Veritatis splendor ES 102

Gracia y obediencia a la ley de Dios

102 Incluso en las situaciones más difíciles, el hombre debe observar la norma moral para ser obediente al sagrado mandamiento de Dios y coherente con la propia dignidad personal. Ciertamente, la armonía entre libertad y verdad postula, a veces, sacrificios no comunes y se conquista con un alto precio: puede conllevar incluso el martirio. Pero, como demuestra la experiencia universal y cotidiana, el hombre se ve tentado a romper esta armonía: «No hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco... No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rm 7,15 Rm 7,19).

¿De dónde proviene, en última instancia, esta división interior del hombre? Éste inicia su historia de pecado cuando deja de reconocer al Señor como a su Creador, y quiere ser él mismo quien decide, con total independencia, sobre lo que es bueno y lo que es malo. «Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,5): ésta es la primera tentación, de la que se hacen eco todas las demás tentaciones a las que el hombre está inclinado a ceder por las heridas de la caída original.

Pero las tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar porque, junto con los mandamientos, el Señor nos da la posibilidad de observarlos: «Sus ojos están sobre los que le temen, él conoce todas las obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha dado licencia de pecar» (Si 15,19-20). La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Ésta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia, expresada así por el concilio de Trento: «Nadie puede considerarse desligado de la observancia de los mandamientos, por muy justificado que esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y condenado por los Padres: que los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir por el hombre justificado. "Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas" y te ayuda para que puedas. "Sus mandamientos no son pesados" (1Jn 5,3), "su yugo es suave y su carga ligera" (Mt 11,30)»162.

162. Ses. VI. Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 11: DS 1536; cf. can. 18: DS 1568. El conocido texto de san Agustín, citado por el Concilio, está tomado del De natura et gratia, 43, 50 (CSEL 60, 270).



103 El ámbito espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y con la colaboración de la libertad humana.

Es en la cruz salvífica de Jesús, en el don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del costado traspasado del Redentor (cf.
Jn 19,34), donde el creyente encuentra la gracia y la fuerza para observar siempre la ley santa de Dios, incluso en medio de las dificultades más graves. Como dice san Andrés de Creta, la ley misma «fue vivificada por la gracia y puesta a su servicio en una composición armónica y fecunda. Cada una de las dos conservó sus características sin alteraciones y confusiones. Sin embargo, la ley, que antes era un peso gravoso y una tiranía, se convirtió, por obra de Dios, en peso ligero y fuente de libertad» 163.

Sólo en el misterio de la Redención de Cristo están las posibilidades «concretas» del hombre.«Sería un error gravísimo concluir... que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un "ideal" que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las —se dice— posibilidades concretas del hombre: según un "equilibrio de los varios bienes en cuestión". Pero, ¿cuáles son las "posibilidades concretas del hombre"? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que él nos ha dado la posibilidad de realizar todala verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia. Y si el hombre redimido sigue pecando, esto no se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo, sino a lavoluntad del hombre de substraerse a la gracia que brota de ese acto. El mandamiento de Dios ciertamente está proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, aunque caído en el pecado, puede obtener siempre el perdón y gozar de la presencia del Espíritu» 164.

163. Oratio I: PG 97, 805-806.
164. Discurso a lois participantes en un curso sobre la procreación responsable (1 marzo 1984), 4:Insegnamenti VII, 1 (1984), 583.



104 En este contexto se abre el justo espacio a la misericordia de Dios por el pecador que se convierte, y a la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y termina por confundir todos los juicios de valor.

En cambio, debemos recoger el mensaje contenido en la parábola evangélica del fariseo y el publicano (cf.
Lc 18,9-14). El publicano quizás podía tener alguna justificación por los pecados cometidos, que disminuyera su responsabilidad. Pero su petición no se limita solamente a estas justificaciones, sino que se extiende también a su propia indignidad ante la santidad infinita de Dios: «¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador» (Lc 18,13). En cambio, el fariseo se justifica él solo, encontrando quizás una excusa para cada una de sus faltas. Nos encontramos, pues, ante dos actitudes diferentes de la conciencia moral del hombre de todos los tiempos. El publicano nos presenta una conciencia penitente que es plenamente consciente de la fragilidad de la propia naturaleza y que ve en las propias faltas, cualesquiera que sean las justificaciones subjetivas, una confirmación del propio ser necesitado de redención. El fariseo nos presenta una concienciasatisfecha de sí misma, que cree que puede observar la ley sin la ayuda de la gracia y está convencida de no necesitar la misericordia.



