Pastores gregis ES 27

Cristo, en el corazón del Evangelio y del hombre

27 El tema del anuncio del Evangelio predominó en las intervenciones de los Padres sinodales, que en repetidas ocasiones y de varios modos afirmaron cómo el centro vivo del anuncio del Evangelio es Cristo crucificado y resucitado para la salvación de todos los hombres.102

En efecto, Cristo es el corazón de la evangelización, cuyo programa « se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene en cuenta el tiempo y la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Este programa de siempre es el nuestro para el tercer milenio ».103

De Cristo, corazón del Evangelio, arrancan todas las demás verdades de la fe y se irradia también la esperanza para todos los seres humanos. En efecto, es la luz que ilumina a todo hombre y quien es regenerado en Él recibe las primicias del Espíritu, que le hace capaz de cumplir la ley nueva del amor.104

Por eso el Obispo, en virtud de su misión apostólica, está capacitado para introducir a su pueblo en el corazón del misterio de la fe, donde podrá encontrar a la persona viva de Jesucristo. Los fieles comprenderán así que toda la experiencia cristiana tiene su fuente y su punto de referencia ineludible en la Pascua de Jesús, vencedor del pecado y de la muerte.105

El anuncio de la muerte y resurrección del Señor « no puede por menos de incluir el anuncio profético de un más allá, vocación profunda y definitiva del hombre, en continuidad y discontinuidad a la vez con la situación presente: más allá del tiempo y de la historia, más allá de la realidad de este mundo, cuya imagen pasa [...]. La evangelización comprende además la predicación de la esperanza en las promesas hechas por Dios mediante la nueva alianza en Jesucristo ».106

102 Cf. Propositio 14.
103 Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001),
NM 29: AAS 93 (2001), 285-286.
104 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, GS 22.
105 Cf. Propositio 15.
106 Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), EN 28: AAS 68 (1976), 24.


El Obispo, oyente y custodio de la Palabra

28 El Concilio Vaticano II, siguiendo la línea indicada por la tradición de la Iglesia, afirma que la misión de enseñar propia de los Obispos consiste en conservar santamente y anunciar con audacia la fe.107

Desde este punto de vista se manifiesta toda la riqueza del gesto previsto en el Rito Romano de Ordenación episcopal, cuando se pone el Evangeliario abierto sobre la cabeza del electo. Con ello se quiere expresar, de una parte, que la Palabra arropa y protege el ministerio del Obispo y, de otra, que ha de vivir completamente sumiso a la Palabra de Dios mediante la dedicación cotidiana a la predicación del Evangelio con toda paciencia y doctrina (cf.
2Tm 4,2). Los Padres sinodales recordaron también varias veces que el Obispo es quien conserva con amor la Palabra de Dios y la defiende con valor, testimoniando su mensaje de salvación. Efectivamente, el sentido del munus docendi episcopal surge de la naturaleza misma de lo que se debe custodiar, esto es, el depósito de la fe.

En la Sagrada Escritura de ambos Testamentos y en la Tradición, nuestro Señor Jesucristo confió a su Iglesia el único depósito de la Revelación divina, que es como « el espejo en que la Iglesia peregrina contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta el día en que llegue a verlo cara a cara, como Él es ».108 Esto es lo que ha ocurrido a lo largo de los siglos hasta hoy: las diversas comunidades, acogiendo la Palabra siempre nueva y eficaz a través de los tiempos, han escuchado dócilmente la voz del Espíritu Santo, comprometiéndose a hacerla viva y activa en cada uno de los períodos de la historia. Así, la Palabra transmitida, la Tradición, se ha hecho cada vez más conscientemente Palabra de vida y, entre tanto, la tarea de anunciarla y custodiarla se ha realizado progresivamente, bajo la guía y la asistencia del Espíritu de Verdad, como una transmisión incesante de todo lo que la Iglesia es y de todo lo que ella cree.109

