Redemptoris Mater ES 43


43 La Iglesia « se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad ».122 Igual que María creyó la primera, acogiendo la palabra de Dios que le fue revelada en la anunciación, y permaneciendo fiel a ella en todas sus pruebas hasta la Cruz, así la Iglesia llega a ser Madre cuando, acogiendo con fidelidad la palabra de Dios, « por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santoy nacidos de Dios ».123 Esta característica « materna » de la Iglesia ha sido expresada de modo particularmente vigoroso por el Apóstol de las gentes, cuando escribía: « ¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros! » (Ga 4,19). En estas palabras de san Pablo está contenido un indicio interesante de la conciencia materna de la Iglesia primitiva, unida al servicio apostólico entre los hombres. Esta conciencia permitía y permite constantemente a la Iglesia ver el misterio de su vida y de su misión a ejemplo de la misma Madre del Hijo, que es el « primogénito entre muchos hermanos » (Rm 8,29).

Se puede afirmar que la Iglesia aprende también de María la propia maternidad; reconoce la dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a su naturaleza sacramental, « contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre ».124 Si la Iglesia es signo e instrumento de la unión íntima con Dios, lo es por su maternidad, porque, vivificada por el Espíritu, « engendra » hijos e hijas de la familia humana a una vida nueva en Cristo. Porque, al igual que María está al servicio del misterio de la encarnación, así la Iglesia permanece al servicio del misterio de la adopción como hijos por medio de la gracia.

Al mismo tiempo, a ejemplo de María, la Iglesia es la virgen fiel al propio esposo: « también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo ».125 La Iglesia es, pues, la esposa de Cristo, como resulta de las cartas paulinas (cf. Ep 5,21-33 2Co 11,2) y de la expresión joánica « la esposa del Cordero » (Ap 21,9). Si la Iglesia como esposa custodia « la fe prometida a Cristo », esta fidelidad, a pesar de que en la enseñanza del Apóstol se haya convertido en imagen del matrimonio (cf. Ep 5,23-33), posee también el valor tipo de la total donación a Dios en el celibato « por el Reino de los cielos », es decir de la virginidad consagrada a Dios (cf. Mt 19,11-12 2Co 11,2). Precisamente esta virginidad, siguiendo el ejemplo de la Virgen de Nazaret, es fuente de una especial fecundidad espiritual: es fuente de la maternidad en el Espíritu Santo.

Pero la Iglesia custodia también la fe recibida de Cristo; a ejemplo de María, que guardaba y meditaba en su corazón (cf. Lc 2,19 Lc 2,51) todo lo relacionado con su Hijo divino, está dedicada a custodiar la Palabra de Dios, a indagar sus riquezas con discernimiento y prudencia con el fin de dar en cada época un testimonio fiel a todos los hombres.126

122 Ibid., LG 64.
123 Ibid., LG 64.
124 Ibid., LG 64.
125 Ibid., LG 64.
126 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, DV 8; S. Buenaventura, Comment. in Evang. Lucae, Ad Claras Aquas, VII, 53, n. 40; 68, n. 109.


44 Ante esta ejemplaridad, la Iglesia se encuentra con María e intenta asemejarse a ella: « Imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad ».127 Por consiguiente, María está presente en el misterio de la Iglesia como modelo. Pero el misterio de la Iglesia consiste también en el hecho de engendrar a los hombres a una vida nueva e inmortal: es su maternidad en el Espíritu Santo. Y aquí María no sólo es modelo y figura de la Iglesia, sino mucho más. Pues, « con materno amor coopera a la generación y educación » de los hijos e hijas de la madre Iglesia. La maternidad de la Iglesia se lleva a cabo no sólo según el modelo y la figura de la Madre de Dios, sino también con su « cooperación ». La Iglesia recibe copiosamente de esta cooperación, es decir de la mediación materna, que es característica de María, ya que en la tierra ella cooperó a la generación y educación de los hijos e hijas de la Iglesia, como Madre de aquel Hijo « a quien Dios constituyó como hermanos ».128

