Ireneo, Contra herejes Liv.5
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(1119) Mis hermano querido, en los primeros cuatro libros que te hemos enviado, han quedado refutados todos los herejes, y desenmascaradas las doctrinas que ellos enseñan, así como también sus mal interpretadas teorías. Conocimos algunas de ellas a través de las explicaciones que nos llegaron mediante sus escritos, otras por medio de la conclusión que se sigue de todos sus argumentos. También hemos expuesto la verdad y mostrado la predicación de la Iglesia, que, como hemos demostrado, corresponde a la proclamación de los profetas, Cristo la ha llevado a la perfección, los Apóstoles la han transmitido, y la Iglesia la ha recibido en todo el universo (356). Esta es la única que, como fiel custodio, la trasmite a sus hijos. Igualmente hemos resuelto todas las cuestiones que los herejes nos proponen; y hemos explicado la doctrina apostólica, y expuesto muchas verdades que el Señor realizó y enseñó por medio de parábolas.
En este quinto libro de toda la obra, sobre la Exposición y refutación de la falsa gnosis, trataremos de mostrar cuanto se refiere al resto de la doctrina de nuestro Señor y de las cartas de los Apóstoles, tal como nos has pedido. Obedecemos a tu mandato, porque nuestra misión es el servicio de la Palabra (Ac 6,4). Por eso elaboramos esta doctrina hasta donde da nuestra capacidad, usando todos los medios posibles, a fin de proporcionarte una ayuda (1120) contra los ataques de los herejes, para volver a conducir y convertir a la Iglesia de Dios a quienes han errado, y para confirmar a los neófitos, de manera que sean capaces de mantenerse firmes en la fe que recibieron custodiada por la Iglesia. De este modo no podrán engañarlos aquellos que les enseñan mal, tratando de apartarlos de la verdad.
Conviene que tú y cuantos lean este escrito se informen cuidadosamente de cuanto hemos dicho anteriormente, para que conozcan los argumentos mismos que hemos refutado. Siguiendo este camino podréis oponeros a ellos y estar preparados para acoger las pruebas contra sus errores; y seréis capaces de tirar como estiércol sus doctrinas, con la fe que viene del cielo, siguiendo al único Maestro verdadero, el Verbo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, quien por su inmenso amor (Ep 3,19) se hizo lo que nosotros somos, a fin de elevarnos a lo que él es.
(356) Nótense las cuatro etapas del anuncio de la Palabra: profetas, Cristo, Apóstoles, la Iglesia. Ver I, 8,1; II, 2,6; 30,9; 35,4; IV, 34,1; D 98.
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1.1. Fin de la encarnación
1,1. Porque nosotros no habríamos podido aprender de otra manera las cosas divinas, si nuestro Maestro, el Verbo, no se hubiese hecho hombre; ni algún otro podía narrarnos las cosas del Padre (Jn 1,18), (1121) sino su propio Verbo: "¿Pues quién (fuera de él) conoce la mente del Señor? ¿o quién es su consejero?" (Rm 11,34). Ni nosotros habríamos podido aprender de otro modo, sino viendo a nuestro Maestro y participando de su voz con nuestros oídos, como imitadores de sus obras, que se hacen cumplidores de sus palabras (Jc 1,22), que tienen comunión con él (1Jn 1,6). Nosotros, los que hemos nacido recientemente, recibimos el crecimiento del que es perfecto y anterior a toda la creación, y el único bueno y excelente; y a semejanza de aquél, para obtener de él el don de la incorrupción, puesto que hemos sido predestinados a existir (Ep 1,11-12) cuando aún no existíamos, según el preconocimiento del Padre (1P 1,2); y comenzamos a existir por el ministerio del Verbo en los tiempos prefijados (357).
El es completo en todo, como Verbo poderoso y hombre verdadero, y nos compró con su sangre a la manera propia del Verbo (358) (Col 1,14), dándose a sí mismo en rescate (1Tm 2,6) por los que habíamos sido hechos cautivos. Y como de modo injusto dominaba sobre nosotros la apostasía, y siendo nosotros, por naturaleza, propiedad de Dios todopoderoso, nos enajenó contra naturaleza y nos hizo sus discípulos; como el Dios Verbo es poderoso y no falla en la justicia, justamente se volvió contra esa apostasía, para redimir de ella lo que era suyo; no por la fuerza, como aquélla había dominado nuestros inicios arrebatando insaciablemente lo que no era suyo; sino por persuasión, como convenía a un Dios que persuade y que no nos fuerza a recibir lo que él quiere; de modo que ni se destruyese lo que es justo ni se perdiese la antigua criatura de Dios.