Esta Tradición, que tiene su origen en los Apóstoles, progresa en la vida de la Iglesia, como ha enseñado el Concilio Vaticano II. De modo similar crece y se desarrolla la comprensión de las cosas y las palabras transmitidas, de manera que al creer, practicar y profesar la fe transmitida, se establece una maravillosa concordia entre Obispos y fieles.110 Así pues, en la búsqueda de la fidelidad al Espíritu, que habla en la Iglesia, fieles y pastores se encuentran y establecen los vínculos profundos de fe que son el primer momento del sensus fidei. A este respecto, es útil oír de nuevo las palabras del Concilio: « La totalidad de los fieles que tienen la unción del Santo (cf. 1Jn 2,20 y 27) no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo: cuando 'desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos' muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral ».111

Por eso, para el Obispo, la vida de la Iglesia y la vida en la Iglesia es una condición para el ejercicio de su misión de enseñar. El Obispo tiene su identidad y su puesto dentro de la comunidad de los discípulos del Señor, donde ha recibido el don de la vida divina y la primera enseñanza de la fe. Todo Obispo, especialmente cuando desde su Cátedra episcopal ejerce ante la asamblea de los fieles su función de maestro en la Iglesia, debe poder decir como san Agustín: « considerando el puesto que ocupamos, somos vuestros maestros, pero respecto al único maestro, somos con vosotros condiscípulos en la misma escuela ».112 En la Iglesia, escuela del Dios vivo, Obispos y fieles son todos condiscípulos y todos necesitan ser instruidos por el Espíritu.

El Espíritu imparte su enseñanza interior de muchas maneras. En el corazón de cada uno, ante todo, en la vida de las Iglesias particulares, donde surgen y se hacen oír las diversas necesidades de las personas y de las varias comunidades eclesiales, mediante lenguajes conocidos, pero también diversos y nuevos.

También se escucha al Espíritu cuando suscita en la Iglesia diferentes formas de carismas y servicios. Por este motivo, en el Aula sinodal se pronunciaron reiteradamente palabras que exhortaban al Obispo al encuentro directo y al contacto personal con los fieles de las comunidades confiadas a su cuidado pastoral, siguiendo el modelo del Buen Pastor que conoce a sus ovejas y las llama a cada una por su nombre. En efecto, el encuentro frecuente del Obispo con sus presbíteros, en primer lugar, con los diáconos, los consagrados y sus comunidades, con los fieles laicos, tanto personalmente como en las diversas asociaciones, tiene gran importancia para el ejercicio de un ministerio eficaz entre el Pueblo de Dios.

107 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 25; Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, DV 10; Código de Derecho Canónico, c. CIC 747 § 1; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. CIO 595 § 1.
108 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, DV 7.
109 Cf. ibíd., DV 8.
110 Cf. ibíd., DV 10.
111 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 12.
112 En. In Ps. 126, 3: PL 37,1669.


El servicio auténtico y autorizado de la Palabra

29 Con la Ordenación episcopal cada Obispo ha recibido la misión fundamental de anunciar autorizadamente la Palabra. El Obispo, en virtud de la sagrada Ordenación, es maestro auténtico que predica al pueblo a él confiado la fe que se ha de creer y aplicar a la vida moral. Eso quiere decir que los Obispos están revestidos de la autoridad misma de Cristo y que, por esta razón fundamental, « cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, merecen el respeto de todos, pues son los testigos de la verdad divina y católica. Los fieles, por su parte, deben adherirse a la decisión que sobre materia de fe y costumbres ha tomado su Obispo en nombre de Cristo y aceptarla con espíritu de obediencia religiosa ».113 En este servicio a la Verdad, el Obispo se sitúa ante la comunidad y es para ella, a la cual orienta su solicitud pastoral y por la cual eleva insistentemente sus plegarias a Dios.

Así pues, el Obispo transmite a sus hermanos, a los que cuida como el Buen Pastor, lo que escucha y recibe del corazón de la Iglesia. En él se completa el sensus fidei.En efecto, el Concilio Vaticano II enseña: « El Espíritu de la verdad suscita y sostiene ese sentido de la fe. Con él, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio al que obedece con fidelidad, recibe, no ya una simple palabra humana, sino la palabra de Dios (cf.
1Th 2,13). Así se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre (Jud 3), la profundiza con un juicio recto y la aplica cada día más plenamente a la vida ».114 Es, pues, una palabra que, en el seno de la comunidad y ante ella, ya no es simplemente palabra del Obispo como persona privada, sino del Pastor que confirma en la fe, reúne en torno al misterio de Dios y engendra vida.