En ello cooperó —como enseña el Concilio Vaticano II— con materno amor.129 Se descubre aquí el valor real de las palabras dichas por Jesús a su madre cuando estaba en la Cruz: « Mujer, ahí tienes a tu hijo » y al discípulo: « Ahí tienes a tu madre » (
Jn 19,26-27). Son palabras que determinan el lugar de María en la vida de los discípulos de Cristo y expresan —como he dicho ya— su nueva maternidad como Madre del Redentor: la maternidad espiritual, nacida de lo profundo del misterio pascual del Redentor del mundo. Es una maternidad en el orden de la gracia, porque implora el don del Espíritu Santo que suscita los nuevos hijos de Dios, redimidos mediante el sacrificio de Cristo: aquel Espíritu que, junto con la Iglesia, María ha recibido también el día de Pentecostés.

Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado Banquete —celebración litúrgica del misterio de la Redención—, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente.

Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos incluso los juveniles, en la pastoral de los Santuarios marianos María guía a los fieles a la Eucaristía.

127 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 64.
128 Ibid., LG 63.
129 Ibid., LG 63.


45 Es esencial a la maternidad la referencia a la persona. La maternidad determina siempreuna relación única e irrepetible entre dos personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con la Madre. Aun cuando una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con cada uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia. En efecto, cada hijo es engendrado de un modo único e irrepetible, y esto vale tanto para la madre como para el hijo. Cada hijo es rodeado del mismo modo por aquel amor materno, sobre el que se basa su formación y maduración en la humanidad.

Se puede afirmar que la maternidad « en el orden de la gracia » mantiene la analogía con cuanto a en el orden de la naturaleza » caracteriza la unión de la madre con el hijo. En esta luz se hace más comprensible el hecho de que, en el testamento de Cristo en el Gólgota, la nueva maternidad de su madre haya sido expresada en singular, refiriéndose a un hombre: « Ahí tienes a tu hijo ».

Se puede decir además que en estas mismas palabras está indicado plenamente el motivo de la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se encontraba a los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano. El Redentor confía su madre al discípulo y, al mismo tiempo, se la da como madre. La maternidad de María, que se convierte en herencia del hombre, es un don: un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre. El Redentor confía María a Juan, en la medida en que confía Juan a María. A los pies de la Cruz comienza aquella especial entrega del hombre a la Madre de Cristo, que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y expresado posteriormente de modos diversos. Cuando el mismo apóstol y evangelista, después de haber recogido las palabras dichas por Jesús en la Cruz a su Madre y a él mismo, añade: « Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa » (
Jn 19,27). Esta afirmación quiere decir con certeza que al discípulo se atribuye el papel de hijo y que él cuidó de la Madre del Maestro amado. Y ya que María fue dada como madre personalmente a él, la afirmación indica, aunque sea indirectamente, lo que expresa la relación íntima de un hijo con la madre. Y todo esto se encierra en la palabra « entrega ». La entrega es la respuesta al amor de una persona y, en concreto, al amor de la madre.

La dimensión mariana de la vida de un discípulo de Cristo se manifiesta de modo especial precisamente mediante esta entrega filial respecto a la Madre de Dios, iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota. Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, « acoge entre sus cosas propias » 130 a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su « yo » humano y cristiano: « La acogió en su casa» Así el cristiano, trata de entrar en el radio de acción de aquella « caridad materna », con la que la Madre del Redentor « cuida de los hermanos de su Hijo »,131 « a cuya generación y educación coopera » 132 según la medida del don, propia de cada uno por la virtud del Espíritu de Cristo. Así se manifiesta también aquella maternidad según el espíritu, que ha llegado a ser la función de María a los pies de la Cruz y en el cenáculo.