Así pues, el Señor nos redimió con su propia sangre (Col 1,14), dando su vida por la nuestra y su carne por nuestra carne, y derramando el Espíritu del Padre para la unidad y comunión entre Dios y los hombres. Así trajo a Dios a los hombres mediante el Espíritu; y levantando los hombres a Dios por medio de su propia carne, por su venida nos otorgó su inmortalidad de manera firme y verdadera, mediante la comunión con él. Con esto se destruyen todas las doctrinas de los herejes.
1.2. Contra los docetas
1,2. Están locos, pues, quienes dicen que él se manifestó en apariencia; (1122) porque estas cosas no sucedían en apariencia, sino en la substancia de la verdad. Porque si no siendo hombre aparecía como hombre, entonces no habría seguido siendo en verdad lo que era, Espíritu de Dios (359), ya que el Espíritu es invisible; ni habría alguna verdad en él, ya que no era lo que parecía. Ya hemos dicho que Abraham y los demás profetas lo habían visto proféticamente, y habían profetizado por la visión lo que habría de ser en el futuro. Pero si luego apareció sin ser aquello que parecía, entonces habría sido para los hombres sólo una visión profética, y entonces habría que esperar la venida de aquél, tal como debía ser según se vería entonces en aparición profética. Ya hemos demostrado que es lo mismo afirmar que se manifestó en apariencia, y que nada tomó de María; porque no habría tenido verdadera carne y sangre para por ellas redimirnos, si no hubiese recapitulado en sí la antigua criatura de Adán. Están pues locos los valentinianos que esto enseñan, porque anulan la vida de la carne al rechazar la obra modelada por Dios.
1,3. También están locos los ebionitas cuando rechazan la unión de Dios y del hombre, porque no lo reciben por la fe en su alma. Perseveran en el viejo fermento de su viejo origen (360), y no quieren comprender que el Espíritu Santo descendió sobre María, y el poder del Altísimo la cubrió. Por eso el que fue engendrado es santo e Hijo de Dios Altísimo, Padre de todas las cosas, el cual, llevando a cabo la encarnación, reveló un nuevo nacimiento. (1123) Pues así como por el viejo nacimiento heredamos la muerte, así por este nacimiento heredamos la vida.
De esta manera ellos condenan la mezcla del vino celeste, y quieren ser sólo agua mundana, y por eso no aceptan que Dios entre en comunión con ellos; sino que perseveran en aquel Adán vencido y echado del paraíso. No miran que, así como al principio el aliento de vida que Dios sopló en Adán, al unirse con la criatura plasmó al hombre, mostrándolo animal racional, así también al final el Verbo del Padre y el Espíritu de Dios, unido a la substancia de Adán como a su antigua criatura, lo transforma en hombre viviente y perfecto, y capaz de recibir al Padre perfecto. De este modo, así como todos hemos muerto en la condición animal, así también todos tendremos la vida en la espiritual. Porque Adán jamás escapó de las manos de Dios, a las cuales el Padre dijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1,26). Por eso, al final, no por deseo de la carne ni por deseo de varón (Jn 1,13), sino por el beneplácito del Padre, sus manos llevaron a plenitud al hombre viviente, para que se haga conforme a la imagen y semejanza de Dios (361).
(357) Por un pasaje muy semejante a éste (ver IV, 38,3), nos damos cuenta de que "el que es perfecto y anterior a toda la creación" y que da el crecimiento es, en la mente de San Ireneo, el Espíritu Santo. Una vez más tenemos aquí un texto trinitario: recibimos del Padre la existencia, según su previa elección y preconocimiento, por ministerio del Verbo, y el desarrollo por el de su Espíritu. Este plan de la creación lleva como de la mano a la Economía de la salvación por medio del Verbo hecho carne, para que de nuevo adquiramos la incorrupción.
(358) "Nos rescató logikós" puede provenir de Lógos (el Verbo), y en tal caso sería "a la manera propia del Verbo", es decir, hecho carne: sólo así podía, como Verbo, rescatarnos para la salvación, y como hombre, entregarse por nosotros. Puede también entenderse lógos como razón, y entonces se traduciría "como era justo" o "como era razonable", dado lo que sigue: porque dominaba la apostasía injustamente.