Los fieles necesitan la palabra de su Obispo; necesitan confirmar y purificar su fe. La Asamblea sinodal subrayó esto, indicando algunos ámbitos específicos en los que más se advierte esta necesidad. Uno de ellos es el primer anuncio o kerygma, siempre necesario para suscitar la obediencia de la fe, pero que es más urgente aún en la situación actual, caracterizada por la indiferencia y la ignorancia religiosa de muchos cristianos.115 También es evidente que, en el ámbito de la catequesis, el Obispo es el catequista por excelencia. La gran influencia que han tenido grandes y santos Obispos, cuyos textos catequéticos se consultan aún hoy con admiración, es un motivo más para subrayar que la tarea del Obispo de asumir la alta dirección de la catequesis es siempre actual. En este cometido, debe referirse al Catecismo de la Iglesia Católica.

Por esto sigue siendo válido lo que escribí en la Exhortación apostólica Catechesi tradendae: « En el campo de la catequesis tenéis vosotros, queridísimos Hermanos [Obispos], una misión particular en vuestras Iglesias: en ellas sois los primeros responsables de la catequesis ».116Por eso el Obispo debe ocuparse de que la propia Iglesia particular dé prioridad efectiva a una catequesis activa y eficaz. Más aún, él mismo ha de ejercer su solicitud mediante intervenciones directas que susciten y conserven también una auténtica pasión por la catequesis.117

Consciente de su responsabilidad en la transmisión y educación de la fe, el Obispo se ha de esforzar para que tengan una disposición similar cuantos, por su vocación y misión, están llamados a transmitir la fe. Se trata de los sacerdotes y diáconos, personas consagradas, padres y madres de familia, agentes pastorales y, especialmente los catequistas, así como los profesores de teología y de ciencias eclesiásticas, o los que imparten clases de religión católica.118 Por eso, el Obispo cuidará la formación inicial y permanente de todos ellos.

Para este cometido resulta especialmente útil el diálogo abierto y la colaboración con los teólogos, a los que corresponde profundizar con métodos apropiados la insondable riqueza del misterio de Cristo. El Obispo ha de ofrecerles aliento y apoyo, tanto a ellos como a las instituciones escolares y académicas en que trabajan, para que desempeñen su tarea al servicio del Pueblo de Dios con fidelidad a la Tradición y teniendo en cuenta las cuestiones actuales.119Cuando se vea oportuno, los Obispos deben defender con firmeza la unidad y la integridad de la fe, juzgando con autoridad lo que está o no conforme con la Palabra de Dios.120

Los Padres sinodales llamaron también la atención de los Obispos sobre su responsabilidad magisterial en materia de moral. Las normas que propone la Iglesia reflejan los mandamientos divinos, que se sintetizan y culminan en el mandamiento evangélico de la caridad. Toda norma divina tiende al mayor bien del ser humano, y hoy vale también la recomendación del Deuteronomio: « Seguid en todo el camino que el Señor vuestro Dios os ha trazado: así viviréis, seréis felices » (Dt 5,33). Por otro lado, no se ha de olvidar que los mandamientos del Decálogo tienen un firme arraigo en la naturaleza humana misma y que, por tanto, los valores que defienden tienen validez universal. Esto vale especialmente por lo que se refiere a la vida humana, que se ha de proteger desde la concepción hasta a su término con la muerte natural, la libertad de las personas y de las naciones, la justicia social y las estructuras para ponerla en práctica.121

113 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 25.
114 Ibíd., LG 12.
115 Cf. Propositio 15.
116 N. 63: AAS 71 (1979), 1329.
117 Cf. Congregación para el Clero, Directorio General para la Catequesis (15 agosto 1997), 233 : Ench. Vat. 16,1065.
118 Cf. Propositio 15.
119 Cf. Propositio 47.
120 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis (24 mayo 1990), 19; Código de Derecho Canónico, c. CIC 386 § 2; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. CIO 196 § 2.
121 Cf. Propositio 16.