105 Se pide a todos gran vigilancia para no dejarse contagiar por la actitud farisaica, que pretende eliminar la conciencia del propio límite y del propio pecado, y que hoy se manifiesta particularmente con el intento de adaptar la norma moral a las propias capacidades y a los propios intereses, e incluso con el rechazo del concepto mismo de norma. Al contrario, aceptar ladesproporción entre ley y capacidad humana, o sea, la capacidad de las solas fuerzas morales del hombre dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y predispone a recibirla. «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?», se pregunta san Pablo. Y con una confesión gozosa y agradecida responde: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rm 7,24-25).

Encontramos la misma conciencia en esta oración de san Ambrosio de Milán: «Nada vale el hombre, si tú no lo visitas. No olvides a quien es débil; acuérdate, oh Señor, que me has hecho débil, que me has plasmado del polvo. ¿Cómo podré sostenerme si tú no me miras sin cesar para fortalecer esta arcilla, de modo que mi consistencia proceda de tu rostro? Si escondes tu rostro, todo perece (Ps 103,29): si tú me miras, ¡pobre de mí! En mí no verás más que contaminaciones de delitos; no es ventajoso ser abandonados ni ser vistos, porque, en el acto de ser vistos, somos motivo de disgusto.

Sin embargo, podemos pensar que Dios no rechaza a quienes ve, porque purifica a quienes mira. Ante él arde un fuego que quema la culpa (cf. Jl 2,3)» 165.

165. De interpellatione David, IV, 6, 22: CSEL 32/2, 283-284.



Moral y nueva evangelización

106 La evangelización es el desafío más perentorio y exigente que la Iglesia está llamada a afrontar desde su origen mismo. En realidad, este reto no lo plantean sólo las situaciones sociales y culturales, que la Iglesia encuentra a lo largo de la historia, sino que está contenido en el mandato de Jesús resucitado, que define la razón misma de la existencia de la Iglesia: «Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación» (Mc 16,15).

El momento que estamos viviendo —al menos en no pocas sociedades—, es más bien el de un formidable desafío a la nueva evangelización, es decir, al anuncio del Evangelio siempre nuevo y siempre portador de novedad, una evangelización que debe ser «nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión» 166. La descristianización, que grava sobre pueblos enteros y comunidades en otro tiempo ricos de fe y vida cristiana, no comporta sólo la pérdida de la fe o su falta de relevancia para la vida, sino también y necesariamente una decadencia u oscurecimiento del sentido moral: y esto ya sea por la disolución de la conciencia de la originalidad de la moral evangélica, ya sea por el eclipse de los mismos principios y valores éticos fundamentales. Las tendencias subjetivistas, utilitaristas y relativistas, hoy ampliamente difundidas, se presentan no simplemente como posiciones pragmáticas, como usanzas, sino como concepciones consolidadas desde el punto de vista teórico, que reivindican una plena legitimidad cultural y social.

166. Discurso a los Obispos del Celam (9 marzo 1983), III: Insegnamenti, VI, 1 (1983), 698.



107 La evangelización —y por tanto la «nueva evangelización»— comporta también el anuncio y la propuesta moral. Jesús mismo, al predicar precisamente el reino de Dios y su amor salvífico, ha hecho una llamada a la fe y a la conversión (cf. Mc 1,15). Y Pedro con los otros Apóstoles, anunciando la resurrección de Jesús de Nazaret de entre los muertos, propone una vida nueva que hay que vivir, un camino que hay que seguir para ser discípulo del Resucitado (cf. Ac 2,37-41 Ac 3,17-20).