(359) San Ireneo no confunde al Verbo con el Espíritu Santo (claramente diferenciados en el párrafo anterior y passim), sino que está contrastando las dos realidades ("naturalezas") del Verbo hecho carne: como Dios es espíritu, como hombre es carne. Pero, aun encarnado, el Verbo sigue siendo lo que es: Espíritu.
(360) Es decir, los ebionitas han nacido, según el hombre viejo, del pecado. Rechazando la divinidad de Jesús, que ha venido a salvarlos, pierden toda esperanza de heredar de él la vida, el "nacimiento nuevo" como dice en seguida (ver IV, 33,4). Por otra parte, es claro por este pasaje que, para San Ireneo, la concepción virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo es el signo de la divinidad de Cristo, condición para que recibamos la vida. Está implicada en este pasaje una teología simbólica por el paralelismo latente en el "intercambio": el Hijo de Dios se ha hecho todo lo que somos, pero con un nuevo nacimiento, a fin de que nosotros, con un nuevo nacimiento, nos tranformemos en todo lo que él es: nuestro viejo nacimiento según Adán llevaba a la muerte, el nuevo nacimiento (de Jesús, y el nuestro según él) lleva a la vida (ver III, 19,1 y IV, 33,4). Nótese que, cuando San Ireneo habla de la virginidad de María, nunca pone el énfasis en ella misma, sino en su servicio a la revelación sobre lo que es su Hijo y al cumplimiento de su Economía.
(361) "Adán jamás escapó de las manos de Dios", el Verbo y el Espíritu: por ellas fue hecho, ellas lo conducen por este mundo a través de su historia, un día le darán la resurrección y la vida del Padre, así como por ellas la recibió al principio (IV, Pr. 4; 20,1; V, 5,1; 6,1): perfecta expresión de la Economía trinitaria.
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1.3. Contra los marcionitas
2,1. Igualmente están locos quienes afirman (1124) que el Señor vino a lo que no era suyo, como si hubiese anhelado lo ajeno, a fin de presentar a un hombre hecho por otro, a un Dios que ni lo habría hecho ni creado; sino que habría quedado desde el principio privado de su propia hechura humana. Su venida habría sido injusta, pues según ellos habría venido a lo que no le pertenecía; ni nos habría redimido con su sangre si no se hubiese hecho hombre verdadero, para restaurar a su creatura; pues, según dice la Escritura, el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26). De este modo, no arrebató dolosamente lo ajeno, sino que asumió con justicia y benignidad lo que era suyo: con justicia en cuanto a la apostasía, pues con su sangre nos liberó de ella (Col 1,14); y con benignidad respecto a nosotros, los que hemos sido redimidos. Pues ni nosotros le hemos dado nada (Rm 11,35) para merecerlo, ni él necesita de nosotros como si fuese un indigente; pues somos nosotros a quienes hace falta cuanto nos lleva a la comunión con él. Por eso se entregó generosamente a sí mismo, a fin de reunirnos en el seno del Padre.
1.4. Contra quienes niegan la resurrección: la Eucaristía
2.2. Están enteramente locos quienes rechazan toda la Economía de Dios, al negar la salvación de la carne y despreciar su nuevo nacimiento, pues dicen que ella no es capaz de ser incorruptible. Pues si ésta no se salva, entonces ni el Señor nos redimió con su sangre, ni el cáliz de la Eucaristía es comunión con su sangre, ni el pan que partimos es comunión con su cuerpo (1Co 10,16). Porque la sangre no puede provenir sino de las venas y de la carne, (1125) y de todo lo que forma la substancia del hombre, por la cual, habiéndola asumido verdaderamente el Verbo de Dios, nos redimió con su sangre. Como dice el Apóstol: "En él tenemos la redención por su sangre y la remisión de los pecados" (Col 1,14). Y, como somos sus miembros (1Co 6,15) y nos alimentamos por medio de creaturas, él mismo nos facilita su creación, haciendo salir el sol y llover como él quiere (Mt 5,45). Pues él mismo confesó que el cáliz, que es una creatura, es su sangre (Lc 22,20 1Co 11,25), con el cual hace crecer nuestra sangre; y el pan, que es también una creatura, declaró que es su propio cuerpo (Lc 22,19 1Co 11,24), con el cual hace crecer nuestros cuerpos.