Ministerio episcopal e inculturación del Evangelio

30 La evangelización de la cultura y la inculturación del Evangelio forman parte de la nueva evangelización y, por tanto, son un cometido propio de la función episcopal. A este respecto, tomando algunas de mis expresiones anteriores, el Sínodo repitió: « Una fe que no se convierte en cultura, es una fe no acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida ».122

En realidad, éste es un cometido antiguo y siempre nuevo, que tiene su origen en el misterio mismo de la Encarnación y su razón de ser en la capacidad intrínseca del Evangelio para arraigar, impregnar y promover toda cultura, purificándola y abriéndola a la plenitud de la verdad y la vida que se ha realizado en Cristo Jesús. A este tema se ha prestado mucha atención durante los Sínodos continentales, que han dado valiosas indicaciones. Yo mismo me he referido a él en varias ocasiones.

Por tanto, considerando los valores culturales del territorio en que vive su Iglesia particular, el Obispo ha de esforzarse para que se anuncie el Evangelio en su integridad, de modo que llegue a modelar el corazón de los hombres y las costumbres de los pueblos. En esta empresa evangelizadora puede ser preciosa la contribución de los teólogos, así como la de los expertos en el patrimonio cultural, artístico e histórico de la diócesis, que tanto en la antigua como en la nueva evangelización, es un instrumento pastoral eficaz.123

Los medios de comunicación social tienen también gran importancia para transmitir la fe y anunciar el Evangelio en los « nuevos areópagos »; los Padres sinodales pusieron su atención en ello y alentaron a los Obispos para que haya una mayor colaboración entre las Conferencias episcopales, tanto en el ámbito nacional como internacional, con el fin de que se llegue a una actividad de mayor cualidad en este delicado y precioso ámbito de la vida social.124

En realidad, cuando se trata del anuncio del Evangelio, es importante preocuparse de que la propuesta, además de ortodoxa, sea incisiva y promueva su escucha y acogida. Evidentemente, esto comporta el compromiso de dedicar, especialmente en los Seminarios, un espacio adecuado para la formación de los candidatos al sacerdocio sobre el empleo de los medios de comunicación social, de manera que los evangelizadores sean buenos predicadores y buenos comunicadores.

122 Discurso a los participantes en el I Congreso nacional italiano del Movimiento eclesial de Compromiso Cultural (16 enero 1982), 2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 mayo 1982), p. 19; cf. Propositio 64.
123 Cf. Propositio 65.
124 Cf. Propositio 66.


Predicar con la palabra y el ejemplo

31 El ministerio del Obispo, como pregonero del Evangelio y custodio de la fe en el Pueblo de Dios, no quedaría completamente descrito si faltara una referencia al deber de la coherencia personal: su enseñanza ha de proseguir con el testimonio y con el ejemplo de una auténtica vida de fe. Si el Obispo, que enseña a la comunidad la Palabra escuchada con una autoridad ejercida en el nombre de Jesucristo,125 no vive lo que enseña, transmite a la comunidad misma un mensaje contradictorio.

Así resulta claro que todas las actividades del Obispo deben orientarse a proclamar el Evangelio, « que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree » (
Rm 1,16). Su cometido esencial es ayudar al Pueblo de Dios a que corresponda a la Revelación con la obediencia de la fe (cf. Rm 1,5) y abrace íntegramente la enseñanza de Cristo. Podría decirse que, en el Obispo, misión y vida se unen de tal de manera que no se puede pensar en ellas como si fueran dos cosas distintas: Nosotros, Obispos, somos nuestra propia misión. Si no la realizáramos, no seríamos nosotros mismos. Con el testimonio de la propia fe nuestra vida se convierte en signo visible de la presencia de Cristo en nuestras comunidades.

El testimonio de vida es para el Obispo como un nuevo título de autoridad, que se añade al título objetivo recibido en la consagración. A la autoridad se une el prestigio. Ambos son necesarios. En efecto, de una se deriva la exigencia objetiva de la adhesión de los fieles a la enseñanza auténtica del Obispo; por el otro se facilita la confianza en su mensaje. A este respecto, parece oportuno recordar las palabras escritas por un gran Obispo de la Iglesia antigua, san Hilario de Poitiers: « El bienaventurado apóstol Pablo, queriendo definir el tipo ideal de Obispo y formar con su enseñanza un hombre de Iglesia completamente nuevo, explicó lo que, por decirlo así, debía ser su máxima perfección. Dijo que debía profesar una doctrina segura, acorde con la enseñanza, de tal modo que pudiera exhortar a la sana doctrina y refutar a quienes la contradijeran [...]. Por un lado, un ministro de vida irreprochable, si no es culto, conseguirá sólo ayudarse a sí mismo; por otro, un ministro culto pierde la autoridad que proviene de su cultura si su vida no es irreprensible ».126