130 Como es bien sabido, en el texto griego la expresión «eis ta ídia» supera el límite de una acogida de María por parte del discípulo, en el sentido del mero alojamiento material y de la hospitalidad en su casa; quiere indicar más bien una comunión de vida que se establece entre los dos en base a las palabras de Cristo agonizante. Cf. S. Agustín, In Ioan. Evang. tract. 119, 3: CCL 36, 659: « La tomó consigo, no en sus heredades, porque no poseía nada propio, sino entre sus obligaciones que atendía con premura ».
131 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 62.
132 Ibid., LG 63.


46 Esta relación filial, esta entrega de un hijo a la Madre no sólo tiene su comienzo en Cristo,sino que se puede decir que definitivamente se orienta hacia él. Se puede afirmar que María sigue repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: « Haced lo que él os diga ». En efecto es él, Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres; es él « el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 4,6); es él a quien el Padre ha dado al mundo, para que el hombre « no perezca, sino que tenga vida eterna » (Jn 3,16). La Virgen de Nazaret se ha convertido en la primera « testigo » de este amor salvífico del Padre y desea permanecer también su humilde esclava siempre y por todas partes. Para todo cristiano y todo hombre, María es la primera que « ha creído », y precisamente con esta fe suya de esposa y de madre quiere actuar sobre todos los que se entregan a ella como hijos. Y es sabido que cuanto más estos hijos perseveran en esta actitud y avanzan en la misma, tanto más María les acerca a la « inescrutable riqueza de Cristo » (Ep 3,8). E igualmente ellos reconocen cada vez mejor la dignidad del hombre en toda su plenitud, y el sentido definitivo de su vocación, porque « Cristo ... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre ».133

Esta dimensión mariana en la vida cristiana adquiere un acento peculiar respecto a la mujer y a su condición. En efecto, la feminidad tiene una relación singular con la Madre del Redentor, tema que podrá profundizarse en otro lugar. Aquí sólo deseo poner de relieve que la figura de María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal por el mismo hecho de que Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María, la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza, que es espejo de los más altos sentimientos, de que es capaz el corazón humano: la oblación total del amor, la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo.

133 Conc. Ecum. Vat II, Const past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, GS 22.


47 Durante el Concilio Pablo VI proclamó solemnemente que María es Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores ».134 Más tarde, el año 1968 en la Profesión de fe, conocida bajo el nombre de « Credo del pueblo de Dios », ratificó esta afirmación de forma aún más comprometida con las palabras « Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia continúa en el cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo, cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos ».135

El magisterio del Concilio ha subrayado que la verdad sobre la Santísima Virgen, Madre de Cristo, constituye un medio eficaz para la profundización de la verdad sobre la Iglesia. El mismo Pablo VI, tomando la palabra en relación con la Constitución Lumen gentium, recién aprobada por el Concilio, dijo: « El conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la clave para la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia».136 María está presente en la Iglesia como Madre de Cristo y, a la vez, como aquella Madre que Cristo, en el misterio de la redención, ha dado al hombre en la persona del apóstol Juan. Por consiguiente, María acoge, con su nueva maternidad en el Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia, acoge también a todos y a cada uno por medio de la Iglesia. En este sentido María, Madre de la Iglesia, es también su modelo. En efecto, la Iglesia —como desea y pide Pablo VI— « encuentra en ella (María) la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo ».137

Merced a este vínculo especial, que une a la Madre de Cristo con la Iglesia, se aclara mejor el misterio de aquella « mujer » que, desde los primeros capítulos del Libro del Génesis hasta elApocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. Pues María, presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa maternalmente en aquella « dura batalla contra el poder de las tinieblas » 138 que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana. Y por esta identificación suya eclesial con la « mujer vestida de sol » (
Ap 12,1),139 se puede afirmar que « la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga »; por esto, los cristianos, alzando con fe los ojos hacia María a lo largo de su peregrinación terrena, « aún se esfuerzan en crecer en la santidad ».140María, la excelsa hija de Sión, ayuda a todos los hijos —donde y como quiera que vivan— a encontrar en Cristo el camino hacia la casa del Padre.