2.3. En consecuencia, si el cáliz mezclado (362) y el pan fabricado reciben la palabra de Dios (363) para convertirse en Eucaristía de la sangre y el cuerpo de Cristo, y por medio de éstos crece y se desarrolla (1126) la carne de nuestro ser, ¿cómo pueden ellos negar que la carne sea capaz de recibir el don de Dios que es la vida eterna, ya que se ha nutrido con la sangre y el cuerpo de Cristo, y se ha convertido en miembro suyo? Cuando escribe el Apóstol en su Carta a los Epesios: "Somos miembros de su cuerpo" (Ep 5,30), de su carne y de sus huesos, no lo dice de algún hombre espiritual e invisible -pues "un espíritu no tiene carne ni huesos" (Lc 24,39)- sino de aquel ser que es verdadero hombre, que está formado por carne, huesos y nervios, el cual se nutre de la sangre del Señor y se desarrolla con el pan de su cuerpo.
(1127) Cuando una rama desgajada de la vid se planta en la tierra, se pudre, crece y se multiplica por obra del Espíritu de Dios que todo lo contiene. Luego, por la sabiduría divina, se hace útil a los hombres, y recibiendo la Palabra de Dios, se convierte en Eucaristía, que es el cuerpo y la sangre de Cristo. De modo semejante también nuestros cuerpos, alimentados con ella y sepultados en la tierra, se pudren en ésta para resucitar en el tiempo oportuno: es el Verbo de Dios quien les concede la resurrección, para la gloria de Dios Padre (Ph 2,11). Este es quien transforma lo mortal en inmortal, y a lo corruptible concede gratuitamente hacerse incorruptible (1Co 15,53), pues el poder de Dios se manifiesta en la debilidad (2Co 12,9).
Por eso no debemos presumir de tener la vida por nosotros mismos, pues esto sería levantarse contra Dios, con una mente ingrata. Al contrario, por la experiencia hemos de aprender que de su grandeza, y no de nuestra naturaleza, recibimos como don el vivir para siempre. Así pues, ni vayamos alguna vez a privarnos de la gloria que de Dios procede, ni ignoremos lo que es nuestra naturaleza; (1128) sino que hemos de saber cuál es el alcance del poder divino, y qué recibe el hombre en razón de beneficio. De este modo no erraremos acerca de la verdadera comprensión de lo que es propio de Dios y de lo que al hombre corresponde. ¿O acaso, como antes hemos dicho, no ha permitido Dios que nosotros nos desintegremos (en la tierra), a fin de que por todos los medios hagamos el esfuerzo por aprender, venciendo la ignorancia sobre Dios y sobre nosotros mismos?
(362) Signo de que, desde la Iglesia apostólica, era costumbre consagrar el vino mezclado con agua.
(363) Es decir, la invocación (epiclesis) del presbítero, a tenor de IV, 18,5, a fin de que Dios consagre los dones.
1.5. Obra del poder del Padre en la carne
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3,1. En su segunda Carta a los Corintios el Apóstol muestra con toda claridad que el hombre fue dejado a su propia debilidad, no fuese a suceder que, por orgullo, se apartase de la verdad: "Y para que por la sublimidad de las revelaciones no me engría, se me dio el aguijón de la carne, un ángel de Satanás que me abofetea. Por eso le pedí al Señor que me lo quitara, pero él me dijo: Te basta mi gracia, porque el poder se perfecciona en la debilidad. Por este motivo me glorío en mis debilidades, a fin de que habite en mí el poder de Cristo" (2Co 12,7-9). ¡Cómo! -te dirá alguno-, ¿el Señor quiso que su Apóstol fuese abofeteado y que sufriera tal debilidad? Sí, te dice la Palabra, "porque el poder se perfecciona en la debilidad", haciendo mejor a aquel que por su debilidad descubre (1129) la potencia de Dios. Pues, ¿de qué otra manera el hombre podía reconocerse débil y mortal por naturaleza, y a Dios inmortal y poderoso, si no hubiese aprendido por propia experiencia lo que son uno y otro?
Ningún mal hay en descubrir la propia debilidad al sufrirla, pues éste es mayor bien que errar acerca de la propia naturaleza. En cambio, alzarse contra Dios y presumir de la gloria como si fuese propia, torna ingrato al hombre, lo cual le causa mucho daño; pues le arrebata al mismo tiempo la verdad y el amor que debe a aquel que lo hizo. Pero la experiencia de lo uno y de lo otro le proporciona el verdadero saber acerca de Dios y del hombre, y aumenta en éste el amor a Dios; pues ahí donde abunda el amor, ahí también se acrecienta la gloria, por el poder de Dios, de aquellos que lo aman (364).
