57 Todo el Pueblo de Dios debe dar testimonio al misterio de Cristo y de su reino, pero este testimonio no es el mismo para todos. Dejando a sus hijos seglares casados la función del necesario testimonio de una vida conyugal y familiar auténtica y plenamente cristiana, la Iglesia confía a sus sacerdotes el testimonio de una vida totalmente dedicada a las más nuevas y fascinadoras realidades del reino de Dios.
Si al sacerdote le viene a faltar una experiencia personal y directa de la vida matrimonial, no le faltará ciertamente, a causa de su misma formación, de su ministerio y por la gracia de su estado, un conocimiento acaso más profundo todavía del corazón humano, que le permitirá penetrar aquellos problemas en su mismo origen y ser así de valiosa ayuda, con el consejo y con la asistencia, para los cónyuges y para las familias cristianas (cf. 1Co 2,15). La presencia, junto al hogar cristiano, del sacerdote que vive en plenitud su propio celibato, subrayará la dimensión espiritual de todo amor digno de este nombre, y su personal sacrificio merecerá a los fieles unidos por el sagrado vínculo del matrimonio las gracias de una auténtica unión.
58 Es cierto; por su celibato el sacerdote es un hombre solo; pero su soledad no es el vacío, porque está llena de Dios y de la exuberante riqueza de su reino. Además, para esta soledad, que debe ser plenitud interior y exterior de caridad, él se ha preparado, se la ha escogido conscientemente, y no por el orgullo de ser diferente de los demás, no por sustraerse a las responsabilidades comunes, no por desentenderse de sus hermanos o por desestima del mundo. Segregado del, mundo, el sacerdote no está separado del pueblo de Dios, porque ha sido constituido para provecho de los hombres (He 5,1), consagrado enteramente a la caridad (cf. 1Co 14,4 s.) y al trabajo para el cual le ha asumido el Señor [36].
[36] Decr. Presbyter. Ordinis, n. PO 3.
59 A veces la soledad pesará dolorosamente sobre el sacerdote, pero no por eso se arrepentirá de haberla escogido generosamente. También Cristo, en las horas más trágicas de su vida, se quedó solo, abandonado por los mismos que él había escogido como testigos y compañeros de su vida, y que había amado hasta el fin (Jn 13,1); pero declaró: «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn 16,32). El que ha escogido ser todo de Cristo hallará ante todo en la intimidad con él y en su gracia la fuerza de espíritu necesaria para disipar la melancolía y para vencer los desalientos; no le faltará la protección de la Virgen, Madre de Jesús, los maternales cuidados de la Iglesia a cuyo servicio se ha consagrado; no le faltará la solicitud de su padre en Cristo, el obispo, no le faltará tampoco la fraterna intimidad de sus hermanos en el sacerdocio y el aliento de todo el pueblo de Dios. Y si la hostilidad, la desconfianza, la indiferencia de los hombres hiciesen a veces no poco amarga su soledad, él sabrá que de este modo comparte, con dramática evidencia, la misma suerte de Cristo, como un apóstol, que no es más que aquel que lo ha enviado (cf. Jn 13,16 Jn 15,18), como un amigo admitido a los secretos más dolorosos y gloriosos del divino amigo, que lo ha escogido, para que con una vida aparentemente de muerte, lleve frutos misteriosos de vida eterna (cf. Jn 15-16).
60 La reflexión sobre la belleza, importancia e íntima conveniencia de la sagrada virginidad para los ministros de Cristo y de la Iglesia impone también al que en ésta es maestro y pastor el deber de asegurar y promover su positiva observancia, a partir del momento en que comienza la preparación para recibir un don tan precioso.
De hecho, la dificultad y los problemas que hacen a algunos penosa, o incluso imposible la observancia del celibato, derivan no raras veces de una formación sacerdotal que, por los profundos cambios de estos últimos tiempos, ya no resulta del todo adecuada para formar una personalidad digna de un hombre de Dios (1Tm 6,11).
61 El Sagrado Concilio Ecuménico Vaticano II ha indicado ya a tal propósito criterios y normas sapientísimas, de acuerdo con el progreso de la psicología y de la pedagogía y con las nuevas condiciones de los hombres y de la sociedad contemporánea [37]. Nuestra voluntad es que se den cuanto antes instrucciones apropiadas, en las cuales el tema sea tratado con la necesaria amplitud, con la colaboración de personas expertas, para proporcionar un competente y oportuno auxilio a los que tienen en la Iglesia el gravísimo oficio de preparar a los futuros sacerdotes.