El apóstol Pablo nos indica una vez más la conducta a seguir con estas palabras: « Muéstrate dechado de buenas obras: pureza de doctrina, dignidad, palabra sana, intachable, para que el adversario se avergüence, no teniendo nada malo que decir de nosotros » (Tt 2,7-8).

125 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, DV 10.
126 De Trinitate, VIII,1: PL 10,236.


CAPÍTULO IV: MINISTRO DE LA GRACIA DEL SUPREMO SACERDOCIO


« Santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos »

(1Co 1,2)
32 Al tratar sobre una de las funciones primeras y fundamentales del Obispo, el ministerio de la santificación, pienso en las palabras que el apóstol Pablo dirigió a los fieles de Corinto, como poniendo ante sus ojos el misterio de su vocación: « Santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro » (1Co 1,2). La santificación del cristiano se realiza en el baño bautismal, se corrobora en el sacramento de la Confirmación y de la Reconciliación, y se alimenta con la Eucaristía, el bien más precioso de la Iglesia, el sacramento que la edifica constantemente como Pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo.127

El Obispo es ministro de esta santificación, que se difunde en la vida de la Iglesia, sobre todo a través de la santa liturgia. De ésta, y especialmente de la celebración eucarística, se dice que es « cumbre y fuente de la vida de la Iglesia ».128 Es una afirmación que se corresponde en cierto modo con el ministerio litúrgico del Obispo, que es el centro de su actividad dirigida a la santificación del Pueblo de Dios.

De esto se desprende claramente la importancia de la vida litúrgica en la Iglesia particular, en la que el Obispo ejerce su ministerio de santificación proclamando y predicando la Palabra de Dios, dirigiendo la oración por su pueblo y con su pueblo, presidiendo la celebración de los Sacramentos. Por esta razón, la Constitución dogmática Lumen gentium aplica al Obispo un bello título, tomado de la oración de consagración episcopal en el ritual bizantino, es decir, el de « administrador de la gracia del sumo sacerdocio, sobre todo en la Eucaristía que él mismo celebra o manda celebrar y por la que la Iglesia crece y se desarrolla sin cesar ».129

Hay una íntima correspondencia entre el ministerio de la santificación y los otros dos, el de la palabra y de gobierno. En efecto, la predicación se ordena a la participación de la vida divina en la mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Esta vida se desarrolla y manifiesta en la existencia cotidiana de los fieles, puesto que todos están llamados a plasmar en el comportamiento lo que han recibido en la fe.130 A su vez, el ministerio de gobierno se expresa en funciones y actos que, como las de Jesús, Buen Pastor, tienden a suscitar en la comunidad de los fieles la plenitud de vida en la caridad, para gloria de la Santa Trinidad y testimonio de su amorosa presencia en el mundo.

Todo Obispo, pues, cuando ejerce el ministerio de la santificación (munus sanctificandi), pone en práctica lo que se propone el ministerio de enseñar (munus docendi)y, al mismo tiempo, obtiene la gracia para el ministerio de gobernar (munus regendi), modelando sus actitudes a imagen de Cristo Sumo Sacerdote, de manera que todo se ordene a la edificación de la Iglesia y a la gloria de la Trinidad Santa.

127 Cf. Carta Enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), EE 22-24: AAS 95 (2003), 448-449.
128 Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, SC 10.
129 N. LG 26.
130 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, SC 10.