De la misma manera —y más aún— que para las verdades de fe, la nueva evangelización, que propone los fundamentos y contenidos de la moral cristiana, manifiesta su autenticidad y, al mismo tiempo, difunde toda su fuerza misionera cuando se realiza a través del don no sólo de la palabra anunciada sino también de la palabra vivida. En particular, es la vida de santidad, que resplandece en tantos miembros del pueblo de Dios frecuentemente humildes y escondidos a los ojos de los hombres, la que constituye el camino más simple y fascinante en el que se nos concede percibir inmediatamente la belleza de la verdad, la fuerza liberadora del amor de Dios, el valor de la fidelidad incondicional a todas las exigencias de la ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles. Por esto, la Iglesia, en su sabia pedagogía moral, ha invitado siempre a los creyentes a buscar y a encontrar en los santos y santas, y en primer lugar en la Virgen Madre de Dios llena de gracia ytoda santa, el modelo, la fuerza y la alegría para vivir una vida según los mandamientos de Dios y las bienaventuranzas del Evangelio.

La vida de los santos, reflejo de la bondad de Dios —del único que es «Bueno»—, no solamente constituye una verdadera confesión de fe y un impulso para su comunicación a los otros, sino también una glorificación de Dios y de su infinita santidad. La vida santa conduce así a plenitud de expresión y actuación el triple y unitario «munus propheticum, sacerdotale et regale» que cada cristiano recibe como don en su renacimiento bautismal «de agua y de Espíritu» (Jn 3,5). Su vida moral posee el valor de un «culto espiritual» (Rm 12,1 cf. Ph 3,3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente de santidad y glorificación de Dios que son los sacramentos, especialmente la Eucaristía; en efecto, participando en el sacrificio de la cruz, el cristiano comulga con el amor de entrega de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos de vida. En la existencia moral se revela y se realiza también el efectivo servicio del cristiano: cuanto más obedece con la ayuda de la gracia a la ley nueva del Espíritu Santo, tanto más crece en la libertad a la cual está llamado mediante el servicio de la verdad, la caridad y la justicia.



108 En la raíz de la nueva evangelización y de la vida moral nueva, que ella propone y suscita en sus frutos de santidad y acción misionera, está el Espíritu de Cristo, principio y fuerza de la fecundidad de la santa Madre Iglesia, como nos recuerda Pablo VI: «No habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo»167. Al Espíritu de Jesús, acogido por el corazón humilde y dócil del creyente, se debe, por tanto, el florecer de la vida moral cristiana y el testimonio de la santidad en la gran variedad de las vocaciones, de los dones, de las responsabilidades y de las condiciones y situaciones de vida. Es el Espíritu Santo —afirmaba ya Novaciano, expresando de esta forma la fe auténtica de la Iglesia— «aquel que ha dado firmeza a las almas y a las mentes de los discípulos, aquel que ha iluminado en ellos las cosas divinas; fortalecidos por él, los discípulos no tuvieron temor ni de las cárceles ni de las cadenas por el nombre del Señor; más aún, despreciaron a los mismos poderes y tormentos del mundo, armados ahora y fortalecidos por medio de él, teniendo en sí los dones que este mismo Espíritu dona y envía como alhajas a la Iglesia, esposa de Cristo. En efecto, es él quien suscita a los profetas en la Iglesia, instruye a los maestros, sugiere las palabras, realiza prodigios y curaciones, produce obras admirables, concede el discernimiento de los espíritus, asigna las tareas de gobierno, inspira los consejos, reparte y armoniza cualquier otro don carismático y, por esto, perfecciona completamente, por todas partes y en todo, a la Iglesia del Señor» 168.

En el contexto vivo de esta nueva evangelización, destinada a generar y a nutrir «la fe que actúa por la caridad» (
Ga 5,6) y en relación con la obra del Espíritu Santo, podemos comprender ahora el puesto que en la Iglesia, comunidad de los creyentes, corresponde a la reflexión que la teología debe desarrollar sobre la vida moral, de la misma manera que podemos presentar la misión y responsabilidad propia de los teólogos moralistas.

167. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), EN 75: AAS 68 (1976), 64.
168. De Trinitate, XXIX, 9-10: CCL 4, 70.


El servicio de los teólogos moralistas

109 Toda la Iglesia, partícipe del «munus propheticum» del Señor Jesús mediante el don de su Espíritu, está llamada a la evangelización y al testimonio de una vida de fe. Gracias a la presencia permanente en ella del Espíritu de verdad (cf. Jn Jn 14,16-17), «la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1Jn 2,20 1Jn 2,27) no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando "desde los obispos hasta los últimos fieles laicos" presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» 169.