[37] Decr. Optatam totius, n. OT 3-11; cf. Decr. Perfectae caritatis, PC 11 PC 12.
62 El sacerdocio es un ministerio instituido por Cristo para servicio de su cuerpo místico que es la Iglesia, a cuya autoridad, por consiguiente, toca admitir en él a los que ella juzga aptos, es decir, a aquéllos a los que Dios ha concedido, juntamente con las otras señales de la vocación eclesiástica, también el carisma del sagrado celibato (cf. n. 15).
En virtud dé este carisma, corroborado por la ley canónica, el hombre está llamado a responder con libre, decisión y entrega total, subordinando el propio yo al beneplácito de Dios que lo llama. En concreto, la vocación divina se manifiesta en individuos determinados, en posesión de una estructura personal propia, a la que la gracia no suele hacer violencia. Por tanto, en el candidato al sacerdocio se debe cultivar el sentido de la receptividad del don divino y de la disponibilidad delante de Dios, dando esencial importancia a los medios sobrenaturales.
63 Pero es también necesario que se tenga exactamente cuenta de su estado biológico para poderlo guiar y orientar hacia el ideal del sacerdocio. Una formación verdaderamente adecuada debe por tanto coordinar armoniosamente el plano de la gracia y el plano de la naturaleza en sujetos cuyas condiciones reales y efectiva capacidad sean conocidas con claridad. Sus reales condiciones deberán ser comprobadas apenas se delineen las señales de la sagrada vocación con el cuidado más escrupuloso, sin fiarse de un apresurado y superficial juicio, sino recurriendo inclusive a la asistencia y ayuda de un médico o de un psicólogo competente. No se deberá omitir una seria investigación anamnésica para comprobar la idoneidad del sujeto aun sobre esta importantísima línea de los factores hereditarios.
64 Los sujetos que se descubran física y psíquica o moralmente ineptos, deben ser inmediatamente apartados del camino del sacerdocio: sepan los educadores que éste es para ellos un gravísimo deber; no se abandonen a falaces esperanzas ni a peligrosas ilusiones y no permitan en modo alguno que el candidato las nutra, con resultados dañosos para él y para la Iglesia. Una vida tan total y delicadamente comprometida interna y externamente, como es la del sacerdocio célibe, excluye, de hecho, a los sujetos de insuficiente equilibrio psicofísico y moral, y no se debe pretender que la gracia supla en esto a la naturaleza.
65 Una vez comprobada la idoneidad del sujeto, y después de haberlo recibido para recorrer el itinerario que lo conducirá a la meta del sacerdocio, se debe procurar el progresivo desarrollo de su personalidad, con la educación física, intelectual y moral ordenada al control y al dominio personal de los instintos, de los sentimientos y de las pasiones.
66 Esta educación se comprobará en la firmeza de ánimo con que se acepte una disciplina personal y comunitaria, cual es la que requiere la vida sacerdotal. Tal disciplina, cuya falta o insuficiencia es deplorable, porque expone a graves riesgos, no debe ser soportada sólo como una imposición desde fuera, sino, por así decirlo, interiorizada, integrada en el conjunto de la vida espiritual como un componente indispensable.
67 El arte del educador deberá estimular a los jóvenes a la virtud sumamente evangélica de la sinceridad (cf. Mt 5,37) y a la espontaneidad, favoreciendo toda buena iniciativa personal, a fin de que el sujeto mismo aprenda a conocerse y a valorarse, a asumir conscientemente las propias responsabilidades, a formarse en aquel dominio de sí que es de suma importancia en la educación sacerdotal.
68 El ejercicio de la autoridad, cuyo principio debe en todo caso mantenerse firme, se inspirará en una sabia moderación, en sentimientos pastorales, y se desarrollará como en un coloquio y en un gradual entrenamiento, que consienta al educador una comprensión cada vez más profunda de la psicología del joven y dé a toda la obra educativa un carácter eminentemente positivo y persuasivo.
69 La formación integral del candidato al sacerdocio debe mirar a una serena, convencida y libre elección de los graves compromisos que habrá de asumir en su propia conciencia ante Dios y la Iglesia.
El ardor y la generosidad son cualidades admirables de la juventud, e iluminadas y promovidas con constancia, le merecen, con la bendición del Señor, la admiración y la confianza de la Iglesia y de todos los hombres. A los jóvenes no se les ha de esconder ninguna de las verdaderas dificultades personales y sociales que tendrán que afrontar con su elección, a fin de que su entusiasmo no sea superficial y fatuo; pero a una con las dificultades será justo poner de relieve, con no menor verdad y claridad, lo sublime de la elección, la cual, si por una parte provoca en la persona humana un cierto vacío físico y psíquico, por otra aporta una plenitud interior capaz de sublimarla desde lo más hondo.