Fuente y cumbre de la Iglesia particular

33 El Obispo ejerce el ministerio de la santificación a través de la celebración de la Eucaristía y de los demás Sacramentos, la alabanza divina de la Liturgia de las Horas, la presidencia de los otros ritos sagrados y también mediante la promoción de la vida litúrgica y de la auténtica piedad popular. Entre las celebraciones presididas por el Obispo destacan especialmente aquellas en las que se manifiesta la peculiaridad del ministerio episcopal como plenitud del sacerdocio. Así sucede en la administración del sacramento de la Confirmación, de las Órdenes sagradas, en la celebración solemne de la Eucaristía en que el Obispo está rodeado de su presbiterio y de los otros ministros –como en la liturgia de la Misa crismal–, en la dedicación de las iglesias y de los altares, en la consagración de las vírgenes, así como en otros ritos importantes para la vida de la Iglesia particular. Se presenta visiblemente en estas celebraciones como el padre y pastor de los fieles, el « Sumo Sacerdote » de su pueblo (cf. He 10,21), que ora y enseña a orar, intercede por sus hermanos y, junto con el pueblo, implora y da gracias a Dios, resaltando la primacía de Dios y de su gloria.

En estas ocasiones brota, como de una fuente, la gracia divina que inunda toda la vida de los hijos de Dios durante su peregrinación terrena, encaminándola hacia su culminación y plenitud en la patria celestial. Por eso, el ministerio de la santificación es fundamental para la promoción de la esperanza cristiana. El Obispo no sólo anuncia con la predicación de la palabra las promesas de Dios y abre caminos hacia al futuro, sino que anima al Pueblo de Dios en su camino terreno y, mediante la celebración de los sacramentos, prenda de la gloria futura, le hace pregustar su destino final, en comunión con la Virgen María y los Santos, en la certeza inquebrantable de la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, así como de su venida gloriosa.


Importancia de la iglesia catedral

34 Aunque el Obispo ejerce su ministerio de santificación en toda la diócesis, éste tiene su centro en la iglesia catedral, que es como la iglesia madre y el punto de convergencia de la Iglesia particular.

En efecto, la catedral es el lugar donde el Obispo tiene su Cátedra, desde la cual educa y hace crecer a su pueblo por la predicación, y donde preside las principales celebraciones del año litúrgico y de los sacramentos. Precisamente cuando está sentado en su Cátedra, el Obispo se muestra ante la asamblea de los fieles como quien preside in loco Dei Patris; por eso, como ya he recordado, según una antiquísima tradición, tanto de oriente como de occidente, solamente el Obispo puede sentarse en la Cátedra episcopal. Precisamente la presencia de ésta hace de la iglesia catedral el centro material y espiritual de unidad y comunión para el presbiterio diocesano y para todo el Pueblo santo de Dios.

No se ha de olvidar a este propósito la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la gran importancia que todos deben dar « a la vida litúrgica de la diócesis en torno al obispo, sobre todo en la iglesia catedral, persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto a un único altar, que el obispo preside rodeado por su presbiterio y sus ministros ».131 En la catedral, pues, donde se realiza lo más alto de la vida de la Iglesia, se ejerce también el acto más excelso y sagrado del munus sanctificandi del Obispo, que comporta a la vez, como la liturgia misma que él preside, la santificación de las personas y el culto y la gloria de Dios.

Algunas celebraciones particulares manifiestan de manera especial este misterio de la Iglesia. Entre ellas, recuerdo la liturgia anual de la Misa crismal, que « ha de ser tenida como una de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal del Obispo y un signo de la unión estrecha de los presbíteros con él ».132 Durante esta celebración, junto con el Óleo de los enfermos y el de los catecúmenos, se bendice el santo Crisma, signo sacramental de salvación y vida perfecta para todos los renacidos por el agua y el Espíritu Santo. También se han de citar entre las liturgias más solemnes aquéllas en que se confieren las sagradas Órdenes, cuyos ritos tienen en la iglesia catedral su lugar propio y normal.133 A estos casos se han de añadir algunas otras circunstancias, como la celebración del aniversario de su dedicación y las fiestas de los santos Patronos de la diócesis.

Éstas y otras ocasiones, según el calendario litúrgico de cada diócesis, son circunstancias preciosas para consolidar los vínculos de comunión con los presbíteros, las personas consagradas y los fieles laicos, así como para dar nuevo impulso a la misión de todos los miembros de la Iglesia particular. Por eso el Caeremoniale Episcoporum destaca la importancia de la iglesia catedral y de las celebraciones que se desarrollan en ella para el bien y el ejemplo de toda la Iglesia particular.134

131 Ibíd.,
SC 41.
132 Pontifical Romano, Bendición de los óleos, Premisas, 1.
133 Cf. ibíd., Ordenación del Obispo, de los Presbíteros y de los Diáconos, Premisas, 21, 120, 202.
134 Cf. nn. 42-54.