3.2. Desprecian el poder de Dios y no contemplan la verdad, quienes miran la debilidad de la carne sin contemplar también el poder de aquel que la resucita de entre los muertos (He 11,19). Si no da la vida a lo mortal ni la incorrupción a lo corruptible, entonces Dios deja de ser poderoso. Pero, que en todas estas cosas Dios manifiesta su poder, lo podemos descubrir en nuestro origen, pues Dios modeló al hombre del barro de la tierra (Gn 2,7). Y, sin embargo, es más difícil y duro de creer que han sido hechos de la nada los huesos, los nervios (1130) y las venas y toda la estructura del hombre para que éste exista como un animal racional, que el volver a reintegrar a aquel que había sido creado y luego se había deshecho en la tierra, regresando a aquellos elementos de los que al principio había sido plasmado cuando aún no existía. Porque aquel que a los comienzos hizo que existiera lo que no existía, cuando él lo quiso, mucho más, según su voluntad, volverá de nuevo a restituir a la vida a aquéllos a quienes él se la ha dado.
Se descubrirá que la carne es capaz de recibir el poder de Dios, así como al principio acogió su arte. Una parte de ésta llegó a ser ojo que ve, otra oído que oye, otra mano que obra y palpa, otra nervios extendidos por todo el cuerpo para dar forma a los miembros, otra arterias y venas por las que circulan la sangre y la respiración, otra vísceras diversas, otra sangre, dando lugar a la unión del alma con el cuerpo. (1131) ¿Qué más decir? No es posible enumerar todos los elementos de los miembros humanos, que no provienen de otra fuente sino de la grande sabiduría de Dios (Ps 104,24). Pues todo aquello que participa de la sabiduría de Dios, también tiene parte en su poder.
3.3. La carne, pues, no está privada de la sabiduría y del poder de Dios: porque el poder de aquel que le da la vida, se muestra en la debilidad (2Co 12,9), esto es, en la carne. Si esto es así, que quienes hipotizan que la carne no es capaz de la vida como don de Dios nos digan si ellos mismos en este momento viven y participan de esta vida, o si se consideran ahora mismo ya muertos. Mas si están muertos, ¿cómo se mueven, hablan y realizan todas aquellas obras propias de vivos y no de muertos? Pero si ahora viven y todo su cuerpo está lleno de vida, ¿confiesan que tienen vida en el presente? Porque si no, serían como aquel que, teniendo en la mano una esponja llena de agua o una antorcha encendida, dijese que una esponja no es capaz de contener agua o una antorcha fuego. (1132) De manera semejante ellos, diciendo vivir y alegrándose de tener vida en sus miembros, teorizan que sus miembros no son capaces de la vida. Y eso que esta vida temporal, siendo mucho más débil que la eterna, sin embargo es tan poderosa que puede vivificar nuestros cuerpos mortales (Rm 8,11). ¿Por qué la vida eterna no será capaz de vivificar la carne ya ejercitada y acostumbrada a llevar la vida?
Que la carne participe de la vida verdadera, se muestra por la misma vida presente: pues vive en cuanto Dios quiere que viva. Y que Dios es poderoso para dar la vida, es evidente: pues nosotros vivimos porque él nos ha concedido la vida. Y siendo Dios poderoso para dar la vida a su creatura, siendo capaz de vivificar la carne, ¿qué puede impedir que la carne pueda recibir la incorrupción, la cual no es sino una larga vida sin fin que Dios concede?
(364) San Ireneo indica el camino de la verdadera gnosis: no es fruto de la búsqueda mítica de los misterios escondidos en un mundo que nos supera, enteramente extraño a nosotros; sino del verdadero conocimiento de nosotros mismos, que por una parte nos descubre débiles y mortales, pero por otra (por razón del amor infinito del Padre y su poder divino) destinados a ser semejantes a él y a participar de su vida (ver IV, 39,1).