Para cumplir su misión profética, la Iglesia debe despertar continuamente o reavivar la propia vida de fe (cf. 2Tm 1,6), en especial mediante una reflexión cada vez más profunda, bajo la guía del Espíritu Santo, sobre el contenido de la fe misma. Es al servicio de esta «búsqueda creyente de la comprensión de la fe» donde se sitúa, de modo específico, la vocación del teólogo en la Iglesia:«Entre las vocaciones suscitadas por el Espíritu en la Iglesia —leemos en la Instrucción Donum veritatis— se distingue la del teólogo, que tiene la función especial de lograr, en comunión con el Magisterio, una comprensión cada vez más profunda de la palabra de Dios contenida en la Escritura inspirada y transmitida por la Tradición viva de la Iglesia. Por su propia naturaleza, la fe interpela la inteligencia, porque descubre al hombre la verdad sobre su destino y el camino para alcanzarlo. Aunque la verdad revelada supere nuestro modo de hablar y nuestros conceptos sean imperfectos frente a su insondable grandeza (cf. Ep 3,19), sin embargo, invita a nuestra razón —don de Dios otorgado para captar la verdad— a entrar en el ámbito de su luz, capacitándola así para comprender en cierta medida lo que ha creído. La ciencia teológica, que busca la inteligencia de la fe respondiendo a la invitación de la voz de la verdad, ayuda al pueblo de Dios, según el mandamiento del apóstol (cf. 1P 3,15), a dar cuenta de su esperanza a aquellos que se lo piden» 170.

Para definir la identidad misma y, por consiguiente, realizar la misión propia de la teología, es fundamental reconocer su íntimo y vivo nexo con la Iglesia, su misterio, su vida y misión: «La teología es ciencia eclesial, porque crece en la Iglesia y actúa en la Iglesia... Está al servicio de la Iglesia y por lo tanto debe sentirse dinámicamente inserta en la misión de la Iglesia, especialmente en su misión profética» 171. Por su naturaleza y dinamismo, la teología auténtica sólo puede florecer y desarrollarse mediante una convencida y responsable participación y pertenencia a la Iglesia, comocomunidad de fe, de la misma manera que el fruto de la investigación y la profundización teológica vuelve a esta misma Iglesia y a su vida de fe.

169. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 12.
170. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990), 6: AAS 82 (1990), 1552.
171. Alocución a los profesores y estudiantes de la Pontificia Universidad Gregoriana (15 diciembre 1979), 6: Insegnamenti II, 2 (1979), 1424.



110 Cuanto se ha dicho hasta ahora acerca de la teología en general, puede y debe ser propuesto de nuevo para la teología moral, entendida en su especificidad de reflexión científica sobre elEvangelio como don y mandamiento de vida nueva, sobre la vida según «la verdad en el amor» (Ep 4,15), sobre la vida de santidad de la Iglesia, o sea, sobre la vida en la que resplandece la verdad del bien llevado hasta su perfección. No sólo en el ámbito de la fe, sino también y de modo inseparable en el ámbito de la moral, interviene el Magisterio de la Iglesia, cuyo cometido es «discernir, por medio de juicios normativos para la conciencia de los fieles, los actos que en sí mismos son conformes a las exigencias de la fe y promueven su expresión en la vida, como también aquellos que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con estas exigencias» 172. Predicando los mandamientos de Dios y la caridad de Cristo, el Magisterio de la Iglesia enseña también a los fieles los preceptos particulares y determinados, y les pide considerarlos como moralmente obligatorios en conciencia. Además, desarrolla una importante tarea de vigilancia, advirtiendo a los fieles de la presencia de eventuales errores, incluso sólo implícitos, cuando la conciencia de los mismos no logra reconocer la exactitud y la verdad de las reglas morales que enseña el Magisterio.