Por consiguiente, la Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con la Madre de Dios un vínculo que comprende, en el misterio salvífico, el pasado, el presente y el futuro, y la venera como madre espiritual de la humanidad y abogada de gracia.

134 Cf. Pablo VI, Discurso del 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964) 1015.
135 Pablo VI, Solemne Profesión de Fe (30 de junio de 1968), 15: AAS 60 (1968) 438 s.
136 Pablo VI, Discurso del 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964) 1015.
137 Ibid., 1016.
138 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, GS 37.
139 Cf. S. Bernardo, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo: S. Bernardi Opera, V, 1968, 262-274.
140 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 65.


3. EL sentido del Año Mariano

48 Precisamente el vínculo especial de la humanidad con esta Madre me ha movido a proclamar en la Iglesia, en el período que precede a la conclusión del segundo Milenio del nacimiento de Cristo, un Año Mariano. Una iniciativa similar tuvo lugar ya en el pasado, cuando Pío XII proclamó el 1954 como Año Mariano, con el fin de resaltar la santidad excepcional de la Madre de Cristo, expresada en los misterios de su Inmaculada Concepción (definida exactamente un siglo antes) y de su Asunción a los cielos.141

Ahora, siguiendo la línea del Concilio Vaticano II, deseo poner de relieve la especial presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de su Iglesia. Esta es, en efecto, una dimensión fundamental que brota de la mariología del Concilio, de cuya clausura nos separan ya más de veinte años. El Sínodo extraordinario de los Obispos, que se ha realizado el año 1985, ha exhortado a todos a seguir fielmente el magisterio y las indicaciones del Concilio. Se puede decir que en ellos —Concilio y Sínodo— está contenido lo que el mismo Espíritu Santo desea « decir a la Iglesia » en la presente fase de la historia.

En este contexto, el Año Mariano deberá promover también una nueva y profunda lectura de cuanto el Concilio ha dicho sobre la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia, a la que se refieren las consideraciones de esta Encíclica. Se trata aquí no sólo de la doctrina de fe, sino también de la vida de fe y, por tanto, de la auténtica « espiritualidad mariana », considerada a la luz de la Tradición y, de modo especial, de la espiritualidad a la que nos exhorta el Concilio.142 Además, la espiritualidad mariana, a la par de la devoción correspondiente, encuentra una fuente riquísima en la experiencia histórica de las personas y de las diversas comunidades cristianas, que viven entre los distintos pueblos y naciones de la tierra. A este propósito, me es grato recordar, entre tantos testigos y maestros de la espiritualidad mariana, la figura de san Luis María Grignion de Montfort, el cual proponía a los cristianos la consagración a Cristo por manos de María, como medio eficaz para vivir fielmente el compromiso del bautismo.143 Observo complacido cómo en nuestros días no faltan tampoco nuevas manifestaciones de esta espiritualidad y devoción.

141 Cf. Cart. Enc. Fulgens corona (8 de septiembre de 1953): AAS 45 (1953) 577-592. Pío X con la Cart. Enc. Ad diem illum (2 de febrero de 1904), con ocasión del 50 aniversario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, había proclamado un Jubileo extraordinario de algunos meses de duración: Pii X P. M. Acta, I, 147-166.
142 Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
LG 66-67.
143 Cf. S. Luis María Grignion de Montfort, Traité de la vraie dévotion á la sainte Vierge. Junto a este Santo se puede colocar también la figura de S. Alfonso María de Ligorio, cuyo segundo contenario de su muerte se conmemora este año: cf. entre sus obras, Las glorias de María.


49 Este Año comenzará en la solemnidad de Pentecostés, el 7 de junio próximo. Se trata, pues, de recordar no sólo que María « ha precedido » la entrada de Cristo Señor en la historia de la humanidad, sino de subrayar además, a la luz de María, que desde el cumplimiento del misterio de la Encarnación la historia de la humanidad ha entrado en la « plenitud de los tiempos » y que la Iglesia es el signo de esta plenitud. Como Pueblo de Dios, la Iglesia realiza su peregrinación hacia la eternidad mediante la fe, en medio de todos los pueblos y naciones, desde el día de Pentecostés. La Madre de Cristo, que estuvo presente en el comienzo del « tiempo de la Iglesia », cuando a la espera del Espíritu Santo rezaba asiduamente con los apóstoles y los discípulos de su Hijo, « precede » constantemente a la Iglesia en este camino suyo a través de la historia de la humanidad. María es también la que, precisamente como esclava del Señor, coopera sin cesar en la obra de la salvación llevada a cabo por Cristo, su Hijo.