70 Los jóvenes deberán convencerse que no pueden recorrer su difícil camino sin una ascesis particular, superior a la exigida a todos los otros fieles y propia de los aspirantes al sacerdocio. Una ascesis severa, pero no sofocante, que consista en un meditado y asiduo ejercicio de aquellas virtudes que hacen de un hombre un sacerdote: abnegación de sí mismo en el más alto grado — condición esencial para entregarse al seguimiento de Cristo (Mt 16,24 Jn 12,25)—; humildad y obediencia como expresión de verdad interior y de ordenada libertad; prudencia y justicia, fortaleza y templanza, virtudes sin las que no existir una vida religiosa verdadera y profunda; sentido de responsabilidad, de fidelidad y de lealtad en asumir los propios compromisos; armonía entre contemplación y acción; desprendimiento y espíritu de pobreza, que dan tono y vigor a la libertad evangélica; castidad como perseverante conquista, armonizada con todas las otras virtudes naturales y sobrenaturales; contacto sereno y seguro con el mundo, a cuyo servicio el candidato se consagrará por Cristo y por su reino.
De esta manera, el aspirante al sacerdocio conseguirá, con el auxilio de la gracia divina, una personalidad equilibrada, fuerte y madura, síntesis de elementos naturales y adquiridos, armonía de todas sus facultades a la luz de la fe y de la íntima unión con Cristo, que lo ha escogido para sí para el ministerio de la salvación del mundo.
71 Sin embargo, para juzgar con mayor certeza de a idoneidad de un joven al sacerdocio y para tener sucesivas pruebas de que ha alcanzado su madurez humana y sobrenatural, teniendo presente que es más difícil comportarse bien en la cura de las almas a causa de los peligros externos [38] será oportuno que el compromiso del sagrado celibato se observe durante períodos determinados de experimento, antes de convertirse en estable y definitivo con el presbiterado [39].
[38] Santo Tomás de Aquino, S. Th II-II 184,8, c.
[39] Decr. Optatam totius, n. OT 12.
72 Una vez obtenida la certeza moral de que la madurez del candidato ofrece suficientes garantías, estará él en situación de poder asumir la grave y suave obligación de la castidad sacerdotal, como donación total de sí al Señor y a su Iglesia.
De esta manera, la obligación del celibato que la Iglesia vincula objetivamente a la sagrada ordenación, la hace propia personalmente el mismo sujeto, bajo el influjo de la gracia divina y con plena conciencia y libertad, y como es obvio, no sin el consejo prudente y sabio de experimentados maestros del espíritu, aplicados no ya a imponer, sino a hacer más consciente la grande y libre opción; y en aquel solemne momento, que decidirá para siempre de toda su vida, el candidato sentirá no el peso de una imposición desde fuera, sino la íntima alegría de una elección hecha por amor de Cristo.
73 El sacerdote no debe creer que la ordenación se lo haga todo fácil y que lo ponga definitivamente a seguro contra toda tentación o peligro. La castidad no se adquiere de una vez para siempre, sino que es el resultado de una laboriosa conquista y de una afirmación cotidiana. El mundo de nuestro tiempo da gran realce al valor positivo del amor en la relación entre los sexos, pero ha multiplicado también las dificultades y los riesgos en este campo. Es necesario, por tanto, que el sacerdote, para salvaguardar con todo cuidado el bien de su castidad y para afirmar el sublime significado de la misma, considere con lucidez y serenidad su condición de hombre expuesto al combate espiritual contra las seducciones de la carne en sí mismo y en el mundo, con el propósito incesantemente renovado de perfeccionar cada vez más y cada vez mejor su irrevocable oblación, que la compromete a una plena, leal y verdadera fidelidad.
74 Nueva fuerza y nuevo gozo aportará al sacerdote de Cristo el profundizar cada día en la meditación y en la oración los motivos de su donación y la convicción de haber escogido la mejor parte. Implorará con humildad y perseverancia la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a quien la pide con corazón sincero, recurriendo al mismo tiempo a los medios naturales y sobrenaturales de que dispone. No descuidará, sobre todo, aquellas normas ascéticas que garantiza la experiencia de la Iglesia, que en las circunstancias actuales no son menos necesarias que en otros tiempos [40].
[40] Decr. Presbyter. ordinis, n. PO 16 PO 18.