Se inserta aquí la función específica de cuantos por mandato de los legítimos pastores enseñan teología moral en los seminarios y facultades teológicas. Tienen el grave deber de instruir a los fieles —especialmente a los futuros pastores— acerca de todos los mandamientos y las normas prácticas que la Iglesia declara con autoriad 173. No obstante los eventuales límites de las argumentaciones humanas presentadas por el Magisterio, los teólogos moralistas están llamados a profundizar las razones de sus enseñanzas, a ilustrar los fundamentos de sus preceptos y su obligatoriedad, mostrando su mutua conexión y la relación con el fin último del hombre 174. Compete a los teólogos moralistas exponer la doctrina de la Iglesia y dar, en el ejercicio de su ministerio, el ejemplo de un asentimiento leal, interno y externo, a la enseñanza del Magisterio sea en el campo del dogma como en el de la moral 175. Uniendo sus fuerzas para colaborar con el Magisterio jerárquico, los teólogos se empeñarán por clarificar cada vez mejor los fundamentos bíblicos, los significados éticos y las motivaciones antropológicas que sostienen la doctrina moral y la visión del hombre propuestas por la Iglesia.

172. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990), 16: AAS 82 (1990), 1557.
173. Cf. C. I. C., can. CIC 252 §1; CIC 659 §3.
174. Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap. 4. DS 3016.
175. Cf. pablo VI, Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), HV 28: AAS 60 (1968), 501.



111 El servicio que los teólogos moralistas están llamados a ofrecer en la hora presente es de importancia primordial, no sólo para la vida y la misión de la Iglesia, sino también para la sociedad y la cultura humana. Compete a ellos, en conexión íntima y vital con la teología bíblica y dogmática, subrayar en la reflexión científica «el aspecto dinámico que ayuda a resaltar la respuesta que el hombre debe dar a la llamada divina en el proceso de su crecimiento en el amor, en el seno de una comunidad salvífica. De esta forma, la teología moral alcanzará una dimensión espiritual interna, respondiendo a las exigencias de desarrollo pleno de la "imago Dei" que está en el hombre, y a las leyes del proceso espiritual descrito en la ascética y mística cristianas» 176.

Ciertamente, la teología moral y su enseñanza se encuentran hoy ante una dificultad particular. Puesto que la doctrina moral de la Iglesia implica necesariamente una dimensión normativa, la teología moral no puede reducirse a un saber elaborado sólo en el contexto de las así llamadas ciencias humanas. Mientras éstas se ocupan del fenómeno de la moralidad como hecho histórico y social, la teología moral, aun sirviéndose necesariamente también de los resultados de las ciencias del hombre y de la naturaleza, no está en absoluto subordinada a los resultados de las observaciones empírico-formales o de la comprensión fenomenológica. En realidad, la pertinencia de las ciencias humanas en teología moral siempre debe ser valorada con relación a la pregunta primigenia: ¿Qué es el bien o el mal? ¿Qué hacer para obtener la vida eterna?

176. S. Congregación para la Educación Católica, La formación religiosa de los futuros sacerdotes (22 febrero 1976), n. 100. Véanse los nn. 95-101, que presentan las perspectivas y las condiciones para un fecundo trabajo de renovación teológico-moral.



112 El teólogo moralista debe aplicar, por consiguiente, el discernimiento necesario en el contexto de la cultura actual, prevalentemente científica y técnica, expuesta al peligro del pragmatismo y del positivismo. Desde el punto de vista teológico, los principios morales no son dependientes del momento histórico en el que vienen a la luz. El hecho de que algunos creyentes actúen sin observar las enseñanzas del Magisterio o, erróneamente, consideren su conducta como moralmente justa cuando es contraria a la ley de Dios declarada por sus pastores, no puede constituir un argumento válido para rechazar la verdad de las normas morales enseñadas por la Iglesia. La afirmación de los principios morales no es competencia de los métodos empírico-formales. La teología moral, fiel al sentido sobrenatural de la fe, sin rechazar la validez de tales métodos, —pero sin limitar tampoco a ellos su perspectiva—, mira sobre todo a la dimensión espiritual del corazón humano y su vocación al amor divino.