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1.6. El Padre que ellos predican es falso
(1133) 4,1. Aquellos que fabrican otro Padre al que llaman bueno, fuera del Demiurgo se engañan a sí mismos; pues, al afirmar que no es él quien vivifica a nuestros cuerpos, lo suponen débil, inútil y negligente, por no decir egoísta y celoso. Pues ellos mismos dicen que muchas cosas, de todos conocidas, son inmortales, como el espíritu, el alma y otras semejantes, porque el Padre les da la vida; pero éste deja otras cosas, las cuales no podrían dar la vida si Dios no se la da; eso prueba que tal Padre de ellos es débil e impotente, e incluso celoso y envidioso. Ya hemos expuesto cómo el Demiurgo da vida a nuestros cuerpos mortales en este mundo y, como lo ha prometido por los profetas, les dará la resurrección: ¿quién puede mostrarse más poderoso, más fuerte y realmente bueno? ¿el Demiurgo, que da vida a todo el ser humano, o el que ellos falsamente llaman Padre, el cual finge dar la vida a aquellos seres que son por naturaleza inmortales, pero que abandona a aquellos que necesitan de su ayuda para vivir, no dándoles benignamente la vida, sino dejándolos negligentemente en la muerte? Este, al que ellos llaman Padre, ¿o no les da la vida aunque podría dársela, o no se la da porque pudiendo no quiere hacerlo? Si no lo hace porque no está en su poder, entonces dicho Padre no es poderoso ni perfecto como el Demiurgo: pues el Demiurgo da la vida, como se ve claramente, mientras aquél no podría darla. Si en cambio no lo hace porque pudiendo dar la vida no la quiere dar, entonces dicho Padre no es bueno, sino egoísta y negligente.
4,2. Mas si ellos aducen otra causa por la cual el que ellos llaman Padre no da la vida a los cuerpos, por fuerza dan a entender que tal causa es más poderosa que el Padre; porque dicha causa limitaría su bondad, y por tanto su benignidad quedaría debilitada por la pretendida causa. Pues que los cuerpos son capaces de recibir la vida, es para todos evidente: porque viven según Dios quiere que vivan; por este motivo ellos no pueden alegar que los cuerpos sean incapaces de vivir. (1134) Pero si, pudiendo participar de la vida, no la reciben por otra causa o necesidad, en tal caso el Padre que ellos hipotizan está sujeto a tal necesidad o causa, y por tanto no es libre y dueño de sus decisiones.
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1.7. El poder del Dios que da la vida
5,1. Si Dios lo quiere, los cuerpos humanos pueden vivir mucho tiempo. Si leen las Escrituras, encontrarán que hombres de la antigüedad superaron los 700, 800 o 900 años: sus cuerpos alcanzaban a vivir largo tiempo, y gozaban de la vida cuanto Dios quería que ellos viviesen. ¿Qué decir sobre ellos? Enoc fue agradable a Dios, y fue trasladado en su cuerpo (Gn 5,24) a la otra vida, para indicar la sobrevivencia de los justos. Y Elías fue asumido en su substancia criatural (2R 2,11), como un anuncio profético de la asunción de los hombres espirituales. El cuerpo no les impidió ser trasladados y asumidos; porque los trasladaron y asumieron las mismas manos que al principio los habían creado.
Las manos de Dios se habían acostumbrado en Adán a ordenar, (1135) sostener y apoyar a su criatura, y a ponerla y cambiarla a donde querían. ¿Dónde fue colocado el primer hombre? En el paraíso, como dice la Escritura: "Y Dios plantó un jardín en el Edén, hacia el oriente, y ahí puso al hombre que había formado" (Gn 2,8). De ahí fue arrojado a este mundo, una vez que pecó. Por eso dicen los presbíteros, discípulos de los Apóstoles, que allá se llevó a quienes fueron trasladados (porque el paraíso se preparó para los justos, portadores del Espíritu: ahí fue elevado también Pablo, que escuchó palabras inefables para quienes vivimos en este mundo: 2Co 12,4). Allí permanecen hasta la consumación (de los siglos) preludiando la incorrupción.
5,2. Hay quienes juzgan imposible que algunos hombres hayan vivido tanto tiempo, y que Elías haya sido arrebatado en la carne, habiendo sido consumida su carne en el carro de fuego (2R 2,11). Ese tal caiga en la cuenta de que también Jonás, arrojado al mar y absorbido en el vientre de la ballena, por mandato de Dios de nuevo fue echado salvo a tierra (Jon 1-2). Igualmente Ananías, Azarías y Misael, arrojados al horno de fuego encendido siete veces, ni sufrieron daño ni olieron (1136) a carne quemada (Da 3). En todos ellos la mano de Dios realizó estas cosas impensadas e imposibles a la naturaleza humana. ¿Por qué admirarse, pues, si también en aquellos que mueren obra algo para nosotros impensado, sujeto a la voluntad del Padre? Dicha mano es el Hijo de Dios, según dice la Escritura que el rey Nabucodonosor exclamó: "¿Acaso no he echado al horno a tres varones? Pues yo veo a cuatro caminar en medio del fuego, y el cuarto parece el Hijo de Dios" (Da 3,91-92).