75 Aplíquese el sacerdote en primer lugar a cultivar con todo el amor que la gracia le inspira su intimidad con Cristo, explorando su inagotable y santificador misterio; adquiera un sentido cada vez más profundo del misterio de la Iglesia, fuera del cual su estado de vida correría el riesgo de aparecerle sin consistencia e incongruente.
La piedad sacerdotal, alimentada en la purísima fuente de la palabra de Dios y de la santísima eucaristía, vivida en el drama de la sagrada liturgia, animada de una tierna e iluminada devoción a la Virgen Madre del sumo eterno sacerdote y reina de los apóstoles [41], lo pondrá en contacto con las fuentes de una auténtica vida espiritual, única que da solidísimo fundamento a la observancia de la sagrada virginidad.
[41] Decr. Presbyter. ordinis, n. PO 18.
76 Con la gracia y la paz en el corazón, el sacerdote afrontará con magnanimidad las múltiples obligaciones de su vida y de su ministerio, encontrando en ellas, si las ejercita con fe y con celo, nuevas ocasiones de demostrar su total pertenencia a Cristo y a su Cuerpo místico por la santificación propia y de los demás. La caridad de Cristo que lo impulsa (2Co 5,14), le ayudará no a cohibir los mejores sentimientos de su ánimo, sino a volverlos más altos y sublimes en espíritu de consagración, a imitación de Cristo, el sumo Sacerdote que participó íntimamente en la vida de los hombres y los amó y sufrió por ellos (He 4,15); a semejanza del apóstol Pablo, que participaba de las preocupaciones de todos (1Co 9,22 2Co 11,29), para irradiar en el mundo la luz y la fuerza del evangelio de la gracia de Dios (Ac 20,24).
77 Justamente celoso de la propia e íntegra donación al Señor, sepa el sacerdote defenderse de aquellas inclinaciones del sentimiento que ponen en juego una afectividad no suficientemente iluminada y guiada por el espíritu, y guárdese bien de buscar justificaciones espirituales y apostólicas a las que, en realidad, son peligrosas propensiones del corazón.
78 La vida sacerdotal exige una intensidad espiritual genuina y segura para vivir del Espíritu y para conformarse al Espíritu (Ga 5,25); una ascética interior exterior verdaderamente viril en quien, perteneciendo con especial título a Cristo, tiene en él y por él crucificada la carne con sus concupiscencias y apetitos (Ga 5,24), no dudando por esto de afrontar duras largas pruebas (cf. 1Co 9,26-27). El ministro de Cristo podrá de este modo manifestar mejor al mundo los frutos del Espíritu, que son: «caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad» (Ga 5,22-23).
79 La castidad sacerdotal se incrementa, protege y defiende también con un género de vida, con un ambiente y con una actividad propias de un ministro de Dios; por lo que es necesario fomentar al máximo aquella «íntima fraternidad sacramental» [42], de la que todos los sacerdotes gozan en virtud de la sagrada ordenación. Nuestro Señor Jesucristo enseñó la urgencia del mandamiento nuevo de la caridad y dio un admirable ejemplo de esta virtud cuando instituía el sacramento de la eucaristía y del sacerdocio católico (Jn 13,15 y Jn 13,34-35), y rogó al Padre celestial para que el amor con que el Padre lo amó desde siempre estuviese en sus ministros y él en ellos (Jn 17,26).
[42] Decr. Presbyter. ordinis, n. PO 8.
80 Sea, por consiguiente, perfecta la comunión de espíritu entre los sacerdotes e intenso el intercambio de oraciones, de serena amistad y de ayudas de todo género. No se recomendará nunca bastante a los sacerdotes una cierta vida común entre ellos, toda enderezada al ministerio propiamente espiritual; la práctica de encuentros frecuentes con fraternal intercambio de ideas, de planes y de experiencias entre hermanos; el impulso a las asociaciones que favorecen la santidad sacerdotal.
81 Reflexionen los sacerdotes sobre la amonestación del concilio [43], que los exhorta a la común participación en el sacerdocio para que se sientan vivamente responsables respecto de los hermanos turbados por dificultades, que exponen a serio peligro el don divino que hay en ellos. Sientan el ardor de la caridad para con ellos, pues tienen más necesidad de amor, de comprensión, de oraciones, de ayudas discretas pero eficaces, y tienen un título para contar con la caridad sin límites de los que son y deben ser sus más verdaderos amigos.
[43] Decr. cit., ibíd. PO 8
Sacerdotalis caelibatus ES 39