En efecto, mientras las ciencias humanas, como todas las ciencias experimentales, parten de un concepto empírico y estadístico de «normalidad», la fe enseña que esta normalidad lleva consigo las huellas de una caída del hombre desde su condición originaria, es decir, está afectada por el pecado. Sólo la fe cristiana enseña al hombre el camino del retorno «al principio» (cf.
Mt 19,8), un camino que con frecuencia es bien diverso del de la normalidad empírica. En este sentido, las ciencias humanas, no obstante todos los conocimientos de gran valor que ofrecen, no pueden asumir la función de indicadores decisivos de las normas morales. El Evangelio es el que revela la verdad integral sobre el hombre y sobre su camino moral y, de esta manera, instruye y amonesta a los pecadores, y les anuncia la misericordia divina, que actúa incesantemente para preservarlos tanto de la desesperación de no poder conocer y observar plenamente la ley divina, cuanto de la presunción de poderse salvar sin mérito. Además, les recuerda la alegría del perdón, sólo el cual da la fuerza para reconocer una verdad liberadora en la ley divina, una gracia de esperanza, un camino de vida.



113 La enseñanza de la doctrina moral implica la asunción consciente de estas responsabilidades intelectuales, espirituales y pastorales. Por esto, los teólogos moralistas, que aceptan la función de enseñar la doctrina de la Iglesia, tienen el grave deber de educar a los fieles en este discernimiento moral, en el compromiso por el verdadero bien y en el recurrir confiadamente a la gracia divina.

Si la convergencia y los conflictos de opinión pueden constituir expresiones normales de la vida pública en el contexto de una democracia representativa, la doctrina moral no puede depender ciertamente del simple respeto de un procedimiento; en efecto, ésta no viene determinada en modo alguno por las reglas y formas de una deliberación de tipo democrático. El disenso, mediante contestaciones calculadas y de polémicas a través de los medios de comunicación social, es contrario a la comunión eclesial y a la recta comprensión de la constitución jerárquica del pueblo de Dios. En la oposición a la enseñanza de los pastores no se puede reconocer una legítima expresión de la libertad cristiana ni de las diversidades de los dones del Espíritu Santo. En este caso, los pastores tienen el deber de actuar de conformidad con su misión apostólica, exigiendo que sea respetado siempre el derecho de los fieles a recibir la doctrina católica en su pureza e integridad: «El teólogo, sin olvidar jamás que también es un miembro del pueblo de Dios, debe respetarlo y comprometerse a darle una enseñanza que no lesione en lo más mínimo la doctrina de la fe» 177.

177. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990), 11: AAS 82 (1990), 1554; cf. en particular los nn. 32-39 dedicados al problema del disenso ibid., l.c., 1562-1568.


Nuestras responsabilidades como pastores

114 La responsabilidad de la fe y la vida de fe del pueblo de Dios pesa de forma peculiar y propia sobre los pastores, como nos recuerda el concilio Vaticano II: «Entre las principales funciones de los obispos destaca el anuncio del Evangelio. En efecto, los obispos son los predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo. Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo. Predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica y la iluminan con la luz del Espíritu Santo. Sacando del tesoro de la Revelación lo nuevo y lo viejo (cf. Mt 13,52), hacen que dé frutos y con su vigilancia alejan los errores que amenazan a su rebaño (cf. 2Tm 4,1-4)» 178.

Nuestro común deber, y antes aún nuestra común gracia, es enseñar a los fieles, como pastores y obispos de la Iglesia, lo que los conduce por el camino de Dios, de la misma manera que el Señor Jesús hizo un día con el joven del evangelio. Respondiendo a su pregunta: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?», Jesús remitió a Dios, Señor de la creación y de la Alianza; recordó los mandamientos morales, ya revelados en el Antiguo Testamento; indicó su espíritu y su radicalidad, invitando a su seguimiento en la pobreza, la humildad y el amor: «Ven, y sígueme». La verdad de esta doctrina tuvo su culmen en la cruz con la sangre de Cristo: se convirtió, por el Espíritu Santo, en la ley nueva de la Iglesia y de todo cristiano.