Por consiguiente, ni la naturaleza de todas las cosas creadas, ni la debilidad de la carne, son más fuertes que la voluntad divina. Dios no está sujeto a las cosas que ha hecho, sino éstas a él, y en todo sirven a su voluntad. Por eso dice el Señor: "Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios" (Lc 18,27). Pues así como a quienes ignoran las economías de Dios (365) les es imposible entender que algún ser humano pueda vivir tantos años, así también algunos que vivieron antes que nosotros siguen viviendo después de haber sido trasladados (al cielo), según la longevidad que los primeros prefiguraron (Ps 23,6), al salir salvos del vientre de la ballena y del horno ardiente: porque eran llevados por la mano de Dios, para mostrar su poder. Lo mismo sucede ahora, aunque haya quienes, ignorando el poder y la promesa de Dios, se oponen a su propia salvación; pues juzgan imposible que Dios resucite a los muertos a fin de concederles durar para siempre. Mas la incredulidad de éstos no puede anular la fidelidad de Dios (Rm 3,3).
(365) Nótese el plural: la Economía se refiere al único plan salvífico, las economías son las acciones y circunstancias concretas e históricas a través de las cuales, por Providencia divina, se desarrolla la Economía (ver IV, 31,1-2).
1.8. Quiénes son los hombres espirituales
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6.1. Dios será glorificado en su criatura (1137) que por su bondad ha hecho semejante a él, y conforme a la imagen de su Hijo. Pues el hombre, y no sólo una parte del hombre, se hace semejante a Dios, por medio de las manos de Dios, esto es, por el Hijo y el Espíritu. Pues el alma y el Espíritu pueden ser partes del hombre, pero no todo el hombre; sino que el hombre perfecto es la mezcla y unión del alma que recibe al Espíritu del Padre, y mezclada con ella la carne (366), que ha sido creada según la imagen de Dios. Por eso dice el Apóstol: "Hablamos de la sabiduría de los perfectos" (1Co 2,6); llamando perfectos a quienes recibieron el Espíritu de Dios, y que hablan en todas las lenguas por el Espíritu de Dios, como él mismo hablaba.
También nosotros hemos oído a muchos hermanos en la Iglesia, que tienen el don de la profecía (367), y que hablan en todas las lenguas por el Espíritu, haciendo público lo que está escondido en los hombres y manifestando los misterios de Dios, a quienes el Apóstol llama espirituales (1Co 2,15): éstos son espirituales, porque participan del Espíritu; pero no desnudos y privados de la carne, como si lo recibiesen sólo de manera desnuda. Pues si alguien prescindiera de la substancia de la carne, esto es de la criatura, y quisiera entender lo anterior como dicho sólo del puro espíritu (368), entonces no se podría hablar de que el hombre en cuanto tal es espiritual, sino sólo del espíritu del hombre y del Espíritu de Dios (1Co 2,11). Mas este Espíritu se une a la criatura al mezclarse con el alma; y así por la efusión del Espíritu, el hombre se hace perfecto y espiritual: y éste es el que ha sido hecho según la imagen y (1138) semejanza de Dios (Gn 1,26). Si le faltase el Espíritu al alma, entonces seguiría como tal, siendo animado; pero quedaría carnal, en cuanto se le dejaría siendo imperfecto (369): tendría la imagen en cuanto criatura, pero no recibiría la semejanza por el Espíritu.