Moderador de la liturgia como pedagogía de la fe

35 En las actuales circunstancias, los Padres sinodales han querido llamar la atención sobre la importancia del ministerio de la santificación que se ejerce en la Liturgia, la cual debe celebrarse de tal modo que haga efectiva su fuerza didáctica y educativa.135 Esto requiere que las celebraciones litúrgicas sean verdaderamente epifanía del misterio. Deberán expresar con claridad, pues, la naturaleza del culto divino, reflejando el sentido genuino de la Iglesia que ora y celebra los misterios divinos. Además, si todos participan convenientemente en la liturgia, según los diversos ministerios, ésta resplandecerá por su dignidad y belleza.

En el ejercicio de mi ministerio, yo mismo he querido dar una prioridad a las celebraciones litúrgicas, tanto en Roma como durante mis viajes apostólicos en los diferentes continentes y naciones. Haciendo brillar la belleza y la dignidad de la liturgia cristiana en todas sus expresiones he tratado promover el auténtico sentido de la santificación del nombre de Dios, con el fin de educar el sentimiento religioso de los fieles y abrirlo a la trascendencia.

Exhorto, pues, a mis hermanos Obispos, a que, como maestros de la fe y partícipes del supremo sacerdocio de Cristo, procuren con todas sus fuerzas promover auténticamente la liturgia. Ésta exige que por la manera en que se celebra anuncie con claridad la verdad revelada, transmita fielmente la vida divina y exprese sin ambigüedad la auténtica naturaleza de la Iglesia. Todos han de ser conscientes de la importancia de las sagradas celebraciones de los misterios de la fe católica. La verdad de la fe y de la vida cristiana no se transmite sólo con palabras, sino también con signos sacramentales y el conjunto de ritos litúrgicos. Es bien conocido, a este propósito, el antiguo axioma que vincula estrechamente la lex credendi a la lex orandi.136

Por tanto, todo Obispo ha de ser ejemplar en el arte del presidir, consciente de tractare mysteria. Debe tener también una vida teologal profunda que inspire su comportamiento en cada contacto con el Pueblo santo de Dios. Debe ser capaz de transmitir el sentido sobrenatural de las palabras, oraciones y ritos, de modo que implique a todos en la participación en los santos misterios. Además, por medio de una adecuada y concreta promoción de la pastoral litúrgica en la diócesis, ha de procurar que los ministros y el pueblo adquieran una auténtica comprensión y experiencia de la liturgia, de modo que los fieles lleguen a la plena, consciente, activa y fructuosa participación en los santos misterios, como propuso el Vaticano II.137

De este modo, las celebraciones litúrgicas, especialmente las que son presididas por el Obispo en su catedral, serán proclamaciones diáfanas de la fe de la Iglesia, momentos privilegiados en que el Pastor presenta el misterio de Cristo a los fieles y los ayuda a entrar progresivamente en él, para que se convierta en una gozosa experiencia, que han de testimoniar después con las obras de caridad (cf.
Ga 5,6).

Dada la importancia que tiene la correcta transmisión de la fe en la santa liturgia de la Iglesia, el Obispo deberá vigilar atentamente, por el bien de los fieles, que se observen siempre, por todos y en todas partes, las normas litúrgicas vigentes. Esto comporta también corregir firme y tempestivamente los abusos, así como excluir cualquier arbitrariedad en el campo litúrgico. Además, el Obispo mismo debe estar atento, en lo que de él depende o en colaboración con las Conferencias episcopales y las Comisiones litúrgicas pertinentes, a que se observe esa misma dignidad y autenticidad de los actos litúrgicos en los programas radiofónicos y televisivos.

135 Cf. Propositio 17.
136 « Legem credendi lex statuat supplicandi »: S. Celestino, Ad Galliarum episcopos, 12:PL 45, 1759.
137 Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, SC 11 SC 14.



Pastores gregis ES 27