Esta respuesta a la pregunta moral Jesucristo la confía de modo particular a nosotros, pastores de la Iglesia, llamados a hacerla objeto de nuestra enseñanza, mediante el cumplimiento de nuestro«munus propheticum». Al mismo tiempo, nuestra responsabilidad de pastores, ante la doctrina moral cristiana, debe ejercerse también bajo la forma del «munus sacerdotale»: esto ocurre cuando dispensamos a los fieles los dones de gracia y santificación como medios para obedecer a la ley santa de Dios, y cuando con nuestra oración constante y confiada sostenemos a los creyentes para que sean fieles a las exigencias de la fe y vivan según el Evangelio (cf. Col 1,9-12). La doctrina moral cristiana debe constituir, sobre todo hoy, uno de los ámbitos privilegiados de nuestra vigilancia pastoral, del ejercicio de nuestro «munus regale».

178. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 25.



115 En efecto, es la primera vez que el Magisterio de la Iglesia expone con cierta amplitud los elementos fundamentales de esa doctrina, presentando las razones del discernimiento pastoral necesario en situaciones prácticas y culturales complejas y hasta críticas.

A la luz de la Revelación y de la enseñanza constante de la Iglesia y especialmente del concilio Vaticano II, he recordado brevemente los rasgos esenciales de la libertad, los valores fundamentales relativos a la dignidad de la persona y a la verdad de sus actos, hasta el punto de poder reconocer, al obedecer a la ley moral, una gracia y un signo de nuestra adopción en el Hijo único (cf.
Ep 1,4-6). Particularmente, con esta encíclica se proponen valoraciones sobre algunas tendencias actuales en la teología moral. Las doy a conocer ahora, en obediencia a la palabra del Señor que ha confiado a Pedro el encargo de confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22,32), para iluminar y ayudar nuestro común discernimiento.

Cada uno de nosotros conoce la importancia de la doctrina que representa el núcleo de las enseñanzas de esta encíclica y que hoy volvemos a recordar con la autoridad del sucesor de Pedro. Cada uno de nosotros puede advertir la gravedad de cuanto está en juego, no sólo para cada persona sino también para toda la sociedad, con la reafirmación de la universalidad e inmutabilidad de los mandamientos morales y, en particular, de aquellos que prohiben siempre y sin excepción los actos intrínsecamente malos.

Al reconocer tales mandamientos, el corazón cristiano y nuestra caridad pastoral escuchan la llamada de Aquel que «nos amó primero» (1Jn 4,19). Dios nos pide ser santos como él es santo (cf. Lv 19,2), ser perfectos —en Cristo— como él es perfecto (cf. Mt 5,48): la exigente firmeza del mandamiento se basa en el inagotable amor misericordioso de Dios (cf. Lc 6,36), y la finalidad del mandamiento es conducirnos, con la gracia de Cristo, por el camino de la plenitud de la vida propia de los hijos de Dios.



116 Como obispos, tenemos el deber de vigilar para que la palabra de Dios sea enseñada fielmente. Forma parte de nuestro ministerio pastoral, amados hermanos en el episcopado, vigilar sobre la transmisión fiel de esta enseñanza moral y recurrir a las medidas oportunas para que los fieles sean preservados de cualquier doctrina y teoría contraria a ello. A todos nos ayudan en esta tarea los teólogos; sin embargo, las opiniones teológicas no constituyen la regla ni la norma de nuestra enseñanza. Su autoridad deriva, con la asistencia del Espíritu Santo y en comunión «cum Petro et sub Petro», de nuestra fidelidad a la fe católica recibida de los Apóstoles. Como obispos tenemos la obligación grave de vigilar personalmente para que la «sana doctrina» (1Tm 1,10) de la fe y la moral sea enseñada en nuestras diócesis.

Una responsabilidad particular tienen los obispos en lo que se refiere a las instituciones católicas.Ya se trate de organismos para la pastoral familiar o social, o bien de instituciones dedicadas a la enseñanza o a los servicios sanitarios, los obispos pueden erigir y reconocer estas estructuras y delegar en ellas algunas responsabilidades; sin embargo, nunca están exonerados de sus propias obligaciones. A ellos compete, en comunión con la Santa Sede, la función de reconocer, o retirar en casos de grave incoherencia, el apelativo de «católico» a escuelas 179, universidades 180 o clínicas, relacionadas con la Iglesia.

179. Cf. C. I. C., can. CIC 803 §3.
180. Cf. C. I. C., can. CIC 808.



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