Pues así como éste sería imperfecto, así también, si alguno suprimiera la imagen y despreciara la creatura, ya no podría hablar de todo el hombre, sino sólo o de una parte del hombre (como arriba dijimos) o de algo distinto del hombre. No es que la sola carne creada sea de por sí el hombre perfecto, sino que es sólo el cuerpo del hombre y una parte suya. Pero tampoco sola el alma es ella misma el hombre; sino que es sólo el alma del hombre y una parte del hombre. Ni el Espíritu es el hombre: pues se le llama Espíritu y no hombre. Sino que la unión y mezcla de todos éstos es lo que hace al hombre perfecto. Por eso el Apóstol, manifestándose a sí mismo, explicó que el hombre espiritual y perfecto es el que se salva, según afirma en la primera Epístola a los Tesalonicenses: "El Dios de la paz os santifique y haga perfectos, y que todo vuestro ser, Espíritu, alma y cuerpo, permanezcan sin mancha hasta la venida del Señor Jesucristo" (1 Tes 5,23). ¿Y qué otro motivo tenía para suplicar que hasta la venida del Señor perseverasen íntegros y perfectos estos tres, o sea el alma, el cuerpo y el Espíritu, si no supiese que era única y la misma, la salvación de todos los tres íntegros y unidos? Por eso llama perfectos a quienes muestran al Señor estos tres elementos sin mancha. Son, pues, perfectos quienes tuviesen en sí de modo permanente al Espíritu de Dios, conservando sin mancha el cuerpo y el alma. Al decir "de Dios", se refiere a los que conservan la fe en Dios, y mantienen la justicia respecto a su prójimo.
1.9. Por qué resucita la carne
(1139) 6,2. Por eso dice que la carne plasmada es templo de Dios: "¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno violase el templo de Dios, Dios lo destruirá; porque el templo de Dios es sagrado, y éste sois vosotros" (1Co 3,16). Abiertamente llama templo al cuerpo en el cual habita el Espíritu. Así como dice el Señor: "Destruid este templo, y en tres días lo resucitaré. Y esto lo dijo refiriéndose a su cuerpo" (Jn 2,19). Pero no sólo sabe que nuestros cuerpos son templos, sino que son templos de Cristo, como cuando dice a los Corintios: "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y tomaré los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta?" (1Co 6,15). No afirma esto de ningún otro hombre espiritual; pues tampoco se abrazó él a una meretriz: sino que se refiere a nuestro cuerpo (esto es, al que vive en la santidad y pureza), cuando lo llama miembro de Cristo; porque éste es el que, al unirse a una meretriz, se hace miembro de la meretriz. Por eso dice: "Si alguno violase el templo de Dios, Dios lo destruirá" (1Co 3,17). Pues si alguno afirma que el templo de Dios, en el cual habita el Espíritu del Padre, y los miembros de Cristo no participan de la salvación, sino que están condenados a la perdición, ¿no dirá la más grande blasfemia? Y porque nuestros cuerpos no resucitan en virtud de su propia naturaleza, sino por la virtud de Dios, escribe a los Corintios: "El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Dios resucitó al Señor, y nos resucitará por su poder" (1Co 6,13-14).
(366) Es clara en este párrafo la antropología de San Ireneo: por naturaleza el ser humano es alma y cuerpo. El hombre perfecto recibe, además, el Espíritu del Padre, que da a nuestra carne el germen de la vida divina ya desde este mundo, y definitivamente en la resurrección de la carne. Nótese que, en la polémica contra los gnósticos, en este último elemento está puesto el énfasis: el hombre perfecto no es únicamente (como ellos lo pretendían) el pneumático: el Espíritu que hace perfecto al ser humano completo (alma y cuerpo) es el del Padre, pero el que resulta perfecto es el hombre de alma y carne: y éste último es el que resucita. Sin ésta no hay hombre perfecto (en griego, téleios, "perfecto", propiamente significa "completo", que nada le falta).
(367) Ver II, 31,2; 32,4: San Ireneo está convencido de que el don de la profecía no es algo del pasado, sino que está vivo y actuante en la Iglesia, signo de la presencia del Espíritu.
(368) Es decir, del alma, el elemento espiritual del hombre. En ninguna parte entiende San Ireneo el espíritu humano como diverso del alma, sino como distinto del Espíritu de Dios. San Ireneo no piensa como los gnósticos, sino como la Escritura. Para los gnósticos ciertamente hay diferencia entre la psyché y el pneûma humanos, porque están interesados en distinguir a los hombres psíquicos (simples cristianos) de los pneumáticos (ellos).
(369) Por contraste, San Ireneo vuelve a aclarar su antropología: sin el Espíritu, el ser humano sigue siendo humano "como tal", un ser "animado" (o "con alma"), pero no perfecto, no destinado a la salvación, pues ésta supone la unión del hombre con el Espíritu de Dios, que lo hace perfecto. Contra los gnósticos, que piensan en salvarse al abandonar el cuerpo y el alma, cuando su pneûma vuelva al Pléroma, San Ireneo afirma que ni el alma sola ni el Espíritu son el ser humano, luego no pueden ni uno ni otro ser el "hombre perfecto".
Ireneo, Contra herejes Liv.5