Así, mediante este Año Mariano, la Iglesia es llamada no sólo a recordar todo lo que en su pasado testimonia la especial y materna cooperación de la Madre de Dios en la obra de la salvación en Cristo Señor, sino además a preparar, por su parte, cara al futuro las vías de esta cooperación, ya que el final del segundo Milenio cristiano abre como una nueva perspectiva.


50 Como ya ha sido recordado, también entre los hermanos separados muchos honran y celebran a la Madre del Señor, de modo especial los Orientales. Es una luz mariana proyectada sobre el ecumenismo. De modo particular, deseo recordar todavía que, durante el Año Mariano, se celebrará el Milenio del bautismo de San Vladimiro, Gran Príncipe de Kiev (a. 988), que dio comienzo al cristianismo en los territorios de la Rus' de entonces y, a continuación, en otros territorios de Europa Oriental; y que por este camino, mediante la obra de evangelización, el cristianismo se extendió también más allá de Europa, hasta los territorios septentrionales del continente asiático. Por lo tanto, queremos, especialmente a lo largo de este Año, unirnos en plegaria con cuantos celebran el Milenio de este bautismo, ortodoxos y católicos, renovando y confirmando con el Concilio aquellos sentimientos de gozo y de consolación porque « los orientales ... corren parejos con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo en el culto de la Virgen Madre de Dios ».144 Aunque experimentamos todavía los dolorosos efectos de la separación, acaecida algunas décadas más tarde (a. 1054), podemos decir que ante la Madre de Cristo nos sentimos verdaderos hermanos y hermanas en el ámbito de aquel pueblo mesiánico, llamado a ser una única familia de Dios en la tierra, como anunciaba ya al comienzo del Año Nuevo: « Deseamos confirmar esta herencia universal de todos los hijos y las hijas de la tierra ».145

Al anunciar el año de María, precisaba además que su clausura se realizará el año próximo en la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen a los cielos, para resaltar así « la señal grandiosa en el cielo », de la que habla el Apocalipsis. De este modo queremos cumplir también la exhortación del Concilio, que mira a María como a un « signo de esperanza segura y de consuelo para el pueblo de Dios peregrinante ». Esta exhortación la expresa el Concilio con las siguientes palabras: « Ofrezcan los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en las primeras oraciones de la Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en la comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo, para que las familias de todos los pueblos, tanto los que se honran con el nombre cristiano como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e individua Trinidad ».146

144 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
LG 69.
145 Homilía del 1 de enero de 1987.
146 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, LG 69.


CONCLUSIÓN

51 Al final de la cotidiana liturgia de las Horas se eleva, entre otras, esta invocación de la Iglesia a María: « Salve, Madre soberana del Redentor, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar; socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, tú que para asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu Creador ».

« Para asombro de la naturaleza ». Estas palabras de la antífona expresan aquel asombro de la fe, que acompaña el misterio de la maternidad divina de María. Lo acompaña, en cierto sentido, en el corazón de todo lo creado y, directamente, en el corazón de todo el Pueblo de Dios, en el corazón de la Iglesia. Cuán admirablemente lejos ha ido Dios, creador y señor de todas las cosas, en la « revelación de sí mismo » al hombre.147 Cuán claramente ha superado todos los espacios de la infinita « distancia » que separa al creador de la criatura. Si en sí mismo permanece inefable e inescrutable, más aún es inefable e inescrutable en la realidad de la Encarnación del Verbo, que se hizo hombre por medio de la Virgen de Nazaret.

Si El ha querido llamar eternamente al hombre a participar de la naturaleza divina (cf.
2P 1,4), se puede afirmar que ha predispuesto la « divinización » del hombre según su condición histórica, de suerte que, después del pecado, está dispuesto a restablecer con gran precio el designio eterno de su amor mediante la « humanización » del Hijo, consubstancial a El. Todo lo creado y, más directamente, el hombre no puede menos de quedar asombrado ante este don, del que ha llegado a ser partícipe en el Espíritu Santo: « Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3,16).

En el centro de este misterio, en lo más vivo de este asombro de la fe, se halla María, Madre soberana del Redentor, que ha sido la primera en experimentar: « tú que para asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu Creador ».

147 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, DV 2: « Por esta revelación Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía ».


52 En la palabras de esta antífona litúrgica se expresa también la verdad del « gran cambio », que se ha verificado en el hombre mediante el misterio de la Encarnación. Es un cambio que pertenece a toda su historia, desde aquel comienzo que se ha revelado en los primeros capítulos del Génesis hasta el término último, en la perspectiva del fin del mundo, del que Jesús no nos ha revelado « ni el día ni la hora » (Mt 25,13). Es un cambio incesante y continuo entre el caer y el levantarse, entre el hombre del pecado y el hombre de la gracia y de la justicia. La liturgia, especialmente en Adviento, se coloca en el centro neurálgico de este cambio, y toca su incesante « hoy y ahora », mientras exclama: « Socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse ».

Estas palabras se refieren a todo hombre, a las comunidades, a las naciones y a los pueblos, a las generaciones y a las épocas de la historia humana, a nuestros días, a estos años del Milenio que está por concluir: « Socorre, si, socorre al pueblo que sucumbe ».

Esta es la invocación dirigida a María, « santa Madre del Redentor », es la invocación dirigida a Cristo, que por medio de María ha entrado en la historia de la humanidad. Año tras año, la antífona se eleva a María, evocando el momento en el que se ha realizado este esencial cambio histórico, que perdura irreversiblemente: el cambio entre el « caer » y el « levantarse ».

La humanidad ha hecho admirables descubrimientos y ha alcanzado resultados prodigiosos en el campo de la ciencia y de la técnica, ha llevado a cabo grandes obras en la vía del progreso y de la civilización, y en épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el curso de la historia. Pero el cambio fundamental, cambio que se puede definir « original », acompaña siempre el camino del hombre y, a través de los diversos acontecimientos históricos, acompaña a todos y a cada uno. Es el cambio entre el « caer » y el « levantarse », entre la muerte y la vida. Es también un constante desafío a las conciencias humanas, un desafío a toda la conciencia histórica del hombre: el desafío a seguir la vía del « no caer » en los modos siempre antiguos y siempre nuevos, y del « levantarse », si ha caído.

Mientras con toda la humanidad se acerca al confín de los dos Milenios, la Iglesia, por su parte, con toda la comunidad de los creyentes y en unión con todo hombre de buena voluntad, recoge el gran desafío contenido en las palabras de la antífona sobre el « pueblo que sucumbe y lucha por levantarse » y se dirige conjuntamente al Redentor y a su Madre con la invocación « Socorre ». En efecto, la Iglesia ve —y lo confirma esta plegaria— a la Bienaventurada Madre de Dios en el misterio salvífico de Cristo y en su propio misterio; la ve profundamente arraigada en la historia de la humanidad, en la eterna vocación del hombre según el designio providencial que Dios ha predispuesto eternamente para él; la ve maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que « no caiga » o, si cae, « se levante ».

Deseo fervientemente que las reflexiones contenidas en esta Encíclica ayuden también a la renovación de esta visión en el corazón de todos los creyentes.

Como Obispo de Roma, envío a todos, a los que están destinadas las presentes consideraciones, el beso de la paz, el saludo y la bendición en nuestro Señor Jesucristo. Así sea.


Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor del año 1987, noveno de mi Pontificado.









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